Mengedda
Todos los hombres son más grandes que los hombres muertos. |
Proverbio ainonio. |
Toda obra monumental llevada a cabo por el Estado es medida en codos. Cada codo es medido por la longitud del brazo del Aspecto–Emperador. Y el brazo del Aspecto–Emperador, dicen, está más allá de toda medida. Pero yo digo que el brazo del Aspecto–Emperador se mide por la longitud de un codo, y que todos los codos se miden por las obras llevadas a cabo por el Estado. Ni siquiera el Todo está más allá de la medida, puesto que es más que lo que está en su interior, y «más» es una especie de medida. Hasta Dios tiene sus Codos. |
Imparrhas, Psukalogos |
Principios de verano, año del Colmillo 4111, llanuras de Mengedda
—Rinden homenaje a mi tío —dijo el Conde Athjeari mientras guiaba a Kellhus por entre juerguistas masas de norteños borrachos. Los galeoth preferían las tiendas de cuero con pesados marcos de madera adornadas con colmillos y bastos tótems animales. Sin necesidad de clavar estacas, podían erigirlas placa a placa, lienzo a lienzo, en grandes recintos circulares alrededor de un fuego central. Athjeari le guió recinto tras recinto, espoleado por las preguntas de Kellhus para que explicara las distintas peculiaridades del aspecto, las costumbres y las tradiciones de su pueblo. Aunque molesto al principio, el joven Conde no tardó en sonreír entusiasmado y orgulloso, asombrado no sólo por la singularidad y nobleza de su pueblo, sino también por una nueva forma de verse a sí mismo. Como tantos hombres, nunca se había preguntado qué o quién era.
Coithus Athjeari, sabía Kellhus, nunca olvidaría aquel paseo.
«Tan fácil y tan difícil a la vez…»
Kellhus había cogido el camino más corto. Había adquirido un conocimiento crucial acerca del legado de Saubon y se había ganado la confianza y la admiración de su precoz sobrino, que desde entonces consideraría al Príncipe Kellhus de Atrithau un amigo y, todavía más, alguien que le hacía más sabio —mejor— de lo que era con otros hombres.
Al fin, se abrieron paso hasta un recinto mucho más grande, y mucho más ebrio, que los demás. En el extremo más lejano Kellhus vislumbró el estandarte del León Rojo de la Casa Coithus alzado por encima de aquella oscura reunión. Athjeari empezó a abrirse camino hacia el pendón, maldiciendo y reprendiendo a sus compatriotas. Pero se detuvo cuando se acercaron al centro del recinto, donde una hoguera arrojaba chispas y humo al cielo de la noche.
—Esto te interesará —dijo, sonriendo.
Se había abierto un gran claro ante el fuego, y dos galeoth, sin aliento y desnudos de cintura para arriba, estaban cara a cara en el centro, sosteniendo lo que parecían ser dos astas entre ellos. Ambos, notó Kellhus, tenían las muñecas atadas con tiras de cuero al extremo de cada uno de los palos, de modo que estaban unidos entre sí. Agarrando la madera pulida, se inclinaban hacia el otro, con los pechos blancos y los brazos bronceados tirantes con venas y músculos tensos. Los espectadores aplaudían y se reían a carcajadas.
De repente, el hombre que estaba más cerca golpeó con la mano izquierda y su contrincante se echó hacia adelante dando tumbos. Después, los dos hombres danzaron alrededor del fuego, tirando, retrocediendo, empujando, cargando, cualquier cosa que pudiera servir para arrojar al oponente al suelo.
El hombre más alto tropezó, y por un momento pareció que podía caer en el fuego. La muchedumbre reprimió un jadeo y después le ovacionó cuando recuperó el equilibrio justo al borde de la columna de ruego. Con un rugido, tiró del hombre más pequeño bajo su alargada sombra, después le empujó, pero de repente se tambaleó agitando la cabeza fieramente. Una pequeña llama prendió en su cabellera, a la vista de lo cual docenas de espectadores se troncharon de risa. El hombre gritó, maldijo. Por un momento pareció que iba a ser presa del pánico, pero alguien le tiró por encima de la cabeza lo que parecía cerveza o aguamiel. Más risas histéricas, puntuadas por gritos groseros.
Athjeari se rió satisfecho y se volvió hacia Kellhus.
—Estos dos se odian de verdad —gritó sobre el jaleo—. ¡Les gustan más la sangre y las quemaduras que la plata!
—¿Qué es esto?
—Lo llamamos gandoki o «sombras». Para vencer a tu gandoch, tu sombra, tienes que derribarle al suelo. —Su risa era relajada y contagiosa, la risa de un hombre completamente seguro de cuál es el lugar que ocupa entre los demás—. Los bárbaros —añadió, utilizando el término despectivo habitual con el que se referían a los no norsirai— consideran que los galeoth somos una raza sin sutileza, ¡lo mismo dicen las mujeres de los hombres! Pero el gandoki demuestra que eso no es totalmente cierto.
Entonces, de repente, como si cruzara una puerta surgida de la nada, Sarcellus se interpuso entre los dos vistiendo las mismas vestiduras blancas y doradas que llevaba en el anfiteatro.
—Príncipe —dijo, inclinando su cabeza en dirección a Kellhus.
Athjeari se dio la vuelta rápidamente.
—¿Qué estás haciendo aquí?
El Caballero Shriah rió mientras miraba fijamente al Conde con sus grandes ojos de pestañas beige.
—Lo mismo que tú, supongo. Quería hablar con el Príncipe.
—Nos has seguido —dijo Athjeari.
—Por favor… —respondió la cosa, simulando estar ofendido—. Sabía que le encontraría aquí, disfrutando de la generosidad —miró escépticamente a la muchedumbre que les rodeaba— del Celebrante de la Batalla.
