Iothiah
… los finales de la tierra se verán sacudidos por el aullido de los malvados, y los ídolos serán derribados y hechos pedazos, piedra contra piedra. Y los demonios de los idólatras dejarán sus bocas abiertas, como leprosos muertos de hambre, porque ningún hombre vivo responderá a su hambre atroz. |
16:4:22, El testigo de Fane |
Aunque pierdas el alma, ganarás el mundo. |
Catecismo del Mandato. |
Finales de verano, año del Colmillo 4111, Shigek
A Xinemus no le gustaba especialmente aquel hombre, y nunca había confiado en él, pero de todos modos no había tenido más opción que charlar con él. El hombre, Therishut, un barón de dudosa reputación de la frontera de Conriya con el Alto Ainon, le había interceptado mientras se dirigía a la sesión de planificación con Proyas. Al ver a Xinemus, el hombre de barba rala había refulgido con su mejor expresión «oh–qué–casualidad». Xinemus era paciente por naturaleza hasta con aquéllos que no le gustaban, pero la desconfianza era ya otra cosa. Y sin embargo, eran las pequeñas vejaciones las que el hombre pío debía soportar por encima de todas.
—Me parece recordar, Mariscal —dijo Therishut, aligerando el paso al ritmo de Xinemus— que eres aficionado a los libros.
Siempre educado, Xinemus asintió y dijo:
—Me he ido aficionando con el tiempo, sí.
—Entonces debe alegrarte que los galeoth hayan dejado intacta la Biblioteca Sareótica, en Iothia.
—¿Los galeoth? Creía que fueron los ainonios.
—No —respondió Therishut, esbozando con los labios una extraña sonrisa invertida—. He oído decir que fueron los galeoth. Los hombres de la casa de Saubon, en realidad.
—Bien —dijo Xinemus, impaciente—. Me alegro.
—Veo que estás ocupado, Mariscal. No te molestes. Mandaré a uno de mis esclavos a pedir audiencia.
Encontrarte con Therishut era irritante, pero ¿sufrir una visita formal?
—Nunca estoy demasiado ocupado para un Barón de la Tierra, Therishut.
—¡Bien! —casi gritó el hombre—. Entonces… No hace mucho tiempo, un amigo mío; bueno, debería decir que todavía no es amigo mío, pero… pero…
—¿Es alguien cuyo favor esperas ganarte, Therishut?
El rostro de Therishut se iluminó y agrió a la vez.
—¡Sí! Aunque eso suena poco delicado, ¿no crees?
Xinemus no dijo nada, pero siguió caminando con los ojos firmemente fijados en la cima de su pabellón, entre la acumulación de muchos otros en la distancia. Más allá, las colinas de Gedea eran pálidas en la bruma. «Shigek —pensó—. ¡Hemos tomado Shigek!» Por alguna extraña razón, la certidumbre de que pronto, muy pronto, tendría ante sus ojos la Santa Shimeh le embargó. «Está sucediendo.» Era casi motivo suficiente como para que fuera amable con Therishut. Casi.
—Bueno, este amigo mío que acaba de volver de la Biblioteca Sareótica me preguntó qué era la «gnosis». Y como tú eres lo más parecido a un erudito que conozco, pensé que quizá podrías ayudarme a ayudarle. ¿Tú sabes lo que es la «gnosis»?
Xinemus se detuvo y miró al hombrecillo con cuidado.
—La Gnosis —dijo con cuidado— es el nombre de la vieja hechicería del Antiguo Norte.
—¡Sí! —exclamó Therishut—. ¡Eso tiene sentido!
—¿Qué interés tiene tu amigo en las bibliotecas, Therishut?
—Bueno, ya sabes que corre el rumor de que Saubon podría vender los libros para recaudar dinero.
Xinemus no había oído ese rumor, y le preocupó.
—Dudo que los demás Grandes Nombres lo toleraran. Y bien, ¿tu amigo ha empezado a hacer inventario?
—Es una alma de lo más emprendedora, Marsical. Vale la pena conocerle si uno está interesado en los beneficios; ya sabes a qué me refiero.
—Un perro de casta mercantil, sin duda —dijo Xinemus con total naturalidad—. Déjame que te dé un consejo, Therisuth: respeta tu condición social.
Pero en lugar de ofenderse, Therisuth sonrió maliciosamente.
—Por supuesto, Mariscal —dijo en un tono carente de cualquier deferencia—. Que lo digas precisamente tú…
Xinemus parpadeó, estupefacto más por su propia hipocresía que por la insolencia del Barón Therishut. ¿Un hombre que cenaba con un hechicero censurando a otro por buscarse el favor de un mercader? De repente, el ruido sordo del campo conriyano pareció zumbarle en los oídos. Con una fiereza que le sorprendió, el Mariscal de Attrempus se quedó mirando a Therishut, se le quedó mirando hasta que, aturullado, el idiota murmuró una disculpa insincera y se largó corriendo.
Mientras recorría la distancia que le quedaba hasta su pabellón, Xinemus pensó en Achamian, su querido amigo durante tantísimos años. Pensó también en su casta, y le sorprendió levemente el hueco de inquietud que se le abría en el estómago cuando recordó las palabras de Therishut: «Precisamente tú».
«¿Cuántos piensan esto?»
Xinemus sabía que su amistad había sido tensa últimamente. A ambos les iría bien que Achamian pasara unos cuantos días lejos de allí.
En una biblioteca. Estudiando blasfemias.
—No lo entiendo —dijo Esmenet con algo más que un poco de ira.
«Me está dejando.»
Achamian colocó una alforja llena de avena sobre la espalda de su mula, Amanecer, y se la quedó mirando solemnemente. Tras él, el campamento, en buena medida desierto, cubría las laderas, levantado entre pequeñas arboledas de sauces negros y álamos. Esmenet vio el Sempis refulgiendo como una incrustación de obsidiana bajo el sol castigador. Siempre que miraba la brumosa Orilla Sur, negra de vegetación, sentía a los infieles observándola.
—No lo entiendo, Akka —repitió, esta vez en tono lastimero.
—Pero Esmi…
—Pero ¿qué?
Achamian se volvió hacia ella claramente irritado, distraído.
—Es una biblioteca. ¡Una biblioteca!
—¿Y? —dijo ella, alterada—. Los analfabetos no son…
—No —espetó él frunciendo el entrecejo—. ¡No! Mira, necesito estar un tiempo solo. Necesito tiempo para pensar. Para pensar, Esmi, ¡pensar!
La desesperación de su voz y de su rostro la dejaron en silencio momentáneamente.
