Khemema
Mear sobre el agua es mear sobre tu propio reflejo. |
Proverbio khirgwi. |
Principios de otoño, año del Colmillo 4111, sur de Shigek
Sudando bajo el sol, los Hombres del Colmillo avanzaron hacia el sur, dejando atrás las pasmadas escarpaduras de la Orilla Sur y adentrándose en las calurosísimas llanuras del desierto de Carathay, o como lo llamaban los khirgwi, Ej’ultiyath, la «Gran Sed». La primera noche, se detuvieron cerca de Tamiznai, un centro de almacenaje y distribución que los fanim habían saqueado en su retirada.
Poco después, Athjeari, que había sido enviado a reconocer el camino hasta Enathpaneah, regresó de las tierras baldías del sur. Sus hombres tenían la mirada hueca de sed y cansancio. Estaba de un pésimo humor. Contó a los Grandes Nombres que no había encontrado fuentes que no hubieran sido envenenadas, y que se había visto obligado a viajar de noche por culpa del intenso calor. Los infieles, dijo, se habían retirado hasta el extremo más lejano del Infierno. Los Grandes Nombres le hablaron de los innumerables carros tirados por mulas que habían traído consigo, y de la flota del Emperador, que los seguiría cargada de agua fresca del Sempis. Le explicaron sus complejos planes para transportar el agua a lo largo de las colinas que bordeaban la costa.
—No conocéis —dijo el joven Conde de Gaenri— las tierras en las que os adentráis.
La noche siguiente, los cuernos de Galeoth, Nansur, Thnyerus, Conriya, Ce Tydonn y el Alto Ainon retumbaron en el árido aire. Los pabellones fueron derribados entre los gritos de soldados y esclavos. Las mulas fueron cargadas y azotadas a lo largo de infinitas hileras. Los Sacerdotes Cúlticos de Gilgaol arrojaron un azor a sus divinas hogueras y después soltaron a otro bajo el sol del atardecer. Los soldados de infantería recogieron sus mochilas de las puntas de sus lanzas mientras bromeaban y se quejaban ante la perspectiva de marchar de noche. Los himnos se entonaron y fueron silenciados por el barullo de atareadísimos miles de hombres.
El aire se enfrió y las primeras columnas emprendieron su camino por el extremo occidental de las colinas litorales de Khemena.
Los primeros khirgwi aparecieron después de la media noche, aullando a lomos de sus camellos, portando la verdad del Dios Solitario y Su Profeta en la punta de afilados cuchillos. Los ataques fueron breves y despiadados. Cayeron sobre los rezagados y empaparon la arena de agua roja. Esquivaron las picas inrithi y asaltaron aullando los carromatos de equipaje, donde rajaron los preciados odres de agua allí donde los encontraron. En ocasiones, especialmente cuando se alejaron en dirección a duras llanuras de grava, eran sorprendidos y asesinados en furiosas refriegas. Pero la mayoría ganó distancia a sus perseguidores y desapareció por las arenas iluminadas por la luna.
Al día siguiente, la primera reata de mulas cruzó las colinas litorales del Meneanor y encontró una bahía argéntea bajo el sol moteada por las naves con velas rojas de la flota nansur. Recibieron una calurosa bienvenida al tiempo que los primeros cargamentos de agua eran desembarcados. Se cantaron canciones mientras emprendían el pesado trabajo de cargar el agua en las mulas. Los hombres se desnudaron de cintura para arriba y muchos se adentraron en el mar para aliviarse el calor. Y aquella noche, a medida que la Guerra Santa fue saliendo de las sofocantes tiendas, fue recibida con agua fresca del Sempis.
La Guerra Santa prosiguió su marcha nocturna. A pesar de los temibles ataques, muchos se sintieron atemorizados por la belleza de Carathay. No había insectos, con la excepción de algún que otro escarabajo empujando su pelota de bosta sobre la arena. Los inrithi se reían al verlos, les llamaban «perseguidores de mierda». Y tampoco había animales, excepto los buitres, claro está, que volaban en círculo incesantemente sobre ellos. Donde no había agua, no había vida, y aparte de las pesadas odres que colgaban de los hombros de la Guerra Santa, en Carathay no había agua. Era como si el sol hubiera quemado todo el mundo hasta convertirlo en un hueso estéril. Los Hombres del Colmillo se distinguían del sol, la piedra y la arena, y era hermoso, como una obsesiva pesadilla descrita por otra. Era hermoso porque no tenían que sufrir las consecuencias de lo que veían.
En el séptimo encuentro concertado entre la Guerra Santa y la Flota Imperial, los Hombres del Colmillo se abrieron paso por secos desfiladeros y se reunieron en la playa. Miraron el Meneanor, que estaba veteado por grandes rizos de verde lima y turquesa, y no vieron ningún barco. El sol naciente cubría el mar de un blanco dorado. Vieron las olas que rompían mar adentro, como líneas de diamantes convirtiéndose en espuma. Pero no barcos.
Esperaron. Mandaron mensajeros al campamento. Saubon y Conphas no tardaron en reunirse con ellos, se bañaron en el mar un rato, pasaron una hora discutiendo y después cabalgaron de vuelta a la Guerra Santa. Se convocó un Consejo y los Grandes y Pequeños Nombres riñeron hasta la noche, tratando de decidir qué hacer. Se pronunciaron acusaciones contra Conphas, pero fueron rápidamente retiradas cuando el Exalto–General señaló que su vida estaba tan en juego como la de los demás.
La Guerra Santa esperó una noche y un día, y como la flota del Emperador no llegó, decidió continuar su marcha. Se propusieron muchas teorías. Quizá, sugirió Ikurei Conphas, la flota se había visto atrapada en una tormenta y había decidido seguir hacia el sur hasta el siguiente punto de encuentro acordado para ganar tiempo. O quizá, sugirió el Príncipe Kellhus, había una razón por la que los kianene hubieran esperado tanto para batirse por mar. Quizá los camellos habían sido masacrados y la flota escondida para atraer a la Guerra Santa a Carathay.
Quizá Khemema era una trampa.
