7

Mengedda

El sueño, cuando es extremadamente profundo, es indistinguible de la vigilia.

Sorainas, El libro de círculos y espirales

Principios de verano, año del Colmillo 4111, las llanuras de Mengedda

Con sus amplias alas negras desplegadas, la Síntesis se vio empujada por el viento matinal, apenas saboreando la curiosa familiaridad de todo aquello. El horizonte oriental se fue iluminando gradualmente, y después, de pronto, el sol apareció entre las montañas, sobre la extensión cubierta de cadáveres de la Llanura de la Batalla y sobre una negrura infinita donde, finalmente, trazaría una línea incomprensiblemente larga.

Quizá hasta su casa.

¿Quién podía culparle por permitirse esta nostalgia? Estar allí otra vez después de milenios, en el lugar en el que casi había sucedido, en el que los hombres y los nohombres casi se habían apagado para siempre. Casi. Alas…

Pronto. Pronto.

Bajó su pequeña cabeza humana y estudió los trazos que los innumerables muertos habían esbozado sobre la llanura y se maravilló de su semejanza con ciertos dibujos muy apreciados en el pasado por su especie; en ese momento remoto en que podían ser llamados tal cosa. Género. Especie. Raza.

Inchoroi, les había llamado la alimaña.

Durante un rato se preguntó por la sensación de profundidad generada por los miles de buitres que, más abajo, volaban en círculos lentamente, lanzándose al festín. Después percibió el aroma que había estado buscando…, esa hediondez de otro mundo, ¡tan distintiva!, codificada para contingencias como aquélla.

Así que Sarcellus había muerto. Qué mala suerte.

Al menos la Guerra Santa se había impuesto. Sobre los cishaurim, ¡nada más y nada menos!

Golgotterah lo aprobaría.

Sonriendo, quizá frunciendo el entrecejo, con sus pequeños labios humanos, el Viejo Nombre descendió en picado para unirse a los buitres en su ancestral celebración.

Las distancias se contorsionaron, se retorcieron con la forma de un gusano oculto bajo la piel humana, con sranc, sranc gritando, miles y miles de ellos, arrancando con las garras sangre negra de su piel, arrancándose los ojos. ¡Ciegos! El remolino rugió entre los sranc y lanzó en órbita a miles de ellos alrededor de su arremolinada base negra.

Mog–Pharau caminó.

El Gran Rey de Kyraneas cogió a Seswatha por los hombros, pero el hechicero no logró oír su grito. Pero sí oyó la voz, emitida a través de la garganta de cien mil sranc, llameando como carbones encendidos en su cráneo… La voz del No Dios.

¿QUÉ VES?

¿Ver? Qué podía él…

DEBO SABER QUÉ VES.

El Gran Rey le dio la espalda y cogió la Lanza de la Garza.

DIME.

Secretos… ¡Secretos! ¡Ni siquiera el No Dios podía construir muros contra lo que se había olvidado! Seswatha vislumbró el profano Caparazón brillando en el corazón del remolino, un sarcófago nimil cubierto de escritura chórica, colgando…

QUÉ SOY…

Achamian se despertó con un aullido, con las manos convertidas en garras ante sí, temblando.

Pero allí estaba una voz tierna, confortándolo, susurrando para tranquilizarlo. Manos suaves le acariciaron la cara, le apartaron el pelo mojado de los ojos, le secaron las lágrimas de las mejillas.

Esmi.

Achamian estuvo tendido entre sus brazos un buen rato, estremeciéndose de vez en cuando, tratando de mantener los ojos abiertos, para ver qué había allí… ahora.

—He estado pensando en Kellhus —dijo ella una vez la respiración de Akka se hubo tranquilizado.

—¿Has soñado con él? —bromeó Achamian sin entusiasmo. Trató de aclararse la voz de flema.

Esmenet rió.

—No idiota. Te he dich…

¿QUÉ VES?

Un coro de gritos, agudo y breve. Negó con la cabeza.

—¿Perdona? —dijo él, sonriendo con incomodidad—. ¿Qué has dicho? Se me deben de haber dormido los ojos y los oídos…

—He dicho que sólo he estado pensando en él.

—¿Sobre qué?

De algún modo, Achamian sintió que Esmenet ladeaba la cabeza como hacía siempre que trataba de explicar algo que se le escapaba.

—El modo en que habla… No has…

NO PUEDO VER.

—No —susurró él—. Nunca me he dado cuenta. —Tosió violentamente.

—Eso —dijo ella— es lo que consigues si te sientas en el lado del fuego hacia el que va el humo. —Una de sus regañinas habituales.

—La carne vieja es mejor ahumada. —Su respuesta habitual. Se apartó el sudor de los ojos.

—En todo caso, Kellhus… —prosiguió, bajando la voz. El lienzo era delgado y el campamento estaba lleno de gente—. Todo el mundo susurraba sobre él por la batalla y lo que le dijo al Príncipe Saubon, y me sorprendió…

DIME.

—… antes de dormir que casi todo lo que él dice, bueno… o cerca o lejos…

Achamian tragó saliva y logró decir:

—¿Qué quieres decir? —Tenía que orinar.

Esmenet se rió.

—No estoy segura… ¿Recuerdas cuando te dije que él me preguntó cómo era ser una ramera; ya sabes, acostarte con hombres desconocidos? Cuando habla así, parece incómodamente cerca, hasta que te das cuenta de lo completamente honesto y sencillo que es… En ese momento, me pareció que sólo era otro perro en celo…

¿QUÉ SOY?

—Lo cierto, Esmi…

Se produjo otra pausa enojada.

—En otras ocasiones parece pasmosamente lejos cuando habla, como si estuviera en una remota montaña y pudiera verlo todo, o casi todo… —Se detuvo de nuevo y, al percatarse de la duración de la pausa, Achamian supo que había herido sus sentimientos. Sentía su encogimiento de hombros—. El resto de nosotros hablamos en alguna parte, mientras que él… Y ahora esto, ver lo que sucedió ayer antes de que sucediera. Cada día…

NO PUEDO VER.

