9

Hinnereth

Uno puede ver el futuro o puede mirar el futuro. Lo segundo es mucho más instructivo.

Ajencis, La tercera analítica de los hombres

Si uno duda que la pasión y la sinrazón gobiernan el destino de las naciones, sólo tiene que echar un vistazo a las reuniones entre Grandes. Los reyes y los emperadores no están acostumbrados a tratar con iguales, y como consecuencia de ello con frecuencia se sienten demasiado liberados o repelidos. Los nilnameshi tienen un refrán, «Cuando los príncipes se reúnen, o encuentran a sus hermanos o se encuentran a sí mismos», es decir, la guerra o la paz.

Drusas Achamian, El compendio de la Primera Guerra Santa

Principios de verano, año del Colmillo 4111, Momemn

Cánticos y una miríada de antorchas refulgentes dieron la bienvenida a Ikurei Xerius III cuando pasó entre las cortinas de lino ralo para entrar en la corte palaciega. Sólo con luz podía verse al Emperador. Se oyó un frufrú de tela cuando la multitud se arrodilló y apretó la cara empolvada contra el césped. Sólo los altos guardias Eóticos permanecieron de pie. Con niños–esclavos sosteniendo el dobladillo de su túnica, Xerius caminó entre las formas prostradas y saboreó, como siempre hacía, su soledad. Esa divina soledad.

«¡Me manda llamar! ¡A mí! ¡Qué insolencia!»

Ascendió por los peldaños de madera y se subió a la Cuadriga Imperial. Se gritó la orden de que todo el mundo se levantara.

Xerius alzó la mano enfundada en un guante blanco, preguntándose ociosamente a quién había escogido Ngarau, su Gran Senescal, para que le diera las riendas, un honor de gran importancia tradicional, pero muy por debajo del ámbito de decisión del Emperador. Xerius confiaba sin reservas en el criterio de su Gran Senescal. Como había confiado en el de Skeaos.

Una punzada de horror. ¿Durante cuánto tiempo ese nombre cortaría como el cristal? «Skeaos.»

Apenas vio al niño que le dio las riendas. ¿Algún joven vástago de la Casa Kiskei? Lo mismo daba. Xerius era siempre elegante, incluso cuando estaba distraído, un rasgo heredado de su padre. Su padre había sido un idiota cobarde, pero, oh, siempre había tenido porte de Gran Emperador.

Xerius le pasó las riendas a su Auriga e hizo la señal de que avanzara distraídamente. El tiro arrancó al oír el crujido del látigo del Capitán, después empezó a hacer cabriolas y finalmente tiró de la cuadriga dorada. Los incensarios atados a los caballos vibraron y dejaron tras de sí bandas de incienso azul. Jazmín y sándalo dulce. Había que evitarle al Emperador los desconcertantes olores de su capital.

Observado por centenares de personas con las caras pintadas y obsequiosas, Xerius se quedó mirando firmemente hacia adelante, con la mirada marmórea y la expresión remota y altiva. Sólo unos pocos escogidos recibieron un gesto de reconocimiento imperial: la zorra de su madre, Istriya; el viejo General Kumuleus, cuyo apoyo le había permitido recibir el Manto después de la muerte de su padre; y por supuesto su augur preferido, Arithmeas. El oro intangible del favor imperial era algo que Xerius acumulaba celosamente, y era taimado a la hora de repartirlo. Puede que hubiera que ser osado para ascender, pero el ahorro era clave para mantenerse en la cima.

Otra lección que Xerius había aprendido de su madre. La Emperatriz le había inculcado la sangrienta historia de sus predecesores, le había explicado con infinitos detalles los desastres del pasado. Ése demasiado confiado, el otro demasiado cruel, etcétera. Surmante Skilura II, que tenía siempre a su lado un cuenco de oro fundido para tirárselo a los que le disgustaban, había sido demasiado cruel. Surmante Xatantius, por el contrario, había sido demasiado marcial: las conquistas debían llevar a la riqueza, no a la bancarrota. Zerxei Triamarius III había sido demasiado gordo, tan gordo que necesitaba que los esclavos le sostuvieran las rodillas cuando montaba su caballo. Su muerte, había dicho Istriya entre risas, había sido en buena parte una cuestión de decencia estética. Un emperador debía parecer un Dios, no un eunuco obeso.

Demasiado de esto o demasiado de aquello.

—El mundo no nos limita —le había explicado en una ocasión la Emperatriz, batiendo sus párpados de ramera—, así que debemos limitarnos a nosotros mismos, como los dioses. Disciplina, dulce Xerius. Debemos tener disciplina.

Algo que Xerius poseía en abundancia, o al menos eso creía él.

