13

Shigek

Los hombres están siempre señalando a los demás, razón por la cual yo siempre sigo el nudillo y no la uña.

Ontillas, Sobre la Locura de los hombres

Un día sin mediodía,

Un año sin otoño,

El amor es siempre nuevo,

O no existe en absoluto.

Anónimo, «Oda a la pérdida de pérdidas»

Finales de verano, del año del Colmillo 4111, Shigek

Se hizo la luz.

—Esmi…

Ella se estiró. ¿Qué estaba soñando? Sí… Que nadaba. El estanque en las colinas sobre la Llanura de la Batalla.

Una mano le cogió el hombro desnudo. Un amable apretón.

—Esmi… Tienes que despertarte.

Pero estaba tan caliente. Parpadeó e hizo una mueca cuando se percató de que todavía era de noche. Una lámpara. Alguien llevaba una lámpara. ¿Qué estaba haciendo Akka?

Se volvió sobre la espalda y vio a Kellhus arrodillado junto a ella, con una expresión grave. Frunciendo el entrecejo, se cubrió los pechos con la manta.

—¿Qué…? —empezó a decir, pero se detuvo para aclararse la garganta—. ¿Qué es esto?

—La Biblioteca de los Sareots —dijo Kellhus con la voz hueca—. Ha ardido.

Ella sólo pudo parpadear ante la luz de la lámpara.

—Los Chapiteles Escarlatas la han destruido, Esmi.

Se volvió buscando a Achamian.

Algo en la expresión de Xinemus heló a Proyas hasta la médula. Apartó la mirada y pasó el pulgar distraídamente por el cuenco de vino dorado que yacía vacío en la mesa que tenía ante sí. Se quedó mirando el refulgir de las águilas estampadas a su lado.

—Entonces, ¿qué quieres que haga, Zin?

Incredulidad e impaciencia.

—¡Todo lo que esté en tu poder!

El Mariscal le había informado de la desaparición de Achamian hacía dos días; Proyas nunca había parecido tan apesadumbrado. A instancias suyas, había dado orden de que se detuviera a Therishut, un barón de la frontera sur al que recordaba sólo vagamente. Después, había cabalgado hasta Iothiah, donde exigió y obtuvo una audiencia con Eleazaras en persona. El Gran Maestro se había mostrado complaciente, pero había negado categóricamente las acusaciones del Mariscal. Afirmó que su gente se había topado con una célula oculta de los cishaurim mientras investigaba la Biblioteca Sareótica.

—Tenemos que lamentar la muerte de dos de los nuestros —dijo solemnemente.

Cuando Proyas le pidió, con toda la cortesía debida, ver los restos de los cishaurim, Eleazaras dijo:

—Puedes llevártelos si quieres. ¿Tienes un saco?

«Ya ves —dijeron sus ojos— la futilidad de lo que haces.»

Pero a Proyas le había parecido fútil desde el principio, aun en caso de que pudieran atrapar a Therishut. La Guerra Santa no tardaría en cruzar el Sempis y asaltar a Skauras en la Orilla Sur. Los Hombres del Colmillo necesitaban a los Chapiteles Escarlatas; desesperadamente, si lo que decía el scylvendio era cierto. ¿Qué era la vida de un hombre —un blasfemo, nada menos— comparada con esa necesidad? El Dios exigía sacrificios…

Proyas veía la futilidad, ¡a duras penas veía nada más!

—¿Todo lo que esté en mi poder? —repitió el Príncipe—. ¿Y qué, dime, puede eso ser, Zin? ¿Qué poder tiene un Príncipe de Conriya sobre los Chapiteles Escarlatas?

Lamentó la impaciencia de su tono, pero no pudo evitarlo.

Xinemus siguió en guardia, como si estuviera desfilando.

—Podrías convocar un Consejo…

—Sí, pero ¿de qué serviría eso?

—¿De qué serviría? —repitió Xinemus, claramente horrorizado—. ¿De qué serviría?

—Sí. Es una pregunta dura, pero es honesta.

—¿No lo entiendes? —exclamó Xinemus—. ¡Achamian no está muerto! ¡No te estoy pidiendo que vengues su muerte! Lo han secuestrado, Proyas. Ahora mismo, en algún lugar de Iothiah, le tienen retenido. Lo acosarán de una manera que ni tú ni yo podemos imaginar. ¡Los Chapiteles Escarlatas! ¡Los Chapiteles Escarlatas tienen a Achamian!

Los Chapiteles Escarlatas. Para los que vivían a la sombra del Alto Ainon, eran el nombre mismo del terror. Proyas respiró hondo. El Dios había decretado sus prioridades.

«La fe fortalece.»

—Zin… Sé que esto te atormenta. Sé que te sientes responsable, pero…

—¡Idiota desagradecido y arrogante! —explotó el Mariscal. Colocó las manos en los extremos de la mesa y se inclinó hacia adelante sobre las hojas de pergamino. Salpicó saliva sobre su barba—. ¿Tan poco has aprendido de él? ¿O es que ya de niño tu corazón era un pedernal? Es Achamian, Proyas. ¡Akka! ¡El hombre que te adoraba! ¡Que te mimaba! ¡El hombre que hizo de ti quien eres!

—¡Guarda la compostura, Mariscal! No toleraré…

—¡Me escucharás! —rugió Xinemus, dando un puñetazo en la mesa. El cuenco dorado de vino rebotó y cayó al suelo—. Por muy inflexible que seas —berreó el Mariscal— ya sabes cómo son estas cosas. ¿Recuerdas lo que dijiste en las Cumbres Andiamine? «El juego no tiene principio ni fin.» No te estoy pidiendo que arrases el complejo de Eleazaras, Proyas, ¡sólo te pido que participes en el juego! Hazles creer que no te detendrás ante nada hasta ver a Akka sano y salvo, que estás dispuesto a declararles la guerra si le matan. Si creen que estás dispuesto a renunciar a cualquier cosa, hasta la Santa Shimeh, para recuperar a Achamian, cederán. ¡Cederán!

Proyas se puso en pie y se alejó del furioso aspecto de su viejo maestro de esgrima. Sabía cómo eran «esas cosas». Había amenazado a Eleazaras con la guerra.

Se rió amargamente.