—Sobre Kellhus —dijo ella. Se le erizó el vello de la nuca.
—Sobre Kellhus —repitió él, volviéndose hacia su mula. Se aclaró la garganta y escupió al suelo.
—Te lo ha pedido, ¿verdad? —Se le tensó el pecho. ¿Podía ser?
Achamian no dijo nada, pero en sus movimientos había una sutil crueldad y, en sus ojos, un desconcierto casi imperceptible. Esmenet le estaba empezando a conocer como una canción cantada muchas veces. Le conocía.
—¿Si me pidió qué? —dijo al fin al tiempo que ataba su estera de dormir en la silla de montar.
—Que le enseñes la Gnosis.
Durante las tres semanas anteriores, desde que siguieron a la columna conriyana hacia el valle del Sempis, entre la locura de la ocupación —desde la noche con el muñeco Wathi—, una extraña rigidez pareció rondar a Achamian, una tensión que le impedía amar o reír durante más de unos breves instantes. Pero ella había dado por sentado que su pelea con Xinemus y su alejamiento consiguiente habían sido la causa.
Varios días antes ella se había dirigido al Mariscal para hablarle del asunto. Le habló de los miedos de su amigo. Sí, Achamian había cometido una afrenta, pero había sido fruto de la estupidez, no de la falta de respeto. «Trata de olvidar, Zin. Cada mañana le acuno mientras llora. Cada mañana le recuerdo que el Apocalipsis ha terminado. Cree que Kellhus es el Heraldo.»
Pero Xinemus, advirtió ella, ya lo sabía. Su tono, sus palabras, sus gestos; se mostró paciente en todo excepto en su mirada. Sus ojos no escucharon de verdad, y ella supo que era algo más profundo lo que no funcionaba. Un hombre como Xinemus, le había dicho Achamian en una ocasión, asumía un inmenso riesgo al tener a un hechicero por amigo.
Esmenet nunca había presionado a Achamian más que recordándoselo cariñosamente, diciéndole: «Se preocupa por ti, ya lo sabes». Los pesares de los hombres eran cosas frágiles, volátiles. A Achamian le gustaba decir que los hombres eran simples, que las mujeres sólo necesitaban alimentarles, follárselos y halagarlos para tenerlos contentos. Quizá eso fuera cierto en el caso de determinados hombres, o quizá no, pero sin duda no era cierto en el caso de Drusas Achamian. De modo que ella esperó, dando por sentado que el tiempo y la costumbre devolvería a los dos amigos a su viejo entendimiento.
Por alguna razón, nunca se le ocurrió la idea de que fuera Kellhus, y no Xinemus, quien estaba en el origen de su pesar. Kellhus era sagrado, de eso Esmenet no tenía ninguna duda. Era un profeta, lo creyera él o no. Y la hechicería era profana.
¿En qué había dicho Achamian que se convertiría?
Un hechicero–dios.
Achamian siguió cargando su equipaje. No había dicho nada. No era necesario.
—Pero ¿cómo pudo ser? —preguntó ella.
Achamian se detuvo y dejó la mirada perdida unos instantes. Después se volvió hacia ella con el rostro interrogante de esperanza y horror.
—¿Cómo pudo un profeta decir palabras blasfemas? —dijo, y ella supo que para él aquélla era ya una pregunta vieja y amarga—. Le pedí que…
—¿Y qué dijo él?
—Maldijo e insistió en que no era un profeta. Se ofendió… Hasta se sintió herido.
«Tengo talento para esto», dijo su tono.
Una repentina desesperación afloró en la garganta de Esmenet.
—¡No puedes enseñarle, Akka! ¡No debes enseñarle! ¿No lo ves? Tú eres la tentación. Debes resistirte a ti y a la promesa de poder que ostentas. ¡Debe negarte a ti para convertirse en lo que debe convertirse!
—¿Es eso lo que crees? —exclamó Achamian—. ¿Que yo soy el Rey Shikol tentando a Sejenus con poder terrenal como dice El tratado? Quizá tenga razón, Esmi, ¿has pensado en esa posibilidad? ¡Quizá no sea un profeta!
Esmenet se lo quedó mirando, temerosa, asombrada, pero extrañamente jubilosa también. ¿Cómo había ella llegado tan lejos? ¿Cómo podía una zorra de una barriada de Sumni estar allí, tan cerca del corazón del mundo?
¿Cómo su vida se había tornado escritura? Por un momento, no pudo creer…
—La pregunta, Akka, es qué piensas tú.
Achamian miró al pedazo de suelo que había entre ellos.
—¿Qué pienso? —repitió pensativamente. Alzó la mirada.
Esmenet no dijo nada, aunque sintió que la dureza desaparecía de su mirada.
Achamian se encogió de hombros y suspiró.
—Que los Tres Mares no podrían estar menos preparados para un Segundo Apocalipsis. La Lanza de Heron está perdida. Los sranc vagan por medio mundo, y son centenares (¡miles!) de veces más que en tiempos de Seswatha. Y los hombres sólo tienen una parte de las Baratijas. —Se quedó mirando fijamente a Esmenet, y pareció que sus ojos nunca habían brillado tanto—. Aunque los Dioses me han maldecido, nos han maldecido, no puedo creer que hayan abandonado el mundo hasta este punto.
—Kellhus —murmuró ella.
Achamian asintió.
—Nos han mandado más que un Heraldo. Eso es lo que pienso, o espero, no lo sé…
—Pero la hechicería, Akka…
—Es una blasfemia, lo sé. Pero pregúntate, Esmi, ¿por qué los hechiceros son blasfemos? ¿Y por qué un profeta es un profeta?
Sus ojos se abrieron de horror.
—Porque uno canta la canción del Dios —respondió ella— y el otro habla en boca del Dios.
—Exactamente —dijo Achamian—. ¿Es blasfemia que un profeta pronuncie las palabras hechiceras?
Esmenet se lo quedó mirando, estupefacta.
«Pues el Dios canta Su propia canción.»
—Akka…
Se dio la vuelta hacia su mula y se inclinó para recoger su bolsa del suelo.
Un pánico repentino recorrió el cuerpo de Esmenet.
—Por favor, no me dejes, Akka.
—Te lo he dicho, Esmi —dijo sin girar su rostro hacia ella—. Necesito pensar.
«Pero ¡pensamos tan bien juntos!»
Él era demasiado prudente como para consolarla. ¡Él lo sabía! Ahora se enfrentaba a una decisión diferente de todas las demás. ¿Por qué iba a dejarla? ¿Había algo más? ¿Algo más que él ocultaba?
