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Shigek

Si todos los acontecimientos humanos tienen una finalidad, entonces todos los hechos humanos tienen una finalidad. Y sin embargo, cuando los hombres compiten con los hombres, no llega a buen término la finalidad de ningún hombre: el resultado siempre se encuentra en algún lugar entre ambos. La finalidad de los hechos, entonces, no puede derivarse de las finalidades de los hombres, porque todos los hombres compiten con todos los hombres. Esto significa que los hechos de los hombres deben ser deseados por algo distinto de los hombres. De eso se desprende que todos somos esclavos. ¿Quién entonces es nuestro Señor?

Memgowa, El libro de los actos divinos

¿Qué es lo práctico sino un momento traicionado por el siguiente?

Triamis I, Diarios y diálogos

Finales de verano, año del Colmillo 4111, sur de Gedea

Gedea no terminó, sino que se desvaneció. Después de docenas de escaramuzas y pequeños sitios, Coithus Athjeari y sus caballeros se precipitaron al sur cruzando la vasta meseta de arenisca del interior gedeano. Siguieron los barrancos y los riscos, siempre ascendiendo. Por la noche olían el Gran Desierto en el viento. La hierba titubeó y dio paso al polvo, la grava y una maleza que desprendía un olor hediondo. Después de cabalgar tres días enteros sin ver siquiera a un cabrero, finalmente avistaron humo en el horizonte meridional. Ascendieron apresuradamente por las laderas sólo para detener a sus monturas engualdrapadas repentinamente, presas del pánico. El suelo se desplomaba mil pies o más. A ambos lados grandes escarpaduras se erguían en las brumosas distancias. Ante ellos, las largas aguas del río Sempis serpenteaban por una llanura verde con la espalda refulgiendo contra el sol.

Shigek.

Los antiguos kyraneanos la llamaban «Chemerat», la «Tierra roja», debido al limo de color cobre que las mareas estacionales depositaban a lo largo de sus llanuras. En la lejana antigüedad, regía un imperio que se extendía desde Sumna hasta Shimeh, y sus Dioses–Reyes producían obras sin rival en su época, incluidos los legendarios Zigurats. En la baja antigüedad tenía fama por la sutileza de sus sacerdotisas, la elegancia de sus perfumes y la efectividad de sus venenos. Para los hombres del Colmillo, era una tierra de maldiciones, criptas e incómodas ruinas.

Un lugar en el que el pasado se convertía en temor, tan profundo era.

Athjeari y sus caballeros descendieron las escarpaduras y se maravillaron de que aquel estéril desierto pudiera poblarse tan rápidamente de campos exuberantes y pesados árboles. Con miedo a las emboscadas, siguieron los antiguos diques, cabalgaron a través de una aldea abandonada tras otra. Finalmente encontraron a un anciano sin miedo, y con algunas dificultades establecieron que Skauras y todos los kianene habían abandonado la Orilla Norte. De ahí el humo que habían visto desde la escarpadura. El Sapatishah estaba quemando todas las naves que encontraba a su paso.

El joven Conde de Gaenri mandó noticia a los Grandes Nombres.

Dos semanas más tarde las primeras columnas de la Guerra Santa marcharon sin oposición por el valle del Sempis. Bandas de inrithi se desplegaron por toda la llanura para asegurar los almacenes y ocupar las villas y los baluartes abandonados por los kianene. Hubo poco derramamiento de sangre. Al principio.

A lo largo del río, los Hombres del Colmillo vieron íbises sagrados y gacelas caminando por entre los juncos y grandes bandadas de garcetas arremolinándose a lo largo de las aguas negras. Algunos incluso vieron cocodrilos e hipopótamos, bestias que, como descubrirían, los shigeki reverenciaban como sagradas. A distancia del río, donde pequeños bosquecillos de diversos árboles —eucaliptos y sicómoros, palmeras datileras y de hoja en forma de abanico— ocultaban constantemente las distancias, les sorprendían en ocasiones fundamentos en ruinas, pilares y muros con grabados de reyes anónimos y sus conquistas olvidadas. Algunas de las ruinas eran verdaderamente colosales, los restos de palacios o templos en el pasado tan grandes, les pareció, como las Cumbres Andiamine en Momemn o la Junriuma en la Santa Sumna. Muchos de ellos paseaban un rato, cavilando sobre cosas que podían haber sucedido o no.

Cuando pasaban junto a aldeas, caminando a lo largo de terraplenes de tierra pensados para capturar el agua de las crecidas para los campos, los habitantes se reunían para observarles, acallando a los niños y sujetando con fuerza a sus perros, que no dejaban de ladrar. En los siglos posteriores a la conquista kianene, los shigeki se habían convertido en devotos fanim, pero eran una vieja raza, arrendatarios que siempre habían sobrevivido a sus terratenientes. Ya no se reconocían en las imágenes de guerra que aparecían en los muros arruinados. De modo que daban cerveza, vino y agua para saciar la sed de los invasores. Y les proporcionaban cebollas, dátiles y pan recién hecho para calmar su hambre. Y, a veces, les ofrecían a sus hijas para satisfacer su lujuria. Incrédulos, los Hombres del Colmillo negaban con la cabeza y exclamaban que aquélla era una tierra de maravillas. Y algunos recordaban sus primeras visitas juveniles a la casa ancestral de sus padres, esa extraña sensación de regresar a un lugar en el que nunca habían estado.

Shigek era con frecuencia nombrada en El tratado, el rumor de un tirano distante, ya viejo en aquellos tiempos antiguos. En consecuencia, algunos entre los inrithi estaban atribulados porque las palabras parecían exceder la realidad del lugar. Orinaban en el río, defecaban en los árboles y alejaban a los mosquitos con palmadas. El suelo era viejo, melancólico, más fértil tal vez, pero era suelo como cualquier otro suelo. La mayoría, sin embargo, estaban sobrecogidos. No importaba lo sagrado que fuera el texto, las palabras simplemente pendían cuando las tierras no habían sido vistas. Cada uno a su manera, se dio cuenta de que el peregrinaje era la obra de coser el mundo a la escritura. Habían dado su primer paso verdadero.

Y la Santa Shimeh parecía estar tan cerca.

Entonces Cerjulla, el Conde de Wernute tydonnio, encontró la ciudad amurallada de Chiama. Temiéndose una hambruna debida al añublo del año anterior, los ancianos del lugar exigieron garantías antes de abrir sus puertas.

En lugar de negociar, Cerjulla se limitó a ordenar a los hombres que derribaran los muros, que cayeron fácilmente. Una vez dentro, los warnutish los masacraron a todos.