Dos días más tarde, el grueso de los Grandes y Pequeños Nombres acompañaron las reatas de mulas a través de las colinas hasta el mar, y se quedaron mirando atónitos su belleza vacía. Cuando regresaron de las colinas, dejaron de distinguirse del desierto. El sol, la piedra y la arena les hacían señales. El agua fue severamente racionada de acuerdo con la casta. Cualquiera que fuera sorprendido escondiendo o excediendo su ración, se decretó, sería ejecutado.
En el Consejo, Ikurei Conphas desenrolló mapas dibujados por los Cartógrafos Imperiales en la época en que Khemema había pertenecido al Imperio y clavó el dedo índice en un lugar llamado Subis. El oasis de Subis, insistió, era demasiado grande para que los infieles lo hubieran podido envenenar. Con el agua que les quedaba, la Guerra Santa llegaría a Subis en perfecto estado, pero sólo si lo dejaban todo atrás: mulas, esclavos, seguidores del campamento…
—Dejar atrás… —dijo Proyas—. ¿Cómo pretendes hacer eso?
A pesar de que las órdenes fueron enviadas en el mayor de los secretismos, el rumor se extendió rápidamente por el campamento en duermevela. Muchos huyeron para encontrar la muerte en el desierto. Algunos se armaron. Los otros simplemente esperaron a que les mataran: esclavos, putas del campamento, miembros de la casta comercial, hasta tratantes de esclavos. Los gritos resonaron por las dunas.
Varios disturbios y motines estallaron entre los inrithi. Al principio, muchos se negaron a matar a los suyos. La Guerra Santa, explicaron los Grandes Nombres a sus soldados, tenía que sobrevivir. Ellos tenían que sobrevivir. Al final, incontables miles fueron asesinados por los apenados Hombres del Colmillo. Sólo se perdonó la vida a los sacerdotes, las esposas y los mercaderes útiles.
Aquella noche los inrithi marcharon con los ojos perplejos ante lo que parecía un horno enfriándose, alejándose del horror que habían dejado tras de sí, hacia la promesa de Subis… Los hombres armados, los corceles y los corazones se habían convertido en bestias de carga.
Cuando los khirgwi encontraron los campos de cuerpos amontonados y pertenencias desparramadas, cayeron de rodillas y lloraron de júbilo al Dios Solitario. El juicio a los idólatras había empezado.
La enorme columna de la Guerra Santa se amontonaba y se esparcía en su apresurada marcha hacia el sur. Los khirgwi masacraron a cientos de rezagados. Muchas tribus asaltaron el corazón de la columna; sembraban todo el caos que podían antes de salir huyendo hacia el desierto. Un grupo de asaltantes atacó a los Chapiteles Escarlatas y ardió en el olvido. La mañana siguiente, los Grandes y Pequeños Nombres se reunieron desesperados. Sabían que el agua tenía que estar cerca, porque de otro modo los khirgwi no les hostigarían. Pero ¿dónde podían estar las fuentes? Llamaron a sus mejores asaltantes —Athjeari, Thampis, Detnammi y otros— y les pidieron que se lanzaran contra las tribus del desierto con el objetivo de encontrar sus pozos escondidos. Liderando miles de caballeros inrithi, cabalgaron sobre las largas dunas y desaparecieron por las temblorosas distancias.
Con la excepción de Detnammi, el Palatino ainonio de Eshkalas, regresaron a la noche siguiente abrumados por la ferocidad de los khirgwi y el despiadado calor del Carathay. No habían encontrado ningún pozo. Y aunque lo hubieran hecho, dijo Athjeari, no habrían tenido ni idea de cómo localizarlo de nuevo, tan carente de rasgos era el desierto.
Mientras tanto, el agua casi se había terminado. Subis no se veía por ninguna parte, y los Grandes Nombres decidieron matar a todos sus caballos excepto los pertenecientes a los nobles. Varios miles de soldados cengemi, tributarios ketiay de los tydonnios, se amotinaron y exigieron que se diera muerte a todos los caballos y se dividieran igualitariamente las raciones restantes entre todos los Hombres del Colmillo. Gothyelk y los otros condes de Ce Tydonn respondieron con una despiadada prontitud. Los líderes del motín fueron arrestados, destripados y colgados en picas sobre la arena.
Poca agua quedaba la noche siguiente, y los Hombres del Colmillo, con la piel como pergamino, presos de la irritabilidad y la fatiga, empezaron a tirar su comida. Ya no tenían hambre. Tenían sed, tenían más sed de la que habían tenido en toda su vida. Cientos de caballos se desplomaron y fueron abandonados en el polvo mientras daban sus últimos estertores. Una extraña apatía se posó sobre los hombres. Cuando los khirgwi les atacaban, muchos se limitaban a seguir caminando y no oían cómo sus parientes morían tras ellos. O tal vez les daba igual.
«Subis», pensaban, y en ese nombre se depositaban más esperanzas que en el nombre de cualquier Dios.
Cuando amaneció, seguían sin haber llegado a Subis y se decidió que continuaran. El mundo se convirtió en un borroso horno de piedra cocida, dunas bronceadas y curvas como la adorable piel de una ramera. Las distancias refulgían con alucinaciones de lagos, y muchos corrían perpetuamente, convencidos de que veían el oasis prometido, la prometida Subis.
«Subis»… El nombre de una amante.
Los Hombres del Colmillo se despeñaban por largas y pedregosas laderas, alineados entre afloramientos de arenisca que parecían inmensas setas sobre delgados tallos. Ascendían por montañosas dunas.
La aldea parecía un fósil con innumerables cámaras desenterrado por el viento. El verde profundo y el argénteo sol del oasis les hacía señas con su imposibilidad…
Subis.
Maltrechas hileras se levantaron de las arenas golpeadas por el sol. Los hombres corrieron por la aldea abandonada, entre palmeras datileras, arrastrando frondas muertas y acacias con nidos de tejedor entrelazados. Se empujaron, se deslizaron sobre la arena apelmazada y cayeron salpicando y riendo en las aguas refulgentes.
Donde encontraron a Detnammi.
