17

Shigek

Aterrorizados, todos los hombres alzan las manos y apartan la cara. Recuerda, Tratta, ¡preserva siempre la cara! Porque ahí es donde tú eres.

Throseanis, Triamis Imperator

El Poeta renunciará a su estilo sólo cuando el Geómetra pueda explicar cómo la Vida puede ser al mismo tiempo un punto y una línea. No te equivoques: este momento, el instante de este mismo aliento, es el frágil hilo del que pende toda la creación. Que los hombres se atrevan a ser irreflexivos…

Teres Ansanius, La ciudad de los hombres

Principios de otoño, año del Colmillo 4111, Shigek

Un día, regresando del río con sus ropas limpias, Esmenet oyó a varios Hombres del Colmillo que hablaban de los preparativos de la Guerra Santa para proseguir la marcha. Kellhus se pasó parte de la tarde con ella y con Serwe, explicándoles cómo los kianene, antes de retirarse por el desierto, habían matado a todos los camellos de la Orilla Sur del mismo modo que habían quemado todas las naves al retirarse por el Sempis. Desde entonces, todas las incursiones en los desiertos de Khemema hacia el sur habían encontrado todas las fuentes envenenadas.

—El Padirajah —dijo Kellhus— espera hacer del desierto lo que Skauras esperaba hacer del Sempis.

Los Grandes Nombres, por supuesto, no se amilanaron. Planeaban marchar a lo largo de las colinas de la costa seguidos por la Flota Imperial, que les proveería de toda el agua que necesitaran. El camino sería laborioso —tendrían que mandar partidas de miles de hombres a través de las colinas para obtener el agua—, pero llegarían en buen estado a Enathpaneah, a la frontera misma de la Tierra Sagrada, mucho antes de que el Padirajah pudiera recuperarse de su derrota en Anwurat.

—Pronto ambas estaréis caminando por la arena —dijo Kellhus de ese modo cálido y bromista que Esmenet amaba desde hacía mucho tiempo—. Será duro para ti, Serwe, cargar con la tienda a la espalda estando embarazada.

La chica le dedicó una mirada de reproche pero al mismo tiempo entusiasmada.

Esmenet se rió, pero se dio cuenta de que se estaría alejando todavía más de Achamian…

Quería preguntarle a Kellhus si había sabido algo de Xinemus, pero estaba demasiado asustada. Además, sabía que Kellhus le diría algo en cuanto le llegaran noticias. Y sabía en qué consistirían esas noticias. Lo había vislumbrado en los ojos de Kellhus muchas veces.

Una vez más estaban reunidos en el mismo lado del fuego para evitar el humo, Kellhus en el centro, Serwe a su derecha y Esmenet a su izquierda. Estaban asando pequeños pedazos de cordero con palos y se los comían con pan y queso. Aquello se había convertido en su comida preferida, una de las muchas pequeñas cosas que albergaba la promesa de una familia.

Kellhus se inclinó sobre ella para coger más pan y siguió tomándole el pelo a Serwe.

—¿Has montado un pabellón en la arena antes?

—Kelhusss —se quejó Serwe, exultante.

Esmenet olió profundamente su olor seco y salado. No podía evitarlo.

—Dicen que se tarda una eternidad —añadió él, retirando la mano y frotando accidentalmente el seno derecho de Esmenet.

El cosquilleo de una intimidad inadvertida. El rubor de un cuerpo de repente colmado de una sabiduría que trasciende el intelecto.

Durante el resto de la tarde, Esmenet percibió que sus ojos estaban plagados de una persistente rebeldía. Si antes su mirada se limitaba al rostro de Kellhus, ahora recorría todo su cuerpo. Era como si sus ojos se hubieran convertido en intermediarios entre el cuerpo de Kellhus y el suyo. Cuando veía su pecho, sus senos le cosquilleaban ante la posibilidad de ser aplastados. Cuando vislumbraba sus estrechas caderas y sus profundas nalgas, el interior de sus muslos zumbaba con una expectante calidez. ¡A veces las palmas de las manos le picaban!

Claro que aquello era una locura. Esmenet sólo tenía que sorprender los ojos alerta de Serwe para recordárselo.

Aquella noche, una vez Kellhus se hubo marchado, las dos se quedaron tendidas en sus esterillas, con las cabezas casi tocándose y los cuerpos doblados alrededor del fuego. Lo hacían con frecuencia cuando Kellhus no estaba. Se quedaban mirando eternamente las llamas, a veces hablaban, pero casi siempre permanecían en silencio y sólo soltaban un pequeño grito cuando el fuego escupía carbones.

—¿Esmi? —preguntó Serwe con un tono extraño y concentrado.

—¿Sí, Serchaa?

—Yo lo haría, lo sabes.

El corazón de Esmenet revoloteó.

—¿Qué harías?

—Compartirle —dijo la chica.

Esmenet tragó saliva.

—No… Nunca, Serwe… Te dije que no te preocuparas.

—Pero eso es lo que estoy diciendo… No tengo miedo de perderle, ya no, con nadie. Lo único que quiero es lo que él quiere. Él lo es todo…

Esmenet se quedó tendida sin respirar, mirando entre las piernas de madera la pulsación del horno de carbones.

—Estás diciendo… Estás diciendo que él…

«Me desea…»

Serwe se rió suavemente.

—Claro que no —dijo.

—Claro que no —repitió Esmenet. Volviéndose a encoger de hombros para sí, apartó esos locos y enloquecedores pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? Él era Kellhus. Kellhus.

Pensó en Akka y parpadeó para apartar dos lágrimas ardientes.

—Nunca, Serwe.

Kellhus no regresó hasta la noche siguiente. Cabalgó hasta el campamento acompañado por Proyas. El Príncipe conriyano parecía especialmente cansado y ojeroso por el viaje. Iba vestido con una simple túnica azul; la ropa que llevaba para cabalgar, pensó Esmenet. Sólo los intrincados bordados de oro de sus dobladillos revelaban su rango. Llevaba la barba —que normalmente se recortaba casi hasta la mandíbula— crecida; se parecía a las barbas cortadas en ángulos rectos de sus nobles.

Al principio Esmenet mantuvo la mirada apartada de él, preocupada porque Proyas pudiera intuir la intensidad de su odio si la miraba a los ojos. No sólo se había negado a ayudar a Achamian, sino que también se había negado a permitir que Xinemus le ayudara, y había desposeído al Mariscal de su rango cuando éste había insistido. Pero algo en su voz, la desesperación de alta alcurnia, quizá, la hizo permanecer alerta. Proyas parecía incómodo —hasta triste— sentado junto a Kellhus ante el fuego, tanto que a ella le pareció que su aversión titubeaba. También él había amado a Achamian en el pasado. Xinemus se lo había contado.

Quizá ésa era la razón por la que sufría. Quizá no era muy distinto de ella.

Eso, sabía ella, era lo que Kellhus diría.

