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Anwurat

Es la diferencia en conocimientos lo que inspira respeto. Ésta es la razón por la que el verdadero examen de todo estudiante consiste en humillar a su maestro.

Gotagga, La primera Arcanata

Los niños aquí juegan con huesos en lugar de palos, y dondequiera que les vea, no puedo evitar preguntarme si los húmeros que blanden son píos o infieles.

Anónimo, Carta desde Anwurat.

Finales de verano, año del Colmillo 4111, Shigek

Mientras revisaba los últimos informes de espionaje, Ikurei Conphas dejó que Martemus permaneciera un buen rato desatendido. Los muros de lienzo de su pabellón de comandamiento habían sido enrollados y plegados para favorecer el tráfico. Oficiales, mensajeros, secretarios y escribas iban y venían entre el interior iluminado por lámparas y la oscuridad circundante del campamento nansur. Los hombres gritaban o susurraban en corrillo, con los rostros interrogantes, los ojos flácidos con la cansina expectación de la batalla. Eran nansur, y ningún pueblo había perdido más hijos a manos de los fanim. ¡Una batalla como aquélla! Y él —¡él! ¡León de Kiyuth!— sería poco más que un subalterno.

No importaba, sería sal para la miel, como decían los ainonios. La amargura que hacía dulce la venganza.

—Cuando amanezca y el perro scylvendio nos lleve a la batalla —dijo Conphas, todavía estudiando los documentos esparcidos encima de la mesa—, he decidido que tú, Martemus, seas mi representante.

—¿Tienes algunas instrucciones específicas? —respondió el General fríamente.

Conphas levantó la mirada y escudriñó con condescendencia a aquel hombre de fuerte mandíbula durante un rato. ¿Por qué le había permitido seguir llevando su capa azul de general? Debería haber vendido a aquel idiota a los tratantes de esclavos.

—Crees que te doy este cargo porque confío en ti en el mismo grado en que desconfío del scylvendio. Pero te equivocas. Aunque desprecio totalmente al salvaje, aunque quisiera verlo muerto, en realidad por lo que respecta a la guerra sí confío en él.

«Y hago bien», murmuró después Conphas. Por raro que pudiera parecer, el bárbaro había sido su estudiante durante algún tiempo. Desde la Batalla de Kiyuth, si no más…

No era extraño que llamaran zorra al Destino.

—Pero por lo que respecta a ti, Martemus —prosiguió Conphas—. Yo apenas confío en ti.

—Entonces, ¿por qué me pides que haga esto?

Ninguna protesta de inocencia, ninguna expresión dolida ni puños cerrados… Sólo una estoica curiosidad. A pesar de todas sus carencias, percibió Conphas, Martemus seguía siendo un hombre extraordinario. Sería un verdadero desperdicio.

—Porque tienes asuntos por concluir. —Conphas le dio varias hojas a su secretario y después bajó la mirada como si se dispusiera a estudiar el siguiente pergamino—. Me acaban de decir que el Príncipe de Atrithau acompaña al scylvendio. —Dedicó al General una sonrisa deslumbrante.

Martemus no dijo nada y permaneció con el rostro pétreo durante un instante.

—Pero te lo dije. Él es… Él es…

—Por favor —le espetó Conphas—. ¿Cuánto tiempo hace que no desenvainas la espada? Si dudo de tu lealtad, me río de tu habilidad. No. Sólo observarás.

—Entonces, ¿quién…?

Pero Conphas ya había hecho un gesto con la mano hacia tres hombres: los asesinos enviados por su tío. Dos de ellos, que eran obviamente nansur, no parecían especialmente imponentes, pero el tercero, el zeumi negro, atrajo miradas nerviosas incluso de los oficiales de Conphas más distraídos. Era una cabeza más alto que la gente que le rodeaba, tenía el pecho de un toro y los ojos amarillos. Llevaba una túnica a rayas rojas y un arnés de hierro de auxiliar imperial, pero también una inmensa cimitarra colgando a la espalda.

Un bailarín–espada zeumi. El Emperador había sido realmente generoso.

—Estos hombres —dijo Conphas, mirando con dureza al General— harán el trabajo. —Se inclinó hacia adelante y bajó la voz para que los demás no oyeran—. Pero tú, Martemus, tú serás quien me traiga la cabeza de Anasurimbor Kellhus.

¿Fue horror lo que vio en los ojos de aquel hombre? ¿Esperanza?

Conphas volvió a dejarse caer sobre la silla.

—Puedes utilizar tu capa a modo de saco.

El largo aullido de los cuernos inrithi perforó la oscuridad anterior al amanecer, y los Hombres del Colmillo se despertaron seguros de su triunfo. Estaban en la Orilla Sur. Se habían enfrentado a su enemigo antes y lo habían aplastado. Entrarían en la batalla con toda su fuerza. Y lo que era más importante, el Dios mismo caminó entre ellos. Le vieron en miles de ojos brillantes. Las lanzas y las espadas se habían convertido en cinceles del Colmillo.

Las órdenes a gritos de los condes, los barones y sus mayordomos revolvieron el aire. Los hombres se vistieron apresuradamente. Los jinetes corrían entre las tiendas. Hombres con armadura se arrodillaban en círculos, orando. Se pasaban cuencos de vino, se partía y se devoraba el pan ávidamente. Grupos de hombres se encaminaban hacia su lugar en las líneas, algunos cantando, algunos observando. Pequeños grupos de esposas y prostitutas se despedían de las tropas de soldados montados agitando la mano y con pañuelos de colores. Los sacerdotes entonaron las bendiciones más profundas.

Cuando el sol doró el Meneanor, los inrithi ya se habían reunido en una gloriosa fila tras otra. A varios centenares de pasos les esperaba un inmenso arco de armaduras plateadas, brillantes capas y caballos piafando. Desde las cumbres del sur hasta el oscuro Sempis, los fanim ocupaban todo el horizonte. Grandes divisiones de jinetes trotaron a través de los pastos del norte. Refulgieron armas en las murallas y torreras de Anwurat. Profundas formaciones de lanceros oscurecían las poco profundas orillas del sur. Más jinetes se apiñaban al sur, en las colinas, siguiendo las cumbres hasta el mar. Todo lo que la vista podía abarcar estaba erizado de infieles.