Muerto, hinchado, flotando en el verde cristalino, con sus cuatrocientos cincuenta y cinco hombres.
La promesa de Subis había sido envenenada. Los khirgwi lo habían conseguido.
Pero a los Hombres del Colmillo no podía importarles. Tragaron agua y sintieron arcadas, después tragaron más. Miles y miles aullaron dunas abajo y descendieron sobre el oasis. Empujaron y tiraron de las masas que tenían ante sí, pero se vieron sistemáticamente rodeados. Cientos murieron aplastados. Cientos más se ahogaron al ser empujados al centro del estanque. Pasó algún tiempo antes de que los Grandes Nombres pudieran imponer el orden. Barones y caballeros impidieron que sus hombres se acercaran al oasis con la punta de su espada. Se vieron obligados a dar más de un ejemplo. Finalmente, se organizaron grandes relevos para llenar y distribuir odres de agua. Los nadadores empezaron a retirar a los muertos del estanque. Los cadáveres fueron amontonados al sol.
Los Grandes Nombres denegaron a Detnammi y sus hombres los rituales funerarios, sabedores de que se habían dirigido hacia Subis, al sur, en lugar de buscar los pozos de los khirgwi, obviamente para salvarse a sí mismos. Chepheramunni, el Rey–Regente del Alto Ainon, denunció al Palatino de Eshkalas, que fue postumamente desposeído de su rango y su honor. Se tallaron en su cadáver maldiciones rituales ainonias, tras lo cual fue dejado a merced de los buitres.
Mientras tanto, los Hombres del Colmillo saciaron su sed a voluntad. Muchos se retiraron a la sombra, bajo las palmeras, y se recostaron en sus troncos mientras se preguntaban cómo las frondas podían parecer alas de buitre. Saciada su sed, empezaron a preocuparse por la enfermedad. Los médicos–sacerdotes Cúlticos de temible Pestilencia, Akkeagni, fueron llamados ante los Grandes Nombres, y recitaron las enfermedades asociadas con la ingesta de agua contaminada por cadáveres. Sin embargo, con sus pharmaka y sus relicarios abandonados en el desierto, no pudieron hacer más que murmurar oraciones preventivas.
El Dios no iba a estar satisfecho.
Todo el mundo sintió alguna que otra aflicción —escalofríos, calambres, náuseas— pero miles de hombres enfermaron gravemente y se vieron afectados de vómitos y diarreas compulsivos. La mañana siguiente, los que estaban en peor estado se doblegaban sobre su dolor estomacal con la piel manchada por escoceduras rojas.
Reunidos en consejo, los Grandes Nombres se quedaron mirando con perplejidad los mapas de Ikurei Conphas. Sabían que Enathpaneah estaba demasiado lejos. Mandaron a varias partidas de una docena de hombres a la costa del Meneanor, esperando contra toda esperanza encontrar a la Flota Imperial. Se hicieron acusaciones contra el Emperador, y en dos ocasiones Conphas y Saubon tuvieron que ser contenidos físicamente. Cuando las partidas de exploración regresaron de las colinas con las manos vacías, los Grandes Nombres acordaron solemnemente continuar su marcha hacia el sur.
De todos modos, dijo el Príncipe Kellhus, el Dios proveería.
Los Hombres del Colmillo abandonaron Subis la noche siguiente con sus odres hinchados de agua contaminada. Varios centenares, los que estaban demasiado enfermos para caminar, quedaron atrás, a la espera de los khirgwi.
Muchos hombres cayeron enfermos, y aquéllos que carecían de amigos o parientes fueron abandonados. La Guerra Santa se convirtió en un enorme ejército de hombres renqueantes y caballos cojos marchando sobre un paisaje azul de piedras rajadas por el sol y arena entreverada de sílex. Alrededor del Clavo del Cielo, nubes de estrellas giraban sobre ellos, contando sus muertos. Los que estaban demasiado enfermos para seguir el paso quedaban rezagados, lloraban en el suelo como hombres doblegados, maldiciendo el sol de la mañana tanto como a los khirgwi.
«Enathpaneah», se decían los caminantes, puesto que los Grandes Nombres les habían mentido al decirles que Enathpaneah estaba a sólo tres días de distancia cuando en realidad estaba a más de seis. «El Dios nos mostrará el Camino a Enathpaneah.»
Un nombre como una promesa… Como Shimeh.
Para los que sufrían diarrea, la ración de agua no era suficiente. Ya débiles, caían al suelo, jadeando contra las frías arenas. Muchos de los más enfermos murieron así, miles de ellos.
Después de dos días, el agua empezó a escasear. La sed regresó. Los labios se agrietaron, los ojos se tornaron curiosamente flácidos y la piel se tensó, tan seca como el papiro y agrietada en las articulaciones.
Hubo algunos, muy pocos, que parecieron increíblemente fuertes durante esas tribulaciones. Nersei Proyas fue uno de los nobles que se negó a dar de beber a su caballo mientras sus hombres siguieran muriendo. Caminó entre los firmes caballeros y soldados de Conriya, pronunciando palabras de ánimo, recordándoles que ante todo, la fe era cuestión de pruebas.
Seguido por dos hermosas mujeres, el Príncipe Kellhus también diseminó palabras de fortaleza. Les dijo a los hombres que no estaban simplemente sufriendo, sino sufriendo por… Por Shimeh. Por la Verdad. ¡Por el Dios! Y sufrir por el Dios era asegurarse la gloria en el Exterior. Muchos se vendrían abajo en aquel horno, eso era cierto, pero los que sobrevivieran conocerían el temperamento de sus propios corazones. Serían, afirmó, distintos de todos los demás hombres. Serían más…
Los Elegidos.
A dondequiera que el Príncipe Kellhus y sus dos mujeres fueran, los hombres se apiñaban a su alrededor rogando que les tocaran, que les curaran, que les perdonaran. Habiendo adquirido el color del desierto, con el rostro bronceado y el cabello revoloteando casi blanco, parecía la encarnación misma del sol, la piedra y la arena. Él, sólo él, podía quedarse mirando el infinito Carathay y reírse, alzar los brazos hacia el Clavo del Cielo y dar las gracias por su sufrimiento.
