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Tierras Altas Atsushanas

El amor es lujuria hecha significado. La esperanza es hambre hecha hombre.

Ajencis, La tercera analítica de los hombres

¿Cómo se aprende la inocencia? ¿Cómo se enseña la ignorancia? Porque ser ambas cosas es no conocerlas. Y sin embargo está el punto inamovible a partir, del cual gira el compás de la vida, la medida de todos los crímenes y toda la compasión, la regla de toda sabiduría y locura. Son el Absoluto.

Anónimo, La impronta

Finales de verano, año del Colmillo 4111, interior de Gedea

Había llegado la paz.

Achamian había soñado con la guerra, más guerra que la que nadie, con la salvedad de un Maestro del Mandato, podía soñar. Incluso había sido testimonio de la guerra entre naciones; los Tres Mares generaban tantas riñas como el licor. Pero nunca había formado parte de una. Nunca había marchado como marchaba ahora, sudando bajo el sol de Gedea, rodeado de miles de nombres con armaduras de hierro, de mugidos de los bueyes y los pasos de innumerables pies enfundados en sandalias. La guerra, con el humo oscureciendo el horizonte, con el cacareo de los cuernos, con el gran carnaval de un campamento tras otro, con la piedra ennegrecida y los blancos palidecidos. La guerra, en las pesadillas del pasado y las preocupaciones del futuro. En todas partes, guerra.

Y, de algún modo, había llegado la paz.

Estaba Kellhus, por supuesto.

Desde que había decidido no informar al Mandato de su presencia, la angustia de Achamian había disminuido y después desaparecido del todo. Cómo podía eso ser era algo que le tenía perplejo. La amenaza persistía. Kellhus era, como Achamian se recordaba de vez en cuando, el Heraldo. Pronto el sol saldría tras el No Dios y arrojaría su temible sombra sobre los Tres Mares. Pronto el Segundo Apocalipsis sacudiría el mundo. Pero cuando pensaba en esas cosas un extraño júbilo temperaba su error, un entusiasmo ebrio. Achamian siempre se había mostrado incrédulo con las historias de hombres que rompían filas en la batalla para cargar contra su enemigo. Pero ahora creía entender el impulso que motivaba esa irresponsable precipitación. Las consecuencias perdían su razón de ser cuando se volvían dementes. Y la desesperación, cuando era llevada más allá de la angustia, se convertía en un narcótico.

Él era el idiota que se arrojaba contra miles de lanzas. Por Kellhus.

Achamian todavía le enseñaba durante la marcha, que se prolongaba todo el día, aunque ahora les acompañaban Esmenet y Serwe, a veces charlando entre ellas, pero casi siempre escuchando. A su alrededor, los Hombres del Colmillo marchaban por miles, inclinados bajo sus mochilas, sudando bajo el brillante sol gedeano. De alguna manera, contra toda explicación, Kellhus había exprimido todo lo que Achamian sabía de los Tres Mares, así que hablaban del Antiguo Norte, de Seswatha y su mundo de bronce, los sranc y los nohombres. Pronto, percibía Achamian de vez en cuando, no le quedaría nada que darle a Kellhus salvo la Gnosis.

Que no le podía dar, por supuesto. Pero le resultó difícil evitar preguntarse qué haría el intelecto divino de Kellhus con ella. Por suerte, la Gnosis era un lenguaje para el que el Príncipe no tenía lengua.

Las marchas se detenían en algún momento entre la media tarde y la noche, dependiendo del terreno y, más importante, de la disponibilidad de agua. Gedea era una tierra seca, y de manera especial las tierras altas atsushanas. Después de cumplir enérgicamente la rutina de montar las tiendas, se reunían alrededor del fuego de Xinemus, aunque Achamian con frecuencia se sorprendía comiendo solo con Esmenet, Serwe y los esclavos de Xinemus. Cada vez con más frecuencia, Xinemus, Cnaiür y Kellhus cenaban con Proyas, que, bajo el rudo tutelaje del scylvendio, se había convertido en un hombre obsesionado por la estrategia y la planificación. Pero normalmente se reunían alrededor del fuego una hora o dos antes de retirarse a sus camastros o esterillas.

Y allí, como en todas partes, Kellhus brillaba.

Una noche, poco después de que la Guerra Santa abandonara Hinnereth, se reunieron para comer pensativamente arroz y un cordero que Cnaiür les había conseguido el día anterior. Comentando el lujo de comer carne caliente, Esmenet preguntó dónde estaba su proveedor.

—Con Proyas —dijo Xinemus—, hablando de la guerra.

—¿De qué pueden hablar todo el tiempo?

Cogido a medio tragar, Kellhus levantó la mano.

—Les he oído —dijo, con los ojos irónicos y brillantes—. Sus conversaciones son algo así…

Esmenet ya se estaba riendo. Todo el mundo se inclinó hacia adelante con entusiasmo. Además de picaro ingenio, Kellhus tenía una increíble habilidad para imitar voces. Serwe se estaba carcajeando alborotadamente.

Kellhus adoptó una postura arrogante y belicosa. Escupió entre sus pies y después, con una voz que se parecía tanto a la de Cnaiür que ponía la piel de gallina, dijo:

—El Pueblo no cabalga como maricas. Coloca un testículo a la izquierda de la silla, el otro a la derecha, y no se balancea, porque les pesan mucho.

»Preferiría —dijo Kellhus, imitando ahora a Proyas— que me ahorraras toda tu impudicia, scylvendio.

Xinemus escupió todo el vino que tenía en la boca.

—Eso es porque no entiendes cómo es la guerra —prosiguió Kellhus imitando a Cnaiür—. Son peludos y morenos, como los orificios de luchadores sin lavar. La guerra es el lugar en el que el sándalo del mundo se une con el escroto de los hombres.

»Preferiría que me ahorraras todas tus blasfemias, scylvendio.

Kellhus escupió al suelo.

—Crees que tus costumbres son las costumbres del Pueblo, pero te equivocas. Vosotros sois niñas tontas para nosotros, y nosotros les haríamos el amor a vuestros culos si fueran tan musculosos como los de nuestros caballos.

»Preferiría que me ahorraras todos tus sentimientos, scylvendio.

—Pero ¡seguirías viviendo —gritó Esmenet— en las cicatrices que me hago en el brazo!

Todo el campamento estalló en carcajadas. Xinemus se sostuvo la cabeza entre las rodillas, temblando y riéndose. Esmenet se dejó caer hacia atrás en su estera, gritando de ese modo tan adorable y atractivo en que siempre lo hacía. Zenkappa y Dinchases se apoyaron el uno en el otro; les temblaban los hombros. Serwe se había encogido hasta formar una bola y parecía llorar de alegría tanto como de risa. Kellhus se limitó a sonreír y miró a su alrededor como si le sorprendiera su histeria.

Cuando Cnaiür llegó más tarde, todo el mundo se quedó en silencio, avergonzado y conspirativo. Frunciendo el entrecejo, el scylvendio se detuvo ante el fuego y miró todas y cada una de aquellas caras sonrientes. Achamian miró a Serwe y le sorprendió la malicia de su sonrisa.

De repente Esmenet estalló en carcajadas.

—Deberías haber oído a Kellhus —gritó—. ¡Estabas divertidísimo!

El rostro erosionado del scylvendio palideció. Sus ojos asesinos se volvieron blandos de… ¿Podía ser? Entonces la ira recuperó las cumbres de su expresión. Escupió al fuego y se marchó.

Su escupitajo siseó.

Kellhus se puso en pie, al parecer embargado por el remordimiento.

