Las llanuras de Mengedda
Un hechicero, dicen los antiguos, vale mil guerreros en la batalla y diez mil pecadores en el Cielo. |
Drusas Achamian, El compendio de la Primera Guerra Santa |
Cuando los escudos se convierten en muletas, y las espadas en bastones, algunos corazones se ponen en fuga. Cuando las esposas se convierten en saqueos y los enemigos en barones, se ha perdido toda esperanza. |
Anónimo, «Lamento por los conquistados» |
Principios de verano, año del Colmillo 4111, cerca de las llanuras de Mengedda
El sol salió, y rudos cuernos galeoth y tydonnios retumbaron en el aire límpido, sonando, en el momento en que alcanzaron el tono más alto, como el grito de una mujer.
La llamada a la batalla.
A pesar de los miles de jinetes fanim y las docenas de pequeñas batallas campales, los días anteriores habían sido testimonio de la reunión de los ejércitos galeoth, tydonnio y thunyerio en el territorio lleno de colinas que quedaba justo al norte de la Llanura de la Batalla. Reconciliados, Coithus Saubon y Hoga Gothyelk acordaron marchar sobre el extremo septentrional de la llanura aquella misma noche, con la esperanza de aprovecharse de su ventaja, si es que así se la podía llamar. Allí, decidieron, su posición sería todo lo fuerte que se podía esperar. Al nordeste, podrían proteger su flanco entre una serie de marismas, mientras que por el oeste, podrían valerse de las montañas. Un profundo barranco, recorrido por un torrente que alimentaba las marismas, se abría a lo largo de toda la extensión, de flanco a flanco. Allí habían planeado establecer la línea común. Sus laderas eran demasiado profundas para ser escenario de una carga, pero obligaría a los infieles a abrirse paso por entre el barro.
Ahora el viento soplaba del este, y los hombres juraban que podían oler el mar. Algunos —pocos— se maravillaron por el suelo bajo sus pies. Preguntaron a los demás si algo había perturbado su sueño o si oyeron un débil sonido, como el siseo de la espuma en la marea.
Los Grandes Condes del Medio Norte reunieron sus cortes y sus nobles vasallos, que a su vez reunieron a sus cortes. Los mayordomos gritaron las órdenes por encima del barullo. Hubo aclamaciones y carcajadas estridentes, el trueno de los cascos de los caballos mientras un grupo de caballeros más jóvenes, ya borrachos, se apresuraban hacia el sur, ansiosos por estar entre los primeros en vislumbrar a los infieles. Arremolinándose sobre alfombras de hierba pisoteada y arrancada, miles de hombres se apresuraban a prepararse. Las esposas y las concubinas abrazaban a sus hombres. Los sacerdotes Shriah dirigían a muchedumbres de guerreros y seguidores del campamento en sus plegarias. Miles se arrodillaron sobre la hierba, murmurando los pergaminos de sus ancestros, tocando la fría tierra matinal con los labios. Sacerdotes Cúlticos entonaron antiguos ritos, ungieron ídolos con sangre y aceites sacrificales. Se sacrificaron axores en nombre de Gilgaol. Las piernas de antílopes sacrificados se arrojaron a las piras del Cazador de la Oscuridad, Husyelt.
Los oráculos lanzaron sus huesos. Los cirujanos pasaron sus cuchillos por el fuego y prepararon sus equipos.
El sol se alzó llamativamente por el horizonte bañando aquel caos en una luz dorada. Los pendones ondeaban con apatía bajo la brisa. Los hombres armados se reunieron en grupos irregulares buscando su lugar en la línea. Cohortes montadas desfilaron entre ellos, con las armas refulgentes, los escudos brillantes con amenazadores tótems e imágenes del Colmillo.
De repente, se oyeron gritos entre los que ya se habían alineado a lo largo del barranco. Todo el horizonte pareció moverse, parpadeó como si estuviera animado por limaduras de plata. Los infieles. Los Grandes kianene de Gedea y Shigek.
Maldiciendo, gritando órdenes, los Condes y Barones del Medio Norte lograron llevar a sus miles de hombres hasta el extremo norte del barranco. El torrente se había convertido en una ensenada negra, fangosa, coagulada de huellas de cascos. En el extremo sur del barranco, ante las líneas de infantería, los caballeros inrithi se arremolinaban en grandes círculos. Se oyeron gritos de desesperación entre los que, alineados más lejos, descubrieron huesos entre los arbustos, envueltos en pieles y ropas podridas. Las ruinas de una Guerra Santa anterior.
Se entonaron muchos himnos distintos, especialmente entre los soldados de infantería de las castas inferiores, pero pronto titubearon y cedieron a las cadencias de un hondo himno. El aire no tardó en repiquetear con el coro de miles de hombres. Los cuernos empezaron a marcar los estribillos con sonoros repiques. Hasta los nobles, mientras se colocaban en las alargadas filas de hierro, se unieron:
A una guerra hemos venido,
a la fuerza saquearemos.
Y cuando el día haya terminado.
¡en nuestros ojos los Dioses morarán!
Era una canción tan vieja como el Antiguo Norte, una canción de Las sagas. Y mientras los inrithi la cantaban una vez más, sintieron cómo la gloria de su pasado les recorría, les abrazaba. Mil voces y una canción. ¡Mil años y una canción! Nunca se habían sentido tan arraigados, tan seguros. Las palabras golpeaban a muchos con la fuerza de la revelación. Las lágrimas se deslizaban sobre mejillas quemadas por el sol. Las pasiones se encendieron, recorrieron las filas, hasta que los hombres rugieron con dificultad y blandieron sus espadas contra el cielo. Eran miles y eran uno.
¡En nuestros ojos los Dioses morarán!
Tomando el amanecer por armadura, los kianene cabalgaron para responderles. Eran una raza nacida bajo un sol fiero, no bajo nubes y bosques oscuros como los norsirai, y parecía bendecirles con la gloria. La luz del sol refulgió entre los cascos plateados. Las mangas de seda de sus khlats brilló, transformó sus líneas en un horizonte multicolor. Tras ellos el aire resonó con el redoble de tambores.
Y los inrithi cantaron: ¡En nuestros ojos los Dioses morarán!