Athjeari miró a Kellhus con una expresión, un pulso, incluso un ritmo de la respiración que mostraban una nota de apenas disimulada aversión. Pensó que Sarcellus era vanidoso y amanerado, percibió Kellhus, un miembro particularmente repelente de la especie que hacía mucho tiempo había aprendido a despreciar. Pero era probable que el Cutias Sarcellus original hubiera sido así: un noble pomposo. Sarcellus, el Sarcellus real, estaba muerto. Lo que estaba allí en su lugar era una bestia de alguna clase, un animal exquisitamente entrenado. Había arrancado a Sarcellus de su lugar y había asumido todo lo que él había sido. Le había robado incluso su muerte.
Ningún asesinato podía ser más total.
—Entonces —dijo el Conde, apartando la mirada como si se distrajera.
—Permíteme intercambiar unas palabras con el Caballero–Comandante —dijo Kellhus.
Aunque frunció el entrecejo al hablar, Athjeari aceptó reunirse con él en la tienda de Saubon al cabo de un rato.
—Vete —dijo Sarcellus al tiempo que el Conde se abría paso con impaciencia entre sus parientes, que no dejaban de gritar.
Un berrido de lamento repiqueteó en el aire. Kellhus vio al jugador de gandoki más alto trastabillar y caer bajo los puños de numerosos galeoth que se habían destacado de la muchedumbre. Pero el grito procedía de su contrincante más pequeño. Kellhus vio al hombre entre oscuras piernas, cubierto de ampollas por las quemaduras, con carbones humeantes todavía en el brazo y el hombro derechos.
Otros corrieron a defender al hombre. Un cuchillo destelló. La sangre corrió sobre el suelo.
Kellhus miró de soslayo a Sarcellus, que estaba tenso, totalmente absorbido por el tumulto que se estaba produciendo ante ellos. Las pupilas dilatadas. La respiración contenida. El pulso acelerado…
«Tiene reacciones involuntarias.»
Kellhus vio cómo su mano derecha se demoraba cerca de su entrepierna, como si luchara contra una compulsión masturbatoria irresistible. Se acarició el dedo índice con el pulgar.
Se oyó otro grito.
La cosa llamada Sarcellus temblaba de ardor. Esas cosas dan hambre, pensó Kellhus. Duelen.
De todos los rudos impulsos animales que coaccionaban y maltrataban el intelecto, ninguno poseía la sutileza o la profundidad del deseo carnal. En cierta medida, teñía todos los pensamientos, impelía casi todos los actos. Aquello era lo que hacía que Serwe fuera tan valiosa. Sin darse cuenta, todos los hombres sentados alrededor del fuego de Xinemus —con la excepción del scylvendio— sabían cortejarla consintiendo a Kellhus. Y no podían evítalo.
Pero Sarcellus, obviamente, estaba aquejado de otra clase de impulso. Uno que tenía que ver con el sufrimiento y la violencia. Como los sranc, esos espías–piel deseaban constantemente trazar surcos con sus cuchillos. Compartían el mismo creador, uno que había atado a la corrupta bestia con sus esclavos y la había afilado como quien afila la punta de una lanza.
El Consulto.
—Los galeoth —señaló Sarcellus con una sonrisa repentina— siempre se están cortando el cuello, siempre están sacrificando sus rebaños.
La pelea había sido interrumpida de golpe por los gritos del Conde Anfirig. Portados colgando por los brazos y las piernas, tres hombres ensangrentados estaban siendo apartados del fuego.
—Pelean —dijo Kellhus, citando a Inri Sejenus— por algo que ignoran. Así que gritan vilezas y afirman que otros están en su camino…
De algún modo, el Consulto sabía que había sido decisivo para que el Emperador descubriera a Skeaos. La cuestión era si su papel había sido casual o no. Si sospechaban que podía ver a sus espías, se verían obligados a equilibrar la inminente amenaza de desenmascararlos con la necesidad de saber cómo podía verlos. «Debo caminar por la línea de en medio, convertirme en un misterio que deben solucionar…»
Kellhus se quedó mirando la cosa por un instante. Cuando ésta frunció el entrecejo, dijo:
—No, por favor, permíteme… Hay algo en ti… En tu cara.
—¿Es ésa la razón por la que me mirabas tanto en el anfiteatro?
Por un breve instante, Kellhus se abrió a la legión que había en su interior. Necesitaba más información. Necesitaba saber, lo cual significaba que necesitaba una debilidad, una vulnerabilidad.
«Este Sarcellus es nuevo.»
—¿Fui tan indiscreto? —dijo Kellhus—. Discúlpame. Estaba pensando en lo que me dijiste aquella noche en las Unaras, en el santuario en ruinas. Me impresionaste.
—¿Qué dije?
«Reconoce su ignorancia como cualquier hombre, cualquier hombre que no tiene nada que esconder… Estas cosas están bien entrenadas.»
—¿No te acuerdas?
El impostor se encogió de hombros.
—Dije muchas cosas. —Con una sonrisa añadió—: Tengo una voz bonita…
Kellhus simuló fruncir el entrecejo.
—¿Estás jugando conmigo? ¿Jugando alguna clase de juego?
La cara falsificada había fruncido el entrecejo.
—No, te lo aseguro. ¿Qué dije?
—Que algo había sucedido —empezó Kellhus con aprensión—, que el hambre infinita, creo que dijiste…
Algo como un tic —demasiado sutil para ojos humanos— parpadeó en su expresión.
—Sí —prosiguió Kellhus—. El hambre infinita…
—¿Qué pasa con ella?
Una tensión casi imperceptible del tono, una aceleración de la cadencia.
—Me dijiste que no eras lo que parecías. Me dijiste que no eras un Caballero Shriah.
Otro tic, como una araña respondiendo a un escalofrío con su seda.
«Estas cosas pueden leerse.»
—¿Lo niegas? —insistió Kellhus—. ¿Me estás diciendo que no te acuerdas?
El rostro se había tornado tan inexpresivo como la palma de una mano.
—¿Qué más dije?
«Está confundido. No sabe qué hacer.»
—Cosas que yo a duras penas pude creer en ese momento. Dijiste que habías sido enviado para coordinar la observación del Maestro del Mandato, y que con ese fin habías seducido a su amante, Esmenet. Dijiste que yo estaba en gran peligro, que tus superiores consideraban que yo había tenido algo que ver con un desastre en la corte del Emperador. Dijiste que estabas dispuesto a ayudar.
