Shigek
Los hombres nunca se parecen entre sí tanto como cuando duermen o están muertos. |
Opparitha, Sobre lo carnal |
La arrogancia de los inrithi fue resplandeciente en los días posteriores a Anwurat. A pesar de que los más sobrios exigieron que siguieran con el ataque, la gran mayoría pidió un descanso. Creían que los fanim estaban condenados, como los creyeron condenados después de Mengedda. Pero mientras los Hombres del Colmillo se entretenían, el Padirajah tramaba. Haría del mundo su escudo. |
Drusas Achamian, El compendio de la Primera Guerra Santa |
Principios de otoño, año del Colmillo 4111, Iothiah
Achamian tenía sueños…
Sueños salidos de su funda.
La llovizna ocultaba las distancias, oscurecía las montañas del Anillo tras trapos de gris lanoso, dándole a la locura que tenía ante sí la envergadura de toda creación visible. Masas de sranc, enfurecidos, con sus armas de bronce negro. Líneas de bashrag golpeando el fango con sus inmensos martillos. Y tras ellos, las inmensas murallas de Golgotterath. Brumosas barbacanas sobre precipicios, los dos grandes cuernos del Arca alzándose en la turbia oscuridad, curvos y dorados contra un gris infinito, dejando rastros de agua no drenada.
La vetusta Golgotterath, levantada contra el mayor terror que caería jamás de los cielos.
Pronto cedería.
Un gran ruido sordo surgido de las murallas sobre las temibles llanuras.
Como una marea de arañas, los sranc se arrojaron hacia adelante aullando por entre charcos, corriendo por el fango. Chocaron contra las falanges de belicosos aorsi, el baluarte de largas melenas del Norte; arremetieron contra las brillantes líneas de los kuniuri, la alta marea de la gloria norsirai. Los Caudillos–Príncipes del Alto Norsirai lanzaron sus carros al ataque y murieron ante ellos. Los estandartes de Ishterebinth, la última de las Mansiones nohombres, cargó a conciencia contra un mar de abominaciones, dejando ruinas negras y ensangrentadas tras ellas. Los grandes nil’gikas aguantaron como un punto de brillante luz solar entre el humo y una violenta sombra. Y los nyméricos hicieron sonar el Cuerno del Mundo, una y otra vez, hasta que tos sranc no oyeron nada más que el repicar de su muerte.
Seswatha, Gran Maestro de los Sohonc, alzó su cara a la lluvia y probó la dulce alegría, porque estaba sucediendo, ¡estaba sucediendo de verdad! La profana Golgotterath, antigua Min–Uroikas, iba a caer. ¡Les había avisado a tiempo!
Achamian reviviría los dieciocho años de esa falsa ilusión.
Sueños sacados de la funda del cuchillo.
Y cuando se despertara, al sonido de crudos gritos o el golpeteo de agua fría en su cara, le parecería que un horror simplemente había sustituido a otro. Parpadearía ante la luz de la antorcha, notaría rutinariamente la mordedura de las cadenas, una boca llena de fétidos trapos y las oscuras figuras con túnicas escarlata que le rodeaban. Y pensaría, antes de sucumbir a los Sueños una vez más: «Aquí está… llega el Apocalipsis».
—Extraño, ¿verdad Iyokus?
—¿A qué te refieres?
—A que los hombres puedan quedar tan totalmente indefensos con tanta facilidad.
—Los hombres y las escuelas…
—¿Qué quieres decir?
—Nada, Gran Maestro.
—¡Mira! ¡Está observando!
—Sí… Lo hace de vez en cuando. Pero tiene que recuperar más fuerzas antes de que podamos empezar.
Esmenet gritó cuando les vio tirando de sus monturas por el campo hacia ella. Kellhus y Serwe, demacrados tras un largo viaje sin dormir. De repente, estaba corriendo por unos pastos irregulares, como si estuviera siendo arrastrada por una larga e irresistible cuerda. Hacia ellos. No, no ellos. Hacia él.
Voló hacia él, lo cogió más fuerte de lo que creía capaces sus brazos. Olió el polvo y los aceites esenciales. Su barba y su cabello besaron su piel desnuda con suaves rizos. Sintió que las lágrimas le caían por las mejillas y el cuello en líneas regulares.
—Kellhus —gimoteó—. Oh, Kellhus… ¡Creo que me estoy volviendo loca!
—No, Esmi… Es pena.
Parecía un pilar de consuelo. Su pecho cuadrado aplastando sus senos. Sus largos brazos protectores alrededor de su espalda y su estrecha cintura.
Él también la apretó y ella se volvió hacia Serwe, que ya estaba llorando. Se abrazaron, y regresaron juntos a la solitaria tienda de la ladera. Kellhus tiró de sus caballos.
—Te hemos echado de menos, Esmi —dijo Serwe, extrañamente aturullada.
Esmenet contempló a la chica con pesar. Tenía el ojo izquierdo amoratado con tonos negros y cereza y un corte infectado le sobresalía en la frente. Aunque Esmenet hubiera tenido ánimos —y no los tenía—, habría esperado hasta que ella se lo contara en lugar de preguntarle qué le había pasado. Con aquellas señales, preguntar exigía mentiras y el silencio permitía la verdad. Aquélla era la suerte de las mujeres, especialmente cuando eran de vida disipada.
Aparte de su cara, la chica parecía saludable, casi resplandeciente. Bajo su hasas, el vientre se le había hinchado pero había mantenido sus caderas estrechas, de tal modo que Esmenet no pudo sino envidiarle. Un centenar de preguntas asaltaron a Esmenet. ¿Cómo tenía la espalda? ¿Con qué frecuencia orinaba? ¿Había sangrado? De repente, se dio cuenta de lo aterrorizada que debía estar aquella muchacha, incluso con Kellhus a su lado. Esmenet recordaba su propio terror regocijado. Pero ella había estado sola. Totalmente sola.
—¡Debéis de estar muertos de hambre! —exclamó.
Serwe negó con la cabeza débilmente, y tanto Esmenet cono Kellhus se rieron. Serwe siempre tenía hambre, como debía ser en una mujer embarazada.
Por un momento, Esmenet sintió la vieja luz refulgente en sus ojos.
—Me alegro tanto de verte —dijo—. He llorado algo más que la pérdida de Achamian.