Fuera del patio, filas de pesados soldados de la caballería de élite Kidruhil se colocaron delante y detrás de la Cuadriga Imperial, que iba flanqueada por los portadores de antorchas. La refulgente procesión descendió por las Cumbres Andiamine hacia las oscuras y humeantes depresiones de Momemn. Moviéndose lentamente para que los portadores de antorchas pudieran seguir el paso, la comitiva retumbó por los Recintos Imperiales y la monumental avenida que unía las instalaciones del palacio con el templo–complejo de Cmiral.

Numerosos momemnitas permanecían en grupos sombríos a lo largo de la avenida, tratando de vislumbrar a su divino Emperador. Obviamente, el rumor de su breve peregrinaje se había propagado por la ciudad. Girándose a izquierda y a derecha, Xerius sonreía y levantaba la mano lentamente una y otra vez para saludar.

«Así que quiere que sea en público…»

Al principio, vio poco más allá de los caballos y sus refulgentes antorchas, y tampoco fue mucho lo que pudo oír por encima de los cascos que golpeaban los adoquines. Cuanto más se alejaban, sin embargo, más atestada estaba la avenida escenario de la procesión. Pronto, esclavos y gentes de casta ínfima se colocaron a empellones a poca distancia de los portadores de las antorchas, con los rostros claramente iluminados, y Xerius se dio cuenta de que se mofaban y se reían cada vez que les saludaba. Por un momento, temió que se le fuera a parar el corazón. Se cogió a los caballos, que no dejaban de dar bandazos, para tranquilizarse. ¡Podía llegar a ser tan idiota!

A pesar de los incensarios, el aire adoptó el olor distintivo de la mierda.

Al cabo de un instante, pareció, los centenares se habían convertido en miles, y a medida que crecían en número, también lo hacía su descaro. Pronto, el aire retembló con el tronar de la multitud. Horrorizado, Xerius observó cómo la luz de las antorchas iluminaba una cara sucia tras otra, todas vueltas hacia él, algunas observando con una acusación silenciosa, o con ira; algunas se reían, otras gritaban o aullaban con una rabia salpicada de saliva. La procesión siguió avanzando, como si ignorara los obstáculos, pero la sensación de pompa y ceremonia se había evaporado. Xerius tragó saliva. Un frío sudor caracoleaba entre su ropa y su piel. Echó la mirada resueltamente hacia adelante, hacia las tensas espaldas de sus soldados de caballería.

«Eso es lo que quiere —se dijo—. Recuerda, ¡sé disciplinado!»

Los oficiales bramaron órdenes urgentes. Los Kidruhil blandieron sus porras.

La procesión encontró un cierto alivio al cruzar el puente que cruzaba el Canal de la Rata. Xerius vio embarcaciones de recreo amarradas en las aguas negras, meciéndose a la luz de nubes de incienso iluminadas por las antorchas. Alzándose de sus almohadas, hombres de la casta comerciante y concubinas levantaron sus obleas y tablas benditas para romperlas en su nombre. Pero Xerius no pudo dejar de observar que sus miradas se volvían hacia la muchedumbre que le esperaba mucho antes de que su pasaje hubiera pasado por completo.

Los indisciplinados momemnitas envolvieron de nuevo la procesión. Las mujeres, los ancianos y los enfermos, incluso los niños, todos gritando ahora, todos blandiendo los puños. Bajando la mirada, Xerius vio a un hombre sifilítico con un diente podrido en la punta de la lengua que escupió cuando pasó la Cuadriga Imperial. Cayó en algún lugar entre las ruedas.

«Me odian de veras —percibió Xerius—. Me odian… ¡A mí!»

Pero aquello cambiaría, se recordó. Cuando todo terminara, cuando los frutos de su tarea se hicieran manifiestos, le aclamarían como a ningún emperador del que hubiera memoria. Se entusiasmarían cuando carros de esclavos infieles rindieran tributo a la Ciudad Casa, cuando los reyes cegados fueran arrastrados con cadenas a los pies del Emperador. Y protegiéndose los ojos mirarían a Ikurei Xerius III y sabrían —¡sabrían!— que él era en realidad el Aspecto–Emperador, regresado de las cenizas de Kyraneas y Cenei para doblegar al mundo, para obligar a naciones y tribus a inclinarse y besarle la rodilla.

«¡Se lo demostraré! ¡Lo verán!»

La inmensa plaza de Cmiral se abría ante él y el rugido de las masas de Momemn fue aumentando y alzó su punto álgido. Se quedó sin aliento, abrumado por aquel sonido y lo que significaba. Los primeros Kidruhil se detuvieron y revolotearon momentáneamente, confusos. Xerius vio que uno de los caballos de sus soldados de infantería retrocedía. El Kidruhil que le seguía se puso a galopar para cubrir el flanco. Todos blandieron sus porras, las agitaron con un gesto de advertencia, y golpearon a todo aquél que se acercó demasiado. Más allá de su pequeño perímetro de armaduras refulgentes y luz de antorchas, el mundo era un disturbio oscuro. Humanidad empobrecida, campos enteros de ella, gritando, desde los templos–complejos a izquierda y derecha hasta los grandes pilares de basalto de Xothei que tenía ante sí.