Las arrugas de su expresión dieron una sacudida y se convirtieron en una red de delgadísimas grietas, como si absorbieran el aire húmedo de la noche.
—¿Te dije por qué te confesé todo esto?
—Porque lo deseabas. Pero ¿qué es esto? ¿De veras no te acuerdas?
—Sí que me acuerdo.
—Entonces, ¿qué es esto? ¿Por qué te has vuelto tan… evasivo? Pareces diferente.
—Quizá lo he pensado mejor.
Ya. En un breve lapso de tiempo Kellhus había confirmado sus hipótesis con respecto a los intereses inmediatos del Consulto, y había descubierto los rudimentos de lo que necesitaba para interpretar a esas criaturas. Pero lo más importante era que había sembrado la amenaza de una traición. ¿Cómo podía Kellhus saber lo que sabía, se preguntarían, a menos que el Sarcellus original se lo hubiera contado? Cualesquiera que fueran sus objetivos, el Consulto dependía enteramente de un secretismo total. Una defección podía deshacerlo todo. Si temían por la Habilidad de sus agentes de campo —esos espías–piel— se verían obligados a restringir su autonomía y a proceder con más cautela.
En otras palabras, se verían obligados a desear la única mercancía que Kellhus necesitaba por encima de las demás: tiempo. Tiempo para dominar aquella Guerra Santa. Tiempo para encontrar a Anasurimbor Moenghus.
Él era uno de los Aptos, dunyaino, y seguía el camino más corto. El Logos.
La multitud circundante había entablado una serie de ruidosas conversaciones y tanto Kellhus como Sarcellus miraron la hoguera. Un altísimo gesindal, con el cabello recogido en un moño–de–guerra, levantó los palos de gandoki contra el cielo de la noche y llamó a gritos a más contendientes. Riendo, la cosa llamada Sarcellus cogió a Kellhus por el antebrazo y le empujó al estridente círculo. La muchedumbre volvió a gritar.
«Me ha creído.»
¿Improvisaba? ¿Estaba obrando llevado por el pánico? ¿O había sido su intención desde el principio? Era impensable rechazar el reto, al menos en compañía de hombres tan belicosos. Su desprestigio sería absoluto.
Lavados por el calor de la hoguera, desnudaron a Kellhus hasta dejarlo con la falda de lino que llevaba bajo su túnica de seda azul y a Sarcellus hasta dejarlo en cueros, a la manera de los atletas nansur. Los galeoth le ridiculizaron a gritos, pero la cosa llamada Sarcellus pareció ignorarlos. Estaban a un cuerpo de distancia, evaluándose mientras los dos agmundr les ataban los palos a las muñecas. Los gesindal tiraron de ambos postes para asegurarse de que estaban bien unidos y después, sin intercambiar una mirada, gritaron: «¡Gaaaandoch!».
Sombras.
Con la piel amarilla a la luz de la hoguera, trazaron círculos, tirando ligeramente de los extremos de los palos. A pesar de que seguía rugiendo, la multitud se acalló, se silenció de repente, hasta que sólo quedó una figura, Sarcellus, ocupando un lugar…
Kellhus.
Capas de músculos flexionándose bajo la piel encendida por el fuego, sujeta y conectada de un modo sobrehumano. Ojos dilatados observando, estudiando, desde un rostro lleno de bultos. Pulso tranquilo. Falo túmido endureciéndose. Una boca hecha de gráciles dedos, moviéndose, hablando…
—Somos viejos, Anasurimbor, muy, muy viejos. La edad es poder en este mundo.
Kellhus se dio cuenta de que estaba atado a una bestia, a algo, según Achamian, concebido en las entrañas de Golgotterath. Una abominación de la Vieja Ciencia, la Tekne… Las posibilidades florecieron, como ramas hermanándose a través del aire de lo improbable.
—Son muchos —siseó la cosa— los que han pensado en jugar el juego que ahora estás jugando.
Perder era la solución más sencilla, pero la debilidad incitaba el desprecio, invitaba a la agresión.
—Hemos tenido mil veces mil enemigos a lo largo de los milenios, y hemos convertido sus corazones en agonías ululantes, sus naciones en junglas, sus pieles en mantos…
Pero vencer a aquella criatura podía representar una amenaza excesiva para Kellhus.
—Todos ellos, Anasurimbor, y tú no eres distinto.
Debía buscar alguna clase de equilibrio. Pero ¿cómo?
Kellhus empujó con la mano derecha y tiró con la izquierda, trató de desequilibrar a Sarcellus. Nada. Era como si los palos estuvieran enjaezados a un toro. Reflejos sobrenaturales. Y fuerte. Muy fuerte.
Revisión de estrategias. Cambio de alternativas. La cosa llamada Sarcellus rió con el falo ahora curvado como un arco sobre su estómago. Excitarse con la batalla o la competición, sabía Kellhus, era motivo de gran honor entre los nansur.
«¿Es muy fuerte?»
Kellhus se inclinó hacia los postes, con los codos echados hacia atrás, como si sostuviera una carretilla, y empujó. Sarcellus adoptó la misma postura. Los músculos se tensaron, se anudaron, brillando como si estuvieran untados con aceite. Los palos cenicientos crujieron.
—¿Quién eres? —gritó Kellhus entre dientes.
Sarcellus gruñó, con los puños temblando, hundidos hasta la cintura y después tiró. Kellhus trastabilló hacia adelante. En el momento de su desequilibrio, la cosa empujó de nuevo como si estuviera lanzando un disco. Kellhus recuperó la compostura y tiró hacia atrás ambos palos. Y en ese momento estuvieron danzando alrededor del claro, tirando y empujando, respondiendo a un movimiento con otro, ambos la sombra perfecta del otro.