Se había hecho de noche, así que empezó a recoger madera —casi toda desechos de color hueso que había encontrado junto al río— para lanzarla al fuego. Kellhus se sentó con las piernas cruzadas ante las llamas cada vez más menguadas. Serwe inclinó la cabeza en su hombro con el cabello prácticamente blanco por el sol y la nariz roja y pelada como siempre.
—Éste es el mismo fuego —dijo Kellhus—. El mismo que encendí en cuanto llegamos a Shigek.
Esmenet se detuvo con los brazos alrededor de la madera.
—¡Sí! —exclamó. Miró a su alrededor, las laderas peladas, se volvió hacia el gran meandro del río en la cercanía—. Pero todo ha desaparecido… Todas las tiendas. Toda la gente.
Esmenet alimentó el fuego con un pedazo de madera tras otro, cuidadosamente. Últimamente se había obsesionado con las hogueras. No había nada más que hacer.
Sintió el amable escrutinio de Kellhus.
—Algunas hogueras no pueden volver a arder —dijo.
—Ésta quema bien —murmuró Esmenet. Parpadeó para alejar las lágrimas, se sorbió los mocos y se secó la nariz.
—Pero ¿qué forma una hoguera, Esmi? ¿El fuego o la familia que cuida de ella?
—La familia —dijo ella al fin. Una extraña vacuidad se había apoderado de ella.
—Nosotros somos esa familia… Ya lo sabes. —Kellhus había inclinado la cabeza a un lado para mirar su rostro hundido—. Y Achamian también lo sabe.
Sus piernas se convirtieron en desconocidos y se tambaleó y cayó de culo. Empezó a llorar otra vez.
—P–pero t-tengo que quedarme… T–Tengo que e–esperar a que vuelva… que vuelva a casa.
Kellhus se arrodilló y le alzó la barbilla. Ella vislumbró el rastro brillante de una lágrima en su mejilla izquierda.
—Estamos en casa —dijo, y de alguna manera con aquello dio por acabado el asunto.
En el transcurso de la cena, Kellhus explicó todo lo que había sucedido durante la semana anterior. Era un narrador extraordinario —siempre lo había sido—, y durante un rato Esmenet estuvo perdida en la Batalla de Anwurat y sus desgarradoras complejidades El corazón le latió en la garganta cuando describió el incendio del campamento y la carga de los khirgwi, y aplaudió y se rió con la misma intensidad que Serwe cuando describió su defensa del Estandarte Swazond, que según él no fue más que una sucesión de descabelladas y afortunadas meteduras de pata. Y ella se sorprendió preguntándose por qué un hombre milagroso —¡un profeta!, puesto que no podía ser otra cosa— se preocupaba por ella, Esmenet, una puta de casta baja de los arrabales de Sumna.
—Ah, Esmi —dijo—, verte sonreír me llena el corazón de paz.
Ella se mordió el labio y se rió por debajo de una expresión llorosa.
Él siguió, más serio, para explicarles los acontecimientos posteriores a la batalla. Cómo los infieles habían sido perseguidos hasta el desierto. Cómo Gotian había sostenido la cabeza cortada de Skauras ante los fuegos de la victoria. Cómo incluso en ese momento la Guerra Santa estaba haciéndose con el control de la Orilla Sur. Desde el delta y el desierto más profundo, los tabernáculos ardían.
Esmenet había visto el humo.
Se quedaron allí sentados en silencio un rato, escuchando cómo el fuego se alimentaba de la madera. Como siempre, el cielo estaba desierto y claro, y la bóveda de estrellas parecía infinita. La luz de la luna plateaba el eterno Sempis.
¿Cuántas noches había pensado en esas cosas? El cielo y un paisaje deslumbrante. Empequeñeciéndola, aterrorizándola con su monstruosa indiferencia, recordándole que los corazones no eran más que trapos agitándose. Demasiado viento, y eran arrojados a la gran negrura. Demasiado poco, y caían sin vida.
¿Qué posibilidades tenía Akka?
—He recibido noticias de Xinemus —dijo Kellhus al fin—. Todavía está buscando…
—¿Así que hay esperanza?
—Siempre hay esperanza —dijo con una voz que la alentó y le mortificó el corazón al mismo tiempo—. Sólo podemos esperar y ver qué encuentra.
Esmenet no pudo hablar. Miró a Serwe de soslayo, pero ella evitó su mirada.
«Creen que está muerto.»
Ella sabía que no era necesario tener esperanza. Aquello era el mundo. Pero la muerte parecía un pensamiento imposible. ¿Cómo podía una pensar en el fin del pensamiento?
«Akka diría…»
—Ven —dijo Kellhus, con el tono rápido y franco de alguien seguro de su nuevo rumbo. Pasó junto a la pequeña hoguera y se sentó con las manos en las rodillas junto a ella. Con un palo, trazó un signo raramente familiar en la tierra desnuda que tenían ante sí.
—Mientras tanto, te enseñaré a leer.
Parecía que ya había llorado cuanto podía, pero de algún modo…
Esmenet miró a Kellhus y sonrió entre las lágrimas. Sintió su voz pequeña y rota.
—Siempre he querido saber leer.
La transición sin costuras entre una agonía y otra, entre la tortura de Seswatha en las entrañas de Dagliash hacía dos mil años y ahora… El dolor de quemaduras arrugadas, muñecas irritadas, articulaciones contraídas por una extraña distribución del peso de su cuerpo. Al principio Achamian no se dio cuenta de que estaba despierto. Solamente le pareció que la cara de Mekeritrig se había convertido en la de Eleazaras, surcada y peluda.
—Ah, Achamian —dijo Eleazaras—, me alegro de que al fin veas cosas de este mundo. Durante un tiempo nos temimos que no volvieras a despertarte. Casi te mataron, ¿lo sabes? La Biblioteca estaba completamente en ruinas. Todos esos libros convertidos en ceniza, solamente por tu testarudez. Los Sareots deben de haber aullado en el Exterior. Todos esos pobres libros.
Achamian estaba amordazado, desnudo y encadenado, con las muñecas por encima de la cabeza y los tobillos juntos, y colgaba sobre un gran suelo de mosaico. La cámara era abovedada, pero no veía la parte superior del techo ni el final de los muros que enmarcaban el séquito de hombres con túnicas de seda que tenía ante sí. Los espacios circundantes estaban sumidos en la penumbra. Tres brillantes trípodes arrojaban luz y sólo él, colgado en la confluencia de los círculos iluminados, brillaba.