Después de servir a todo el mundo vino aguado y los restos de la comida que había preparado para ella y Serwe, Esmenet se sentó al otro lado del fuego.

Los hombres discutieron cuestiones de la guerra mientras comían, y a Esmenet le sorprendió la contradicción entre el modo en que Proyas respetaba a Kellhus y la reserva general de sus movimientos. De repente comprendió por qué Kellhus tenía prohibido a sus seguidores que se unieran a su campamento. Los hombres como Proyas, como cualquiera de los Grandes Nombres, supuso ella, recelarían de Kellhus. Los que estaban en el centro de las cosas siempre eran más inflexibles, más rígidos, que los que estaban en los extremos. Y Kellhus prometía un nuevo centro.

Era fácil moverse de un extremo a otro extremo.

Los hombres se callaron para terminarse el cordero, las cebollas y el pan. Proyas dejó a un lado su plato y se limpió su paleta con un sorbo de vino. Miró a Esmenet, al parecer inadvertidamente, y después apartó la mirada en la distancia. Esmenet sintió de repente una asfixia silenciosa.

—¿Cómo está el scylvendio? —preguntó ella, sin saber qué más decir.

Él volvió a mirarla. Por un momento, sus ojos se detuvieron en su mano tatuada.

—Casi nunca le veo —respondió el atractivo hombre, mirando fijamente las llamas.

—Creía que te aconsejaba… —Se detuvo, sin saber de repente si sus palabras eran decorosas. Achamian siempre se había quejado de sus modales atrevidos con los nobles…

—¿Que me aconsejaba en el arte de la guerra? —Proyas negó con la cabeza y por un breve instante vio por qué Achamian le había querido. Era tan extraño estar con personas a las que él había conocido. De alguna manera, hacía su ausencia más palpable y más fácil de soportar al mismo tiempo.

Él era real. Había dejado su marca. El mundo recordaba.

—Una vez Kellhus hubo explicado lo sucedido en Anwurat —prosiguió el Príncipe— el Consejo nombró a Cnaiür autor de nuestra victoria. Los Sacerdotes de Gilagaol le declararon Celebrante de la Batalla. Pero no quiso saber nada…

El Príncipe dio otro largo trago de vino.

—Le parece insoportable, supongo.

—¿Como scylvendio entre inrithi?

Proyas negó con la cabeza y dejó su cuenco vacío junto a su pie derecho.

—Que le gustemos.

Sin mediar más palabra, se puso en pie y se excusó. Hizo una inclinación de cabeza a Kellhus, le dio las gracias a Serwe por el vino y su amable compañía y después, sin ni siquiera mirar a Esmenet, desapareció en la oscuridad.

Serwe se quedó mirándose los pies. Kellhus parecía perdido en pensamientos de otro mundo. Esmenet se quedó sentada en silencio un rato, con el rostro ardiendo, los brazos como si le picaran con un extraño zumbido. Era siempre extraño, a pesar de que lo conocía tan bien como el sabor de su propia boca.

Vergüenza.

Dondequiera que fuera. Era su peste característica.

—Lo siento —les dijo a los dos.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué podía ofrecer aparte de humillación? Ella estaba contaminada, ¡contaminada! ¿Y allí estaba con Kellhus? ¿Con Kellhus? ¿Qué clase de idiota era ella? No podía cambiar quién era, al menos no antes de borrarse el tatuaje que llevaba en el dorso de la mano. ¡El semen podía enjuagarlo, pero no el pecado! ¡No el pecado!

Y él era… Él era…

—Lo siento —dijo gimoteando—. ¡Lo siento!

Esmenet se alejó corriendo del fuego y entró a gatas en la oscuridad de su tienda. ¡De la tienda de Akka!

Kellhus se acercó poco tiempo después y ella se maldijo por esperar que lo hiciera.

—Ojalá estuviera muerta —susurró, tendida con la cara hundida en el suelo.

—Muchos desean estar muertos.

Siempre una honestidad implacable. ¿Podía seguirle al lugar hacia el que la llevaba? ¿Tendría la fuerza necesaria?

—Sólo he querido a dos personas en mi vida, Kellhus.

El Príncipe nunca miraba hacia otro lado.

—Y las dos están muertas.

Ella asintió y parpadeó.

—No conoces mis pecados, Kellhus. No conoces la oscuridad que albergo en mi corazón.

—Entonces, cuéntamelos.

Hablaron largo y tendido hasta la noche, y una extraña ecuanimidad la conmovió, acallando las horas más bajas de su vida: la muerte, la pérdida, la humillación.

Zorra. ¿Cuántos hombres la habían abrazado? ¿Cuántas barbillas peludas contra su mejilla? Siempre algo que soportar. Todos ellos castigándola por su necesidad. La monotonía había hecho que le parecieran risibles, una larga hilera de hombres débiles, esperanzados, avergonzados, iracundos, peligrosos. Qué fácilmente un cuerpo jadeante sustituía al anterior, hasta que se convertían en cosas abstractas, momentos de absurda ceremonia, derramando un líquido caliente como las entrañas sobre ella, untándola con su pintura sin sentido. Ninguno era diferente del anterior.

También la castigaban por eso.

¿Qué edad tenía cuando su padre la vendió al mejor de sus amigos? ¿Once años? ¿Doce? ¿Cuándo había empezado el castigo? ¿Cuándo se había acostado con ella por primera vez? Recordaba a su madre llorando en un rincón…, pero no mucho más.

Y su hija… ¿Qué edad tenía?

Había pensado los pensamientos de su padre, le explicó. Otra boca. Que se alimente por sí misma. La monotonía la había insensibilizado al horror, había hecho de la degradación algo digno de risa. Intercambiar una semilla lechosa de color plata, los muy idiotas. Que Mimara se educara en la estupidez de los hombres. Animales patosos, en celo. Una sólo necesitaba tener un poco de paciencia, fingir su pasión, esperar, y pronto terminaría. Por la mañana, podía comprarse comida. Comida de idiotas, Mimara. ¿No ves al niño? Shhh. No llores. ¡Mira! ¡Comida de idiotas!

—¿Se llamaba así? —preguntó Kellhus—. ¿Mimara?

—Sí —dijo Esmenet. ¿Por qué ella podía decir su nombre ahora, cuando nunca había podido pronunciarlo en presencia de Achamian? Era extraño cómo la larga pena podía silenciar el pinchazo de cosas indecibles.

Los primeros sollozos la sorprendieron. Sin pensar, se inclinó hacia Kellhus y sus brazos la rodearon. Gimoteó y golpeó suavemente su pecho, tuvo náuseas y lloró. Él olía a lana y piel quemada por el sol.

Estaban muertas. Las únicas personas a las que había amado.

Una vez su respiración se hubo relajado, Kellhus la incorporó y sus manos cayeron sin vida sobre su regazo. Durante unos instantes, sintió que él se endurecía contra el dorso de su muñeca, como una serpiente flexionada bajo la lana. Ella no respiró ni se movió.