—El hombre es un patán con la piel muy fina —dijo Achamian enfadado—. La broma es un regalo entre amigos. Un regalo.

El Príncipe se dio la vuelta.

—¿Lo es? —gritó—. ¿O es una excusa?

Achamian no pudo más que quedárselo mirando, atónito. Kellhus le había reprendido. Kellhus. Achamian miró a los demás y vio su estupefacción reflejada en sus rostros, pero no su consternación.

—¿Lo es? —exigió Kellhus.

Achamian sintió que la cara se le enrojecía y que le temblaban los labios. Había algo en la voz de Kellhus. Tan parecida a la del padre de Achamian.

«¿Quién es él para…?»

—Perdóname Akka —dijo el Príncipe bajando la cabeza como si le hubiera sorprendido su salida—. Te reprendo por mi propia estupidez. Me comporto como un idiota dos veces.

Achamian tragó saliva. Negó con la cabeza. Forzó una sonrisa.

—No… No, yo me disculpo. —La voz le tembló—. He sido demasiado duro.

Kellhus sonrió y se inclinó para ponerle una mano en el hombro. Cuando le tocó, todo el costado de Achamian se quedó insensible. Por alguna razón, el olor del Príncipe, de cuero con un punto de agua de rosas, siempre le ponía nervioso.

—Entonces ambos somos idiotas —dijo Kellhus. Allí había placer y una breve y extraña sensación de que Kellhus estaba esperando algo.

—Es lo que yo digo desde el principio —gruñó Xinemus desde el otro lado del fuego.

El don de la oportunidad del Mariscal fue impecable, como de costumbre. Esmenet fue la primera en ponerse a reír nerviosamente y después todos recuperaron algo de su buen humor anterior. Achamian también se echó a reír.

Todos ellos, en un momento u otro, se rieron del temperamento de los demás. Xinemus se quejó de Iryssas, que se metió con Esmenet, que la emprendió con Serwe, que criticó a Achamian, que refunfuñó de Xinemus. Demasiado espeso, demasiado atrevido, demasiado vano, demasiado bruto, etcétera. Todos los hombres eran, en cierto sentido, de la casta de los mercaderes, regateaban y comerciaban, sin varas de medir ni pesas para confirmar el peso o la pureza de su origen. Sólo podían hacer conjeturas. Las murmuraciones, los pequeños celos, el resentimiento, las discusiones y las opiniones sobre terceros pertenecían, simplemente, al mercado de los hombres.

Pero con Kellhus era distinto. De algún modo, lograba curiosear por el mercado sin abrir el monedero. Casi desde el principio le habían reconocido como el Juez, incluido Xinemus, que era la cabeza titular de aquel fuego. Por supuesto que había dudas con respecto a él, una cierta volubilidad apropiada a su genialidad, pero eran sólo desviaciones de un profundo e inamovible centro. Inteligencia, tan penetrante como cualquiera en la baja o alta antigüedad. Compasión, tan amplia como la de Inrau y sin embargo mucho más profunda; una benevolencia surgida de la comprensión más que de la piedad, como si pudiera ver a través del flujo de pensamientos y pasiones del que ha incurrido en falta hasta el punto inmóvil de inocencia que hay en todas las almas. ¡Y palabras! Analogías que capturaban la realidad y la quemaban de dentro a fuera…

Poseía, pensaba Achamian en ocasiones, lo que el poeta Protathis decía que todos los hombres debían ambicionar: la mano de Triamis, el intelecto de Ajencis y el corazón de Sejenus.

Y también otros lo pensaban.

Cada noche, después de cenar, cuando las llamas de las hogueras eran más bajas, hombres y mujeres de todas las naciones empezaban a reunirse alrededor del perímetro del campamento de Xinemus, a veces llamando a Kellhus, pero casi siempre manteniéndose en silencio. Pocos al principio, después cada vez más, hasta que se convirtieron en una congregación de treinta y cinco o cuarenta almas. Los attrempianos de Xinemus no tardaron en dejar grandes franjas de hierba vacía alrededor de sus tiendas circulares y el pabellón de su Mariscal. De no hacerlo así, cenarían con desconocidos.

Durante la primera semana todo el mundo, incluido Kellhus, trató de ignorarlos, pensando que de ese modo no tardarían en marcharse. ¿Quién, se preguntaban, se sentaría en mitad de una noche tras otra, sin que nadie le hiciera caso, a mirar cómo otros —cómo unos desconocidos— descansaban? Pero como hermanos menores sin recursos, persistieron. Y se multiplicaron.

Una noche, a Achamian se le antojó sentarse entre ellos y les observó mientras observaban con la esperanza de entender qué era lo que les llevaba a degradarse de aquel modo. Al principio, sólo vio figuras familiares iluminadas por la luz del fuego contra una oscuridad mayor. Cnaiür estaba sentado con las piernas cruzadas, con la espalda tan ancha como un abanico ainonio desplegado y atado a unos músculos quemados. Tras él, al otro lado del fuego, Xinemus en su taburete de campaña, con las manos en las rodillas y la barba recortada en ángulos rectos frotándose contra su pecho mientras reía en respuesta a Esmenet, que estaba arrodillada a su lado, murmurando algo malicioso sobre alguien, sin duda. Dinchases. Zenkappa. Iryssas. Serwe tendida sobre su estera, balanceando las rodillas juntas, mostrando inocentemente unas cálidas y prometedoras sombras. Y junto a ella, Kellhus, sentado sereno y dorado.

Achamian vislumbró a los que estaban sentados en la oscuridad a su alrededor. Vio a Hombres del Colmillo de todas las naciones y castas. Algunos se recostaban y hablaban entre sí. Pero la mayoría permanecían sentados como él, aparte de sus compañeros, buscando con los ojos entre las figuras brillantes que tenían ante sí como si trataran de leer a la luz de una débil vela. Parecían hechizados, como peces atraídos por un señuelo brillante. Llevados no tanto por la luz como por la oscuridad circundante.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó al hombre que tenía sentado más cerca, un tydonnio con antebrazos de soldado y ojos claros de noble.

—¿No lo ves? —respondió el hombre sin ni siquiera mirarle.

—¿Veo el qué?

—A él.

—¿Te refieres al Príncipe Kellhus?

El hombre se volvió hacia él con una sonrisa beatífica y llena de pena a la vez.

—Tú estás demasiado cerca —dijo—. Por eso no lo puedes ver.

—¿Ver el qué? —preguntó Achamian. Sintió que le fallaba el aliento.

—En una ocasión me tocó —respondió inexplicablemente el hombre—. Antes de Asgilioch. Me tropecé mientras marchábamos y él me cogió del brazo. Me dijo: «Quítate las sandalias y anda descalzo».

Achamian soltó una carcajada.

—Una vieja broma —explicó—. Debiste de soltar una maldición cuando te tropezaste.

—¿Y? —respondió el hombre. Achamian se dio cuenta de que estaba temblando de furia indignada.

Achamian frunció el entrecejo, trató de sonreír, de tranquilizarle.

—Sí, es un viejo refrán, muy antiguo, en realidad, para recordarle a la gente que no le endilgue a los demás sus propios errores.

—No —dijo el hombre con voz chirriante—. No significa eso.

Achamian hizo una pausa.

—Entonces, ¿qué significa?

En lugar de contestar, el hombre se dio la vuelta, como si quisiera condenar a Achamian y su pregunta al olvido de lo que no podía ver. Achamian le miró durante un espeso instante, asombrado y curiosamente consternado. ¿Cómo podía la furia alcanzar la verdad?

Se puso en pie y se sacudió el polvo de las rodillas.