Ella le vio retorciéndose bajo Serwe… «Ha encontrado a una puta más joven», susurró algo.
—¿Por qué haces esto? —preguntó con la voz mucho más cortante de lo que había deseado.
Una pausa exasperada.
—¿Hacer qué?
—Estar contigo es como un laberinto, Akka. Me abres las puertas, me invitas a pasar, pero te niegas a mostrarme el camino. ¿Por qué te escondes siempre?
Sus ojos brillaron con una ira inexplicable.
—¿Yo? —dijo él riéndose, volviéndose de nuevo a su tarea—. ¿Que me escondo?
—Sí, te escondes. Eres muy débil, Akka, y no deberías serlo. ¡Piensa en lo que Kellhus nos ha enseñado!
Él la miró con los ojos llenos de algo entre la herida y la furia.
—¿Y tú? Hablemos de tu hija. ¿Te acuerdas de ella? ¿Cuánto tiempo hace que no…?
—¡Eso es diferente! ¡Ella vino antes que tú! ¡Antes que tú!
¿Por qué había dicho eso Achamian? ¿Por qué quería herirla?
«¡Mi hija! ¡Mi niña está muerta!»
—Qué bonito criterio —espetó Achamian—. El pasado nunca muere, Esmi. —Se rió amargamente—. Ni siquiera es el pasado.
—Entonces, ¿dónde está mi hija, Akka?
Por un instante se quedó boquiabierto. Con frecuencia lo dejaba desconcertado de aquella manera.
«¡Idiota decadente!»
Empezaron a agitársele los dedos. Lágrimas calientes se derramaron por sus mejillas. ¿Cómo podía pensar esas cosas?
Por lo que él había dicho… «¡Cómo se atrevía!»
Achamian boqueó ante ella, como si le estuviera leyendo el alma.
—Lo siento, Esmi —dijo él distraídamente—. No debería haber mencionado… No debería haber dicho lo que he dicho.
Su voz se apagó y de nuevo se volvió hacia su mula y empezó a tirar malhumoradamente de las cintas.
—No entiendes lo que la Gnosis es para nosotros —añadió—. Perdería algo más que el pulso.
—¡Entonces enséñame! ¡Muéstrame cómo aprender!
«¡Es Kellhus! ¡Le descubrimos juntos!»
—Esmi… No puedo hablar contigo de esto. No puedo.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque sé lo que dirás!
—No, Akka —dijo ella, sintiendo la vieja frialdad de una prostituta—. No lo sabes. No tienes ni idea.
Él cogió la basta cuerda de cáñamo que pendía de la rudimentaria brida de su mula y jugueteó un momento con ella. Por un instante, todo a su alrededor, sus sandalias, su equipaje, su túnica de lino blanco, parecía solitario y pobre. ¿Por qué parecía siempre tan pobre?
Pensó en Sarcellus: descarado, esbelto y perfumado.
«¡Cornudo zarrapastroso!»
—No te estoy dejando, Esmi —dijo con una rara forma de irrevocabilidad—. Nunca podría dejarte. Nunca más.
—Sólo veo una esterilla —dijo ella.
Él trató de sonreír, se volvió y guió a Amanecer con un caminar torpe. Ella le observó. Su interior se revolvía como si ella pendiera sobre unas alturas jamás vistas. Él siguió el sendero hacia el este pasando junto a una hilera de desgastadas tiendas redondas. En seguida pareció muy pequeño. Era rara la forma en que el sol podía oscurecer las figuras distantes.
—¡Akka! —gritó, sin importarle quién pudiera oírle—. ¡Akka!
«Te quiero.»
La figura con la mula se detuvo, distante por un momento, irreconocible.
Él agitó la mano.
Después desapareció bajo una arboleda de sauces negros.
Achamian había descubierto que, normalmente, la gente inteligente era menos feliz. La razón era simple: eran más capaces de racionalizar sus falsas esperanzas. La capacidad de tolerar la Verdad tenía poco que ver con la inteligencia. Nada, en realidad. El intelecto era mucho mejor desacreditando verdades que encontrándolas. Razón por la cual tenía que huir de Kellhus y de Esmenet.
Guió a su mula a lo largo de un camino bordeado a la derecha por la negra superficie del Sempis y a la izquierda por una hilera de eucaliptus gigantescos. Con la salvedad de algún que otro destello de calor en las articulaciones de las extremidades, aquel dosel le protegía del sol. Una brisa sopló por entre su túnica de lino blanco. Era una sensación de paz, pensó, estar solo al fin.
Cuando Xinemus le dijo que ciertos libros pertenecientes a la Gnosis habían sido encontrados en la Biblioteca Sareótica, comprendió perfectamente lo que estaba insinuando. «Deberías irte», le había dicho su amigo sin decirlo. Desde la noche con el Muñeco Wathi, Achamian había esperado que le expulsaran del fuego de su amigo, aunque fuera temporalmente. Incluso más, necesitaba que le expulsaran para obligarse a no frecuentar la compañía de aquéllos que le abrumaban…
Pero escocía de todos modos.
No importaba. Otra rencilla debida a la torpeza de su amistad. Un noble y un hechicero. «No hay amigo más difícil —había escrito uno de los poetas del Colmillo— que un pecador.»
Y Achamian no era más que un pecador.
A diferencia de algunos hechiceros, él raramente pensaba en la maldición. Quizá por la misma razón, imaginaba que los hombres que pegaban a sus mujeres no pensaban en sus puños…
Pero había otras razones. De joven, había sido uno de esos estudiantes a los que les encantaba la irreverencia y la impiedad, como si la blasfemia mortal que estaba aprendiendo le diera licencia para cometer cualquier otra blasfemia, grande o pequeña. Él y Sancla, su compañero de celda en Atyersus, acostumbraban a leer El tratado en voz alta y a reírse de sus absurdidades. Los pasajes que trataban sobre la circuncisión de los miembros de las castas sacerdotales. Y por supuesto los pasajes que trataban sobre los rituales de purificación con estiércol. Pero un pasaje le perseguiría más que cualquier otro a lo largo de los años: el famoso «No esperes amonestaciones» del Libro de los Sacerdotes.
—¡Escucha! —había gritado una noche Sancla desde su camastro—. «Y el Ultimo Profeta dijo: la Piedad no es la provincia de los cambiadores de dinero. No des comida por comida, refugio por refugio, amor por amor. No pongas el Bien en la balanza, da sin esperar nada a cambio. Da comida por nada, da refugio por nada, da amor por nada. Cede ante el que peque contra ti. Porque estas cosas no las hace el malvado. No esperes, y encontrarás la gloria eterna.»