—¡El Dios elige! —gritaba—. ¡El Dios!
Y las palabras que decía eran como agua.
La tercera noche, se detuvo en una gran hondonada entre dunas. Marcó un lugar entre las arenas pisoteadas y pidió a algunos de sus seguidores más cercanos, sus Zaudunyani, que se pusieran a cavar. Cuando abandonaron toda esperanza de encontrar algo, les ordenó que siguieran. Muy pronto percibieron una cierta humedad en la arena. Entonces, él se alejó y pidió a los que pasaban por allí que cavaran más hoyos en distintos lugares. Organizó a otros en un perímetro de hombres armados. Contenidos por una pantalla de lanzas alzadas, miles de hombres maravillados se apiñaron alrededor del borde de la hondonada, curiosos por ver qué sucedía. Después de diversas guardias, unos catorce charcos de agua oscura brillaron a la luz de la luna. Pozos alimentados por corrientes subterráneas…
Las aguas eran fangosas, pero también dulces, y no estaban contaminadas con el sabor de hombres muertos.
Cuando los primeros Grandes Nombres finalmente lograron abrirse camino a empellones hasta el centro de la hondonada, encontraron al Príncipe Kellhus en el fondo de un hoyo, con el agua hasta la rodilla junto a docenas de otros hombres, alzando odres llenos hasta el borde, hacia las manos tendidas sobre ellos.
—Me lo señaló —dijo entre risas, cuando ellos le saludaron—. ¡El Dios me lo señaló!
A instancias de los Grandes Nombres, se cavaron más pozos y se organizó una vez más el reparto del agua. Dado que la mayor parte de la Guerra Santa sufría deshidratación, los Grandes Nombres decidieron permanecer allí durante varios días. Los caballos que les quedaban fueron sacrificados y comidos crudos por falta de combustible. En los Consejos, el Príncipe Kellhus fue felicitado por su descubrimiento, pero poco más. Muchos integrantes de la Guerra Santa, especialmente las castas de ínfima importancia, le saludaban abiertamente como el Profeta Guerrero. En reuniones cerradas, los Grandes Nombres discutían acerca del Príncipe de Atrithau, pero no lograron un consenso. El desierto, les advirtió Ikurei Conphas, había creado también un Falso Profeta de Fane.
Mientras tanto, las tribus khirgwi se habían reunido en lo más profundo del desierto, pensando que la Guerra Santa, como un chacal, había hallado el lugar en el que moriría. La noche siguiente, atacaron en masa, un salvaje torrente de miles de hombres surgidos de las crestas de las dunas, convencidos de que cabalgarían sobre más cadáveres que hombres vivos. Aunque sorprendidos, los Hombres del Colmillo, con las carnes revividas y la fe renovada, rodearon y masacraron a las tribus del desierto. Tribus enteras, que ya se habían visto mermadas a lo largo de sus incesantes refriegas en Khemema, fueron extinguidas. Los supervivientes se retiraron a sus hogares en ocultos oasis.
Lo poco que quedaba de comida se terminó. Los odres se llenaron una vez más de agua y fueron de nuevo cargados sobre poderosas espaldas. Se cantaron canciones en la oscuridad, por el paisaje desierto, muchas de ellas himnos en honor del Profeta Guerrero. La Guerra Santa retomó su marcha hacia el sur, victoriosa y desafiante. Entre Mengedda, Anwurat y el desierto, había perdido un tercio de sus efectivos, pero en el horizonte seguían desplegándose inmensas columnas.
Cruzaron profundos lechos de ríos secos, azotados por las infrecuentes lluvias invernales, y ascendieron por grandes dunas. Se rieron una vez más de los perseguidores de mierda que correteaban con sus pelotas de bosta por la arena. Se hizo de día, y colgaron sus sábanas de lona al sol castigador para poder dormir bajo un calor sin piedad.
El segundo día, al atardecer, mientras el campamento se preparaba una vez más para marchar, muchos apercibieron nubes en el cielo occidental, las primeras nubes que habían visto, les pareció, desde Gedea. Estaban esparcidas por el horizonte, de un púrpura oscuro, y se desplegaban sobre el sol poniente de tal modo que éste parecía el iris de un irritado ojo colorado. Sin sus textos de augurio, los sacerdotes no pudieron más que tratar de intuir su significado.
El aire todavía resplandecía de calor y caía como agua sobre las distancias cocidas al sol. Y todo estaba quieto, muy quieto. El silencio se posó sobre la extensión de la Guerra Santa. Los hombres miraron el horizonte, contemplaron nerviosos el airado ojo, percatándose de que las nubes pertenecían al suelo, no al cielo. Y entonces lo comprendieron.
Una tormenta de arena.
Con la lenta elegancia de un pañuelo revoloteando al viento, poderosas nubes de arena se desplazaron hacia ellos desde el oeste. El viejo Carathay todavía podía odiar. La Gran Sed todavía podía castigar.
Explosiones que serraban la piel. Ráfagas con un millón de dientes afilados. Los Hombres del Colmillo se gritaron pero no se oyeron. Trataron de mirar, quizá vislumbrar las figuras umbrías de los demás entre la bruma marrón, pero para entonces ya estaban ciegos. Se reunieron en grupos bajo el viento hiriente, sintieron cómo la arena les sorbía y tiraba de sus extremidades. Sus improvisados refugios fueron derribados, aplastados como papel por montañosas ráfagas. Una nueva caligrafía de dunas se trazó a su alrededor. Odres olvidados quedaron enterrados.
La tormenta de arena continuó hasta el amanecer, y cuando los vientos amainaron, los Hombres del Colmillo caminaron como niños estupefactos por unas tierras transformadas. Recuperaron lo que pudieron del equipaje que les quedaba y encontraron a un buen número de hombres muertos enterrados bajo la arena. Los Grandes y Pequeños Nombres se reunieron en Consejo. No tenían refugio suficiente, observaron, para quedarse allí el resto del día. Debían marchar, de eso no había ninguna duda. Pero ¿hacia dónde? La mayoría afirmaba que debían regresar a las fuentes descubiertas por el Príncipe Kellhus —que así seguía siendo llamado en los Consejos, tanto por su insistencia como por el odio que algunos sentían por el nombre de «Profeta Guerrero». Al menos tenían agua suficiente para cubrir esa distancia.
