Anwurat
Donde lo sagrado toma a los hombres por idiotas, los locos toman al mundo. |
Protathis, El corazón de la cabra |
Finales de verano, año del Colmillo 4111, Shigek
Un lecho fluvial seco cruzaba el corazón de la llanura. Durante un rato Cnaiür cabalgó por él y sólo lo abandonó cuando el curso empezó a ovillarse como las venas de un anciano. Tiró de las riendas de su caballo negro hasta que se detuvo junto a la orilla. Las colinas que reseguían la costa se alzaban ante él, con las cumbres y los tramos que daban al mar todavía rodeados de polvo como tiza. Al oeste, las falanges ainonias que quedaban se estaban retirando ladera abajo. Al este, innumerables miles de hombres corrían a través del pasto arrasado. No lejos, en un pequeño montículo, vio a un grupo de soldados de infantería vestidos con largas faldas de cuero negro con aros de hierro cosidos, pero sin cascos ni armas. Algunos estaban sentados, otros de pie, quitándose la armadura. Con la salvedad de los que lloraban, todos contemplaban las colinas circundantes con una expresión de horror estupefacto.
¿Dónde estaban los caballeros ainonios?
En el extremo más oriental, donde la banda turquesa y aguamarina del Meneanor desaparecía tras los pardos fundamentos de las montañas, vio que un inmenso torrente de jinetes kianene avanzaba por la playa. Ahora no tenía necesidad de ver los estandartes para saberlo: Cinganjehoi y los Grandes de Eumarna, atravesando la franja de tierra sin oposición alguna.
¿Dónde estaban las reservas? ¿Gotian y sus Caballeros Shriah, Gaidekki, Werijen Grancorazón, Athjeari y los demás?
Cnaiür sintió una punzada en la garganta. Rechinó los dientes.
«Está volviendo a suceder…»
Kiyuth.
Sólo que en aquel momento él era Xunnurith. ¡Él era la mula arrogante!
Se secó el sudor de los ojos y observó cómo los fanim galopaban tras una pantalla de distantes hierbajos y raquíticos árboles, una marea sin fin.
«El campamento. Cabalgan hacia el campamento.»
Dando un grito, espoleó su caballo hacia el este.
«Serwe.»
Masas de hombres belicosos animaban el horizonte, chocando contra persistentes líneas, arremolinándose en un tumulto. El aire no retumbaba, más bien siseaba con el sonido de la batalla distante; como un mar oído a través de una concha de caracola, pensó Martemus, un mar irado. Sin aliento, observó cómo el primero de los asesinos de Conphas se encaminaba hacia el Príncipe Kellhus, alzaba su corta espada.
Se produjo un instante imposible, una aguda inhalación.
El Profeta simplemente se volvió y cogió la hoja descendente entre el pulgar y el índice.
—No —dijo.
Y después hizo un barrido y derribó al hombre al suelo con una increíble patada. De algún modo, el puñal del asesino llegó hasta su mano izquierda. Todavía agachado, el Profeta lo hundió en la garganta del asesino y lo dejó clavado al suelo.
Había pasado sólo un momento.
El segundo asesino nansur salió corriendo hacia adelante, embistiendo. Otra patada de cuclillas y la cabeza del hombre salió rebotada hacia atrás. El cuchillo resbaló de unos dedos sin vida. Cayó sobre el suelo como una túnica vieja, muerto.
El bailarín–espada zeumi bajó su inmensa cimitarra y sonrió.
—Un hombre civilizado —dijo, con voz grave.
Sin mediar aviso, hizo que su cimitarra volara por el aire a su alrededor.
La luz del sol se reflejaba en ella como si lo hiciera en los radios argénteos de la rueda de una cuadriga.
Ahora de pie, el Profeta sacó su extraña espada de empuñadura alargada de la funda que llevaba a la espalda. Sosteniéndola con la mano derecha, bajó la punta hasta el suelo, ante sus botas. Arrojó un poco de tierra a los ojos del bailarín–espada. Éste trastabilló hacia atrás, maldiciendo. El Profeta embistió y enterró la punta de su espada en el paladar del asesino. Acompañó al inmenso cadáver hasta el suelo.
Se quedó de pie, a solas contra un paisaje de luchas y congojas, con la barba y el cabello revoloteando al viento. Se volvió hacia Martemus y se subió al cadáver del bailarín–espada.
Iluminado por el sol de la mañana. Una visión inmensa. Un aspecto andante.
Algo demasiado terrible. Demasiado brillante.
El General se tambaleó hacia atrás y trató de desenvainar su espada.
—Martemus —dijo la visión. Levantó el brazo que tenía libre y se cogió la muñeca de la mano con la que sostenía la espada.
—Profeta —dijo Martemus jadeando.
La visión sonrió y dijo:
—Skauras sabe que el scylvendio es nuestro líder. Ha visto el Estandarte Swazond.
El general Marrtemus se quedó mirándole sin comprender.
El Profeta Guerrero se volvió y señaló con la barbilla el arremolinado paisaje.
No quedaban formaciones reconocibles. Martemus vio a Proyas y sus caballeros conriyanos en primer lugar, atrapados en el laberinto de adobe de la distante aldea. Surgiendo de la sombra de los huertos, varios miles de jinetes kianene barrieron su flanco liderados por el pendón triangular de Cuaxaji, el Sapatishah de Khemema. Los conriyanos estaban condenados, pensó Martemus, pero de todos modos no comprendía lo que decía el Profeta Guerrero. Entonces miró hacia Anwurat.
—Khirgwi —murmuró el General. Miles de ellos, montados sobre altos camellos al trote, surcando las líneas rápidamente formadas de la infantería conriyana, dispersándose alrededor de sus flancos, corriendo hacia la colina, hacia el Estandarte Swazond.
Hacia ellos.
Sus ululantes e irritantes gritos de guerra permearon el barullo.
—¡Debemos huir! —gritó.
—No —dijo el Profeta Guerrero—. El Estandarte Swazond no puede caer.
—¡Pero lo hará! —exclamó Martemus—. ¡Ya lo ha hecho!
El Profeta Guerrero sonrió y sus ojos brillaron con algo fiero e inconquistable.
—Convicción, General Martemus. —Le cogió un hombro con la mano rodeada de un halo—. La guerra es convicción.
La confusión y el terror regían los corazones de los caballeros ainonios. Desorientados por el polvo, se llamaban unos a otros tratando de determinar dónde estaba la acción. Las cohortes de rápidos arqueros les arrollaron lanzando sus caballos engualdrapados desde debajo de él. Los caballeros maldecían y se acurrucaban detrás de sus escudos llenos de flechas. Cada vez que Uranyanka, Sepherathindor y los otros atacaban, los kianene se dispersaban y les ganaban distancia mientras mandaban a más caballeros al suelo cocido por el sol. Muchos de los ainonios se perdieron y se quedaron atrapados, hostigados por todos lados. Kusjeter, el Conde–Palatino de Gekas, llegó por error a la cumbre de la ladera y se encontró atrapado entre los terraplenes llenos de picas que habían derrotado las primeras cargas de los ainonios y las despiadadas lanzas de Coyauri más abajo. Una y otra vez, fue derribando a los caballeros de élite kianene, aunque al fin fue abatido y tomado por muerto por sus propios hombres. Sus caballeros fueron presa del pánico y le pisotearon al huir. La muerte llegó trazando una espiral.
Mientras tanto, el Sapatishah de Eumana, Cinganjehoi, cargaba en los pastos. La mayor parte de sus Grandes se abrieron en forma de abanico hacia el norte, ansiosos por visitar las ruinas del campamento inrithi. El Tigre se encaminó hacia el oeste, cabalgando rápidamente con su séquito a través de campos de soldados ainonios cubiertos de flechas. Irrumpió en el comandamiento del General Setpanares y lo arrasó. El General resultó muerto, pero Chepheramunni, el Rey–Regente del Alto Ainon, logró escapar milagrosamente.