El chico mayor miró a Achamian con sus ojos oscuros y siempre risueños, unos ojos que les convertirían en amantes por un tiempo.
—¿Te lo puedes creer?
—¿Creer el qué? —preguntó Achamian. Ya estaba riéndose porque sabía que cualquier cosa que Sancla tramara tenía que ser divertidísima. Era una de esas personas. Su muerte en Aoknyssus tres años más tarde (fue asesinado por un noble borracho con una Baratija) afectó a Achamian.
Sancla le dio un golpecito al pergamino con el índice, algo que le habría valido una azotaina en el scriptorium.
—Lo que Sejenus dice en resumen es: «¡Da sin esperar una recompensa a cambio y entonces podrás esperar recibir una recompensa inmensa!».
Achamian frunció el entrecejo.
—¿No lo ves? —prosiguió Sanclas—. Está diciendo que la piedad consiste en buenos actos en ausencia de esperanzas egoístas. Está diciendo que no das nada, ¡nada!, cuando esperas algo a cambio. No das.
Achamian aguantó la respiración.
—Así que los inrithi que quieren ser elevados al Exterior…
—No dan nada —había dicho Sancla, riendo de incredulidad—. ¡Nada! Pero nosotros, por el otro lado, dedicamos nuestras vidas a continuar la batalla de Seswatha… Nosotros lo damos todo y sólo podemos esperar en consecuencia la maldición. ¡Somos los únicos, Akka!
Somos los únicos.
Por muy tentadoras que fueran esas palabras, por muy conmovedoras e importantes que hubieran sido, Achamian se había vuelto demasiado escéptico para confiar en ellas. Así que en lugar de eso, pensaba simplemente que tenía que ser suficiente ser un buen hombre. Y si eso no era suficiente, entonces los que medían el bien y el mal no tenían nada digno de estima.
Como probablemente era el caso.
Pero por supuesto, Kellhus lo había cambiado todo. Achamian pensaba ahora que su condenación era una cosa de la mayor importancia.
Antes, la cuestión de su condenación sólo le había parecido una excusa para autoflagelarse. El Colmillo y El tratado no podían ser más claros, sin embargo. Achamian había leído muchas obras heréticas que sugerían que las múltiples y manifiestas contradicciones de las Escrituras demostraban que los profetas, los de la antigüedad y los posteriores, eran simplemente hombres, como así era. «Todo el Cielo —había escrito Protathis en una ocasión— no puede brillar a través de una sola rendija.»
De modo que tenía un cierto margen para dudar de su condenación. Quizá, como había sugerido Sancla, los malditos eran en realidad los elegidos. O quizá, como Achamian tendía más a creer, los Elegidos eran los inseguros. Con frecuencia había pensado que la tentación de dar por sentado, con la seguridad de un farsante, era la más narcótica y destructiva de todas las tentaciones. Hacer el bien sin estar seguro era hacer el bien sin esperar nada a cambio. Quizá dudar en sí mismo era la clave.
Pero en ese caso, por supuesto, la pregunta nunca obtendría respuesta. Si la duda genuina era en realidad la condición de condiciones, entonces sólo los que ignoraban la respuesta podrían ser redimidos. Pensar en la cuestión de su maldición, siempre le había parecido, era en sí misma una especie de maldición.
De modo que no pensaba en ello.
Pero ahora… Ahora podía haber una respuesta. Cada día caminaba con esa posibilidad.
El Príncipe Anasurimbor Kellhus.
No es que pensara que el Príncipe Kellhus podía darle la respuesta, aunque fuera capaz de reunir el coraje para hacerle la pregunta. No creía que Kellhus encarnara o ejemplificara la respuesta. Eso le empequeñecería demasiado. Él no era, a la manera de la mística de los nohombres, el signo viviente del destino de Drusas Achamian. No. La cuestión de su condenación o de su salvación, sabía Achamian, dependía de lo que él en persona estuviera dispuesto a sacrificar. Él mismo respondería a la pregunta.
Con sus acciones.
Y por mucho que saber eso le horrorizara, también le llenaba de una alegría perdurable y escéptica. El miedo que engendraba era antiguo: durante algún tiempo había temido que el destino de todo el mundo dependiera de esas mismas acciones. Se había vuelto insensible a las consecuencias de inmensas proporciones. Pero la alegría era algo nuevo, algo inesperado. Anasurimbor Kellhus había hecho de la salvación una posibilidad real. La salvación.
Aunque pierdas el alma, empezaba el catecismo del Mandato, ganarás el mundo.
Pero ¡no tenía por qué ser así! ¡Ahora Achamian lo sabía! Finalmente podía ver lo desolada, lo carente de esperanza, que había sido su vida anterior. Esmenet le había enseñado a amar. Y Kellhus, Anasurimbor Kellhus, le había enseñado a tener esperanza.
Y él aprovecharía ambas cosas, el amor y la esperanza. Las aprovecharía y se agarraría a ellas en seguida.
Sólo tenía que decidir qué hacer…
—Akka —le había dicho Kellhus la noche anterior—. Tengo que hacerte una pregunta.
Alrededor del fuego sólo estaban sentados ellos dos. Estaban hirviendo agua para un té de media noche.
—Lo que quieras, Kellhus —le respondió Achamian—. ¿Qué te inquieta?
—Lo que me inquieta es lo que tengo que preguntarte.
Nunca Achamian había visto una expresión tan conmovedora, como si el horror hubiera sido doblado hasta el punto en que besaba el éxtasis. Le sobrevino una demente necesidad de cubrirse los ojos.
—¿Qué tienes que preguntarme?
Kellhus había asentido.
—Cada día, Akka, soy menos yo mismo.
¡Qué palabras! Con sólo recordarlas se quedaba sin aliento. Achamian se detuvo en un islote de luz solar que había en mitad del camino y se apretó las palmas de las manos en el pecho. Una bandada de pájaros salió volando hacia el cielo. Sus sombras revolotearon sobre él, en silencio. Parpadeó mirando el cielo.
«¿Le enseño la Gnosis?»
Se resistía hasta sus entrañas ante aquella idea; el mero pensamiento de mostrarle la Gnosis a alguien ajeno a su Escuela le hacía palidecer. Ni siquiera estaba seguro de que fuera capaz de enseñarle la Gnosis a Kellhus, aunque se lo propusiera. Su conocimiento de la Gnosis era la única cosa que compartía con Seswatha, cuya huella poseía todos y cada uno de los movimientos de su alma en sueños.