Pero los disidentes, encabezados por Ikurei Conphas, insistieron en que lo más probable era que los pozos hubieran sido sepultados por la arena. Señalaron las dunas que les rodeaban, tan brillantes que quemaban los ojos, e insistieron en que sin duda la tierra que rodeaba los pozos debía estar igualmente desfigurada, si no más. Si la Guerra Santa utilizaba el agua que le quedaba para marchar en dirección contraria a Enathpaneah y no encontraba los pozos, estaba condenada. En aquellas circunstancias, dijo Conphas, de nuevo remitiendo a su mapa, la Guerra Santa disponía de agua suficiente para dos días de marcha. Si partían ahora, sufrirían, sin duda, pero sobrevivirían.
A algunos les sorprendió que el Príncipe Kellhus se mostrara de acuerdo.
—Sin duda —dijo—, es mejor optar por sufrir para evitar la muerte que optar por la muerte para evitar el sufrimiento.
La Guerra Santa marchó hacia Enathpaneah.
Cruzaron un mar de dunas y entraron en una tierra que era como una lámina ardiendo, una extensión de piedra llana en la que el aire siseaba de calor. El agua fue severamente racionada de nuevo. Los hombres se mareaban de sed y algunos empezaron a deshacerse de su armadura, sus armas y sus ropas y caminaban como dementes desnudos hasta que caían con la piel ennegrecida por la sed y ampollada por el sol. Murieron los últimos caballos y los soldados de a pie, siempre molestos porque sus señores cuidaban a sus monturas más lealmente que a sus hombres, maldecían y arrojaban grava contra los rígidos cadáveres al pasar. El viejo Gothyelk se desmayó y fue colocado y atado en una camilla improvisada por sus hijos, que compartieron sus raciones de agua con él. Ganyatti, el Palatino conriyano de Ankirioth, cuya cabeza calva parecía un pulgar lleno de ampollas sobresaliendo de un guante roto, fue atado como un fardo a su caballo.
Cuando al fin se hizo de noche, la Guerra Santa prosiguió su marcha hacia el sur, tambaleándose de nuevo sobre la espalda de arenosas dunas. Los Hombres del Colmillo caminaron, caminaron, pero la fría noche del desierto no les dio ningún alivio. Nadie hablaba. Formaban una infinita procesión de espectros silenciosos desplazándose por los pliegues de Carathay. Polvorientos, desgarrados, con la mirada perdida y los miembros ebrios, caminaron. Como un pedazo de fango arrojado a las aguas, se derrumbaron, deambularon de un lado a otro hasta que la Guerra Santa se convirtió en una nube de figuras desconectadas y pies arrastrándose sobre la grava y la arena.
El sol de la mañana fue una estridente reprimenda, puesto que el desierto todavía no había terminado. La Guerra Santa se había convertido en un ejército de fantasmas. Los muertos y los moribundos caían esparcidos tras ella, y a medida que el sol ascendía, caían muchos más. Algunos simplemente perdían la voluntad y se sentaban en el suelo con los pensamientos y el cuerpo zumbando de sed y cansancio. Otros se obligaban a seguir adelante hasta que sus cuerpos doblegados les traicionaban. Peleaban débilmente sobre la arena, meneando la cabeza como gusanos, quizá pidiendo ayuda entre jadeos, pidiendo socorro.
Pero la muerte descendía sobre ellos trazando una espiral.
Las lenguas se hinchaban en el interior de las bocas. La piel de pergamino se volvía blanca y se tensaba hasta que se resquebrajaba sobre la carne púrpura y dejaba a los moribundos irreconocibles. Las piernas se torcían, se doblaban, se negaban a obedecer la voluntad de sus amos como si les hubieran roto la columna vertebral. Y el sol les golpeaba, quemaba la piel, cocía los labios hasta convertirlos en vetusto cuero.
No hubo lloros, gemidos ni gritos asombrados. Los hermanos abandonaban a los hermanos y los esposos abandonaban a sus mujeres. Cada hombre se había convertido en un círculo solitario de desesperación que caminaba y caminaba.
La promesa de dulce agua del Sempis se había desvanecido. La promesa de Enathpaneah se había desvanecido.
La voz del Profeta Guerrero se había desvanecido.
Sólo quedaba la prueba, que sacaba los corazones tronantes y los colocaba en una hilera agónica, desierta, delgada, simple. Frágiles latidos varados en las tierras baldías, bombeando con una fiereza cada vez menor la sangre sedienta de agua.
Los hombres murieron por miles, jadeando, cada inspiración más improbable que la última, exhalando el aire de un horno, sorbiendo los momentos finales de una vida angustiada, ensoñada, entre gargantas de madera carbonizada. Calor como un viento frío. Dedos negros recorriendo la ardiente arena. Ojos llanos, como de cera, alzados al sol cegador.
Un silencio silbante y una soledad infinita.
Esmenet se tambaleó hacia un lado y dio una patada sobre la arena y la grava con unos pies que ya no sentía. Encima de ella, el sol gritaba, gritaba, pero ella ya había dejado de preguntarse cómo podía ser que la luz emitiera un sonido.
Él llevaba a Serwe en brazos, y a Esmenet le parecía que nunca había presenciado nada tan triunfal.
Entonces él se detuvo ante un paisaje profundo y oscuro.
Ella se balanceó y el sol, gimiendo, revoloteó sobre ella, pero él estaba allí, a su lado, abrazándola. Ella trató de lamer unos labios agrietados, pero tenía la lengua demasiado hinchada. Le miró y él sonrió con un aspecto increíblemente saludable.
Él se echó hacia atrás y gritó en dirección a la brumosa extensión de verde distante, hacia el liso deambular del resplandeciente río. Y sus palabras resonaron a lo largo del compás del horizonte.
—¡Padre! ¡Estamos aquí, Padre!