Entre latidos del corazón, Kellhus trazó los cambios y oscilaciones del centro de gravedad de la cosa, un punto abstracto marcado por el extremo de su erección. Observó las repeticiones, reconoció los patrones, probó anticipaciones, todo mientras analizaba las posibilidades del juego, las múltiples líneas de movimiento y consecuencia. Se limitó a un repertorio elegante pero acotado de movimientos, acostumbrando a la cosa a determinados giros, a respuestas reflejas…
—¿Qué quieres? —gritó.
Entonces improvisó.
Casi acuclillado, dio una patada mientras levantaba el brazo izquierdo y empujaba con el derecho. La mano derecha de la cosa cayó al suelo, Sarcellus se dobló hacia adelante y después cayó hacia atrás. Por un instante pareció un hombre atado a una piedra cayendo…
Se liberó dando una patada en el suelo, tratando de ponerse en pie dando una voltereta. Kellhus tiró de los postes hacia atrás y trató de derribarlo sobre su estómago. Pero la cosa logró tirar de la pierna izquierda, con la rodilla a la altura del pecho, a tiempo. Golpeó el fuego con el pie derecho.
Una ducha de ceniza y carbones saltó por los aires, no para cegar a Kellhus, sino para oscurecerlos a los dos, pensó, ante la mirada de los galeoth.
La cosa tiró con ambos brazos atrás y adelante, se arrojó hacia adelante entre los postes, pateó. Kellhus le bloqueó la espinilla y el tobillo, una vez, dos…
«Quiere matarme.» Un desafortunado accidente mientras jugaban un bárbaro juego galeoth.
Kellhus tiró con los brazos hacia adentro y hacia fuera, detuvo la tercera patada de la cosa cruzando los postes. Por un instante, tuvo la ventaja del equilibrio. Empujó hacia atrás y arrojó a la cosa a las llamas doradas…
«Quizá si le hiero…»
Después la tiró hacia adelante.
Un error. Ileso, Sarcellus aterrizó corriendo, derribó a Kellhus hacia atrás con una fuerza inhumana y le lanzó contra la muchedumbre de galeoth empujando a algunos hombres y obligando a los demás a apartarse. Kellhus estuvo a punto de caer y después su espalda aterrizó sobre algo duro: la estructura de una tienda. Se partió con un crujido y la tienda cayó al suelo, sobre ellos, que quedaron a oscuras bajo la tela, donde la cosa, percibió Kellhus, esperaba matarle.
«¡Esto debe terminar!»
Sus pies se posaron sobre tierra dura. Apuntalando las piernas, cogiendo los postes, bajó y tiró los brazos hacia adelante alzando a Sarcellus en el aire de la noche. La estupefacción de la cosa sólo duró un instante, y logró partir uno de los postes con una patada. Kellhus lo lanzó contra el suelo como si fuera una bandera.
El lugar se convirtió en un hombre, resbaladizo de sudor, respirando hondo.
El primero de los galeoth corrió por encima de la tienda derribada pidiendo antorchas, trastabillando en la oscuridad repentina. Vio a Sarcellus incorporándose, valiéndose de pies y rodillas junto a Kellhus. Pese a estar atónitos, corearon el nombre de Kellhus proclamándole vencedor.
«¿Qué he hecho, Padre?»
Mientras le desataban las muñecas, dándole palmadas en la espalda y sudando como jamás habían visto antes, Kellhus sólo podía observar a Sarcellus, que lentamente se puso en pie.
Debería haberle roto algunos huesos. Pero Kellhus sabía ahora que era una cosa sin huesos, una cosa de cartílago…
Como un tiburón.
Saubon observó cómo Athjeari contemplaba horrorizado los huesos esparcidos sobre el suelo de tierra. La tienda era pequeña, mucho más pequeña que los estridentes pabellones utilizados por los otros Grandes Nombres. Bajo el lienzo teñido de azul y rojo había espacio solamente para un maltrecho camastro de campaña y una pequeña mesilla en la que estaba sentado el Príncipe galeoth sumido en su ponche…
Fuera, los juerguistas aullaban y reían. ¡Idiotas!
—Pero está aquí, tío —dijo el joven Conde de Gaenri—. Espera…
—¡Dile que se marche! —gritó Saubon. Quería a su sobrino, con ternura, no podía mirarle sin ver el precioso rostro de su hermana. Ella le había protegido de su padre. Le había querido antes de morir.
Pero ¿le había conocido?
«Kussalt sabía…»
—Pero tío, me pediste…
—¡Me da igual lo que te haya pedido!
—No lo entiendo. ¿Qué te ha pasado?
¡Ser conocido por un hombre y ser odiado! Saubon se levantó de su asiento, cogió a su sobrino por los hombros y le intimidó como sólo podía nacerlo uno de los hijos de Eryat. Cómo quería gritar la verdad, confesárselo todo a ese niño, a ese hombre con los ojos de su hermana, ¡con la sangre de su hermana! Pero él no era ella. No lo conocía.
Y le despreciaría si lo hiciera.
—¡No puedo! ¡No puedo permitir que me vea así! ¿No lo ves?
«¡Nadie debe saberlo! ¡Nadie!»
—¿Cómo?
—¡Así! —berreó Saubon, empujando al joven.
Athjeari recuperó el equilibrio y se quedó estupefacto, abiertamente herido. Debería haberse indignado, pensó Saubon. Era el Conde de Gaenri, uno de los hombres más poderosos de Galeoth. Debería haber montado en cólera, no quedarse consternado…
Los labios de Kussalt murmurando para siempre: «Quiero que sepas lo mucho que te he odiado…».
—¡Dile que se vaya! —gritó Saubon.
—Como desees —murmuró su sobrino. Mirando una vez más los huesos esparcidos sobre la tierra, salió por entre las portezuelas de piel.
Huesos. Como infinidad de pequeños colmillos.
«¡Nadie! ¡Ni siquiera él!»
Aunque era tarde, no se planteó dormir. A Eleazaras le parecía llevar dormido semanas, ahora que el Alto Ainon y los Chapiteles Escarlatas se habían vuelto a unir a la Guerra Santa. ¿Para qué servía dormir sino para restar inconsciente del inmenso mundo? Una profunda ignorancia.