—Ah, sí… —prosiguió Eleazaras, observándole con una fina sonrisa—. Este lugar. Siempre es bueno saber cómo es la prisión en la que uno está, ¿verdad? Una vieja capilla inrithi, a juzgar por su apariencia. Construida por los ceneianos, supongo.
De repente lo comprendió.
«¡Los Chapiteles Escarlatas! Estoy muerto… Estoy muerto.»
Las lágrimas le corrieron por las mejillas. Su cuerpo, apaleado, insensibilizado por las cadenas, le traicionó, y sintió un torrente de orina y excrementos entre las piernas desnudas. Oyó cómo caía con un ruido sordo sobre las serpientes de mosaico que tenía a sus pies.
«¡No! ¡Esto no puede estar sucediendo!»
Eleazaras se rió; una cosa delgada y maliciosa.
—Y ahora —dijo, con tono jnánico y gracioso— algún arquitecto ceneiano que lleva mucho tiempo criando malvas también aulla.
Se oyeron risas incómodas entre su séquito.
Poseído por un pánico animal, Achamian se retorció contra las cadenas, mordió la tela que tenía en la garganta. Tuvo un espasmo y se quedó sin fuerzas. Se balanceó en pequeños círculos, castigado por una oleada de dolor tras otra.
«Esmi…»
—Hay mucha certidumbre aquí —dijo Eleazaras, sosteniendo un pañuelo ante su cara—, ¿no crees, Achamian? Sabes por qué te hemos apresado. Y también sabes cómo acabará esto inevitablemente. Nosotros te preguntaremos por la Gnosis y tú, condicionado por años de entrenamiento del Mandato, frustarás todos nuestros intentos. Morirás agonizando, con los secretos cerca de tu corazón, y nosotros nos quedaremos con otro cadáver inútil del Mandato. Así es como se supone que debe ir la cosa, ¿verdad?
Achamian se quedó mirándole con un horror inexpresivo; un péndulo angustiado se balanceaba lentamente adelante y atrás, adelante y atrás…
Lo que Eleazaras estaba diciendo era cierto. Se suponía que debía morir por su conocimiento, la Gnosis.
«¡Piensa, Achamian, piensa! ¡Por–favor–por–favor–Dios–tienes–que–pensar!»
Sin la guía de los nohombres Quya, las Escuelas Anagógicas de los Tres Mares nunca habían aprendido a superar lo que se llamaban Analogías. Toda su hechicería, por muy poderosa o ingeniosa que fuera, provenía del poder de asociaciones arcanas, de las resonancias entre palabras y acontecimientos concretos. Requerían desvíos —dragones, rayos, soles— para quemar el mundo. No podían, como Achamian, conjurar la esencia de esas cosas, el Arder en sí mismo. No sabían nada de las Abstracciones.
Achamian sacó aire por las fosas nasales. Vislumbró al Gran Maestro con los ojos empañados.
«¡Veré cómo ardes! ¡Veré cómo ardes!»
—Pero aquí —estaba diciendo Eleazaras—, en estos tumultuosos tiempos, el pasado no tiene por qué ser nuestro tirano. Aquí tu tormento, tu muerte, no está asegurada… Aquí nada debe darse por descontado.
Eleazaras se alejó de los otros —cinco pasos elegantes y medidos— y se detuvo muy cerca de Achamian.
—Para demostrártelo, te voy a quitar la mordaza. Es más, voy a dejarte hablar, en lugar de torturarte, como hicimos con tus colegas Maestros en el pasado, con innumerables Compulsiones. Te lo advierto, Achamian, no te servirá de nada tratar de atacarnos. —Sacó una mano esbelta de debajo del puño de su manga con caracteres bordados y señaló el suelo de mosaico.
Achamian vio un amplio círculo pintado en rojo sobre los estilizados animales del suelo de mosaico: la representación de una serpiente con pictogramas en lugar de escamas devorando su propia cola.
—Como puedes ver —dijo Eleazaras suavemente— estás encadenado sobre un Círculo Uroboriano. Si empiezas siquiera unas Palabras, sufrirás un dolor inconmensurable, te lo aseguro. Lo he visto antes.
También Achamian lo había visto. Los Chapiteles Escarlatas, al parecer, tenían artefactos poéticos muy potentes.
El Gran Maestro se alejó y un gordo eunuco apareció por entre las sombras. Con los dedos gruesos pero ágiles, le quitó la mordaza. Achamian sorbió aire por la boca y olió la peste de la reciente traición de su cuerpo. Echó la cabeza hacia adelante y escupió tan bien como pudo.
Los Maestros Escarlatas le observaron con expectación, incluso con aprensión.
—¿Y bien? —preguntó Eleazaras.
Achamian parpadeó y dobló el cuello contra el dolor.
—¿Dónde estamos? —dijo con voz ronca.
Una inmensa sonrisa partió la flaca perilla del Gran Maestro.
—En Iothiah, por supuesto.
Achamian hizo una mueca y asintió. Miró el Círculo Uroboriano debajo de él y vio su orina deslizándose por la masilla que había entre las baldosas del mosaico…
No parecía una cuestión de coraje, sino un alocado instante de desconexión, una ignorancia voluntaria de las consecuencias.
Dijo dos palabras.
Agonía.
Suficiente para chillar, para vaciar los intestinos otra vez.
Una hebra de incandescencia que le cortó la respiración, bifurcándose en su interior, como si tuviera luz solar en lugar de sangre.
Gritos y más gritos hasta que pareció que los ojos le explotarían, que los dientes se le quebrarían y caerían al suelo de mosaico rebotando como porcelana contra porcelana.
Y después de vuelta a las pesadillas de un tormento mucho más antiguo y menos momentáneo.
Cuando terminaron los gritos, Eleazaras se quedó mirando la figura inconsciente. Hasta encadenado y desnudo, con el arrugado pene sobresaliendo entre su vello púbico negro, el hombre parecía amenazador.
—Testarudo —dijo Iyokus, en un tono que preguntaba con insolencia: «¿Qué esperabas?».
—Cierto —respondió Eleazaras echando chispas. Un retraso tras otro. Sería tan hermoso arrancarle de las manos la Gnosis a ese perro tembloroso, pero sería un regalo inesperado. Lo que él necesitaba saber era qué había pasado aquella noche en las Catacumbas Imperiales bajo las Cumbres Andiamine. Necesitaba saber qué sabía ese hombre de los espías–piel de los cishaurim.