—… parece hablar un poco más cerca y un poco más lejos… Me… ¿Akka? ¡Estás temblando! ¡Tiemblas!

Él jadeó en busca de aire.

—N–no puedo quedarme aquí, Esmi.

—¿Qué quieres decir?

—¡Este lugar! —gritó—. ¡No puedo quedarme aquí!

—Shhh. No pasa nada. Anoche oí a soldados que hablaban de marcharse en cuanto se hiciera de día. Lejos de los muertos, de la posibilidad que los vapores y…

DIME.

Achamian gritó y trató de recobrar el juicio.

—Shhh, Akka, Shhh…

—¿Dijeron adonde? —dijo entre jadeos.

Esmenet se había liberado de las mantas con una patada para arrodillarse desnuda sobre él, con las palmas de las manos en su pecho. Parecía preocupada. Muy preocupada.

—Creo que dijeron algo sobre unas ruinas.

—I–incluso peor.

—¿Qué quieres decir?

—Este lugar está acabando conmigo, Esmi. Ecos. Ecos. ¿R–recuerdas lo que le dije a Saubon anoche? El N–No Dios… Su… su eco es demasiado fuerte aquí. ¡Demasiado fuerte! Y las ruinas… Deben de referirse a las de la ciudad de Mengedda. Donde sucedió… Donde el No Dios fue abatido. Sé que esto puede parecer una locura, pero creo que este lugar… este lugar me reconoce. A mí o al Seswatha que llevo en mi interior.

—Así lo que deberíamos…

DI.

—Marcharnos… Acampar en las colinas orientales que dominan la Llanura de la Batalla. Podemos esperar a los otros allí.

La expresión de Esmenet se oscureció con otros pesares.

—¿Estás seguro, Akka?

—Estaremos bien… Sólo tenemos que estar lejos un tiempo.

La acumulación de poder, había dicho Achamian en una ocasión, conlleva misterio. Un viejo proverbio nilnameshi. Cuando Kellhus le había preguntado qué significaba el proverbio, el Maestro le había dicho que se refería a la paradoja del poder, que cuanto mayor fuera la seguridad que uno obtuviera del mundo, más inseguro se encontraba uno. En ese momento, Kellhus había pensado que el proverbio no era sino otra de las vacuas generalizaciones de Achamian, que explotaba la tan humana propensión a confundir la oscuridad con la profundidad. Ahora no estaba tan seguro.

Habían transcurrido cinco días desde la batalla. El último de los soles se había consumido entre las colinas occidentales. Los Grandes Nombres —incluidos Conphas y Chepheramunni— habían reunido a sus séquitos en un anfiteatro lleno de maleza que había sido excavado en los tiempos antiguos en la ladera de una colina poco elevada. Una enorme hoguera ardía en el centro, transformando el escenario en una chimenea. Los Grandes Nombres se sentaron y conferenciaron alrededor de la primera grada del anfiteatro, mientras sus asesores y sus nobles compatriotas discutían y bromeaban en las gradas posteriores. Su vestimenta ceremonial, buena parte de ella saqueada, brillaba y resplandecía a la luz del fuego. Sus rostros eran de un naranja pálido. Ante ellos, esclavos desnudos de cintura para arriba marcharon desde la oscuridad hasta el escenario, donde arrojaron muebles, ropa, pergaminos y otros objetos de escaso valor del campamento kianene al fuego. Un extraño humo azul metálico ascendió hacia el cielo desde las llamas. Su olor era hediondo —recordaba a los ungüentos a base de estiércol utilizados por las sacerdotisas yatwerianas— pero no había nada más que quemar en la Llanura de la Batalla.

Finalmente, la Guerra Santa estaba al completo. Esa misma tarde, los ejércitos nansur y ainonio habían desfilado a lo largo de las llanuras y se habían unido al vasto campamento establecido bajo las ruinas de Mengedda, en el pasado una gran ciudad, le había contado Achamian a Kellhus, destruida al principio de la Edad de Bronce. Por primera vez desde la ya lejana Momemn, se celebró un Consejo de los Grandes y Pequeños Nombres al completo. A pesar de que su rango y notoriedad le habían valido un lugar entre los que se sentaban junto a los Grandes Nombres, Kellhus había preferido sentarse con los caballeros, hombres de guerra y seguidores que se apiñaban sobre los montículos de tierra y escombros justo enfrente del anfiteatro, donde podía cultivar su reputación de humildad y observar fácilmente las expresiones de todos los hombres a los que debía conquistar.

Durante la mayor parte del tiempo, sus rostros mostraron sorprendentes contrastes. Algunos tenían rastros —vendajes, heridas cicatrizando y moratones amarillentos— de la reciente batalla, pero otros no tenían marca alguna, especialmente los recién llegados nansur y ainonios. Algunos estaban rojos de alegría, porque la espalda de los infieles había sido doblegada. Otros, en cambio, estaban lívidos por el horror y la falta de sueño…

La victoria en la Llanura de la Batalla, al parecer, se había cobrado un peaje asombroso.

Desde que habían puesto sus camastros y esterillas en las llanuras de Mengedda, varios hombres y mujeres de la Guerra Santa se habían quejado de sufrir pesadillas brutales. Cada noche, decían, se encontraban en situaciones desesperadas en la Llanura de la Batalla, enfrentándose y siendo derrotados por enemigos a los que no habían visto jamás: arcaicos nansur, kianene del desierto profundo, soldados de infantería ceneianos, antiguos carros shigeki, kyraneanos con armaduras de bronce, scylvendios sin sillas de montar. Sranc, bashrags, e incluso, habían insistido algunos, wracu, dragones.

Cuando el campamento abandonó los vientos carroñeros para instalarse en las ruinas de Mengedda, las pesadillas no habían hecho más que intensificarse. Algunos empezaron a decir que habían soñado con la reciente batalla contra los kianene, que eran quemados de nuevo por los cishaurim, o que caían a manos de los thunyerios enloquecidos por el fragor. Era como si aquellos terrenos hubieran acaparado los últimos momentos de los fallecidos y los contaran y volvieran a contar cada noche a los supervivientes. Muchos trataron de dejar de dormir, especialmente después de que un barón tydonnio fuera encontrado muerto una mañana en su camastro. Algunos, como Achamian, habían huido de allí.