«¿Me lo permitirás? ¿Ves lo que yo veo?»
Nunca —¡nunca!— en la historia de su Escuela un hechicero de rango había traicionado a la Gnosis. Sólo la Gnosis había permitido al Mandato sobrevivir. Sólo la Gnosis les había permitido cargar con la guerra de Seswatha a lo largo de milenios. Si la perdían, se convertirían en poco más que una Escuela Menor. Achamian sabía que sus hermanos les perseguirían para evitar que eso sucediera. Les darían caza sin descanso y les matarían si podían. No atenderían a razones. Y su nombre, Drusas Achamian, se convertiría en un insulto en los oscuros pasadizos de Atyersus.
Pero ¿qué era eso sino avaricia y celos? El Segundo Apocalipsis era inminente. ¿No había llegado el momento de armar a los Tres Mares? ¿No les había pedido Seswatha en persona que compartieran su arsenal antes de que cayera la sombra?
Sí.
¿Y no convertiría eso a Achamian en el más fiel de todos los Maestros del Mandato?
Retomó la marcha como si estuviera sumido en el estupor.
En lo más hondo de sí mismo sabía que Kellhus era un enviado. El peligro era demasiado grande, y la promesa demasiado imponente. Había visto cómo Kellhus agotaba una vida de conocimiento en el transcurso de meses. Había escuchado sin aliento mientras Kellhus enunciaba verdades del pensamiento mucho más sutiles que las de Ajencis, y verdades de la pasión mucho más profundas que las de Sejenus. Había permanecido sentado en el suelo boquiabierto mientras aquel hombre expandía las geometrías de Muretetis más allá de los límites de la comprensión, mientras corregía la lógica antigua y esbozaba una nueva lógica como podría un niño garabatear espirales con un palo.
¿Qué sería la Gnosis para un hombre así? ¿Un juguete? ¿Qué descubriría? ¿Qué poder ostentaría?
Vislumbres de Kellhus caminando como un dios por campos de batalla, abatiendo sranc, derribando a dragones del cielo, enfrentándose al resurrecto No Dios, al temible Mog–Pharau.
«¡Es nuestro salvador! ¡Lo sé!»
Pero ¿y si Esmenet tenía razón? ¿Y si Achamian era solamente la prueba? Como el viejo y malvado Shikol en El tratado, que le ofrecía a Inri Sejenus su cetro de fémur, su ejército, su harén, todo excepto su corona a cambio de que dejara de predicar…
Achamian se detuvo una vez más y fue arrastrado dos pasos adelante por su mula, Amanecer. Acariciándole el hocico, sonrió a la manera solitaria de los hombres con animales desventurados. Una brisa sopló sobre el brillante tramo del Sempis, siseó entre los árboles. Achamian empezó a temblar.
Profeta y hechicero. El Colmillo llamaba a esos hombres Chamanes. La palabra se erguía como un zigurat en sus pensamientos, inmóvil.
«Chamán.»
«No… ¡Esto es una locura!»
Durante dos mil años, los Maestros del Mandato habían mantenido la Gnosis a buen resguardo. ¡Dos mil años! ¿Iba él a traicionar esa tradición?
Cerca, una multitud de niños pequeños se reunieron bajo la copa de un sicomoro, gorjeando y empujándose como gorriones entre migajas de pan. Y Achamian vio a dos de ellos, de no más de cuatro o cinco años, discutiendo cogidos firmemente de la mano. La inocencia de aquel acto le sorprendió y no pudo evitar preguntarse qué edad tendrían cuando se percataran de que cogerse de la mano era un error.
¿O descubrirían a Kellhus?
Un gemido atrajo su mirada hacia arriba. Estuvo a punto de gritar del susto.
Un cadáver desnudo había sido clavado en las ramas del árbol, morado y marmolado, de un negro verdoso. Una vez se le hubo pasado el susto pensó en bajarlo a golpes o cortando la madera, pero en ese caso, ¿adónde lo llevaría? ¿A alguna aldea cercana? Los shigeki sentían tal pavor por los inrithi que le sorprendería no ya que le tocaran, sino siquiera que le miraran.
Sintió una punzada de remordimiento e inexplicablemente pensó en Esmenet.
«Quédate a buen seguro.»
Guiando a Amanecer, Achamian pasó junto a los niños por entre la sombra moteada de sol y hacia Iothiah, la antigua capital de los Dioses–Reyes shigeki, cuyas murallas se extendían en la distancia, como cinturones de piedra borrosa vislumbrados por entre las oscuras ramas de los eucaliptos. Achamian caminó y luchó contra los imposibles.
El pasado estaba muerto. El futuro era tan negro como una tumba vacía.
Achamian se secó las lágrimas en el hombro. Algo inimaginable iba a suceder, algo sobre lo que los historiadores, los filósofos y los teólogos discutirían miles de años, si es que los años o cualquier otra cosa sobrevivían. Y los hechos de Drusas Achamian ocuparían una parte importante de esas discusiones.
Daría. Sin esperar nada a cambio.
Su Escuela. Su vocación. Su vida.
La Gnosis sería su sacrificio.
Tras sus poderosos muros, Iothiah era un laberinto de edificios de adobe de cuatro plantas pegados pared con pared. Los callejones eran estrechos y estaban cubiertos por arriba con toldos de hojas de palmera, de modo que Achamian se sintió como si estuviera caminando por túneles desiertos. Evitó a los kerothóticos: no le gustaba el aire de triunfo en sus ojos. Pero cuando se encontró con Hombres del Colmillo armados les pidió que le ayudaran a orientarse y después se encaminó hacia otro laberinto de callejones. El hecho de que la mayor parte de inrithi que se encontró fueran ainonios le preocupó. Y en una o dos ocasiones, cuando las paredes se abrieron lo suficiente para que él pudiera espiar los monumentos de la ciudad, pensó que percibía el morado profundo de los Chapiteles Escarlatas en algún lugar en la distancia.
Pero después se encontró con una tropa de jinetes norsirai —galeoth, dijeron— y se alivió un tanto. Sí, sabían cómo encontrar la Biblioteca Sareótica. Sí, la Biblioteca estaba en manos de los galeoth. Achamian mintió como siempre hacía y les dijo que era un erudito que había ido allí para escribir la crónica de las hazañas de la Guerra Santa. Como siempre, sus ojos refulgieron al pensar en la posibilidad de ser sucintamente mencionados en los anales de la historia escrita. Le dijeron que les siguiera como pudiera, que ellos pasaban por delante de la Biblioteca de camino a dondequiera que estuvieran emplazados.
