5

Las llanuras de Mengedda

¿Por qué debo conquistar, me preguntas? La guerra aclara. Vida o muerte. Libertad o esclavitud. La guerra aparta el poso del agua de la vida.

Triamis I, Diarios y diálogos

Principios de verano, año del Colmillo 4111, cerca de las llanuras de Mengedda

Cnaiür supo que algo pasaba mucho antes de divisar los campos de pastos pisoteados y hogueras apagadas: poco humo en el horizonte y muchas aves carroñeras en el cielo. Cuando se lo mencionó a Proyas, el Príncipe palideció, como si viera confirmada una enconada preocupación. Cuando llegaron a la cima de la última de las colinas y vieron que sólo los conriyanos y los nansur seguían tras los muros de Asgilioch, Proyas tuvo un ataque de ira y se puso a gritar maldiciones mientras espoleaba a su caballo ladera abajo.

Cnaiür, Xinemus y los demás nobles conriyanos que formaban parte de su grupo le siguieron hasta los cuarteles generales de Conphas, donde el Exalto–General les explicó, con su irritante simplismo habitual, que la mañana del día anterior, Coithus Saubon había decidido aprovechar la ausencia de Proyas. Los Caballeros Shriah, por supuesto, no podían poner sus pies en el camino de otro tratándose de tierra infiel, y por lo que respectaba a Gothyelk, Skaiyelt y sus parientes bárbaros, ¿cómo podía esperarse que fueran capaces de distinguir entre un hombre prudente y un idiota con todo ese pelo cubriéndoles los ojos?

—¿No discutiste con ellos? —gritó Proyas—. ¿No les hiciste razonar?

—Saubon no estaba interesado en razonar —respondió Conphas, hablando, como siempre hacía, como si estuviera limándose las uñas con la mente—. Al parecer, escuchaba una voz más poderosa.

—¿El Dios? —preguntó Proyas.

Conphas se rió.

—Iba a decir «la avaricia», pero sí, supongo que «el Dios» está bien. Dijo que tu amigo, el Príncipe de Atrithau, había tenido una visión. —Miró de soslayo a Cnaiür.

—¿Te refieres a Kellhus? —gritó Proyas—. ¿Kellhus le dijo que marchara?

—Eso me dijo —respondió Conphas. «Tal es la locura del mundo», añadió su tono, aunque sus ojos sugerían algo completamente diferente.

Se produjo un momento de dubitación general. Durante las últimas semanas, el nombre del dunyaino había ganado mucho peso entre los inrithi, como si fuera una piedra con la que guardaban las distancias. Cnaiür lo veía en sus caras: la mirada de pedigüeños con oro bordado en el dobladillo o de borrachos con hijas excesivamente tímidas… ¿Qué sucedería, se preguntaba Cnaiür, cuando la piedra pesara demasiado?

Después, cuando Proyas se enfrentó al dunyaino en el campamento de Xinemus, Cnaiür sólo pudo pensar: «¡Comete errores!».

—¿Qué has hecho? —le preguntó Proyas al desalmado, con la voz temblorosa de ira.

Todo el mundo, Serwe, Dinchases, hasta el hechicero que no dejaba de parlotear y la arpía de su puta, permanecieron sentados alrededor del fuego estupefactos. Nadie le hablaba a Kellhus de ese modo. Nadie.

Cnaiür a punto estuvo de soltar una carcajada.

—¿Qué querías que le dijera? —preguntó el dunyaino.

—¿Qué pasó? —gritó Proyas.

—Saubon nos siguió a las montañas —dijo Achamian rápidamente— mientras tú estabas en Tus…

—¡Silencio! —gritó el Príncipe, sin ni siquiera mirar al Maestro—. Te he preguntado…

—¡No eres mi superior! —bramó Kellhus. Todos ellos, Cnaiür incluido, dieron un respingo, y no sólo a causa de la sorpresa. Había algo en su tono. Algo sobrenatural.

El dunyaino se había puesto en pie, y a pesar de que estaba a una cierta distancia de él, pareció cernirse sobre el Príncipe conriyano. Proyas llegó a dar un paso atrás. Parecía como si hubiera recordado algo tácito entre ellos.

—Eres mi igual, Proyas. No simules ser más que yo.

Desde donde estaba Cnaiür, los muros y las torretas ocres de la rechoncha Asgilioch enmarcaban la cabeza y los hombros de los dos hombres. Kellhus, con su barba recortada y el pelo largo dorado refulgiendo bajo el sol del atardecer, era una cabeza más alto que el moreno Príncipe conriyano, pero ambos desprendían elegancia y fortaleza por igual. Proyas había recuperado su mirada iracunda.

—Lo único que pretendo, Kellhus, es participar en todas las decisiones trascendentales para la Guerra Santa.