Entonces empezaron a aparecer cuchillos clavados, yelmos esparcidos y huesos, como si estuvieran siendo lentamente vomitados por la tierra. Al principio, aquí y allá, los encontraban por la mañana sobre la hierba, en lugares en los que los hombres insistían que habrían sido vistos anteriormente. Después con más frecuencia. Después de darle involuntariamente una patada, se dijo que un hombre había encontrado el esqueleto de un niño bajo la estructura de su tienda.

Kellhus no había soñado nada, pero había visto los huesos. Según Gotian, que explicó leyendas relacionadas con la Llanura de la Batalla en un consejo privado celebrado dos días antes, aquel terreno se había empapado de demasiada sangre a lo largo de milenios, y ahora, como el agua con exceso de sal, estaba deshaciéndose de lo viejo para acomodar lo nuevo. La Llanura de la Batalla estaba maldita, dijo, pero no debían temer por sus almas mientras siguieran fieles a su fe. La maldición era antigua y había sido comprendida a la perfección. Proyas y Gothyelk, ninguno de los cuales había tenido sueños, se mostraron reacios a marcharse de allí, debido a que los mensajeros que habían mandado a Conphas y Chepheramunni dijeron que Mengedda era el punto de encuentro, y porque los torrentes que corrían entre las ruinas de la ciudad eran la única fuente de agua corriente disponible en un radio de tres días de marcha. Saubon también insistió en que debían quedarse, aunque sólo fuera por razones, según supo Kellhus, que sólo a él competían. Sólo Skaiyelt exigió la partida.

Por alguna razón, el escenario de la batalla se había convertido en su enemigo. Dichas discrepancias, señaló Xinemus una noche alrededor del fuego, eran propias de filósofos y sacerdotes, no de guerreros y rameras.

Dichas discrepancias, pensó Kellhus, simplemente no deberían existir…

Desde que había conocido los desesperados detalles del triunfo inrithi, Kellhus se había sentido acosado por toda clase de preguntas, dilemas y enigmas.

El destino había sido amable con Coithus Saubon, pero sólo porque el Príncipe galeoth se había atrevido a castigar a los Caballeros Shriah. Según todas las fuentes, la catastrófica carga de Gotian contra los cishaurim había salvado a los Condes y Barones del Medio Norte. Los acontecimientos, en otras palabras, se habían desarrollado precisamente tal como Kellhus había predicho. Precisamente.

Pero el problema era que él no había predicho nada. Sólo había dicho lo que necesitaba decir para maximizar las probabilidades de reforzar a Saubon y destruir a Sarcellus. Había asumido un riesgo.

Tenía que ser simple coincidencia. Al menos eso era lo que él se había dicho al principio. El destino no era más que otro subterfugio humano, otra mentira de la que los hombres se valían para darle sentido a su abyecta impotencia. Ésa era la razón por la que creían que el futuro era una Zorra, algo que no favorecía a ningún hombre más que a otro. Algo descorazonadoramente indiferente.

Lo que venía antes determinaba lo que venía después… Ésa era la base del Trance de Probabilidad. Ése era el principio que permitía dominar las circunstancias, fueran éstas palabras o espadas. Eso era lo que hacía de él un dunynaino.

Uno de los Aptos.

Entonces la tierra empezó a escupir huesos. ¿No era aquello prueba de que el suelo respondía a las tribulaciones de los hombres, que no era indiferente? Y si la tierra —¡la tierra!— no era indiferente, ¿qué había del futuro? ¿Podía lo que venía después determinar realmente lo que venía antes? ¿Y si la línea que unía el pasado y el futuro no era singular ni recta, sino múltiple y curva, capaz de retorcerse de modos que contradecían la Ley del Antes y el Después?

¿Podía él ser el Heraldo, como insistía Achamian?

«¿Es ésta la razón por la que me has llamado, Padre? ¿Para salvar a estos niños?»

Pero eso era lo que él llamaba preguntas primarias. Había tantos misterios que interrogar, tantísimas amenazas tangibles. Tales cuestiones eran cosa de filósofos y sacerdotes, como decía Xinemus, o bien de Anasurimbor Moenghus.

«¿Por qué no te has puesto en contacto conmigo, Padre?»

La hoguera era ahora más brillante y consumía una pequeña biblioteca de papiros que los esclavos habían encontrado en la oscuridad. A pesar de que Kellhus estaba sentado aparte, sentía su posición entre los nobles reunidos ante él. Era como una cosa palpable, como si él fuera un pescador al cargo de una red inmensa. Cada mirada, cada vislumbre, eran percibidos, clasificados y recordados. Cada rostro era descifrado.

Una mirada cómplice procedente de una figura sentada entre los nobles de Proyas… El Palatino Gaidekki.

«Ha hablado de mí largamente con sus compañeros, me considera un enigma y se tiene a sí mismo por pesimista por lo que respecta a la solución. Pero una parte de él se maravilla, hasta anhela.»

Una mirada de otro tydonnio. Un encuentro momentáneo de los ojos… El Conde Cerjulla.

«Ha oído los rumores, pero sigue demasiado orgulloso de sus logros en el campo de batalla como para concederle algo al destino. Tiene pesadillas…»

Una mirada breve desde detrás de Ikurei Conphas… El General Martemus.

«Ha oído hablar muchísimo de mí, pero está demasiado preocupado para prestarme atención.»

De entre los thunyerios, un guerrero de pelo encendido, buscando a alguien en la multitud… El Conde Goken.

«No ha oído casi nada de mí. Pocos son los thunyeros que hablan más de un idioma.»

Una mirada desdeñosa entre los conriyanos… El Palatino Ingiaban.

«Habla de mí con Gaidekki, sostiene que soy un fraude. Mi relación con Cnaiür es lo que le interesa. También él ha dejado de dormir.»