Xerius apretó la barandilla delantera de la cuadriga hasta que los nudillos le quedaron blancos y le dolieron las manos. Todos ellos… Una y otra vez, gritando ese nombre…

Pavor, mareo y una sensación de caída interior.

«¿Les ha incitado contra mí? ¿Va a ser esto un asesinato?»

Observó cómo sus Kidruhil golpeaban a la multitud primero con timidez, después abiertamente. De repente, se rió, apretando los dientes con un placer fiero. Así era como se afirmaban los dioses: ¡con la sangre de los mortales! La muchedumbre se levantó contra los primeros Kidruhil y el rugido pareció redoblarse. Varios jinetes brillantes se tambalearon y después desaparecieron. Más jinetes corrieron hacia adelante. Las porras se levantaban y caían. Se desenvainaron espadas.

El auriga tranquilizó a los caballos y le miró nerviosamente.

«¿Miras a un Emperador a los ojos?»

—¡Sigue! —gritó Xerius—. ¡Contra ellos! ¡Adelante!

Riéndose, se inclinó sobre los caballos y escupió a su pueblo, a los que gritaban otro nombre cuando Ikurei Xerius se erguía como un dios entre ellos. ¡Ojalá pudiera escupir oro fundido!

Lentamente, la cuadriga se fue abriendo paso, dando bandazos y lanzándole hacia adelante cuando las ruedas crujían sobre los caídos. Le ardía el estómago de miedo, sentía los intestinos sueltos, pero en sus pensamientos había una furia, un delirio que se regocijaba por la proximidad de la muerte. Uno por uno, los portadores de las antorchas fueron abatidos, pero los Kidruhil avanzaron rápidamente, abriéndose camino a golpes, a tajos; sus espadas se alzaban y caían, se alzaban y caían, y a Xerius le pareció que castigaba a aquellos perros con su propio brazo, que era él quien alargaba el brazo y los derribaba al suelo a hachazos.

Riéndose como un maníaco, el Emperador de Nansur pasó entre su pueblo hacia la inmensidad del templo de Xothei.

Finalmente, la diezmada procesión alcanzó las filas de guardias Eóticos dispuestos ante los monumentales escalones de Xothei. Ensordecido, afligido por el letargo de los sueños, Xerius fue guiado desde la cuadriga hasta el pasadizo elevado de madera que llevaba a la gran puerta del templo. El Emperador siempre debía estar por encima de los simples hombres. Cogió brutalmente a uno de los capitanes por el brazo.

—¡Comunica inmediatamente lo que ha pasado a los barracones! ¡Impon silencio en este lugar a hachazos! ¡Quiero que mi cuadriga resbale sobre sangre cuando vuelva!

Disciplina. Les enseñaría.

Después se encaminó hacia la puerta de Xothei, se tambaleó un momento sobre el dobladillo de su túnica y sintió que el corazón dejaba de latirle de furia a medida que las carcajadas coloreaban el rugido ambiental. Miró por un instante hacia lo que parecía un océano de ira y éxtasis. Después, recogiéndose la túnica, a punto estuvo de echarse a correr por la pasarela. La inmensa mampostería del templo le rodeaba. Un refugio.

Las puertas se cerraron de golpe a su espalda.

Las piernas se le doblaron. Un momento de silencioso desconcierto. El frío suelo contra sus rodillas. Se llevó las manos temblorosas a la frente y le sorprendió el sudor que le corrió entre los dedos.

¡Qué estupidez! ¿Qué pensaría Conphas?

Le zumbaban los oídos. Una oscuridad llena de aire. A su alrededor, ese nombre hizo temblar las paredes.

Maithanet.

Mil veces mil voces —o eso parecía— gritando como una plegaria el nombre que Xerius escupía como una maldición.

Maithanet.

Sintiéndose sin aliento, caminó dando tumbos por la antecámara y se detuvo. Pocas de las grandes lámparas en forma de rueda habían sido encendidas. Pálidos círculos de luz impregnaban el extenso suelo del templo a lo largo de hileras de baldosas de oración gastadas. Columnas tan gruesas como pinos se alzaban en la oscuridad. Las galerías de los himnos eran apenas discernibles en la negrura. Durante los momentos de culto oficial ese suelo se hinchaba con nubes de incienso, haciendo que los huecos del templo parecieran vagos y hostiles, difuminando los puntos de luz de las lámparas en halos, de tal modo que a los fieles les parecía que estaban en la bisagra misma entre este mundo y el Exterior. Pero ahora el lugar estaba desnudo y cavernoso. Tras el leve recuerdo de la mirra, olía como una bodega. Era la bisagra de nada, sólo un bolsillo de paz ganado gracias a la piedra muerta.