Lejos, al nordeste, el comandamiento de Cnaiür urs Skiotha, Maestro de la Batalla de la Guerra Santa, se disolvió confundido y con acusaciones de traición. Las masas de reclutas shigeki que formaban el centro de Skauras se habían venido abajo ante el poder sumado de los nansur, los thunyerios y la carga por el flanco de Proyas y sus caballeros conriyanos. Creyendo que la Guerra Santa había resultado vencendora, los inrithi habían emprendido su persecución y abandonado sus formaciones. La línea del frente se partió en desordenadas masas separadas por brillantes extensiones de pasto. Muchos cayeron de rodillas sobre la hierba y dieron las gracias al Dios a gritos. Muy pocos oyeron los cuernos que tocaban a retirada general, en buena medida porque muy pocos cuernos hicieron la llamada. La mayoría de los trompetistas se negaron a creer que la orden fuera real.
Los retumbantes tambores de los infieles no cesaron ni una sola vez.
Los Grandes de Khemema, decenas de miles de khirgwi a lomos de camellos y feroces miembros de tribus de los desiertos del sur aparecieron entre las masas de shigeki en plena huida y se lanzaron de cabeza contra los dispersos Hombres del Colmillo. Aislado de su infantería, Proyas se retiró a los callejones de adobe de una aldea cercana gritando al Dios y a sus hombres. Cayendo entre un muro circular de escudos, los thunyerios lucharon con una testaruda estupefacción, asombrados de encontrar a un enemigo con una furia igual a la suya. El Príncipe Skaiyelt, desesperado, llamó a sus Condes y sus caballeros, pero se vieron frustrados por los terraplenes.
Una gran batalla se había convertido en una docena de batallas menores, más desesperadas y muchísimo más temibles. Dondequiera que miraran los Grandes Nombres, cohortes de fanim cabalgaban furiosamente sobre las praderas. Allí donde los infieles eran superiores en número, cargaban y abrumaban. Allí donde no estaban en condiciones de lidiar, rodeaban y hostigaban con sus arcos mortales.
Derrotados por la desesperación, muchos caballeros atacaban a solas, pero las flechas los derribaban y eran pisoteados en el suelo.
Cnaiür cabalgó rápidamente, maldiciéndose por haberse perdido en los infinitos callejones y avenidas del campamento. Tiró de las riendas hasta detener a su montura en un recinto de tiendas galeoth de robusta estructura, escudriñando el sur en busca de los distintivos torreones característicos de las tiendas redondas de los conriyanos. Surgidas de ninguna parte, tres mujeres salieron corriendo hacia el norte del recinto y después desaparecieron entre las tiendas. Un momento después, las siguió otra, morena, gritando algo ininteligible en alguna lengua ketyai. Cnaiür miró hacia el sur y vio docenas de columnas de humo negro. El viento titubeó un instante y las telas circundantes se sumieron en el silencio.
Cnaiür vislumbró una pelliza azul abandonada junto a los restos de una hoguera humeante. Alguien había estado cosiendo un colmillo rojo en el pecho.
Oyó gritos, miles de gritos.
¿Dónde estaba ella?
Sabía lo que estaba sucediendo; y lo que era más importante, sabía cómo sucedería. Los primeros fuegos habían sido encendidos para indicar a los inrithi presentes en el campo que habían sido derrotados. De lo contrario el campamento sería meticulosamente inventariado antes de ser destruido. Los kianene estarían rodeando el campamento, resistiéndose a perder su botín, especialmente el que se retorcía y gritaba. Si no encontraba a Serwe pronto…
Espoleó su montura hacia el nordeste.
Tirando de las riendas de su caballo negro junto a un pabellón revestido con bordados de tótems animales, tomó un corredor curvo y vio a tres kianene montados en sendas monturas engualdrapadas. Se giraron al percibir el ruido que hizo al acercarse, como si le confundieran con uno de los suyos. Parecían estar discutiendo. Desenfundando su sable, Cnaiür espoleó a su caballo hasta el galope. Mató a dos al pasar. Aunque su colega de capa naranja había gritado en el último momento, ni siquiera habían tenido tiempo de mirarle. Cnaiür tiró de las riendas, se detuvo y se volvió sobre sus talones para volver a pasar junto a ellos, pero el fanim que había sobrevivido huyó. Caniur je ignoró y dirigió su montura hacia el este, percatándose —o al menos así se lo pareció— del lugar del campamento en el que se encontraba.
Un grito que erizaba el vello, a no más de cien pasos de distancia, le hizo aminorar su marcha al trote. De pie sobre los estribos, vislumbró a unas figuras huidizas que corrían entre refugios atestados. Más berridos cruzaron el aire, gritos sin aliento y muy cercanos. De repente, una muchedumbre de seguidores de la Guerra Santa apareció corriendo entre la panoplia de tiendas y los pabellones circundantes. Esposas, putas, esclavos, escribas y sacerdotes, llorando o con el rostro interrogante, corriendo en la misma dirección en la que todo el mundo parecía correr. Algunos gritaron al verle y se dispersaron a su izquierda o a su derecha. Otros le ignoraron, bien porque se dieron cuenta de que no era fanim o porque sabían que no podía atacar a tantos. Al cabo de un instante, fueron menos. Los jóvenes y sanos se convirtieron en viejos y enfermos. Cnaiür vislumbró a Cumor, el viejo sacerdote de Gilgaol, alentado a seguir corriendo por sus adeptos. Vio a docenas de madres histéricas portando a sus aterrorizados hijos. A cierta distancia, un grupo de unos veinte guerreros con vendas —galeoth, a juzgar por su aspecto— habían abandonado su huida y se preparaban para resistir. Empezaron a cantar.
Cnaiür oyó un creciente coro de ásperos y triunfantes gritos, el bufido y el estruendo de caballos.
Tiró de las riendas para detenerse y desenvainó su sable.
Entonces los vio, corriendo y empujándose entre las tiendas, con el aspecto, por un momento, de un ejército caminando por la espuma de una ola. Los kianene de Euarma.
Cnaiür bajó la mirada, asustado. Una mujer joven, con una pierna cubierta de sangre y un niño atado a la espalda, se agarró a su rodilla y le suplicó algo en un idioma que desconocía. Levantó la bota para darle una patada y después la bajó sin saber por qué. Se inclinó hacia adelante y la levantó hasta su silla. Ella estaba llorando a lágrima viva. Hizo volver su caballo sobre sus cuartos traseros y espoleó tras los seguidores del campamento que huían.
Oyó que una flecha zumbaba junto a su oído.
Su cabello rubio revoloteaba al viento. Su túnica de seda y oro restalló.
—¡Agáchate! —ordenó el Profeta.
Pero Martemus sólo pudo permanecer quieto, estupefacto. Más abajo, los campos bullían de polvo y sombrías filas de khirgwi. Ante ellos, el Profeta Guerrero echó hacia atrás primero un hombro, después otro. Bajó la cabeza, balanceó la cadera hacia atrás, se agachó y después saltó hacia arriba. Era una danza curiosa, azarosa y premeditada a la vez, lenta y sobrecogedoramente rápida… Hasta que una flecha se clavó en el muslo de Martemus éste no se dio cuenta de que el Profeta bailaba entre una nube de ellas.
El General cayó al suelo agarrándose la pierna. Todo el mundo aullaba, clamaba.
Entre las lágrimas, vio el Estandarte Swazond contra el refulgente brillo del sol.
«Dulce Sejenus. Voy a morir.»
—¡Corre! —gritó—. ¡Corre!
Su caballo negro escupió baba, jadeó y relinchó. Las tiendas se sacudían, una junto a la otra, con la lona manchada y rajada, el cuero pintado, colmillos y más colmillos. La mujer anónima que llevaba en brazos tembló y trató en vano de mirar a su bebé. Los kianene se acercaron todavía más, galopando en fila por los estrechos callejones, desplegándose en los infrecuentes claros. Les oía intercambiar gritos, berrear tácticas. «¡Skafadi! —gritaban—. ¡Jara til Skafadi!» Muchos galopaban por callejones paralelos. En dos ocasiones tuvo que apretar a la mujer y su bebé contra el cuello del caballo mientras las flechas siseaban a su alrededor.