—¿Estás loco, Zin? ¿En serio me estás pidiendo que ponga al viejo profesor de mi infancia por delante de mi Dios? ¿Que ponga a un hechicero ante un Dios?

Xinemus soltó la mesa y se incorporó.

—Después de todos estos años sigues sin comprenderlo, ¿verdad?

—¿Qué debo comprender? —gritó Proyas—. ¿Cuántas veces tenemos que mantener esta conversación? ¡Achamian es impuro! ¡Impuro! —Le sobrevino una embriagadora sensación de convicción, una incontestable certidumbre, como si el conocimiento fuera dueño de su furia—. Si los blasfemos matan a otros blasfemos, entonces eso que nos ahorramos en aceite y madera.

Xinemus hizo una mueca como si le hubieran dado un puñetazo.

—De modo que no harás nada.

—Tampoco tú, Mariscal. Nos preparamos para marchar contra la Orilla Sur. El Padirajah ha reunido a todos los Sapatishah desde Girgash hasta Eumarna. ¡Todo Kian se reúne!

—Entonces dimito como Mariscal de Attrempus —declaró Xinemus con la voz rígida—. Es más, te repudio a ti, a tu padre y mi juramento con la Casa Nersei. No me volveré a llamar Caballero de Conriya.

Proyas sintió que la cara y las manos se le entumecían. Aquello era imposible.

—Piénsatelo bien, Zin —dijo sin aliento—. Todo… Tus propiedades, tus enseres, las sanciones de tu casta… Perderás todo lo que tienes, todo lo que eres.

—No, Prosha —dijo, volviéndose hacia las cortinas—. Eres tú quien renuncia a todo.

Y entonces desapareció.

La mecha de junco de su lámpara de aceite chisporroteó y se apagó. La oscuridad aumentó.

¡Tanto! Las batallas infinitas con sus iguales. Los infieles. Las cargas, ¡las innumerables cargas! El incesante miedo de lo que pudiera venir. Y Xinemus siempre había estado allí. ¡Siempre había sido el único! El único que comprendía, que aclaraba lo que irritaba, que se echaba al hombro todo lo que estaba más allá de la abnegación…

«Akka.»

Dulce Seja. ¿Qué había hecho?

Nersei Proyas se arrodilló y se llevó las manos al estómago al sentir una punzada desgarradora. Pero las lágrimas no salían.

«¡Sé que me estás poniendo a prueba! ¡Sé que me estás poniendo a prueba!»

Dos cuerpos, una calidez.

¿No era eso lo que Kellhus había dicho del amor?

Esmenet observó cómo Xinemus se sentaba dubitativamente, como si no estuviera seguro de ser bienvenido. Se pasó una mano pesada por la cara. Esmenet vio la desesperación en sus ojos.

—He hecho —dijo sombríamente— las averiguaciones que he podido.

Quería decir que habían hablado, el parloteo de hombres que debían emitir ciertos sonidos, preservar ciertas apariencias.

—¡No! ¡Debes hacer más! No puedes ceder, Zin. No después de que…

El dolor en sus ojos completó la frase de Esmenet.

—La Guerra Santa asaltará la Orilla Sur en cuestión de días, Esmi… —Frunció los labios.

Quería decir que la cuestión de Drusas Achamian había sido olvidada convenientemente, por muy intratable y vergonzosa que fuera la situación. ¿Cómo? ¿Cómo podía uno conocer a Drusas Achamian, caminar a su alrededor, y después retirarse, como sábanas arrancadas de la piel seca? Pero eran hombres. Los hombres eran secos por fuera y húmedos sólo por dentro. No podían mezclarse entre ellos, soldar su vida a la de otro con la ambigüedad de los fluidos. Al menos no de verdad.

—Quizá… —dijo ella, secándose las lágrimas y esforzándose denodadamente por sonreír—. Quizá Proyas esté solo. Quizá necesita relajarse con…

—No, Esmi, no.

Lágrimas calientes. Negó lentamente con la cabeza, con el rostro flácido.

«No… ¡Tengo que hacer algo! ¡Tiene que haber algo que yo pueda hacer!»

Xinemus miró tras ella, la tierra soleada, como si buscara unas palabras perdidas.

—¿Por qué no te quedas con Kellhus y Serwe? —preguntó.

Habían cambiado tantas cosas en tan poco tiempo. El campamento de Xinemus se había convertido en su puesto de mando. Kellhus se había llevado a Serwe para unirse a Proyas, algo que la había consternado a pesar de que comprendía las razones. Por mucho que Kellhus amara a Akka, ahora todos los hombres eran de su incumbencia. Pero ¡cómo le había rogado! ¡Implorado! Hasta había intentado, en lo más alto de su vergonzosa desesperación, seducirle, aunque él no respondió.

La Guerra Santa. La Guerra Santa. ¡Todo tenía que ver con la puta Guerra Santa!

¿Y qué había de Achamian?

Pero Kellhus no podía contrariar al Destino. Tenía a una zorra mucho más importante ante la que responder.

—¿Y si Akka vuelve? —dijo entre sollozos—. ¿Y si vuelve y no me encuentra?

Aunque todo el mundo se había marchado, su tienda —la tienda de Akka— no se había movido de allí. Esmenet se había quedado en el hueco en el que había estado su alegría. Ahora, siguiendo órdenes de Iryssas, los attrempanios la trataban con deferencia y respeto. La llamaban «la mujer del hechicero».

—No te conviene quedarte aquí sola —dijo Xinemus—. Iryssas marchará con Proyas pronto, y los shigeki… Podrían tomar represalias.

—Me las arreglaré —dijo ella, llorando—. Me he pasado la vida sola, Zin.

Xinemus se puso en pie. Le acarició la mejilla y le secó una lágrima suavemente con el pulgar.

—Tienes que estar segura, Esmi.

—¿Qué vas a hacer?

Se quedó mirando la distancia tras ella, quizá los brumosos zigurats, quizá nada en concreto.

—Buscarle —dijo con una voz desesperanzada.

—Iré contigo —exclamó ella, poniéndose en pie de un salto.

«¡Allá voy, Akka! ¡Allá voy!»

Xinemus se encaminó hacia su caballo sin mediar palabra y se montó en la silla. Se sacó un cuchillo del cinturón y lo tiró hacia arriba. Se clavó en el suelo entre los pies de Esmenet.