El mediodía le sorprendió a la sombra de la Biblioteca, más afligido que nunca.
Si los rumores de la existencia de textos gnósticos habían llegado hasta él, ¿no habrían llegado también a oídos de los Chapiteles Escarlatas? El hecho de pensar en pelearse por los pergaminos con Maestros de túnica roja le llenaba de algo más que un pequeño temor.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Amanecer, que resopló y le olisqueó la palma de la mano.
La idea de que hubiera habido allí textos gnósticos escondidos durante todo ese tiempo no era tan absurda como hubiera podido parecer. La Biblioteca era tan vieja como los Mil Templos y había sido construida y mantenida por los Sareots, un Colegio esotérico de sacerdotes dedicados a la preservación del conocimiento. Hubo una época, durante el Imperio Ceneiano, en que en Iothiah rigió una ley según la cual todos los que entraban en la ciudad en posesión de un libro debían entregarlo a los Sareots para que lo copiaran. El problema, con todo, era que el Colegio Sareótico era una institución religiosa, y como tal, prohibía que los Escogidos entraran en la afamada biblioteca.
Cuando, muchos siglos más tarde, los Sareots fueron masacrados por los fanim en la caída de Shigek, se rumoreó que el Padirajah en persona había entrado en la Biblioteca. Se sacó del chaleco, decía la leyenda, una copia encuadernada en piel del kipfa’aifan, el Testigo de Fane, que había adoptado la forma de su pecho. Sosteniéndolo en lo alto en aquella etérea oscuridad, declaró: «Aquí está escrita toda la verdad. Aquí está el camino para todas las almas. Quemad este maldito lugar». En ese mismo instante, se decía, un solo rollo de pergamino cayó de las estanterías y se deslizó rodando hasta sus pies. Cuando el Padirajah lo abrió encontró un detallado mapa de Gedea, que más tarde utilizó para aplastar a los nansur en un buen número de batallas desesperadas.
A la Biblioteca se le perdonó la vida, pero si los Maestros tenían el acceso prohibido en tiempos de los Sareots, bien podría haber desaparecido en tiempos de los kianene.
Achamian sabía que era perfectamente posible que hubiera textos gnósticos en la Biblioteca. Habían sido descubiertos antes. Si había alguna razón, aparte de sus sueños de las Viejas Guerras, por la que los hechiceros del Mandato eran los más eruditos de todos los Maestros era por su celo con la Gnosis. La Gnosis les daba un poder desproporcionado con respecto al tamaño de su Escuela. Si una Escuela como los Chapiteles Escarlatas se hacía con ella, nadie podía decir qué pasaría. El Mandato no saldría bien parado, eso seguro.
Claro que, ahora que había regresado un Anasurimbor, todo había cambiado.
Achamian guió su mula hacia el interior de un pequeño patio cercado por una tapia. Hacía mucho tiempo que los adoquines se habían convertido en polvo rojo con la salvedad de algunas piedras que sobresalían aquí y allá como caparazones de tortuga. La Biblioteca en sí misma presentaba la fachada cuadrada de un templo ceneiano, con columnas erguidas para sostener un dintel medio desmoronado decorado con figuras que en el pasado debieron de haber sido dioses u hombres. Dos grandes espadachines galeoth se reclinaban en la sombra contra dos pilares que flanqueaban la entrada. Le saludaron con una mirada aburrida mientras se acercaba.
—Saludos —gritó él con la esperanza de que hablaran sheyico—. Soy Drusas Istaphas, cronista del Príncipe Nersei Proyas de Conriya.
Como no respondieron, Achamian se detuvo. Le irritó particularmente el que tenía una cicatriz que le cruzaba la cara desde la frente hasta la barbilla. No parecían hombres amables. Pero ¿qué alegría podía hallar un guerrero en custodiar algo tan inútil como los libros?
Achamian se aclaró la garganta.
—¿Han venido muchos otros visitantes a la biblioteca?
—No —dijo el hombre que no tenía la cicatriz en la cara—. Sólo unos cuantos mercaderes ladrones, nada más. —El hombre escupió algo al suelo y Achamian se dio cuenta de que había estado chupando un hueso de melocotón.
—Bueno, te aseguro que yo no soy de su casta. Eso seguro. —Después, con una mezcla de curiosidad y deferencia—: ¿Tengo vuestro permiso para entrar?
El hombre señaló su mula con la barbilla.
—Eso no lo puedes entrar —dijo—. No podemos tener a un burro cagándose en nuestros santificados pasillos, ¿no? —Sonrió y se volvió a su amigo de la cicatriz, que siguió mirando a Achamian. Parecía un niño aburrido decidiendo si pinchar con un dedo a un pez muerto.
Después de recoger varias cosas de su mula, Achamian subió corriendo los escalones entre los dos guardias. Las puertas estaban chapadas con un bronce sin lustre, y una de ellas estaba suficientemente entreabierta como para que pasara un hombre. Cuando Achamian se adentró en la oscuridad oyó que uno de los galeoth —el de la cicatriz, pensó— murmuraba:
—Capullo roñoso.
Pero el viejo insulto norsirai no le molestó. Al contrario, estaba excitado. Casi le sobrevino una repentina necesidad de echarse a reír. Sólo ahora parecía comprender el hecho de que aquello era la Biblioteca Sareótica. Los malditos Sareots, que acumularon un texto tras otro a lo largo de mil años. ¿Qué podía encontrar? Absolutamente cualquier cosa, no sólo trabajos gnósticos, podía estar escondida en su interior. Los nueve clásicos, los antiguos Diálogos de Inceruti, ¡hasta las obras perdidas de Ajencis!
Atravesó la oscuridad de una gran antecámara abovedada, por un suelo de mosaico en el que en el pasado, decidió, estaba Inri Sejenus mostrando sus manos aureoladas, al menos antes de que los fanim, que obviamente nunca habían utilizado aquel lugar, lo pintarrajearan. Sacó una vela de sus alforjas y la encendió con una palabra secreta. Sosteniendo el pequeño punto de luz ante él, se adentró en los pasillos santificados de la Biblioteca.
La Biblioteca Sareótica era un laberinto de pasillos negros como la noche que olían a polvo y al fantasma de libros podridos. Englobado por la luz, Achamian paseó entre la negrura y se llenó los brazos de tesoros. Nunca había visto una colección como aquélla. Nunca había sido testigo de tantos pensamientos en ruinas.