—Significa —dijo el hombre a su espalda— que debemos arrancar de raíz el mundo. Que debemos destruir todo lo que ofende.

Achamian dio un respingo, tal era el odio que había en la voz de aquel hombre. Se volvió, para burlarle o reprenderle, no estaba seguro. Pero sólo se lo quedó mirando, mudo. Por alguna razón, el hombre no pudo mirarlo a los ojos y se limitó a fruncir el entrecejo en dirección al fuego. Achamian miró a las demás caras en la oscuridad. La mayoría se habían girado al oír las voces airadas, pero mientras les observaban se giraron hacia Kellhus, hacia la luz. Y de alguna forma, el Maestro supo que aquella gente no se marcharía.

«No soy distinto —pensó, sintiendo la perpleja punzada de descubrir algo que ya sabía—. La única diferencia es que yo me siento más cerca del fuego…»

Las razones de aquellos hombres eran sus mismas razones. Lo sabía.

Sus motivos eran embrionarios e innumerables: pena, tentación, remordimiento, confusión. Observaban por puro cansancio, por esperanza y miedo clandestinos, por fascinación y placer. Pero más que nada, observaban por pura necesidad.

Observaban porque sabían que algo iba a suceder.

Sin mediar aviso, el fuego estalló y escupió un géiser de chispas, una de las cuales voló hacia Kellhus. Sonriendo, miró a Serwe y después alargó el brazo y aplastó el punto de luz naranja con el dedo índice y el pulgar. Lo apagó.

Muchos jadearon en la oscuridad.

A medida que pasaban los días, se reunían cada vez más observadores. La situación se tornó doblemente incómoda, porque su campamento se había convertido en un peculiar escenario, un recinto de luz rodeado por observadores en la sombra, y porque Kellhus estaba furioso. El Príncipe de Atrithau había afectado a todos los que frecuentaban la hoguera de Xinemus, a cada uno de ellos de acuerdo con sus esperanzas y sus pesares, y ver enfadado al hombre que había reescrito la base de su entendimiento era inquietante, como si los seres amados de repente actuaran al revés de lo esperado.

Una noche, debido a que también él estaba perturbado, Xinemus exclamó al fin:

—Maldita sea, Kellhus. ¿Por qué no hablas con ellos?

Un silencio estupefacto. Esmenet alargó el brazo y cogió de la mano a Achamian en la sombra que había entre ellos. Sólo el scylvendio siguió comiendo, metiéndose gachas en la boca. A Achamian le pareció repulsivo, como si estuviera presenciando algo lascivo y animal. Un hombre demasiado doblegado por el arco de su lujuria.

—Porque —dijo Kellhus tenso, con los ojos absortos en el fuego— me consideran más de lo que soy.

«¿Es así?», pensó Achamian. Sabía que los demás se hicieron la misma pregunta a pesar de que casi nunca hablaban de Kellhus entre ellos. Por alguna razón, una especie de timidez les invadía siempre que salía el tema de Kellhus, como si albergaran sospechas demasiado estúpidas o dolorosas para revelarlas. Achamian sólo podía hablar de él con Esmenet, e incluso con ella…

—Muy bien —espetó Xinemus. Él parecía el más capaz de simular que Kellhus era solamente otra cara alrededor del fuego—. Pues ve y díselo.

Kellhus se quedó mirando al Mariscal un buen rato sin parpadear, después asintió. Sin mediar palabra, se puso en pie y se adentró en la oscuridad.

Y así empezó lo que Achamian acabaría llamando «La impronta», las charlas nocturnas —casi sermones— que Kellhus empezó a darles a los Hombres del Colmillo. No siempre, pero con frecuencia, él y Esmenet se unían a él, observaban desde las cercanías mientras él respondía preguntas, comentaba innumerables cosas. Les dijo a los dos que su presencia le alentaba, que ellos le recordaban que no era mas que los hombres para los que hablaba. Confesó tener una creciente preocupación, un pensamiento aterrador ya que cada vez le resultaba más fácil soportarlo.

—Con frecuencia, cuando hablo —dijo— no reconozco mi voz.

Achamian no recordaba haber cogido nunca con tanta fuerza la mano de Esmenet.

El número de hombres que acudían empezó a aumentar, no tan drásticamente como para que Achamian advirtiera la diferencia entre dos noches consecutivas, pero con la suficiente rapidez como para que las tres o cuatro decenas se convirtieran en centenares en el momento en que la Guerra Santa se acercaba a Shigek. Un puñado de hombres más devotos montó una pequeña plataforma de madera, sobre la que colocaron una estera entre dos braseros de hierro. Kellhus se sentaba allí con las piernas cruzadas, suspendido e inmóvil entre las refulgentes llamas. Normalmente llevaba una sencilla túnica amarilla —saqueada, le dijo Serwe a Achamian, en el campamento del Sapatishah en las Llanuras de Mengedda—. Y de alguna manera, fuera por la postura, el porte o alguna trampa de la luz, parecía sobrehumano. Incluso glorioso.

Una noche, por razones que no hubiera sido capaz de articular, Achamian siguió a Kellhus y Esmenet con una vela, su recado de escritura y una hoja de pergamino. La noche anterior Kellhus había hablado de la confianza y la traición, contando la historia de un cazador de pieles que había conocido en los yermos del norte de Atrithau, un hombre que era fiel a su esposa muerta albergando una devoción desgarradora por sus perros.

—Cuando un amor muere —dijo— uno debe amar a otro.

Esmenet había llorado abiertamente.

Parecía que esas palabras tenían que ser escritas.

Con Esmenet, Achamian extendía su estera a la izquierda de la plataforma de Kellhus. Se habían clavado antorchas a lo largo del pequeño campo. La atmósfera era sociable, aunque silenciosa debido a algo más que el respeto y algo menos que la reverencia. Achamian vio numerosas caras familiares entre la muchedumbre. Algunos nobles de alto rango estaban presentes, incluido un hombre de mandíbula prominente vestido con la capa azul de los generales nansur: el General Sompas o Martemus, creyó Achamian. Hasta Proyas estaba sentado en el suelo con los demás, aunque él parecía preocupado. Apartó la mirada en lugar de responder a la de Achamian.

Kellhus se sentó entre los braseros encendidos. El silencio resultante pareció sisear. Durante un instante, pareció insoportablemente real, como si fuera el único hombre vivo, algo salvaje y túmido en un mundo de apariciones humeantes.

Sonrió, y el pecho de Achamian, que se había tensado como la piel reseca, se relajó hasta el punto de sentirse empapado. Un alivio inexplicable le recorrió. Respirando profundamente, preparó su pluma y maldijo al tiempo que la primera gota de tinta manchaba la página.

—Akka —le reprendió Esmenet.

Como siempre, Kellhus escudriñó las caras de los que tenía ante sí. Los ojos le refulgían de compasión. Al cabo de unos momentos, su mirada se posó sobre un hombre, un caballero conriyano a juzgar por su túnica y el peso de sus anillos de oro. Por lo demás tenía un aspecto ojeroso, como si todavía estuviera durmiendo en la Llanura de la Batalla. Tenía la barba enredada en trenzas descuidadas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kellhus.

El caballero sin nombre sonrió, pero en su expresión había una extraña y sutil incongruencia, algo así como vislumbrar la diferencia entre unos ojos blancos y unos dientes amarillos.

—Hace tres días —dijo el hombre—, nuestro señor oyó rumores de que había una aldea a unas cuantas millas al oeste, así que cabalgamos hacia allí con la esperanza de saquearla…

Kellhus asintió.

—¿Y qué encontrasteis?