Dos días más tarde, se produjo otra masacre en Jirux, la gran fortaleza del río situada frente a la ciudad de la Orilla Sur de Ammegnotis. Al parecer, la guarnición shigeki dejada allí por Skauras se había amotinado y asesinado a todos los oficiales kianene. Cuando Uranyanka, el afamado Palatino ainonio de Moserothu llegó con sus caballeros, los amotinados les abrieron las puertas. Fueron atados y ejecutados en masa. A los infieles, le contaría más tarde Uranyanka a Chepheramunni, podía tolerarlos, pero a los infieles traicioneros no.

La mañana siguiente, Gaidekki, el tempestuoso Palatino de Anplei, ordenó el asalto de una ciudad llamada Huterat, no muy lejos de la ciudad de la Vieja Dinastía, Iothiah, presumiblemente porque su intérprete, un borracho de mucho cuidado, había traducido mal los términos de la rendición de la ciudad. Una vez se hubieron apoderado de las puertas, sus conriyanos recorrieron las calles haciendo estragos, violando y asesinando sin discriminación.

Entonces, como un asesino poseído por su propio impulso profano, la ocupación de la Orilla Norte por parte de la Guerra Santa degeneró en una masacre gratuita, aunque nadie supo por qué razón. Quizá fueron los rumores de dátiles y granadas envenenados. Quizá el derramamiento de sangre llamaba a más derramamiento de sangre. Quizá la seguridad de la fe era tan aterradora como hermosa. ¿Qué podía ser más verdadero que destruir lo falso?

Entre los shigeki corrió la voz de las atrocidades de los inrithi. Ante el altar y en las calles los Sacerdotes de Fane afirmaban que el Dios Solitario les castigaba por dar la bienvenida a los idólatras. Los shigeki empezaron a encerrarse en los grandes tabernáculos abovedados y a protegerse con barricadas. Con sus esposas y sus hijos, se reunían gimiendo en las suaves alfombras, llorando por sus pecados, rogando piedad. El trueno de los arietes en las puertas era su única respuesta. Después la entrada de espadachines con los ojos de hierro.

Todos los tabernáculos de la Orilla Norte fueron testigos de alguna clase de masacre. Los Hombres del Colmillo acallaban a cuchillazos a los penitentes que no dejaban de gritar, y después tiraban de una patada sus trípodes, aplastaban los altares de mármol, rasgaban los tapices de las paredes y las grandes alfombras de rezo de los suelos. Cualquier cosa que llevara la mancha de los fanim era arrojado a colosales hogueras. A veces, bajo las alfombras, encontraban los sobrecogedores mosaicos de los inrithi, que habían sido los constructores originales del templo, y se le perdonaba la vida al edificio. En otros casos los grandes tabernáculos fanim de Shigek fueron quemados. Bajo monstruosas torres de humo, los perros olisqueaban a los muertos amontonados y lamían la sangre de los escalones.

En Iothiah, que había abierto las puertas aterrorizada, cientos de kerathóticos, una secta inrithi que había logrado sobrevivir durante siglos de opresión fanim, se salvaron cantando los viejos himnos de los Mil Templos. Hombres que habían llorado de miedo se encontraban repentinamente abrazando a los hermanos de su fe, que hacía tanto tiempo que habían perdido. Aquella noche los kerathóticos tomaron las calles, derribaron las puertas a patadas y asesinaron a viejos enemigos, recaudadores de impuestos poco escrupulosos, cualquiera que les hubiera envidiado bajo el régimen del Sapatishah. Eran muchos.

En Nagogris, ciudad de murallas rojas, los Hombres del Colmillo empezaron en realidad a masacrarse entre ellos. En cuanto la Guerra Santa llegó a Shigek, los potentados shigeki que quedaban en la ciudad mandaron emisarios a Ikurei Conphas ofreciendo su rendición al Emperador a cambio de la protección Imperial. Conphas mandó en seguida una cohorte de Kidruhil. Por un error inexplicable, sin embargo, las puertas fueron abiertas ante una gran fuerza de thunyerios, fieros ingraulish y skagwa en su mayor parte, que no tardaron en saquear la ciudad. Los Kidruhil trataron de intervenir y estallaron batallas campales en las calles. Cuando el General Numemarius se encontró con Yalgrota Martillodesranc bajo un estandarte de tregua, el gigante le rompió la crisma. Desorganizados por la muerte de su general y enervados por la ferocidad de los guerreros de barba rubia, los Kidruhil abandonaron la ciudad.

Pero nadie sufrió más espantosamente que los sacerdotes fánicos.

Por la noche, alrededor de piras de relicarios infieles, los inrithi, borrachos, los usaron para divertirse, abriéndoles los vientres y arrastrándolos como mulas tirando de sus propias entrañas. Algunos fueron cegados, otros estrangulados, algunos fueron obligados a ver cómo sus esposas e hijas eran violadas. Otros fueron despellejados vivos. Muchos fueron quemados como brujas. Apenas se encontró alguna aldea sin el cadáver mutilado de algún sacerdote fánico o un funcionario clavado por las extremidades forzadas a un eucalipto.

Pasaron dos semanas, y de repente, como si se hubiera tomado alguna medida en concreto, la locura se desvaneció. Al final, sólo una parte de la población shigeki había sido asesinada, pero ningún viajero podía pasar más de una hora sin toparse con los muertos. En lugar de los humildes barcos de pescadores y comerciantes, cuerpos en descomposición se mecían por las aguas profanadas del Meneanor.

Al fin, Shigek había sido limpiada.

Desde la cima, el zigurat parecía mucho más abrupto que desde inmediatamente debajo. Pero lo mismo sucedía con la mayoría de cosas al cabo del tiempo.

Subiendo el último de los traicioneros escalones, Kellhus se volvió hacia el paisaje circundante. Al norte y al oeste, todo eran cultivos. Vio campos con acequias, líneas de sicomoros y fresnos, y aldeas que con la distancia parecían montones de cerámica rota. Varios zigurats más pequeños se erigían en primer plano, acérrimos e imperturbables, anclando una red de canales y embarcaderos que alcanzaban hasta las brumosas escarpaduras gedeanas. Al sur, más allá de los hombros del zigurat que Achamian había llamado Palpothis, vio grupos de helechos de las marismas como centinelas doblados entre arboledas de sauces. El poderoso Sempis refulgía más allá con la luz del sol. Y al este vio líneas de rojo entre verde —senderos y viejos caminos— cruzando bosquecillos sombríos y campos soleados, todos ellos convergiendo en Iothiah, que oscurecía el horizonte con sus muros y su humo.

Shigek. Una tierra antigua más.

«Tan vieja y tan vasta, Padre… ¿La viste tú también así?»

Bajó la mirada hacia la escalera que formaba un paso elevado sobre la espalda de mamut del zigurat y vio a Achamian todavía subiendo trabajosamente los peldaños. El sudor oscurecía las axilas y el cuello de su túnica de lino blanco.