De los miles de volúmenes, y los miles de millares de pergaminos, a Achamian le hubiera sorprendido que se pudieran rescatar más de varios centenares. No encontró nada ni siquiera remotamente relacionado con la Gnosis, pero sí halló, de todos modos, varias cosas de un interés peculiar.
Encontró un libro de Ajencis que nunca había visto antes, pero estaba escrito en vaparsi, un antiguo idioma nilnameshi del que sabía sólo lo necesario para descifrar el título: El cuarto diálogo de los movimientos de los planetas que pertenecen a… una cosa u otra. Pero el hecho de que hiera un diálogo significaba que era extremadamente importante. Habían sobrevivido muy pocos diálogos del gran filósofo kyraneano.
Encontró un montón de tablillas de arcilla escritas en la escritura cuneiforme de la antigua Shigek y envueltas en telarañas cubiertas de polvo. Sacó una que parecía estar en buen estado y decidió que intentaría sacarla de tapadillo, aunque pensó que podía ser perfectamente el inventario de un granero. De todos modos, sería un buen regalo para Xinemus.
Y encontró otros tomos y pergaminos, curiosidades sobre todo. Un recuento de la Edad de las Ciudades en Guerra de un historiador al que no conocía. Un extraño libro con páginas de papel de vitela llamado Sobre los templos y sus iniquidades, que le hizo preguntarse si los Sareots no tendrían una cierta inclinación por la herejía. Y algunos más.
Al cabo de un rato, tanto su entusiasmo por encontrar cosas intactas como su enfado por encontrar otras destruidas flaquearon. Se cansó, y al encontrar un banco de piedra en una hornacina colocó sus descubrimientos y sus humildes pertenencias a su alrededor como si fueran tótems en un círculo mágico y comió un poco de pan rancio y bebió vino de su odre. Pensó en Esmenet mientras comía y se maldijo por su repentina nostalgia.
Hizo cuanto pudo por no pensar en Kellhus.
Colocó su chisporroteante vela y decidió leer. «Solo con libros, una vez más. —De repente sonrió—. ¿Una vez más? No, por fin…»
Un libro no era nunca «lectura». Allí, como en todas partes, el lenguaje traicionaba la verdadera naturaleza de la actividad. Decir que un libro era lectura era cometer el mismo error que el jugador que se pavoneaba por sus ganancias, como si las hubiera tomado por la fuerza o gracias a su resolución. Lanzar las fichas numeradas era agarrarse a un momento de impotencia, nada más. Pero abrir un libro era una apuesta mucho más profunda. Abrir un libro no era sólo agarrarse a un momento de impotencia, no sólo renunciar a un puñado de celosos latidos del corazón por el rumbo de la quilla de otro hombre, era permitirse ser escrito. Porque ¿qué era un libro sino una larga rendición consecutiva a los movimientos del alma de otro?
Achamian no podía pensar en ningún abandono del yo más profundo.
Leyó, fue llevado a la risa por las ironías de hombres que llevaban mil años muertos y a la reflexión por afirmaciones y esperanzas que habían sobrevivido con mucho la era de su escritura.
No recordaba haberse quedado dormido.
En su sueño había un dragón, viejo, canoso, terrible, y malvado sin parangón. Skuthula, cuyas extremidades eran como hierro anudado, y cuyas negras alas, cuando descendió, eran tan anchas que tapaban la mitad del cielo. La gran fuente de fuego luminiscente que caía desde las fauces de Skuthula quemaba la arena que rodeaba a sus Guardas y la convertía en cristal. Y Seswatha puso una rodilla en el suelo, probó la sangre, pero la cabeza del viejo hechicero colgaba hacia atrás, con el pelo blanco agitado por el viento del batir de alas del dragón, y las palabras imposibles retumbaron como una carcajada desde su boca incandescente. Agujas de luz zaheridora llenaron el cielo.
Pero las esquinas de esta escena estaban dobladas, y de repente, como si esos sueños estuvieran pintados en pergamino, se arrugaron y desaparecieron en la oscuridad.
La oscuridad de los ojos abiertos… Jadeando. ¿Dónde estaba? La Biblioteca, sí… La vela se debía de haber apagado.
Pero entonces se dio cuenta de qué le había despertado. Sus Guardas de Exposición, que había llevado consigo desde que se había unido a la Guerra.
«Dulce Sejenus… Los Chapiteles Escarlatas.»
Rebuscó en la oscuridad y cogió su bolsa. «Rápido, rápido…» Se levantó en la negrura y miró con unos ojos distintos.
La cámara era larga, con los techos bajos, y dividida en pasillos por hileras de estanterías y organizadores. Los intrusos estaban cerca, corriendo entre filas de conocimiento cubierto de moho, cerrándole el paso desde varios puntos de la Biblioteca.
¿Habían ido a por la Gnosis? El conocimiento estaba entre los objetivos de la avaricia, y quizá ningún conocimiento en los Tres Mares era tan valioso como la Gnosis. Pero ¿secuestrar a un Maestro del Mandato en mitad de una Guerra Santa? Uno pensaría que los Chapiteles Escarlatas tendrían preocupaciones más acuciantes, como los cishaurim.
Uno pensaría… Pero ¿y los espías–piel? ¿Y el Consulto?
Sabían que estaba empeñado en investigar cualquier rumor acerca de un texto gnóstico. Y sabían que una biblioteca era el lugar en el que él se sentía más seguro. ¿Quién pondría en riesgo tesoros como aquéllos? Sin duda no sus colegas Maestros, por muy enferma que estuviera su voluntad…
Todo aquello, advirtió, era una trampa asombrosamente extravagante: una trampa que incluía a Xinemus. ¿Qué mejor forma de calmar a un siempre suspicaz Maestro del Mandato que colocándole el señuelo en los labios del amigo en que más confía?
«¿Xinemus?» No. No podía ser.
«Dulce Sejenus…»
¡Aquello estaba sucediendo en realidad!
Achamian cogió su bolsa y se puso a correr en la oscuridad, chocó contra una pesada estantería de rollos de pergamino, sintió que el papiro se deshacía entre sus dedos como el fango que cubre el fondo de charcos secos. Metió su bolsa entre aquellos desechos. «Rápido. Rápido.» Después regresó dando tumbos por donde había venido.
Ahora estaban más cerca. Las luces manchaban el techo por encima de las negras estanterías que le rodeaban.
Retrocedió hasta la pequeña hornacina en la que se había quedado dormido y empezó a pronunciar una serie de Guardas, breves retahilas de pensamientos imposibles. Las luces destellaron desde sus labios. La luminiscencia creó una pantalla ante él, como el brillo de la luz solar a través de la bruma.