Los inrithi bullían con las costumbres y los odios de sus naciones constituyentes. Los indisciplinados galeoth soltando insultos y recordando entre carcajadas la reciente matanza. Los magníficos caballeros de Conriya berreando maldiciones por entre sus máscaras de guerra plateadas. Los radiantes thunyerios haciendo juramentos por su sangre a sus hermanos de armas. Los disciplinados nansur permaneciendo inmóviles, atentos a las llamadas de sus oficiales. Los Caballeros Shriah mirando el cielo con los labios tensos en una ferviente oración. Los altivos ainonios ansiosos e impávidos tras el maquillaje blanco de la guerra. Las filas de tydonnios con armaduras negras contando huraños los perros a los que iban a matar.

Centenares y centenares de pendones revolotearon al viento matinal.

¿Qué era ese intercambio que había hecho? La guerra por una mujer.

Con Kellhus a su lado, Cnaiür lideró un pequeño ejército de oficiales, observadores y mensajeros de campo por rampas de hierba y grava hasta la cima de una pequeña colina que dominaba los pastos centrales. Proyas les había dado esclavos, y éstos se apresuraron a cumplir sus órdenes, descargando caballetes de los carromatos, montando toldos y desplegando esteras sobre el suelo. Levantaron el estandarte diseñado para la ocasión: dos saetas de seda blanca, cada una de ellas flanqueada por colas de caballo que susurraban bajo la brisa marina.

Los inrithi ya lo llamaban el «Estandarte Swazond». La marca de su Maestro de la Batalla.

Cnaiür cabalgó hasta el extremo de la cima y se quedó mirando maravillado.

Debajo de él, extendiéndose en todas direcciones, la Guerra Santa oscurecía las lanosas distancias: grandes escuadrones y multitud de soldados de infantería, filas y formaciones de caballeros bruñidos. Enfrente de ellos, las formaciones infieles se esparcían por las colinas y los campos, tintineando bajo el sol matinal. La fortaleza de Anwur se alzaba en la distancia, tan pequeña que podía taparse con sólo dos dedos, con las murallas y los parapetos adornados con largas banderas color azafrán.

El aire repiqueteaba con el barullo de innumerables gritos. El débil tañido de lejanos cuernos de guerra se vio silenciado por el estridente estallido de los que estaban más cerca. Cnaiür respiró hondo, olió el mar, el desierto y el río frío y húmedo, nada del absurdo espectáculo que tenía ante sí. Si cerraba los ojos y se tapaba los oídos, pensó, podría simular estar solo.

«¡Yo soy de la Tierra!»

Desmontó y le dio de mala gana las riendas al dunyaino. Contemplando la ladera, buscó los puntos débiles de la posición inrithi. A una milla de distancia, sus estandartes se convertían en poco más que trocitos de tela entre el caos de sus filas, de modo que tuvo que imaginar que los Grandes Nombres más lejanos habían dispuesto sus formaciones tal como habían establecido. Los ainonios especialmente, en el extremo más meridional, parecían poco más que campos negros alineados en las laderas más bajas de las colinas más cercanas al mar.

Se apretó los ojos y su cuerpo se tensó al percibir repentinamente la presencia de Kellhus a su lado. El hombre llevaba una túnica blanca de seda y oro recogida en forma de cola al estilo conriyano, es decir, en la parte baja de la espalda, de modo que la cintura y las piernas le quedaban al descubierto. Debajo, llevaba un corsé de fabricación kianene —probablemente saqueado en la Llanura de la Batalla— y la falda plisada de un caballero conriyano. Su casco era nansur, con el rostro al descubierto, sin ni siquiera una protección para la nariz. Como siempre, el largo pomo de su espada sobresalía por encima de su hombro izquierdo. Se había metido bajo el cinturón dos cuchillos de aspecto rudimentario con las empuñaduras decoradas con motivos animales thunyerios. En la pechera derecha de su túnica alguien había bordado el Colmillo Rojo de la Guerra Santa.

A Cnaiür se le puso la piel de gallina al percibir su cercanía.

¿Qué era ese intercambio que había hecho?

Nunca Cnaiür había tenido que sufrir una noche como la anterior. ¿Por qué?, le gritó al Meneanor. ¿Por qué había aceptado enseñarle el arte de la guerra al dunyaino? ¡El arte de la guerra! ¿Por Serwe? ¿Por una chuchería encontrada en la Estepa?

¿Por nada?

Había intercambiado muchas cosas durante los últimos meses. El honor por la promesa de venganza. El cuero por afeminadas sedas. Su yaksh por el pabellón de un príncipe. Varios centenares de sucios utemot por los cientos de miles de inrithi.

«Maestro de la Batalla… ¡Rey–de–Tribus!»

Una parte de él daba vueltas de entusiasmo etílico al pensarlo, ¡qué ejército! Desde el río hasta las colinas, una distancia de casi siete millas, ¡y las filas se extendían más allá! El Pueblo nunca sería capaz de reunir una hueste así, aunque vaciaran cada yaksh y ensillaran a cada niño. Y allí él, Cnaiür urs Skiotha, el–que–rompe–caballos–y–hombres, mandaba. Príncipes extranjeros, condes y palatinos, barones y condes, miles de ellos, ¡hasta el Exalto–General le hacía preguntas! Ikurei Conphas, ¡el odiado responsable de Kiyuth!

¿Qué pensaría el Pueblo? ¿Lo considerarían su gloria? ¿O escupirían y maldecirían su nombre, le harían objeto de los tormentos de los ancianos y los enfermos?