—Pensaba que dijiste que los antiguos creían que sus dioses vivían en la cima de estas cosas —gritó Kellhus—. ¿Por qué te entretienes?

Achamian se detuvo y frunció el entrecejo mirando la distancia que le quedaba. Jadeando en busca de aire, trató de sonreír.

—Porque los antiguos creían que sus dioses vivían en la cima de esas cosas…

Kellhus sonrió y después se volvió para contemplar la cima destrozada. La antigua casa de los dioses estaba en ruinas: muros caídos y bloques esparcidos. Inspeccionó grabados partidos y pictogramas indescifrables. Los restos de los dioses, imaginó, y sus invocaciones terrenales.

Fe. La fe había levantado la negra montaña escalonada. Las creencias de hombres que llevaban mucho tiempo muertos.

«Tanto, Padre, y todo en nombre de las falsas ilusiones.»

A duras penas parecía posible. Y sin embargo la Guerra Santa no era tan distinta. En cierto sentido era todavía una obra más grande, aunque también más efímera.

En los meses transcurridos desde la llegada a Momemn, Kellhus había colocado los fundamentos de su propio zigurat, introduciéndose en la confianza de los poderosos, instalando la sospecha de que era más, mucho más que el príncipe que afirmaba ser. Con la renuencia propia de su prudencia y humildad, había finalmente asumido el papel que los demás le habían otorgado. Dadas las complicaciones que aquello acarreaba, al principio había esperado proceder con más cautela, pero su encuentro con Sarcellus le había obligado a acelerar sus planes, a asumir riesgos que de otro modo habría evitado. Incluso entonces, sabía que el Consulto le observaba, le estudiaba y valoraba su creciente poder. Tenía que hacerse con la Guerra Santa antes de que su paciencia disminuyera demasiado. Tenía que hacer de esos hombres un zigurat.

«Tú también los viste, ¿verdad, Padre? ¿Es a ti a quien persiguen? ¿Son ellos la razón por la que me has llamado?»

Mirando hacia las cercanías, vio a un hombre caminando con sus bueyes por un paso elevado, golpeándolos cada dos o tres pasos con su vara. Vio espaldas dobladas en campos de millo vecinos. A media milla de distancia, vio a un grupo de jinetes inrithi cabalgando en fila india a través del trigo amarillento.

Cualquiera de ellos podía ser un espía del Consulto.

—¡Dulce Seja! —gritó Achamian al ganar la cima.

¿Qué iba a hacer el hechicero si descubría su conflicto secreto con el Consulto? El Mandato no podía implicarse, sabía Kellhus, hasta que él poseyera poder suficiente para negociar con ellos de igual a igual.

Todo se reducía al poder.

—¿Cómo decías que se llama? —preguntó Kellhus, aunque no había olvidado nada.

—El Gran Zigurat de Xijoser —respondió Achamian, todavía jadeando—. Una de las obras más impresionantes de la Vieja Dinastía… Extraordinario, ¿verdad?

—Sí —dijo Kellhus con un falso entusiasmo.

«Debe de estar avergonzado.»

—¿Te preocupa algo? —preguntó Achamian, inclinándose sobre las rodillas. Se volvió para escupir por el borde de la cima.

—Serwe —dijo Kellhus con el aire de estar haciendo una confesión—. Dime, la crees capaz de ser… —Fingió tragar saliva nervioso.

Achamian apartó la mirada hacia el brumoso paisaje, pero no antes de que Kellhus vislumbrara una pasajera expresión de terror. Palmas girándose hacia arriba, una nerviosa caricia de la barba, aceleración del pulso…

—¿De ser qué? —preguntó el hechicero con un falso desinterés.

De todas las almas que Kellhus había dominado, pocas habían resultado ser tan útiles como Serwe. La lujuria y la vergüenza eran siempre los caminos más cortos hacia los corazones de los hombres nacidos en el mundo. Desde que se la había mandado a Achamian, el hechicero le había compensado por ese atrevimiento a medias recordado de innumerables y sutiles formas. El viejo proverbio conriyano era cierto: ningún amigo es más generoso que el que ha seducido a tu mujer…

Y generosidad era precisamente lo que necesitaba de Drusas Achamian.

—Nada —dijo Kellhus negando con la cabeza—. Todos los hombres tienen miedo de que sus mujeres sean infieles, supongo. —Algunas aperturas había que trabajarlas constantemente, había que acosarlas, mientras que había que dejar que otras se enconaran.

Evitando su mirada, el Maestro gruñó y se frotó la parte baja de la espalda.

—Ya soy demasiado viejo para eso —dijo con un ansioso buen humor. Se aclaró la garganta y escupió una vez más—. Cómo se pondría Esmi…

Esmenet. También ella tenía un papel que jugar.

Después de tantas semanas de contacto prolongado, Kellhus había acabado por conocer a Achamian mucho mejor de lo que éste se conocía a sí mismo. Los que querían al Maestro —Xinemus y Esmenet— con frecuencia pensaban que era débil. Suavizaban las palabras duras, simulaban no percibir sus manos vacilantes o sus frágiles expresiones y hablaban de él a la defensiva, con paternalismo. Pero Kellhus sabía que Drusas Achamian era más fuerte de lo que los demás —especialmente Drusas Achamian— sospechaban. Algunos hombres desperdiciaban su vida con dudas y reflexiones hasta que parecía que no tenían nada a lo que pudieran agarrarse. Algunos hombres debían ser labrados por el crudo axioma del mundo.

Probados.

—Dime —dijo Kellhus—, ¿cuánto debe dar un maestro?

Sabía que Achamian hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse su maestro, pero el hechicero era suficientemente vano como para no sacarle de su error. Las alabanzas más halagadoras no consistían en lo que se decía sino en las asunciones que había detrás de lo que se decía.

—Eso —respondió Achamian, desafiando su mirada otra vez— depende del alumno…

—Así que el alumno debe saber evitar dar demasiado poco.

«Debe cuestionarse a sí mismo.»

—O demasiado.

Aquélla era una costumbre intelectual de Achamian; notar la importancia de los contrarios y de cosas no tan obvias. Le encantaba apartar el velo, revelar las complejidades que se ocultaban tras las cosas sencillas. En eso era casi único: los hombres nacidos en el mundo, había descubierto Kellhus, despreciaban la complejidad tanto como adoraban los halagos. La mayoría de hombres preferían morir engañados que vivir sin certezas.

—Demasiado… —repitió Kellhus—. Quieres decir, ¿como Proyas?

Achamian se miró los pies enfundados en sandalias.

—Sí. Como Proyas.

—¿Qué le enseñaste?

—Lo que llamamos la exotérica: Lógica, historia, aritmética, todo excepto lo esotérico, la hechicería.