El aire, tan silencioso como una vela, rugió.

Ella apartó las manos.

¿Por qué? ¿Por qué podía envenenar una noche como aquélla?

Kellhus negó con la cabeza y sonrió levemente.

—La intimidad llama a más intimidad, Esmi. Mientras mantengamos la compostura, no hay razón para avergonzarse. Todos somos frágiles.

Ella se miró las palmas de las manos, las muñecas. Sonrió.

—Está bien… Gracias, Kellhus.

Él le tocó la mejilla con la mano y después salió agachado de su pequeña tienda.

Ella se dio la vuelta hacia un lado con las manos cogidas entre las rodillas, y murmuró maldiciones hasta que se durmió.

El mensaje había llegado por mar, dijo el hombre. Era galeoth, y a juzgar por el aspecto de su pelliza, miembro de la corte de Saubon.

Proyas sopesó la caja de marfil del pergamino en la mano. Era pequeña, fría al tacto, y estaba hermosamente decorada con pequeños colmillos. Una inteligente obra de artesanía, pensó Proyas. Innumerables pequeñas representaciones, cada figura definida por más figuras, de tal modo que no había un fondo en blanco para que destacaran, sólo colmillos y más colmillos. Había un sermón, murmuró Proyas, incluso en el contenedor de aquel mensaje.

Pero eso era Maithanet: sermones de principio a fin.

El Príncipe conriyano le dio las gracias al hombre y le pidió que se marchara; después regresó a su silla ante su mesa de campaña. En el pabellón hacía calor y el aire era húmedo, así que acabó molestándole el calor añadido de las lámparas. Se desnudó hasta quedar con una delgada túnica de lino blanco y decidió que dormiría desnudo después de averiguar de qué se trataba esa carta.

Abrió cuidadosamente el sello de cera con su cuchillo. Lo ladeó y el pequeño pergamino cayó enrollado con otro sello, éste con la marca personal del Shriah.

«¿Qué querrá?»

Proyas pensó un momento sobre el privilegio de recibir cartas como aquélla de un hombre como Maithanet. Después, rompió el sello de cera y abrió el pergamino.

Príncipe Nersei Proyas,

Que los Dioses del Dios te protejan y te mantengan. Tu última misiva…

Proyas se detuvo, sobrecogido por una sensación de culpa y mortificaron. Meses atrás, le había escrito a Maithanet a instancias de Achamian, preguntándole por la muerte de un antiguo estudiante suyo, Paro Inrau. Sabía que escribir aquella carta haría imposible mandarla. ¿Qué mejor manera de Cumplir con una obligación y a la vez deshacerse de ella? «Querido Maithanet, un hechicero amigo mío quiere que te pregunte si mataste a uno de sus espías…» Era una locura. No podía mandar esa carta de ninguna forma.

Y sin embargo…

¿Cómo no iba a sentir una cierta identificación con ese Inrau, el otro estudiante al que Achamian había amado? ¿Cómo podía no recordarlo todo sobre el blasfemo idiota, la sonrisa irónica, los ojos centelleantes, las perezosas tardes estudiando en el jardín? ¿Cómo podía no sentir pena por él, un buen hombre, un hombre amable, cazando fábulas y cuentos de viudas hasta su eterna maldición?

Proyas había mandado la carta pensando que al fin la cuestión de su tutor del Mandato quedaría resuelta. En realidad, no esperaba respuesta. Pero él era un Príncipe, un heredero forzoso, y Maithanet era el Shriah de los Mil Templos. Las cartas entre hombres como ésos siempre llegaban a su destino, por muy fiero que fuera el mundo que había entre ellos.

Proyas siguió leyendo, aguantando la respiración para neutralizar la vergüenza. La vergüenza de haber mandado un asunto tan trivial al hombre que limpiaría los Tres Mares. Vergüenza de haberle escrito a ese hombre a cuyos pies él lloraría. Y vergüenza por sentir vergüenza por haber llevado a cabo la petición de un viejo maestro.

Príncipe Nersei Proyas,

Que los Dioses del Dios te protejan y te mantengan.

Tu última misiva, nos tememos, nos dejó profundamente perplejos hasta que recordamos que tú mismo hubiste mantenido en el pasado diversas —¿cómo podríamos decirlo?— amistades dudosas. Hemos sido informados de que la muerte de ese joven sacerdote, Paro Inrau, ha sido un suicidio. El Colegio de Luthymae, los sacerdotes encargados de la investigación de este asunto, informaron de que Inrau había sido en el pasado un estudiante de hechicería del Mandato, y que recientemente había sido visto en compañía de un tal Drusas Achamian, su viejo maestro. Creen que ese Achamian fue enviado para presionar a Inrau para que realizara diversos servicios en favor de su Escuela; en resumen, que fuera un espía. Creen que, a resultas de eso, el joven sacerdote se encontró en una posición insostenible. Tribus 4:8: «Le cansa el aliento a todo aquél que no tiene ningún lugar en el que respirar».

La responsabilidad de la desafortunada muerte de ese hombre, nos tememos, es del blasfemo, Achamian. No hay nada más que decir. Que el Dios tenga piedad por su alma. Cánticos 6:22: «La tierra llora al oír palabras que no conocen la ira de Dios».

Pero como tu misiva nos ha dejado perplejos, nos tememos que esta misiva te deje igualmente desconcertado. Al aliar la Guerra Santa con los Chapiteles Escarlatas, ya hemos exigido demasiado al Compromiso de hombres píos. Pero en este asunto ha quedado claro, rezamos, que la Necesidad nos ha obligado a ello. Sin los Chapiteles Escarlatas la Guerra Santa no tendría esperanzas de imponerse a los cishaurim. «No respondas a la blasfemia con blasfemia», dice nuestro Profeta, y ese verso ha sido repetido con frecuencia por nuestros enemigos. Pero al responder a las acusaciones de los Sacerdotes Cúlticos, el Profeta también dice: «Muchos son los que son limpiados por vía de la iniquidad. Pues la Luz debe seguir siempre a la oscuridad, si es Luz, y lo Sagrado debe seguir siempre a lo malvado, si es Sagrado». De modo que la Guerra Santa debe seguir a los Chapiteles Escarlatas, si es Santa. Escolásticos 1:3: «Que el Sol siga a la Noche, de acuerdo con el arco del Cielo».

Ahora debemos pedirte un Compromiso aún mayor, Nersei Proyas. Debes hacer todo lo que esté en tu poder para ayudar a ese Maestro del Mandato. Quizá esto no sea tan difícil como nos tememos, dado que ese hombre fue en el pasado tu maestro en Aoknyssus. Pero conocemos la profundidad de tu piedad, y a diferencia del gran Compromiso que te hemos impuesto con los Chapiteles Escarlatas, no podemos citar ninguna Necesidad para confortar un corazón agitado por la compañía del pecado. Hintarates 28:4: «Te lo pregunto, ¿hay algún amigo más difícil que el amigo que peca?».