Espoleó los flancos de su caballo, de los que salió más sangre. Oyó gritos y se dio cuenta de que había sido rebasado por un grupo de seguidores del campamento que se batían en retirada. De repente, dondequiera que mirara, veía a hombres desesperados renqueando, a madres gritando y a niños con el rostro cubierto de ceniza. Tiró de su montura hacia la izquierda sabiendo que los kianene le seguirían. Era el afamado Capitán Skafadi el que cabalgaba con los idólatras. Todos los prisioneros a los que había interrogado habían oído hablar de él. Se adentró en una de las inmensas plazas que los nansur utilizaban para la instrucción y su caballo negro se arrojó hacia adelante con una furia renovada. Sacó su arco, colocó una flecha y mató al kianene más cercano, que cabalgaba entre el polvo tras él. Su segunda saeta encontró el cuello del caballo siguiente, y todo el grupo de fanim trastabilló en un penacho de humo.
—¡Zirkitaaaa! —aulló.
La mujer gritó de terror. Él miró hacia adelante y vio a docenas de jinetes fanim introduciéndose en el campo por la entrada oeste.
«Malditos kianene.»
Hizo girar su renqueante caballo y espoleó en dirección a la entrada norte al tiempo que daba las gracias a los nansur por su incondicional amor por la brújula. El suelo retronó con lejanos aullidos y gritos salvajes de «¡Ut-ut-ut-ut!». La mujer sin nombre lloró aterrorizada.
Los barracones de los nansur cercaban el norte como una hilera de dientes alineados. El hueco que había entre ellos se acercaba cada vez más. La mujer miró hacia adelante y después volvió la cabeza hacia los kianene. Lo mismo hizo, absurdamente, su hijo de pelo negro. Cnaiür pensó lo extraño que era que los niños supieran cuándo debían estar tranquilos. De repente, los jinetes fanim emergieron también por la entrada norte. Viró bruscamente hacia la derecha, galopó junto a las aéreas tiendas blancas buscando un lugar por entre el que abrirse paso. Cuando vio que no había ninguno, corrió hacia la esquina. Cada vez entraban por la puerta este más kianene al galope, Que se desplegaban en el interior del campo. Los que tenía tras de sí se acercaron más. Varias flechas volaron a su alrededor. Hizo girar su montura ciento ochenta grados, la mujer cayó de cabeza sobre la hierba polvorienta. El bebé empezó a gritar. Le tiró un cuchillo para que rajara el lienzo…
El aire repiqueteó con cascos y gritos infieles.
—¡Corre! —le gritó a la mujer—. ¡Corre!
Velos de polvo se alzaron a su alrededor.
Se volvió, riendo.
Desenvainando su sable, eludió una cimitarra y después ensartó a su atacante por la axila. Agitó su espada a su alrededor, rompió la hoja del siguiente y le partió la mejilla. Cuando el idiota se alzó, Cnaiür le atravesó el corsé de plata. La sangre brotó como vino de un odre perforado. Cogió el escudo del siguiente y zarandeó su espada como si fuera una maza. El hombre cayó hacia atrás, sobre el tronco de su caballo, y aterrizó sobre las manos y las rodillas. Le cayó el yelmo de la cabeza entre los cascos que piafaban. Girando la empuñadura, Cnaiür le clavó la espada en la nuca.
Se puso en pie sobre los estribos y arrojó la sangre de su espada a la cara de los atónitos kianene.
—¿Quién? —rugió en su idioma sagrado.
Clavó su espada en los caballos sin jinete que le separaban de sus enemigos. Uno cayó sacudiéndose. El otro gritó y se escurrió dando sacudidas entre las confusas líneas infieles.
—Soy Cnaiür urs Skiotha —gritó—. ¡El más violento de los hombres!
Su maltrecho caballo dio un paso adelante.
—¡Llevo a vuestros padres y vuestros hermanos en mis brazos!
Los ojos infieles refulgieron bajo la sombra de los yelmos de plata. Algunos gritaron.
—¿Quién —rugió Cnaiür, con tanta fiereza que toda su piel pareció garganta— me matará?
Un grito femenino desgarrador. Cnaiür miró hacia atrás y vio a la mujer sin nombre tambaleándose ante la puerta de la tienda más cercana. Cogió el cuchillo que él le había tirado y le hizo un gesto para que le siguiera. Por un instante, pareció que siempre la había conocido, que habían sido amantes durante muchos años. Vio cómo la luz del sol refulgía en el extremo más lejano de la tienda, donde ella había cortado la tela. Después vislumbró una sombra más arriba, oyó algo no del todo.
Varios kianene gritaron. Un terror distinto.
Cnaiür se llevó la mano izquierda bajo el cinturón y apretó con fuerza la Baratija de su padre.
Por un momento vio los ojos de la mujer, abiertos como platos sin comprender, y, por encima de su hombro, los de su bebé… Ahora él sabía que se trataba de un varón.
Trató de gritar.
Se convirtieron en sombras en una catarata de llamas refulgentes.
Un espacio.
Y las travesías eran infinitas.
Kellhus tenía cinco años cuando había puesto los pies por vez primera fuera de Ishual. Pragma Uan había reunido a chicos de su edad y les había pedido que se cogieran a una larga cuerda. Después, sin mediar explicación, les había llevado por las terrazas, más allá de las Puertas del Gamo, hasta el bosque, y sólo se detuvo cuando llegó a un bosquecillo de inmensos robles. Les dejó que pasearan un rato para que se sensibilizaran, según sabía ahora Kellhus. Con el canto de ciento diecisiete pájaros. Con el olor de musgo en las cortezas, de humus aplastado bajo las pequeñas sandalias. Con los colores y las formas: blancas bandas de luz solar contra las raíces negras, oscuras como el cobre. Pero a pesar de aquella estruendosa y extraordinaria novedad, Kellhus no pudo pensar en otra cosa que no fuera el Pragma. En realidad, casi temblaba de expectación. Todo el mundo había visto a Pragma Uan con los niños mayores. Todo el mundo sabía que enseñaba lo que los niños mayores llamaban los caminos de la rama…
De la batalla.
—¿Qué veis? —preguntó finalmente el anciano mirando el dosel sobre sus cabezas.
Hubo muchas respuestas ansiosas. Hojas. Ramas. Sol.
Pero Kellhus vio más. Percibió las ramas muertas, la marabunta de palos y ramitas. Vio árboles pequeñísimos, meros mocosos, renqueantes a la sombra de gigantes.
—Conflicto —dijo.
—¿Y cómo es eso, Kellhus?
Terror y entusiasmo. Las pasiones de un niño.
—Los á–árboles, Pragma —dijo tartamudeando—. Luchan por el… por el espacio.
—Cierto —respondió Pragma Uan, con un gesto carente de todo excepto confirmación—. Y esto, niños, es lo que os enseñaré. A ser un árbol. A luchar por el espacio…
—Pero los árboles no se mueven —dijo otro.
—Se mueven —respondió el Pragma— pero son lentos. El corazón de un árbol sólo late una vez cada primavera, de modo que debe luchar en todas las direcciones a la vez. Debe echar ramas y ramas hasta oscurecer el cielo. Pero en vuestro caso, vuestros corazones laten muchísimas veces, sólo tenéis que luchar en una dirección al tiempo. Así es como los hombres se hacen con el espacio.
Pese a ser muy anciano, el Pragma pareció ponerse en pie de un salto. Blandió un palo.
—Venid —dijo—. Todos. Tratad de tocarme las rodillas.
Y Kellhus se apresuró como los demás bajo la moteada luz del sol. Chilló de frustración y placer cada vez que el palo le golpeaba o le empujaba hacia atrás. Observó maravillado cómo el hombre danzaba y se arremolinaba y hacía que los niños cayeran de culo o rodaran entre las hierbas como tejones. Nadie le tocó las piernas. Nadie ni siquiera llegó a poner los pies en el círculo descrito por su palo.
Pragma Uan había sido un árbol triunfante. El absoluto poseedor de un espacio.
Envueltos en maltrechas telas marrones, portando escudos de cuero de camello pulido, los khirgwi azotaron a sus camellos al tiempo que blandían sus salvajes cimitarras. El aire gritó con sus alaridos.
Kellhus alzó su acero dunyaino.