Saubon, Gothyelk y los otros nobles conferenciaron por última vez antes de dispersarse a lo largo de la formación. A pesar de sus mejores esfuerzos, seguía siendo irregular, las líneas estaban dolorosamente vacías en algunas partes e innecesariamente superpobladas en otras. Surgieron enfrentamientos entre los vasallos de distintos señores. Un hombre llamado Trondha, un noble vasallo de Anfirig, tuvo que ser reducido en el suelo después de que intentara acuchillar a uno de sus compañeros. Pero a pesar de todo, la canción retronó, tan alto que algunos se golpearon el pecho temiendo por el ritmo de sus corazones.
A una guerra hemos venido,
a la fuerza saquearemos.
Los kianene se acercaron, cubriendo la llanura gris verdosa, infinitos miles de jinetes acercándose; muchos más, parecía, de lo que los líderes inrithi habían supuesto. Sus tambores retumbaron por los espacios abiertos, vibrando por encima de un océano de ruido. Los arqueros galeoth, agmundr de la frontera norte sobre todo, alzaron sus arcos y dispararon. Por un momento el cielo estuvo cubierto y una delgada sombra se zambulló con poco efecto entre la formación infiel, que estaba cada vez más cerca. Los fanim estaban allí, y los inrithi podían ver el hueso pulido de sus arcos, las puntas de hierro de sus lanzas, sus abrigos de anchas mangas revoloteando bajo la brisa.
Y cantaron, los píos Caballeros del Colmillo, los guerreros de ojos azules de Galeoth, Ce Tydonn y Thunyerus. Cantaron, y el aire tembló como si los cielos fueran una bóveda de piedra.
A una guerra hemos venido,
a la fuerza saquearemos.
Gritando «¡Gloria al Dios!», Athjeari y sus vasallos rompieron filas, inclinándose sobre sus monturas, hincando lentamente sus lanzas. Más Casas abandonaron la formación y se lanzaron contra los kianene: Wanhail, Anfirig, Werijen Grancorazón y después el viejo Gothyelk, gritando, «¡El cielo lo desea!». Como una avalancha, una Casa tras otra siguió, hasta que casi toda la fuerza enfundada en malla del Medio Norte avanzó a medio galope para impactar contra su enemigo. «¡Allí!», gritaban los soldados de infantería de la formación, vislumbrando el León Rojo de Saubon o el Venado Negro de Gothyelk y sus hijos.
Los caballos ralentizaron su marcha a un lento galope. Los tordos salieron volando de sus nidos y el revoloteo resonó en el cielo. Todo se había hecho de aliento y hierro, el estruendo de hermanos delante, detrás y a los lados. Después, como una nube de langostas, las flechas volaron por encima de ellos. Se oyó un ruido infernal puntuado por relinchos de los caballos y gritos atónitos. Los caballos trastabillaron y cayeron, derribando a caballeros al suelo, rompiendo espaldas, partiendo piernas.
Y entonces la locura se desvaneció. Una vez más, allí estaba el puro estallido de la carga. Una extraña camaradería de hombres unidos para lograr un objetivo simple y fatal. Montículos, maleza y los huesos de los muertos de la Guerra Santa Vulgar pasaban bajo sus pies. El viento soplaba por entre las cadenas, alborotaba las trenzas de los thunyerios y los penachos de los tydonnios. Brillantes estandartes restallaban contra el cielo. Los infieles, malvados y repugnantes, se acercaron un poco más. Una última tormenta de flechas, ésta casi paralela al suelo, impactando contra escudos y armaduras. Algunos fueron derribados de sus sillas. Con el impacto de la caída, algunos se mordieron la punta de la lengua. Los derribados se arqueaban en el suelo, gritaban y daban manotazos al cielo. Los caballos heridos bailaban cerca en círculos enfebrecidos. Los demás seguían cabalgando, sobre la hierba, sobre lechos de algodoncillo en flor que se agitaban al viento. Balancearon sus lanzas, veinte mil hombres cubiertos con grandes pecheras de malla sobre fieltro grueso, con tocas sobre las caras y cascos que les llegaban hasta las mejillas, montando caballos protegidos con mallas o planchas de hierro. El miedo se disolvió con una ebria rapidez en el impulso, se mezcló hasta tal punto con la euforia que resultó indistinguible de ésta. Eran adictos a la carga, los Hombres del Colmillo. Todo se centraba en la refulgente punta de una lanza. El objetivo estaba más cerca, más cerca…
El retumbar de cascos y tambores ahogó la canción de sus parientes. Se lanzaron contra una delgada pantalla de zumaque. Vieron ojos empalidecidos de terror repentino.
Y entonces el impacto. El chirrido de la madera cuando las lanzas se clavaban en los escudos, en las armaduras. De repente, el suelo se quedó quieto y sólido bajo sus pies, y el aire se llenó de quejidos y gritos. Las manos blandieron espadas y hachas. Por todas partes había figuras forcejeando y rajando. Los caballos se encabritaban. Las hojas lanzaban sangre hacia el cielo.
Y los kianene cayeron, vencidos por su ferocidad, arrugándose bajo manos norteñas, muriendo bajo rostros pálidos e implacables ojos azules. Los infieles retrocedieron ante la matanza y huyeron.
Los galeoth, los tydonnios y los thunyerios alzaron un poderoso grito y espolearon tras ellos. Pero los Caballeros Shriah se detuvieron y parecieron revolotear confundidos.
Los caballeros inrithi espolearon sus caballos de guerra, pero los fanim les ganaron distancia y los acribillaron con sus arcos mientras huían. De repente, se disolvieron en una marea de jinetes infieles que avanzaban con armas más pesadas. Las dos grandes formaciones chocaron. Se sucedieron unos instantes de desesperación. El estandarte naranja y negro del Conde Hagarond de Usgald desapareció en el tumulto, y el señor de Galeoth quedó tendido sin vida en el suelo. Una lanza a través de la garganta derribó a Magga, primo de Skaiyelt, de su caballo y lo arrojó contra sus parientes. La muerte descendió trazando círculos. Gothyelk mismo cayó, y los rugidos de sus hijos pespuntearon el barullo. Los aullidos de los fanim fueron creciendo en intensidad…
Pero la guerra era un asunto sangriento, y los hombres de hierro martillearan a sus enemigos, partieron cráneos bajo los cascos, partieron escudos de madera, rompieron los brazos que los sostenían. Yalgrota Matasranc decapitó un caballo infiel con un solo golpe, derribó a Grandes fanim de sus sillas como si fueran niños. Werijen Grancorazón, Conde de Plaideol, reunió a sus tydonnios y dispersó a los infieles que habían matado a Gothyelk. En el suelo, Goken el Rojo, el Conde thunyerio de Cern Auglai, desventró a hombre y caballo a la vez, y volvió a luchar como solía. Nunca los kianene se habían enfrentado a hombres como aquéllos, a una determinación tan furiosa. Caras oscuras como el desierto aullaron contra la hierba. Ojos de halcón se aflojaron de miedo.