En la distancia, Xerius le vio, arrodillado en el centro del gran hemisferio de ídolos.

«Aquí estás», pensó, sintiendo cómo una cierta solidez regresaba a sus miembros. Sus babuchas susurraban mientras caminaba. Inconscientemente, alargó los brazos sobre el chaleco y la túnica para alisarlos, para tensarlos. Sus manos revolotearon sobre los frisos grabados en las columnas: reyes, emperadores y dioses, todos rígidos con la dignidad sobrenatural de las figuras de piedra. Se detuvo ante el primer tramo de escaleras. La cúpula central, la más alta, tenía la boca abierta sobre él.

Se quedó mirando un largo rato la amplia espalda del Shriah.

«¡Encárate con tu Emperador, fanático ingrato!»

—Me alegro de que hayas venido —dijo Maithanet, todavía dándole la espalda. Tenía la voz rica, envolvente. En su tono no había deferencia. Según el jnan, el Shriah y el Emperador eran iguales.

—¿Por qué esto, Maithanet? ¿Por qué aquí?

La amplia espalda se dio la vuelta. Maithanet llevaba un sencillo hábito blanco con las mangas hasta los antebrazos. Por un instante, evaluó a Xerius con los ojos refulgentes, después levantó la cabeza hacia el sonido distante de la muchedumbre, como si fuera el ruido de una lluvia rogada y recibida. Xerius vio la fuerte barbilla bajo el negro de su barba aceitada. Tenía la cara ancha, como la de un pequeño propietario rural, y sorprendentemente juvenil, aunque nada en su forma de desenvolverse hablaba de juventud. «¿Cuántos años tienes?»

—¡Escucha! —siseó Maithanet alzando las manos al resonante sonido de su nombre. «Maithanet-Maithanet-Maithanet…»

—No soy un hombre orgulloso, Ikurei Xerius, pero me conmueve oír que me aclaman así.

A pesar de aquel dramatismo idiota, Xerius se sorprendió atemorizado por la presencia de aquel hombre. El atolondramiento de hacía un momento regresó a sus piernas.

—No tengo paciencia, Maithanet, para juegos de jnan.

El Shriah hizo una pausa y después esbozó una sonrisa victoriosa. Empezó a bajar los escalones.

—He venido a causa de la Guerra Santa. He venido a mirarte a los ojos.

Esas palabras desconcertaron todavía más al Emperador. Xerius había sabido, antes de ir allí, que era mucho lo que estaba en juego en esa reunión.

—Dime —dijo Maithanet—, ¿has sellado un pacto con los infieles? ¿Has prometido traicionar a la Guerra Santa antes de que llegue a la Tierra Santa?

«¿Cómo podía saberlo?»

—Te lo aseguro, Maithanet. No.

—¿No?

—Me ofende que vengas…

La carcajada de Maithanet fue repentina, alta, tan reverberante que llenó los huecos del gran templo de Xothei.

Xerius jadeó. El Código de Psata–Antyu, el documento que regía la conducta Shriah, prohibía reírse en voz alta por tratarse de una indulgencia carnal. Maithanet, percibió, le estaba mostrando sus profundidades. Pero ¿con qué fin? Todo eso —las muchedumbres, la exigencia de reunirse en Xothei, hasta el cántico de su nombre— era una demostración de alguna clase, aterradora por su premeditada falta de sutileza.

«Te aplastaré —estaba diciendo Maithanet—. Si la Guerra Santa fracasa, te destruiré.»

—Acepta mis disculpas, Emperador —dijo Maithanet en voz baja—. Se diría que hasta una guerra santa puede estar infestada —una sonrisa de dolor— de falsos rumores, ¿eh?

«Está tratando de intimidarme. Sabe algo, ¡así que trata de intimidarme!»

Xerius permaneció en silencio, iracundo. Siempre había poseído, pensó, una mayor facilidad para odiar que Conphas. Su precoz sobrino podía ser malvado, salvaje incluso, pero inevitablemente se deslizaba hacia ésa lejanía vitrea que tanto enervaba a los que se encontraban en su compañía. Para Xerius, el odio era algo tan imperecedero como implacable.

Qué costumbre tan extraña, pensó de repente, esas indagaciones en la naturaleza de su sobrino. ¿Cuándo se había convertido Conphas en la unidad que utilizaba para medir los codos de su corazón?