—¿Y eso fue demasiado?

El hechicero se interrumpió estupefacto, sin saber de repente a qué se refería.

—No —concedió después de un momento—. Supongo que no. Yo esperaba enseñarle la duda, la tolerancia, pero el clamor de su fe era excesivo. Quizá si me hubieran dejado terminar su educación… Pero está perdido. Otro Hombre del Colmillo.

«Ahora muéstrale lo fácil.»

Kellhus soltó una risotada.

—Como yo.

—Exactamente —dijo el Maestro del Mandato, sonriendo de ese modo malicioso y tímido a la vez que, según había observado Kellhus, los otros consideraban encantador—. Otro fanático sediento de sangre.

Kellhus se rió como Xinemus, después se detuvo, sonriendo. Durante un rato había estado mapeando las respuestas de Achamian hasta los menores matices de su expresión. Aunque Kellhus no conocía a Inrau, conocía —con una asombrosa exactitud— la peculiaridad de sus gestos y su expresión, tan bien que podía hacer que Achamian se pusiera a pensar en Inrau con poco más que una mirada o una sonrisa.

Paro Inrau. El alumno que Achamian había perdido en Sumna. El alumno al que había fallado.

—Hay más de una clase de fanatismo —dijo Kellhus.

Los ojos del hechicero se abrieron como platos momentáneamente y después se estrecharon movidos por ansiosos pensamientos de Inrau y los acontecimientos del año anterior, cosas que preferiría no recordar.

«El Mandato debe convertirse en algo más que un odiado maestro, debe convertirse en un enemigo.»

—Pero no todos los fanatismos son iguales —dijo Achamian.

—¿Qué quieres decir? ¿No iguales en sus principios o no iguales en sus consecuencias?

Inrau era una consecuencia, como lo eran los incontables miles de hombres que la Guerra Santa había asesinado durante los últimos días. «Tu Escuela —le había sugerido Kellhus— no es diferente.»

—La Verdad —dijo Achamian—. La Verdad los distingue. No importa de qué fanatismo se trate, inrithi, Consulto, o incluso Mandato, las consecuencias son las mismas: los hombres mueren o sufren. La cuestión es por qué mueren o sufren…

—¿De modo que la finalidad, la finalidad verdadera, justifica el sufrimiento, incluso la muerte?

—Así debes de creerlo, de lo contrario no estarías aquí.

Kellhus sonrió como si estuviera avergonzado por haber sido descubierto.

—De modo que todo se reduce a la Verdad. Si los objetivos de uno son verdaderos…

—Se puede justificar cualquier cosa. Cualquier tormento, cualquier asesinato…

Kellhus redondeó los ojos como sabía que hubiera hecho Inrau.

—Cualquier traición —dijo.

Achamian se lo quedó mirando, con su ágil rostro tan pétreo como pudo. Pero Kellhus vio más allá de la piel oscura, más allá de la capa de finos músculos, más allá incluso del alma que obraba en su interior. Vio misterios y angustia, un anhelo labrado por tres mil años de sabiduría. Vio a un niño apaleado y acosado por un padre borracho. Vio un centenar de generaciones de pescadores nronios inmovilizadas entre el hambre y el cruel mar. Vio a Seswatha y toda la locura de la guerra sin esperanza. Vio los antiguos integrantes de las tribus ketiay descendiendo en tropel por las laderas de las montañas. Vio el animal, hozando en celo, retrocediendo en busca de un tiempo sin memoria.

No vio lo que venía después, vio lo que venía antes…

—Cualquier traición —repitió el hechicero cansinamente.

«Está cerca.»

—Y tu causa —insistió Kellhus—. La prevención del Segundo Apocalipsis.

—Es verdadera. No puede haber ninguna duda al respecto.

—Así que en nombre de esa causa, ¿puedes cometer cualquier acto, cualquier traición?

Los ojos de Achamian se destensaron de pavor, y Kellhus vislumbró una preocupación demasiado rauda para convertirse en una pregunta. El Maestro se había acostumbrado a la eficiencia de su discurso: raramente habían pasado de una pregunta a la siguiente como hacían ahora.

—Es extraño —dijo Achamian— el modo en que las cosas dichas con seguridad pueden sonar atroces cuando son repetidas por otro.

Un giro inesperado, pero también una oportunidad. «Un camino más corto.»

—Te inquieta —dijo Kellhus— porque demuestra que la convicción es tan barata como las palabras. Cualquier hombre puede creer hasta la muerte. Cualquier hombre puede decir lo que tú dices.

—De modo que temes que yo no sea distinto de cualquier otro fanático.

—¿No te parece?

«¿Hasta dónde llega su convicción?»

—Tú eres el Heraldo, Kellhus. Si soñaras los Sueños de Seswatha como lo hago yo…

—Pero ¿no podría Proyas decir lo mismo de su fanatismo? ¿No podría decir? «¿Si tú hablaras con Maithanet como lo hice yo»?

«¿Hasta dónde seguirá? ¿Hasta la muerte?»

El hechicero suspiró y asintió.

—Ése es siempre el dilema, ¿verdad?

—Pero ¿el dilema de quién? ¿El tuyo o el mío?

«¿Seguirá más allá?»

Achamian se rió, pero de ese modo apocopado de los hombres que quitan trascendencia a aquello que les horroriza.

—Es el dilema del mundo, Kellhus.

—Necesito más que eso, Akka. Algo más que frases evidentes.

«¿Seguiría hasta el final?»

—No estoy seguro…

—¿Qué quieres de mí? —exclamó Kellhus con una repentina desesperación. La indecisión de Inrau trinaba en su voz. El horror de Inrau le abrió los ojos como platos.

«Debo tenerlo»

El hechicero se le quedó mirando, horrorizado.

—Kellhus, yo…

—¡Piensa en lo que me estás diciendo! ¡Piensa, Akka, piensa! ¡Estás diciendo que yo soy la señal del Segundo Apocalipsis, que yo auguro la extinción de la humanidad!

Pero por supuesto Achamian le consideraba algo más.

—No, Kellhus… No, el final.

—Entonces, ¿qué soy? ¿Lo que tú creas que soy?

—Creo… Creo que podrías ser…

—¿Qué Akka? ¿Qué?

—¡Todo tiene una finalidad! —gritó el Maestro exasperado—. Has venido a mí por una razón, aunque tú todavía no la comprendas.

Kellhus sabía que aquello era falso. Para que los acontecimientos tuvieran una finalidad, sus objetivos tenían que determinar sus principios, y eso era imposible. Las cosas eran gobernadas por sus orígenes, no por sus destinos. Lo que venía antes determinaba lo que venía después: su manipulación de esos hombres nacidos en el mundo era prueba de ello… Si el dunyaino hubiera estado equivocado en sus teoremas, sus axiomas habrían permanecido inviolables. El Logos había sido complicado, nada más. Hasta la hechicería, a juzgar por lo que intuía, seguía leyes.