Ayuda a Drusas Achamian, Proyas, a pesar de que es un blasfemo, puesto que a su maldad también le seguirá la Guerra Santa. Todo debe aclararse al final. Y será glorioso. Escolásticos 22:36: «Pues el corazón belicoso se cansa y se girará hacia trabajos más dulces. Y la paz del amanecer acompañará a los hombres a lo largo de las labores del día».

Que el Dios y todos Sus Aspectos te protejan y te mantengan.

MAITHANET.

Proyas dejó la carta en su regazo.

—Ayuda a Drusas Achamian…

¿Qué podía querer decir el Shriah? ¿Qué podía estar en juego para que él le hiciera esa petición?

¿Y qué iba a hacer con esa petición ahora que era demasiado tarde?

Ahora que Achamian se había ido.

«Yo lo maté…»

Y Proyas de repente se dio cuenta de que había utilizado a su viejo maestro como indicador, como medida de su propia piedad. ¿Qué mayor prueba de rectitud podía haber que mostrarse dispuesto a sacrificar a un ser querido? ¿No era ésa la lección de Angeshrael en el monte Kinsureah? ¿Y qué mejor modo de sacrificar a un ser amado que odiándole?

O entregándole a sus enemigos…

Pensó en la puta de la hoguera de Kellhus, la amante de Achamian, Esmenet… Qué desolada parecía. Qué asustada. ¿Era él el autor de su expresión?

«¡Es sólo una puta!»

Y Achamian era sólo un hechicero. Sólo.

Los hombres no eran todos iguales. Sin duda, los Dioses favorecían a los que preferían, pero había más. Las acciones determinaban el valor de todo pulso. La vida era la pregunta de Dios a los hombres, y las acciones eran sus respuestas. Y como todas las respuestas, eran acertadas o no, estaban bendecidas o malditas. Achamian se había condenado a sí mismo, ¡se había condenado mediante sus propias acciones! Al igual que la puta. Ése no era el juicio de Nersei Proyas, era el juicio del Colmillo, ¡del Último Profeta!

Inri Sejenus…

Entonces, ¿por qué esa vergüenza? ¿Esa angustia? ¿Por qué esa duda inquieta que le carcomía el corazón?

La duda. En cierto sentido, había sido la única lección de Achamian. La geometría, la lógica, la historia, las matemáticas con números nilnameshi, ¡hasta la filosofía!, todas esas cosas eran escoria, argumentaría Achamian, delante de la duda. La duda las había hecho, y la duda las desharía.

La duda, decía, liberará a los hombres. ¡La duda, no la verdad!

Las creencias eran los fundamentos de las acciones. Los que creían sin dudar, decía, actuaban sin pensar. Y los que actuaban sin pensar eran esclavizados.

Eso era lo que hubiera dicho Achamian.

En una ocasión, después de escuchar cómo su querido hermano mayor, Tirummas, describía su angustioso peregrinaje a Tierra Santa, Proyas le había dicho a Achamian que quería ser Caballero Shriah.

—¿Por qué? —había exclamado el corpulento Maestro.

Habían estado paseando por los jardines; Proyas recordaba haber saltado de una hoja caída a otra para oír cómo crujían bajo sus sandalias. Se detuvieron cerca del inmenso roble que dominaba el corazón del jardín.

—¡Para poder matar infieles en la frontera del Imperio!

Achamian alzó las manos hacia el cielo, consternado.

—¡Niño idiota! ¿Cuántas fes hay? ¿Cuántas creencias compiten entre sí? ¿Y tú asesinarías a otro con la exigua esperanza de que la tuya fuera la única?

—¡Sí! ¡Tengo fe!

—Fe —repitió el Maestro, como si recordara el nombre de un odiado enemigo—. Pregúntate, Prosha… ¿Y si la elección no es entre certidumbres, entre esta fe y aquélla, sino entre la fe y la duda? ¿Entre renunciar al misterio y abrazarlo?

—Pero ¡la duda es debilidad! —gritó Proyas—. ¡La fe es fortaleza! ¡Fortaleza! —Estaba convencido de que nunca se había sentido más sagrado que en ese momento. La luz del sol parecía brillar directamente a través de él para bañar su corazón.

—¿Lo es? ¿Has mirado a tu alrededor, Prosha? Presta atención, chico. Mira y dime cuántos hombres caen en la práctica de la duda por culpa de su debilidad. Escucha a tu alrededor y dime qué ves…

Hizo exactamente lo que Achamian le ordenó. Vio mucha vacilación, pero no era tan idiota como para confundir eso con la duda. Oyó a nobles riñendo y a sacerdotes hereditarios quejándose. Escuchó a escondidas a los soldados y los caballeros. Observó qué postura tomaba ante su padre una embajada tras otra, haciendo una florida demanda tras otra. Escuchó cómo los esclavos bromeaban mientras lavaban la ropa o discutían mientras comían. Y en mitad de sus innumerables fanfarronadas, declaraciones y acusaciones, sólo ocasionalmente oía esas palabras que Achamian había vuelto tan familiares, tan habituales… ¡Las palabras que Proyas mismo consideraba tan difíciles! E incluso entonces, pertenecían en su mayor parte a los que Proyas consideraba prudentes, ecuánimes, compasivos, y menos a los que consideraba estúpidos o maliciosos.

«No lo sé.»

¿Por qué eran esas palabras tan difíciles?

—Porque los hombres quieren matar —le explicó después Achamian—. Porque los hombres quieren oro y gloria. Porque quieren creencias que respondan a sus miedos, a sus odios y sus apetitos.

Proyas recordaba cómo el corazón le martilleaba, asombrado, cómo le excitaba apartarse del buen camino.

—¿Akka? —Respiró profunda, osadamente—. ¿Estás diciendo que el Colmillo miente?

Una mirada de pavor.

—No lo sé…

Palabras difíciles, tan difíciles que significarían la expulsión de Achamian de Aoknyssus y su sustitución como tutor de Proyas por Charamemas, el afamado erudito Shriah. Y Achamian sabía que aquello sucedería… Proyas se daba cuenta de ello ahora.

¿Por qué? ¿Por qué iba Achamian, que ya estaba condenado, a sacrificarte tanto por tan pocas palabras?

«Creía que me estaba dando algo. Algo importante.»

Drusas Achamian le había querido. Y lo que era más, le había querido tanto que había puesto en peligro su posición, su reputación, e incluso su vocación, si lo que Xinemus decía era cierto. Achamian había dado sin esperanza de recibir nada a cambio. «Quería que yo fuera libre.»

Y Proyas le había abandonado, pensando solamente en lo que recibiría a cambio.

«¡Lo hice por la Guerra Santa! ¡Por Shimeh!»

Y ahora esa carta. De Maithanet.