Pero ¿no era toda guerra, toda batalla, sagrada? ¿No era la victoria la marca de los justos? Si vencía a los fanim, los aplastaba bajo el tacón de su bota, ¿entonces qué pensaría el Pueblo de su intercambio? ¿Diría finalmente: «Este hombre, este hombre ensangrentado, es realmente de la Tierra?».

¿O susurrarían como susurraban siempre? ¿Se reirían como se reían siempre?

«¡Tuyo es el nombre de nuestra vergüenza!»

¿Y si hacía de los inrithi un regalo? ¿Y si los llevaba a la destrucción? ¿Y si cabalgaba hasta su casa con la cabeza de Ikurei Conphas en un saco?

—Scylvendio —dijo Moenghus a su lado.

«¡Esa voz!»

Cnaiür miró a Kellhus, parpadeando.

«¡Skauras! —gritaba la expresión del dunyaino—. ¡Skauras es nuestro enemigo aquí!»

Cnaiür se volvió hacia los expectantes inrithi que tenía tras de sí. Los oía murmullar. Con la excepción de Proyas, todos los Grandes Nombres habían mandado a representantes tanto para observar como para dar sus consejos, imaginaba Cnaiür. Reconoció a muchos de ellos de los Consejos de los Grandes y Pequeños Nombres: el barón Ganrikka, el General Martemus, el Barón Mimaripal, otros. Por alguna razón, un gran vacío se abrió en su estómago.

«¡Debo concentrarme! ¡Skauras es nuestro enemigo aquí!»

Escupió sobre la hierba polvorienta. Todo estaba preparado. Los inrithi habían formado con una rapidez y una exactitud alentadoras. Skauras se había desplegado tal como Cnaiür esperaba. Por el momento no había nada más que hacer.

«¡Más tiempo! ¡Necesito más tiempo!»

Pero no tenía más tiempo. La guerra había llegado y él había aceptado revelar sus secretos a cambio de Serwe. Había aceptado renunciar al último mecanismo de influencia que tenía. Después de aquello no tendría nada que le garantizara su venganza. ¡Nada! Después de aquello, Kellhus no tendría ninguna razón para mantenerle con vida.

«Soy una amenaza para él. El único hombre que conoce su secreto…» ¿Y qué era Serwe, dado que él se había condenado por ella? ¿Qué era Serwe, dado que él la había intercambiado por la guerra? «Algo me pasa… Algo.»

«¡No! ¡Nada! ¡Nada!»

—Ordenad avance general —ladró, volviéndose hacia el campo. Un coro de voces excitadas estalló tras él. Los cuernos no tardaron en arañar el cielo.

Kellhus se lo quedó mirando con los ojos refulgentes, vacíos.

Pero Cnaiür ya había apartado la mirada hacia las extensiones occidentales y las grandes formaciones y cuadros de la Guerra Santa que las ocupaban. Largas filas de jinetes con armadura estaban empezando a trotar, seguidas por formaciones todavía más amplias de soldados de a pie, caminando a la misma velocidad con la que uno podría saludar a un amigo. Quizá a media milla de distancia, los fanim les esperaban al otro lado de las profundidades y las cimas, sosteniendo con fuerza sus purasangres, que no dejaban de piafar, encorvándose tras su escudo y su lanza. El redoble de sus tambores atronó sobre las colinas.

El dunyaino escudriñó su campo visual, tan afilado como una reprimenda mortal.

¿Qué era ese intercambio que había hecho? Una mujer por la guerra.

«Algo pasa…»

A su espalda, los señores inrithi empezaron a cantar.

A lo largo de la totalidad de la formación, los caballeros inrithi dejaron atrás rápidamente a los hombres armados. Las liebres corretearon hacia los bosquecillos, se apresuraron por la hierba reseca. Los cascos aplastaron hierbajos resecos. Pronto los Hombres del Colmillo avanzaron sobre terrenos desiguales, dejando tras de sí inmensos regueros de polvo. El cielo se oscureció con flechas infieles. Los caballos resoplaron, trastabillaron. Hombres con armadura caminaron sobre la hierba y tropezaron con sus parientes. Pero los Hombres del Colmillo peinaron los campos con cascos retumbantes. Las puntas inclinadas de sus lanzas trazaron círculos sobre el muro cada vez más cercano de infieles, que erizaban la distancia como un campo de púas argénteas. El odio hizo rechinar dientes. Los gritos de guerra se convirtieron en aullidos de éxtasis. El corazón y los miembros zumbaron de arrobamiento. ¿Acaso podía algo ser más claro, más puro? Extendidos como grandes y fluidos brazos, los guerreros santos abrazaron a su enemigo.

El sermón era sencillo.

Doblegar.

Morir.

Serwe estaba completamente a solas. Había evitado la compañía de los sacerdotes y de otras mujeres que se habían reunido para orar en distintos puntos del campamento. Ella ya había rezado a su Dios. Le había besado y había llorado cuando él había montado para unirse al scylvendio.

Estaba sentada ante su hoguera, hirviendo agua para el té prescrito por el médico–sacerdote de Proyas. Sus brazos y hombros bronceados quemaban bajo el sol cada vez más alto. Había arena entre la delgada hierba, y sentía cómo le rozaba la piel de la parte posterior de las rodillas. El pabellón se hinchaba y restallaba como la vela de un barco al viento; una extraña canción, con azarosos crescendos y pausas sin sentido. No tenía miedo, pero le afligían una serie de confusiones.

«¿Por qué debía ponerse en riesgo?»

La pérdida de Achamian le había llenado de pena por Esmenet y de miedo por sí misma. Hasta su desaparición, no le había parecido estar viviendo en mitad de una guerra. Era más bien como un peregrinaje, pero no uno en el que los piadosos viajan para visitar algo sagrado, sino más bien uno en el que la gente viaja para entregar algo sagrado.

Para entregar a Kellhus.

Pero si Achamian, un gran hechicero, podía desaparecer, convertirse en una baja, ¿por qué no podía desaparecer Kellhus también?