Un momento de alivio.
Los líderes de las casas arrastraron a sus señores heridos a lugares seguros. Herido en el brazo, el Conde Cynnea de Agmundr gritó a sus parientes que no se lo llevaran de allí. El Conde Othrain de Numaineiri lloró mientras quitaba el antiguo estandarte de la familia de las manos sin vida de su hijo y lo levantaba una vez más. El Príncipe Saubon pidió otro caballo a gritos. A lo largo del trecho que habían cruzado sólo un momento antes, los hombres daban tumbos o se arrastraban, tratando de contener sus heridas. Pero muchos más rugían exaltados, presos de la locura de la batalla, con el cruel Gilgaol galopando en sus corazones.
Su enemigo estaba por todas partes, ante ellos, junto a ellos, adentrándose en sus flancos. Cohortes inmensas cabalgaban a escasa distancia y cargaron contra ellos por detrás. Espléndidos en sus khalats de seda, los Grandes de Gedea y Shigek atacaban a los hombres de hierro una y otra vez.
Acosados por todos los flancos, los Hombres del Colmillo murieron alcanzados por la espalda por lanzas. Derribados de sus sillas con ganchos y muertos en el suelo. Hachas como picas clavadas en pesadas pecheras. Flechas derribando a orgullosos corceles. Hombres moribundos llamaban a sus esposas, sus Dioses. Voces familiares pespunteaban la cacofonía. Un primo. Un amigo. Un hermano o un padre, chillando. El estandarte morado del Conde Kothwa de Gaethuni cayó, fue alzado una vez más y desapareció para siempre, como Kothwa y quinientos de sus tydonnios. El Venado Negro de Agansanor fue también derribado y pisoteado en el suelo. Los líderes de la casa de Gothyelk trataron de llevarse a rastras a su Conde, pero fueron derribados por una oleada de jinetes kianene. Sólo una carga frenética de sus hijos salvó al viejo conde, aunque el mayor, Gotheras, fue herido en un muslo.
Entre el barullo, los condes y barones del Medio Norte oyeron los cuernos señalando desesperadamente la retirada, pero no había ningún lugar al que huir. Masas burlonas de jinetes infieles revoloteaban a su alrededor, acribillándoles con flechas, derribando sus flancos, superando sus deshilvanados contraataques. Miraran donde miraran, veían los estandartes de seda de los fanim, bordados en oro, portando imágenes de extraños animales. Los incesantes, sobrenaturales tambores retumbaban al ritmo que ellos morían.
Entonces, de repente, de manera imposible, las divisiones kianene que bloqueaban su retirada se disolvieron, y las líneas de Caballeros Shriah vestidos de blanco se deslizaron entre ellos gritando: «¡Huid, hermanos, huid!».
Los caballeros, presa del pánico, cabalgaron, corrieron o dieron tumbos hacia sus compatriotas. Grupos ensangrentados cayeron por el barranco y chocaron contra sus propios hombres. Los Caballeros Shriah siguieron luchando un rato y después giraron sobre sus talones, huyendo al galope perseguidos por una masa de jinetes infieles, un torrente aullador de lanzas, escudos, caras oscuras y caballos con espuma en la boca, ancho como el horizonte. Renqueando por la Llanura de la Batalla, cientos de heridos fueron derribados a escasa distancia de la formación. Los Hombres del Colmillo no podían hacer más que mirar aterrados. Su canción había muerto. Sólo oían los tambores retumbando, retumbando, retumbando…
Pavor. Y los infieles cayeron sobre ellos.
—Los teníamos… ¡Los teníamos! —gritó Saubon escupiendo sangre.
Gotian le cogió por los hombros.
—No teníais nada, idiota. ¡Nada! ¡Ya sabes la regla! Cuando les abres brecha, ¡regresa a la formación!
Después de haberse arrastrado por el fango del torrente y haberse abierto camino por entre las filas, Gotian había dado con el Príncipe galeoth, pero en su lugar había encontrado a un loco de atar.
—Pero ¡los teníamos! —gritó Saubon.
Se oyó un grito repentino y Gotian alzó reflexivamente su escudo. Saubon siguió delirando.
—Antes, han caído como niños. —Se oyó un traqueteo, como granizo sobre un tejado de cobre. Hombres gritando—. ¡Como niños! ¡Los hemos hecho trizas!
Una flecha infiel se clavó en el pecho del galeoth. Por un momento, el Gran Maestro pensó que el hombre estaba muerto, pero Saubon la cogió y la rompió. Había atravesado su pechera, pero había sido detenida por el fieltro que había debajo de él.
—¡Los teníamos, joder! —siguió gritando Saubon.
Gotian lo cogió y lo agitó.
—¡Escucha! —gritó—. ¡Eso es lo que querían que pensaras! Los kianene son demasiado hábiles, demasiado flexibles en el campo y demasiado fieros de corazón para realmente venirse abajo. Cuando cargas, cargas para herirlos, pero ¡no para derrotarles!
Saubon le miró con una expresión anodina.
—Nos ha condenado a muerte.
—¡Recupera el juicio! —gritó Gotian—. Nosotros no somos como los infieles. Somos duros, pero quebradizos. ¡Nos venimos abajo! Gothyelk ha caído. ¡Herido, quizá mortalmente! ¡Debes reunir a esos hombres!
—Sí… Reunidos… —Abruptamente, los ojos de Saubon brillaron como si un fuego más resplandeciente le moviera—. ¡La Zorra sería amable! —gritó el Príncipe—. ¡Eso es lo que dijo!