Se rieron y se burlaron. Caras oscuras del desierto, tan seguras…
Se acercaron galopando al círculo descrito por su espada.
Cnaiür le dio una patada a su silla y los restos quemados de su caballo. Se apartó de la ceniza a empujones y parpadeó para sacarse de los ojos el humo punzante. Le zumbaban los oídos. Aparte del humo y del olor a carne chamuscada todo el mundo era un zumbido. No oía nada más.
Encontró los restos quemados de lo que había sido la mujer sin nombre y su hijo. Le cogió el cuchillo y lo sostuvo con cuidado por la empuñadura carbonizada.
Quemaba y no quemaba, de ese modo en que el calor hechicero se filtraba en la realidad.
Empezó a caminar hacia el norte, junto a los pabellones doblados y bordados con maldiciones de los ainonios. Estandartes con pictogramas revoloteaban al viento. Tras él, los Maestros Escarlatas corrían por el cielo. Pilares de fuego zumbaron sin hacer ruido. El trueno se filtró en la distancia. Parecía que los hombres debían gritar.
Y pensó: «Serwe…».
La gente eufórica, aterrorizada, asombrada, se apiñaba a su alrededor. Aunque tenían la boca abierta y la lengua les revoloteaba entre los dientes, Cnaiür únicamente oía un zumbido. Los apartó a un lado con los brazos huecos y siguió caminando.
Algo le dolía en la mano izquierda. La abrió y vio el Chorae de su padre. Apagado incluso bajo la luz del sol, repleto de una escritura sin sentido, un ojo sucio.
Se lo volvió a meter bajo el cinturón.
Después oyó el crujido de un rayo. El zumbido se desvaneció y se convirtió en un penetrante gemido. Los gritos y los chillidos —algunos lejanos, otros cerca, muy cerca— grabaron las distancias y barrieron el horizonte de su oído, desapareciendo finalmente en el barullo ambiente de la batalla y el mar.
Al cabo de un rato, encontró el elaborado pabellón de Proyas sobre un pequeño montículo. Qué maltrecho parecía ahora, pensó, y la tristeza le recorrió. Todo parecía tan cansado.
Encontró cerca el viejo pabellón que había compartido con Kellhus, chirriando y revoloteando al viento. Junto a los restos ennegrecidos de una hoguera encontró una tetera. El cielo se alzaba en espiral sobre el suelo y corría entre las tiendas vecinas.
El corazón de Cnaiür martilleaba. ¿Se había reunido con los demás seguidores para observar la batalla desde el extremo suroccidental del campamento? ¿La habían raptado los kianene? Una belleza como la suya era sin duda candidata a ser raptada, estuviera embarazada o no. Era un juguete para príncipes. ¡Un regalo extraordinario!
¡Una recompensa!
El sonido de su voz le hizo dar un respingo. Un grito.
Por un momento se quedó atónito, incapaz de moverse. Oyó una voz masculina suave, zalamera, y sin embargo terriblemente cruel.
El suelo se abrió a los pies de Cnaiür. Retrocedió dando tumbos. Un paso. Dos. Se le puso la piel de gallina, casi le dolía.
El dunyaino.
—¡Por favor! —gritó Serwe—. ¡Por favooor!
¡El dunyaino!
¿Cómo?
Cnaiür avanzó sigilosamente. Sus costillas le parecían de piedra. ¡No podía respirar! El cuchillo temblaba en sus manos. Alargó el brazo y se valió de la temblorosa punta de la daga para apartar la portezuela de lona.
El interior estaba tan oscuro que al principio no pudo ver nada. Vislumbró unas sombras, oyó los sollozos de Serwe.
Entonces la vio, arrodillada ante una sombra inmensa. Con un ojo cerrado a causa de la hinchazón, el cuero cabelludo y la nariz sangrando, cubriéndole el cuello y los senos.
¿Qué?
Sin pensarlo, Cnaiür se deslizó en la oscuridad del pabellón. El aire apestaba a sexo hediondo. El dunyaino se dio la vuelta, tan desnudo como Serwe, con una mano ensangrentada alrededor de su miembro erecto.
—El scylvendio —dijo Kellhus arrastrando las palabras, con los ojos resplandecientes de morboso éxtasis—. No te he olido.
Cnaiür le golpeó en el corazón. La mano ensangrentada se alzó y le agarró la muñeca. El cuchillo se clavó justo debajo de la clavícula del dunyaino.
Kellhus retrocedió de un salto y alzó la cara a la lona hinchada, y gritó lo que parecieron cien gritos, cien voces unidas en una garganta inhumana. Y Cnaiür vio que su cara se abría, como si las junturas de su rostro fueran legión y corrieran desde su cuero cabelludo hasta su cuello. Entre sus rasgos abruptos, vio ojos sin párpados y encías sin labios.
La cosa le golpeó y él cayó sobre una rodilla. Desenvainó su sable.
Pero la cosa se había desvanecido por la portezuela, reptando como alguna clase de bestia.
Los dispersados caballeros ainonios, cuyos caballos estaban muriendo debajo de ellos, no tenían otra opción que pelear a pie. Cada vez más kianene cabalgaban aullando entre ellos y hacían de sus caras pintadas un blanco en aquella soleada oscuridad. La sangre pespunteaba lujosas barbas en ángulo recto. Los estandartes con pictogramas fueron derribados y pisoteados. El polvo transformó el sudor en mugre. Gravemente herido, Sepherathindor fue arrastrado desde las líneas de vanguardia, donde se «rió con Sarothesser», cosa que trataban de hacer todos los nobles ainonios cuando estaban seguros de su muerte.
Algunos, como Galgota, Palatino de Eshganax, cargaron ladera abajo para escapar, abandonando a sus parientes y vasallos que se habían quedado sin montura. Algunos, como el cruel Zursodda, diezmaron a los suyos con incesantes contraataques hasta que apenas les quedó un hombre montado. Pero otros, como el endurecido Uranyanka o el justo Chinjosa, el Conde–Palatino de Antanamera, simplemente esperaron cada ataque infiel. Insuflaron coraje a gritos a sus hombres y disputaron cada codo de polvorienta tierra. Los kianene cargaban una y otra vez. Los caballos relinchaban. Las lanzas se partían. Los hombres gritaban y gemían. Las cimitarras y las espadas repiqueteaban sobre las laderas. Y cada vez los fanim retrocedían tambaleándose. Estupefactos ante aquellos hombres derrotados que se negaban a ser derrotados.
Al noroeste, los khirgwi asaltaron a los inrithi con una furia implacable y a veces trastornada. Muchos llegaron a saltar de sus más altos camellos para enfrentarse a unos asombrados caballeros desde sus sillas. Kushigas, el Palatino conriyano de Annand, fue muerto de esta forma, al igual que Anskarra, el Conde thunyerio de Skagwa. Proyas fue rodeado, como miles de thunyerios tras sus muros de escudos. Los khirgwi rodearon Anwurat, cayeron sobre los soldados conriyanos que asediaban la fortaleza y los pusieron en fuga. Y cargaron contra la laberíntica loma en la que el Maestro de la Batalla había plantado su Estandarte Swazond.
Los Grandes de Eumarna, mientras tanto, corrieron por los estrechos callejones y las largas avenidas del campamento inrithi, prendiendo fuego a las tiendas y los pabellones por igual, decapitando sacerdotes, arrastrando a histéricas esposas al suelo y violándolas. Al ver el humo ascendiendo desde el distante campamento, muchos hombres del séquito de Skauras cayeron de rodillas y lloraron, cantando alabanzas al Dios Solitario. Muchos aclamaron al Sapatishah y besaron el suelo bajo sus pies.
Entonces, unas resplandecientes luces llenaron el cielo oriental. Los gloriosos jinetes de Cinganjehoi habían topado inopinadamente contra los Chapiteles Escarlatas. Una catástrofe.
Los miles de hombres que sobrevivieron al primer asalto de los Maestros huyeron, la mayoría por las amplias playas del Menanor, donde fueron sorprendidos por el Gran Maestro Gotian, el Conde Cerjulla y el Conde Athjeari, que lideraban la reserva de la Guerra Santa. Unos nueve mil caballeros inrithi cayeron sobre ellos, los abatieron y los hicieron retroceder sobre la espuma de las olas. Escaparon muy pocos.