—Vamos, Ikurei Xerius —dijo solemnemente el Shriah de los Mil Templos, como si la gravedad de lo que iba a seguir pudiera marcar para siempre sus vidas. Y por un breve instante, Xerius comprendió el don que había llevado a ese hombre a aquellas alturas: la capacidad de impartir santidad al momento, de emocionar a la gente con un sobrecogimiento que parecía propio—. Vamos. Escucha lo que le digo a mi pueblo.

Pero en el transcurso de aquella breve conversación, los sonidos de millares que coreaban el nombre de Maithanet se habían transformado, dubitativamente al principio, pero con mayor seguridad a cada momento que pasaba. Cambiado.

Convertido en gritos.

Obviamente, el anónimo capitán había ejecutado las instrucciones de su Emperador con una bendita prontitud. Xerius esbozó su propia sonrisa victoriosa. Al fin se sentía un igual ante ese hombre obscenamente imponente.

—¿Oyes, Maithanet? Ahora gritan mi nombre.

—Cierto —dijo el Shriah misteriosamente—. Cierto.

Finales de verano, año del Colmillo 4111, Hinnereth, en la costa de Gedea

Como si sintiera antipatía por el mar, la tierra se doblaba a medida que se acercaba a las escarpadas costas de Gedea. Dado que las llanuras costeras eran estrechas o inexistentes —con la salvedad de las planicies aluviales que rodeaban Hinnereth—, parecía que la tierra misma había conspirado para llevar a la Guerra Santa a la antigua ciudad. A medida que las primeras cohortes descendían por las colinas en terraza, Hinnereth se fue extendiendo ante ellos, acurrucada contra el Meneanor, un laberinto de barro y estructuras de arcilla cocida rodeado por fortificaciones de arenisca. El lastimero gemido de los cuernos perforó el aire cargado de salitre, retumbó desde las colinas hasta el mar y pronunció la condena de la ciudad. Las columnas fueron descendiendo una tras otra de las colinas: los turbulentos espadachines del Norte Medio, los caballeros de largas faldas de Conriya y el Alto Ainon, los veteranos soldados de infantería del Nansurium.

Hinnereth era un viejo premio. Como todas las tierras que quedaban entre civilizaciones enfrentadas, Gedea había sido un terreno tributario, poco más que una anécdota en las crónicas de sus conquistadores. Hinnereth, su única ciudad de cierta categoría, había visto innumerables gobiernos extranjeros: shigeki, kyraneanos, ceneianos, nansur y, más recientemente, kianene. Y ahora los Hombres del Colmillo grabarían su nombre en esa lista.

La Guerra Santa se dispersó en diversos campamentos alrededor de los campos y arboledas que rodeaban las murallas de Hinnereth. Después de conferenciar, los Grandes Nombres mandaron una embajada de condes y barones a las puertas exigiendo una rendición incondicional. Cuando los fanim de Ansacer ab Salajka, el Sapatishah kianene de Gadea, les ahuyentó con flechas y ballestas, mandaron a miles de hombres a los campos para cosechar el trigo y el mijo obtenido la semana anterior por las fuerzas de avance del Conde Athjeari, Palatino de Ingibian, y el Conde Werijen Grancorazón. Otros miles fueron mandados a las colinas para talar árboles para hacer arietes, torres, catapultas y ballestas gigantes.

El cerco de Hinnereth había empezado.

Después de una semana de preparativos, los Hombres del Colmillo hicieron su primer asalto. Nubes de flechas se posaron sobre ellos. Aceite hirviendo cayó desde las murallas. Los hombres se despeñaron gritando de las escaleras, o fueron ensartados en las almenas. La brea ardiendo convirtió sus torres de asedio en piras voladoras. Caían y ardían bajo las murallas de Hinnereth, y los fanim se reían de ellos desde las alturas.

En vista del desastre, algunos Grandes Nombres mandaron una delegación a los Chapiteles Escarlatas. Chepheramunni ya había advertido a Saubon y los demás de que los Maestros Escarlatas, con la salvedad del asalto a Shimeh o un ataque cishaurim, no tenían intención de ayudar a los Hombres del Colmillo, de modo que decidieron limitar sus exigencias. Pidieron una brecha en las murallas, nada más. La negativa de Eleazaras fue mordaz, como lo fue la condena de Proyas y Gotian, que habían renunciado al uso de la blasfemia a menos que fuera absolutamente necesario.

Siguió otra ronda de preparativos. Algunos trabajaban en las colinas, recogiendo madera para hacer más máquinas de asedio. Otros se acurrucaban en la oscuridad de los túneles de zapadores, sacando piedra y grava afilada con las manos llenas de ampollas. Otros amontonaban montones de maleza y quemaban a los muertos. Por la noche, bebían agua bajada en carretilla de las montañas, comían pan, racimos de higos de un rojo dorado, asaban codornices y gansos y maldecían Hinnereth.