¡Los cishaurim!
Directa o indirectamente, ese perro del Mandato había acabado con cualquier ventaja que pudieran haber logrado en la Batalla de Mengedda. En primer lugar, matando a dos hechiceros de rango en la Biblioteca Sareótica, entre ellos Yuratimes, un viejo y poderoso aliado de Eleazaras. Después, dando influencia a ese fanático de Proyas. Si no hubiera sido por las amenazas del hombre de vengar a su «viejo y querido tutor», Eleazaras no habría permitido que los Chapiteles Escarlatas se unieran a la Guerra Santa en la Orilla Sur. ¡Seis! Seis hechiceros de rango cayeron ante los arqueros cishaurim armados con Chorae en la Batalla de Anwurat. Ukrummu, Calasthenes, Nain…
¡Seis!
Y eso, sabía Eleazaras, era precisamente lo que querían los cishaurim… ¡Sangrarles mientras ellos protegían celosamente su sangre!
Oh, codiciaba la Gnosis. Tanto que casi pareció un contrapeso para esa otra palabra, «cishaurim». Casi. Esa noche en la Biblioteca Sareótica, observando a ese hombre resistiendo a ocho hechiceros de rango con luces refulgentes, abstractas, Eleazaras había sentido envidia como nunca antes. Qué poder tan milagroso. Qué pureza en su administración. «¿Cómo? —había pensado—. ¿Cómo?»
Malditos cerdos del Mandato.
Después de descubrir lo que necesitaba sobre los cishaurim, torturaría a ese perro al viejo estilo. Todas las cosas del mundo eran una lotería, y quién sabía, haber apresado a ese hombre podía acabar siendo un acontecimiento tan significante como destruir a los cishaurim.
Eso, decidió Eleazaras, era problema de Iyokus. Él no podía comprender el hecho de que determinadas recompensas hacían que incluso las apuestas más desesperadas valieran la pena. No sabía nada de la esperanza.
Los adictos a la chanv parecían no saber nada de la esperanza.
Durante la travesía, el Sempis parecía algo más que un río.
Esmenet había cabalgado tras Serwe hasta una balsa inrithi cercana, ambas aterrorizadas por flotar sobre la espalda de una bestia e impresionadas por la capacidad de la chica local para cabalgar. Era cepalorana, explicó Serwe. Había nacido a horcajadas sobre una silla de montar.
Lo que significaba, pensó Esmenet en un momento de infrecuente amargura, con las piernas abiertas.
Después, a la sombra de las siseantes hojas, miró al otro lado del río, a la despojada Orilla Norte. La aridez la entristeció y le recordó que tenía corazón y por qué tenía que marcharse. Pero la distancia… Una terrible sensación de final se apoderó de ella, una seguridad que el Sempis, cuyas aguas ella había creído tranquilas, era en realidad despiadadamente vengativo y no le permitiría volver.
«Sé nadar… ¡Sé nadar!»
Kellhus la cogió por el hombro.
—Mira hacia el sur —dijo.
Regresar al campamento conriyano fue mucho menos difícil de lo que ella se temía. Proyas había acampado justo al otro lado de las altas murallas de Ammegnotis, la única gran ciudad de la Orilla Sur. Debido a ello, se vieron rodeados de una gran afluencia de tráfico que se dirigía al mercado: grupos de jinetes, carros, penitentes descalzos, todos atestando el borde del camino, donde la sombra de las palmeras era más espesa. Pero en lugar de desvanecerse entre la multitud, se vieron acosados por gente, especialmente Hombres del Colmillo, pero también algunos seguidores del campamento, todos rogando que el Profeta Guerrero les tocara o les bendijera. Su defensa contra los khirgwi había confirmado todavía más su presencia en el corazón de mucha gente. Cuando llegaron al campamento estaban siendo abiertamente acosados.
—Ya no les rechaza —dijo Esmenet, mirando asombrada.
Serwe se rió.
—¿No es maravilloso?
Y lo era, ¡lo era! Ahí estaba Kellhus, el hombre con el que había bromeado muchas veces alrededor del fuego, caminando entre masas de gente que lo adoraban, sonriendo, tocando mejillas, pronunciando cálidas y alentadoras palabras. ¡Ahí estaba Kellhus!
El Profeta Guerrero.
Levantó la mirada hacia ellas, sonrió y guiñó un ojo. Apretada contra la espalda de la chica en la silla de montar, Esmenet sintió que Serwe temblaba de placer, y por un instante sintió una salvaje punzada de celos. ¿Por qué siempre perdía? ¿Por qué los dioses la odiaban tanto? ¿Por qué no a otra persona, a alguien que se lo mereciera? ¿Por qué no a Serwe?
Pero tras esos pensamientos sintió una intensa vergüenza. Kellhus había ido a por ella. ¡Kellhus! Ese hombre al que los demás reverenciaban se preocupaba por ella.
«Hace esto por Achamian. Por su maestro…»
Proyas había clavado picas alrededor del campamento conriyano —especialmente por el furor de los que rodeaban a Kellhus, explicó Serwe— y pronto pudieron caminar tranquilamente por los callejones de tela.
Esmenet se había dicho a sí misma que le tenía miedo al regreso porque le traería demasiados recuerdos. Pero perder esos recuerdos era lo que ella realmente temía. Su negativa a abandonar su viejo campamento había sido impetuosa, desesperada, patética. Kellhus se lo había demostrado. Pero seguir allí la había fortalecido, o al menos así se lo parecía cuando pensaba en ello. Estaba la sensación de defensa, la certidumbre de que debía proteger los aledaños de Achamian. Hasta se había negado a tocar el desportillado cuenco de arcilla que había utilizado para tomar el té su última mañana. Al describir su ausencia mediante esos detalles descorazonadores, esas cosas se habían convertido, le parecía a Esmenet, en fetiches, ensalmos que aseguraban su retorno. Y estaba la sensación de orgullo desolado. Todo el mundo había huido, pero ella se había quedado, ¡se había quedado! Miraba los campos abandonados, las hogueras convirtiéndose en tierra y los caminos marcados sobre la hierba, y todo el mundo parecía un fantasma. Sólo su pérdida parecía real… Sólo Achamian. ¿No había en eso cierta gloria, cierta gracia?