—Cógelo —dijo—. Tienes que estar segura, Esmi.

Por primera vez Esmenet vio a Dinchases y Zenkappa en la distancia, también montados, esperando al que fuera su señor. Se despidieron con la mano antes de seguirle. Ella se sentó y siguió gimoteando. Enterró el rostro entre sus acalorados brazos.

Cuando levantó la mirada, ya habían desaparecido.

Indefensa. Si las mujeres eran la más vieja compañera de la esperanza, era debido a su indefensión. Ciertas mujeres con frecuencia ejercían un temible poder en un hogar determinado, pero el mundo entre los hogares pertenecía a los hombres. Y era en ese mundo en el que Achamian había desaparecido: la fría oscuridad entre hoguera y hoguera.

Lo único que podía hacer era esperar. ¿Qué angustia mayor podía existir que esperar? Nada podía grabar la forma de la impotencia con una meticulosidad más mortificante que el rotundo paso del tiempo. Un momento tras otro, alguno de ellos pálido de incredulidad, otro tenso de gritos sin voz. Un chirriante momento tras otro. Brillante con el resplandor de las preguntas agónicas: «¿Dónde está? ¿Qué haré sin él?». Oscuro con el agotamiento de la esperanza: «Está muerto. Estoy sola».

Esperar. Aquello era lo que la tradición decía que las mujeres debían hacer. Esperar junto al fuego del hogar. Mirar y mirar pero siempre con la cabeza gacha. Regatear hasta la saciedad con nada. Pensar sin esperanza de comprender. Repetir palabras dichas y palabras supuestas. Perseguir vislumbres de ensalmos, como si con su tambaleante precisión y la pura intensidad de su dolor los movimientos de su alma pudieran hacerse con el mundo un poco más y obligarlo a rendirse.

A medida que pasaban los días, parecía que se convertiría en un punto inmóvil en la lenta rueda de los acontecimientos, la única estructura que permanecería una vez la marea se retirara. Las tiendas y los pabellones caían como mortajas desplegadas sobre cadáveres. Los inmensos carros de equipaje fueron cargados. Hombres armados a caballo iban y venían por el horizonte, portando mensajes arcanos, onerosas órdenes. Se formaron grandes columnas a lo largo de los pastos y, con gritos e himnos, desaparecieron.

Como una estación.

Y Esmenet se quedó sentada sola en mitad de su ausencia. Observó cómo la brisa acariciaba las trenzas de la hierba arrancada. Observó cómo las abejas revoloteaban como zumbantes puntos negros en las magulladas inmediaciones. Se sintió embalsamada por el silencio. Permaneció inmóvil por la falsa paz de una conmoción pasajera.

Sentada ante la tienda de Achamian, con la espalda vuelta a sus patéticas posesiones, con toda su superficie expuesta a los espacios enormes iluminados por el sol, lloró, gritó su nombre como si pudiera estar escondido tras algún bosquecillo de sauces, cuyas ramas verdes se agitaban independientemente de las demás, como si fueran tiradas por cielos distintos.

Casi podía verle, acurrucado tras el tronco cubierto de sombras.

«Sal, Akka… Ya se han ido todos. Ahora estarás seguro, amor mío.»

Día. Noche.

Esmenet hacía sus indagaciones silenciosas, una interrogación sin esperanza de ser respondida. Pensaba mucho en su hija muerta, y hacía comparaciones prohibidas entre aquel mundo gélido y éste. Caminaba hasta el Sempis y se quedaba mirando sus negras aguas, sin saber si quería beber o ahogarse. Se vislumbraba en la distancia, agitando los brazos…

Un cuerpo, ningún calor.

Día. Noche. Un momento tras otro.

Esmenet había sido una puta, y las putas sabían esperar. Paciencia a través de la larga sucesión de deseos, los días alineados como palabras en un pergamino tan largo como la vida, susurrando lo mismo.

«Estarás seguro, amor mío. Sal.»

Seguro.

Desde que había abandonado el campamento de Xinemus, Cnaiür pasaba los días en buena parte como antes, o bien departiendo con Proyas o bien cumpliendo sus peticiones. Skauras no había perdido el tiempo en las semanas siguientes a su derrota en la Llanura de la Batalla. Había cedido el territorio que no podía retener, incluida la Orilla Norte del Sempis. Había quemado todas las naves que había encontrado para evitar que los hombres cruzaran, había construido torres de vigía a lo largo de la Orilla Sur y reunido los restos de su ejército. Por suerte para los shigeki y sus nuevos señores de la guerra inrithi, no había quemado los graneros ni arrasado los campos a medida que se retiraba. En el Consejo, Saubon afirmó que ello se debía a la prisa de los infieles, que a su vez se debía a su terror. Pero Cnaiür lo comprendía mejor. No había habido nada azaroso en la evacuación kianene de la Orilla Norte. Sabían que Hinnereth retrasaría a los Hombres del Colmillo. Hasta en Zirkirta, donde el scylvendio había aplastado a los infieles ocho años antes, los kianene se habían recuperado rápidamente de su aplastante derrota inicial. Era una raza tenaz y con recursos.

Skauras había abandonado la Orilla Norte, sabía Cnaiür, porque pensaba recuperarla.

Aquél no era un hecho que los estómagos inrithi estuvieran dispuestos a digerir. Ni siquiera Proyas, que había dejado de lado muchos temores de su casta y se había puesto bajo el tutelaje de Cnaiür, podía creer que los kianene pudieran seguir siendo una amenaza real.

—¿Estás seguro de tu victoria? —preguntó Cnaiür una noche mientras cenaba con el Príncipe en privado.

—¿Que si estoy seguro? —respondió Proyas—. Por supuesto.

—¿Por qué?

—Porque mi Dios lo ha querido.

—¿Y Skauras? ¿No daría él la misma respuesta?

Las cejas de Proyas se alzaron y después se fruncieron.

—Pero ésa no es la cuestión, scylvendio. ¿Cuántos miles de hombres hemos matado? ¿Cuánto terror hemos metido en sus corazones?

—Pocos miles y poco, poquísimo, terror.