Durante ese período de tiempo, grupos de caballeros inrithi marchaban hacia el sur a lo largo de la costa y hacían escaramuzas en lo que quedaba del ejército de Skauras, saqueando aldeas de pescadores y todas las ciudades amuralladas que no abrieron inmediatamente sus puertas. El Conde Athjeari se dirigió tierra adentro y batió las colinas en busca de batallas y saqueos. Cerca de una pequeña fortaleza llamada Dayrut, sorprendió a un destacamento de varios miles de kianene y los pasó a cuchillo con apenas un centenar de barones y caballeros. Regresando a la fortaleza, obligó a los habitantes del lugar a construir una pequeña catapulta que después utilizaron para lanzar varias cabezas de kianene de una en una al interior de las murallas. Ciento treinta cabezas mas tarde, la atemorizada guarnición abrió las puertas y se postró en el polvo. Le preguntaron a cada uno de sus integrantes: «¿Repudias a Fane y aceptas a Inri Sejenus como verdadera voz del Dios múltiple?». Los que respondieron que no fueron decapitados inmediatamente. Los que dijeron que sí fueron atados con cuerdas y mandados a Hinnereth, donde fueron vendidos a los tratantes de esclavos que seguían a la Guerra Santa.

Cayeron otros bastiones similares, tal era el terror que despertaban los guerreros de hierro. Las viejas fortalezas nansur de Ebara y Kurrut, la fortaleza ceneiana de Gunsae, medio en ruinas; la ciudadela kianene de Am–Amidai, construida cuando la población era mayoritariamente inrithi; todas ellas, como un puñado de monedas recogido con la mano enfundada en malla de la Guerra Santa. Toda Gedea caería a la misma velocidad que los inrithi pudieran cabalgar.

En Hinnereth, mientras tanto, los Grandes Nombres habían completado sus preparativos para el segundo asalto, pero fueron despertados por gritos de asombro. Los hombres salieron dando tumbos de sus tiendas y pabellones. Al principio, la mayoría señalaron la flotilla de galeras y barcazas de guerra anclada en la bahía, cientos de naves con los estandartes del Sol Negro de Nansur. Pero pronto, todos ellos se quedaron mirando con escepticismo hacia Hinnereth. Las grandes puertas de la ciudad habían sido abiertas. A lo largo de las murallas, pequeñas figuras retiraban las enseñas triangulares de Ansacer, la infame Gacela Negra, y alzaban el Sol Negro del Imperio Nansur.

Algunos aplaudieron. Otros aullaron. Grupos de jinetes medio desnudos fueron vistos galopando hacia las inmensas puertas, donde fueron detenidos por falanges de soldados de infantería nansur. Por un momento, las espadas refulgieron en la distancia.

Pero era demasiado tarde. Hinnereth había caído, no ante la Guerra Santa, sino ante el Emperador Ikurei Xerius III.

Al principio, Ikurei Conphas ignoró las llamadas del Consejo y la tarea de enormes proporciones de aplacar a Saubon y Gothyelk recayó en el General Martemus. Con la llegada de la flota nansur la noche anterior, explicó bruscamente, el Sapatishah gedeano había visto que su posición era desesperada, y había mandado a Proyas los términos de su rendición. Martemus había incluso redactado una carta, densa con la escritura cursiva de los kianene, que, según él, estaba en manos de Ansacer. El Sapatishah, aseguró, estaba muy asustado a causa del furor de los inrithi y sólo se rendiría ante los nansur. En cuestiones de piedad, dijo Martemus, un enemigo conocido era siempre preferible a uno desconocido. El primer instinto del Exalto–General, prosiguió, había sido llamar a todos los Grandes Nombres y mostrarles esa carta para conocer su opinión, pero el propio Martemus le había recordado al Exalto–General que la capitulación de un enemigo era siempre un asunto delicado, resultado tal vez de un temor pasajero y no fruto de la voluntad real. Mostrándose de acuerdo, el Exalto–General había decidido ser resoluto antes que democrático.

Cuando los Grandes Nombres exigieron saber por qué, si Conphas había obrado realmente en defensa de los intereses de la Guerra Santa, Hinnereth seguía cerrada a ella, Martemus se limitó a encogerse de hombros y les informó de que aquéllos eran los términos de la rendición del Sapatishah. Ansacer era un hombre sensible y sufría por la seguridad de su gente. Además, tenía un gran respeto por la disciplina de los nansur.