Cogió el pergamino, volvió a escudriñarlo como si la escritura viril del Shriah pudiera ofrecer alguna respuesta.

«Ayuda a Drusas Achamian…»

¿Qué había sucedido? Lo de los Chapiteles Escarlatas podía comprenderlo, pero ¿de qué utilidad podía ser un Maestro para el Shriah de los Mil Templos? Y un Maestro del Mandato, nada menos.

Un temblor repentino recorrió su cuerpo. Bajo los muros negros de Momemn, Achamian había afirmado en una ocasión que la Guerra Santa no era lo que parecía. ¿Era esa carta una prueba de que así era?

Algo había asustado, o al menos preocupado, a Maithanet. Pero ¿qué?

¿Había oído rumores del Príncipe Kellhus? Hacía semanas que Proyas quería escribirle al Shriah acerca del Príncipe de Atrithau, pero por alguna razón no conseguía convencerse de ponerlo por escrito. Algo le urgía a esperar, pero no sabía si se trataba de esperanza o miedo. Kellhus era uno de esos misterios que sólo se podían resolver con paciencia. Y además, ¿qué diría? ¿Que la Guerra Santa por el Ultimo Profeta estaba siendo testigo del nacimiento de un Último Profeta?

Por muy reacio que fuera a admitirlo, Conphas tenía razón: ¡aquello era demasiado absurdo!

No. Si el Santo Shriah hubiera recelado del Príncipe Kellhus, Proyas estaba seguro de que simplemente le habría preguntado al respecto. Pero en la carta no había ni una sola insinuación, ni por supuesto ninguna mención, relacionada con el Príncipe de Atrithau. Lo más probable era que Maithanet no tuviera ni la menor idea de la existencia de Kellhus. Ni mucho menos de su cada vez mayor preeminencia.

No, decidió Proyas. Tenía que ser otra cosa… Algo que el Shriah consideraba más allá de su tolerancia o su comprensión. En caso contrario, ¿por qué no explicar la razón?

¿Podía ser el Consulto?

—Los sueños —había dicho Achamian en Momemn—. Han sido tan intensos últimamente.

—Ah, de vuelta a las pesadillas.

—Algo está pasando, Proyas. Lo sé. ¡Lo siento!

Nunca había parecido tan desesperado.

¿Podía ser?

No. Era demasiado absurdo. Aunque existieran, ¿cómo podía el Shriah encontrarlos cuando no podía ni siquiera el Mandato?

No. Tenían que ser los Chapiteles Escarlatas. Después de todo, aquélla era la misión de Achamian, ¿no? Observar a los Chapiteles Escarlatas.

Proyas se tiró del pelo y gruñó entre dientes.

¿Por qué?

¿Por qué aquello no podía ser puro? ¿Por qué todo lo sagrado —¡todo!— tenía que estar plagado de intenciones escabrosas y despreciables?

Se quedó sentado muy quieto, respirando una y otra vez con un temblor. Se imaginó desenvainando su espada, cortando y pinchando como un loco por entre sus cámaras, aullando y gritando. Después se tranquilizó al ritmo de su pulso.

Nada puro… El amor transformado en traición. Oraciones convertidas en acusaciones.

Ése era el mensaje de Maithanet, ¿no? Lo sagrado seguía a lo malvado.

Proyas se consideraba el líder moral de la Guerra Santa. Pero ahora ya estaba advertido. Ahora sabía que era solamente una pieza en un tablero de benjuka. Puede que conociera a los jugadores —los Mil Templos, la Casa Ikurei, los Chapiteles Escarlatas, los cishaurim y quizá incluso Kellhus— pero las reglas, que eran el elemento más traicionero de cualquier partida de benjuka, le eran totalmente desconocidas.

«No lo sé. No sé nada.»

La Guerra Santa no había hecho más que triunfar, y sin embargo nunca había estado tan desesperado.

Tan débil.

«Te lo dije, viejo maestro. Te lo dije.»

Como si despertara de un período de estupor, Proyas llamó a Algari, su viejo esclavo cironji, y le pidió que le llevara su arcón de escritura. Pese a estar terriblemente cansado, no tenía otra opción que responder al Shriah en ese mismo momento. Al día siguiente la Guerra Santa marcharía hacia el desierto.

Por alguna razón, después de abrir el pequeño arcón de caoba y marfil y pasar los dedos por la pluma y el pergamino enrollado, Nersei Proyas se sintió una vez más como un niño, presto a empezar a hacer prácticas de escritura bajo la mirada dura pero indulgente de Achamian. Casi sentía la amistosa sombra del hechicero, alzándose alerta por encima de sus escuálidos hombros infantiles.

«¡Que la Casa Nersei haya podido dar un niño tan tonto!»

«¡Que la escuela del Mandato haya podido mandar a un tutor tan ciego!»

Proyas casi se rió de la sabia risa de su maestro.

Y las lágrimas le llenaron los ojos al escribir la primera línea de su perpleja respuesta a Maithanet.

… pero al parecer, Eminencia, ese tal Drusas Achamian está muerto.

Esmenet sonrió y Kellhus vio a través de su piel aceitunada, a través de los músculos y el hueso, hasta el punto abstracto que describía su alma.

«Sabe que la veo, Padre.»

El campamento bullía de actividad y rugía con cálidas conversaciones. La Guerra Santa iba a marchar por los desiertos de Khemena, y Kellhus había invitado a los catorce Zaudunyani, que significaba «la Tribu de la Verdad» en kuniúrico, a su hoguera. Ya conocían su misión; Kellhus sólo tenía que recordarles lo que él les prometía. No sólo las creencias controlaban las acciones de los hombres. También estaba el deseo, y esos hombres, sus apóstoles, debían resplandecer de ese deseo.

Los Barones del Profeta Guerrero.

Esmenet estaba sentada enfrente de él al otro lado del fuego, riendo y charlando con sus vecinos, Arweal y Persommas, con el rostro colorado a causa de una alegría que ella no se habría atrevido a imaginar y todavía no se atrevía a reconocer. Kellhus le guiñó un ojo y después miró a los demás, sonriendo, riendo, llamando…

Escudriñando. Dominando.

Cada uno de ellos era una torrencial fuente de significado. Los ojos alicaídos, el corazón acelerado y las palabras farfulladas de Ottma daban fe de la poderosísima presencia de Serwe, que cotilleaba alegremente a su lado. La sorna momentánea justo antes de que Ulnarta sonriera daba fe de que todavía desaprobaba a Tshuma porque le tenía miedo a la negrura de su piel. El modo en que Kasalla, Gayamakri y Hilderath orientaban sus hombros hacia Werjau, aun mientras seguían hablando con los demás, daba fe de que todavía le consideraban el primero entre ellos. Y ciertamente, el modo en que Werjau se cuidaba de gritar desde el otro lado del fuego, cada vez más, inclinándose adelante con las palmas hacia abajo, mientras los demás normalmente restringían sus conversaciones a los que tenían a su lado, daba fe de la reafirmación de inconscientes relaciones de dominación y sumisión. Werjau incluso sacaba la barbilla…

—Dime, Werjau —gritó Kellhus—. ¿Qué ves en el interior de tu corazón?