Una mirada fija, sostenida entre el mermado séquito de Gotian…

«Sarcellus.»

Una más del creciente número de caras inescrutables. Espías–piel, les llamaba Achamian.

¿Por qué le miraba fijamente? ¿Debido a los rumores, como los demás? ¿Por el horrible número de muertos que sus palabras habían infligido a los Caballeros Shriah? Gotian, sabía Kellhus, se esforzaba por no odiarle…

¿O sabía que Kellhus le veía y había tratado de matarle?

Kellhus miró fijamente a los ojos de la cosa, que en ningún momento parecía parpadear. Desde su primer encuentro con Skeaos en las Cumbres Andiamine, había refinado su comprensión de aquella peculiar fisonomía. Allí donde los demás veían caras imperfectas o hermosas, él veía ojos mirando por entre dedos cerrados. Hasta entonces, había identificado a once de las criaturas haciéndose pasar por diversos personajes poderosos, y no tenía ninguna duda de que había más…

Asintió amistosamente, pero Sarcellus siguió mirándole, con una expresión neutra, como si no supiera o no le importara que aquello que él miraba le estaba mirando a su vez…

«Algo —pensó Kellhus—. Sospechan algo.»

Se produjo una pequeña conmoción fuera de su campo visual, y cuando se volvió, Kellhus vio al Conde Athjeari abriéndose camino entre los apretujados espectadores, trepando hacia él. Kellhus inclinó la cabeza educadamente cuando el joven noble estuvo cerca. El hombre le correspondió, aunque su reverencia se quedó un poco corta.

—Después —dijo Athjeari—. Necesito que después vengas conmigo.

—Príncipe Saubon.

El hombre, atractivo y de cabello castaño, se masajeó la mandíbula. Athjeari era alguien, sabía Kellhus, que no comprendía ni la melancolía ni la indecisión, razón por la cual consideraba degradante ese encargo. Aunque admiraba mucho a su tío, consideraba que Saubon estaba exagerando con ese emprobrecido Príncipe de Atrithau. Exagerando mucho.

«Tanto orgullo.»

—Mi tío quiere reunirse contigo —dijo el Conde, como si explicara un error. Sin mediar más palabra, empezó a abrirse paso para volver al anfiteatro. Kellhus miró la muchedumbre que quedaba por debajo de los Grandes Nombres. Vislumbró cómo Saubon apartaba la mirada nervioso.

«Su ansiedad crece. Su miedo aumenta.» Durante seis noches, el Príncipe galeoth le había evitado a conciencia, incluso en los consejos en los que habían compartido asientos alrededor del mismo fuego. Algo había sucedido en el campo, algo más doloroso que perder a sus parientes o mandar a la muerte a los Caballeros Shriah.

Una oportunidad.

Sarcellus, percibió Kellhus, había dejado su asiento en las gradas y ahora estaba con un pequeño grupo de Sacerdotes Shriah, preparándose para asistir a Gotian en los ritos inaugurales. El barullo de voces se silenció.

El Gran Maestro empezó con una oración purificadora que Kellhus reconoció de El tratado. Después habló un rato de Inri Sejenus, el Último Profeta, y lo que significaba para los hombres ser inrithi. «Todo aquél que se arrepienta de la oscuridad de su corazón —citó del Libro de los Maestros—, que alce alto el Colmillo y siga.» Ser inrithi, les recordó, era ser un seguidor de Inri Sejenus. ¿Y quién lo seguía más lealmente que los que subían sus Escalones Sagrados?

—Shimeh —dijo con una voz clara y potente—. Shimeh está cerca, muy cerca, porque hemos viajado más en un día con nuestras espadas que en dos años con nuestros pies…

—¡O nuestras lenguas! —gritó un gracioso.

Cálidas carcajadas.

—Hace cuatro noches —declaró Gotian— mandé un pergamino a Maithanet, nuestro Más Sagrado Shriah, Padre Exalto de nuestra Guerra Santa. —Se detuvo y todo permaneció en silencio salvo los crujidos de la hoguera. Todavía llevaba vendajes alrededor de las manos, que se le habían quemado al arrastrar a los caídos entre hierbas encendidas.

—En ese pergamino —prosiguió— sólo escribí una palabra, ¡una palabra!, porque todavía me sangraban los dedos.

Gritos esporádicos estallaron entre la muchedumbre. La Carga de los Caballeros Shriah empezaba a ser una leyenda.

—¡Triunfo! —gritó.

—¡Triunfo!

Los Hombres del Colmillo explotaron exultantes, aullando y llorando, algunos incluso sollozando. En la sombra bajo las estrellas, los montículos y desperdicios de Mengedda se estremecieron.

Pero Kellhus permaneció en silencio. Miró a Sarcellus, que se había vuelto parcialmente hacia él, y vio… discrepancias. Sonriendo, refulgente junto a la hoguera, blanco y oro, Gotian agitó las manos para que las masas callaran y después les pidió que se unieran a él en la Oración del Templo.

Dulce Dios de Dioses,

que caminas entre nosotros,

innumerables son tus nombres sagrados…

Palabras pronunciadas por mil gargantas humanas. El aire repiqueteó con una resonancia imposible. El suelo mismo habló, o eso pareció. Pero Kellhus sólo vio a Sarcellus, sólo vio diferencias. Su mirada, su altura y complexión, hasta el lustre de su pelo negro. Todo imperceptiblemente diferente.

«Una sustitución.»

La copia original había fallecido, percibió Kellhus, como él esperaba. La posición de Sarcellus, sin embargo, no lo había hecho. Su muerte no había tenido testigos y simplemente lo habían sustituido.

Era extraño que un hombre pudiera ser una posición.

Pues tu nombre es la Verdad.

que perdura y perdura,

para siempre jamás.