Al final, sólo Saubon se negó a aceptar la explicación de Martemus. Hinnereth, gritó, era por derecho un botín de la victoria en la Llanura de la Batalla. Cuando Conphas finalmente llegó, el Príncipe galeoth tuvo que ser contenido. Después, Gothyelk y Proyas le recordaron que Gedea era una tierra desierta y empobrecida. Que el Emperador se regodeara con su primera recompensa vanal, dijeron. La Guerra Santa continuaría su marcha hacia el sur. La antigua Shigek, una tierra de riquezas legendarias, les estaba esperando.

—Quédate conmigo, Zin —gritó Proyas.

Había despedido al Consejo hacía sólo unos instantes. Ahora de pie, observó cómo su gente se arremolinaba y se preparaba para marcharse. Llenaban el humeante interior de su pabellón, algunos píos, otros mercenarios, casi todos ellos orgullosos hasta el extremo. Gaidekki e Ingiaban seguían discutiendo, como siempre, sobre cosas materiales e inmateriales. La mayoría del resto empezó a salir de la cámara: Ganyatti, Kushigas, Imrothas, varios barones de alto rango y, por supuesto, Kellhus y Cnaiür. Con la excepción del scylvendio, se inclinaron uno por uno antes de desaparecer entre las cortinas de seda azul. Proyas respondió a cada uno de ellos con un gesto de la cabeza.

Xinemus no tardó en encontrarse solo. Los esclavos correteaban entre la oscuridad circundante, recogiendo platos y pegajosos cuencos de vino, allanando alfombras y recolocando una miríada de almohadas.

—¿Te preocupa algo, mi Príncipe? —preguntó el Marsical.

—Tengo varias preguntas.

—¿Acerca de…?

Proyas dudó. ¿Por qué un príncipe debía encogerse al hablar con un hombre cualquiera?

—Acerca de Kellhus.

Xinemus alzó las cejas.

—¿Te preocupa?

Proyas se llevó una mano a la nuca e hizo una mueca.

—Con toda sinceridad, Zin. Es el hombre menos inquietante que he conocido jamás.

—Y eso es lo que te inquieta.

Le inquietaban muchas cosas, entre ellas el reciente desastre de Hinnereth. Habían sido superados por Conphas y el Emperador. No debía suceder nunca más.

No tenía tiempo, y muy poca paciencia, para ésas… cuestiones personales.

—Dime, ¿qué piensas de él?

—Me aterroriza —dijo Xinemus sin dudar un instante.

Proyas frunció el entrecejo.

—¿Y eso?

Los ojos del Mariscal se extraviaron, como si buscara algún texto escrito en su interior.

—He compartido muchos cuencos de vino con él —dijo dudando—. He compartido muchos pedazos de pan, y soy incapaz de contar las cosas que me ha mostrado. Por alguna razón, de alguna manera, su presencia me hace…, me hace mejor.

Proyas miró el suelo, las alas entrelazadas bordadas en la alfombra que tenía a sus pies.

—Produce ese efecto.

Sintió que Xinemus le escudriñaba con esa maldita mirada suya: como si viera, por encima del fraudulento boato de la madurez, al niño de pecho hundido que nunca abandonaba el campo de entrenamiento.

—Sólo es un hombre, mi Príncipe. Eso dice él… Además, ya hemos pasado…

—¿Cómo está Achamian? —preguntó Proyas bruscamente.

El corpulento Marsical frunció el entrecejo. Hundió dos dedos en las trenzas de su barba y se rascó la barbilla.

—Creía que su nombre estaba prohibido.

—Sólo pregunto.

Xinemus asintió cansinamente.

—Bien. Muy bien, en realidad. Está con una mujer, un viejo amor de Sumna.

—Sí… Esmenet, ¿verdad? La que era ramera.

—Ella le hace bien —dijo Xinemus a la defensiva—. Nunca le he visto tan alegre, tan feliz.

—Pero pareces preocupado.

Xinemus entrecerró los ojos un instante y después suspiró pesadamente.

—Supongo que sí —dijo, mirando más allá de Proyas—. Durante todo el tiempo que hace que le conozco, ha sido un Maestro del Mandato. Pero ahora…, no lo sé. —Levantó la mirada y la engarzó con la del Príncipe—. Prácticamente ha dejado de hablar del Consulto y de sus Sueños. A ti te parecerá bien.

—Está enamorado —dijo Proyas, negando con la cabeza—. ¡El amor! —exclamó con incredulidad—. ¿Estás seguro? —Le sobrevino una sonrisa.

Xinemus a punto estuvo de soltar una carcajada.

—Está enamorado, cierto. Lleva semanas corriendo detrás de su polla.

Proyas se rió y miró el suelo.

—O sea que Achamian tiene polla, ¿eh?

Akka enamorado. Parecía imposible y extrañamente inevitable.

«Los hombres como él necesitan amor… A diferencia de los hombres como yo.»

—Eso parece. Y Esmenet parece muy aficionada a ella.