Para remediar eso, Eleazaras había puesto a trabajar a Iyokus, su Maestro de Espías, en el mismo instante en que sus palanquines se habían posado en el suelo de las llanuras de Mengedda. El escenario de la batalla debía ser inspeccionado cinco días antes, y los testigos interrogados para determinar qué tácticas habían utilizado los cishaurim, y cómo los inrithi los habían vencido. Los diversos informantes y espías que habían colocado en la Guerra Santa tenían que ser contactados y entrevistados, tanto para determinar cómo estaban las cosas en general ahora que marchaban por territorio infiel como para seguir la pista de esos nuevos espías cishaurim.
Espías sin rostro. Espías sin la Marca.
Esperó a Iyokus junto a su pabellón, caminando arriba y abajo a la luz de la antorcha, mientras sus secretarios y guardaespaldas Javreh observaban desde una distancia discreta. Después de pasar semanas sepultado en su palanquín, despreciaba profundamente los espacios cerrados. Todo le parecía atado y estrecho en aquel momento.
Al cabo de un rato, Iyokus emergió de las sombras, un demonio vestido de refulgente morado.
—Camina conmigo —le dijo al adicto a la chanv.
—¿Por el campamento?
—¿Tienes miedo de altercados? —preguntó el Gran Maestro un tanto incrédulo—. Después de perder a tantos hombres a manos de los cishaurim, había dado por sentado que apreciarían contar con unos cuantos blasfemos entre ellos.
—No… Creía que visitaríamos las ruinas. Dicen que Mengedda es más antigua que Shir…
—Ah, Iyokus el anticuario —se rió Eleazaras—. Siempre me olvido… —Aunque personalmente no tenía ningún interés en visitar las ruinas (consideraba que el gusto por las antigüedades eran un defecto propio de los Maestros del Mandato) se sintió curiosamente condescendiente. Además, los muertos eran una buena compañía, supuso, cuando uno estaba planeando la propia supervivencia.
Ordenó a sus guardaespaldas que se quedaran atrás y se adentró junto a Iyokus en la oscuridad.
—¿Qué encontraste? —preguntó.
—Después de iluminar los campos —dijo Iyokus— las cosas regresaron a su lugar… —Iluminados de lado por una antorcha junto a la que pasaron, sus ojos sin pigmento parecieron refulgir momentáneamente en rojo—. Muy inquietante ver la obra de la hechicería sin la Marca. Me había olvidado…
—Razón de más para este extravagante riesgo, Iyokus: acabar con la Psukhe… —Una hechicería que no podían ver. Una metafísica que no podían comprender. ¿Qué más necesitaban?
—Cierto —respondió sin convicción el hombre de la piel de lino—. Lo que sabemos es esto: de acuerdo con todos los informantes, galeoth y no galeoth, el Príncipe Saubon a solas rechazó a los coyauri del Padirajah…
—Impresionante —dijo Eleazaras.
—Tan impresionante como improbable —dijo el siempre escéptico Maestro de Espías—. Pero la cuestión es discutible. Lo que importa es que los fanim fueron perseguidos por los Caballeros Shriah. Eso, creo, fue el factor decisivo.
—¿Por qué?
—La hierba quemada correspondiente a la carga de Gotian no empieza en las líneas de Saubon a lo largo del barranco, como sería de esperar, sino a unos setenta pasos de distancia. Creo que los coyauri, al huir, ocultaron a los Caballeros Shriah de los cishaurim. Estaban a sólo un centenar de pasos cuando los psukari iniciaron el Azote.
—¿Utilizaron el Azote?
Iyokus asintió.
—Yo diría que sí. Y quizá también el Látigo.
—¿Así que eran Secundarios o Terciarios?
—Sin duda —respondió el Maestro de Espías— bajo uno o dos Primarios… Es una pena que no previéramos la colocación de observadores entre los norsirai: aparte de lo que tú y yo vimos hace diez años, no sabemos casi nada acerca de sus Conciertos. Y por desgracia nadie parece saber quiénes de ellos eran, ni siquiera los prisioneros kianene de mayor rango.
Eleazaras asintió.
—Estaría bien saber quién… Pero a pesar de ello, una docena de ellos murieron. ¡Una docena!
Los Maestros de los Tres Mares eran llamados los Escogidos por buenas razones. Los cishaurim, según sus informantes en Shimeh y Nenciphon, podían contar, como mucho, con entre cien y ciento veinte psukari de alto rango, muy cerca del número de hechiceros de rango con los que contaban los Chapiteles Escarlatas. Cuando uno contaba en miles, la pérdida de doce apenas parecía significativa, y Eleazaras no tenía ninguna duda de que a algunos miembros de la Guerra Santa, los Caballeros Shriah en particular, les rechinaban los dientes al pensar en los muchos que ellos habían perdido a cambio de tan pocos. Pero cuando uno contaba, como hacían los Maestros, en decenas, la pérdida de doce era poco menos que una catástrofe, o la gloria.
—Una victoria impresionante —dijo Iyokus. Señaló a los Hombres del Colmillo que pasaban junto a ellos en sombríos coágulos: espectadores, imaginó Eleazaras, regresando del Consejo de Grandes y Pequeños Nombres—. Y por lo que parece, los Hombres del Colmillo tienen una idea muy vaga.
«Mejor», pensó Eleazaras. Era extraño el modo en que la crueldad y la alegría podían hacer sonar acordes tan dulces.
—Esta —dijo como si fuera un pronunciamiento— será nuestra estrategia. Conservaremos a los nuestros cueste lo que cueste, dejaremos que esos perros sigan matando tantos cishaurim como sea posible. —Se detuvo para mirar a los ojos a Iyokus—. Debemos reservarnos para Shimeh.
¿Cuántas veces habían él, Iyokus, y los demás discutido esa idea? A pesar del, en ocasiones inconmensurable, poder de la Psukhe, éste seguía siendo inferior, en eso estaban todos de acuerdo, al de la Anagogis. Los Chapiteles Escarlatas ganarían una confrontación abierta con los cishaurim, de eso no había ninguna duda. Pero ¿cuántos de ellos morirían? ¿Qué poder ostentarían los Chapiteles Escarlatas después de derrotar a los cishaurim? Un triunfo que los dejara reducidos a la condición de Escuela Menor no sería en absoluto un triunfo.