Después de completar los ritos purificadores, Gotian y Sarcellus se retiraron. Rígidos con sus pecheras ornamentales, los Sacerdotes Gilgallic se levantaron para declarar el Celebrante de la Batalla, el hombre al que la temible guerra había escogido como recipiente en el campo cinco días antes. Las masas se sumieron en el silencio de la expectación. La selección del Celebrante de la Batalla, se había quejado el día antes Xinemus a Kellhus, era el objeto de innumerables apuestas, como si fuera una lotería en lugar de una determinación divina. Un hombre viejo, con la barba cortada en ángulos rectos, blanca como la escarcha, dio un paso adelante: Cumor, el Alto Cultista de Gilgaol. Pero antes de que pudiera empezar, el Príncipe Skaiyelt se puso de pie de un salto y gritó:

¡Weat firlik peor kaflang dau hara mausrot!

Se alejó de los Grandes y Pequeños Nombres en dirección a los que se apiñaban alrededor de Kellhus. El largo pelo rubio le saltaba de un hombro al otro.

¡Wedt dau hara mut keflinga! ¡Keflinga!

Cumor espetó algo indignado e ininteligible mientras todos los demás se giraban hacia los thunyerios de Skaiyelt en busca de una explicación. Sus traductores, al parecer, no aparecían por ninguna parte.

—Dice —gritó al fin uno de los hombres de Gothyelk en sheyico desde lo alto de las gradas— que en primer lugar debemos discutir si nos vamos de este lugar. Que debemos huir.

El aire húmedo de repente zumbó con gritos enfrentados, algunos acusatorios, otros proclamando adhesión. El monstruoso mozo de cuadra de Skaiyelt, Yalgrota, se puso de pie de un salto y empezó a golpearse el pecho y a rugir amenazas. Las cabezas de sranc encogidas que llevaba colgadas en la cintura revolotearon como borlas. Inexplicablemente, Skaiyelt empezó a patear el suelo. Se agachó con su cuchillo y después se puso en pie sosteniendo algo contra el fulgor de la hoguera. Cientos jadearon.

Sostenía un cráneo que tenía la mitad cubierta de tierra y la otra mitad aplastada por algún golpe antiguo.

Weat —dijo lentamente— dau hará mut keflinga.

Los muertos saliendo a la superficie como ahogados. «¿Cómo —pensó Kellhus— puede ser esto posible?»

Pero tenía que mantenerse concentrado en misterios prácticos, no en los que pertenecían a la tierra.

Skaiyelt arrojó el cráneo a la hoguera y miró al resto de Grandes Nombres. El debate prosiguió, y uno por uno aceptaron, aunque Chepheramunni se negó al principio a dar crédito a la historia. Hasta el Exalto–General se mostró de acuerdo sin rechistar. Durante el transcurso del debate, algunas miradas se posaron en Kellhus, pero nadie solicitó su opinión. Al cabo de poco tiempo, Proyas anunció que la Guerra Santa abandonaría Mengedda y sus llanuras malditas a primera hora de la mañana.

Los Hombres del Colmillo prorrumpieron en un grito asombrado y aliviado.

De nuevo se prestó atención al viejo Cumor, que, fuera porque estaba nervioso o porque temía nuevas interrupciones, acabó los ritos Gilgallic en un abrir y cerrar de ojos y fue directamente a donde estaba Saubon. Los demás sacerdotes parecían algo más que desconcertados.

—Arrodíllate —gritó el anciano con la voz temblorosa.

Saubon obedeció, pero no antes de farfullar:

—¡Gotian! ¡Él lideró la carga!

—Eres tú, Coithus Saubon —respondió Cumor, en un tono tan suave que pocos, pensó Kellhus, le oirían—. Tú… Muchos lo vieron. ¡Muchos lo vieron a él! El Rompedor de Escudos, glorioso Gilgaol. ¡Miró a través de tus ojos! ¡Luchó con tus brazos!

—No…

Cumor sonrió y después retiró el aro tejido de espinas y ramas de olivo de su voluminosa manga derecha. Con la salvedad de alguna que otra tos, los inrithi allí reunidos se sumieron en el silencio. Con la gentileza vacilante de un anciano, colocó el aro sobre la cabeza de Saubon. Dando un paso atrás, el Alto Cultista de Gilgaol gritó:

—Levántate, Coithus Saubon, Príncipe de Galeoth… ¡Celebrante de la Batalla!

Una vez más, los allí reunidos rugieron de entusiasmo. Saubon se puso en pie, pero lentamente, como un hombre cansado por una reciente carrera descorazonadora. Por un momento miró a su alrededor con escepticismo, después, sin darse cuenta, se volvió hacia Kellhus, con las mejillas refulgentes de lágrimas a la luz del fuego. Su rostro bien afeitado todavía mostraba cortes y moratones de cinco días antes.

«¿Por qué? —decía su angustiada expresión—. Yo no merezco esto…»

Kellhus sonrió con tristeza e inclinó la cabeza en el grado preciso que el jnan exigía a todos los hombres en presencia del Celebrante de la Batalla. A esas alturas ya dominaba a la perfección sus rudas costumbres; había aprendido las sutiles florituras que transformaban lo correcto en augusto. Se sabía todos sus movimientos.

El rugido se redobló. Todos allí habían sido testigos de su mirada; todos habían oído la historia del peregrinaje de Saubon hasta Kellhus en el santuario en ruinas.

«Sucede, Padre. Sucede.»

Pero los gritos exultantes de pronto titubearon y se apagaron en un barullo de voces interrogantes. Kellhus vio a Ikurei Conphas ante el fuego, no muy lejos de Saubon. Sus gritos sólo ahora empezaban a ser audibles.

—… ¡Idiotas! —berreó—. ¡Estúpidos! ¿Honráis a ese hombre? ¿Aclamáis hechos que a punto estuvieron de condenar a toda la Guerra Santa?

Una oleada de abucheos e insultos recorrió el anfiteatro.

—Coithus Saubon, Celebrante de la Batalla —gritó Conphas desdeñosamente, y de alguna manera consiguió acallar el barullo—. ¡Celebrante de la Estupidez, mejor diría yo! ¡El hombre que casi vio cómo todos vosotros moríais en esos campos malditos! Y creedme, es el último lugar en el que querríais morir…

Saubon se lo quedó mirando, atónito.