—¿Y qué finalidad es ésa? —preguntó Kellhus.

Achamian dudó, y a pesar de que permaneció totalmente en silencio, todo, desde su expresión hasta su olor y su pulso aulló de pánico. Se lamió los labios.

—Creo que… salvar el mundo.

Siempre se reducía a eso. Siempre el mismo engaño.

—¿De modo que yo soy tu causa? —dijo Kellhus incrédulamente—. ¡Yo soy la Verdad que justifica tu fanatismo!

Achamian tenía la mirada perdida. Estaba aterrorizado. Saqueando la expresión de aquel hombre, Kellhus observó cómo las deducciones salpicaban y goteaban por su alma, llevadas por su propio peso a una única conclusión inexorable.

«Todo… Según él mismo ha reconocido, debe cederlo todo.»

Incluso la Gnosis.

«¿Cuan poderoso has llegado a ser, Padre?»

Sin mediar aviso, Achamian se levantó y miró la monumental escalera. Dio cada uno de sus pasos con una cansina deliberación, como si los contara. El viento shigeki alborotó su reluciente cabello negro. Cuando Kellhus le llamó, él sólo dijo:

—Las alturas me cansan.

Como Kellhus sabía que diría.

El General Martemus siempre se había considerado a sí mismo un hombre práctico. Era una persona que siempre clarificaba sus tareas, y después se disponía metódicamente a alcanzar sus objetivos. No tenía derechos de nacimiento, ni había tenido una infancia fácil, de modo que nada nublaba su juicio. Se limitaba a ver, analizar y actuar. El mundo no era tan complicado, decía a sus oficiales más jóvenes, siempre que uno mantenga la cabeza clara y un pragmatismo inmisericorde.

Ver. Analizar. Actuar.

Había vivido toda su vida de acuerdo con esa filosofía. Con qué facilidad había sido derrotada.

La tarea había parecido sencilla, si bien inusual, al principio. Observar al Príncipe Anasurimbor Kellhus de Atrithau y tratar de ganarse su confianza. Si el hombre buscaba seguidores con algún oscuro propósito, como Conphas sospechaba, entonces un general nansur con una crisis de fe sería una oportunidad irresistible.

No lo fue. Martemus había asistido al menos a una docena de sus sermones nocturnos, o «improntas», como los llamaban, antes de que el hombre le dedicara una sola palabra.

Lógicamente, Conphas, que siempre culpaba a sus ejecutores antes que a sus propias suposiciones, había hecho responsable de ello a Martemus. No podía haber ninguna duda de que Kellhus era cishaurim, porque tenía alguna relación con Skeaos, que sin lugar a dudas era cishaurim. No podía haber ninguna duda de que el hombre interpretaba el papel de profeta, no después de su incidente con Saubon. Y no podía ser posible que el hombre supiera que Martemus era un anzuelo, dado que Conphas no le había contado su plan a nadie más que a Martemus. En consecuencia, Martemus había fracasado, aunque Martemus fuera demasiado obstinado para verlo por sí mismo.

Pero ésa era solamente una de las innumerables injusticias menores que Conphas había cometido con él a lo largo de los años. Aunque Martemus se hubiera molestado en sentirse ofendido, cosa poco probable, estaba demasiado ocupado para tener miedo.

No estaba muy seguro del momento en que había sucedido, pero fue en algún instante durante la marcha por Gedea. El General Martemus, siendo como era eminentemente práctico, había dejado de creer que el Príncipe Kellhus se hacía pasar por profeta. Aquello no significaba que creyera que el hombre era en realidad un profeta —Martemus se mantuvo pragmático en ese aspecto— sólo que ya no sabía qué creía.

Pero pronto lo haría, y la perspectiva le aterrorizaba. Martemus era también un hombre extraordinariamente leal, y valoraba muchísimo su posición como ayuda de campo de Ikurei Conphas. Con frecuencia pensaba que había nacido para servir al mercurial Exalto–General, para equilibrar la innegable genialidad de aquel hombre con observaciones más sobrias, más fiables. «Al prodigio debe recordársele lo práctico», pensaba con frecuencia. No importaba lo deliciosas que fueran las especias, uno no podía pasar sin sal.

Pero si Kellhus era en realidad… Entonces, ¿qué le pasaría a su lealtad?

Martemus caviló sobre aquello mientras estaba sentado entre los miles de hombres reunidos para escuchar el primer sermón del Príncipe Kellhus desde la locura de su llegada a Shigek. Ante él se erigía el antiguo Xijoser, el Gran Zigurat, una montaña de piedra negra pulida con cornisas tan inmensa que parecía que debía cubrirse la cara y tirarse boca abajo. Las exuberantes llanuras del delta del Sempis se extendían en todas direcciones embellecidas por zigurats más pequeños, acequias, marismas de juncos e infinitos arrozales. El sol brillaba blanco en un cielo desierto.

A lo largo y lo ancho de aquella reunión, los hombres y las mujeres hablaban y reían. Durante un rato Martemus observó cómo la pareja que tenía ante sí compartía un humilde ágape a base de cebollas y pan. Después se dio cuenta de que los que estaban a su alrededor trataban de evitar su mirada. Su uniforme y su capa azul probablemente les asustaban, pensó, le daban aspecto de noble. Miró uno tras otro a sus distraídos vecinos tratando de pensar qué podría decir para tranquilizarles. Pero no logró pronunciar ni la primera palabra.

Le sobrevino una profunda soledad. Pensó en Conphas una vez más.

Entonces vio al Príncipe Kellhus, pequeño y distante, descendiendo la monumental escalera de Xijoser. Martemus sonrió, como si acabara de encontrar a un viejo amigo en un mercado extranjero.

«¿Qué dirá?»

Cuando empezó a asistir a las improntas, Martemus había pensado que las charlas serían o bien heréticas o fácilmente rebatibles. No eran ninguna de las dos cosas. En realidad, el Príncipe Kellhus recitaba las palabras de los Viejos Profetas y de Inri Sejenus como si fueran suyas. Nada de lo que decía contradecía cualquiera de los innumerables sermones que Martemus había oído en el transcurso de su vida, aunque esos sermones con frecuencia se contradecían entre ellos. Era como si el Príncipe Kellhus persiguiera verdades más lejanas, las implicaciones tácitas de lo que los inrithi ortodoxos ya creían.

Escucharle, parecía, era aprender lo que uno ya sabía sin saberlo.

El Príncipe de Dios, le llamaban algunos. El–que–ilumina–el–interior.