Gotian no pudo más que quedárselo mirando, estupefacto.
Coithus Saubon, un Príncipe de Galeoth, el séptimo hijo del viejo diablo de Eryeat, gritó que llevaran su caballo.
Grandes mareas de lanceros fanim, miles de ellos, impactaron en las líneas inrithi y se detuvieron. Muertos. Galeoth y tydonnios con picas destriparon a sus caballos. Nangaels tatuados de la marca septentrional de Ce Tydonn aporrearon a los caídos en el fango. Los agmundr clavaron flechas a través de los escudos y corsés con sus mortales arcos. Auglish de los profundos bosques de Thunyerus rompieron filas cuando los fanim huyeron, arrojando hachas que zumbaban en el aire como libélulas.
En otros lugares del barranco, cohortes fanim vestidas de cuero avanzaban en paralelo a las filas inrithi, lanzando flechas e insultos, arrojándoles las cabezas de los nobles que habían caído en la primera carga. Los norteños se acurrucaban bajo sus escudos en forma de cometa, soportaban la descarga y, para desesperación de los infieles, les tiraban de vuelta las mismas cabezas.
Pronto los fanim empezaron a defenderse de secciones de la formación inrithi, de los tenaces gesindal y kurigalders de Galeoth, de los adustos numainerish y los barbudos plaidol de Ce Tydonn, pero no tardaron en darse cuenta de que no había ningunos tan temibles como los rubios thunyerios, cuyos grandes escudos parecían muros de piedra, y cuyas hachas de dos hojas y sables podían partir a hombres con armadura hasta su corazón. Sin caballo, el gigante Yalgrota Matasranc se plantó ante ellos, gritando insultos y agitando su hacha salvajemente en el aire. Cuando los kianene le perdonaron la vida, él y los hombres de su clan los despedazaron con un sangriento despertar.
Una y otra vez, los Grandes de Gedea y Shigek se esparcían por el barranco y cargaban de frente contra los hombres de hierro, acosando a los galeoth, después a los tydonnios, buscando el eslabón más débil. Sólo necesitaban doblegar a los inrithi una vez, y eso les llevaba a cometer actos de fanática desesperación. Hombres con cimitarras partidas, con heridas sangrantes, se arrojaban contra los norsirai. Pero cada vez quedaban rodeados del tumulto, el fango y la muerte hasta que sus señores les requerían a gritos que galoparan en busca de un lugar seguro en la llanura abierta. Tras ellos, los Hombres del Colmillo caían de rodillas y gritaban amargamente aliviados.
Al nordeste, donde la formación inicial se arrastraba por las marismas, el hijo del Padirajah, el Príncipe Coronado Fanayal, lideraba a los Coyauri, la caballería pesada de élite de su padre, contra los cuarwish de Ce Tydonn, que se habían sumado a las filas de sus vecinos del oeste y fueron sorprendidos mientras regresaban a sus posiciones. Durante un rato, todo fue un caos, y docenas de cuarish fueron vistos huyendo por entre las marismas. Sables y cimitarras refulgieron bajo la luz del sol. De repente, bandadas de resplandecientes coyauri empezaron a esparcirse tras la línea, aunque el Caballo Blanco del estandarte de Fanayal permaneció en su lugar, cerca del barranco. Los dos hijos menores de Gothyelk cargaron contra los coyauri con los caballos que les quedaban, y los fanim, sin el campo abierto que favorecía a sus tácticas, fueron obligados a retroceder con numerosísimas pérdidas.
Alentado por este éxito, el Príncipe Saubon de Galeoth reunió a los caballeros que seguían sobre sus caballos y los inrithi empezaron, cada vez con más confianza, a responder a los asaltos de los fanim con contraataques. Impactaban contra lo que parecía una masa amorfa, los fanim cedían y después trataban de correr para escapar de los furibundos ataques con que intentaban rodear sus flancos. Sin aliento, retrocedían dando tumbos hasta la formación inicial con las lanzas rotas, las espadas melladas, las filas mermadas. Saubon perdió tres caballos. El Conde Othrain de Numaineiri fue recogido por su corte herido de muerte. No tardó en reunirse con su hijo muerto.
El sol ascendió e impregnó la Llanura de la Batalla de calor.
Los Condes y Barones del Medio Norte maldijeron y se maravillaron ante la fluida táctica de los kianene. Contemplaron con envidia sus magníficos caballos de piel lustrosa, que los jinetes infieles parecían guiar solamente con el pensamiento. Ya no se burlaban de la habilidad de los Grandes infieles con el arco. Muchos escudos fueron atravesados por flechas. Algunas, rotas, sobresalían de las pecheras de muchos hombres. En el campo inrithi, miles de hombres muertos o heridos yacían tendidos por culpa de los arcos infieles.
Los fanim retrocedieron y recompusieron sus filas, y los Hombres del Colmillo elevaron una cansina aclamación. Muchos soldados de infantería, sofocados por el calor, corrieron hasta el barranco cubierto de cadáveres y hundieron la cabeza en la sanguinolenta y hedionda agua. Muchos otros cayeron de rodillas y se estremecieron, llorando en silencio. Esclavos, sacerdotes, esposas y rameras caminaban entre los hombres aplicando ungüentos en las heridas, ofreciendo agua o cerveza a los soldados rasos y vino a los nobles. Pequeños himnos estallaron entre grupos de guerreros exhaustos. Los oficiales gritaron órdenes a centenares de hombres para que repararan las picas y las lanzas rotas, para que clavaran pedazos de madera para cercar la ladera ante sus líneas.
Corrió el rumor de que los infieles, en un intento de flanquear la posición inrithi, habían mandado divisiones de jinetes al norte, a las colinas, donde, intuyó el Príncipe Saubon, habían sido totalmente superados por las tácticas y el valor del Conde Athjeari y sus caballeros gaenrish. Surgieron más aclamaciones entre la soldadesca, y por un breve instante, cantaron más alto que el incesante redoblar de los tambores fanim.