Cnaiür explicó que los memorialistas recitaban versos dedicados a cada una de las Columnas Nansur, historias que describían sus estratagemas, sus armas, y su temple en el campo de batalla para que cuando las Tribus fueran de peregrinaje o a la guerra, pudieran interpretar la formación nansur.

—Ésa es la razón por la que el Pueblo perdió en Kiyuth —dijo—. Conphas cambió la estratagema de sus Columnas, nos contó una historia falsa.

—¡Cualquier idiota sabe interpretar la formación de su enemigo! —le espetó Proyas.

Cnaiür se encogió de hombros.

—Entonces cuéntame —dijo—, ¿qué historia leíste en la Llanura de la Batalla?

Proyas se quedo mirándole sin comprender.

—¿Cómo diablos voy a saberlo? Reconocí sólo un puñado de…

—Yo las reconocí todas —aseguró Cnaiür—. Todas las Casas kianene, y había muchas, y sólo dos tercios cabalgaron contra nosotros en las Llanuras de Mengedda. De ésas, probablemente varias eran solamente contingentes de advertencia, dependiendo de cuántos enemigos tenga Skauras entre sus iguales. Después de la masacre de la Guerra Santa Vulgar, muchos infieles, incluido el Padirajah, sin duda despreciaban la amenaza de la Guerra Santa.

—Pero ahora… —dijo Proyas.

—No repetirán su error. Establecerán acuerdos con Girgash y Nilnamesh, Vaciarán todos los barracones, montarán todos los caballos, armarán a todos los hijos… No te equivoques, incluso ahora cabalgan por miles hacia Shigek. Responderán a la Guerra Santa con la Yihad.

Tras su conversación, Proyas fue rindiéndose a cada una de sus advertencias. En el siguiente Consejo, después de que los otros Grandes Nombres, con la excepción de Conphas, se mofaran de Cnaiür y sus recomendaciones, Proyas logró capturar a varios rehenes en las escaramuzas lanzadas contra ellos al otro lado del río. Confirmaron todo lo que Cnaiür había predicho. Durante una semana, dijeron aquellos desgraciados, los Grandes de lugares tan lejanos como Seleukara y Nenciphon habían estado cabalgando a través de los desiertos del sur. Algunos nombres que hasta los norsirai parecían reconocer: Cinganjehoi, el lejano y afamado Sapatishah de Eumatna; Imbeyan, el Sapatishah de Enathpaneah; incluso Dunjoksha, el tiránico Sapatishah que regía la gobernaduría de Amoteu desde Shimeh.

Se llegó a un acuerdo. La Guerra Santa tenía que cruzar el río Sempis tan pronto como fuera humanamente posible.

—Pensar —le confió Proyas más tarde— que yo creía que no eras más que una artimaña contra el Emperador. Ahora eres nuestro general en todos los sentidos excepto el nombre. ¿Te das cuenta de ello?

—No he dicho ni advertido nada que Conphas no hubiera podido decir o advertir.

Proyas se rió.

—Excepto la confianza, scylvendio. Excepto la confianza.

Aunque Cnaiür sonrió, por alguna razón esas palabras le hirieron. ¿Qué importaba la confianza de los perros y el ganado?

Cnaiür había nacido para la guerra y había sido criado para ella. Eso, y sólo eso, era la única certeza de su vida. De modo que se planteaba el problema de asaltar la Orilla Sur con fruición y un celo infrecuente. Mientras los Grandes Nombres dirigían la construcción de balsas y barcazas en número suficiente para transportar a toda la Guerra Santa al otro lado del Sempis, Cnaiür supervisaba el esfuerzo de los conriyanos por encontrar el lugar ideal en el que desembarcar. Guió sus partidas en escaramuzas nocturnas contra la Orilla Sur, llevándose incluso cartógrafos para mapear el terreno. Si algo le impresionaba en la manera de hacer la guerra de los inrithi era la utilización de los mapas. Dirigió el interrogatorio a los prisioneros, e incluso enseñó varias técnicas tradicionales scylvendias a los interrogadores de Proyas. Preguntó a los que, como el Conde Athjeari, habían hecho incursiones en la Orilla Sur para saquear y hostigar acerca de lo que habían visto. Se reunió con otros, como el Conde Cerjulla, el General Biaxi Sompas y el Palatino Uranyanka, que compartían su tarea.

Con la excepción de los consejos de Proyas, no vio ni habló con Kellhus. El dunyaino era poco más que un rumor.

Los días de Cnaiür eran muy parecidos a los de antes. Pero sus noches…

Eran muy distintas.

Nunca montaba su tienda en el mismo sitio. La mayor parte de las noches, después de la puesta de sol o de cenar con Proyas y sus nobles, salía a caballo del campo conriyano, entre los centinelas, hasta los campos. Encendía su propio fuego, escuchaba cómo el viento de la noche rugía entre los árboles. A veces, cuando lo veía, se quedaba mirando el campamento conriyano y contaba hogueras como un niño idiota. «Cuenta siempre a tus enemigos —le había dicho su padre— por el resplandor de sus ruegos.» A veces miraba las estrellas y se preguntaba si también ellas eran enemigos. Con frecuencia se imaginaba acampado en la solitaria Estepa. La Sagrada Estepa.

Con frecuencia pensaba en Serwe y Kellhus. Se sorprendía constantemente ensayando sus razones para dejarla en manos del dunyaino. Él era un guerrero, ¡un guerrero scylvendio! ¿Qué necesidad tenía él, el asesino–de–hombres Cnaiür, de un mujer?

Pero no importaba lo evidentes que fueran las razones, porque no podía evitar pensar en ella. Los globos de sus pechos. La línea errante de sus caderas. Tan perfecta. Cómo había ardido por ella, ¡ardido como era propio de un guerrero, de un hombre! Ella era su recompensa, ¡su prueba!

Recordó simular dormir mientras escuchaba cómo gimoteaba en la oscuridad. Recordaba el arrepentimiento, tan pesado como la nieve en primavera, aplastándole hasta dejarle sin aliento con su frío. ¡Qué idiota había sido! Pensó en las disculpas, en los ruegos desesperados que debían tranquilizar su odio, que podían hacerle ver. Pensó en besar la delicada ondulación de su vientre. Y pensó en Anissi, la primera esposa de su corazón, durmiendo en la tintineante oscuridad de su lejano hogar, abrazando con fuerza a su hija, Sanathi, como si quisiera protegerla del terror de ser mujer.