Con sus vestiduras de seda blancas brillando bajo la luz del sol, el Príncipe Kellhus se detuvo en los escalones inferiores del zigurat y levantó la mirada hacia las agitadas masas. Había algo glorioso en su aspecto, como si hubiera descendido no desde las alturas sino desde los cielos. Con un revoloteo de temor, Martemus se dio cuenta de que no había visto a aquel hombre ascendiendo al zigurat, ni siquiera le había visto en la cima de las ruinas de aquella antigua casa de los dioses. Simplemente… se había percatado que estaba allí.

El General se maldijo, por idiota.

—El Profeta Angeshrael —gritó el Príncipe Kellhus— descendió de su ayuno en el monte Eshki. —La asamblea se sumió en un completo silencio, tanto que Martemus oyó cómo la brisa le zarandeaba las orejas—. Husyelt, nos dice el Colmillo, le mandó una liebre para que al fin pudiera comer. Angeshrael despellejó el regalo del Cazador y encendió el fuego para darse un festín. Una vez hubo comido y ya feliz, el sagrado Husyelt, Santo Acechador, se unió a él ante su fuego, pues los Dioses en esos tiempos no habían dejado el mundo a cargo de los hombres. Angeshrael, reconociendo al Dios como el Dios, se puso inmediatamente de rodillas ante el fuego, sin pensar dónde esconder la cara. —El Príncipe sonrió repentinamente—. Como un joven en la noche de bodas, erró por su exceso de ansiedad…

Martemus se rió con otros miles. El sol brilló con mayor intensidad.

—Y el Dios dijo: «¿Por qué nuestro Profeta sólo se postra de rodillas? ¿No son los Profetas hombres como los demás hombres? ¿No deberían hundir la cara en el suelo?». A lo que Angeshrael respondió: «He visto que tenía el fuego delante». Y el incomparable Husyelt dijo: «El fuego quema en la tierra, lo que el fuego consume se convierte en tierra. Soy tu Dios. Hunde la cara en la tierra».

El Príncipe se detuvo.

—Así que Angeshrael, nos dice el Colmillo, hundió la cabeza en las llamas.

A pesar del aire húmedo y cerrado, a Martemus se le puso la piel de gallina. ¿Cuántas veces, especialmente de niño, se había quedado mirando una hoguera, sorprendido por el pensamiento errante de hundir la cara entre las llamas, aunque sólo fuera para sentir lo que un Profeta había sentido?

Angeshrael. El Profeta Quemado. «¡Hundió la cabeza en el fuego! ¡Fuego!»

—Como Angeshrael —prosiguió el Príncipe— estamos arrodillados ante un fuego.

Martemus aguantó la respiración. Le recorrió una oleada de calor, o al menos eso le pareció.

—¡La Verdad! —gritó el Príncipe Kellhus, como si gritara un nombre que todos los hombres reconocían—. El fuego de la Verdad. La verdad de quiénes sois.

De algún modo, su voz se había dividido y convertido en un coro.

—Sois frágiles. Estáis solos. Aquéllos que os aman no os conocen. Sentís lujuria por cosas obscenas. Teméis hasta a vuestro hermano más cercano. Comprendéis mucho menos de lo que creéis.

»Vosotros, ¡vosotros!, sois esas cosas. Frágiles, solitarias, desconocidas, lujuriosas, temerosas y perplejas. Ahora mismo sentís que estas verdades queman. Ahora mismo —levantó una mano como si quisiera acallar a hombres silenciosos— os consumen.

Bajó la mano.

—Pero no hundís la cara en la tierra. No…

Sus ojos refulgentes se posaron sobre Martemus, que sintió cómo se le tensaba la garganta, que sintió cómo el pequeño martillo de su corazón le mandaba sangre a la cara.

«Ve mi interior. Es testigo.»

—Pero ¿por qué? —preguntó el Príncipe, con el timbre magullado por un viejo y desconcertante dolor—. En la angustia de este fuego está el Dios. Y en el Dios está la redención. Cada uno de vosotros tiene la llave de su propia redención. ¡Ya estáis arrodillados ante ella! Pero sin embargo, ¡no hundís la cara en la tierra! Sois frágiles. Sois solitarios. Los que os aman no os conocen. Sentís lujuria por cosas obscenas. Teméis incluso a vuestro hermano más cercano. ¡Y comprendéis mucho menos de lo que creéis!

Martemus hizo una mueca. Las palabras habían sacado un dolor de sus intestinos, lo habían llevado al velo de su paladar y habían mandado a rodar sus pensamientos en el dubitativo reconocimiento de algo a la vez conocido y lejano. «De mí… ¡Habla de mí!»

—¿Hay alguien entre vosotros que niegue esto?

Silencio. En algún lugar alguien lloró.

—Pero ¡sí lo negáis! —gritó el Príncipe Kellhus como un amante que se enfrenta a una infidelidad imposible—. ¡Todos vosotros! Os arrodilláis, pero también engañáis, ¡engañáis al fuego de vuestro propio corazón! Respiráis para pronunciar una mentira tras otra, para clamar que el fuego no es la Verdad. Que sois fuertes. Que no estáis solos. Que los que os aman os conocen. Que deseáis cosas que no son obscenas. Que no teméis a vuestro hermano en ningún sentido. Que lo entendéis todo.

¿Cuántas veces había mentido así Martemus? Martemus, el hombre práctico. Martemus, el hombre realista. ¿Cómo podía él ser esas cosas si sabía tan bien de qué estaba hablando el Príncipe Kellhus?

—Pero en momentos secretos, sí, en los momentos secretos esas negativas suenan huecas, ¿verdad? En esos momentos secretos vislumbráis la angustia de la Verdad. En los momentos secretos veis que vuestra vida ha sido la farsa de un mimo. ¡Y lloráis! ¡Y preguntáis dónde está el error! Y gritáis: «¿Por qué no puedo ser fuerte?».

Bajó unos cuantos escalones.

«¿Por qué no puedo ser fuerte?»

¡A Martemus le dolía la garganta!, le dolía como si él mismo hubiera gritado esas palabras.

—Porque —dijo el Príncipe— mentís.

Y Martemus pensó, como enloquecido: «Piel y cabello… ¡Es sólo un hombre!».

—Sois frágiles porque fingís fortaleza. —La voz era ahora incorpórea, y susurraba en secreto en un millar de orejas enrojecidas—. Estáis solos porque mentís incesantemente. Los que os aman no os conocen porque sois mimos. Deseáis cosas obscenas porque negáis lo que deseáis. Teméis a vuestro hermano porque teméis lo que él ve. Comprendéis tan poco porque para aprender debéis admitir que no sabéis nada.

¿Cómo podía una vida caber en la palma de una sola mano?