Ahora estaba siguiendo adelante, por mucho que Kellhus dijera sobre la hoguera y la familia. ¿Significaba eso que también ella estaba abandonando a Akka?
Lloró mientras Kellhus le ayudaba a montar la tienda de Achamian, tan pequeña y raída a la sombra del gran pabellón bordado que él compartía con Serwe. Pero ella estaba agradecida. Muy agradecida.
Había asumido que las primeras noches serían raras, pero se equivocaba. Kellhus era demasiado generoso, y Serwe demasiado inocente, para que ella no se sintiera bienvenida. De vez en cuando, Kellhus la hacía reír, simplemente para recordarle, sospechaba ella, que todavía podía sentir alegría. En otras ocasiones, compartía las penas de Esmenet o se marchaba para que ella pudiera sufrir a solas.
Serwe era… bueno, Serwe. A veces parecía completamente ajena a la pena de Esmenet y actuaba como si nada hubiera cambiado, como si en cualquier momento Achamian pudiera regresar caminando por el tortuoso callejón riéndose o peleándose con Xinemus. Y aunque a Esmenet esa idea le parecía ofensiva, en la práctica le parecía particularmente reconfortante. Era muy amable por su parte simular.
Otras veces, Serwe parecía totalmente devastada, por ella, por Achamian y también por sí misma. Parte de ello era debido al embarazo, intuyó Esmenet —ella misma reía y lloraba como una chiflada cuando estaba embarazada de su hija—, pero le parecía especialmente difícil de soportar. Le preguntaba a Serwe diligentemente qué le pasaba, siempre se mostraba amable, pero sus pensamientos le llenaban de vergüenza. Si Serwe decía que lloraba por Achamian, Esmenet se preguntaba por qué. ¿Habían sido amantes durante más de una noche? Si Serwe lloraba por ella, Esmenet se indignaba. ¿Qué? ¿Tan patética era? Y si Serwe simplemente parecía regodearse en su desesperación, Esmenet se enfadaba. ¿Cómo podía alguien ser tan egoísta?
Después, Esmenet se lo reprochaba. ¿Qué pensaría Achamian de esos pensamientos amargos y maliciosos? ¡Cómo se decepcionaría! «¡Esmi! —diría—. Esmi, por favor…» Y ella se pasaba la noche despierta, recordando todas sus horribles palabras, todas sus malvadas crueldades, e implorando perdón a los Dioses. No lo había hecho a propósito. ¿Cómo iba ella a hacerlo?
La tercera noche, oyó un suave golpeteo contra la portezuela de su tienda. Cuando la apartó, Serwe entró oliendo a humo, naranjas y jazmín. La muchacha, medio desnuda, se arrodilló en la oscuridad, llorando. Esmenet ya sabía que Kellhus no había regresado, porque había estado escuchando. Tenía sus consejos y, por supuesto, su cada vez más numerosa congregación.
—¿Serchaa? —preguntó ella, transida por el cansancio maternal de tener que consolar a alguien que sufría menos que ella—. ¿Qué pasa, Serchaa?
—Por favor, Esmi. Por favor, ¡te lo ruego!
—¿Qué, Serchaa? ¿A qué te refieres?
La chica dudó. Sus ojos eran poco más que puntos brillantes en la oscuridad.
—¡No te lo lleves! —gritó Serwe de repente—. ¡No me lo robes!
Esmenet se rió, pero suavemente, para no herir los sentimientos de la chica.
—Robarte a Kellhus —dijo.
—¡Por favor, Esmi! E–eres tan hermosa… ¡Casi tanto como yo! ¡Pero además eres lista! ¡Le hablas como le hablan los hombres! ¡Te he oído!
—Serchaa… Yo quiero a Akka. También quiero a Kellhus, pero no…, no del modo en que tú te temes. Por favor, ¡no debes tener miedo! No podría soportar que me tuvieras miedo, Serchaa.
Esmenet se había creído sincera, pero después, mientras se acurrucaba contra la esbelta espalda de Serwe, se sorprendió entusiasmada con el miedo de Serwe. Se enrolló mechones de su cabello rubio entre los dedos, pensando en cómo Serwe lo había agitado sobre el pecho de Achamian… ¿Sería fácil —se preguntó— arrancárselo del cuero cabelludo?
«¿Por qué te acostaste con Akka? ¿Por qué?»
La mañana siguiente, Esmenet se despertó sobresaltada por el arrepentimiento. El odio, decían los sumni, era un huésped codicioso, y permanecía sólo en los corazones hinchados de orgullo. El corazón de Esmenet se había vuelto muy pequeño. Se quedó mirando a la chica bajo la luz teñida. Serwe se había dado la vuelta en sueños y ahora estaba tendida con su angélica cara hacia Esmenet. Tenía la mano derecha sobre el bulto de su estómago. Respiraba tranquila como un bebé.
¿Cómo podía morar tanta belleza en un rostro dormido? Durante un rato, Esmenet pensó qué le parecía estar viendo. La emoción de ver sin ser vista, tan conocida por los niños, desprendía una cierta sensación de malicia. Aquello hizo sonreír a Esmenet. Pero había mucho más: el aura de la vida durmiente, la premonición de la muerte, la maravilla de ver el revoltoso carnaval de la expresión humana encerrada en la quietud de un solo punto. Había una sensación de verdad, un reconocimiento de que todas las caras tenían ese punto en común. Aquello, sabía Esmenet, era su cara, como la de Achamian o incluso la de Kellhus. Pero más que nada, desprendía una gloriosa vulnerabilidad. La garganta que dormía, decía el proverbio nilnameshi, era fácilmente cortada.
¿No era aquello amor? Ser observada mientras dormías…
Estaba llorando cuando Serwe se despertó. Vio cómo la chica parpadeaba, centraba la vista y fruncía el entrecejo.
—¿Por qué? —preguntó Serwe.
Esmenet sonrió.
—Porque eres tan bonita —dijo—. Tan perfecta.
Los ojos de Serwe se iluminaron de alegría. Se volvió sobre la espalda y estiró los brazos en el aire cargado.
—¡Lo sé! —gritó, al tiempo que agitaba los hombros encogiéndolos ligeramente. Miró a Esmenet y arqueó las cejas—. ¡Todo el mundo me desea! —dijo entre risas—. ¡Hasta tú!
—¡Pequeña zorra! —dijo Esmenet jadeando y levantando las manos como si fuera a clavárselas en los ojos.