—Nada… Quiero decir, que no había ninguna aldea. Nuestro señor estaba airado. Dice que los demás…

—¿Qué encontrasteis?

El hombre parpadeó. El pánico refulgió en el estoico cansancio de su expresión.

—Una niña —dijo con la voz ronca—. Una niña muerta… Estábamos siguiendo un rastro, algo que visten los cabreros, creo, cruzando la ladera de una colina, y allí estaba la niña muerta, una niña de no más de cinco o seis años, tendida en nuestro camino. Le habían cortado el cuello…

—¿Qué pasó después?

—Nada… Simplemente, la ignoramos y seguimos cabalgando como si no fuera más que una prenda de ropa allí tirada… Un pedazo de cuero en el suelo —añadió con la voz rota. Bajó la mirada hacia sus manos cubiertas de callos.

—La pena y la vergüenza te atormentan de día —dijo Kellhus—, la sensación de que has cometido algún crimen mortal. Las pesadillas te atormentan de noche… Ella te habla.

El hombre asintió con una desesperación casi cómica. No tenía temple para la guerra, advirtió Achamian.

—Pero ¿por qué? —gritó—. Es decir, ¿cuántos muertos hemos visto?

—Pero no toda acción de ver —respondió— es ser testimonio.

—No lo entiendo.

—Ser testimonio es la acción de ver que testifica, que juzga para que aquello pueda ser juzgado. Tú viste y juzgaste. Se había cometido un pecado, un inocente había sido asesinado. Eso es lo que viste.

—Sí —siseó el hombre—. Una niña pequeña. ¡Una niña pequeña!

—Y ahora sufres.

—Pero ¿por qué? —gritó—. ¿Por qué debo sufrir? ¡Era infiel!

—En todas partes… En todas partes estamos rodeados de los bendecidos y los malditos, lo sagrado y lo profano. Pero nuestros corazones son como manos, se vuelven callosos respecto al mundo. Y sin embargo, como sucede con nuestras manos, hasta al más calloso corazón le saldrán ampollas si se le exige demasiado o se le roza con algo nuevo. Durante algún tiempo sentiremos el dolor, pero lo ignoraremos porque tenemos muchas cosas que hacer. —Kellhus se había mirado la mano derecha. De repente, la cerró y alzó el puño—. Y entonces un golpe, con un martillo o una espada, y la ampolla estalla y el corazón se desgarra. Y sufrimos, porque sentimos el dolor por los bendecidos, el aguijón de los condenados. Ya no vemos, somos testimonio…

Sus ojos luminosos se posaron en el caballero sin nombre. Azules y sabios.

—Eso es lo que te ha pasado.

—Sí… ¡Sí! Pero ¿qué debo hacer?

—Alegrarte.

—¿Alegrarme? Pero ¡si sufro!

—¡Sí, alégrate! La mano callosa no puede sentir la mejilla de la amante. Cuando somos testigos, testificamos, y cuando testificamos, nos hacemos responsables de lo que vemos. Y eso, eso, es lo que significa ser de alguna parte.

Kellhus se levantó de repente, se bajó de la plataforma, y dio dos pasos hacia la multitud que dejaron a todos sin aliento.

—No te equivoques —prosiguió, y la resonancia de su voz rasgó el aire—. Este mundo te posee. Tú formas parte de él, lo quieras o no. ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué los desdichados se quitan la vida? Porque el mundo, por muy malditos que seamos, nos posee. Porque somos parte de él.

—¿Debemos celebrar el sufrimiento? —gritó una voz retadora. De alguna parte.

El Príncipe Kellhus sonrió mirando hacia la oscuridad.

—Entonces ya no sería sufrimiento, ¿verdad?

La pequeña congregación se rió.

—No —prosiguió Kellhus—, no es eso lo que quiero decir. Celebrar el significado del sufrimiento. Alegrarse de formar parte del mundo, no de que sufres. Recuerda lo que nos enseña el Último Profeta: la gloria viene con la alegría y con el pesar. Alegría y pesar.

—V–veo la sabiduría de t-tus palabras, Príncipe —dijo tartamudeando el caballero sin nombre—. ¡La veo! Pero…

Y de alguna forma, Achamian pudo sentir su pregunta.

«¿De qué sirve?»

—No te estoy pidiendo que lo veas —dijo Kellhus—. Te estoy pidiendo que seas testigo.

Expresión neutra. Ojos desolados. El caballero sin nombre parpadeó, y dos lágrimas refulgieron en sus mejillas. Después sonrió y parecía que nada podía ser más glorioso.

—Para hacer de mí… —Su voz tembló, se rompió—. Para hacer…

—Para ser uno con el mundo en el que moras —dijo Kellhus—. Para hacer de tu vida un pacto.

«El mundo. Obtendrás el mundo.»

Achamian bajó la mirada hacia su pergamino y se dio cuenta de que había dejado de escribir. Se volvió y miró con impotencia a Esmenet.

—No te preocupes —dijo ella—. Me acuerdo.

Claro que se acordaba.

Esmenet. El segundo pilar de su paz, y con mucho el más fuerte de los dos.

Parecía extraño y lógico a la vez encontrar algo casi conyugal en mitad de la Guerra Santa. Cada noche caminaban cansados desde el campo en el que Kellhus hablaba o desde la hoguera de Xinemus, cogidos de la mano como jóvenes amantes, cavilando o discutiendo o riéndose sobre lo sucedido durante la velada. Se abrían camino entre las cuerdas tensoras y Achamian apartaba el lienzo a un lado con una galantería jocosa. Se tocaban y se acariciaban mientras se desvestían sosteniendo al otro en la oscuridad, como si juntos pudieran ser más de lo que eran.

Una puta de la palabra y una puta del cuerpo.

El inmenso mundo se había retirado en la sombra. A medida que pasaban los días, pensaba menos en Inrau y rumiaba más en las preocupaciones de su vida con Esmenet —y Kellhus—. Hasta la amenaza del Consulto y el Segundo Apocalipsis se había convertido en algo banal y remoto, como rumores de guerra entre gentes de piel pálida. Los Sueños de Seswatha eran tan fieros como siempre, pero se disolvían en la suavidad del tacto de Esmenet, en la consolación de su voz. «Shh, Akka —le decía—, es sólo un sueño», y como el humo, las imágenes —forcejeando, gimiendo, escupiendo y gritando— se desvanecían en la nada. Por primera vez en su vida, Achamian estaba absorbido en el momento, en el ahora. Por el pequeño dolor en los ojos de Esmenet cuando él decía algo poco atento. Por el modo en que la mano de Esmenet se posaba sobre su rodilla a iniciativa propia siempre que se sentaban juntos. Por las noches que pasaban tendidos desnudos en la tienda, con la cabeza de ella sobre su pecho y el pelo oscuro reposando sobre su hombro y su cuello, hablando de esas cosas que sólo ellos sabían.

—Todo el mundo lo sabe —dijo ella después de hacer el amor.

Se habían retirado temprano y oían a los demás: primero protestas en son de burla y carcajadas, después un silencio total ribeteado por la magia de la voz de Kellhus. El fuego todavía ardía, y lo veían, en sordina y difuminado a través de la tela oscura.

—Es un profeta —dijo ella.

Achamian sintió algo parecido al pánico.

—¿Qué estás diciendo?

Ella se volvió para escudriñarle. Sus ojos parecían brillar con luz propia.

—Lo que tienes que oír.

—¿Y por qué tengo que oír eso? —¿Qué había dicho?

—Porque lo piensas. Porque lo temes… Pero sobre todo, porque lo necesitas.

«Somos malditos», decían los ojos de Esmenet.

—Esto no es divertido, Esmi.