Los Kidruhil Imperiales, mientras tanto, rompieron el erizado círculo que rodeaba a los caballeros del Alto Ainon. Imbeyan y los Grandes de Enathpaneah fueron obligados a retroceder. Por primera vez se produjo una pausa en la que sería llamada la Batalla de las Laderas. El polvo empezó a clarear. Cuando la situación en los pastos empezó a definirse, surgieron gritos de entusiasmo entre las largas y maltrechas filas de caballeros ainonios. Con los Kidruhil, cargaron como un solo hombre hacia las cumbres.
Al norte, el feroz impulso de los khirgwi fue despuntado por la milagrosa resistencia del Príncipe Kellhus de Atrithau bajo el Estandarte Swazond. Y después detenido definitivamente gracias a las cargas por los flancos de los auglish de negra armadura y los caballeros ingraulish del Conde Goken y el Conde Ganbrota.
Entonces, los tambores de los fanim se sumieron en el silencio. Lejos, al noroeste, el Príncipe Saubon y el Conde Gothyelk habían doblegado al fin a los Grandes de Shigek y Gedea, a los que habían perseguido a lo largo de las orillas del Sempis. Aunque ampliamente superados en efectivos, el Conde Finaol y sus caballeros canutish cargaron contra los Guardias Padirajic que protegían los tambores sagrados. El propio Conde Finaol fue lanceado en la axila, pero sus parientes siguieron adelante y masacraron a los tambores, que huían despavoridos. Pronto, la soldadesca galeoth y tydonnia, sin aliento, se encontró persiguiendo a mujeres y esclavos a través del cada vez más disperso campamento kianene.
Las grandes huestes fanim se desintegraron. El Príncipe Coronado Fanayal y sus coyauri huyeron hacia el sur perseguidos por los Kidruhil a lo largo de las inacabables playas. Imbeyan cedió las cumbres ante los dispersados ainonios y trató de retroceder por las colinas. Pero Ikurei Conphas había intuido sus movimientos, y se vio obligado a huir con un puñado de cabezas de casas mientras sus Grandes se diezmaban cargando contra los encallecidos veteranos de la Columna Selial. Aunque el General Bogras encontró la muerte a manos de una flecha kianene extraviada, los nansur no se rindieron y los enathpaneanos fueron abatidos hasta su último hombre. Los khirgwi huyeron hacia el sudoeste, seguidos por los hombres de hierro por el desierto sin caminos.
Cientos de inrithi desaparecieron tras perseguir demasiado lejos a los miembros de las tribus.
Cnaiür vio su cuchillo carbonizado sobre la estera.
Agarrándose a una sábana ensangrentada, Serwe se tambaleó tras Kellhus gritando como una loca. Cuando Cnaiür la detuvo, se puso a arañarle los ojos. Él la empujó al suelo.
—Me necesita —gimoteó—. ¡Está herido!
—No era él —murmuró Cnaiür.
—¡Le has matado! ¡Le has matado!
—¡No era él!
—¡Estás enfermo! ¡Estás loco!
Por alguna razón, esa vieja ira inundó su incredulidad. La cogió de un brazo y tiró de ella entre las portezuelas.
—¡Te estoy hablando a ti! ¡Eres mi recompensa!
—¡Estás loco! —gritó ella—. ¡Me lo ha contado todo de ti! ¡Todo!
La empujó al suelo.
—¿Qué ha dicho?
Ella se lamió la sangre del labio y por primera vez pareció no tener miedo.
—Por qué me pegas. Por qué tus pensamientos nunca se alejan de mí, sino que regresan, regresan a mí enfurecidos. ¡Me lo ha contado todo!
Algo tembló en su interior. Alzó el puño pero sus dedos no quisieron cerrarse.
—¿Qué ha dicho?
—Que no soy más que una señal, una prenda. Que tú no me pegas a mí, ¡sino a ti mismo!
—¡Te estrangularé! ¡Te romperé el cuello como si fueras un gato! ¡Te arrancaré la sangre del útero!
—¡Hazlo! —gritó ella—. ¡Hazlo, y así habrá terminado!
—¡Eres mi recompensa! ¡Mi recompensa! ¡Puedo hacer contigo lo que quiera!
—¡No! ¡No! ¡No soy tu recompensa! ¡Soy tu vergüenza! ¡Me lo ha dicho!
—¿Vergüenza? ¿Qué vergüenza? ¿Qué ha dicho?
—¡Que me pegas por rendirme como te rendiste tú! ¡Por follármelo tal como tú te follaste a su padre!
Ella seguía en el suelo con las piernas ladeadas. Era tan hermosa. Incluso abatida y doblegada. ¿Cómo podía algo humano ser tan hermoso?
—¿Qué ha dicho? —preguntó sin comprender.
Él. El dunyaino.
Serwe estaba gimoteando. El cuchillo estaba ahora en sus manos. Se lo llevó a la garganta y Cnaiür vio la perfecta curva de su cuello reflejada. Vislumbró la única swazond de su brazo.
«¡Ha matado!»
—Estás loco —dijo ella entre lloriqueos—. ¡Me mataré! ¡No soy tu recompensa! ¡Soy suya! ¡Suya!
«Serwe…»
Su puño se cerró. La hoja del cuchillo partió la piel.
Pero él logró agarrar su muñeca. Le arrancó el puñal de la mano.
La dejó gimoteando junto al pabellón del dunyaino. Contempló el Meneanor sin caminos mientras caminaba entre las tiendas, entre la cada vez más poblada multitud de exultantes inrithi.
Tan antinatural, pensó, el mar…
Cuando Conphas encontró a Martemus, el sol era una esfera ardiendo en el cielo sin nubes del oeste, oro contra azul claro, colores estampados en el corazón de todos los hombres. Con un pequeño cuadro de guardaespaldas y oficiales, el Exalto–General había cabalgado hasta la loma en la que el maldito scylvendio había establecido su comandamiento. En la cima, encontró al General sentado con las piernas cruzadas bajo el inclinado estandarte del scylvendio, rodeado de círculos concéntricos de khirgwi muertos. El hombre miraba la puesta de sol como si esperara quedarse ciego. Se había quitado el casco, y su corto cabello plateado revoloteaba bajo la brisa. Conphas pensó que sin su casco parecía más joven y al mismo tiempo más paternal.
Conphas despachó a su séquito y desmontó. Sin mediar palabra, se encaminó hacia el General, desenvainó su espada y después golpeó con ella el poste de madera del Estandarte Swazond. Una vez, dos… Con un crujido, el viento derribó lentamente aquel pendón obsceno.
Satisfecho, Conphas se quedó junto a su díscolo General, mirando la puesta de sol con los ojos entrecerrados como si quisiera compartir lo que Martemus estuviera viendo.
—No está muerto —dijo Martemus.
—Qué pena.
Martemus no dijo nada.
—¿Recuerdas —le preguntó Conphas— cuando cabalgamos por los campos llenos de scylvendios muertos después de Kiyuth?
Los ojos de Martemus revolotearon hacia él. Asintió.
—¿Recuerdas lo que te dije?
—Dijiste que la guerra era intelecto.
—¿Eres tú una baja de esta guerra, Martemus?
El robusto general frunció el entrecejo e hizo una mueca con los labios. Negó con la cabeza.
—No.
—Me temo que sí, Martemus.
Martemus apartó la mirada del sol y le escudriñó con los ojos apenados.
—Yo también me lo temía… Pero ya no.
—Ya no. ¿Cómo es eso, Martemus?
—Le vi —dijo el General—. Vi cómo mataba a esos infieles. Mató y mató hasta que ellos huyeron aterrorizados. —Martemus se volvió de nuevo hacia la puesta de sol—. No es humano.
—Tampoco lo era Skeaos —respondió Conphas.
Martemus se miró las encallecidas palmas de las manos.
—Soy un hombre práctico, Exalto–General.
Conphas estudió la carnicería bruñida por el sol, las bocas abiertas y los ojos sin cerrar, las manos como un amuleto de zarpa de simio. Siguió el humo que se alzaba desde Anwurat. No estaba tan lejos. No tanto.