Principios de otoño, año del Colmillo 4111, Iothiah
El fiero ceño fruncido de Xinemus le silenció, y los tres hombres retrocedieron hacia una gruta oscura en la que el muro era interrumpido por una de las estructuras del complejo. Arrastraron el cadáver del esclavo–guerrero con ellos.
—Siempre pensé que estos cabrones eran duros —susurró Dinch el Sangriento con los ojos todavía enfebrecidos por el asesinato.
—Lo son —respondió Xinemus en voz baja. Escudriñó el oscuro patio que tenían a sus pies, un rompecabezas de espacios abiertos, muros desnudos y elaboradas fachadas—. Los Chapiteles Escarlatas obtuvieron sus Javreh en los Pozos sranc. Son hombres duros, y harás bien en recordarlo.
Zenkappa sonrió en la oscuridad y añadió:
—Tienes suerte, Dinch.
—¡Por los Huevos del Profeta! —siseó Dinch el Sangriento—. Yo…
—¡Shhh! —espetó Xinemus. Tanto Dinch como Zenkappa eran buenos hombres, hombres fieros, sabía Xinemus, pero estaban acostumbrados a pelear en campo abierto, no a deslizarse entre sombras como estaban haciendo en ese momento. Y a Xinemus le dolía de un modo extraño que parecieran incapaces de comprender la importancia de lo que estaban tratando de hacer. La vida de Achamian significaba muy poco para ellos, percibió. Él era un hechicero, una abominación. La desaparición de Achamian, imaginó el Mariscal, no era un alivio menor para ambos. No había lugar para blasfemos en la compañía de hombres píos.
Pero aunque no fueran conscientes de la importancia de su tarea, sí lo eran del peligro mortal que ésta suponía. Merodear como ladrones entre hombres armados ya era algo terrible, pero hacerlo entre Chapiteles Escarlatas…
Xinemus se dio cuenta de que los dos tenían miedo y que eso era lo que hacía aflorar su humor y sus vacuas bravuconadas.
Xinemus señaló un cercano edificio que estaba al otro lado de un estrecho pasaje del patio. El suelo consistía en una larga fila de columnatas que enmarcaban su hueco y negrísimo interior.
—Esos establos abandonados —dijo—, con un poco de suerte estarán conectados con aquellos barracones.
—Barracones vacíos, espero —susurró Dinch, estudiando la oscura confusión de edificios.
—Eso parece.
«Te salvaré, Achamian. Desharé lo que he hecho.»
Los Chapiteles Escarlatas se habían instalado en un vasto y semifortificado complejo que parecía remontarse a la época de Cenei. Xinemus supuso que se trataba del macizo palacio de un gobernador ceneiano que llevaba mucho tiempo muerto. Habían observado el complejo durante dos semanas, esperado mientras grandes séquitos de hombres armados, provisiones y literas portadas por esclavos se adentraban por las estrechas puertas en el laberinto de calles de Iothiah para unirse a la marcha sobre Khemena. Xinemus no tenía una idea precisa del tamaño del contingente de los Chapiteles Escarlatas, pero calculaba que sería de miles de hombres. Eso significaba que el complejo en sí mismo debía ser una inmensa extensión de barracones, cocinas, almacenes, apartamentos y salas oficiales. Y eso significaba que cuando el grueso de la Escuela viajara hacia el sur, los que se quedaran tendrían difícil defenderse de intrusos.
Aquello era bueno… si Achamian estaba realmente preso allí.
Los Chapiteles Escarlatas no se atreverían a llevarse a Achamian consigo, Xinemus estaba seguro de eso. El camino no era un lugar adecuado para interrogar a un hechicero del Mandato, especialmente cuando se marchaba con un príncipe como Proyas. Y el hecho de que los Chapiteles Escarlatas hubieran dejado una misión allí significaba que la Escuela todavía tenía asuntos por resolver en Iothiah. Xinemus había supuesto que Achamian era ese asunto por resolver.
Si no estaba allí, probablemente estaba muerto.
«¡Está aquí! ¡Lo percibo!»
Cuando los tres hombres alcanzaron el interior de los establos, Xinemus cogió la Baratija que llevaba colgada del cuello como si fuera más sagrada que el pequeño Colmillo de oro que repicaba a su lado. Las Lágrimas de Dios. Su única esperanza contra hechiceros. Xinemus había heredado tres Baratijas a la muerte de su padre, y aquélla era la razón por la que había emprendido aquella misión con sólo Dinchases y Zenkappa. Tres Baratijas para tres hombres que iban a penetrar en una guarida de abominaciones. Pero Xinemus rezaba para que no las necesitaran. Cualesquiera que fueran sus pecados, los hechiceros eran hombres, y los hombres dormían.
—Sostenedlos en la mano desnuda —les ordenó Xinemus—. Recordad, para que os protejan deben tocar directamente la piel. Hagáis lo que hagáis, no las soltéis. Estoy seguro de que este lugar está protegido con Guardas, y si la Baratija deja de estar en contacto con vuestra piel, aunque sea por un momento, estaremos acabados. —Se arrancó la Baratija del cuello y se sintió reconfortado por el frío peso de su metal, la marca de sus profundas runas contra la palma de la mano.
Los compartimentos no habían sido limpiados y el establo olía a mierda de caballo seca y paja. Tras un rato buscando a tientas, encontraron la puerta que les llevaría a los barracones abandonados.
Entonces empezó su viaje de pesadilla por el laberinto. El complejo era tan grande como Xinemus esperaba y temía al mismo tiempo, y aunque le alivió la inacabable serie de cuartos y pasadizos vacíos, perdió la esperanza de encontrar a Achamian. En una o dos ocasiones, oyeron voces distantes hablando en ainonio, y se agazaparon en oscuras sombras o tras exóticos muebles kianene. Cruzaron polvorientas salas de audiencia llenas de suficiente luz lunar para que se maravillaran ante los inmensos y geométricos frescos que decoraban los techos abovedados. Se deslizaron por despensas y cocinas y oyeron cómo los esclavos roncaban en la húmeda oscuridad. Subieron cautelosamente por escaleras y recorrieron pasillos con estancias a ambos lados. Cada puerta que abrían parecía conducir a un precipicio: al otro lado sólo podían estar Achamian o la muerte segura. A cada momento, cada inspiración parecía una apuesta imposible.