Y pensó en Proyas.

En las peores noches se abrazaba a sí mismo en la oscuridad de su tienda, gritando y sollozando. Golpeaba el suelo con los puños, hacía agujeros clavando su cuchillo, y después se los follaba. Maldecía el mundo. Maldecía los cielos. Maldecía a Anasurimbor Moenghus y su monstruoso hijo.

Pensaba: «Así sea».

En las mejores noches no acampaba, sino que cabalgaba hasta la aldea shigeki más cercana, donde abatía puertas a patadas y se regodeaba en los gritos. Por capricho, evitaba las puertas marcadas con lo que imaginaba que sería sangre de cordero. Pero cuando encontró todas las puertas marcadas, dejó de discriminar: «¡Matadme! —les gritaba—. ¡Matadme y pararé!».

Hombres vociferando. Chicas gritando y mujeres en silencio.

Cogería la compensación que pudiera.

Cnaiür tardó una semana en encontrar el mejor punto de desembarque para la Guerra Santa en la Orilla Sur: las marismas poco profundas en el extremo sur del delta del Sempis. Como era de esperar, todos los Grandes Nombres, con la excepción de Proyas y Conphas, berrearon al conocer la noticia, especialmente después de que su propia gente regresara con descripciones del terreno. Eran caballeros, de arriba abajo, entrenados y educados para cargar, y ningún caballo podía más que abrirse paso trabajosamente por las marismas.

Pero obviamente, aquélla no era la cuestión.

En el Consejo celebrado en Iothiah, Proyas le pidió que explicara su plan a los inrithi allí reunidos. Desenrolló un gran mapa del sur del delta sobre la mesa ocupada por los Grandes Nombres.

—En Mengedda —dijo— aprendisteis que los kianene eran más rápidos. Eso significa que no importa en qué lugar os reunáis para cruzar el Sempis, porque Skauras siempre se reunirá antes. Pero en Mengedda también descubristeis la fortaleza de vuestros soldados rasos. Y lo que es más importante, la demostrasteis. Esas marismas son poco profundas. Un hombre, incluso un hombre pesadamente armado, puede caminar fácilmente por ellas, pero los caballos deben ser guiados desde el suelo. Si vosotros estáis orgullosos de vuestras monturas, los kianene lo están todavía más de las suyas. Se negarán a desmontar, y no mandarán a sus reclutas contra vosotros. ¿Qué podrían hacer contra hombres que pueden doblegar la carga de un Grande? No. Skauras cederá la marisma entera.

Clavó uno de sus agrietados dedos en el mapa, a cierta distancia al sur de la marisma.

—Retrocederá hasta aquí, hasta la fortaleza de Anwurat. Os dará todos estos pastos para que os reunáis. Os cederá tanto el suelo como vuestros caballos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —gritó Gothyelk. De todos los Grandes Nombres, el Conde de Agansanor parecía el más preocupado por el origen salvaje de Cnaiür. Con la salvedad de Conphas, por supuesto.

—Porque Skauras —dijo Cnaiür sin alterarse— no es idiota.

Gothyelk dio un puñetazo en la mesa. Pero antes de que Proyas pudiera intervenir, el Exalto–General se levantó de su silla y dijo:

—¡Tiene razón!

Estupefactos, los Grandes Nombres se volvieron hacia él. Desde la debacle en Hinnereth, Conphas había guardado silencio la mayor parte del tiempo. Su voz ya no era bienvenida. Pero oírle dar la razón al scylvendio en algo tan osado como aquello…

—El perro tiene razón, por mucho que me duela decirlo. —Miró a Cnaiür con unos ojos que reían y odiaban al mismo tiempo—. Ha encontrado nuestro lugar ideal en la Orilla Sur.

Cnaiür se imaginó cortando su consentida garganta.

Después de aquello, la reputación del Caudillo scylvendio quedó fuera de toda duda. Incluso se puso de moda entre cierta nobleza inrithi, especialmente entre los ainonios y sus esposas. Proyas le había advertido que aquello podía suceder.

—Se sentirán atraídos por ti —le explicó— como los viejos verdes por los niños.

Cnaiür se vio inundado de invitaciones y proposiciones. Una mujer, a punta de perseverancia, incluso le encontró en su campamento. Él estuvo a punto de estrangularla.

A medida que la dispersa Guerra Santa se empezaba a reunir cerca de Iothiah, Cnaiür se atormentaba pensando en Skauras de un modo semejante a como se había atormentado pensando en Conphas antes de la Batalla de Kiyuth. Aquel hombre, era evidente, no sabía lo que era el miedo. La historia en que aparecía solo cortándose las uñas mientras los arqueros agmundr de Saubon llenaban de flechas la hierba circundante se había convertido en una leyenda. Y en sus interrogatorios de los prisioneros kianene Cnaiür habían descubierto otros detalles: era partidario de una severa disciplina, poseía talento para la organización y era merecedor de respeto incluso por parte de los que ostentaban un rango superior al suyo, como el hijo del Padirajah, Fanayal, o su afamado yerno, Imbeyan. Cnaiür también había aprendido mucho, inadvertidamente, de Conphas, que ocasionalmente le relataba incidentes de su juventud como rehén del Sapatishah. Si sus historias eran dignas de crédito, Skauras era un hombre extremadamente audaz y extrañamente malicioso.

De todas estas características, era esta última, la maldad, la que sorprendía más a Cnaiür. Al parecer, a Skauras le gustaba drogar a sus invitados con una variedad de narcótico ainonio y nilnameshi, incluso con chanv, en ocasiones. «Todos los que beben conmigo —le había contado Conphas que había dicho— beben también consigo mismos.» Cuando Cnaiür oyó por primera vez la historia, pensó que era una prueba más de que el lujo ahogaba la virilidad. Pero ahora no estaba tan seguro. El objetivo de los narcóticos, se percató Cnaiür, era hacer que sus invitados no fueran ellos mismos sino otros, extraños con los que podían compartir unos tragos.

Lo cual significaba que al malvado Sapatishah no sólo le gustaba hacer trampas y engañar, sino también hacer gala de ello, probarlo.