Proyas soltó una risotada.

—A fin de cuentas, es un hechicero.

Xinemus relajó la mirada un instante.

—Sí, lo es.

Se produjo un instante de incómodo silencio. Proyas suspiró pesadamente. Con cualquier otro hombre que no fuera Xinemus, esas preguntas habrían aflorado de forma natural, sin inseguridad ni reserva. ¿Cómo podía Xinemus, su querido Zin, ser tan tozudo con cosas obvias para los otros hombres?

—¿Todavía le enseña a Kellhus? —preguntó Proyas.

—Cada día. —El Mariscal sonrió lánguidamente, como si lo hiciera a causa de su propia estupidez—. De eso se trata, ¿verdad? Quieres creer que Kellhus es más, pero…

—¡Tenía razón con respecto a Saubon! —exclamó Proyas—. ¡Hasta en los detalles, Zin! ¡En los detalles!

—Y sin embargo —prosiguió Xinemus, frunciendo el entrecejo ante aquella interrupción— se relaciona abiertamente con Achamian. Con un hechicero…

Xinemus había pronunciado en son de burla la palabra, como lo hacían los otros hombres: una cosa manchada de mierda.

Proyas se volvió hacia la mesa y se sirvió un cuenco de vino. Últimamente le había sabido muy dulce.

—¿Y qué te parece? —preguntó.

—Creo que Kellhus ve en Akka lo mismo que yo, lo mismo que tú en el pasado… Que el alma de un hombre puede ser buena independi…

—El Colmillo dice —espetó Proyas—: «¡Quemadlos, pues son Impuros! ¡Quemadlos!» ¿Se puede ser más claro? Kellhus se relaciona con una abominación. Como tú.

El Mariscal estaba negando con la cabeza.

—No puedo creer eso.

Proyas le miró fijamente. ¿Por qué tenía tanto frío?

El Mariscal palideció, y por primera vez el Príncipe conriyano vio miedo en el viejo rostro de su maestro de esgrima. ¡Miedo! Quería disculparse, retirar lo que había dicho, pero el frío era tan implacable.

Tan verdadero.

«¡Solamente estoy citando la Palabra!»

Si uno no podía confiar en la palabra del Dios, si uno se negaba a escudar —¡aunque fuera en nombre de los sentimientos!— entonces todo se tornaba escepticismo y disputas eruditas. Xinemus escuchaba a su corazón, y eso era su fortaleza y su debilidad al mismo tiempo. El corazón no recitaba ninguna escritura.

—Entonces —dijo el Mariscal fríamente— no tienes que preocuparte por Kellhus más de lo que te preocupas por mí.

Proyas entrecerró los ojos y asintió.

Había coacción, había dirección, había —eso era lo más iluminador de todo— un llamamiento colectivo.

Había caído la noche y Kellhus estaba sentado a solas en un promontorio, recostado en un cedro solitario. Inclinadas hacia el este por años de viento, las ramas del cedro se extendían por entre los cielos estrellados y se bifurcaban hacia abajo. Parecían amarradas con cuerdas al paisaje de la Guerra Santa acampada, Hinnereth tras sus grandes cinturones de piedra, y el Meneanor con sus inmensas olas plateadas por la luz de la luna.

Pero él no veía nada de eso, no con sus ojos…

Las promesas y amenazas de lo que era llegaban murmurando, y se discutía el futuro.

Estaba un mundo, Earwa, esclavizado por su historia, sus costumbres y una hambre animal, un mundo regido por lo que venía antes.

Estaba Achamian y todo lo que él había dicho. El Apocalipsis, los linajes de emperadores y Reyes, las Casas y Escuelas de las Grandes Facciones, la panoplia de naciones en guerra. Y estaba la hechicería, la Gnosis y la perspectiva cercana de un poder sin límites.

Estaba Esmenet y esbeltos muslos y un intelecto penetrante.

Estaba Sarcellus y el Consulto y una cautelosa tregua fruto del enigma y la vacilación. Estaba Saubon y el tormento armado contra el deseo de poder.

Estaba Cnaiür y la locura y el genio marcial y la creciente amenaza de lo que sabía.

Estaba la Guerra Santa y la fe y el hambre.

Y estaba el Padre.

«¿Qué quieres que haga?»

Posibles palabras estallaron en su interior, abriéndose y ramificándose como un dosel de vislumbres.

Maestros sin nombre ascendiendo por una playa empinada y pedregosa. Un pezón cogido entre los dedos. Un clímax jadeante. Una cabeza cortada arrojada contra el sol ardiente. Apariciones desvaneciéndose en la bruma matinal.

Una esposa muerta.

Kellhus exhaló y después respiró profundamente el agridulce aroma de cedro, tierra y guerra.

Estaba la revelación.