Un oscuro murmullo procedente de alguna parte entre las hileras tambaleantes, merodeando, insinuando palabras, como alimañas royendo las paredes del mundo.
Y después una luz feroz, transformando, por un instante, las estanterías que tenía ante sí en un horizonte al amanecer. Una explosión. Un geiser de cenizas y fuego.
La sacudida le sorbió el aire de los pulmones. El calor hizo que los muros que le rodeaban crujieran. Pero sus guardas resistieron.
Achamian parpadeó. Un momento de oscuridad relativa.
—Ríndete, Drusas Achamian. ¡Somos muchos más que tú!
—¿Eleazaras? —gritó—. ¿Cuántas veces habéis intentado, idiotas, arrancarnos la Gnosis de las manos? ¡Cuántas veces lo habéis intentado y otras tantas fracasado!
Respiración superficial. Martilleo del corazón.
—¡Estás condenado, Achamian! ¿Condenarás también las riquezas que te rodean?
Valiosísimas como eran, las palabras apiladas a su alrededor no significaban nada. No ahora.
—¡No lo hagas, Eleazaras! —gritó con la voz rota. «¡Lo que estaba en juego! ¡Lo que estaba en juego!»
—Ya ha…
Pero Achamian había susurrado secretos a su primer atacante. Cinco líneas refulgieron a lo largo del desfiladero de estantes, entre el humo y páginas que volaron por los aires. Impacto. El aire se resquebrajó. Su enemigo invisible gritó estupefacto; siempre lo hacían al primer contacto con la Gnosis. Achamian murmuró más viejas palabras de poder, más Palabras. Las Llanuras que se Bifurcan de Mirseor, para presionar sin descanso las Guardas de su oponente. Las Palabras de Conmoción de Odaini, para dejarle sin sentido, romper su concentración. Después el Telar Cirroi…
Geometrías resplandecientes se erigieron entre el humo, líneas y parábolas de luz cortante, empujando entre la madera y el papiro, atravesando la piedra. El Maestro Escarlata gritó, trató de huir. Achamian le hirvió en su piel.
Oscuridad, con la excepción de los fuegos brillantes esparcidos entre las ruinas. Achamian oyó a los demás Maestros gritándose entre sí estupefactos y consternados. Percibía cómo se movían entre los estantes, corriendo para reunir un Concierto.
—¡Piensa en ellos, Eleazaras! ¿Cuántos de los tuyos estás dispuesto a sacrificar?
«Por favor, no seas un…»
El rugido de la llama. El retumbar de estantes cayéndose. El fuego se partió como espuma sobre sus Guardas. Un estallido cegador, iluminando la inmensa cámara en todos sus rincones. El crujido del trueno. Achamian trastabilló y cayó de rodillas. Sus Guardas gimieron en sus pensamientos. Contraatacó con Deducción y Abstracción. Era un Maestro del Mandato, un Hechicero–de–Rango gnóstico, un Maestro de las Palabras–de–Guerra. Era como una máscara sostenida ante el sol. Su voz convertía las distancias en carbones y ruinas.
El conocimiento atesorado por los Sareots explotó y ardió. La convección arremolinó las páginas en fieros ciclones. Como ásperas mariposas de la luz, los libros cayeron en espiral sobre los desechos. El fuego del dragón cayó en cascada entre las estanterías que habían sobrevivido. Un rayo trepó el aire y crepitó contra sus defensas. Cayeron las últimas hileras de libros, y entre las ruinas Achamian vislumbró a sus atacantes: siete de ellos, como bailarinas vestidas de rojo escarlata en un campo de piras funerarias: los Maestros de los Chapiteles Escarlatas.
Vislumbró tempestades desatadas en estallidos de un blanco cegador. Las cabezas de dragones fantasmas descendiendo y eructando fuego. El barrido de gorriones en llamas. Las Grandes Analogías, brillantes y lentas, chocando y tronando contra sus Guardas. Y entre ellas, las Abstracciones, refulgentes e instantáneas.
El Séptimo Teorema Quyano. Las Elipsis de Thsolankis. Gritó las palabras imposibles.
Los Maestros Escarlatas restantes gritaron. Las fantasmales murallas que le rodeaban se desmoronaron bajo misterios de líneas en espiral. Los muros de la Biblioteca explotaron tras él, y salió disparado como papel contra el cielo del anochecer.
Por un momento, Achamian abandonó las Palabras y empezó a cantar para salvaguardar sus Guardas.
Cataratas de fuego del infierno. El suelo cedió. Grandes techumbres de piedra retumbaron a su alrededor como airadas palmas que se unen para rezar. Cayó entre el fuego y las ruinas que se desmoronaron, megalíticas. Pero siguió cantando.
Era un Descendiente de Seswatha, un Discípulo de Noshainrau el Blanco. Era el asesino de Skafra, el más poderoso de los Wracu. Había alzado su canción contra las temibles cumbres de Golgotterath. Se había erguido orgulloso e impenitente ante el mismísimo Mog–Pharau.
Un impacto chirriante. Unos pasos distintos, como la inclinada cubierta de un barco. Apartando los terrones y las ruinas amontonadas, lanzando piedras como truenos hacia el cielo. Sumergiéndose en un oscuro significado tras otro, el complicado asunto del mundo colapsándose, viniéndose abajo como la ropa de un amante, todo en respuesta a su canción.
Y al fin el cielo, tan frío y húmedo como cuando se ve desde el corazón del infierno.
Y allí: el Clavo del Cielo, cubriendo de plata el pecho de una extraña nube.
La Biblioteca Sareótica era un horno en la cascarilla de muros derruidos y desnudos. Y encima, los Magos Escarlatas colgaban como suspendidos con alambres y le golpeaban con una maligna Palabra tras otra. Las cabezas de los dragones fantasmales retrocedieron y vomitaron lagos de fuego. Alzándose y escupiendo, sacudiéndole con un fuego asombroso que partía los huesos. Un sol cegador tras otro se puso sobre él.
De rodillas, quemado, sangrando por la boca y por los ojos, rodeado de piedras y textos carbonizados, Achamian gruñó una Guarda tras otra, pero se rompieron, se hicieron añicos, se vinieron abajo como lino podrido. Pareció que el mismo firmamento se hacía eco del implacable coro de Chapiteles Escarlatas. Como airados herreros castigaron al yunque.
Y en mitad de aquella locura, Drusas Achamian vislumbró el sol poniéndose, incomprensiblemente indiferente, enmarcado por nubes rosadas y anaranjadas…
Era, pensó, una buena canción.
«Perdóname, Kellhus.»