Pero ese pensamiento no la asustaba —la posibilidad era impensable— tanto como la confundía. Una no podía temer por un Dios, pero podía estar desconcertada sobre la posibilidad de si debía.

Los Dioses podían morir. El scylvendio rendía culto a un dios muerto.

«¿Tiene miedo Kellhus?»

También eso era inimaginable.

Pensó haber oído algo —una sombra— tras ella, pero su agua había empezado a hervir. Se puso en pie para apartar la tosca tetera patosamente con unos palos. ¡Cómo echaba de menos a los esclavos de Xinemus! Consiguió dejarla sobre la hierba sin quemarse, un pequeño milagro. Se quedó allí, suspirando y frotándose la parte baja de la espalda. Una mano cálida la rodeó y se posó sobre su cada vez más abultado vientre. ¡Kellhus!

Sonriendo, ella se dio la vuelta, apretó la mejilla contra su pecho y le pasó una mano por la nuca.

—¿Qué estás haciendo? —dijo riéndose, y frunció el entrecejo. Parecía más bajo. ¿Acaso estaba en un agujero?

—La guerra es un asunto ávido, Serwe. Hay que saciar ciertos apetitos.

Serwe se sonrojó y se preguntó una vez más por qué la había escogido a ella, ¡a ella! «Yo porto a su hijo.»

—¿Ahora? —murmuró ella—. ¿Qué hay de la batalla? ¿No te preocupa?

Con los ojos sonrientes, él la guió hacia la entrada de su pabellón.

—Me preocupas tú.

Su séquito inrithi parloteó y aplaudió tras él. Distintas voces gritaron: «¡Mirad! ¡Mirad!».

Mirara donde mirara, Cnaiür veía gloria y horror. A su derecha, oleadas de galeoth y tydonnios galopaban por los pastos del norte hacia masas de jinetes kianene. Ante él, miles de caballeros conriyanos corrían por entre los peligros de las cumbres de Anwurat. A su izquierda, los thunyerios, y tras ellos, las columnas nansur, marchaban inexorablemente hacia el oeste. Sólo el sur, oscurecido por cortinas de polvo, permanecía inescrutable.

Su corazón se aceleró. Su respiración se perturbó. «¡Demasiado rápido! ¡Todo está sucediendo demasiado rápido!»

Saubon y Gothyelk dispersaron a los fanim y les persiguieron con encono entre remolinos de arena.

Proyas, flanqueado por centenares de caballeros con armaduras de malla, impactó contra las pobladas líneas de una inmensa falange shigeki. Sus soldados de a pie habían cargado tras su estela y ahora se abarrotaban en dirección al bastión meridional de Anwurat, portando catapultas y grandes escaleras con la cabeza de hierro. Los arqueros cubrieron los parapetos de voleas mientras carros tirados por hombres y bueyes portaban máquinas de asedio a sus posiciones.

Skaiyelt y Conphas avanzaron sobre los pastos hacia el sur, reservando a sus caballos. Una serie de terraplenes lodosos, poco profundos pero demasiado abruptos para cargar montados, escalonaban los campos ante ellos. Como Cnaiür había intuido, el Sapatishah había colocado a sus reclutas a lo largo de ellos. La posición podría haberle permitido a Skauras mantener inmune a todos los ataques al centro, pero Cnaiür había ordenado que varios centenares de balsas se arrastraran desde las marismas y se dispersaran entre los thunyerios y los nansur. En ese momento, bajo una lluvia de lanzas y jabalinas, los nansur estaban levantando la primera de ellas a modo de improvisada rampa.

El General Setpanares y sus decenas de miles de caballeros ainonios permanecían escondidos. Cnaiür sólo veía la parte posterior de las falanges de infantería: a aquella distancia eran poco más que la sombra de una formación, nada más.

«¡El perro ya me roe las entrañas!»

Miró a Kellhus de soslayo.

—Como Skauras ha asegurado sus flancos valiéndose de la tierra —explicó— esta batalla será de yetrut, penetración, y no de unswaza, de rodeo. Los ejércitos, como los hombres, prefieren hacer frente a su enemigo. Sortear o romper sus líneas, asaltarlas por el flanco o por la parte posterior…

Dejó que su voz se apagara. El viento había adelgazado el polvo hasta hacerlo prácticamente invisible a lo largo de las colinas del sur. Mirando, vio hebras de lo que debían de ser caballeros ainonios retirándose a lo largo de una sección de la formación de dos millas. Parecían estar volviendo a formar en las laderas. A su lado, las muchas barras y escuadras de infantería ainonia se habían detenido.

Los kianene todavía estaban en posesión de las cumbres.

«¡Debería haber dado el centro a los ainonios! ¿A quién ha puesto allí Skauras? ¿Imbeyan? ¿Swarjuka?»

—¿Y así —preguntó Kellhus— es como aplastas al enemigo?

—¿Qué?

—Asaltando su flanco o su retaguardia…

Cnaiür sacudió su negra melena.

—No, así es como convences a tu enemigo.

—¿Convences?

Cnaiür soltó una risotada.

—Esta guerra —le espetó en scylvendio— es solamente tu guerra bajo una apariencia de honestidad.

Kellhus no comprendió nada.

—Creencia… Estás diciendo que la batalla es una disputa de creencias… Una discusión.

Cnaiür entrecerró los ojos mirando una vez más hacia el sur.

—Los memorialistas llamaban a la batalla otgai wutmaga, la gran pelea. Ambas huestes llegan al campo de batalla creyendo que serán victoriosas. Un ejército debe ser sacado de su error. Atacando su flanco o su retaguardia, atemorizándolo, dejándolo atónito, estremeciéndolo, matándolo: ésos son todos los argumentos para convencer a tu enemigo de que ha sido derrotado. El que cree que ha sido derrotado ha sido derrotado.

—De modo que en la batalla —dijo Kellhus— la convicción se vuelve verdadera.

—Como te decía, es honesta.

«¡Skauras! ¡Debo concentrarme en Skauras!»