Y en todas partes imaginaban los fantasmas de los magos Escarlata, manteniendo arcanas conferencias, convocando demonios o estudiando blasfemos libros en las mismísimas habitaciones ante las que se deslizaban.
¿Dónde le tenían?
Al cabo de un rato, Xinemus empezó a sentirse audaz. ¿Era así como se sentían los ladrones o las ratas cuando merodeaban por lugares que los demás no podían ver ni conocer? Sintió entusiasmo y una rara comodidad, recorriendo sin ser visto la médula de los huesos de su enemigo. Xinemus sintió una repentina seguridad:
«¡Vamos a lograrlo! ¡Vamos a salvarle!»
—Deberíamos comprobar las bodegas —susurró Dinch. Un brillo de sudor cubría su rostro entrecano y tenía la barba gris recortada en ángulos rectos enmarañada—. Le habrán metido en algún lugar desde el que sus gritos no puedan ser oídos por los visitantes, ¿no?
Xinemus hizo una mueca en respuesta tanto a la fuerza de la voz de su viejo mayordomo como a la verdad de lo que decía. Achamian había sido torturado, durante mucho tiempo… Era un pensamiento insoportable.
«Akka…»
Regresaron a una escalera de piedra por la que ya habían pasado y bajaron hacia la negrura total.
—Necesitamos un poco de luz —exclamó Zenkappa—. ¡Aquí abajo no nos encontraremos ni las manos!
Llegaron a ciegas a un pasillo cubierto por una alfombra, tan juntos que podían oler el sudor del miedo de los demás. Xinemus se desesperó. ¡Aquello era imposible!
Pero entonces vieron una luz, una pequeña esfera de pasillo iluminado, moviéndose.
El pasillo en el que se encontraban era estrecho y tenía un bajo techo circular —ahora lo veían—; era extremadamente largo, como si recorriera toda la inmensa extensión del complejo.
Un hechicero entró en él.
La figura era delgada, pero vestía unos voluminosos ropajes de seda color escarlata, con largas mangas con garzas bordadas. Su rostro era lo más iluminado, porque estaba bañado por una luz imposible. Las mejillas surcadas que se perdían en los brillantes rizos de su barba elegantemente trenzada, los ojos protuberantes, aburridos por el tedio de caminar de un lugar a otro, todo iluminado por la lágrima de luz de una vela suspendida a un codo de su frente, aunque no había ninguna vela.
Xinemus oyó cómo la respiración de Dinch siseaba entre los dientes apretados.
La figura y la luz fantasmal se detuvieron junto a un cruce en el pasillo, como si hubiera detectado un olor raro. El viejo rostro hizo una mueca y el sacerdote pareció escudriñarles en la distancia. Se quedaron tan quietos como tres columnas de sal. Un instante… Era como si los ojos de la mismísima muerte los estuvieran buscando.
La mueca del hombre volvió a su expresión de aburrimiento y giró por el cruce dejando tras de sí una momentánea estela de piedra trabajada y alfombra enrollada. Y después la oscuridad. Un refugio.
—Querido, dulce Sejenus —dijo Dinch con un jadeo.
—Tenemos que seguirle —susurró Xinemus, sintiendo cómo sus nervios se iban calmando.
Haber presenciado aquel rostro, aquella luz hechicera, hacía que cada paso estuviera lleno de peligro. La única cosa que mantenía a Dinchases y a Zenkappa tras él, sabía Xinemus, era una lealtad que iba más allá del miedo a la muerte. Pero allí, en aquel lugar, en las entrañas del baluarte de los Chapiteles Escarlatas, aquella lealtad estaba siendo puesta a prueba de un modo en el que no lo había sido jamás, ni siquiera en el corazón de sus batallas más desesperadas. No sólo estaban jugueteando con lo obscenamente blasfemo, es que allí no había reglas, y eso, sumado al miedo mortal, era suficiente para doblegar a cualquier hombre.
Encontraron el cruce pero no vieron luz en el otro pasillo, así que avanzaron lentamente, a ciegas, como antes, siguiendo las paredes de piedra caliza con los dedos.
Llegaron hasta una puerta muy pesada. Xinemus no vio luz en las junturas. Cogió el pasador de hierro, dudó.
«¡Está cerca! ¡Estoy seguro de ello!»
Xinemus abrió la puerta.
Gracias a la corriente de aire que sintieron sobre la piel húmeda, supieron que la puerta daba a una gran cámara, pero la oscuridad seguía siendo impenetrable. Se sintieron sepultados en una terrible noche.
Extendiendo un brazo ante sí, Xinemus entró en la negrura abierta y susurró a los demás que le siguieran.
Una voz rompió el silencio y detuvo sus corazones.
—Pero esto no servirá.
Después luces, cegadoras, punzantes y desconcertantes. Xinemus desenvainó su espada.
Parpadeando y entrecerrando los ojos, se quedó mirando a las figuras reunidas a su alrededor. Un semicírculo de una docena de Javreh, fuertemente armados para la guerra bajo capas azules y rojas. Seis de ellos con las ballestas alzadas.
Estupefacto, con los pensamientos dando tumbos de pánico, Xinemus bajó la gran espada de su padre.
«Estamos acabados.»
Detrás de ellos había tres magos Escarlatas. El que habían visto antes, otro muy parecido a él pero con la barba teñida con hena amarilla y un tercero, por cuyo porte Xinemus supo que se trataba del de mayor rango.
En contraste con la túnica morada, el hombre era más que pálido, carecía por completo de pigmento. Un adicto a la chanv, sin duda. Una pequeña obscenidad que sumar a todas las demás. Llevaba alrededor de la cintura un ancho fajín azul, y por encima de él, un cinturón dorado que le colgaba a la altura de la entrepierna por el peso de un colgante que pendía entre sus piernas, unas serpientes enrolladas alrededor de un cuervo.
Los ojos de iris azul les estudiaron, afligidos de pura diversión.