Aquellas intervenciones eran inevitables. Eran hombres nacidos en el mundo.

—Alegría —dijo Werjau, sonriendo. Un débil apaciguamiento alrededor de los ojos. Un destello en el pulso. El reflejo de sonrojarse.

«Ve, y no ve.»

Kellhus apretó los labios, atribulado y paciente.

—¿Y qué veo yo?

«Esto lo sabe…»

El sonido de las otras voces se fue acallando hasta el silencio.

Werjau bajó la mirada.

—Orgullo —dijo el joven galeoth—. Ves orgullo, Maestro.

Kellhus sonrió y la ansiedad desapareció entre ellos.

—No —dijo— con esa cara, Werjau.

Todos ellos, incluidas Serwe y Esmenet, se rieron a mandíbula batiente, y Kellhus miró alrededor del fuego, satisfecho. No podía tolerar ninguna pose entre ellos. Era la completa ausencia de presunción lo que hacía su compañía tan única, lo que hacía que sus corazones dieran un vuelco y sintieran un cosquilleo en sus estómagos ante la perspectiva de verle. El peso del pecado estaba en el secretismo y la condenación. Arranca esto de raíz, niega a los hombres sus engaños y sus juicios, y su percepción de la vergüenza y la falta de valor desaparecen.

Se sentían mejores en su presencia, puros y escogidos.

Pragma Meigon miró a través de la cara del joven Kellhus y vio miedo.

—Son inofensivos —dijo.

—¿Qué son, Pragma?

—Ejemplares disminuidos… Especímenes. Los retenemos con una finalidad educativa. —El Pragma fingió una sonrisa—. Para estudiantes como tú, Kellhus.

Estaban debajo de Ishual, a mucha profundidad, en una sala hexagonal en el interior de las poderosas galerías de los Mil Veces Mil Pasillos. Con la excepción de la entrada, irregulares estanterías llenas de velas con tiradores y grilletes cubrían los muros circundantes, arrojando una luz sin sombras tan brillante y clara como el sol del mediodía. Sólo aquello ya hacía de aquella sala un lugar extraordinario —la luz estaba prohibida en el Laberinto—, pero lo que dejaba pasmado eran los muchos hombres encadenados a un nivel más bajo en el centro.

Todos ellos estaban desnudos, pálidos como el lino, y atados con unas correas de cobre verdoso a unos tablones que los doblaban ligeramente hacia atrás. Los tableros habían sido dispuestos en un amplio círculo, y cada hombre estaba tumbado a una distancia de un brazo de sus colegas y colocado en el extremo de la depresión central, de modo que un niño de la altura de Kellhus pudiera permanecer en el límite del suelo circundante y mirar a los especímenes directamente a la cara.

En caso de que tuvieran caras.

Tenían la cabeza echada hacia atrás, sostenida por unos armazones de hierro abiertos que se la mantenían inmóvil con barras. Bajo sus cabezas, se habían unido alambres a la base de cada armazón. Éstos subían siguiendo un esquema radial y terminaban en pequeños ganchos que se asían a la piel oscurecida. A Kellhus le pareció como si cada hombre hubiera metido la cabeza en una tela de araña que le había pelado la cara.

Pragma Meigon lo había llamado la Sala del Desenmascaramiento.

—Para empezar —dijo el anciano— estudiarás y memorizarás cada una de las caras. Después reproducirás lo que veas en un pergamino. —Señaló con la cabeza una batería de maltrechos escritorios colocados a lo largo de las paredes del sur.

Con las piernas tan ligeras como hojas en otoño, Kellhus dio un paso adelante. Oyó cómo las bocas pastosas masticaban, un coro de gruñidos y jadeos sin voz.

—Se les ha quitado la laringe —explicó Pragma Meigon—. Para facilitar la concentración.

Kellhus se detuvo ante el primer espécimen.

—La cara tiene cuarenta y cuatro músculos —prosiguió el Pragma—. Moviéndose concertadamente, son capaces de transmitir todas las permutaciones de la pasión. Todas esas permutaciones, joven Kellhus, derivan de los cincuenta y siete tipos base y casi–base que se encuentran en esta habitación.

A pesar de la ausencia de piel, Kellhus reconoció inmediatamente el terror en la cara despellejada que tenía ante sí. Como gusanos en guerra, los delgados músculos que rodeaban sus ojos se tensaron hacia fuera y hacia dentro al mismo tiempo. Los músculos mucho más grandes de la parte inferior de la cara, del tamaño de una rata, tiraban de su boca en una perpetua mueca de miedo. Los ojos sin párpados miraban fijamente. Rápidas inhalaciones y exhalaciones siseaban…

—Te estás preguntando cómo podemos mantener estar peculiar configuración expresiva —dijo el Pragma—. Hace siglos descubrimos que podíamos limitar la gama de comportamientos pinchando el cerebro con agujas, con lo que ahora llamamos neuropuntura.

Kellhus estaba paralizado. Sin mediar aviso, un guarda se acercó a él sosteniendo un delgado junco entre los dientes. Hundió el junco en el cuenco de fluido que llevaba y después sopló para rociar al espécimen con una bruma anaranjada. Después siguió con los siguientes.

—La neuropuntura —prosiguió el Pragma— hizo posible la rehabilitación de deficientes con fines educativos. El espécimen que tienes ante ti, por ejemplo, siempre expresa miedo a una casi–base de dos.

—¿Horror? —preguntó Kellhus.

—Exactamente.

Kellhus sintió que su propio horror de niño se convertía en comprensión. Miró a ambos lados, vio los especímenes curvándose fuera de su vista, hileras de ojos blancos colocados en brillantes musculaturas rojas. Sólo eran deficientes, nada más. Volvió a mirar al hombre que tenía ante sí y guardó lo que veía en la memoria. Después se dirigió a la siguiente madeja de músculos jadeantes.

—Bien —dijo Pragma Meigon desde un extremo de su campo visual—. Muy bien.

Kellhus se volvió una vez más hacia Esmenet y peló su cara con los ganchos de su mirada.

Ya había hecho dos viajes del fuego a su tienda; paseos para llamarle la atención y evaluar encubiertamente su interés. De vez en cuando, Esmenet miraba de lado a lado, simulando entusiasmo por cosas que sucedían en otra parte para ver si él la observaba. Él había dejado que le sorprendiera en dos ocasiones. En ambas había sonreído con un buen humor juvenil. Cada vez que ella bajaba la mirada, enrojeciendo, con las pupilas dilatadas, parpadeando rápidamente, su cuerpo radiaba el almizcle de su creciente excitación. A pesar de que Esmenet todavía no había acudido a su cama, una parte de ella le deseaba, incluso le cortejaba. Aunque ella no lo sabía.