Dominado por una repentina inquietud, Cnaiür le dio un tirón a su arnés de malla como si le hubieran dado un pellizco. Ladrando varias órdenes breves, mandó a un jinete al General Setpanares. Necesitaba saber quién había derrotado a los ainonios en las colinas, aunque Cnaiür sabía que cuando el hombre regresara la batalla probablemente ya estaría decidida. Después les ordenó al Hombre del Cuerno que recordara al General que asegurara su flanco. Por pura conveniencia, había adoptado la forma nansur de comunicación, con baterías de trompetistas esparcidos por el campo que transmitían números codificados que correspondían a un puñado de avisos y órdenes diferentes. Aunque el General ainonio le sorprendió por su solidez, su Rey–Regente Chepheramunni era un idiota de la cabeza a los pies.

Y los ainonios eran una raza vana y afeminada, algo que Skauras no pasaría por alto.

Cnaiür miró de soslayo a los nansur y los thunyerios. Las Columnas más lejanas, adyacentes a los ainonios, parecían estar subiendo ya por sus rampas. Más cerca, donde sí podía distinguir a cada uno de los hombres, la primera de las balsas estaba siendo colocada en su lugar. Cada vez que caían, desaparecían varios shigeki, aplastados. El primero de los thunyerios cargó hacia adelante, aullando.

Mientras tanto, Proyas y sus incondicionales caminaban por entre filas de shigeki en plena desintegración. La luz solar refulgía en sus afiladas espadas. Pero más al oeste, al otro lado de la aldea de adobe y los oscuros huertos inmediatamente posteriores a Shigek, Cnaiür vio distantes líneas de jinetes aproximándose: la reserva de Skauras, imaginó él. No pudo discernir ninguna de sus armas entre la bruma, pero sus números parecían preocupantes. Mandó a un mensajero a avisar a los conriyanos.

«Todo va según lo planeado…» Cnaiür sabía que los shigeki que flanqueaban Anwurat caerían ante la furia de la carga de Proyas. Y Skauras, pensó, también: la cuestión era cuál de los Sapatishah mandaría a la brecha.

«Probablemente Imbeyan.»

Después miró hacia el norte, hacia los campos abiertos, donde los jinetes fanim habían retrocedido ante Gothyelk y Saubon, tomando la bien amurallada Anwurat como su implacable bisagra.

—¿Ves cómo Skauras frustra a Saubon? —dijo.

Kellhus escudriñó los pastos y asintió.

—No combate, sino que retrocede.

—Le concede el norte. Los caballeros galeoth y tydonnios poseen la ventaja del gaiwut, la sorpresa. Pero los kianene poseen las ventajas de la utmurzu, la cohesión, y el fira, la velocidad. Aunque los fanim no puedan resistir el ataque inrithi, tienen la rapidez y la cohesión necesarias para ejecutar el malk utmurzu, la envoltura defensiva.

Mientras lo decía contemplaba cómo los banderines de los rápidos jinetes kianene rodeaban a los norteños.

Kellhus asintió con los ojos fijos en el distante drama.

—Cuando el atacante se excede en la carga, se arriesga a exponer sus flancos.

—Que es lo que los inrithi suelen hacer. Sólo su superior angotma, corazón, les salva.

Los caballeros inrithi defendieron su terreno, de repente sobrepasados en todos los flancos. A cierta distancia, la infantería galeoth y tydonnia seguía avanzando pesadamente.

—Su convicción —dijo Kellhus.

Cnaiür asintió.

—Cuando los memorialistas aconsejan a los Caudillos antes de la batalla, siempre les piden que recuerden que cuando se encuentran en conflicto, todos los hombres se unen a los demás, algunos mediante cadenas, otros con cuerdas, y otros mediante hilos, todos de distintas longitudes. Llaman a esos vínculos mayutafiuri, los ligamentos de la guerra. Son sólo formas de describir la fortaleza y la flexibilidad del angotma de una formación. A esos kianene el Pueblo los llamaría trutu garothut, hombres de largas cadenas. Pueden ser derribados, pero se vuelven a poner en pie. A los galeoth y los tydonnios los llamaríamos trutu hirothut, hombres de cortas cadenas. Movidos por su naturaleza, esos hombres batallarían y batallarían. Sólo el desastre o utgirkoy, o el desgaste, pueden romper las cadenas de esos hombres.

Mientras observaban, los fanim se dispersaban ante las largas espadas de los caballeros norsirai, retrocediendo para volver a formar más al oeste.

—El líder —prosiguió Cnaiür— debe estudiar una y otra vez el hilo, la cuerda y la cadena de su enemigo y sus hombres.

—Así que el norte no te preocupa.

—No.

Cnaiür se volvió hacia el sur, turbado por un inexplicable temor a la muerte. Los caballeros ainonios parecían haberse retirado por alguna razón, aunque el polvo seguía oscureciendo demasiado las colinas como para estar seguro. La infantería había retomado su escalada a lo largo de las líneas. Mandó mensajeros a Conphas con la orden de que mandara a sus Kidruhil a la retaguardia ainonia. Ordenó al Hombre del Cuerno que le señalara a Gotian.

—Allí —le dijo a Kellhus—. ¿Ves el avance de la infantería ainonia?

—Sí. Algunas formaciones parecen desviarse…, hacia la derecha.

—Sin saberlo, los hombres se inclinan hacia el escudo del hombre que tienen a la derecha para protegerse. Cuando los fanim les ataquen, se concentrarán en esas unidades, mira…

—Porque traicionan la disciplina con su debilidad.

—Sí, dependiendo de quién les lidere. Si Conphas está al frente de ellos, diría que se desplazan a la derecha a propósito, para desviar a los kianene de sus formaciones menos experimentadas.

—Engaño.

Cnaiür cogió con fuerza su faja cubierta de hierro. Un temblor le había recorrido las manos.

«¡Todo va según lo planeado!»