—Tsk, tsk, tsk. —De unos labios tan transparentes como gusanos ahogados.
«¡Tengo que hacer algo! ¡Tengo que hacer algo!» Pero por primera vez en su vida, Xinemus estaba paralizado de terror.
—Esas cosas —prosiguió el hechicero–adicto— que cogéis con tanta fuerza para protegeros de nosotros. Esas Baratijas. Nosotros las percibimos. Especialmente cuando las tenemos cerca. Es una sensación difícil de describir. Más o menos como un pedazo de mármol abombando un trozo de tela. Cuantos más mármoles, más se abomba la tela…
El revoloteo de unos párpados translúcidos.
—Es casi como si pudiéramos olerlos.
Xinemus logró parecer desafiante.
—¿Dónde está Drusas Achamian?
—Ésa no es la pregunta correcta, amigo mío. Si yo fuera tú más bien preguntaría: «¿Qué hemos hecho?».
Xinemus sintió la llama de una ira justiciera.
—Te lo advierto, hechicero. Entréganos a Achamian.
—¿Me lo adviertes? —Una risa curiosa. Las mejillas de aquel hombre se ondularon como las agallas de un pez—. A menos que estés hablando del mal tiempo, Mariscal, me temo que hay pocas cosas de las que puedas advertirme. Tu Príncipe ha marchado hacia las tierras baldías de Khemema. Te aseguro que aquí estás completamente solo.
—Pero todavía llevo su mandato.
—No, no lo haces. Has sido desposeído de tu rango y tu puesto. Pero de todos modos, el hecho es que has entrado aquí sin permiso. Los Maestros nos tomamos muy en serio los allanamientos, y los mandatos de los Príncipes nos importan bien poco.
Un temor húmedo. Xinemus sintió cómo se le erizaba el pelo.
«Pero mi camino es el justo…»
El hechicero sonrió débilmente.
—Ordena a tus hombres que suelten sus Baratijas. Por supuesto, también tú, Mariscal, puedes soltar la tuya. Con cuidado.
Xinemus miró con aprensión las flechas alzadas, el rostro pétreo de los Javreh que les apuntaban con ellas, y sintió que su vida pendía de un hilo.
—¡Inmediatamente! —espetó el mago.
Las tres Baratijas cayeron sobre la alfombra como ciruelas.
—Bien. Nos gusta coleccionar Chorae. Es bueno saber dónde están.
El hombre dijo algo que convirtió sus iris morados en dos soles gemelos.
Xinemus fue arrojado de rodillas por una explosión de calor a su espalda. Oyó los gritos… A Dinch y Zinkappa gritando.
Cuando se hubo dado la vuelta, Dinch ya estaba en el suelo convertido en un montón de restos carbonizados retorciéndose y una llama incandescente. Zenkappa se sacudió y siguió gritando, inmolado en una columna de fuego racheado. Dio dos pasos hacia el oscuro pasillo y cayó al suelo. Los gritos se acallaron y se convirtieron en el sonido de grasa siseando.
Arrodillado, Xinemus contempló ambos fuegos. Sin darse cuenta, se había cubierto las orejas con las manos.
«Mi camino…»
Sintió que unas manos enguantadas le cogían y que unos poderosos brazos le ponían de pie. Le dieron la vuelta para que mirara al adicto a la chanv. El hechicero estaba ahora muy cerca, tanto que el Mariscal pudo oler sus perfumes ainonios.
—Nuestra gente nos ha contado —dijo el adicto, en un tono que sugería que mejor era no comentar las desgracias en las conversaciones educadas— que eres el mejor amigo de Achamian, desde los tiempos en que ambos erais maestros de Proyas.
Como un hombre incapaz de abandonar totalmente una pesadilla, Xinemus se le quedó mirando con el rostro flácido. Las lágrimas caían por sus anchas mejillas.
«Te he fallado otra vez, Akka.»
—Nos tememos que Drusas Achamian nos esté contando mentiras. Primero veremos si lo que te ha contado se corresponde con lo que nos ha contado a nosotros. Y después veremos si él aprecia la Gnosis más que a su mejor amigo. Si aprecia el conocimiento más que la vida y el amor…
El rostro translúcido se detuvo, como si le hubiera sorprendido un pensamiento delicioso.
—Tú eres un hombre pío, Mariscal. Ya sabes lo que es ser un instrumento de la verdad, ¿no es así?
Sí. Lo sabía.
Sufrir.
Montones de restos de mampostería sobre la ceniza.
Muros derribados, rodeados de ruinas, dibujando azarosas líneas contra el cielo de la noche.
Grietas bifurcándose como ramas ciegas persiguiendo un sol elusivo.
Columnas caídas, partidas por la luz de la luna.
Piedra quemada.
La Biblioteca de los Sareots, desaparecidos hacía siglos, arruinada por la avaricia de los Maestros Escarlatas.
Silencio, con la salvedad de un pequeño rasguño, como un niño aburrido jugando con una cuchara.
¿Cuánto tiempo había estado escondiéndose como una rata por los huecos, arrastrándose por las laberínticas galerías cubiertas por los azarosos restos de cemento y piedra? Textos sepultados, negros como la madera y con escamas como un cocodrilo a causa del fuego, y después una mano humana sin vida. Entre una pequeñísima mina cuya única veta fueran los restos del conocimiento. Hacia arriba, siempre hacia arriba, cavando, escarbando, arrastrándose. ¿Cuánto tiempo? ¿Días? ¿Semanas?
Sabía muy poco del tiempo.
Se abrió paso con los hombros encogidos por entre páginas de piel animal retorcidas y aplastadas por inmensas superficies de piedra. Apartó un ladrillo del tamaño de la palma de una mano, alzó su cara de seda a las nubes de estrellas. Después trepó y trepó, y al fin alzó su pequeño cuerpo de marioneta sobre la cima de las ruinas.
Alzó un pequeño cuchillo, no mayor que la lengua de un gato.
Como si quisiera tocar el Clavo del Cielo.
Un Muñeco Wathi, robado a una bruja sansori muerta…
Alguien había pronunciado su nombre.