Volvió a fijar la mirada en el sol de Martemus. Había mucha diferencia, pensó, entre la belleza que iluminaba y la belleza que era iluminada.
—Lo eres, Martemus. Lo eres.
Skauras ab Nalajan había despedido a sus subordinados, sirvientes y esclavos, la larga hilera de hombres que definían todo cargo de poder, y estaba sentado a solas en una mesa de caoba pulida bebiendo vino shigeki. Por primera vez, saboreó verdaderamente la dulzura de las cosas que había perdido.
Aunque viejo, el Sapatishah–Gobernador todavía tenía un aspecto saludable. Su cabello blanco, pegado con aceites al cuero cabelludo de acuerdo con la moda kianene, era tan grueso como el de cualquier hombre más joven. Tenía un rostro distinguido, que gracias a sus largos bigotes y su barba recortada parecía severo y sabio. Sus ojos negros brillaban bajo una frente reconcentrada.
Estaba sentado en una sala de una alta torreta de la ciudadela de Anwurat. A través de la estrecha ventana oyó los sonidos de la desesperada batalla que tenía lugar más abajo, las voces de queridos amigos y seguidores gritando.
Pero él era un hombre pío. Skauras había cometido muchos actos malvados en toda su vida; los actos malvados eran los accesorios ineludibles del poder. Los contemplaba con arrepentimiento y suspiraba por una vida más sencilla, con pocos placeres, seguro, pero con menos cargas todavía. Nada tan extenuante como aquello, sin duda.
«He condenado a mi pueblo. A mi fe.»
Había sido un buen plan, pensó. Dar a los idólatras la ilusión de una sola línea fija. Convencerles de que lucharían su batalla. Arrastrarlos hacia el norte. Romper su formación, no mediante el castigo y fútiles cargas, sino rompiéndola —o pareciendo romperla— por el centro. Y después aplastar la izquierda con Conganjehoi y Fanayal.
Qué glorioso habría sido.
¿Quién podía haber intuido un plan como aquél? ¿Quién podía haber adivinado sus intenciones?
Probablemente Conphas.
Viejo enemigo. Viejo amigo, si es que un hombre como él podía ser amigo de alguien.
Skauras metió un brazo bajo su abrigo con chacales bordados y sacó el pergamino que el Emperador nansur le había mandado. Lo había llevado durante meses apretado contra el pecho, y ahora, después del desastre de aquel día, era quizá la única esperanza que tenía para detener a los idólatras. El sudor le había dado la forma de su cuerpo, lo había ablandado como si fuera un pedazo de tela. La palabra de Xerius III, el Emperador de Nansur.
Viejo enemigo. Viejo amigo.
Skauras no lo leyó. No tenía necesidad de hacerlo. Pero los idólatras no debían leerlo jamás.
Colocó su esquina en la brillante lágrima de su lámpara. Vio cómo se retorcía y prendía. Observó las hebras de humo largas y débiles que se alzaban antes de verse arrastradas hacia la ventana.
Por el Dios Solitario, ¡todavía era luz del día!
«Y alzaron la mirada y vieron con sorpresa que el día no se había marchado, y que su vergüenza estaba allí, para que todos la vieran.»
Las palabras del Profeta. Que fuera piadoso con ellos.
Soltó el pergamino cuando unas alas de fuego batiendo lo rodearon. Se sacudió débilmente como una cosa viva. El acabado de la mesa se ampolló y se oscureció debajo de él.
Una marca adecuada, supuso el Sapatishah–Gobernador. Una indirecta. Un pequeño oráculo de la muerte futura.
Skauras bebió más vino. Los idólatras ya estaban embistiendo contra la puerta. Hombres rápidos, mortales.
«¿Estamos todos muertos?», se preguntó.
«No. Sólo yo.»
En las profundidades de su última y más pía oración al Dios Solitario, no oyó el fibroso crujido de la madera. Sólo el impacto final y el sonido de astillas deslizándose sobre el suelo embaldosado le dijeron que había llegado el momento de desenvainar su espada.
Se volvió para enfrentarse a la multitud de infieles fornidos y enloquecidos por la batalla.
Sería una batalla breve.
Se despertó con la cabeza en su regazo. Él le secó las mejillas y la frente con un paño humedecido. Sus ojos refulgían con lágrimas a la luz de la lámpara.
—¿El bebé? —preguntó ella jadeando.
Kellhus cerró los ojos y asintió.
—Está bien.
Ella sonrió y empezó a gimotear.
—¿Por qué? ¿Por qué te he hecho enfadar?
—No era yo, Serwe.
—¡Sí eras tú! ¡Te vi!
—No… Viste a un demonio. Una falsificación con mi cara…
Y de repente ella lo comprendió. Lo que había sido familiar le pareció ajeno. Lo que había sido inexplicable le pareció claro.
«¡Me ha visitado un demonio! Un demonio.»
Le miró. Más lágrimas calientes se le derramaron por las mejillas. ¿Durante cuánto tiempo podía llorar?
«Pero yo… Él…»
Kellhus parpadeó lentamente. «Él te tomó.»
Ella sintió náuseas. Pasó su mejilla por su muslo. Sintió las convulsiones, pero no llegó a vomitar.
—Yo… —gimió—. Yo…
—Fuiste leal.
Se volvió hacia él con el rostro venido abajo.
«Pero ¡no eras tú!»
—Te engañó. Fuiste leal.
Le secó las lágrimas y ella vislumbró sangre en su ropa. Permanecieron en silencio un rato, mirándose a los ojos. Ella sintió alivio en toda su piel herida, su dolor se desvaneció en una especie de extraño zumbido desconsolado. ¿Cuánto tiempo, se preguntó, podía pasarse mirando aquellos ojos? ¿Cuánto tiempo podía su corazón deleitarse en esa mirada que todo lo sabía?
«¿Para siempre?»
«Sí. Para siempre.»
—Vino el scylvendio —dijo al fin—. Trató de tomarme.
—Lo sé —respondió Kellhus—. Le dije que podía.
Y por alguna razón también supo aquello. «Pero ¿porqué?»
Él sonrió gloriosamente.
—Porque sabía que tú no se lo permitirías.
«¿Cuánto habían descubierto?»
A la solitaria luz de una lámpara, Kellhus habló con Serwe en susurros, adaptándose a su ritmo, latido a latido, aliento a aliento. Con una paciencia que ningún hombre nacido en el mundo podía comprender, lentamente la indujo al trance que los dunyainos llamaban el Sumergimiento, en el que la voz podía sobreponerse a la voz. Obteniendo una larga serie de respuestas automáticas, examinó su interrogatorio a manos del espía–piel. Después, gradualmente, borró el asalto de la cosa del pergamino de su alma. Llegada la mañana, ella se despertaría confundida por sus cortes y moratones, nada más. Llegada la mañana, se despertaría limpia.
Después, se deslizó por los callejones estentóreos y celebratorios del campamento en dirección al Meneanor, hacia el campamento junto al mar del scylvendio. Ignoró a todos los que le saludaban con un aire de distracción reconcentrada que no andaba muy lejos de la realidad. Los que insistieron se encogieron ante su enfurecida mirada.
Tenía una cosa que hacer.
De todos sus estudios, ninguno había sido tan profundo ni tan peligroso como el scylvendio. Estaba el orgullo masculino, que como a Proyas y los otros Grandes Nombres, le hacía extraordinariamente sensible a las relaciones de dominación. Y estaba su inteligencia sobrenatural, su capacidad para no sólo aprehender y penetrar, sino para reflexionar sobre los movimientos de su propia alma, para preguntarse por los orígenes de sus propios pensamientos.
Pero por encima de todo estaba su conocimiento, su conocimiento del dunyaino. Moenghus había cedido demasiada verdad en su esfuerzo por escapar de los utemot, hacía muchísimos años. Había subestimado lo que Cnaiür haría con los fragmentos que le había revelado. A través de su obsesiva representación de los acontecimientos que rodearon la muerte de su padre, el llanero había llegado a muchas e inquietantes conclusiones. Y ahora, de todos los hombres nacidos en el mundo, sólo él conocía la verdad del dunyaino. De todos los hombres nacidos en el mundo, Cnaiür urs Skiotha era el único despierto.