Para Skauras, la inminente batalla sería más que una competición, sería una demostración. El hombre había subestimado a los inrithi en Mengedda, sólo había visto sus propios puntos fuertes y las debilidades de su oponente, del mismo modo en que Xunnurith había subestimado a Conphas en Kiyuth. No trataría de dominar a los Hombres del Colmillo, no era un hombre que repitiera sus errores. En su lugar, trataría de vencerlos mediante el ingenio, demostrar que eran unos idiotas.

Así que, ¿qué haría el viejo y malvado guerrero?

Cnaiür compartió su preocupación con Proyas.

—Debes asegurarte —le dijo al Príncipe— de que los Chapiteles Escarlatas siguen con el ejército en todo momento.

Proyas se había llevado una mano a la frente.

—Eleazaras se resistirá —dijo cansinamente—. Ya dijo que sólo nos seguiría después de que la Guerra Santa cruzara. Al parecer, sus espías le han dicho que los cishaurim siguen en Shimeh.

Cnaiür frunció el entrecejo y escupió.

—¡Entonces tenemos una ventaja!

—Los Chapiteles Escarlatas, me temo, se reservarán para los cishaurim.

—Deben acompañarnos —insistió Cnaiür— aunque permanezcan escondidos. Debe de haber algo que puedas ofrecerles.

El Príncipe sonrió amargamente.

—O alguien —dijo con una pena inédita.

Al menos una vez al día, Cnaiür cabalgaba hasta el río para supervisar los preparativos. Las ciénagas que rodeaban Iothiah habían sido despojadas de árboles, al igual que las orillas del Sempis, donde miles de inrithi con la espalda desnuda trabajaban con los troncos caídos cortándolos, aporreándolos y uniéndolos. Podía cabalgar millas, respirando profundamente el olor de sudor, brea y madera antes de vislumbrar el fin de todo aquello. Cientos le aclamaban al pasar y le saludaban con gritos de «¡scylvendio!», como si su ascendencia se hubiera convertido en su fama y su título.

Cnaiür sólo tenía que mirar al otro lado del Sempis para saber que Skauras le esperaba en la distante orilla. Pequeños como insectos en la distancia, jinetes fanim patrullaban constantemente por la orilla, divisiones enteras de ellos. A veces oía el grito de miles de gargantas sobre las aguas, a veces el retumbar de sus tambores.

Como precaución, escuadrones de galeras imperiales fueron apostados en el río.

La Guerra Santa empezó a embarcar mucho antes del amanecer. Cientos de rudimentarias barcazas y miles de balsas fueron empujadas hasta el Sempis, y una vez allí se impulsaron a remo. Cuando el sol matutino esmaltó las aguas, buena parte de la vasta flota estaba de camino, repleta de hombres y caballos ansiosos.

Cnaiür se cruzó con Proyas y su séquito más cercano. Xinemus estaba ausente, cosa que a Cnaiür le pareció extraña, hasta que pensó que el Mariscal tenía a sus propios hombres a los que supervisar. Pero, obviamente, Kellhus estaba allí, y el Príncipe se quedó a su lado un buen rato. Intercambiaron ávidas palabras, y de vez en cuando Proyas se reía con una incomodidad que provocaba un cosquilleo en los oídos.

Cnaiür había observado cómo crecía la influencia del dunyaino. Había observado cómo embridaba gradualmente a todos los que se sentaban alrededor del fuego de Xinemus, trabajando sus corazones del mismo modo en que los artesanos que hacían sillas de montar trabajaban el cuero, curtiendo, rajando, modelando. Había observado cómo había atraído a cada vez más Hombres del Colmillo con el grano de su engaño. Había observado cómo enyuntaba a miles —¡miles!— con simples palabras y miradas sin fondo. Había observado cómo cuidaba a Serwe…

Había observado hasta que no había podido soportar ver más.

Cnaiür siempre había conocido las capacidades de Kellhus, siempre había sabido que la Guerra Santa se rendiría a él. Pero saber y presenciar eran dos cosas distintas. Los inrithi le daban completamente igual. Y sin embargo, al ver cómo las mentiras de Kellhus se extendían como el cáncer sobre la piel de una anciana, se sorprendió temiendo por ellos, ¡temiendo a pesar de que los despreciaba! Cómo se desvivían, adulando, halagando, humillándose. Cómo se degradaban, jóvenes idiotas y guerreros empedernidos por igual. Miradas implorantes y expresiones suplicantes. Oh, Kellhus… Oh, Kellhus… ¡Borrachos dando tumbos! ¡Afeminados ingratos! Qué fácilmente se habían rendido.

Y nadie más que Serwe. Ver cómo sucumbía, una y otra vez. Ver cómo su mano se adentraba entre los muslos del dunyaino.

¡Zorra veleidosa, traicionera, sucia! ¿Cuántas veces tenía que pegarle? ¿Cuántas veces tenía que tomarla? ¿Cuántas veces tenía que quedarse mirándola, aturdido por su belleza?

Cnaiür estaba sentado con las piernas cruzadas en la proa, observando la lejana orilla, escudriñando las sombras bajo los árboles. Vio grupos de jinetes, al parecer miles de ellos, observando su lento avance río abajo.

El aire era frío y húmedo. Voces nerviosas estallaban sobre las aguas: inrithi llamándose entre sí de una balsa a otra, casi siempre bromas. Cnaiür vio demasiados culos desnudos.

—¡Mirad a los capullos! —gritó algún ingenioso mientras observaba cómo los kianene se atestaban en la otra orilla.

—¡Eso me ha molestado! —berreó alguien desde una balsa cercana.

—¿Qué eres? ¿Un infiel?

—¡No! ¡Un capullo!

Por un momento pareció que el Sempis mismo estallaba en carcajadas.

Pero el humor cambió cuando un idiota cayó al río. Cnaiür vio cómo sucedía. El hombre cayó al agua de cara, y a causa de su armadura, siguió hundiéndose hasta que desapareció ante los pensamientos de sus horrorizados colegas. Se oyeron burlas y silbidos procedentes de la Orilla Sur. Proyas maldijo y reprendió a los que flotaban a su alrededor.