—Ya sabes a qué me refiero —le dijo el Exalto–General directamente—. Sabes que lo que hiciste fue una completa locura. —Reflejos de la hoguera reptaron como aceite sobre su pechera dorada.

La muchedumbre se había quedado en silencio. Kellhus supo que no tenía más opción que intervenir.

«Conphas es demasiado inteligente para…»

—Los cobardes ven locuras en todas partes —tronó una voz poderosa desde las gradas inferiores—. Toda osadía es precipitada a sus ojos, porque ellos llamarían «prudencia» a su cobardía. —Cnaiür se había puesto de pie junto a Xinemus.

Habían pasado meses y la penetración del scylvendio seguía sorprendiéndole. Cnaiür vio el peligro, percibió Kellhus, sabía que Saubon no serviría de nada si se le desacreditaba.

Conphas se rió.

—¿De modo que soy un cobarde, eh, scylvendio? —Se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada.

—En cierto sentido —dijo Cnaiür.

Llevaba unos bombachos negros y un chaleco hasta los muslos —saqueado en el campamento kianene— que dejaba su pecho y sus brazos cicatrizados a la vista. La luz de la hoguera parpadeaba sobre el bordado de seda del chaleco, se reflejaba en sus ojos pálidos. Como siempre, el hombre de la llanura desprendía una intensidad salvaje que hacía que los demás, según percibió Kellhus, se quedaran rígidos en una alarma inarticulada. Todo en él parecía duro; como con un tendón, uno debía serrar en lugar de cortar.

—Desde la derrota del Pueblo —prosiguió el scylvendio— tu nombre ha acumulado mucha gloria. Debido a ello, envidias la misma gloria en los demás. El valor y la sabiduría de Coithus Saubon han derrotado a Skauras, lo cual no es poco si es que lo que dijiste a rodillas de tu Emperador es cierto. Pero como la gloria no es tuya, la consideras falsa. Lo llamas estupidez, suerte ci…

—¡Fue suerte ciega! —gritó Conphas—. Los Dioses favorecen a los borrachos y los débiles de mente. Ésa es la única lección que he aprendido.

—No puedo hablar de lo que tus dioses favorecen —respondió Cnaiür—. Pero has aprendido bastante, mucho. Has aprendido que los fanim no resisten una carga determinada de caballeros inrithi, ni pueden romper una determinada defensa de soldados de infantería inrithi. Has aprendido las fortalezas y carencias de sus tácticas y sus armas contra un enemigo fuertemente armado. Has sido testimonio de los límites de su paciencia. Y también has enseñado una lección muy importante. Les has enseñado el miedo. Incluso ahora, en las colinas, corren como chacales delante de un lobo.

Las ovaciones surgieron de la multitud y fueron creciendo hasta convertirse en un estruendo.

Estupefacto, Conphas se quedó mirando al scylvendio mientras movía los dedos sobre la empuñadura. Había sido derrotado sin matices. Y tan rápido…

—¡Ha llegado el momento de que añadas otra cicatriz a tus brazos! —gritó alguien, y las carcajadas recorrieron el anfiteatro. Cnaiür honró a los inrithi con una infrecuente y fiera sonrisa.

Incluso desde la distancia, Kellhus supo que el Exalto–General no sentía pena ni vergüenza: el hombre sonreía como si una muchedumbre de leprosos hubieran acabado de insultar su belleza. Para Conphas, el desdén de miles significaba tan poco como el desdén de uno. Lo único que importaba era el juego.

Entre los que Kellhus tenía que dominar, Ikurei Conphas era un caso especialmente problemático. No sólo era orgulloso —en proporciones casi demenciales—, sino que sentía un desprecio patológico por las opiniones de los otros hombres. Además, como su tío el Emperador, creía que Kellhus tenía alguna relación con Skeaos, con los cishaurim, si es que debía creer a Achamian. Añádase a eso una juventud rodeado del laberinto de intrigas de los Recintos Imperiales, y el Exalto–General era casi tan inmune a las técnicas del dunyaino como el scylvendio.

Y Kellhus sabía que planeaba algo catastrófico para la Guerra Santa.

Otro misterio. Otra amenaza.

Los Grandes Nombres dejaron atrás aquello para discutir otras cuestiones. Primero Proyas, valiéndose de argumentos que había ensayado, supuso Kellhus, con Cnaiür, sugirió que mandaran una fuerza montada a Hinnereth con toda rapidez, no a conquistar la ciudad sino a asegurar los campos que la rodeaban antes de que pudieran ser cosechados prematuramente y el grano resguardado en el interior de sus muros. Lo mismo, declaró, debía hacerse con toda la costa. Bajo tortura, varios prisioneros kianene habían dicho que Skauras, dada la situación de emergencia, había ordenado que todos los granos invernales fueran cosechados cuanto antes mientras maduraban. Jurando que la Flota Imperial podía abastecer a toda la Guerra Santa, Conphas se mostró contrario al plan, advirtiendo que Skauras poseía la fuerza y la astucia de destruir una fuerza de esas características. Reacios a depender del Emperador de cualquier forma, los otros Grandes Nombres optaron por no creerle y se cerró el acuerdo: se reunirían y enviarían varios miles de jinetes al día siguiente bajo el Conde Athjeari, el Palatino Ingibian y el Conde Werijen Grancorazón.

Después, se puso sobre la mesa la cuestión de la holgazanería del ejército ainonio y la constante fragmentación de la Guerra Santa. Aquí, el enmascarado Chepheramunni, que tuvo que responder a los Chapiteles Escarlatas, encontró a un aliado sorpresa en Proyas, que sostuvo, con diversas condiciones, que debían seguir trabajando en distintos contingentes. Cuando el tema amenazó con ser intratable, llamó a Cnaiür para que le diera apoyo, pero la dura alocución del scylvendio tuvo escaso efecto y la discusión se alargó.