Debían hacer algo más que destruir a los cishaurim, debían arrasarlos. Por muy demente que fuera su sed de venganza, Eleazaras no destruiría a su Escuela.
—Un deseo sensato, Gran Maestro —dijo Iyokus—. Pero me temo que los inrithi no lo harán tan bien en un segundo encuentro.
—¿Por qué?
—Los cishaurim caminaron, probablemente para ocultarse de los arqueros del Chorae de Saubon o los ballesteros, que él había colocado demasiado atrás con respecto a sus líneas de vanguardia. Lo raro, en todo caso, es que se acercaron sin escolta de la caballería.
—¿Caminaron en campo abierto? Pero creía que su táctica tradicional consistía en golpear con las primeras oleadas de jinetes…
—Eso dijeron los especialistas del Emperador.
—Arrogancia —dijo Eleazaras—. Siempre que entablan batalla con los nansur, se enfrentan al Saik Imperial. Esta vez sabían que nosotros estábamos a días de distancia, todavía cruzando las Puertas Southron.
—Así que dejaron de lado ciertas precauciones porque se consideraban invencibles… —Iyokus bajó la mirada, como si observara las sandalias que llevaba en los pies y cómo sus uñas amoratadas sobresalían por debajo del dobladillo de su refulgente túnica—. Es posible —dijo al fin—. Parece ser que pretendían diezmar el centro de los inrithi, nada más, para asegurarse de que se vendrían abajo en el siguiente asalto. Probablemente creían que estaban siendo precavidos…
Caminaron junto a hogueras del campamento y tiendas redondas bordadas de sus compatriotas ainonios hasta el perímetro de la perdida Mengedda. El suelo se inclinaba hacia arriba, agrietado por amplios fundamentos de piedra, los restos de algún muro antiguo, pensó Eleazaras. Con cuidado de no mancharse la túnica, alcanzaron la pedregosa cima. A su alrededor se extendía una gran franja de campos cubiertos de desechos, muros derribados y, en el horizonte, una antigua acrópolis coronada por una galería de pilares ciclópeos que se erguían desolados entre la constelación de Uroris.
«Algo rompió la espalda de este lugar —pensó Eleazaras—. Algo rompe la espalda de todos los lugares…»
—¿Qué noticias tenemos de Drusas Achamian? —preguntó. Por alguna razón, se sintió sin aliento.
El adicto a la chanv se quedó contemplando la noche, perdido en otro de sus irritantes ensueños. ¿Quién sabía qué ocurría en esa alma intrincada y metódica? Finalmente, dijo:
—Me temo que puedas tener razón sobre él…
—¿Te temes? —le espetó Eleazaras—. Tú mismo terminaste el interrogatorio con Skalateas. Sabes lo que sucedió aquella noche bajo el palacio del Emperador mejor que nadie, con la posible salvedad de los allí presentes. La abominación reconoció a Achamian, y por tanto, Achamian mantiene alguna relación con la abominación. La abominación sólo podía ser un espía cishaurim, por tanto Achamian mantiene alguna relación con los cishaurim.
Iyokus se volvió hacia él, con el rostro pálido como la leche.
—Pero ¿es esa relación significativa?
—Ésa es la pregunta que debemos responder.
—Cierto. ¿Y cómo te propones responderla?
—¿Cómo si no? Secuestrándole. Interrogándole. —¿Creía que la amenaza de esas falsificaciones no exigían medidas tan extremas como aquélla? ¡Eleazaras no era capaz de imaginar una amenaza más grande!
—¿Como a Skalateas?
Eleazaras pensó en la tumba profunda que había dejado en Anserca y evitó encogerse de hombros, un gesto poco habitual en él.
—Como a Skalateas.
—Y eso —dijo Iyokus— es precisamente lo que me temo.
De repente Eleazaras comprendió.
—Crees —dijo— que sería inútil interrogarle…
A lo largo de los siglos, los Chapiteles Escarlatas habían secuestrado a docenas de Maestros del Mandato con la esperanza de sacarles los secretos de la Gnosis, la hechicería del Antiguo Norte. Ninguno de ellos había sucumbido. Ninguno.
—Creo que interrogarle por la Gnosis sería inútil —dijo Iyokus—. Lo que me temo es que incluso bajo tortura o las Compulsiones, él solamente insistiría en que la abominación que había sustituido a Skeaos era un miembro del Consulto y no un cishaurim…
—Pero ¡nosotros ya sabemos —gritó Eleazaras— que ese hombre toca una melodía muy distinta de la que canta! ¡Piensa en Geshrunni! Drusas Achamian le arrancó la cara… Y después, poco más de un año más tarde, es reconocido por un espía sin cara en las mazmorras del Emperador. ¡Eso no es una mera coincidencia!
Eleazaras miró al hombre, se cogió las manos temblorosas. Decidió que no le gustaba el modo reptil en que Iyokus escuchaba.
—Conozco esas razones —dijo Iyokus. Se volvió una vez más para escudriñar las ruinas iluminadas por la luna, con la expresión traslúcida e inescrutable—. Simplemente me temo que haya más que eso…
—Siempre hay más, Iyokus. ¿Por qué si no los hombres asesinarían a otros hombres?
Esmenet había intentado muchas veces, desde la muerte de su hija, prestar atención al vacío que tenía en su interior.
Había tratado de ponerlo en duda preguntando a los sacerdotes con los que se acostaba, pero ellos siempre decían lo mismo, que el Dios sólo moraba en los templos y que ella había hecho de su cuerpo un burdel. Después volvían a hacer de ella un burdel. Durante una época, trató de llenarlo acostándose con hombres por cualquier cosa, media moneda de cobre, pan, incluso una cebolla podrida, en una ocasión. Pero los hombres no podían llenar, sólo embarrar.