Razón por la cual tenía que morir.
Prácticamente sin excepción, los Hombres de Earwa se adherían sin pensar ni darse cuenta a las costumbres de su gente. Un conriyano no se afeitaba porque las mejillas rasuradas eran afeminadas. Un nansur no se ponía pantalones porque eran una tosquedad. Un tydonnio no se relacionaba con los hombres de piel oscura —o chusma, como los llamaban— porque estaban contaminados. Para los hombres nacidos en el mundo, esas costumbres simplemente eran. Daban preciados manjares a estatuas de piedra muerta. Besaban las rodillas de hombres más débiles. Vivían aterrorizados por sus corazones licenciosos. Se consideraban a sí mismos la medida exacta de todos los demás. Sentían vergüenza, asco, estima, reverencia…
Y nunca preguntaban por qué.
Pero no era así en el caso de Cnaiür. Si los otros se adherían por desconocimiento de las alternativas, él se veía obligado constantemente a escoger, y lo que era más, a ratificar un pensamiento entre el infinito abanico de pensamientos posibles, un acto entre el infinito abanico de actos posibles. ¿Por qué regañar a una mujer por llorar? ¿Por qué no pegarle? ¿Por qué no reír, ignorar o consolar? ¿Por qué no llorar con ella? ¿Qué hacía que una respuesta fuera más verdadera que las demás? ¿Era la sangre de uno? ¿Eran las palabras razonables de otro? ¿O era el Dios de uno?
¿O era, como decía Moenghus, el objetivo de uno?
Rodeado por su gente, nacido de ellos y destinado a morir entre ellos, Cnaiür había elegido su sangre. Durante treinta años trató de mantener sus pensamientos y pasiones en los estrechos caminos de los utemot. Pero a pesar de su brutal persistencia, a pesar de sus dones innatos, sus compañeros de tribu siempre pudieron oler algo malo en él. En el trato entre hombres, todo movimiento estaba constreñido por las expectativas del otro; era una especie de baile, y como tal, no toleraba ninguna vacilación. Los utemot vislumbraron sus titilantes dudas. Comprendieron que lo intentaba, y sabían que quienquiera que intentara ser del Pueblo no podía ser del Pueblo.
De modo que le castigaron con susurros y miradas cautelosas durante más de cien estaciones.
Treinta años de vergüenza y negación. Treinta años de tormento y terror. Una vida de odio caníbal. Al final, Cnaiür había marcado su propio rastro, un solitario rastro de locura y asesinato.
Haría de la sangre su agua purificadora. Si la guerra era su culto, entonces Cnaiür sería el más pío de los scylvendios, no solamente del Pueblo, sino el más grande de ellos también. Se decía que sus brazos eran su gloria. Él era Cnaiür urs Skiotha, el más violento de todos los hombres.
Y eso seguía diciéndose a pesar de que sus swazond no señalaban su honor, sino la muerte de Anasurimbor Moenghus. Porque ¿qué era la locura, sino una impaciencia embriagadora, la necesidad de hacerse ya con todo lo que el mundo negaba? Moenghus no sólo tenía que morir, sino que tenía que morir ahora, fuera Moenghus o no.
En su furia, Cnaiür hizo de todo el mundo su sustituto. Y se vengó de él.
A pesar de la precisión de ese análisis, de poco le servía a Kellhus en sus intentos de poseer al Caudillo utemot. Su conocimiento del dunyaino siempre le impedía el paso. Por un tiempo, Kellhus incluso consideró la posibilidad de que Cnaiür no sucumbiera nunca.
Y entonces encontró a Serwe, un sustituto diferente.
Desde el principio, el scylvendio la había convertido en su huella, en su prueba de que seguía los caminos del Pueblo. Serwe era la tachadura de Moenghus, cuya presencia tanto le recordaba el parecido de Kellhus. Ella era la encarnación que desharía la maldición de Moenghus. Y Cnaiür se enamoró, pero no de ella, sino de la idea de enamorarse de ella. Porque si él la quería, no podía querer a Anasurimbor Moenghus…
O a su hijo.
Lo siguiente había sido casi elemental.
Kellhus empezó a seducir a Serwe, sabedor de que le mostraba al bárbaro su propia seducción a manos de Moenghus hacía unos treinta años. Pronto, ella se convirtió en la tachadura y la repetición del descorazonador odio de Cnaiür. El llanero empezó a pegarla, no solamente para demostrar el desprecio que los scylvendios sentían por las mujeres, sino para pegarse a sí mismo mejor. La castigaba a ella por repetir sus propios pecados, a pesar de que la amaba y al mismo tiempo despreciaba el amor por ser un síntoma de debilidad.
Y eso es lo que Kellhus pretendía, una contradicción sobre otra. Los hombres nacidos en el mundo, descubrió, eran particularmente vulnerables a las contradicciones, en especial a las que despertaban pasiones en conflicto. Nada, parecía, anclaba tanto a sus corazones. Nada les obsesionaba tanto.
Una vez Cnaiür hubo sucumbido totalmente a la chica, Kellhus se limitó a llevársela consigo, sabedor de que el hombre daría cualquier cosa por ella, y que lo haría sin ni siquiera comprender por qué.
Y ahora la utilidad de Cnaiür urs Skiotha había terminado.
El monje ascendió por la pelada superficie de una duna. El viento le revolvió el pelo y tironeó de su túnica de seda y oro a la altura de la cintura. Ante él, el Meneanor se deslizaba hacia el lugar en el que la tierra parecía derramarse en el gran vacío de la noche. Inmediatamente debajo, vio la sencilla tienda redonda del scylvendio; la habían derribado de una patada y pisoteado. No había ningún fuego encendido delante de ella.
Por un momento, Kellhus pensó que era demasiado tarde, después oyó unos salvajes gritos en el viento, vislumbró una figura entre las olas que rompían. Caminó entre el campamento caído hasta el límite del agua y sintió el crujido de las conchas y la grava bajo las sandalias. La luz de la luna teñía de plata las aguas en movimiento. Las gaviotas gritaron, colgando como cometas en el viento nocturno.
Kellhus observó cómo las olas batían la figura desnuda del scylvendio.
—¡No hay caminos! —gritó, golpeando la espuma con los puños—. ¿Dónde están los…?
Sin mediar aviso, se puso rígido. El agua oscura pasó a su alrededor y le cubrió casi hasta los hombros, después él se inclinó hacia adelante entre nubes de espuma cristalina. Giró la cabeza y vio el rostro curtido de Kellhus enmarcado por largos mechones de cabello negro empapado. No hizo ninguna expresión.
Absolutamente ninguna.
Cnaiür empezó a caminar hacia la playa; la espuma rompía a su alrededor, tan insustancial como el humo.
—He hecho todo lo que me has pedido —gritó entre el barullo circundante—. Avergoncé a mi padre para que se enfrentara a ti. Le traicioné a él, a mi tribu, a mi raza.
El agua descendió desde su ancho pecho hasta la cóncava superficie de su estómago y su entrepierna. Una ola rompió alrededor de sus blancos muslos y alzó su largo falo. Kellhus cerró el paso al clamor del Meneanor y concentró todos sus sentidos en el bárbaro que se aproximaba. Pulso regular. Piel sin sangre. Rostro flácido.
Ojos muertos.
Y Kellhus se dio cuenta: «No puedo leer a este hombre».
—Te seguí a lo largo de la Estepa sin caminos.
El golpe de un pie descalzo en agua empapada. Cnaiür se detuvo ante él. Su inmenso perfil refulgía como esmaltado por la luna.
—Te quise.
Kellhus se llevó el brazo al hombro, desenvainó su espada dunyaina y la blandió ante él.
—Arrodíllate —dijo.
El scylvendio cayó de rodillas. Extendió los brazos arrastrando los dedos por la arena. Inclinó la cara de nuevo hacia las estrellas, dejando su garganta al descubierto. El Meneanor se hinchaba y retrocedía tras él.
Kellhus permaneció inmóvil sobre él.