Pese a todos sus dones innatos, Esmenet seguía siendo una mujer nacida en el mundo. Y para todos los hombres y mujeres nacidos en el mundo, dos almas compartían el mismo cuerpo, la misma cara y los mismos ojos. El animal y el intelecto. Todo el mundo era dos.

Deficiente.

Una Esmenet ya había renunciado a Drusas Achamian. La otra no tardaría en hacerlo.

Esmenet parpadeó contra el cielo turquesa y alzó una mano contra el sol. No importaba cuántas veces la viera, siempre se quedaba estupefacta.

La Guerra Santa.

Se había detenido con Kellhus y Serwe en la cima de una elevación para que Serwe pudiera colocarse bien la mochila. Campos de guerreros inrithi y seguidores del campamento caminaron ante ellos en dirección a los deslavazados riscos de la escarpadura meridional. Esmenet miró a un hombre armado tras otro, cada uno más lejos que el siguiente, por encima de grupos y entre pantallas cada vez más gruesas, hasta perderlos en las pobladas distancias, donde parpadeaban a la luz del sol como limaduras de metal. Esmenet se volvió y vio las murallas de color de arena de Ammegnotis tras ellos, menguando contra el negro y el verde del río y sus pobladas orillas.

Shigek.

«Adiós, Akka.»

Con los ojos llenos de lágrimas, se destacó sola a propósito e hizo un gesto con la mano cuando Kellhus la llamó.

Caminó entre desconocidos, sintiendo el aguijón de ojos encapuchados y palabras murmuradas, como con frecuencia hacía. Algunos hombres llegaron a abordarla, pero ella les ignoró. Uno incluso le cogió furiosamente la mano tatuada, como para recordarle algo que le debía a todos los hombres. Las hierbas parcheadas se volvieron cada vez más finas y dieron paso a grava que quemaba los dedos de los pies y hervía el aire. Ella sudaba y sufría y de alguna manera sabía que era sólo el principio.

Aquella noche, encontró a Kellhus y Serwe sin demasiadas dificultades. Aunque tenían poco combustible, lograron preparar la cena con una pequeña hoguera. El aire se enfrió tan rápido como descendió el sol, y ellos gozaron de su primera noche en el desierto. El suelo irradiaba calor como una piedra sacada de un horno. Al este, colinas estériles cercaban las distancias y oscurecían el mar. Al sur y al oeste, más allá del barullo del campamento, el horizonte formaba una perfecta línea de pizarra que engordaba y se enrojecía a medida que se acercaba al sol. Al norte, todavía podía verse Shigek entre las tiendas; su verde se tornaba negro en el cada vez más oscuro crepúsculo.

Serwe ya estaba roncando, acurrucada en su esterilla junto a la pequeña lengua de su fuego.

—¿Qué tal tu paseo? —preguntó Kellhus.

—Lo siento —dijo con una expresión avergonzada—. Yo…

—No tienes de qué disculparte, Esmi… Puedes caminar con quien quieras.

Ella bajó la mirada, sintiéndose aliviada y transida de pena al mismo tiempo.

—¿Y? —repitió Kellhus—. ¿Qué tal tu paseo?

—Hombres —dijo con pesar—. Demasiados hombres.

—Y tú dices que eres ramera —dijo Kellhus con una sonrisa.

Esmenet siguió mirando sus pies manchados de polvo. Una tímida sonrisa cruzó su rostro.

—Las cosas cambian.

—Quizá —dijo él de una manera que a Esmenet le recordó una hacha golpeando la madera.

Esmenet se encogió de hombros.

—Estamos a la sombra de los hombres —respondió— del mismo modo que los hombres están a la sombra de los Dioses.

—¿De modo que crees estar a la sombra de los hombres?

Ella sonrió. Con Kellhus no había posibilidad de engaños, por pequeños que fueran. Ése era su milagro.

—De algunos hombres, sí.

—Pero ¿no muchos?

Ella se rió, sorprendida en un presunción sincera.

—No muchos, no —reconoció. Ni siquiera, advirtió sin aliento, Akka…

«Sólo tú.»

—¿Y qué pasa con los otros hombres? ¿No están todos los hombres ensombrecidos en algún aspecto?

—Sí, supongo…

Kellhus volvió la palma de la mano hacia arriba, un gesto curiosamente encantador.

—¿Y qué hace de ti algo inferior a un hombre?

Esmenet volvió a reírse, segura de que Kellhus estaba planteándole algún juego.

—En todos los lugares en los que he estado, en todos lugares de los que he oído hablar, las mujeres sirven a los hombres. Así son las cosas. La mayoría de mujeres son como… —Se detuvo, molesta por el curso de sus pensamientos. Vislumbró a Serwe, que tenía su perfecto rostro iluminado por la ondeante luz del fuego.

—Como ella —dijo Kellhus.

—Sí —respondió Esmenet, con los ojos fijos en el suelo en una actitud extrañamente defensiva—. Como ella. La mayoría de mujeres son simples.

—¿Y la mayoría de hombres?

—Bueno, sin duda hay más hombres cultos y sabios que mujeres.

—¿Y eso es porque los hombres son superiores a las mujeres?

Esmenet se quedó mirándole, atónita.

—¿O es —prosiguió él— porque a los hombres se les concede más en este mundo?

Siguió mirándole. Los pensamientos le daban vueltas. Respiró hondo y se puso las palmas de las manos cuidadosamente sobre las rodillas.

—¿Estás diciendo que las mujeres son… son realmente iguales?

Kellhus levantó las cejas con una diversión dolorida.

—¿Por qué los hombres están dispuestos a dar oro para acostarse con mujeres?

—Porque nos desean. Son lujuriosos.

—¿Y es legítimo que los hombres les compren el placer a las mujeres?

—No…

—Entonces, ¿por qué lo hacen?

—No pueden evitarlo —respondió Esmenet. Alzó una ceja atribulada—. Son hombres.

—¿Y no controlan sus deseos?

Ella esbozó su vieja y característica sonrisa.

—Contempla a la bien alimentada ramera que tienes ante ti.

Kellhus se rió, pero suavemente, de una manera que distinguía sin esfuerzo su dolor de su humor.

—¿Por qué —dijo— tienen manadas de ganado?

—¿Ganado? —Esmenet frunció el entrecejo. ¿De dónde venían todos esos pensamientos absurdos?—. Pues para matarlos para…

Ella se interrumpió, comprendiendo repentinamente. Se le puso la piel de gallina. Una vez más, estaba sentada a la sombra, y Kellhus acaparaba la luz del sol del atardecer, con el aspecto para el resto del mundo de un ídolo de bronce. El sol siempre parecía renunciar a él en último lugar.