Los Primeros Hombres del Colmillo siguieron gritando a la noche, emborrachándose todavía más con los dulces vinos eumarnanos del Sapatishah. Y Kellhus les estudió, vislumbró profundidades que les habrían asustado en caso de conocerlas. De vez en cuando, volvía a echar un vistazo a la cosa llamada Sarcellus, que con frecuencia le devolvía la mirada, como si Kellhus fuera un niño con buenas piernas que un perverso Caballero Shriah podría amar. Le provocó. Pero aquella expresión era solamente un semblante, supo Kellhus, como sin duda lo eran las expresiones que animaban su propia cara.

Sin embargo, no podía haber duda, ya no. Sabían que Kellhus podía verles.

«Debo moverme más rápido, Padre.»

El nilnameshi se equivocaba. Los misterios podían matarse si uno tenía poder.

Tendido bajo el lienzo morado y ventrudo de su pabellón, Ikurei Conphas se pasó la primera hora especulando verbalmente sobre varios escenarios relacionados con el asesinato del scylvendio. Martemus había dicho poco, y en un furioso rincón de sus pensamientos Conphas sospechaba que el gris general no sólo admiraba en secreto al bárbaro sino que había disfrutado de veras con el fiasco acaecido antes en el anfiteatro. Y sin embargo, aquello no molestaba especialmente a Conphas, aunque no sabría decir por qué. Quizá, convencido de la lealtad de Martemus, no le importaran las infidelidades espirituales del hombre. Las infidelidades espirituales eran tan frecuentes como el polvo.

Después, se pasó otra hora diciéndole a Martemus lo que iba a suceder en Hinnereth. Aquello le había puesto de mucho mejor humor. Las demostraciones de su genio siempre le animaban, y sus planes para Hinnereth no eran otra cosa que geniales. Qué grato resultaba ser amigo de los enemigos de uno.

De modo que, sintiéndose magnánimo, decidió abrir una pequeña puerta y permitir a Martemus —sin duda el más competente y fiable de todos sus generales— que entrara en unos suntuosos aposentos. En los meses siguientes necesitaría confidentes. Todos los emperadores necesitaban confidentes.

Pero, claro está, la prudencia exigía ciertas precauciones. A pesar de que Martemus era leal por naturaleza, las lealtades eran, como solían decir los ainonios, como esposas. Uno debía saber siempre dónde mentían, y con absoluta certeza.

Se recostó en su silla de lienzo y miró por encima de Martemus el extremo más lejano de su pabellón, donde el Sobre–Estandarte del Ejército morado descansaba en su hornacina iluminada. Su mirada se detuvo en el viejo disco kyraneano que brillaba en los pliegues, supuestamente una pieza del pecho del arnés de algún gran rey. Por alguna razón, las figuras estampadas allí —guerreros dorados con las extremidades alargadas— siempre le habían llamado la atención. Tan familiares y sin embargo tan desconocidas.

—¿Lo has mirado alguna vez antes, Martemus? Quiero decir ¿mirado bien?

Por un momento el General pareció estar demasiado reconcentrado en su borrachera, pero sólo un momento. El hombre nunca se emborrachaba de verdad.

—¿La Concubina? —preguntó.

Conphas sonrió agradablemente. Los soldados comunes se referían con frecuencia al Sobre–Estandarte como la «Concubina», porque la tradición exigía que se hospedara con el Exalto–General. A Conphas aquel nombre siempre le había parecido especialmente divertido: había pasado la polla por aquella seda consagrada en más de una ocasión… Una extraña sensación, derramar la semilla de uno sobre algo sagrado. Delicioso.

—Sí —dijo—. La Concubina.

El General se encogió de hombros.

—¿Qué oficial no lo ha hecho?

—¿Y qué hay del Colmillo? ¿Lo has visto alguna vez?

Martemus alzó las cejas.

—Sí.

—¿De veras? —exclamó Conphas. Él nunca había visto el Colmillo—. ¿Cuándo?

—De niño, cuando Psailas II era Shriah. Mi padre me llevó con él a Sumna a visitar a su hermano (mi tío) que durante un tiempo fue ordenanza en la Junriuma… Él me llevó a verlo.

—¿En serio? ¿Qué pensaste?

El General miró su cuenco de vino, que sostenía entre sus dedos maravillosamente fuertes.

—Es difícil recordarlo. Miedo, supongo.

—¿Miedo?

—Recuerdo que los oídos me zumbaban. Temblaba, sabía que… Mi tío me dijo que debía tener miedo, que el Colmillo estaba conectado con cosas mucho más grandes. —El General sonrió mientras miraba fijamente a Conphas con sus ojos marrón claro—. Le pregunté si se refería a un mastodonte y él me dio un manotazo, ¡justo aquí! En presencia del Más Sagrado de los Más Sagrados…

Conphas simuló divertirse.

—Humm, el Más Sagrado de los Más Sagrados… —Le dio un largo sorbo a su vino y saboreó el gusto cálido, casi chispeante. Hacía ya muchos años que había disfrutado por última vez con los caldos de Skauras. Todavía le resultaba difícil creer que el viejo chacal hubiera sido vencido, y por Coithus Saubon… Creía de veras en lo que había dicho antes: los Dioses favorecen a los débiles mentales. A los hombres como Conphas, en cambio, los ponían a prueba. Hombres como ellos…

—Dime, Martemus, si tuvieras que morir defendiendo una cosa o la otra, la Concubina o el Colmillo, ¿por cuál optarías?

—La Concubina —respondió el General sin dudarlo un segundo.

—¿Por qué?

De nuevo el General se encogió de hombros.

—Por costumbre.

Conphas estuvo a punto de aullar. Aquello sí era divertido. ¿Qué mayor seguridad podía un hombre desear?

«¡Hombre querido! ¡Hombre valiosísimo!»

Se detuvo, se recompuso un momento y después dijo:

—Ese hombre, el Príncipe Kellhus de Atrithau. ¿Qué te parece?