Así que se volvió hacia mujeres como ella, contemplando, observando. Estudió a las putas que reían siempre, que de algún modo estaban entusiasmadas con que las agujerearan día y noche, o las gorjeantes chicas esclavas, con los rostros sujetos hacia adelante bajo las urnas–de–agua, sonriendo y girando los ojos de lado a lado. Hizo de sus gestos los suyos, como si la certeza fuera una especie de baile. Y durante un tiempo descubrió acomodo, como si las costumbres gestuales y expresivas pudieran latir por un corazón mortecino.
Por un tiempo olvidó la distancia entre un hecho y un rostro.
Nunca había intentado amar. Si la alegría en el gesto no podía desbancar a la desolación, quizá entonces la alegría en la desesperación.
Durante cinco días habían estado acampados juntos en las colinas que dominaban la Llanura de la Batalla. Deambulando más arriba, Achamian había encontrado un pequeño torrente que habían seguido hasta las rocosas alturas. Habían trepado hasta una arboleda de pinos cuyas inmensas copas se balanceaban en lentos círculos al viento, y habían encontrado un estanque verde traslúcido. Acamparon cerca, aunque la falta de forraje para la mula de Achamian, Amanecer, les obligaba a caminar cada día una hora en busca de pasto para complementar el grano.
Cinco días. Bromeando y preparando té durante las frías mañanas, haciendo el amor con las ráfagas de aire seco entre los árboles, comiendo liebre y ardilla —¡atrapadas por Achamian, nada menos!— con sus víveres por la noche, tocando la cara del otro con asombro a la luz de la luna.
Y nadando, flotando. El crujido del calor ardiente en las aguas frías.
Cómo deseaban que no terminara nunca.
Esmenet sacó sus esteras de dormir de la tienda, las sacudió una después de la otra al viento y después las colocó sobre una piedra templada. Habían montado su tienda sobre un suelo blando detrás de un viejo e inmenso pino, un centinela solitario cerca del extremo de una amplia terraza que escalonaba las laderas norte y este de la colina.
«Éste —pensó— es nuestro lugar…» Sin visitantes, sin ruinas, sin recuerdos, con la salvedad de los huesos de animales que encontraron ensortijados tras el árbol el día que llegaron.
Volvió a entrar en la tienda agachándose y cogió la maltrecha bolsa de cuero de Achamian, que estaba en un rincón. Olía a moho y estaba resbaladiza y húmeda sobre la hierba. Un moho blanquecino y polvoriento se encaramaba hasta el bordado.
La llevó a la luz del sol, se sentó con las piernas cruzadas sobre una blanda pero espinosa alfombra de agujas de pino. Sacó varios fajos de papel de vitela y los puso a secar con una piedra encima. Encontró un pequeño muñeco con forma humana, de madera, pero con un simple bulto de seda en el lugar de la cabeza y un pequeño y oxidado cuchillo en el de la mano derecha. Tararaeando una vieja canción de Sumna, lo tiró al aire y le dio una patada en las piernas de madera dando un pequeño saltito. Después de reírse de su estupidez, se tumbó al sol, cruzando las piernas y colocando los brazos bajo la cabeza para parecer una esclava ensoñanda. ¿Qué hacía Achamian con un muñeco?
Después sacó una hoja que había doblado aparte de las demás. Al abrirla vio una serie de garabatos verticales, cada uno de ellos unido a uno, dos o varios otros por unas líneas garabateadas a toda prisa. A pesar de que no sabía leer —todavía no conocía a ninguna mujer que supiera— se dio cuenta de que aquella sábana era importante. Decidió preguntarle a Achamian cuando regresara.
Después de sentarse bajo un pedernal en forma de hacha, volvió a limpiar el bordado y empezó a rasgar el moho con una ramita.
Achamian salió de las sombras del bosque más profundo poco tiempo después, desnudo de cintura para arriba, con madera en los brazos apilada sobre su vientre cubierto de pelo negro. Le frunció amistosamente el entrecejo al pasar junto a ella y vislumbró su muñeco y sus papeles. Ella sonrió y soltó una risotada. Adoraba verle así: un hechicero jugando a ser un hombre de los bosques, con pantalones bombachos, nada menos. Incluso después de tanto tiempo de viajar con la Guerra Santa, los bombachos todavía le parecían extravagantes, bárbaros, hasta curiosamente eróticos. Eran ilegales en muchas ciudades nansur.
—¿Sabes por qué los nilnameshi creen que los gatos son más humanos que los monos? —preguntó, apilando la madera junto al tronco del gran pino.
—No.
Se volvió hacia ella sacudiéndose las manos en los bombachos.
—Por su curiosidad. Dicen que lo que mejor define al hombre es la curiosidad. —Caminó hacia ella sonriendo—. Y sin duda es lo que mejor te define a ti.
—La curiosidad no tiene nada que ver con esto —respondió, tratando de sonar enfadada—. Tu bolsa huele como queso con moho.
—Siempre había creído que era yo.
—Tú hueles como un burro.
Achamian se rió y alzó sus diabólicas cejas.
—Pero me he lavado la barba…
Esmenet le tiró agujas de pino a la cara, pero el viento se las llevó.
—¿Y para qué sirve eso? —preguntó ella señalando el muñeco—. ¿Para incitar a las niñas pequeñas a que entren en tu tienda?
Él se sentó junto a ella en el suelo.
—Eso —dijo— es un Muñeco Wathi… Si te contara más me obligarías a tirarlo.
—Ya veo… Y esto —prosiguió, alzando la hoja—. ¿Qué es esto?
El buen humor de Achamian se evaporó.
—Eso es mi mapa.
Ella sostuvo el pergamino entre ambos y ahuyentó con la mano a una pequeña avispa.
—¿Y qué es eso que hay escrito? ¿Nombres?
—Individuos de distintas Facciones. Todo el mundo con cierta relevancia en la Guerra Santa… Las líneas marcan sus relaciones… Mira —dijo señalando una línea de escritura vertical en el extremo izquierdo—, ahí dice Maithanet.