—Los hombres —dijo Kellhus— no pueden dominar su apetito, así que dominan, domestican los depositarios de su apetito. Sea ganado…

—O mujeres —dijo ella sin aliento.

El aire pinchaba de comprensión.

—Cuando una raza —prosiguió Kellhus— es tributaria de otra, como los cepaloranos de los nansur, ¿qué lengua hablan ambas razas?

—La lengua del conquistador.

—¿Y qué lengua hablas tú?

Ella tragó saliva.

—La lengua de los hombres.

Cada vez que parpadeaba veía a un hombre tras otro, arqueados sobre ella como perros.

—Tú te ves a ti misma —dijo Kellhus— como te ven los hombres. Tienes miedo de envejecer porque los hombres sienten apetito por las chicas. Vistes provocativamente porque los hombres sienten apetito por tu piel. Te encoges cuando hablas porque los hombres sienten apetito por tu silencio. Tú consientes. Posas. Te arreglas y te acicalas. Doblas tus pensamientos y deformas tu corazón. Rompes y rehaces, cortas y cortas y cortas, ¡todo eso podrías responder en tu idioma de conquistador!

Nunca, parecía, había estado tan inmóvil. El aire en el interior de su garganta, incluso la sangre de su corazón, parecían completamente inmóviles. Kellhus se había convertido en una voz cayendo de alguna parte entre lágrimas y luz de Riego.

—Dices: «Déjame avergonzarme por ti. ¡Déjame sufrirte! ¡Te lo ruego, por favor!».

Y de alguna manera Esmenet supo hacia dónde debían llevar esas palabras, de modo que pensó en otras cosas, como que la piel reseca y la ropa parecían tan limpias…

La inmundicia, pensó, necesitaba el agua tanto como los hombres.

—Y te dices —prosiguió Kellhus: «¡Estos caminos no los seguiré!». Quizá rechazas determinadas perversiones. Quizá te niegas a besar. Simulas tener escrúpulos, discriminar, aunque el mundo te ha obligado a caminar por un terreno sin caminos. ¡Las monedas! ¡Las monedas! ¡Monedas por todo y todo por monedas! Para el terrateniente. Para los burócratas, cuando vienen a por sus sobornos. Para los tenderos que te alimentan. Para los duros con los nudillos llenos de costras. Y en secreto, te preguntas: «¿Qué podría ser impensable si ya estoy maldita? ¿Qué actos son indignos de mí si ya no tengo dignidad? ¿Qué amor está más allá del sacrificio?».

Esmenet tenía la cara húmeda. Cuando se apartó la mano de la mejilla las volutas de las puntas de sus dedos estaban negras.

—Hablas la lengua de tus conquistadores —susurró Kellhus—. Dices, Mimara, ven conmigo, niña.

Un estremecimiento la recorrió, como si fuera el cuero de un tambor.

—Y tú la llevas…

—¡Está muerta! —gritó alguna mujer—. ¡Está muerta!

—A los tratantes de esclavos del puerto…

—¡Basta! —siseó la mujer—. ¡No!

Jadeando, como cuchillos.

—Y la vendes.

Recordó sus brazos rodeándola. Recordó haberle seguido a su pabellón. Recordó haberse tendido a su lado, llorando y llorando mientras su voz allanaba su angustia, mientras Serwe le secaba las lágrimas de las mejillas y le pasaba dedos fríos por el cabello. Ella recordaba haber hablado de lo sucedido. Sobre el hambriento verano en que se había tragado hombres gratis sólo por su semilla. Sobre su odio a la niña —¡pequeña zorra mugrienta!—, que lloraba y exigía y exigía, que se comía su comida, que la mandaba a las calles, ¡todo por amor! Sobre aquella locura de ojos huecos. ¿Quién podía comprender la inanición? Sobre los tratantes de esclavos, cuyas despensas no dejaban de llenarse debido a la hambruna. Sobre Mimara gritando, ¡su pequeño grito de niña! Sobre las monedas envenenadas… ¡Menos de una semana! ¡Le habían durado menos de una semana!

Recordó haber gritado.

Y recordó haber llorado como nunca había llorado antes, porque había hablado, y él había escuchado. Recordó haberse sentido empujada hacia su confianza, su poesía, su conocimiento divino de lo que estaba bien y era verdad.

En su absolución.

—Estás perdonada, Esmenet.

«¿Quién eres tú para perdonar?»

—Mimara.

Se despertó con la cabeza sobre su brazo. No se produjo ninguna confusión, aunque parecía que debía haberla. Sabía dónde estaba, y a pesar de que una parte de ella temblaba, otra estaba exultante.

Estaba tendida junto a Kellhus.

«No me acosté con él… Sólo lloré.»

Sentía el rostro magullado de la noche anterior. Había sido calurosa y había dormido sin sábanas. Durante lo que pareció un largo rato, se quedó tendida sin moverse, saboreando la cercanía de su piel blanca. Puso una mano sobre su pecho desnudo. Era cálido y suave. Sintió el lento tambor de su corazón. Sintió un cosquilleo en los dedos, como si estuviera tocando el yunque de un herrero mientras éste lo martilleaba. Pensó en el peso de Kellhus, se sonrojó…

—Kellhus —dijo. Levantó la mirada hacia el perfil de su cara, sabiendo de alguna manera que estaba despierto.

Él se volvió y la miró con los ojos sonrientes.

Ella dio un resoplido de vergüenza y apartó la mirada.

Kellhus dijo:

—¿Es raro, verdad, estar tumbados tan cerca…?

—Sí —respondió ella sonriendo, mirando hacia arriba, después apartando de nuevo la mirada—. Muy extraño.

Él se volvió para tenerla de cara. Esmenet oyó cómo Serwe gruñía y se quejaba desde el otro lado de Kellhus, todavía dormida.

—Shhh —dijo él riendo—. Quiere más al sueño que a mí.

Esmenet le miró y se rió, negando con la cabeza, refulgiendo de una incrédula excitación.

—¡Esto es tan extraño! —siseó. Nunca sus ojos habían brillado tanto.

Apretó las rodillas de nerviosismo. ¡Estaba tan cerca!

Él se inclinó hacia ella y su boca se abrió, los párpados le parecieron muy pesados.

—No —jadeó ella.

Kellhus frunció el entrecejo amistosamente.

—Mi taparrabos acaba de llenarse.

—Oh —respondió ella. Ambos se echaron a reír.

De nuevo sintió el peso de él…

Era un hombre que empequeñecía a Esmenet, como debía ser un hombre.

Después la mano de Kellhus estaba dentro de su hasas, deslizándose entre sus muslos, y ella se sintió gimiendo entre sus dulces labios. Y cuando él entró en ella, la pinchó como pinchaba el firmamento el Clavo del Cielo, las lágrimas afloraron a sus ojos y se vertieron, y sólo pudo pensar: «¡Al fin! ¡Al fin me toma!».

Y no lo parecía. Era.

Nadie la llamaría ramera nunca más.