Ella frunció el entrecejo, pero como si hubiera descubierto un agujero en una de sus nuevas ropas de seda kianene.

—¿Cuánto tiempo hace que no te pones en contacto con Atyersus? ¿Semanas? ¿Meses?

—¿Qué tiene que ver…?

—Estás esperando, Akka. Estás esperando a ver en qué se convierte.

—¿Kellhus?

Ella apartó la cara y bajó su oreja hasta su corazón.

—Es un profeta.

Ella le conocía. Cuando Achamian miraba atrás, le parecía que siempre le había conocido. Incluso había creído que era una bruja cuando se conocieron, no sólo por la apenas perceptible Marca de la concha que las putas con suerte utilizaban como anticonceptivo, sino porque ella había adivinado que él era un hechicero antes de que hubiera pronunciado cinco palabras. Desde el principio, ella había parecido tener talento para él. Para Drusas Achamian.

Era raro, que te conocieran, que te conocieran de verdad. Ser esperado en lugar de anticipado. Ser aceptado en lugar de creído. Ser la mitad de las elaboradas costumbres de otro. Verse continuamente anunciado en los ojos de otro.

Y era raro conocer. A veces ella se reía tan fuerte que escupía saliva. Y cuando estaba triste, sus ojos brillaban como velas ávidas de aire. Le gustaba el tacto de los cuchillos entre los dedos de los pies. Le encantaba dejar la mano flácida e inmóvil mientras su polla se endurecía debajo de ella. «No hago nada —susurraba— y sin embargo te eriges hacia mí.» Le daban miedo los caballos. Se acariciaba las axilas cuando estaba absorta en sus pensamientos. No escondía la cara cuando lloraba. Y podía decir cosas de tal belleza que en ocasiones, después de escucharlas, Achamian pensaba que su corazón se iba a detener.

Detalles. Sencillos aisladamente, pero aterradores y misteriosos en su totalidad. Un misterio que él conocía.

¿No era eso el amor? Conocer, confiar en un misterio.

En una ocasión, la noche de Ishoiya, que los conriyanos celebraban con copiosas cantidades de ese estúpido e infame licor, la perrapta, Achamian le pidió a Kellhus que le describiera el modo en que amaba a Serwe. Sólo él, Xinemus y Kellhus estaban despiertos. Estaban todos borrachos.

—No de la misma manera en que tú quieres a Esmenet —respondió el Príncipe.

—¿Cómo es eso? ¿Cómo la quiero? —Se puso en pie trabajosamente con los brazos extendidos. Se balanceó ante el fuego y el humo—. ¿Como un pez quiere al océano? Como, como…

—Como un borracho a su barril —soltó Xinemus—. ¡Como mi perro a tu pierna!

Achamian se lo reconoció, pero la de Kellhus era la respuesta que más quería oír. Era siempre la respuesta de Kellhus.

—Y bien, mi Príncipe, ¿cómo quiero a Esmenet?

Una nota de ira se había infiltrado en su tono.

Kellhus sonrió y alzó sus ojos abatidos. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—Como un niño —dijo.

Las palabras derribaron a Achamian. Se cayó al suelo sobre las nalgas con un gruñido.

—Sí —acordó Xinemus. Levantó la mirada hacia la noche, sonriendo… Sonriendo por su amigo, se percató Achamian.

—¿Como un niño? —preguntó Achamian, sintiéndose curiosamente infantil.

—Sí —respondió Kellhus—. No haces preguntas, Akka. Es, simplemente… Sin reservas. —Se volvió hacia él con la expresión que tan bien conocía Achamian, la expresión que con tanta frecuencia ansiaba cuando los demás colmaban la atención de Kellhus. La expresión de un amigo, padre, estudiante y maestro. La expresión que veía su corazón.

—Ella se está convirtiendo en tú razón de ser —dijo Kellhus.

—Sí… —respondió Achamian.

«Se ha convertido en mi esposa.»

¡Menudo pensamiento! Brillaba con un regocijo infantil. Se sentía maravillosamente borracho.

¡Mi esposa!

Pero esa misma noche se sorprendió haciendo el amor con Serwe.

Después a duras penas lo recordaría, pero se había despertado sobre una esterilla de juncos al lado de los restos de la hoguera. Había estado soñando con las torrecillas blancas de Myclai y los rumores de Mog–Pharau. Xinemus y Kellhus se habían ido y el cielo nocturno parecía imposiblemente profundo, como la noche en que él y Esmenet habían dormido junto al santuario en ruinas. Como un agujero sin fondo. Serwe se arrodilló sobre él, tan perfecta como el ébano a la luz del fuego, sonriendo y llorando a la vez.

—¿Qué pasa? —dijo él jadeando. Pero cuando se dio cuenta ella le había levantado la túnica hasta la cintura y le estaba frotando la polla contra el estómago. Él ya estaba duro, extraordinariamente duro, al parecer.

—Serwe —logró protestar, pero cada vez que le acariciaba con la palma de la mano le recorría una flecha de éxtasis. Se arqueó sobre el suelo, tensandose para presionar contra la mano de ella. Por alguna razón, parecía que lo único que necesitaba, lo único que había necesitado jamás, era sentir sus dedos cerca de la cabeza de su miembro.

»No —gimió, clavando los talones en la hierba, hincando los dedos en el suelo. ¿Qué estaba pasando?

Ella lo soltó y él jadeó ante el beso de aire fresco. Sentía su propio pulso enfebrecido…

Algo. ¡Tenía que decir algo!

Pero ella se había quitado su hasas y él tembló al verla. Tan ágil. Tan suave. Blanca en la sombra, oro bruñido ante la luz del fuego. Su melocotón aturdía con su tierno vello rubio. Ya no le tocaba, pero su belleza le seguía sacudiendo, tiraba de su entrepierna. Tragó saliva e intentó respirar. Entonces, ella se sentó a horcajadas sobre él. Él contempló el balanceo de sus senos, la curva sin vello de su vientre.

«¿Está ella con…?»

Lo rodeó. Él gritó, maldijo.

—¡Eres tú! —siseó ella, sollozando, mirándole desesperadamente a los ojos—. Te veo. ¡Puedo ver!

Achamian giró la cabeza, llevado por el delirio, temeroso de estar a punto de llegar al clímax. Era Serwe… Dulce Sejenus, ¡era Serwe!

Entonces vio a Esmenet, desolada en la oscuridad. Observando…

Cerró los ojos, hizo una mueca y llegó al clímax.

—G–g… gh.

—¡Puedo sentirte! —gritó Serwe.

Cuando abrió los ojos, Esmenet había desaparecido, si es que en algún momento había estado allí.

Serwe siguió moviéndose sobre él. Todo el mundo se había convertido en una mezcla de calor, humedad y una inmensa, dolorosa y atronadora belleza. Achamian se rindió ante el desenfreno de Serwe.

Achamian se despertó antes de que sonaran los cuernos y se quedó un rato sentado en la entrada de su tienda, observando cómo Esmenet dormía, sintiendo el pellizco de la semilla seca en los muslos. Cuando ella se despertó, Achamian buscó en sus ojos, pero no vio nada. A lo largo de la larga y durísima marcha del día siguiente, ella le regañó por beber y nada más. Serwe ni siquiera le miró. Cuando llegó la noche del día siguiente ya se había convencido de que había sido un sueño. Un sueño delicioso.

La perrapta. No podía haber otra explicación.

«Maldito licor de peces», pensó, y trató de verle la gracia pese a estar arrepentido.