—¿Y debajo?
—Inrau.
Sin pensarlo, ella alzó la mano y le cogió la rodilla.
—¿Qué dice aquí arriba? —dijo ella, quizá demasiado rápidamente.
—El Consulto.
Esmenet escuchó cómo él recitaba los nombres, el Emperador, los Chapiteles Escarlatas, los cishaurim, al tiempo que le explicaba sus distintas intenciones y qué relaciones creía él que mantenían con los demás. No le dijo nada que ella no hubiera oído antes, pero por alguna razón aquello parecía de repente una cosa poderosa, escrita en tinta sobre aquella piel animal. De repente le pareció horriblemente real. Un mundo de fuerzas implacables. Ocultas. Violentas…
Un escalofrío le puso la carne de gallina. Se dio cuenta de que Achamian no era suyo, no realmente. Nunca lo sería. ¿Qué era ella comparada con esas cosas tan poderosas?
«Ni siquiera sé leer…»
—¿Por qué, Akka? —se sorprendió diciendo—. ¿Por qué lo has dejado?
—¿A qué te refieres? —Él estaba mirando fijamente la hoja, absorbido.
—Sé lo que deberías estar haciendo, Akka. En Sumna, salías constantemente, hacías preguntas, cortejabas a los informantes. O eso o estabas esperando noticias. Estabas espiando constantemente. Pero ahora ya no… No desde que me trajiste a tu tienda.
—Creí que era lo justo —dijo él alegremente—. Después de todo, tú dejaste…
—No mientas, Akka.
Achamian suspiró y, aunque estaba sentado, asumió el aire encorvado de los esclavos que cargaban pesadas cargas. Esmenet le miró a los ojos. Marrón claro, refulgentes. Nerviosos de pura necesidad. Tristes y prudentes. Como siempre cuando ella estaba tan cerca de él, deseó pasarle los dedos por la barba para palparle la barbilla y la mandíbula.
«Cómo te quiero.»
—No se trata de ti, Esmi —dijo—. Es él… —Su mirada se posó sobre el nombre que estaba más cerca del Consulto en la hoja de pergamino, el único que todavía no le había descifrado.
No fue necesario.
—Kellhus —dijo ella.
Se sumieron en el silencio un rato. Una ráfaga de viento batió entre los pinos y Esmenet vislumbró bolitas de pelusa volando hacia la ladera granítica y el cielo infinito. Por un momento, temió por las hojas de pergamino, pero estaban a salvo bajo sus piedras, con las esquinas abriéndose como bocas mudas.
Habían dejado de hablar de Kellhus en voz alta desde que se habían marchado de la Llanura de la Batalla. A veces parecía un acuerdo tácito, de los que los amantes hacían para insensibilizar heridas compartidas. Otras veces parecía una coincidencia en su aversión, como evitar hablar de cosas como la fidelidad o el sexo. Pero durante la mayor parte del tiempo solamente parecía innecesario, como si cualquier palabra que pudieran decir ya hubiera sido dicha.
Durante un tiempo Kellhus fue una figura problemática, pero pronto se había vuelto interesante, una persona cálida, acogedora y misteriosa, un hombre que prometía sorpresas agradables. En algún momento se había convertido en alguien inmenso, alguien que proyectaba su sombra sobre los demás, como un padre noble e indulgente, o un gran rey que comparte el pan con sus esclavos. Y ahora, incluso más en su ausencia, se había convertido en una figura refulgente. Un faro de alguna clase. Algo que debían seguir, aunque sólo fuera porque todo lo demás estaba tan oscuro…
«¿Qué es él?», quiso preguntar Esmenet, pero se quedó mirando sin abrir la boca a su amante.
Su marido.
Se sonrieron mutuamente, tímidamente, como si recordaran que no eran desconocidos. Se cogieron las manos secas, calentadas por el sol. «Nunca había sido tan feliz.»
Si su hija…
—Ven —dijo Achamian abruptamente, poniéndose en pie—. Quiero mostrarte una cosa.
Ella le siguió desde el moho apelmazado que cubría la piedra desnuda y caliente por el sol. Silbó y correteó para evitar quemarse los pies y se subió al saliente redondeado. A cada paso que daba, la vasta extensión gris verdosa de la Llanura de la Batalla se alzaba para abrazar los cielos. Cogiendo la mano que Achamian le ofrecía, se unió a él en la cornisa. Se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos del brillo del sol. Y entonces los vio.
—Dulce Sejenus —susurró.
Como las sombras de nubes verdaderamente montañosas, oscurecían la llanura, grandes columnas de ellos; sus brazos parpadeaban como un diamante en polvo bajo la luz del sol.
—La Guerra Santa marcha —dijo Achamian, rígido a causa de lo que sólo podía ser temor.
Respirar le dolía o eso le pareció. Vislumbró cohortes de caballeros, cientos, hasta miles, fuertes, y grandes hileras de soldados de infantería, largas como ciudades enteras. Vio carromatos con equipaje, líneas de carros no más grandes que granos de arena. Y vio un estandarte tras otro revoloteando, mostrando los emblemas de un millar de Casas, cada uno de ellos bordado con Colmillos de seda…
—Más de doscientos cincuenta mil guerreros inrithi —dijo Achamian— o al menos eso dice Zin… —Por alguna razón, su voz le llegaba a Esmenet como si procediera de las profundidades de una cueva. Sonaba atrapada y hueca—. Y quizá otros tantos seguidores… Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Miles y miles. Con la pesadez de las cosas lejanas, rodearon el extremo más cercano de la llanura. Se movían, pensó Esmenet, como vino goteando entre la lana.
¿Cómo podían tantos estar empeñados en un objetivo tan temible? Un lugar. Una ciudad.
Shimeh.
—¿Es…? —Esmenet se sorprendió jadeando—. ¿Es como algo salido de tus sueños?
Él hizo una pausa, y aunque no se balanceó ni dio un traspié, Esmenet temió de repente que fuera a caerse. Estiró el brazo y le cogió el codo.
—Como mis sueños —dijo.