—¿Veis la tragedia? —imploró el Príncipe—. Las escrituras nos ofrecen la posibilidad de ser divinos, de ser más de lo que somos. ¿Y qué somos? Hombres frágiles con corazones malhumorados, corazones envidiosos, asfixiados por el sudario de nuestras propias mentiras. Hombres que siguen siendo frágiles porque no pueden confesar su fragilidad.

Y esa palabra, «frágil», pareció caída de los cielos, desde el Exterior, y por un instante el hombre que hablaba dejó de ser un hombre para ser la superficie terrenal de algo mucho más grande. «Frágil…» No dicho de labios de un hombre, sino desde alguna otra parte.

Y Martemus lo comprendió.

«Estoy sentado en presencia del Dios.»

Horror y dicha.

Irritando sus ojos. Cegando su piel. En todas partes.

La presencia del Dios.

Para al final estar quieto, para ser abrazado por lo que abrazaba el mismísimo mundo, y para ver al fin lo lejos que uno había caído. Y a Martemus le parecía que estaba allí por primera vez, como si uno sólo pudiera ser realmente uno mismo —¡estar allí!— en el claro que era Dios.

«Aquí…»

La imposibilidad de atrapar el dulce aire entre los labios resecos. El misterio de una alma móvil y un intelecto furtivo. La gracia de pasiones en tropel. La imposibilidad.

La imposibilidad.

El milagro del aquí.

«Arrodíllate conmigo —dijo una voz procedente de la nada—. Dame la mano y no tengas miedo. ¡Hunde la cara en el horno!»

Un lugar había sido preparado para esas últimas palabras, palabras que trazaron la escritura de su corazón. Un lugar de éxtasis.

La multitud gritó y Martemus gritó con ella. Algunos lloraban abiertamente y Martemus lloró con ellos. Otros alzaban los brazos como si trataran de coger su imagen. Martemus alzó dos dedos para frotar su rostro distante.

No sabía cuánto tiempo había hablado el Príncipe. Pero habló de muchas cosas, y cualquiera que fuera el tema sobre el que hablara, el mundo se transformaba. «¿Qué significa ser un guerrero? ¿No es la guerra el fuego? ¿El horno? ¿No es la guerra la verdad misma de nuestra fragilidad?» Incluso les enseñó un himno, que, dijo, le había llegado en un sueño. Y la canción les conmovió como sólo una canción del Exterior podía conmoverlos. Un himno cantado por los mismísimos Dioses. Durante el resto de sus días, Martemus se despertaría y oiría esa canción.

Y después, cuando el gentío se arremolinó alrededor del príncipe y se puso de rodillas y quiso besarle el dobladillo de su túnica blanca, él les pidió que se pusieran en pie, que recordaran que él era solamente un hombre como los otros hombres. Y al fin, cuando los apretujones llevaron a Martemus ante él, aquellos surrealistas ojos azules le contemplaron amablemente, no miraron su coraza de oro, su capa azul o la insignia de su puesto.

—Te he estado esperando, General.

El excitado barullo de los demás se distanció, como si ambos se hubieran sumergido. Martemus no podía más que mirarle, estupefacto, sobrecogido y tan agradecido…

—Conphas te mandó. Pero eso ha cambiado ahora, ¿verdad?

Y Martemus se sintió como un niño ante su padre, incapaz de mentir, incapaz de decir la verdad.

El Profeta asintió como si hubiera hablado.

—¿Qué le pasará a tu lealtad, me pregunto?

Lejos, casi demasiado lejos para tocarles, los hombres gritaban. Martemus observó cómo el profeta volvía la cabeza, extendía hacia atrás una mano rodeada de un halo dorado y cogía un brazo en movimiento, un brazo que tenía un puño que sostenía un cuchillo largo de plata.

«Asesinato», pensó sin preocuparse.

El hombre que estaba ante él no podía ser asesinado. Lo sabía.

La muchedumbre derribó al asesino al suelo. Martemus vislumbró un rostro ensangrentado, aullando.

El Profeta se volvió hacia él.

—No dividiré tu corazón —dijo—. Ven a verme de nuevo cuando estés listo.

—Te lo advierto, Proyas. Hay que hacer algo con ese hombre.

Ikurei Conphas había dicho esto con más énfasis del que deseaba. Pero aquéllos eran tiempos enfáticos.

El Príncipe conriyano se reclinó en su silla de campaña y le miró con una expresión neutra. Se llevó a la barba recortada una mano ausente.

—¿Qué sugieres? «Por fin.»

—Que convoquemos una sesión plenaria del Consejo de Grandes y Pequeños Nombres.

—Que presentemos cargos contra él.

Proyas frunció el entrecejo.

—¿Cargos? ¿Qué cargos?

—Bajo los auspicios del Colmillo. La Vieja Ley.

—Ah, ya veo. ¿Y de qué acusarás al Príncipe Kellhus?

—De fomentar la blasfemia. Con pretensión de profecía.

Proyas asintió.

—En otras palabras —dijo cáusticamente—, de ser un falso profeta.

Conphas se rió con incredulidad. Recordaba una ocasión —hacía mucho tiempo, le parecía ahora— en que había pensado que él y Proyas se harían rápidamente un par de famosos amigos en el transcurso de la Guerra Santa. Ambos eran guapos. Tenían una edad semejante. Y en sus respectivos rincones de los Tres Mares, eran considerados prodigios igualmente prometedores; esto es, hasta su aplastamiento de los scylvendios en la Batalla de Kiyuth.

«Nadie es mi igual.»

—¿Podría alguna acusación ser más apropiada? —preguntó Conphas.

—Estuve de acuerdo —respondió Proyas con irritación— en discutir el modo de sorprender a Skauras en la Orilla Sur, no en discutir la fe de un hombre al que considero mi amigo.

A pesar de que el pabellón de Proyas era grande y estaba ricamente decorado, era oscuro y hacía un calor insoportable. A diferencia de los demás, que habían cambiado la lona por el mármol de las casas de campo abandonadas, Proyas seguía como si la marcha continuara.

«Sólo un fanático.»

—¿Has oído hablar de esos sermones en Xijoser? —preguntó Conphas, pensando. «Martemus, idiota.»

Pero ése era el problema. Martemus no era un idiota. Conphas a duras penas podía imaginarse a alguien menos idiota. Ése era el problema precisamente.

—Si, sí —respondió Proyas respirando con exasperación—. He sido invitado a asistir en varias ocasiones, pero el campo me tiene ocupado.

—Lo imagino… ¿Sabías que muchos, entre los oficiales y la tropa, tus hombres igual que los míos, le llaman el Profeta Guerrero? ¿El Profeta Guerrero?

—Sí. Lo sabía —dijo Proyas con el mismo aire de impaciencia indulgente de antes. Pero sus cejas se unieron como si pellizcaran un pensamiento inquietante.