Después, el Príncipe abandonó a Kellhus y se abrió paso hasta Cnaiür, en la proa, con los ojos refulgentes de ese modo peculiar que siempre mostraba después de hablar con Kellhus. Del modo, en realidad, en que refulgían los ojos de todo el mundo, como si les hubieran despertado de una pesadilla y hubieran encontrado a sus familias intactas.

Pero había algo más en sus gestos, una camaradería demasiado atrevida que hablaba de pavor.

—Evitas a Kellhus como a la peste, ¿lo sabías?

Cnaiür soltó una risotada.

Proyas le observó. Su sonrisa se desvaneció.

—Estas cosas son difíciles —dijo. Sus ojos fueron de Cnaiür a los infieles que acudían en masa y se concentraban a lo largo de la costa.

—¿Qué cosas son difíciles? —preguntó Cnaiür.

Proyas hizo una mueca y se rascó la nuca.

—Kellhus me dijo…

—¿Qué te dijo?

—Me habló de Serwe.

Cnaiür asintió y escupió al agua que se deslizaba bajo la proa. El dunyaino se lo había contado, claro. ¿Qué mejor modo de explicar su distanciamiento? ¿Qué mejor modo de explicar el distanciamiento entre dos hombres? Una mujer.

Serwe… Su recompensa. Su prueba.

La perfecta explicación. Simple. Plausible. Perfecta para ahuyentar más preguntas.

La explicación del dunyaino.

Un momento de silencio pasó, incómodo, cargado de recelos y pequeños malentendidos.

—Dime, Cnaiür —dijo Proyas al fin—. ¿En qué creen los scylvendios? ¿Cuáles son sus Leyes?

—¿En qué creo?

—Sí… Por supuesto.

—Creo que vuestros ancestros mataron a mi Dios. Creo que vuestra raza lleva la marca de sangre de ese crimen.

Su voz no tembló. Su expresión no se vino abajo. Pero como siempre, oyó el coro infernal.

—De modo que rindes culto a la venganza.

—Rindo culto a la venganza.

—¿Y ésa es la razón por la que los scylvendios se llaman a sí mismo el Pueblo de la Guerra?

—Sí. Hacer la guerra es vengarse.

La respuesta adecuada. Así que ¿por qué tantas preguntas?

—Recuperar lo que ha sido tomado —dijo Proyas, con los ojos atribulados y al mismo tiempo brillantes.

—No —respondió Cnaiür—. Asesinar al ladrón.

Proyas le dedicó una mirada alarmada y después se volvió. Con un aire de reconocimiento que a Cnaiür le pareció afeminado, dijo:

—Me gustas mucho más, scylvendio, cuando me olvido de quién eres.

Pero Cnaiür se había dado la vuelta hacia la orilla sur, en busca de más hombres que le matarían si pudieran. Lo que Proyas recordara u olvidara no significaba nada para él. Él era lo que era.

«¡Yo soy del Pueblo!»

Formando una larga columna empujada por la corriente, la flotilla inrithi entró en el primero de los canales del delta. Cnaiür no pudo evitar preguntarse qué pensaría Skauras cuando sus observadores le dijeran que habían perdido de vista a la Guerra Santa. ¿Se lo había imaginado desde el principio? ¿O solamente se lo temía? Incluso ahora los buques de guerra del Emperador estarían tomando posiciones a lo largo del canal navegable más meridional. El Sapatishah sabría pronto dónde pensaba desembarcar la Guerra Santa.

Como esperaban, sólo fueron hostigados por los mosquitos. La mañana, y después la tarde, adoptó el extraño carácter de los períodos de calma que preceden a la batalla. Siempre sucedía lo mismo. Por alguna razón, el aire se tornaba plomizo, los momentos iban cayendo como piedras, y un agitado aburrimiento distinto de todos los demás pesaba y pesaba haciendo que los cuellos se endurecieran y las cabezas dolieran. Todos los hombres, por muy aterrorizados que estuvieran por la mañana, se sorprendían deseando la batalla, como si la violencia de su promesa pesara mucho más que la violencia de su consumación.

La noche pasó entre incomodidades y el delirio de los casi dormidos.

Llegaron a las marismas alrededor del mediodía del día siguiente: un mar verde oscuro de juncos que se extendía hasta ambos horizontes. De repente el letargo se alzó y Cnaiür sintió un repentino frenesí muy parecido al de la batalla. Caminó con los demás por la ciénaga arrastrando la barcaza hasta el punto más cercano posible a la costa, cortando con la espada los inmensos papiros. Pronto se encontró entre miles de hombres que también avanzaban y aplastaban los juncos hasta convertirlos en una inmensa llanura pantanosa. Finalmente se abrieron camino a machetazos hasta el duro suelo de la Orilla Sur. Junto a Proyas, Kellhus, Ingiaban y una partida de caballeros, Cnaiür se abrió paso para ver qué les estaba esperando. Como siempre, la presencia del dunyaino le roía el corazón, como la amenaza de la patada de unos cuartos traseros invisibles.

Al este divisaron las distantes olas del Meneanor. Ante ellos, al sur, la tierra ascendía en pedregosas colinas hasta convertirse en una masa montañosa del color del hierro. Al oeste vieron una amplia extensión de pastos arrugados como el ceño fruncido de un hombre, oscurecidos por distantes huertos. En una colina solitaria, apenas distinguible por la bruma, vieron las murallas acuclilladas de Anwurat. Pequeños grupos de jinetes trotaban a lo largo de los terrenos intermedios.

Skauras había abandonado la Orilla Sur. Como Cnaiür había predicho.

Proyas a punto estuvo de aullar para celebrarlo.

—¡Qué idiotas! —gritaba Ingiaban—. ¡Qué idiotas!

Ignorando el torrente de aclamaciones, Cnaiür miró de soslayo a Kellhus y no le sorprendió verle observando, estudiando. Cnaiür escupió y apartó la mirada, sabedor de lo que el dunyaino vería.

Era demasiado fácil.

La Guerra Santa se pasó la tarde siguiente acabando de salir trabajosamente de la ciénaga. La mayoría montaron sus tiendas a la débil luz del anochecer. Cnaiür oyó que los inrithi cantaban, y se burló como se burlaba siempre. Observó cómo se arrodillaban para rezar, cómo se congregaban alrededor de sus sacerdotes e ídolos. Les escuchó reír y retozar, y le maravilló que su regocijo pudiera sonar genuino en lugar de forzado, como debía ser en la víspera de la batalla. La guerra para ellos no era sagrada. La Guerra era para dios un medio, no un fin. Un camino hacia su destino.