Pero su alegría duró poco. Reunidos en las llanuras ante ellos, los infieles habían formado tras sus pendones triangulares en largas filas escalonadas. Los tambores se sumieron en silencio. Por un momento, los Hombres del Colmillo pudieron oír el viento entre las hierbas, incluso a las abejas que revoloteaban sobre los muertos que taponaban el barranco. Mientras observaban, un pequeño grupo de jinetes trotó imperiosamente ante las filas de los inmóviles fanim portando el Chacal Negro de Skauras, el Sapatishah Gobernador kianene de Shigek. Oyeron una débil arenga a la que respondieron con atronadores gritos en una lengua desconocida.
Se oyó al Príncipe Saubon gritar, ofreciendo cincuenta talentos de oro al arquero que matara, y diez al que hiriera, al Sapatishah. Después de comprobar el viento, varios agmundr alzaron los arcos al sol y empezaron a disparar al azar. La mayoría de los proyectiles se quedaron muy cortos, pero algunos cubrieron la distancia. Los lejanos jinetes simularon no darse cuenta hasta que uno empezó a toquetearse la nuca y después cayó sobre la hierba.
Los Hombres del Colmillo rugieron con una carcajada burlona. Como un solo hombre, empezaron a golpear sus escudos, gritando y aullando. El séquito del Sapatishah se dispersó y dejó a solas una figura: un noble sobre un magnífico caballo blanco engualdrapado en negro y oro, evidentemente sin temor alguno, indiferente a las burlas que recorrían el otro extremo de la llanura. Hasta el último inrithi se dio cuenta de que estaban mirando al gran Skauras ab Nalaian, al que los nansur llamaban Sutis Sutadra, el Chacal del Sur.
Las flechas disparadas por los lejanos galeoth cayeron en la hierba a su alrededor, pero no se movió. A medida que los agmundr empezaban a calibrar correctamente el efecto y la distancia se clavaban más saetas en el suelo. Mirando a los inrithi, el lejano Sapatishah sacó un cuchillo de su faja morada y empezó a cortarse las uñas.
Ahora fueron los fanim los que estallaron en carcajadas y gritos, golpeando sus escudos redondos con las cimitarras, que brillaban bajo la luz del sol. Toda la tierra pareció estremecerse, tan feroz era el barullo. Dos razas, dos fes, odio y asesinato a lo largo de la Llanura de la Batalla, cubierta de restos.
Entonces Skauras alzó una mano y los tambores retomaron su implacable redoble. La formación de los fanim empezó a avanzar al completo. Los Hombres del Colmillo se sumieron en el silencio, ensamblaron sus picas y sus escudos con los de sus vecinos. Aquello iba a empezar de nuevo.
Levantando nubes de polvo, los kianene ganaron velocidad pesadamente. Como si contaran cada golpe de tambor, las filas de vanguardia bajaron las lanzas al unísono y espolearon a sus caballos hasta el galope. Con un grito desgarrador, se lanzaron contra los inrithi al tiempo que arqueros montados se abrían hacia ambos lados y cubrían a los norteños de flechas. Llegaban estrepitosamente en sucesivas oleadas más profundas y numerosas que por la mañana. Se sacrificaron compañías enteras por pequeñas superficies de terreno. Aquí y allá, contra los usgalders de Galeoth, contra los maltrechos cuarvish, los nangael y warnutes de Ce Tydonn, los kianene alcanzaron la cumbre del barranco e hicieron retroceder a los hombres de hierro. Las picas quebraron, arrancaron rostros, engancharon arneses. Cimitarras curvas partieron yelmos, rompieron clavículas a través de malla de hierro. Caballos enloquecidos retumbaron entre filas y escudos. Y justo cuando el número y el impulso de los infieles parecieron empezar a disminuir, más filas aparecieron por entre el polvo, ascendiendo por el barranco, marchando por encima de los cadáveres, lanceando a los atónitos soldados de a pie. No había tiempo para tácticas, ni para rezos, sólo el desesperado caos de matar y vivir.
En muchos lugares, la formación inicial flaqueó, se rompió.
Entonces, como si salieran del cegador sol, los cishaurim hicieron acto de presencia.
Saubon incluso golpeó a muchos de los usgalders que huían con la cara de la hoja de su espada, pero no sirvió de nada. Locos de pánico, se alejaron trabajosamente de sus caballos y de los jinetes con armaduras de oro que los derribaban.
—¡El Dios! —rugió al tiempo que se adentraba rápidamente entre los perseguidores coyauri—. ¡El Dios lo quiere! —Su caballo negro impactó contra la montaña de infieles que tenía ante sí. El corcel más pequeño trastabilló y Saubon clavó la punta de su espada certeramente en el cuello del jinete estupefacto. Giró ciento ochenta grados y esquivó el pesado golpe de un kianene ataviado con un largo ropaje morado. Su caballo negro se tambaleó hacia un lado y gritó, arrojándole muslo con muslo con el hombre, aunque Saubon era más alto. Le golpeó con el pomo de su espada y el hombre cayó de su montura de espaldas con la cara ensangrentada. Desde algún lugar, una espada hizo una muesca en el yelmo de Saubon. Éste rajó los cuartos traseros del corcel ahora sin jinete y éste se estrelló danzando contra los perros infieles que tenía ante sí. Después, trazó un gran arco con su sable y atravesó la mandíbula del caballo de su atacante.
—¡El Dios! —gritó, golpeando a otro hombre, partiendo la madera de su escudo.
—¡Lo quiere! —Su segundo golpe hizo trizas el brazo enguantado que había debajo.
—¡Sí! —El tercero partió su yelmo plateado y rajó su cara oscura.
El coyuari que había detrás del hombre que se estaba desplomando dudó. El que estaba detrás de Saubon, sin embargo, no lo hizo. Una lanza le rasgó la espalda, le enganchó la pechera y a punto estuvo de derribarlo de la silla. Erguido sobre los estribos, atacó de nuevo y partió la lanza. Cuando su oponente bajó los brazos para coger su espada curva, Saubon clavó la suya entre las junturas del arnés. Otro caído. Los infieles revolotearon a su alrededor, asombrados.