—Por el momento —dijo Conphas, hablando como si estuviera al límite de su buen humor— ésta es la Guerra Santa del Último Profeta… de Inri Sejenus. Pero si este fraude sigue captando seguidores, pronto se convertirá en la Guerra Santa del Profeta Guerrero. ¿Lo entiendes?

Los profetas muertos eran útiles, porque uno podía gobernar en su nombre. ¿Pero los profetas vivos? ¿Los profetas cishaurim?

«Quizá debería decirle lo que sucedió con Skeaos.»

Proyas negó con la cabeza cansinamente.

—¿Qué quieres que haga, eh, Conphas? Kellhus es… distinto de los otros hombres. De eso no hay duda. Y tiene esos sueños. Pero no afirma ser un profeta. Le irrita que los demás le digan que lo es.

—¿Y qué? ¿Crees que debería reconocer ser un Falso Profeta? ¿Ser un Falso Profeta no es suficiente?

Con una expresión dolorida, Proyas le contempló exhaustivamente, mirándole de arriba abajo como si estuviera analizando la calidad de su armadura de combate.

—¿Por qué te preocupa tanto, Conphas? Tú no eres precisamente un hombre pío.

«¿Qué crees que debería hacer, tío? ¿Debo decírselo?»

Conphas reprimió el impulso de escupir como el scylvendio y se pasó la lengua por los dientes. Despreciaba la indecisión.

—Mi piedad no es el tema en cuestión aquí.

Proyas inspiró y exhaló pesadamente.

—He pasado muchas horas sentado con ese hombre, Conphas. Juntos, hemos leído en voz alta La crónica del Colmillo y El tratado, y ni en una ocasión, en todo ese tiempo, he detectado el menor rastro de herejía. En realidad, Kellhus es quizá el hombre más profundamente pío que he conocido jamás. El hecho de que los demás hayan empezado a llamarle Profeta es inquietante, estoy de acuerdo. Pero no lo está provocando él. La gente es débil, Conphas. ¿Te sorprende que le miren y vean en su fuerza más de lo que es?

Conphas sintió que un dulce desdén se desplegaba en su cara.

—Incluso a ti… Te ha atrapado incluso a ti.

¿Qué clase de hombre? A pesar de que era reacio a admitirlo, sus reuniones con Martemus le habían sorprendido profundamente. En el transcurso de apenas unas semanas, ese Príncipe Kellhus había conseguido convertir a su hombre más fiable en un idiota tartamudo ¡La Verdad! ¡La fragilidad de los hombres! ¡El horno!

¡Qué sinsentido! Y sin embargo el sinsentido estaba filtrándose por entre la Guerra Santa como sangre entre lino. El Príncipe Kellhus era una herida. Y si en realidad era un espía cishaurim como su querido tío Xerius se temía, podía también ser mortal.

Proyas estaba enojado, y respondió con desdén al desdén.

—Atrapado —espetó—. Obviamente, así es como tú lo ves. Los hombres ambiciosos nunca comprenden a los píos. Según ellos los objetivos, para ser sensatos, deben ser mundanos. Soluciones a deseos abyectos.

En esas palabras, decidió Conphas, había algo forzado.

«Al fin he plantado una semilla.»

—Saciar deseos tiene muchas cosas buenas —le espetó Conphas, después se volvió sobre sus talones. Había excedido su ración diaria de idiotas.

La voz de Proyas le detuvo antes de las cortinas.

—Una última cosa, Exalto–General.

Conphas se volvió con los párpados bajos y las cejas arqueadas.

—¿Sí?

—¿Sabes del intento de asesinato al Príncipe Kellhus?

—¿Quieres decir que hay otro hombre sensato en este mundo?

Proyas sonrió agriamente. Por un momento el odio verdadero refulgió en sus ojos.

—El Príncipe Kellhus me ha dicho que el hombre que trató de matarlo era nansur. Uno de tus oficiales, en realidad.

Conphas se quedó mirando al hombre sin comprender, dándose cuenta de que le habían engañado… Proyas le había preguntado para implicarle, para ver si tenía motivos. Conphas se maldijo por ser un idiota. Fanático o no, Nersei Proyas no era un hombre que debiera ser subestimado.

«Esto se está convirtiendo en una pesadilla.»

—¿Qué? —dijo Conphas—. ¿Te propones detenerme?

—Tú propones detener al Príncipe Kellhus.

Conphas sonrió.

—Te resultaría difícil detener a un ejército.

—No veo ningún ejército —dijo Proyas.

Conphas sonrió.

—Por supuesto que lo ves.

Claro que Proyas no tenía nada que hacer, ni siquiera en caso de que el asesino hubiera sobrevivido y hubiera acusado a Conphas directamente. La Guerra Santa necesitaba al Imperio.

Pero a pesar de eso, había una lección que aprender. La guerra era intelecto. Conphas le enseñaría al Príncipe Kellhus eso…

Los holgazanes de sus Kidruhil se recompusieron cuando Conphas salió del pabellón. Como precaución, había tomado a doscientos soldados de infantería fuertemente armados como escolta. Los Grandes Nombres estaban esparcidos desde Nagogris, en la frontera con el Gran Desierto, hasta Iothiah, en el delta del Sempis, y Skauras había apostado asaltantes en la Orilla Norte para acosarlos. Arriesgarse a la muerte o la captura para arreglar un asunto como aquél no serviría de nada. Hasta entonces, el problema de Anasurimbor Kellhus era más teórico que práctico.

Mientras sus ayudantes preparaban su caballo, el Exalto–General buscó a Martemus y lo encontró dando vueltas entre los soldados. Martemus siempre había preferido la compañía de los soldados rasos a la de oficiales, algo que Conphas había considerado curioso en el pasado, pero que ahora le parecía irritante, hasta sedicioso.

«Martemus… ¿Qué te ha pasado?»

Conphas montó su caballo negro y cabalgó hasta él. El taciturno General le contempló, aparentemente sin aprensión.

Como un scylvendio, Conphas escupió en el suelo bajo los cascos del caballo de Martemus. Después volvió la vista hacia el pabellón de Proyas, hacia las águilas con las alas desplegadas bordadas en negro sobre la desgastada tela blanca, y hacia los guardias que le miraban a él y a sus hombres con suspicacia. El pendón con el Águila y el Colmillo de la Casa Nersei colgaba bajo la perezosa brisa, enmarcado por las apenas visibles escarpaduras de la Orilla Sur.

Se volvió hacia su díscolo general.

—Al parecer —dijo con una voz fiera poco convincente— no eres la única víctima de la hechicería del espía, Martemus. Cuando mates a ese Profeta Guerrero, estarás vengando a muchos, a muchísimos.