Martemus frunció el entrecejo y después se inclinó hacia adelante en su silla. Conphas había convertido en un juego aquello, recostarse y enderezarse en la silla, y observar después cómo la postura de Martemus respondía a la suya, como si siempre debiera existir una distancia crítica entre sus rostros. En algunos aspectos, Martemus era un hombre muy extraño.

—Inteligente —dijo el General al cabo de un momento—, bien hablado, totalmente empobrecido. ¿Por qué lo preguntas?

Todavía dudando, Conphas contempló a su subordinado un instante. Martemus no llevaba armas, como era costumbre cuando se conferenciaba a solas con los miembros de la Familia Imperial. Llevaba sólo una simple bata roja. «No tiene el menor interés en impresionarme.» Eso, se recordó Conphas, era lo que hacía que su opinión tuviera un valor incalculable.

—Creo que ha llegado el momento de que te cuente un pequeño secreto, Martemus. ¿Recuerdas a Skeaos?

—El Primer Consejero del Emperador. ¿Qué pasa con él?

—Era un espía, un espía cishaurim. Mi tío, siempre dispuesto a confirmar sus temores, notó que el Príncipe Kellhus parecía especialmente interesado en Skeaos durante la última reunión de los Grandes Nombres en las Cumbres Andiamine. Nuestro Emperador, como sabes, no es una persona que se pase el día pensando en sus sospechas.

Martemus palideció sorprendido. Por un momento, le pareció que la nariz se le podía caer de la cara. Conphas casi pudo leer sus pensamientos: «¿Skeaos un espía cishaurim? ¿Y eso es un pequeño secreto?».

—¿Skeaos reconoció trabajar para los cishaurim?

El Exalto–General negó con la cabeza.

—No fue necesario… Era… Era una especie de abominación, ¡una abominación sin cara!, y de una especie que el Saik Imperial no pudo detectar… Lo que significa por supuesto que tenía que ser cishaurim.

—¿Sin cara?

Conphas parpadeó, y por milésima vez vio la conocidísima cara de Skeaos desenvolviéndose.

—No me pidas que te lo explique. No puedo.

Malditas palabras.

—¿De modo que crees que el Príncipe Kellhus es también un espía cishaurim? ¿Un contacto?

—Es algo, Martemus. Sólo nos queda descubrir qué.

La expresión atónita del General se endureció de repente convertida en algo sagaz.

—Como el Emperador, tampoco tú te pasas el día albergando sospechas vanas, Exalto–General.

—Cierto, Martemus. Pero a diferencia de mi tío, yo conozco la sabiduría de esperar, de dejar que mis enemigos crean que me han engañado. Observar, y observar de cerca, no es perder el tiempo.

—Eso es lo que quería decir —dijo Martemus—. Estoy seguro de que has comprado informantes. Estoy seguro de que tienes al hombre observado… ¿Qué has descubierto hasta el momento?

Claro.

—No mucho. Acampa con el scylvendio, parece compartir una mujer con él; muy guapa, me han dicho. Se pasa los días con un Maestro llamado Drusas Achamian, el mismo idiota del Mandato al que mi tío contrató para corroborar lo que decía el Saik Imperial con respecto a Skeaos, aunque no sé si esto es más que una coincidencia. Se supone que hablan de historia y filosofía. Pertenece, como el scylvendio, al círculo más íntimo de Proyas, y ostenta, tal como toda la Guerra Santa ha podido ver esta noche, alguna clase de poder sobre Saubon. Por otro lado, las castas de baja estofa consideran que es el profeta de un hombre pobre, un vidente de alguna clase.

—¿No mucho? —exclamó Martemus—. A juzgar por tu descripción, me parece un hombre poderoso, de un poder terrible, si es un cishaurim.

Conphas sonrió.

—Un poder creciente… —Se inclinó hacia adelante y, como era de esperar, Martemus se recostó—. ¿Te gustaría saber lo que pienso?

—Por supuesto.

—Creo que ha sido enviado por los cishaurim para infiltrar y destruir la Guerra Santa. La estúpida marcha de Saubon y sus tonterías sobre «castigar a los Caballeros Shriah» fue solamente el primer intento. Créeme, habrá otro. Embruja a los hombres, de alguna manera, se hace el profeta…

Martemus entrecerró los ojos y negó con la cabeza.

—Pero he oído más bien lo contrario. Dicen que desautoriza a quienes dicen que es más de lo que es.

Conphas se rió.

—¿Hay mejor manera de interpretar el papel de profeta? A la gente no le gusta cómo huele la presunción, Martemus. Hasta las castas ínfimas tienen narices tan precisas como las de los lobos cuando se trata de ésos que dicen ser más. A mí, en cambio, me gusta el sabor salado de la hiél. Me parece honesto.

El rostro de Martemus se oscureció.

—¿Por qué me estás contando esto?

—¿Siempre tan rápido, eh, General? No me sorprende que te encuentre tan reconfortante.

—No te sorprende —repitió el hombre.

Qué inteligencia tan seca, la de Martemus. Conphas cogió el decantador y volvió a llenar su cuenco con más vino del Sapatishah.

—Te digo esto, Martemus, porque quiero que juegues un importante papel en una clase distinta de guerra. Contra toda razón aparente, te has convertido en un hombre poderoso. Si ese Príncipe Kellhus reúne seguidores con un objetivo, si corteja a los poderosos, entonces tú deberías mostrarte irresistible.

Una expresión de dolor se apoderó del rostro de Martemus.

—¿Quieres que haga el papel de discípulo?

—Sí —respondió Conphas—. No me gusta cómo huele ese hombre.

—¿Entonces por qué no ordenas simplemente que lo maten?

«Pero por supuesto…» ¿Cómo podía ser tan penetrante y duro de entendederas al mismo tiempo?

El Exalto–General inclinó su cuenco y observó cómo el vino oscuro como la sangre se deslizaba en el fondo. Por un momento, su aroma le transportó hasta años atrás, a sus días como rehén en la opulenta corte de Skauras. Miró una vez más el Sobre–Estandarte tras su cortina de incienso. Su dulce Concubina.

—Es raro —dijo Conphas— pero me siento joven.