—Cobardes —espetó Saubon, que espoleó hacia ellos con una carcajada demente. Ellos retrocedieron aterrorizados; eso significó la muerte de dos más de ellos. Pero el caballo negro de Saubon retrocedió inexplicablemente y trastabilló… ¡Otro maldito caballo! Cayó con fuerza sobre la hierba. Pensamientos embarrados, confusos. Un bosque en movimiento de piernas y cascos. Cuerpos inertes. Matorrales arrasados. «Levántate… Tienes que levantarte…» Dio una patada a su caballo, que no dejaba de revolverse. Una inmensa, flotante sombra se erguía sobre él. Cascos metálicos aplastaron la hierba junto a su cabeza. Clavó su espada hacia arriba, sintió que la punta se clavaba en el esternón del caballo y después la hundió en el suave vientre marrón. Rayo de luz. Entonces quedó libre y se puso en pie trabajosamente. Pero algo impactó en su yelmo y volvió a caer de rodillas. Otro golpe le mandó de cabeza al suelo.
¡Por el Dios, su furia parecía tan vacía, tan frágil contra la tierra! Estiró la mano izquierda desnuda y cogió otra mano; fría, encallecida, con dedos correosos y uñas de cristal. Una mano muerta. Levantó la mirada por encima de las hierbas apelmazadas y se quedó mirando el rostro del cadáver. Un inrithi. Sus rasgos estaban aplastados contra el suelo y parcialmente cubiertos de sangre. El hombre había perdido su yelmo, y el cabello rubísimo le salía por entre la capucha de malla. La toca se le había caído y ahora estaba apretada bajo su labio inferior. Parecía tan pesado, tan fijo, como una parte más del suelo.
Un pesadillesco momento de reconocimiento, demasiado absurdo para ser aterrador.
¡Era su cara! ¡Estaba cogiendo su propia mano!
Trató de gritar.
Nada.
Pero se produjo el estallido de cascos más pesados, gritos en lenguas conocidas. Saubon soltó los dedos fríos y trató de ponerse en pie con las manos y las rodillas. Voces preocupadas. Desde ninguna parte, pareció que unos brazos lo ayudaban a ponerse en pie. Se quedó mirando entumecido la hierba desnuda en el sitio en el que hacía un momento estaba su cadáver…
«Este suelo… ¡Este suelo está maldito!»
—Ven, cógeme del brazo —dijo la voz paternalmente, como si se dirigiera a un hijo que acabara de aprender una difícil lección—. Te has salvado, mi Príncipe. —Era Kussalt.
«¿Salvado?»
—¿Estás entero?
Sin aliento, Saubon escupió sangre y jadeó.
—Sólo herido.
A unos pocos metros de distancia, un grupo de Caballeros Shriah y coyauri se empujaban y luchaban. Las espadas tintineaban, bailaban refulgiendo sobre el sol y el cielo. Tan hermoso. Tan imposiblemente remoto, como un espectáculo tejido en tela…
Saubon se volvió sin mediar palabra hacia su mozo de cuadra. El viejo guerrero tenía un aspecto demacrado, vencido.
—Has contenido la brecha —le dijo Kussalt con los ojos extraños a causa de la admiración, quizá incluso del orgullo.
Saubon parpadeó para alejar la sangre que le entraba en el ojo izquierdo. Le sobrevino una inexplicable crueldad.
—Eres viejo y lento. ¡Dame tu caballo!
Kussalt pareció avinagrarse. Los viejos labios se tensaron.
—Éste no es lugar para los susceptibles. ¡Y ahora dame tu maldito caballo!
Kussalt se detuvo, como si algo hubiera estallado en su interior y después se desplomó hacia adelante llevándose consigo a Saubon.
Cayó de espaldas con su mozo de cuadra.
—¡Kussalt!
Arrastró al hombre por encima de sus muslos. Le sobresalía una flecha en la parte baja de la espalda.
El mozo de cuadra gorjeó y tosió una sangre espesa de anciano. Sus ojos en blanco encontraron a Saubon, y el viejo guerrero se rió y tosió más sangre. La piel de Saubon se erizó de temor. ¿Cuántas veces había oído reír a ese hombre? ¿Tres o cuatro en el transcurso de toda una vida?
«No–no–no–no…»
—¡Kussalt!
—Quiero que sepas —dijo resollando— lo mucho que te he odiado…
Una convulsión, después escupió sangre coagulada. Un largo jadeo, después se quedó completamente inmóvil.
Como más tierra.
Saubon miró la extraña burbuja de tranquilidad en la que estaban. En todas partes, entre hierbajos aplastados, les miraban ojos muertos. Y él lo comprendió.
«Maldito.»
Los coyauri habían huido dando tumbos por el barranco embozado. Pero en lugar de jalearse, los hombres gritaban. En algún lugar parpadearon unas luces, tan brillantes que proyectaron sombras en el sol del mediodía.
«Él nunca me ha odiado.»
¿Cómo podía? Kussalt era el único que…
«Una buena broma. Ja, ja, viejo idiota.»
Alguien estaba junto a él, gritando.
Estaba tan cansado. ¿Cómo había llegado a cansarse tanto?
—¡Cishaurim! —estaba gritando alguien—. ¡Cishaurim!
Ah, las luces…
—¡Saubon! ¡Saubon! —estaba gritando Incheiri Gotian—. ¡Los cishaurim!
Saubon se llevó los dedos a la mejilla. Vio sangre.
Maldito ingrato. Maldito imbécil de mierda.
«¡Asegúrate de que son castigados! ¡Castígales! ¡Castígales!»
Malditos imbéciles.
—Cargad contra ellos —dijo el Príncipe galeoth suavemente. Abrazó con fuerza la cabeza muerta de su mozo de cuadra contra sus muslos y estómago. «Qué bromista.»
—Tenéis que cargar contra los cishaurim.
Caminaron para eludir las compañías de ballesteros que sabían que los inrithi tenían entre sus líneas, armados con las Lágrimas de Dios. Ninguno de ellos podía ser arriesgado, no con los Chapiteles Escarlatas preparándose para la guerra, en ningún caso. Eran cishaurim, los Portadores del Agua de Indara y su aliento era más precioso que el aliento de miles. Ellos eran oasis entre hombres.