Cuando se lo dijo a Esmenet, ella se rió y le amenazó con contárselo a Kellhus. Después, a solas, Achamian lloró de alivio. Nunca, advirtió, ni siquiera la noche siguiente a la locura con el Emperador bajo las Cumbres Andiamine, había visto tan cerca su fin. Y sabía que pertenecía a Esmi, no al mundo.

Ella era su alianza. Esmenet era su esposa.

La Guerra Santa se acercó todavía más a Shigek, pero él siguió ignorando al Mandato. Pudo reunir unas cuantas excusas. Pensó que le resultaba imposible investigar discretamente, o sobornar, u ocultar indicios en un campamento de fanáticos armados. Podía recordarse lo que su Escuela le había hecho a Inrau. Pero a fin de cuentas todo eso no significaba nada.

Se lanzaría contra las filas enemigas. Vería su herejía de principio a fin, no importaba qué horrores pudiera comportar. Por primera vez en una larga y errante vida, Drusas Achamian había encontrado la felicidad.

Y había llegado la paz.

La marcha del día había sido especialmente dura, y Serwe estaba sentada junto al fuego frotándose los dedos de los pies mientras miraba al otro lado de las llamas a su amor, Kellhus. Ojalá siempre pudiera ser así.

Cuatro días antes Proyas había mandado al scylvendio al sur con varios centenares de caballeros para descubrir los caminos de entrada a Shigek, según había dicho Kellhus. Cuatro días sin toparse con su famélica mirada. Cuatro días sin encogerse bajo su sombra de hierro mientras él la escoltaba a su pabellón. Cuatro días sin su temible salvajismo.

Y cada uno de ellos pasado rezando y rezando: «¡Que le maten!». Pero ésa era la única oración que Kellhus no atendería.

Serwe miraba y se maravillaba y amaba. Su largo cabello rubio tenía reflejos dorados a la luz de la hoguera; los rasgos realzados por la barba irradiaban buen humor y comprensión. Asintió mientras Achamian le hablaba de algo, de hechicería tal vez. Ella prestaba escasa atención a las palabras del Maestro. Estaba demasiado ocupada escuchando a la cara de Kellhus.

Nunca había visto una belleza igual. Había algo inexplicable, algo divino y surreal en su aspecto, como si una elegancia sobrecogedora, una gracia imposible, se ocultaran en el interior de sus expresiones, algo que pudiera llamear en cualquier momento y cegarla con una revelación. Una cara que hacía de cada momento, de cada latido del corazón…

Un regalo.

Colocó una mano en la suave curva de su vientre y por un momento pensó que podía sentir él segundo corazón en su interior, no más grande que el de un gorrión, repiqueteando una vez y, tras una densa espera, otra.

Su hijo… De Kellhus.

¡Habían cambiado tantas cosas! Ahora ella era más prudente, mucho más, de lo que debía serlo una chica de veinte veranos. El mundo la había castigado, le había mostrado la impotencia de la ira. Primero los hijos de Gaunum y su cruel lujuria. Después Panteruth y sus atroces brutalidades. ¿Qué podía hacerle la ira de una concubina de piel suave a un hombre como él? Un motivo más para doblegarse. Conocía la futilidad, que el animal en su interior se humillaría, gritaría, pondría sus labios tranquilizadores alrededor de la polla de cualquier hombre por un momento de piedad, que haría cualquier cosa, saciaría cualquier hambre, para sobrevivir. Había sido iluminada.

Sumisión. La verdad estaba en la sumisión.

—Te has rendido, Serwe —le había dicho Kellhus—. ¡Y rindiéndote, me has conquistado!

Los días de nada habían pasado. El mundo, decía Kellhus, la había preparado para él. Ella, Serwe hil Keyalti, iba a ser su consorte sagrada.

Daría a luz a los hijos del Profeta Guerrero.

¿Qué iniquidad, qué sufrimiento podía compararse a eso? Claro está que lloraba cuando el scylvendio le pegaba, que apretaba los dientes de furia y vergüenza silenciosa cuando la utilizaba. Pero después ella sabía, y Kellhus le había enseñado, que el conocimiento era algo que se elevaba por encima de todas las cosas. Cnaiür era un tótem del viejo mundo oscuro, la ira antigua hecha carne. Por cada dios, le había dicho Kellhus, había un demonio.

Por cada Dios…

Los sacerdotes, tanto los de su padre como los de Gaunum, decían que los Dioses movían las almas de los hombres. Pero Serwe sabía que los Dioses también se movían como hombres. Con frecuencia, mirando a Esmenet, Achamian, Xinemus y los demás alrededor del fuego, le parecía increíble que no pudieran verlo, aunque a veces sospechaba que, en el corazón de sus corazones, lo sabían pese a mostrarse testarudos.

Pero claro, a diferencia de ella, no se acostaban con un dios y todos sus aspectos.

No les habían enseñado a perdonar, a rendirse, como ella había sido enseñada. Con frecuencia vislumbraba las discretas y a veces solitarias formas en que les instruía. Y era maravilloso ver a un dios instruir a los demás.

Incluso ahora les estaba instruyendo.

—No —estaba diciendo Achamian—. Los hechiceros nos distinguimos por nuestras habilidades, los de casta noble por vuestra sangre. ¿Qué importa si los otros hombres nos reconocen como tales o no? Somos lo que somos.

Con los ojos sonrientes, Kellhus dijo:

—¿Estás seguro?

Serwe lo había visto muchas veces. Las palabras eran sencillas, pero el modo en que las pronunciaba desgarraba sus corazones.

—¿Qué quieres decir? —dijo Achamian sin comprender.

Kellhus se encogió de hombros.

—¿Qué pasaría si te dijera que soy como tú?

Los ojos de Xinemus destellaron en dirección a Achamian, que se rió nerviosamente.

—¿Como yo? —preguntó el Maestro. Se lamió los labios—. ¿Y eso?

—Puedo ver la Marca, Akka. Puedo ver el moratón de vuestra condena.

—Bromeas —le espetó Achamian, pero su voz sonó extraña.

Kellhus se había vuelto hacia Xinemus.

—¿Lo ves? Hace un momento, yo no era muy distinto de ti. La distinción entre nosotros no existía hasta que…

—Sigue sin existir —intervino Achamian, con un tono de voz algo más fuerte—. ¡Tendríais que demostrármelo!

Kellhus estudió al hombre con una expresión cuidadosa y preocupada.

—¿Cómo puede uno probar que ve?

Xinemus, que parecía no haberse inmutado, se rió entre dientes.

—¿Qué pasa, Akka? Son muchos los que ven tu blasfemia pero deciden no comentarla con nadie. Piensa en el Colegio de Luthymae…

Pero Achamian se había puesto en pie de un salto con una expresión atribulada, incluso presa del pánico.

—Es sólo que… que…

Los pensamientos de Serwe dieron un respingo. «¡Lo sabe, mi amor! ¡Achamian sabe lo que eres!»

Se sonrojó al rememorar al hechicero entre sus piernas, pero después se recordó que no era Achamian al que recordaba, era a Kellhus.

«Tienes que conocerme, Serwe, en todos mis aspectos.»

—¡Hay una manera de probar eso! —exclamó el Maestro. Les dedicó una mirada absurda, después, sin mediar aviso, se adentró corriendo en la oscuridad.

Xinemus había empezado a murmurar alguna broma, pero justo entonces Esmenet se sentó junto a Serwe, sonriendo y frunciendo el entrecejo.

—¿Kellhus ha vuelto a ponerle frenético? —preguntó, ofreciéndole a Serwe un cuenco de té especiado.