—Debes saber lo que sabe tu enemigo —dijo, ocultando su rostro en la distancia—. Los ligamentos deben ser defendidos con la misma fiereza con que son atacados. Hay que utilizar el conocimiento de tu enemigo, el engaño, el terreno, hasta las arengas o los ejemplos de valor para protegerse y protegerse vigorosamente. No se puede tolerar la incredulidad. Hay que fortificar a tu ejército contra ella y castigar todas sus expresiones con la tortura y la muerte.

«¿Qué está haciendo Setpanares?»

—Porque se propaga —dijo Kellhus.

—El Pueblo —respondió Cnaiür— tiene muchas historias de Columnas nansur pereciendo hasta el último hombre. Los corazones de algunos hombres nunca se rompen. Pero la mayoría miran a los demás para decidir qué creer.

—¿Y eso es la derrota, la pérdida de toda convicción? ¿Lo que presenciamos en la Llanura de la Batalla?

Cnaiür asintió.

—Ésa es la razón por la que la cnamturu, la vigilancia, es la mayor virtud de un líder. El campo debe ser leído continuamente. Las señales deben ser juzgadas y vueltas a juzgar. ¡El gobozkoy no debe pasar ignorado!

—El momento de la decisión.

Cnaiür frunció el entrecejo recordando que había mencionado aquel concepto hacía meses, en el fatídico Consejo con el Emperador en las Cumbres Andiamine.

—El momento de la decisión —repitió.

Siguió mirando las colinas de la costa, observando la larga línea de apenas visibles escuadrones ascendiendo por las lejanas laderas. El General Setpanares había retirado su caballo…, pero ¿por qué?

Con la excepción del sur, los fanim retrocedían en todos los frentes. ¿Qué le preocupaba tanto?

Cnaiür miró de soslayo a Kellhus, vio cómo sus ojos relucientes estudiaban las distancias del mismo modo en que con tanta frecuencia escudriñaban almas. Una bocanada de aire le echó el cabello sobre la cara.

—Me temo —dijo el dunyaino— que el momento ya ha pasado.

Entre sus gritos, Serwe oyó el tañido de los cuernos de la batalla.

—¿Cómo? —dijo entre jadeos.

Estaba tendida de lado, con el rostro enterrado en las almohadas en las que Kellhus la había empujado. La penetró por detrás; su pecho un horno sobre su espalda, sosteniendo sus rodillas en lo alto. ¡Qué diferente había sido!

—¿Como qué, dulce Serwe?

Él apretó todavía más y ella gimió.

—Qué diferente —dijo boqueando—. Pareces muy diferente.

—Por ti, dulce Serwe… Por ti…

¡Por ella! Se apretó contra él y saboreó su diferencia.

—Sssssí —siseó.

Él se volvió sobre su espalda y tiro de ella sobre él. Resiguió la cumbre de marfil de su vientre con la mano izquierda rodeada de un halo, después la bajó para hacerla gritar. Con la derecha le levantó la cabeza tirándole del pelo y se la giró para poder murmurarle al oído. ¡Él nunca la había utilizado de ese modo!

—Háblame, dulce Serwe. Tu voz es tan dulce como tu melocotón.

—¿Q–qué? —jadeó ella—. ¿Qué quieres que diga?

Él bajó los brazos y le alzó las nalgas de sus caderas, sin esfuerzo, como si fuera una moneda. Empezó a apretar contra ella, lenta y profundamente.

—Háblame de mí…

—Kelllhhusss —gimió ella—. Te quiero… ¡Te adoro! ¡Sí, sí, sí!

—¿Y por qué, dulce Serwe?

—¡Porque eres el Dios encarnado! ¡Porque has sido enviado!

Él se quedó completamente quieto, sabedor de que la había llevado al límite.

Ella jadeó en busca de aire encima de él, sintió su corazón latiendo contra su espina dorsal y en su miembro, repiqueteando como la cuerda de un arco. Entre las pestañas que revoloteaban, vislumbró la geometría de las arrugas de la tela, observó las líneas convergiendo y refractándose entre lágrimas de alegría.

Gritó. ¡Qué éxtasis! ¡Qué dulce éxtasis!

«Sejenus…»

—Y el scylvendio —susurró él, con la voz húmeda de promesa—. ¿Por qué me desprecia tanto?

—Porque te tiene miedo —murmuró ella, retorciéndose sobre él—. ¡Porque sabe que le castigarás!

Él empezó a moverse de nuevo con una cautela infernal. Ella se retorció, apretó los dientes, se maravilló por el prodigio de su diferencia. Incluso olía diferente.

Como… Como…

Las manos de él se cerraron en su nuca… ¡Cómo le gustaba ese juego!

—¿Y por qué me llama dunyaino?

—¿Qué quieres decir? —le dijo Cnaiür al dunyaino—. No se ha decidido nada. ¡Nada!

«¡Trata de engañarme! ¡De debilitarme ante estos extranjeros!»

Kellhus le contempló con un completo desapasionamiento.

—He estudiado El libro de los engaños, el manual nansur que describe los diversos personajes y sus señales en el orden kianene de…

—¡También yo!

Al menos las páginas ilustradas. Cnaiür no sabía leer.

—La mayor parte de los emblemas están demasiado lejos como para que podamos verlos —prosiguió Kellhus—, pero he intuido la identidad de la mayoría.

«¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Tiene miedo de que yo adquiera demasiado poder!»

—¿Cómo? —gritó Cnaiür.

—Formas distintas. El manual incluye listas de todos los Grandes vasallos del Sapatishah… Simplemente los he contado.

Cnaiür agitó la mano como si golpeara el aire plagado de moscas.

—Entonces, ¿quién se está enfrentando a los ainonios?