Poniendo las palmas sobre la hierba, vara de oro y alisos, caminaron hacia la formación inicial, catorce de ellos, con túnicas amarillas de seda batidas por el viento y abrasadoras convicciones, con las cinco serpientes estiradas alrededor de cada uno de sus cuellos, como los brazos de un candelabro, buscando en todas direcciones. Los desesperados norteños disparaban una volea tras otra de flechas, pero éstas explotaban en ráfagas de fuego. Los cishaurim siguieron caminando, recorriendo con sus ojos vacíos las erizadas líneas inrithi. Dondequiera que miraran, explotaba una luz azul cegadora entre los Hombres del Colmillo, quemando la piel, soldando el hierro a la carne, carbonizando corazones…
Muchos norteños mantuvieron sus posiciones y se tumbaron boca abajo tras sus escudos, como les habían enseñado. Pero muchos otros ya estaban huyendo —usgalders, agmundr, gaenrish, numaineirish y plaidol— sin inmutarse ante los gritos de sus oficiales y señores para que regresaran. El centro inrithi se estremeció, empezó a evaporarse. La batalla se había convertido en una masacre.
Entre el tumulto, el Príncipe Coronado Fanayal y sus coyauri huyeron por el barranco y los Caballeros Shriah les siguieron levantando nubes de polvo y humo, o al menos así se lo parecía a los que estaban observando. Al principio, los fanim a duras penas pudieron creer lo que estaban viendo. Muchos gritaron, no de miedo o desesperación, sino por la perturbada ferocidad de los idólatras. Cuando Fanayal giró sobre sus talones, Incheiri Gotian, con unos cuatro mil Caballeros Shriah replegados tras él, siguieron galopando, gritando, llorando: «¡El Dios lo quiere!».
Se esparcieron por la Llanura de la Batalla, sin otras heridas que las recibidas en la desastrosa primera carga de la mañana, volando sobre la hierba, agachados de puro terror, gritando su furia, su desafío. Cargaron contra los catorce cishaurim, dirigieron sus monturas contra las luces infernales que refulgían en sus frentes. Y murieron ardiendo, como mariposas de la luz atacando los carbones del corazón de una hoguera.
Filamentos de incandescencia azul, abriéndose en abanico, refulgiendo con una belleza sobrenatural, reduciendo extremidades a carbonilla, quemando torsos, inmolando hombres en sus sillas de montar. Entre los gritos y los gemidos, el barullo de cascos, el trueno de hombres aullando «¡El Dios lo quiere!», Gotian se cayó de los restos carbonizados de su caballo y se rompió el cuello. Biaxi Scoulas, con la pierna quemada como un tocón, se cayó y fue pisoteado hasta quedar convertido en una masa por los que corrían tras él. El caballero inmediatamente anterior a Cutias Sarcellus explotó y mandó un cuchillo silbando a través de su tráquea. El Primer Caballero–Comandante se vino abajo y se golpeó la cara contra el suelo. La muerte descendió trazando una espiral.
Los cerebros hirvieron en los cráneos. Los dientes se rompieron. En los primeros treinta segundos cayeron centenares. En los siguientes, más centenares. Una luz abrasadora se materializó en todas partes, como las grietas que marean al cristal. Y sin embargo los Caballeros Shriah seguían espoleando a sus caballos, saltando por encima de los restos humeantes de sus hermanos, corriendo hacia su muerte, miles de ellos, aullando, aullando. Los restos y las hierbas se encendieron. Un humo aceitoso floreció hacia el cielo, arrastrado hacia los cishaurim por el viento.
Entonces, un llanero solitario, un joven maestro, se subió a uno de los hechiceros–sacerdotes y le cogió la cabeza. Cuando el más cercano giró los ojos para mirarle, el caballo del niño prendió en llamas. El joven caballero se tambaleó y siguió corriendo, gritando con estridencia, con el Chorae de su padre en la palma de la mano.
Sólo entonces los cishaurim se percataron de su error, de su arrogancia. Durante varios instantes dudaron…
Una oleada de caballeros quemados y ensangrentados emergió entre el humo ascendente, entre ellos el Gran Maestro Gotian, portando el Colmillo de Oro sobre Blanco, el estandarte sagrado de su Orden. En ese último ataque, cientos más cayeron en llamas. Pero algunos no lo hicieron, y los cishaurim rasgaron la tierra tratando de abatir a los que portaban un Chorae. Pero era demasiado tarde; los caballeros desatados ya estaban sobre ellos. Uno trató de huir alzando el vuelo, pero fue abatido por una flecha de ballesta con una Lágrima de Dios. Los otros cayeron allí donde estaban.
Eran cishaurim, Portadores del Agua de Indara, y su muerte era más preciosa que la muerte de miles.
Por un instante imposible, todo quedó en silencio. Los Caballeros Shriah, los pocos centenares que habían sobrevivido, empezaron a regresar renqueando y dando tumbos a las maltrechas filas de sus hermanos inrithi. Incheiri Gotian estaba entre los últimos en llegar a buen seguro, portando a un joven quemado sobre los hombros.
Skauras, sabedor de que los cishaurim habían completado su tarea a pesar de su muerte, ordenó a gritos a sus Grandes que atacaran, pero el asombro por lo que habían visto pesaba demasiado en ellos. Los fanim se retiraron, revoloteando, confusos, mientras que frente a una inmensa franja de tierra quemada y muertos humeantes, los Condes y Barones del Medio Norte se reunieron en el centro de la formación inicial. Cuando los Grandes de Shigek y Gedea retomaron su asalto, los hombres de hierro volvían a estar en sus posiciones, con las filas menos pobladas y los corazones más duros.
Y empezaron a cantar de nuevo su antiguo himno, que ahora sonaba más como una profecía que como una canción.
A una guerra hemos venido,
a la fuerza saquearemos.
Y cuando el día haya terminado.
¡en nuestros ojos los Dioses morarán!
A medida que la tarde crecía, muchos más se unieron a los caídos. El Conde Wanhail de Kurigald fue derribado de su caballo en un contraataque y se rompió la espalda. El hermano menor de Skaiyelt, el Príncipe Narradha, fue derribado por una flecha que se le clavó en el ojo. Entre los vivos, algunos se derrumbaron de puro cansancio. Algunos se volvieron locos de pena; otros tuvieron que ser arrastrados, echando espuma por la boca, hasta los sacerdotes presentes en el campo. Pero los que permanecieron no pudieron ser doblegados. Los hombres de hierro habían reavivado su canción y la canción había reavivado su violento fervor. El retumbar de los tambores fanim se fue apagando y al fin fue ahogado del todo. Miles de voces y una canción. Miles de años y una canción.