—Yo no he tomado ninguna decisión. Lo sabes. Sólo le dije a Saubon… —Por un fugaz momento, una extraña, casi demente vulnerabilidad, animó su expresión. Separó los labios. Pareció mirar a través del Príncipe conriyano.

—¿Sólo le dijiste qué?

Los ojos del dunyaino volvieron a centrarse, con la expresión endurecida. Todo en él parecía converger, como si estuviera más allí que todos los demás. Como si estuviera entre fantasmas.

«Habla mediante claves ocultas —se recordó Cnaiür—. ¡Nos está haciendo la guerra a todos!»

—Sólo lo que veo —dijo Kellhus.

—¿Y qué ves? —Las palabras sonaron forzadas.

—¿Deseas saberlo, Nersei Proyas? ¿De verdad quieres que te lo diga?

Proyas dudó. Sus ojos titilaron hacia los que les rodeaban y se depositaron sobre Cnaiür un breve instante, no más. Sin expresión alguna, dijo:

—Nos has condenado.

Entonces, girando sobre sus talones, se apresuró en dirección a sus cuarteles.

Después, en los viciados confines de su pabellón, Cnaiür se lanzó contra el dunyaino en scylvendio y le exigió saber qué había sucedido en realidad. Serwe se acurrucó, vigilante, en su pequeño rincón, como un cachorro golpeado por sus dos dueños.

—Dije lo que dije para asegurar nuestra posición —afirmó Kellhus. Su voz carecía de pasión, de fondo, como siempre que simulaba estar revelando su «verdadero yo».

—¿Y así es como aseguras nuestra posición? ¿Perdiendo el apoyo de tu patrono? ¿Mandando a la mitad de la Guerra Santa a su segura destrucción? Confía en mí, dunyaino, yo he luchado contra los fanim; esta Guerra Santa, esta migración, o lo que quiera que sea, tiene muy pocas posibilidades de vencerles en su estado actual, ¡no digamos ya conquistar Shimeh! ¿Y tú la partes por la mitad? Por el Dios Muerto, necesitas que te enseñe un poco el arte de la guerra, ¿no crees?

Kellhus, por supuesto, estaba impertérrito.

—Perder el apoyo de Proyas juega en nuestro favor. Juzga a los hombres severamente, sospecha de todo el mundo. Sólo se abre cuando tiene remordimientos. Y tendrá remordimientos. Y por lo que respecta a Saubon, le dije lo que quería oír. Todo el mundo quiere ver confirmadas sus halagadoras y falsas ilusiones. Todo el mundo. Ésa es la razón por la que sustentan, de buen grado, a tantas castas parásitas, como los augures, los sacerdotes, los memorialis…

—¡Lee mi cara, perro! —berreo Cnaiür—. ¡No me convencerás de que esto es un éxito!

Pausa. Ojos refulgentes parpadeando, observando. La intimidad de un horripilante escrutinio.

—No —dijo Kellhus—. Supongo que no.

Más mentiras.

—No me anticipé a los demás —prosiguió el monje—, Gothyelk y Skaiyelt seguirán su estela. Con sólo los galeoth y los Caballeros Shriah, el riesgo me pareció aceptable. La Guerra Santa podría sobrevivir a su pérdida, y según lo que dices acerca de los problemas de los ejércitos lentos y pesados, pensé que incluso podía beneficiarnos. Pero sin los tydonnios…

—¡Mentira! ¡Los habrías detenido! ¡Podrías haberlos detenido si hubieras querido!

Kellhus se encogió de hombros.

—Quizá. Pero Saubon se marchó la misma noche que nos encontró en las colinas. Despertó a sus hombres al volver y partió ayer antes del amanecer. Tanto Gothyelk como Skaiyelt ya le habían seguido por las Puertas Southron cuando regresamos. Era demasiado tarde.

—Le creíste, ¿verdad? Te creíste todas esas chorradas sobre la huida de Skauras de Gedea. ¡Todavía lo crees!

—Saubon lo creía. Yo creo que es probable.

—Como decías —soltó un gruñido con todo el resentimiento que logró reunir— todo el mundo quiere ver confirmadas sus halagadoras y falsas ilusiones.

Otra pausa.

—Primero necesito un Gran Nombre —dijo Kellhus—; después, los otros seguirán. Si Gedea cae, el Príncipe Coithus Saubon acudirá a mí antes de tomar cualquier decisión relevante. Necesitamos esta Guerra Santa, scylvendio. Me pareció que valía la pena correr el riesgo.

¡Menudo idiota! Cnaiür contempló a Kellhus a pesar de que sabía que su expresión no revelaría nada, y la suya, todo. Pensó en soltarle un sermón sobre el carácter traicionero de los fanim, que invariablemente utilizaban fintas y falsos informantes, que invariablemente embaucaban a idiotas como Coithus Saubon. Pero después vislumbró a Serwe mirándole desde su rincón, con los ojos llenos de odio, acusación y terror. «Siempre es así», dijo algo en su interior, algo cansado.