Kellhus ya estaba junto al fuego cuando salieron de la tienda, riéndose y gritando. Negó con la cabeza, como tal vez fuera de esperar en un hombre.
Desde aquel día, Esmenet se sorprendió cuidando a Serwe con todavía más amabilidad. Era tan rara, tan desconcertante, la amistad que había trabado con esa chica, con esa niña embarazada que tenía a un profeta como amante.
Ya antes de que Achamian se marchara a la Biblioteca, se había preguntado qué veía Kellhus en ella. Sin duda tenía que ser más que su belleza, que era, como Esmenet pensaba con frecuencia, poco menos que sobrenatural. Kellhus veía corazones, no piel, por suave o blanca como el mármol que fuera. Y el corazón de Serwe parecía tan imperfecto. Alegre y abierta, sin duda, pero también vana, petulante, malhumorada y licenciosa.
Pero ahora Esmenet se preguntaba si esas imperfecciones ocultaban el secreto de la perfección de su corazón. Porque al verla dormir había vislumbrado la perfección. Por un momento, había vislumbrado lo que sólo Kellhus podía ver… La belleza de la fragilidad. El esplendor de la imperfección.
Había sido testigo, percibió. Había sido testigo de la verdad.
No encontraba las palabras adecuadas, pero se sentía mejor, reactivada.
Aquella mañana Kellhus la miró y asintió de un modo franco y admirativo que le recordó a Xinemus. No dijo nada porque no era necesario decir nada, o al menos eso parecía. Quizá, pensó, la verdad no era distinta de la hechicería. Los que veían la verdad podían verse entre sí.
Más tarde, antes de salir con Serwe de cacería por los medio abandonados bazares de Ammegnotis, Kellhus la ayudó a leer. Pese a sus protestas, le había dado La crónica del Colmillo como manual. Sólo sostener el manuscrito encuadernado en piel le daba pavor. Su aspecto, su olor, hasta el crujido de su espinazo hablaba de bondad y juicio irrevocable. Las páginas parecían tintadas con hierro. Cada palabra que pronunciaba poseía una ansiedad en sí misma. Cada columna, como el vuelo de un pájaro, amenazaba a la siguiente.
—No necesito —le dijo a Kellhus— leer la justificación de mi condena.
—¿Qué dice? —preguntó Kellhus, ignorando su rabieta.
—¡Que soy inmunda!
—Qué dice, Esmi.
Ella volvió a la agotadora prueba de arrancar sonidos a los símbolos y palabras a los sonidos.
El día era caluroso, especialmente en la ciudad, donde la piedra y el adobe se empapaban de sol y parecían redoblar su calor. Esmenet se retiró pronto aquella noche, y por primera vez en muchos días, se durmió sin llorar por Achamian.
Se despertó con lo que los nansur llamaban «mañana de los idiotas». Sus ojos se abrieron de repente y se sintió alerta a pesar de que la oscuridad y la temperatura le decían que la mañana todavía estaba algo lejos. Frunció el entrecejo hacia la puerta de la tienda, que había sido abierta. Sus pies desnudos sobresalían de las mantas. La luz de la luna los bañaba junto a los de un hombre con sandalias…
—Qué compañía más interesante tienes —dijo Sarcellus.
No se le ocurrió gritar. Por un momento o dos, su presencia le pareció tan lógica que le resultó imposible. Estaba tendido a su lado, con la cabeza apoyada sobre el codo. Sus inmensos ojos marrones refulgían divertidos. Bajo las vestimentas blancas con flores doradas llevaba una túnica Shriah con un Colmillo bordado en el pecho. Olía a sándalo y a otros inciensos rituales que no pudo identificar.
—Sarcellus —murmuró. ¿Cuánto tiempo llevaba mirándola?
—Nunca le hablaste al hechicero de mí, ¿verdad?
—No.
Él negó con la cabeza mofándose de su aprensión.
—Puta picarona.
La sensación de irrealidad se desvaneció y por primera vez sintió la verdadera punzada de miedo.
—¿Qué quieres, Sarcellus?
—A ti.
—Vete…
—Tu profeta no es quien crees que es. Ya lo sabes.
El miedo se había convertido en terror. Sabía perfectamente lo cruel que él podía ser con todos los que estaban fuera de su reducido círculo de respeto, pero ella siempre había creído que estaba dentro de ese círculo, incluso después de abandonar su tienda. Pero algo había sucedido… De alguna manera, ella comprendió que no significaba nada, absolutamente nada para el hombre que la miraba desde arriba.
—Vete, Sarcellus.
El Caballero–Comandante se rió.
—Pero te necesito, Esmi. Necesito tu ayuda. Hay oro.
—Gritaré. Te aviso…
—¡Hay vida! —gruñó Sarcellus.
De algún modo su mano se había colocado sobre su boca. No tuvo necesidad de sentir la punta para saber que tenía un cuchillo en su garganta.
—Escucha, puta. Te has acostumbrado a mendigar en la mesa equivocada. El hechicero está muerto. Y pronto le seguirá tu profeta. ¿Dónde te deja todo eso a ti?
Él apartó las mantas y la expuso al cálido aire de la noche. Esmenet se estremeció y gimió cuando la punta del cuchillo recorrió su piel iluminada por la luna.
—¿Eh, vieja puta? ¿Qué harás cuando tu melocotón pierda sus arrugas, eh? ¿Con quién te acostarás entonces? ¿Cómo acabarás? ¿Follándote leprosos? ¿O chupándosela a niños asustados a cambio de unas migajas de pan?
Ella se orinó de pavor.
Sarcellus respiró hondo, como si saboreara el aroma de su humillación. Sus ojos rieron.
—¿Es un «sí» esto que huelo?
Esmenet, gimoteando, asintió contra los dedos de hierro.
Sarcellus sonrió y apartó la mano.
Ella chilló, gritó hasta que pareció que la garganta le iba a sangrar.
Entonces Kellhus la abrazó y la sacó de la tienda hacia los brillantes carbones de la hoguera. Oyó gritos, vio a hombres apiñándose a su alrededor con antorchas, oyó voces en conriyano. Explicó como pudo lo sucedido, temblando y gimiendo entre los fuertes brazos de Kellhus. Después de lo que pareció un instante y días al mismo tiempo, la conmoción pasó. La gente regresó a dormir el tiempo que les quedara. El terror retrocedió y fue sustituido por la cansina vibración de la vergüenza. Kellhus le dijo que se quejaría a Gotian, pero había poco que él pudiera hacer.