—Sí —dijo Serwe, y cogió el cuenco que le ofrecía. Lo inclinó y dejó caer una brillante gota al suelo antes de beber. Estaba caliente y se arremolinó en su estómago como seda calentada al sol—. Mmmm… Gracias, Esmi.

Esmenet asintió y se volvió hacia Kellhus y Xinemus. La noche anterior, Serwe le había cortado muy corto el cabello a Esmenet, como a un hombre, de modo que ahora parecía un precioso adolescente. «Casi tan bella como yo», pensó Serwe.

Nunca antes había conocido a una mujer como Esmenet: audaz, deslenguada como un hombre. A veces asustaba a Serwe su capacidad para ponerse de igual a igual con los hombres mediante sus propias palabras, mediante sus propias bromas. Sólo Kellhus era mejor que ella. Pero ella siempre era considerada. Serwe le había preguntado en una ocasión por qué era tan amable, y Esmenet le había respondido que la única paz que había conocido como ramera había consistido en preocuparse por los más vulnerables que ella. Cuando Serwe la presionó diciéndole que no era ni una ramera ni vulnerable, Esmenet había sonreído y le había dicho: «Todas somos rameras, Serchaa…».

Y Serwe la había creído. ¿Cómo si no? Se parecía demasiado a algo que podría haber dicho Kellhus.

Esmenet se volvió para mirarla.

—¿Te ha resultado dura la marcha de hoy, Serchaa? —Ella sonrió del mismo modo en que había sonreído en el pasado la tía de Serwe, con calidez y preocupación. Pero en ese momento su expresión se oscureció de repente, como si hubiera vislumbrado algo desagradable en la cara de Serwe. Sus ojos se encapucharon.

—¿Esmi? —dijo Serwe—. ¿Pasa algo?

La expresión de Esmenet se tornó remota. Cuando regresó, su atractivo rostro esbozó una sonrisa, más triste, pero igualmente genuina.

Serwe se miro nerviosamente las manos, aterrorizada de repente por lo que Esmenet, de alguna forma, sabía. Vio, en su imaginación, al scylvendio rondándola en la oscuridad.

«¡Pero no era él!»

—Las colinas —dijo rápidamente—. Las colinas son tan duras… Kellhus dice que me conseguirá una mula.

Esmenet asintió.

—Asegúrate de que… —Se detuvo y frunció el entrecejo a la oscuridad—. ¿Qué está haciendo ahora?

Achamian había regresado de la oscuridad portando consigo un pequeño muñeco de la medida de su antebrazo. Sentó al muñeco en el suelo con la espalda apoyada en una piedra en forma de hueso que momentos antes había utilizado para sentarse. Con la excepción de la cabeza, estaba tallado en madera oscura, con las extremidades ensambladas; un pequeño cuchillo oxidado hacía las veces de mano derecha y tenía grabadas pequeñas hileras de texto. La cabeza, sin embargo, era un muñón de seda sin forma, no más grande que el monedero de un hombre. A Serwe, mirándolo, de repente le pareció una cosa pavorosa. La luz de la hoguera relucía en sus superficies pulidas y daba la ilusión de que las palabras habían sido grabadas con varias pulgadas de profundidad. La pequeña sombra que proyectaba era negra como la brea sobre la piedra y oscilaba con inquietud con el relumbrar entretejido de las llamas. Parecía un hombre muerto recostado ante un fuego inmenso.

—¿Achamian te da miedo, Serchaa? —preguntó Esmenet. Algo malvado y travieso brilló en sus ojos.

Serwe pensó en aquella noche en el santuario en ruinas, cuando él había mandado luz a las estrellas. Negó con la cabeza.

—No —respondió. Estaba demasiado triste para asustarse.

—Pues lo hará después de esto —dijo Esmenet.

—Va a por pruebas —se burló Xinemus— y vuelve con un juguete.

—No es un juguete —murmuró Achamian, molesto.

—Tiene razón —dijo Kellhus seriamente—. Es un artilugio hechicero. Veo la Marca.

Achamian miró a Kellhus con acritud, pero no dijo nada. El fuego crujía y siseaba. Acabó de ajustar al muñeco, dio dos pasos atrás. De repente, enmarcado por la oscuridad y los fuegos encendidos en todo el campamento, parecía menos un erudito cansado y más un Maestro del Mandato. Serwe sintió un escalofrío.

—Esto se llama «Muñeco Wathi» —explicó—. Es algo que… que le compré a una bruja Sansori hace un par de años… En ese muñeco hay una alma atrapada.

Xinemus escupió el vino por la nariz.

—Akka —bramó— no pienso tolerar…

—¡Sígueme la corriente, Zin! Por favor… Kellhus dice que es uno de los Escogidos. Ésta es una manera de demostrarlo sin condenarse, y sin condenarte a ti, Zin. Al parecer, para mí es demasiado tarde.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Kellhus.

Achamian se arrodilló y cogió una ramita del suelo.

—Escribiré dos palabras en el suelo y tú las pronunciarás en voz alta. No estarás pronunciando las Palabras, de modo que no te quedará la marca de la sangre–del–onta. Nadie te mirará y sabrá que eres un hechicero. Y todavía conservarás la pureza para poder llevar Baratijas sin problemas. Sólo estarás pronunciando la cifra del artilugio. El muñeco sólo se despertará si eres uno de los Escogidos.

—¿Por qué es malo que nadie reconozca a Kellhus como hechicero? —preguntó Dinch el Sangriento.

—¡Porque estaría maldito! —dijo Xinemus casi gritando.

—Eso —reconoció Achamian— y que lo matarían en seguida. Sería un hechicero sin escuela, un mago, y las Escuelas no toleran a los magos.

Achamian se volvió hacia Esmenet; intercambiaron una rápida mirada de preocupación. Después se encaminó hacia Kellhus. Serwe supo que buena parte de él ya se estaba arrepintiendo de aquel espectáculo.

Con la ramita, Achamian escribió con destreza a los pies de Kellhus una línea de signos. Serwe supuso que se trataba de dos palabras, pero no sabía leer.

—Las he escrito en kuniúrico —dijo— para evitarles a los demás cualquier humillación. —Dio un paso atrás y asintió lentamente. A pesar del bronceado de innumerables días pasados al sol, parecía gris—. Léelas —le instruyó.

Kellhus, con el rostro barbado solemne, estudió las palabras un momento; después, con la voz clara, dijo:

Skuni ari’sitwa…

Todas las miradas escrutaron al muñeco tendido sin vida contra la piedra a la luz de la hoguera. Serwe aguantó la respiración. Esperaba tal vez que las extremidades se movieran y cobraran una ebria vida, como si el muñeco fuera una marioneta, algo que podía menearse colgado de unas cuerdas invisibles. Pero eso no sucedió. La primera cosa en moverse, más bien, fue la cabeza de seda manchada; pero no colgó con una vida perezosa, ni siquiera asintió lentamente, sino que algo se movió en su interior. Serwe jadeó horrorizada al darse cuenta de que una pequeña cara —nariz, labios, frente y cuencas de los ojos— se apretaba contra la tela.

Era como si una bruma narcótica se hubiera posado sobre ellos, el sopor de ser testigo de algo imposible. El corazón de Serwe martilleó. Sus pensamientos se arremolinaron.

Pero no pudo apartar la mirada. Un rostro humano, tan pequeño que cabía en la palma de la mano, apretado contra la seda. Veía los pequeños labios abrirse en un aullido sin sonido.