Y de repente se dio cuenta de que había creído al dunyaino, creído que había cometido un error.

Y sin embargo, así era con frecuencia: creer y no creer. Se acordó de cuando escuchaba al viejo Haurut, el memorialista utemot que le enseñaba versos de niño. En un momento Cnaiür estaba barriendo la Estepa con un héroe como el gran Uthgai y al siguiente estaba viendo a un anciano destrozado, borracho de gishrut, atrancándose con frases de mil años de antigüedad. Cuando uno creía, el alma se movía. Cuando uno no creía, se movía todo lo demás.

—No todo lo que digo —dijo el dunyaino— puede ser una mentira, scylvendio. ¿Por qué insistes en creer que yo te engaño en todo?

—Porque así —gritó Cnaiür— no me engañas en nada.

Cabalgando por el flanco para evitar el polvo, Cnaiür vio a Proyas y su séquito de nobles y sirvientes. A pesar del lustre de sus armaduras y vestimentas, tenían un aspecto adusto. Habían cruzado las Puertas Southron, las Unaras, y al fin cabalgaban en tierra de infieles por Gedea. Pero su humor no era jubiloso ni mostraban aplomo. Hacía dos días, Proyas había mandado varias partidas de avanzadilla en busca de Saubon, el Príncipe galeoth. Aquella mañana, escoltas pertenecientes a Ingiaban habían encontrado a los miembros de una de esas partidas muertos.

Gedea, al menos a la sombra de las Unaras, era un territorio escarpado, una mezcla de laderas de grava y raquíticos promontorios. Con la salvedad de grupos de robustos cedros, el verdor de la primavera estaba tornándose rojizo bajo el sol estival. El cielo era una lámina turquesa, monótona, seca, completamente distinta de las honduras nubosas de los cielos nansur.

Buitres y grajillas soltaron un alarido cuando se acercaron.

Mascullando una maldición, Proyas tiró de las riendas y el caballo se paró.

—¿Qué significa esto? —le preguntó a Cnaiür—. ¿Ese Skauras se ha colocado detrás de Saubon y los demás? ¿Los fanim los han rodeado?

Cnaiür alzó una mano contra el sol.

—Quizá.

Los cuerpos habían sido desnudados en el mismo lugar en el que habían caído: unos sesenta o setenta hombres muertos, inflados bajo el sol, esparcidos como cosas dejadas caer durante el vuelo. Sin mediar palabra, Cnaiür espoleó a su caballo y obligó al Príncipe y su séquito a galopar tras él.

—Sodhoras era mi primo —espetó Proyas, tirando violentamente de las riendas para pararse junto a él—. ¡Mi padre se pondrá furioso!

—Otro primo —dijo Ingiaban misteriosamente. Se refería a Calmemunis y la Guerra Santa Vulgar.

Cnaiür olfateó el aire y caviló sobre el olor de podrido. Casi había olvidado cómo era: las moscas haciendo garabatos, los vientres hinchados, los ojos como tela pintada. Casi había olvidado lo sagrada que era.

La guerra… La mismísima tierra parecía provocar un cosquilleo.

Proyas desmontó y se arrodilló junto a uno de los muertos. Apartó las moscas de un manotazo. Girándose hacia Cnaiür, le preguntó:

—¿Qué hay de ti? ¿Todavía le crees? —Apartó la mirada, como si le avergonzara la honestidad de su tono.

Él… Kellhus.

—Él… —Cnaiür se interrumpió, se encogió de hombros y escupió—. Ve cosas.

Proyas soltó una risotada.

—Tu tono no me tranquiliza mucho. —Se puso en pie proyectando su sombra por encima del conriyano muerto y se sacudió el polvo de la falda ornamental que llevaba por encima de sus perneras de malla con una palmada—. Pero supongo que así sucede siempre.

—¿A qué te refieres, Príncipe? —preguntó Xinemus.

—Creemos que las cosas serán más gloriosas de lo que son, y que se desarrollarán de acuerdo con nuestras esperanzas, nuestros deseos… —Destapó su odre y dio un largo trago—. Los nansur tienen una palabra para eso —prosiguió—. «Idealizamos.»

Afirmaciones como aquélla, había descubierto Cnaiür, explicaban en parte el miedo y la adoración que Proyas despertaba en sus hombres, incluidos los que eran nombres por derecho propio, como Gaidekki e Ingiaban. La mezcla de honestidad y lucidez…

Kellhus hacía lo mismo. ¿Verdad?

—¿Qué te parece? —estaba preguntando Proyas—. ¿Qué pasó aquí? —Volvió a montarse al caballo.

—Difícil de decir —respondió Cnaiür, mirando una vez más al muerto.