—Sarcellus es un Caballero–Comandante —dijo Kellhus.
Y ella era sólo la puta de un hechicero muerto.
«Puta picarona.»
Esmenet rechazó la oferta de Serwe de pasar la noche con Kellhus y ella en su pabellón, pero aceptó su ofrecimiento de lavarse con su barreño. Después, Kellhus la siguió a su tienda.
—Serwe ha limpiado —dijo—. Te ha cambiado la ropa de cama.
Esmenet empezó a llorar de nuevo. ¿Cuándo se había vuelto tan débil? ¿Tan patética?
«¿Cómo pudiste dejarme? ¿Cómo pudiste dejarme?»
Entró a rastras en su tienda como si se adentrara en una madriguera. Escondió la cara en una manta de lana limpia. Olía a sándalo.
Sosteniendo su lámpara, Kellhus la siguió y se sentó junto a ella con las piernas cruzadas.
—Se ha ido, Esmenet. Sarcellus no volverá. No después de lo sucedido esta noche. Aunque no pase nada, las preguntas le avergonzarán. ¿Qué hombre no sospecha que los demás hombres se mueven guiados por su lujuria?
—No lo entiendes —dijo jadeando. ¿Cómo podía decírselo? Todo aquel tiempo temiendo por Achamian, incluso osando llorarle, y sin embargo…
—¡Le mentí! —exclamó—. ¡Mentí a Akka!
Kellhus frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando él me dejó en Sumna, el Consulto me visitó, ¡el consulto, Kellhus! Y yo sabía que la muerte de Inrau no había sido un suicidio. ¡Lo sabía! Pero no se lo dije a Akka. Dulce Sejenus. ¡No se lo dije! ¡Y ahora sé que se ha ido, Kellhus! ¡Se ha ido!
—Respira, Esmi. Respira… ¿Qué tiene eso que ver con Sarcellus?
—No lo sé… Ésa es la parte más absurda. ¡No lo sé!
—Fuisteis amantes —dijo Kellhus, y ella se quedó inmóvil, como un niño que tiene a un lobo ante sí. Kellhus siempre había sabido su secreto, desde aquella noche en el santuario sobre Asgilioch, cuando él los había interrumpido. ¿Por qué aterrorizarla ahora?
»Por un tiempo creíste amar a Sarcellus —prosiguió Kellhus—. Hasta le comparaste con Achamian… Le comparaste y consideraste que Achamian quedaba por debajo de él.
—¡Fui una idiota! —gritó—. ¡Una idiota!
¿Cómo podía haber sido tan idiota?
«¡Ningún hombre es tu igual, amor! ¡Ninguno!»
—Achamian era débil —dijo Kellhus.
—Pero ¡yo le quería por esa debilidad! ¿No lo ves? ¡Ésa es la razón por la que le quería!
«¡Le quería de verdad!»
—Y ésa es la razón por la que nunca podías ir hasta él. Ir hasta él mientras compartías la cama de Sarcellus hubiera sido acusarle de esas debilidades que no podía soportar. Así que te quedaste lejos de él, te convenciste de que estabas buscándole aunque en realidad te estabas escondiendo todo el tiempo.
—¿Cómo puedes saber esas cosas? —dijo ella gimoteando.
—Pero no importaba lo mucho que te mintieras a ti misma, porque lo sabías… Y ésa es la razón por la que nunca le pudiste contar a Achamian lo que pasó en Sumna, ¡por mucho que él necesitara saberlo! Porque tú sabías que no lo comprendería, y tú temías lo que pudiera ver.
Despreciable, egoísta, odiosa…
Sucia.
Pero Kellhus podía ver. Siempre había visto.
—¡No me mires! —gritó.
«Mírame…»
—Pero te miro, Esmi. Te miro. Y lo que veo me llena de asombro.
Y esas palabras narcóticas, tan cálidas y tan cercanas —¡tan cercanas!— la apaciguaron. La almohada le dolía contra la mejilla, y la dura tierra bajo su alfombrilla le hería, pero todo era cálido y todo era seguro. Él apagó su lámpara con un soplido y después salió silenciosamente de la tienda. El cálido recuerdo de sus dedos siguió peinándole el pelo.
Obviamente muerta de hambre, Serwe empezó a comer temprano. En el fuego ardía una olla de arroz que Kellhus abría y cerraba de vez en cuando para añadir cebollas, especias y pimienta shigeki. Normalmente, cocinaba Esmenet, pero Kellhus le había pedido que leyera en voz alta La crónica del Colmillo, y se reía con sus extrañas meteduras de pata y la animaba.
Estaba leyendo los Cánticos, las viejas «Leyes del Colmillo», muchas de las cuales habían sido revocadas por el Último Profeta en El tratado. Juntos se maravillaban de que los niños fueran lapidados hasta la muerte por pegar a sus padres, o que cuando un hombre mataba al hermano de otro hombre, era ejecutado su hermano.
Entonces, leyó:
—No toleres que una…
Ella reconoció las palabras. Las había oído en innumerables ocasiones. Tanteando la siguiente palabra, dijo:
—… puta…
Y se detuvo. Miró a Kellhus y recitó furiosamente:
—No toleres que una puta viva, puesto que ha hecho de su útero un pozo.
Le ardían los oídos. Reprimió una repentina necesidad de arrojar el libro a las llamas.
«Estaba esperando que llegara a este pasaje. Desde el principio…»
—Dame el libro —dijo él con un tono inescrutable.
Ella obedeció.
Con un movimiento fluido, casi inconsciente, Kellhus se sacó el puñal de la funda ceremonial que llevaba atada a la cintura. Cogiendo la hoja casi por la punta, procedió a raspar las palabras de la frase ofensiva del papel de vitela. Durante un rato, Esmenet no pudo comprender lo que estaba haciendo. Se limitó a quedarse mirándole como un testigo petrificado.
Una vez la columna quedó limpia, Kellhus alzó la cabeza para comprobar su tarea.
—Mejor —dijo, como si acabara de raspar moho del pan. Se volvió para devolverle el libro.
Esmenet no se atrevió a tocarlo.
—Pero… Pero ¡no puedes hacer eso!
—¿No?
Él le apretó el libro entre las manos. Ella lo arrojó al suelo, lejos de ella.