Entonces se movieron las extremidades, de repente, hábilmente, sin el tambaleo de las marionetas. Lo que quiera que moviese esas piernas las movía desde dentro, con la compacta elegancia de un cuerpo que controla sus extremidades. Y con el pensamiento parcialmente presa del pánico, Serwe comprendió que era una alma, una alma autosuficiente. Con un solo movimiento lánguido, se incorporó, apretó los brazos contra el suelo, dobló las rodillas y después se puso en pie, proyectando una esbelta sombra sobre el suelo, la sombra de un hombre con la cabeza metida en un saco.

—Pero eso es sagrado —siseó Dinch el Sangriento con una voz sin resuello.

El hombre de madera giró su cara sin ojos de lado a lado, estudió a los gigantes boquiabiertos.

Levantó la pequeña hoja oxidada que tenía en lugar de mano derecha. El fuego crujió, se alzó y giró. Un trozo de carbón humeante cayó a sus pies. Bajando la mirada, se agachó y valiéndose de la hoja lanzó el carbón de nuevo al fuego.

Achamian murmuró algo indecible y después se dejó caer con las piernas abiertas. Miró sin comprender a Kellhus, y con una voz tan lívida como su expresión, dijo:

—De modo que eres uno de los Escogidos…

Horror, pensó Serwe. Estaba horrorizado. Pero ¿por qué? ¿No lo veía?

Sin mediar palabra, Xinemus se puso en pie. Antes de que Achamian pudiera siquiera verle, el Marsical le había cogido del brazo y le tiraba de él violentamente.

—¿Por qué haces esto? —gritó Xinemus, con el rostro afligido e irado a la vez—. Ya sabes lo difícil que resulta para mí… ¡Lo sabes! ¿Y ahora haces gala de una cosa así? ¿Blasfemas?

Estupefacto, Achamian miró a su amigo aterrado.

—Pero Zin —dijo lastimeramente—. Es lo que soy.

—Quizá Proyas tenía razón —le espetó. Con un gruñido empujó a Achamian y después desapareció en la oscuridad. Esmenet se levantó de su lugar al lado de Serwe y cogió una de las manos flácidas de Achamian. Pero el hechicero estaba miranda la oscuridad que se había comido al Mariscal de Attrempus. Serwe oyó el insistente susurro de Esmenet:

—Está bien, Akka. Kellhus hablará con él. Le mostrará lo estúpido que es.

Pero Achamian, dándole la espalda a los que le observaban, le dio un leve empujón.

Todavía estupefacta, con la piel de gallina de pavor, Serwe miró a Kellhus con una súplica: «Por favor… ¡tienes que hacer esto mejor!». Xinemus debía perdonarle aquello a Achamian. ¡Todos debían aprender a perdonar!

Serwe no sabía cuándo había empezado a hablarle con la cara, pero ahora lo hacía con tanta frecuencia que no podía distinguir entre lo que le había dicho y lo que le había mostrado. Eso era parte de la paz infinita entre ellos. Nada se ocultaba.

Y por alguna razón, su expresión le recordó algo que le había dicho en una ocasión: «Debo revelarme ante ellos lentamente, Serwe. De lo contrario, se volverían contra mí».

Muy tarde en la noche, Serwe se despertó al oír voces —voces airadas— en el exterior de su tienda. De forma reflexiva, se llevó la mano al vientre. Sus interiores se contrajeron de miedo. «Queridos Dioses… ¡Piedad! ¡Por favor, piedad!»

El scylvendio había regresado.

Como Serwe sabía que sucedería. Nada podía matar a Cnaiür urs Skiotha, no mientras Serwe siguiera viva.

«Otra vez no, por favor, por favor…»

No podía ver nada, pero la amenaza de su presencia ya la tenía cogida, como si fuera un espectro, algo salvaje y malicioso concentrado en consumirla, rasgándole el corazón del mismo modo en que las mujeres cepaloranas rasgaban las pieles para dejarlas limpias con conchas de ostra afiladas. Se puso a llorar, suavemente, en secreto, para que no la oyera. En cualquier momento, sabía ella, entraría en la tienda llenándola del hedor de un hombre que acababa de despojarse de su pechera, la cogería por la garganta y…

«¡Por favooor! Voy a ser una buena chica, ¡voy a ser una buena chica! ¡Por favor!»

Oyó su voz ronca, baja para que no le oyeran, pero fiera de todos modos.

—Estoy cansado de esto, dunyaino.

Nuta’tharo hirmuta —respondió Kellhus con una impavidez que la enervó, hasta que se dio cuenta: «Es frío porque le odia… ¡Le odia como yo!»

—¡No lo haré! —espetó el scylvendio.

¿Sta puth yura’gring?

—¡Porque tú me lo pidas! Estoy harto de oírte profanar mi lengua. Estoy harto de que te burles de mí. Estoy harto de esos idiotas a los que manejas a tu antojo. ¡Estoy harto de verte profanar mi recompensa! ¡Mi recompensa!

Un instante de silencio. Los oídos le zumbaban.

—Ambos —dijo Kellhus en un tenso sheyico— hemos obtenido puestos de honor. Ambos nos hemos ganado los oídos de los Grandes. ¿Qué más quieres?

—Sólo quiero una cosa.

—Y juntos, caminamos el camino más corto a…

Kellhus se detuvo abruptamente. Un duro momento pasó entre ambos.

—Vas a irte —dijo Kellhus.

Carcajadas, como el aullido de un lobo partido en fragmentos.

—No hay necesidad de compartir el mismo yaksh.

Serwe jadeó en busca de aire. La cicatriz en su brazo, el swazond que el llanero le había infligido bajo las montañas Hethanta, destelló con un dolor repentino.

«No–no–no–no–no.»

—Proyas… —dijo Kellhus, con la voz todavía neutra—. Vas a acampar con Proyas.

«¡Por favor Dios noooo!»

—He venido a por mis cosas —dijo Cnaiür—. He venido a por mi recompensa.

Nunca en toda su violenta vida se había sentido Serwe suspendida en un precipicio como aquél. Tenía la respiración asfixiada por un sollozo, y se quedó inmóvil. El silencio gritaba. El corazón de Kellhus latió tres veces antes de que éste respondiera, y durante esos tres latidos su vida colgó como de una horca entre las voces de los hombres. Moriría por él, lo sabía, y moriría sin él. Parecía que siempre lo había sabido, desde el primer patoso día de su infancia. Casi vomitó de miedo.

Y después Kellhus dijo:

—No. Serwe se queda conmigo.

Alivio entumecido. Cálidas lágrimas. La dura tierra debajo de ella se había vuelto tan fluida como el mar. Serwe a punto estuvo de desvanecerse. Y una voz que no era la suya habló entre su angustia y su éxtasis y dijo: «Gracias… Al fin piedad…».

No había oído su discusión subsiguiente. El socorro y la alegría tenían su propio retumbar. Pero no hablaron mucho, no con ella llorando ruidosamente. Cuando Kellhus regresó a su lugar junto a ella, ella se lanzó sobre él y le cubrió de besos desesperados y abrazó con tal fuerza su cuerpo que a duras penas podía respirar. Y al final, cuando el inmenso cansancio de los salvados le sobrevino y se quedó dando vueltas en el umbral del dulce sueño infantil, sintió que unos dedos callosos pero amables le acariciaban lentamente la mejilla.

Un Dios la tocó. La vigilaba con un amor divino.

Con la espalda contra la tela, la cosa llamada Sarcellus permanecía acurrucada inmóvil como la piedra. El olor a almizcle de la furia del scylvendio permeaba el aire nocturno, dulce y afilado, embriagador con la promesa de sangre. El ruido de la mujer llorando tiró de su entrepierna. Podría haber valido la pena de no haber sido por el olor de su feto, que mareaba…

Lo que pasaba por su pensamiento se cerró con lo que pasaba por su alma.