«¿Por qué esto, padre? ¿Piedad?»
Miró al abyecto guerrero scylvendio. ¿De qué oscuridad procedía esa pasión?
—¡Corta! —gritó el hombre. El gran cuerpo cubierto de cicatrices tembló de terror y entusiasmo.
Pero Kellhus no podía moverse.
—¡Mátame! —gritó Cnaiür al hueco de la noche. Con una increíble rapidez, cogió la hoja de Kellhus y se apretó la punta en la garganta—. ¡Mata! ¡Mata!
—No —dijo Kellhus. Una ola rompió y el viento arrojó frías gotas de agua entre ellos.
Inclinándose hacia adelante, le quitó la hoja de la espada de su poderosa mano.
Los brazos de Cnaiür restallaron a ambos lados de su cabeza y tiraron de ella hacia la fría arena.
Kellhus permaneció inmóvil. Fuera por suerte o por instinto, el bárbaro lo había arrastrado casi hasta la mismísima muerte. Cualquier movimiento, sabía Kellhus, podía romperle el cuello.
Cnaiür se lo acercó lo suficiente para que sintiera su húmedo y cálido cuerpo.
—¡Te quise! —susurró y gritó al mismo tiempo. Entonces empujó a Kellhus hacia atrás, casi hasta volver a ponerlo en pie. Ahora cauto, Kellhus giró la barbilla para calmar un tirón en el cuello. Cnaiür se quedó mirándole esperanzado y horrorizado.
Kellhus enfundó la espada.
El scylvendio se tambaleó hacia atrás, llevándose los puños a la cabeza. Se agarró mechones enteros de pelo y se los arrancó de la cabeza.
—Pero ¡tú dijiste! —dijo delirando, sosteniendo en lo alto ensangrentados mechones de pelo—. ¡Dijiste!
Kellhus observó, totalmente inmóvil. Había otras utilidades.
Siempre había otras utilidades.
La cosa llamada Sarcellus siguió un estrecho sendero a lo largo de los terraplenes que había entre los campos. A pesar de la infrecuente humedad, era una noche clara, y la luna teñía los grupos de eucaliptos y sicómoros de azul. Aminoró la marcha al pasar junto a las primeras ruinas y guió su montura entre una larga galería de columnas que se erguían sobre un montículo cubierto de hierba. Más allá de las columnas, las aguas del Sempis estaban tranquilas como las de un lago, mostrando la luna blanca y el sombrío perfil de las escarpaduras del norte en su espalda de espejo. Sarcellus desmontó.
Aquel lugar había pertenecido en el pasado a la antigua ciudad de Girgilioth, pero aquello no le importaba demasiado a la cosa llamada Sarcellus. Era una criatura del momento. Lo que importaba era que era un punto de referencia, y los puntos de referencia eran buenos lugares para que los espías conferenciaran con sus superiores, fueran éstos humanos o no.
Sarcellus se sentó con la espalda contra una columna, perdido en pensamientos depredadores e impenetrables al mismo tiempo. Frisos cilindricos de leopardos posados sobre hombres se elevaban sobre las pálidas columnas. El revoloteo de alas le sacó de su ensimismamiento y levantó la mirada con sus grandes ojos marrones, recordando otros pilares.
Un pájaro del tamaño de un cuervo se posó sobre su rodilla; un pájaro como un cuervo con la salvedad de su cabeza blanca.
Una cabeza blanca humana.
El rostro se contrajo con el nerviosismo de los pájaros y contempló a Sarcellus con sus pequeños ojos turquesa.
—Huelo a sangre —dijo con una débil voz.
Sarcellus asintió.
—El scylvendio… Interrumpió mi interrogatorio a la chica.
—¿Tu efectividad?
—Perfecta. Me he curado.
Un pequeño parpadeo.
—Bien. ¿Qué has descubierto?
—No es cishaurim. —La cosa había dicho aquello suavemente, como si quisiera proteger aquellos pequeños tímpanos.
Un curioso giro de la cabeza.
—Cierto —dijo la Síntesis al cabo de un momento—. Entonces, ¿qué es?
—Dunyaino.
Pequeña mueca. Unos dientes pequeños, brillantes, como granos de arroz, refulgiendo entre sus labios.
—Todos los juegos terminan conmigo, Gaortha. Todos los juegos.
Sarcellus se quedó completamente inmóvil.
—No estoy jugando. Ese hombre es dunyaino. Así es como lo llama el scylvendio. Ella me dijo que no hay duda al respecto.
—Pero no hay ninguna orden llamada «dunyaina» en Atrithau.
—No. Pero así sabemos que no es un Príncipe de Atrithau.
El Viejo Nombre se detuvo, como si quisiera hacer circular grandes pensamientos humanos por un pequeño intelecto de pájaro.
—Quizá —dijo al fin— no sea una coincidencia que su orden tome su nombre del antiguo kuniúrico. Quizá el nombre de ese tipo, Anasurimbor, no es una patosa mentira cishaurim a fin de cuentas.
—¿Podrían haberle formado los nohombres?
—Quizá… Pero tenemos espías, hasta en Ishterebinth. Nin–Ciljaras hace pocas cosas que nosotros no sepamos. Muy pocas.
La pequeña cara se rió socarronamente. Desplegó y plegó sus alas de obsidiana.
—No —prosiguió, con la pequeña frente fruncida— este dunyaino no es un pupilo de los nohombres. Cuando la luz del antiguo Kuniuri fue apagada, pervivieron algunas ascuas testarudas. El Mandato es sólo una de esas ascuas. Quizá el dunyaino sea otra, igual de testaruda.
Los ojos azules revolotearon, otro parpadeo.
—Pero mucho más secreta.
Sarcellus no dijo nada. Especular sobre asuntos como aquél estaba más allá de sus atribuciones, de sus capacidades.
Los pequeños dientes rechinaron, una vez, dos, como si el Viejo Nombre estuviera probando su entereza.
—Sí. Una ascua… en las mismísimas sombras de la Santa Golgotterath, nada menos.
—Le ha dicho a la mujer que la Guerra Santa será suya.
—¡Y no es cishaurim! ¡Qué misterio, Gaortha! ¿Quiénes son los dunyainos? ¿Qué intereses tienen en la Guerra Santa? ¿Y cómo, mi precioso, precioso niño, puede ese hombre ver a través de tu cara?
—Pero nosotros no…
—Ve suficiente. Sí, más que suficiente.
Ladeó la cabeza a la derecha, parpadeó y después se puso recto.
—Satisface un tiempo más al Príncipe Kellhus, Gaortha. Con el hechicero del Mandato fuera de juego, es una amenaza menor. Satisfácele. Debemos descubrir más cosas de ese «dunyaino».
—Pero cada vez tiene más poder. Esos hombres cada vez le llaman con más frecuencia Profeta Guerrero o Príncipe de Dios. Si sigue así, se volverá muy difícil de eliminar.
—Profeta Guerrero… —La Síntesis se rió—. Muy astuto, ese dunyaino. Arrastra a esos fanáticos con una correa que ellos mismos han hecho. ¿Qué dice en sus sermones, Gaortha? ¿Amenaza de algún modo a la Guerra Santa?
—No. Todavía no, Padre Consulto.
—Júzgalo y después haz lo que te parezca conveniente. Si te parece que podría detener a la Guerra Santa, debes silenciarlo. Cueste lo que cueste. No es más que una curiosidad. ¡Nuestros enemigos son los cishaurim!
Brillando como mármol húmedo, la cabeza blanca se inclinó dos veces, como si respondiera a un instinto dominante. Una ala se posó sobre la rodilla de Sarcellus y se hundió hasta lo más hondo de sus sombríos muslos. Gaortha se puso duro.
—¿Te han herido de gravedad, mi niño?
—Ssssí —dijo entre jadeos la cosa llamada Sarcellus.
La pequeña cabeza se echó hacia atrás. Los ojos de pesadas pestañas contemplaron cómo la punta del ala trazaba círculos y acariciaba, trazaba círculos y acariciaba.
—Ah, pero imagina… ¡Imagina un mundo en el que ningún útero brota y ninguna alma espera!
Sarcellus babeó de placer.