—Desde lo alto de las colinas que dominan el Meneanor, Imbeyan con los Grandes de Enathpaneah. Swarjuka de Jurisada ocupa las cumbres restantes. Dunjoshka y los Grandes de la Sagrada Amoteu ocupan el terreno más bajo frente al flanco derecho ainonio y el izquierdo nansur. Los shigeki, el centro. A pesar de que el emblema de Skauras ondea en Anwurat, creo que sus Grandes, junto a Ansacer y los demás supervivientes de la Llanura de la Batalla, disputan los pastos del norte. Esos jinetes que están más allá de la aldea, los que van a descender sobre Proyas, probablemente son de Cuaxaji y los Grandes de Khemema. Otros cabalgan con él, auxiliares o aliados de alguna clase… Probablemente los khirgwi. Muchos montan camellos.

Cnaiür se quedó mirando a aquel hombre con incredulidad, moviendo la mandíbula.

—Pero eso es imposible…

¿Dónde estaba el Príncipe Coronado Fanayal y el temido Voyauri? ¿Dónde estaba el temible Cinganjehoi y los afamados Diez Mil Grandes de Eumarna?

—Es así —dijo Kellhus—. Ante nosotros sólo está una parte de Kian.

Cnaiür dirigió la mirada una vez más hacia las colinas del sur y supo, desde el corazón hasta el tuétano, que el dunyaino tenía razón. De repente vio el campo con ojos kianene. Los veloces Grandes de Shigek y Gedea llevando a los tydonnios y los galeoth todavía más hacia el oeste. La multitud shigeki muriendo, muriendo como era de esperar y huyendo como todo el mundo sabía que harían. Anwurat, un punto inmóvil amenazando la retaguardia inrithi. Entonces las colinas del sur…

—Nos muestra —murmuró Cnaiür—. Skauras nos muestra…

—Dos ejércitos —dijo Kellhus sin dudar—. Uno defendiendo, el otro escondido, lo mismo que en la Llanura de la Batalla.

Justo entonces, Cnaiür vio cómo las primeras líneas de jinetes kianene descendían por las lejanas laderas meridionales. Faldas de polvo se alzaron tras ellos, oscureciendo las líneas que les seguían. Incluso desde allí veía a los soldados de infantería ainonios preparándose. Miles de ellos.

Los nansur y los thunyerios, mientras tanto, habían atacado y se habían abierto paso a hachazos hasta los últimos terraplenes. Las filas shigeki se habían disuelto ante su arremetida. Innumerables miles de soldados huían ya hacia el oeste, perseguidos por thunyerios enloquecidos por la batalla. Los oficiales y nobles inrithi que estaban detrás de Cnaiür y Kellhus estallaron en hurras.

Los muy idiotas.

Skauras no necesitaba librar una batalla de penetración a lo largo de una sola línea. Tenía rapidez y cohesión, fira y utmurzu. Los shigeki eran solamente un anzuelo, un sacrificio genialmente monstruoso, una forma de diseminar a los inrithi por las escarpadas llanuras. Un exceso de convicción, sabía el artero Sapatishah, podía ser tan mortal como una carencia.

Un gran dolor llenó el pecho de Cnaiür. Sólo la fuerza con que Kellhus le agarró le salvó de la humillación de caer de rodillas.

«Siempre lo mismo…»

Nunca se había sentido tan turbado. Nunca había estado tan confundido.

A lo largo de la batalla, mientras los demás miraban embobados, exclamaban y señalaban, el General Martemus había observado al scylvendio y el Príncipe Kellhus, tratando de oír sus bromas. El bárbaro llevaba un arnés de escamas pulidas, con las mangas cortas para mostrar sus antebrazos llenos de cicatrices. Un cinturón de piel recogía las láminas de hierro que llevaba en el estómago y las caderas. Un puntiagudo casco kianene, con el recubrimiento plateado partido en innumerables lugares, protegía su cabeza. El largo cabello negro le cubría los hombros.

Martemus le habría reconocido a una milla de distancia. Era inmundicia scylvendia. Por muy impresionante que aquel hombre le hubiera parecido en el Consejo y en el campo, la atrocidad de un scylvendio —¡un scylvendio!— supervisando la Guerra Santa en una batalla era demasiado difícil de soportar. ¿Cómo podían los demás no ver la desagradable verdad de su ascendencia? ¡Todas y cada una de las cicatrices daban cuenta de sus asesinatos! Martemus habría sacrificado su vida de buena gana —¡de buena gana!— para vengar a todos los que el salvaje había desventrado.

¿Por qué entonces Conphas le había ordenado que matara al otro hombre, al que estaba junto al scylvendio?

«Porque, General, es un espía cishaurim.»

Pero ningún espía podía decir aquella palabras.

«¡Eso es la hechicería! Recuerda siempre.»

¡No! ¡No hechicería, verdad!

«Como te dije, General. Eso es hechicería.»

Martemus observó, ajeno a la cháchara de los que le rodeaban.

Pero por muy mortal que fuera su misión, no podía ignorar la gloria del campo de batalla. Ningún soldado podía. Llevado por los gritos de genuino triunfo, Martemus se volvió para ver cómo todo el centro infiel se venía abajo. A lo largo de millas, desde Anwurat hasta las colinas del sur, las formaciones shigeki daban tumbos y se dipersaban hacia el oeste, seguidos por filas al ataque de soldados nansur y thunyerios. Martemus jaleó con los demás. Por un momento, sólo sintió orgullo de sus compatriotas, alivio porque la victoria se hubiera obtenido a tan bajo coste. ¡Conphas había conquistado una vez más!

Entonces volvió a mirar de soslayo al scylvendio.

Había sido soldado desde hacía demasiado tiempo como para no reconocer el olor del desastre, incluso bajo el perfume de la victoria aparente. Algo había ido catastróficamente mal.