—Es la Escritura, Kellhus. El Colmillo. ¡El Santo Colmillo!
—Lo sé. La justificación de tu condena.
Esmenet se quedó con la boca abierta como una idiota.
—Pero…
Kellhus frunció el entrecejo y negó con la cabeza, como si le sorprendiera que ella pudiera ser tan dura de entendederas.
—¿Quién, Esmi, quién crees que soy?
Serwe se puso a reír, hasta dio palmas.
—¿Q–quién? —dijo Esmenet tartamudeando. Era más de lo que podía controlar. Excepto en broma o raramente molesto, nunca había oído a Kellhus hablar con ésa… con esa presunción.
—Sí —repitió Kellhus—. ¿Quién? —Su voz parecía un trueno satinado. Tenía un aspecto tan eterno como un círculo.
Entonces Esmenet lo vislumbró: el oro resplandeciente alrededor de sus manos. Sin pensarlo, se puso de rodillas ante él y hundió la cara en el polvo.
«¡Por favor! ¡Por favor! ¡No soy nada!»
Entonces Serwe soltó un hipido. De repente, absurdamente, era sólo Kellhus ante ella, riendo, levantándola del suelo, pidiéndole que se comiera la cena.
—¿Mejor? —dijo mientras ella regresaba entumecida a su lugar junto a él. Tenía la piel de gallina, ardiendo. Él señaló con la cabeza el libro abierto mientras se llenaba la boca de arroz.
Apabullada, nerviosa, Esmenet se sonrojó y bajó la mirada. Señaló su cuenco con la barbilla. «¡Lo sabía! ¡Siempre lo he sabido!»
La diferencia era que ahora también lo sabía Kellhus. Su presencia ardía en el límite de su campo visual. ¿Cómo, se preguntó ella sin aliento, iba a volver a mirarle a los ojos?
A lo largo de su vida, ella había mirado cosas y gente independientes. Ella era Esmenet, y aquél era su cuenco; la plata del Emperador, el hombre del Shriah, el suelo de Dios, etcétera. Ella estaba aquí y aquellas cosas allí. Ya no. Todo, parecía, irradiaba la calidez de su piel. El suelo bajo sus pies descalzos. La estera bajo sus nalgas. Y por un instante enloquecido, estuvo segura de que si se llevaba los dedos a la mejilla, sentiría los suaves rizos de una barba rubia, que si se giraba hacia la izquierda, vería a Esmenet sosteniéndose inmóvil sobre su cuenco de arroz.
De alguna manera, todo se había vuelto «aquí», y todo aquí se había vuelto «él».
¡Kellhus!
Esmenet aspiró. El corazón le martilleaba el pecho.
«¡Ha raspado todo el pasaje!»
Con una sola exhalación, pareció, una vida de condena salió de su interior y ella se sintió confesada, verdaderamente confesada. ¡Una espiración y había sido absuelta! Experimentó una especie de lucidez, como si sus pensamientos hubieran sido limpiados como agua filtrada por una brillante tela blanca. Pensó que debería llorar, pero la luz del sol era demasiado refulgente, el aire era demasiado limpio para llorar.
Todo era tan cierto.
«¡Ha raspado todo el pasaje!»
Y entonces pensó en Achamian.
El aire olía a vino, vómito y sobacos. Las antorchas llameaban entre la oscuridad, pintando de naranja y blanco muros de adobe, iluminando trozos de guerreros borrachos que atestaban la oscuridad: una mandíbula barbuda aquí, una frente fruncida allí, un ojo luminoso, un puño sangriento sobre una empuñadura. Cnaiür urs Skiotha caminó entre ellos, por los estrechos callejones de Heppa, el antiguo distrito de juergas de Ammegnotis. Se abrió paso a empujones, moviéndose con resolución, como si tuviera un destino. Las risas y la luz salían con fragor por las puertas completamente abiertas. Chicas shigeki se reían por lo bajo y gritaban en un pésimo sheyico.
Riéndose, pensó. Todos se ríen.
«¡No sois de la tierra!»
—¡Tú! —gritó alguien.
«¡Llorón! ¡Llorón marica!»
—¡Tú! —dijo a su lado un joven galeoth. ¿De dónde venía? Sus ojos refulgieron maravillados, pero algo en la luz rota hizo que su cara pareciera escabrosa. Tenía los labios desvergonzados y femeninos, y el hueco negro de su boca era prometedor—. Tu viajas con él. ¡Eres su primer discípulo! ¡El primero!
—¿Quién?
—Él. El Profeta Guerrero.
«¡Me pegas —gritó el viejo Bannut, el hermano de su padre— por follármelo tal como te follabas a su padre!»
Cnaiür agarró al hombre y se lo acercó de un tirón.
—¿Quién?
—El Príncipe Kellhus de Atrithau. Tú eres el scylvendio que lo encontró en la Estepa. ¡El que nos lo trajo!
Sí… El dunyaino. Por alguna razón, se había olvidado de él. Vislumbró una cara que se abría de golpe, como las hierbas de la Estepa bajo una ráfaga. Sintió una palma, cálida y tierna sobre su muslo. Empezó a temblar.
«Eres más… ¡Eres algo más que del Pueblo!»
—¡Soy del Pueblo! —gritó.
El hombre tiró de sus muñecas sin éxito.
—¡Por favooor! —dijo—. Creía… Creía…
Cnaiür lo arrojó al suelo y se quedó mirando la sombría procesión de gente que pasaba por allí. ¿Se estaban riendo?
«¡Te vi esa noche! ¡Vi cómo le mirabas!»
¿Cómo había ido a parar a ese camino? ¿Hacia dónde cabalgaba?
—¿Qué me has llamado? —le gritó al hombre postrado.
Recordaba haber corrido tan rápido como podía, alejándose de los negros caminos trazados por los pastos, alejándose del yaksh y de la ira sabedora de su padre. Encontró un grupo de zumaques y se hizo un hueco en su recóndito corazón. El tejido de hierba verde entre el gris. El olor de tierra, de escarabajos arrastrándose por entre la humedad y oscuras grutas. El olor de soledad y secreto, bajo el cielo pero resguardado del viento. Se sacó los pedazos rotos del cinturón y los extendió maravillado y sin aliento. Los juntó. Ella estaba tan triste. Y tan hermosa. Increíblemente hermosa.
A alguien. Se estaba olvidando de odiar a alguien.