Y cuando el día haya terminado.
¡en nuestros ojos los Dioses morarán!
A medida que el sol descendía en el cielo occidental, los fanim fueron huyendo cada vez más de las filas inrithi, y cargaron casi un miedo incluso mayor. Porque veían demonios en los ojos de sus enemigos idólatras.
Skaurus ya había tocado a retirada cuando los estandartes de Proyas y sus conriyanos con máscaras de plata llegaron descendiendo por las colinas occidentales. Sin mediar señal alguna, las filas galeoth, tydonnias y thunyerias avanzaron en tropel y corrieron bramando por la Llanura de la Batalla. Exhaustos con el corazón roto, los fanim fueron presa del pánico; la retirada degeneró en una huida en desbandada. Los caballeros de Conriya penetraron entre ellos y el gran ejército kianene de Skaurus ab Nalajan, Sapatishah–Gobernador de Shigek, fue masacrado. Mientras tanto, los Condes y Barones del Medio Norte descendieron con los caballos que les quedaban sobre el campamento fanim. Sucumbiendo a una furia licenciosa, los desgarrados norteños violaron a las mujeres, asesinaron a los esclavos y saquearon los suntuosos pabellones de innumerables Grandes.
Al anochecer, la Guerra Santa Vulgar había sido vengada.
Durante las semanas siguientes, los Hombres del Colmillo encontrarían miles de caballos abotargados en el camino hacia Hinnereth. Habían sido desventrados, tan locos estaban los infieles por escapar de los hombres de hierro de la Guerra Santa.
Encorvado sobre su caballo, Saubon contempló cómo filas de hombres y mujeres cansados caminaban penosamente por la hierba iluminada por la luna, sin duda ansiosos por adelantar al fin a Proyas y sus caballeros. El Príncipe conriyano, pensó Saubon, debía de haber insistido mucho, peligrosamente, para haber sacado tanta ventaja a su equipaje y sus seguidores. No necesitaba ningún espejo para saber qué aspecto tenía: las horrorizadas expresiones de los que caminaban en la oscuridad eran un reflejo suficiente. La sangre empapaba su maltrecha capa. Sangre coagulada se derramaba por las junturas de su arnés de malla.
Esperó hasta que el hombre estuviera casi debajo de él antes de llamarle.
—Tu amigo. ¿Dónde está?
El hechicero, Achamian, se bajó de su montura cogiendo a su mujer. Como era de esperar, salió de la oscuridad como una aparición ensangrentada.
—¿Te refieres a Kellhus? —preguntó el Maestro de la barba cuadrada.
Saubon le fulminó con la mirada.
—Recuerda tu lugar, perro. Es un príncipe.
—Entonces, ¿te refieres al Príncipe Kellhus?
Incomprensiblemente humillado, Saubon se detuvo y se lamió los labios hinchados.
—Sí.
El hechicero se encogió de hombros.
—No lo sé. Proyas nos ha traído hasta aquí como si fuéramos ganado para alcanzarte. Todo está confuso. Además, los príncipes no pierden el tiempo con gente como nosotros después de una batalla.
Saubon miró a aquel idiota de lengua envenenada preguntándose si debía pegarle por su impertinencia. Pero el recuerdo de ver su propio cadáver en el campo le detuvo. Se estremeció y se abrazó los codos. «¡Aquél no era yo!»
—Quizá… Quizá puedas ayudarme.
El hechicero frunció el entrecejo de un modo alegre que a Saubon le pareció ofensivo.
—Estoy a tu disposición, mi Príncipe.
—Esta tierra… ¿Qué le pasa a esta tierra?
El hechicero volvió a fruncir el entrecejo.
—Es la Llanura de la Batalla. Es donde murió el No Dios.
—Conozco las leyendas.
—Estoy seguro de eso. ¿Sabes lo que son las topoi?
Saubon hizo una mueca.
—No.
La atractiva mujer que estaba a su lado bostezó y se frotó los ojos. Sin mediar aviso, una oleada de fatiga invadió al Príncipe galeoth. Se balanceó en su silla.
—¿Sabes que desde la altura se puede ver más lejos —estaba diciendo el hechicero—, como desde torres o la cumbre de las montañas?
—No soy idiota. No me trates como si lo fuera.
Sonrisa dolorida.
—Las topoi son como cumbres, lugares en los que uno puede ver las lejanías… Pero si las cumbres están hechas de montículos de piedra y tierra, las topoi están hechas de montículos de trauma y sufrimiento. Son alturas que nos permiten ver más allá de este mundo…, algunos dicen que hasta el Exterior. Ésa es la razón por la que esta tierra te inquieta, porque estás peligrosamente alto. Esto es la Llanura de la Batalla. Lo que sientes no es muy distinto del vértigo.
Saubon asintió sintiendo cómo se le tensaba la garganta. Comprendió y, sin razón aparente, esa comprensión le causó un inmenso alivio. Dos feroces sollozos le sacudieron.
—Cansancio —dijo con voz ronca secándose enfadado los ojos.
El hechicero le observó, ahora con más arrepentimiento que reproche. La mujer miraba fijamente a sus pies.
Incapaz de mirar al hombre, Saubon, vagamente, le señaló con la barbilla para deshacerse de él. La voz del Maestro, sin embargo, en seguida hizo que volviera a mirarle.
—Incluso entre las topoi —gritó— este lugar es… especial. —En su tono había ahora algo diferente, tal vez cierta renuencia, que sorprendió a Saubon como un viento invernal en la piel sudada.
—¿Por qué? —logró decir, mirando a la noche oscura.
—¿Recuerdas ese fragmento de Las sagas: «Em yutiri Tir Mauna, kim raussa raim…»?
Saubon alejó las lágrimas parpadeando.
—El alma que Le encuentra —prosiguió el hechicero— no va más allá.
—¿Y qué diablos —dijo el Príncipe galeoth, sorprendido por la ira de su propia voz— se supone que significa eso?
El hechicero miró las oscuras llanuras.
—Que, en cierto sentido, Él está ahí en alguna parte… Mog–Pharau. —Cuando se volvió hacia Saubon, éste tenía verdadero miedo en los ojos.
—Los muertos no escapan de la Llanura de la Batalla, mi Príncipe. Este lugar está maldito. El No Dios murió aquí.