El bárbaro gritó al Hombre del Cuerno para que señalara la retirada. Por un momento, los que rodeaban a Martemus se quedaron mirando estupefactos. Entonces todo estalló en tumulto y confusión. El Barón tydonnio, Ganrikkim, acusó al scylvendio de traición. Se desenvainaron armas, se blandieron. El desquiciado bárbaro siguió gritándoles que miraran al sur, pero nada se veía por culpa del polvo. A pesar de ello, la violencia de las protestas del scylvendio había inquietado a muchos de ellos. Algunos empezaron a llamar a gritos al Hombre del Cuerno, incluido el Príncipe Kellhus. Pero el scylvendio había tenido suficiente. Pasó disparado por entre los que le observaban y se subió a su caballo. Al cabo de un instante, estaba galopando hacia el sudeste, levantando una inmensa estela de polvo.

Entonces los cuernos sonaron resquebrajando el cielo.

Otros empezaron a correr también hacia sus caballos. Martemus se volvió y miró a los tres hombres que Conphas le había dado. Uno, el inmenso negro zeumi, engarzó su mirada, asintió y después miró más allá de él, al Príncipe de Atrithau. Ellos no correrían hacia ninguna parte.

Por desgracia, pensó Martemus. Correr había sido su primer pensamiento práctico en mucho tiempo.

El Príncipe Kellhus le sorprendió mirándole. Su sonrisa ocultaba tantísimo pesar que Martemus a punto estuvo de jadear. Entonces el Profeta se volvió hacia la distancia que bullía a sus pies.

Inmensas oleadas de jinetes kianene, con los corsés refulgiendo bajo sus capas de infinitos colores, cargaron ladera abajo e impactaron contra los atónitos ainonios. Las primeras filas se acurrucaron bajo sus escudos, trataron de alzar sus largas lanzas sobre la pendiente, mientras encima de ellos las cimitarras brillaban a la luz del sol matinal. El polvo barrió las áridas laderas. Los cuernos retronaron de pánico. El aire retumbó con gritos, cascos y el pulso de los tambores fanim. Más lanceros infieles entraron con un estallido entre las filas ainonias.

Los vasallos sansori bajo el mando del Príncipe Garsahadurtha fueron los primeros en doblegarse y se dispersaron ante nada menos que el fiero Cinganjehoi, el afamado Tigre de Aumarna. Al cabo de un instante, pareció, los Grandes de Eumarna estaban abatiendo a golpes a la retaguardia de las primeras falanges. Pronto todas las falanges del lado izquierdo de la formación ainonia, con la excepción de la élite Kishyati bajo el Palatino Soter, estaban en dificultades o habían sido vencidas. Retirándose en orden, los Kishyati rechazaron una carga tras otra, ganando un tiempo precioso para los caballeros ainonios situados más abajo.

Todo el mundo, pareció, había sido oscurecido por cortinas de polvo levantadas por el viento. Rígidos en sus complejas armaduras, los caballeros de Karyoti, Hinnant y Moserothu, Antanamera, Eshkalas y Eshganax bramaron ladera arriba, cargando contra los miles que huían. Se toparon con los fanim rodeados de una bruma ocre. Las lanzas se partieron y los caballos bufaron. Los hombres llamaron a gritos a los cielos ocultos.

Balanceando su gran maza, Uranyanka, Palatino de la húmeda Moserothu, tumbó a un infiel tras otro. Sepherathindor, Conde–Palatino de Hinnant, lideró a sus pintados caballeros, que arrollaban a su paso partiendo hombres como si fueran madera. El Príncipe Garsahadurtha y sus fieles sansori siguieron cargando, buscando los sagrados estandartes de sus parientes. Los jinetes kianene se doblegaron y huyeron ante ellos, y los ainonios gritaron de entusiasmo.

El viento empezó a aclarar la bruma.

Entonces Garsahadutha, varios cientos de pasos por delante de sus iguales, se topó con el Príncipe Coronado Fanayal y sus coyauri. Ensartado por la cuenca de un ojo, el Príncipe Sansori cayó de su silla y la muerte descendió sobre él en espiral. Al cabo de un momento, los seiscientos cuarenta y tres caballeros de Sansor habían sido derribados de sus caballos muertos. Incapaces de ver más allá de unos pocos pasos, muchos de los caballeros ainonios que estaban más abajo cargaron contra el ruido de la batalla y desaparecieron en la neblina color azafrán. Otros se arremolinaron alrededor de sus barones y palatinos, esperando el viento.

Arqueros a caballo aparecieron por sus flancos y su retaguardia.

Serwe se acurrucó, sacudida por gemidos, tratando de taparse con la manta.

—¿Qué he hecho? —berreó—. ¿Qué he hecho para disgustarte?

Una mano rodeada de un halo la golpeó y ella cayó sobre las alfombras.

—¡Te quiero! —gritó ella—. ¡Kelllhhhusss!

El Profeta Guerrero se rió.

—Dime, dulce, dulce Serwe, ¿qué tengo planeado para la Guerra Santa?

El Estandarte Swazond se inclinó bajo una ráfaga de aire, las saetas blancas se hincharon y restallaron como velas. Martemus ya había decidido patear la abominación hasta que cayera al suelo, después… Todo el mundo había abandonado la loma excepto él, el Príncipe Kellhus y los tres asesinos de Conphas.

Aunque se levantaba más aire que nunca sobre las colinas del sur, Martemus vio lo que tenía que ser la infantería ainonia huyendo de las pálidas nubes. Ya hacía mucho tiempo que había perdido de vista al scylvendio por entre los pastos arrasados. Al oeste del inminente desastre, vio las Columnas de sus compatriotas volviendo a formarse. Pronto, sabía Martemus, Conphas haría que marcharan a paso ligero hacia las marismas. Los nansur eran unos expertos en sobrevivir a las catástrofes fanim.

El Príncipe Kellhus se sentó dando la espalda a los otros cuatro, con los pies colocados planta contra planta y las manos abiertas sobre las rodillas. Debajo de él, los hombres escalaban y caían de las murallas de la fortaleza, líneas de caballeros galopaban por pastos polvorientos, norteños derribaban a indefensos shigekis con sus hachas.

El Profeta parecía estar… escuchando.

No. Siendo testigo.

«No él —pensó Martemus—. No puedo hacer esto.»

El primero de los asesinos se acercó.