Shimeh.

Pero la oscuridad sofocó su ánimo celebratorio. Al sur y al oeste todo el horizonte titilaba con luces, como ascuas arrojadas contra un pliegue de lana azul. Hogueras de campamento, innumerables miles de ellas, preparadas por los guerreros de corazón de cuero de Kian. El redoblar de tambores descendió por las laderas.

En el Consejo de los Grandes y Pequeños Nombres, los Hombres del Colmillo brillaban por el éxito del desembarque, conseguido sin derramar una gota de sangre, y aclamaron a Cnaiür como su Rey–de–Tribus, lo que ellos llamaban Maestro de la Batalla. Seguido por sus generales y oficiales de menor rango, Ikurei Conphas salió del Consejo hecho una furia. Cnaiür aceptó sin necesidad de decir una sola palabra, demasiado en conflicto para sentir orgullo o incomodidad. Los esclavos recibieron el encargo de coser su propio estandarte para el campo de batalla, algo que los inrithi consideraban sagrado.

Después, Cnaiür encontró a Proyas a solas en la oscuridad, contemplando los innumerables fuegos infieles.

—Hay muchos —dijo el Príncipe en voz baja—. ¿Eh, Maestro de la Batalla?

Proyas esbozó una sonrisa, pero Cnaiür sólo le vio estrujarse las manos a la luz de la luna. El bárbaro estaba sorprendido por lo joven y frágil que parecía aquel hombre. Por primera vez, Cnaiür comprendió las dimensiones catastróficas de lo que iba a suceder. Naciones, fes y razas.

¿Qué papel jugaba en todo aquello ese joven, ese niño?

«Podría ser hijo mío.»

—Les venceré —dijo Cnaiür.

Pero después, mientras caminaba de regreso a su solitario campamento en las ventosas costas del Meneanor, se arrepintió de aquellas palabras. ¿Quién era él para andarse con esa seguridad ante un príncipe inrithi? ¿Qué le importaba a él quién muriera y quién viviera? ¿Qué le importaba mientras él formara parte de esa matanza?

«¡Soy del Pueblo!»

Cnaiür urs Skiotha, el más violento de todos los hombres.

Aquella noche se acuclilló ante las olas arremolinadas y lavó su sable en el mar, pensando en cómo se había agachado en las brumosas costas del lejano mar de Jorua con su padre para hacer lo mismo. Escuchó el retumbar de olas lejanas, el siseo del agua filtrándose entre la arena y la grava. Miró la reluciente extensión del Meneanor y pensó en su ausencia de caminos. Una estepa distinta.

¿Qué decía su padre del mar?

Después, mientras estaba sentado afilando la espada para el culto de la mañana, Kellhus apareció sin hacer ruido entre la oscuridad. El viento revoloteó su cabello en colas rubicundas.

Cnaiür sonrió como un lobo. Por alguna razón, no le sorprendió.

—¿Qué te trae aquí, dunyaino?

Kellhus escudriñó su cara a la luz del fuego, y por primera vez a Cnaiür no le importó.

«Sé que mientes.»

—¿Crees que la Guerra Santa vencerá? —preguntó Kellhus.

—El gran profeta —le espetó Cnaiür—. ¿Han acudido a ti otros con la misma pregunta?

—Sí —respondió Kellhus.

Cnaiür escupió al fuego.

—¿Cómo está mi recompensa?

—Serwe está bien. ¿Por qué evitas mi pregunta?

Cnaiür soltó una risotada y volvió a girarse hacia su espada.

—¿Por qué haces preguntas cuando conoces la respuesta?

Kellhus no dijo nada, pero se quedó allí como algo de otro mundo contra la oscuridad. El viento arremolinó el humo a su alrededor. El mar tronó y siseó.

—Crees que algo se ha roto en mi interior —prosiguió Cnaiür, dejando a secar su piedra de afilar bajo las estrellas—. Pero te equivocas… Crees que me he vuelto más errático, más impredecible, y por lo tanto una amenaza mayor a tu misión…

Apartó la vista de su sable y engarzó su mirada con los ojos sin fondo del dunyaino.

—Pero te equivocas.

Kellhus asintió, y a Cnaiür le dio exactamente igual.

—Cuando llegue la batalla —dijo el dunyaino— debes instruirme… Debes enseñarme la Guerra.

—Antes me cortaría la garganta.

Una ráfaga de viento hostigó a su hoguera, arrojando chispas sobre la playa. Era agradable, como los dedos de una mujer entre su cabello.

—Te daré a Serwe —dijo Kellhus.

La espada cayó repicando a los pies de Cnaiür. Por un instante, pareció amordazado por el hielo.

—¿Por qué —dijo desdeñosamente— iba yo a querer a tu puta embarazada?

—Es tu recompensa —dijo Kellhus—. Lleva a tu hijo.

¿Por qué la deseaba tanto? Ella era una niña abandonada vana, de pocas luces…, ¡nada más! Cnaiür había visto el modo en que Kellhus la utilizaba, cómo la curtía. Él había oído las palabras que quería que ella pronunciara. Ninguna herramienta era demasiado pequeña para un dunyaino, ninguna palabra demasiado llana, ningún parpadeo demasiado breve. Había utilizado el cincel de su belleza, el martillo de su melocotón… ¡Cnaiür lo había visto!

Así que cómo podía pensar en la posibilidad de…

«¡Lo único que tengo es la guerra!»

El Meneanor impactó y se levantó contra las playas. La brisa olía a salmuera. Cnaiür se quedó mirando al dunyaino por lo que pareció un millar de latidos de su corazón. Y al final asintió a pesar de que sabía que renunciaba al último remanente de su control sobre la abominación. Después de aquello no tendría nada excepto la palabra de un dunyaino.

No tendría nada.

Pero cuando cerró los ojos la vio, la sintió suave y flexible, aplastada bajo su cuerpo. ¡Era su recompensa! ¡Su prueba!

Mañana, después del culto…

Tomaría la compensación que pudiera.