—Bah —espetó Gaidekki—. Sodhoras no es un idiota. Le superarían en número.

Cnaiür no estaba de acuerdo, pero en lugar de discutir con él, hizo volverse a su montura y espoleó en dirección al risco. El suelo era arenoso, la hierba tenía raíces poco profundas; su montura —un caballo negro conriyano de líneas elegantes— trastabilló en varias ocasiones antes de llegar a la cima. Cnaiür se detuvo y se inclinó sobre la parte delantera de su silla para aliviar un intenso dolor de espalda. Ante él, la otra ladera descendía gradualmente y daba al risco la apariencia del omóplato de un titán. Al norte, las cumbres peladas del espolón Unaras se alzaban rodeadas de bruma. Cnaiür siguió la cresta a escasa distancia, estudiando el suelo pisoteado y contando los muertos. Diecisiete más, desnudos como los demás, con los brazos extendidos y las bocas llenas de moscas. El sonido de Proyas discutiendo con sus Palatinos llegó hasta él.

Proyas no era un idiota, pero su fervor lo hacía impaciente. A pesar de las horas que había pasado escuchando cómo Cnaiür describía los recursos y los métodos de los kianene, a esas alturas todavía no comprendía bien a su enemigo. Sus compatriotas, por otro lado, no comprendían nada en absoluto. Y cuando hombres que sabían poco discutían con hombres que no sabían nada, no cabía ninguna duda de que los temperamentos se caldearían.

Desde los primeros días de la marcha, Cnaiür había albergado numerosas dudas acerca de la Guerra Santa y sus groseros nobles. Hasta entonces, casi todas las medidas que había sugerido en el consejo habían sido desestimadas sumariamente o abiertamente ridiculizadas. ¡Idiotas ladradores!

En muchos sentidos, la Guerra Santa era lo contrario de una hueste scylvendia. El Pueblo admitía pocos seguidores o ninguno. Nada de ostentosos esclavos, ni sacerdotes, ni augures y por supuesto nada de mujeres, que podían ser obtenidas cuando uno surcaba territorio enemigo. Llevaban el poco equipaje que un guerrero y su caballo podían transportar, incluso en las campañas más largas. Si cansaban en exceso a sus amicut y no podían conseguirles forraje, o bien encarnizaban a sus monturas o pasaban hambre. Sus caballos, aunque pequeños, no muy bonitos y relativamente lentos, eran criados en campo abierto, no en establos. El caballo que ahora montaba —un regalo de Proyas— no sólo exigía grano en lugar de forraje, ¡sino grano suficiente para alimentar a tres hombres!

Una locura.

La única cosa por la que Cnaiür no había protestado era la única cosa sobre la que los idiotas insensatos no dejaban de parlotear y preocuparse: la ruptura de la Guerra Santa en contingentes separados. ¿Qué les pasaba a los inrithi? ¿Los hermanos se acostaban con sus hermanas? ¿Pegaban a sus hijos en la cabeza? Cuanto más grande fuera el ejército, más lenta sería su marcha. Cuanto más lenta fuera su marcha, más provisiones consumiría el ejército. ¡Era así de sencillo! El problema no era que la Guerra Santa se hubiera dividido. Es que no había otra opción: Gedea, según todas las fuentes, era un país pobre, apenas cultivado y muy poco poblado. El problema era que lo había hecho sin planificación, sin ideas previas de qué esperar, sin acuerdos en las rutas o comunicaciones seguras.

Pero ¿cómo hacérselo entender? Y debían entenderlo: la supervivencia de la Guerra Santa dependía de eso. Todo dependía de eso.

Cnaiür escupió al suelo, escuchó cómo parloteaban y observó cómo gesticulaban.

Lo único que importaba era asesinar a Anasurimbor Moenghus. Era el peso que mantenía todas las sondas tensas.

«Cualquier indignidad. ¡Cualquier cosa!»

—¡Ingiaban! —gritó Cnaiür. Se asustaron y se sumieron en el silencio—. Regresa a la columna principal y vuelve con al menos cien de tus hombres. A los fanim les gusta sorprender a los que se hacen cargo de los cadáveres.

Como ninguno de los nobles se movió, Cnaiür soltó una maldición y cabalgó ladera abajo. Proyas frunció el ceño cuando se acercó, pero no dijo nada.

«Me está probando.»

—Me da igual si me consideras un impertinente —dijo Cnaiür—. Digo sólo lo que debemos hacer.

—Yo iré —dijo Xinemus, que ya estaba dándole la vuelta a su caballo.

—No —dijo Cnaiür—, irá Ingiaban.

Ingiaban gruñó y pasó los dedos por encima de los gorriones azules bordados en su capa, el símbolo de su casa. Se quedó mirando a Cnaiür.

—De todos los perros que se han atrevido a mearse en mi pierna —dijo—, tú eres el primero que osa apuntar más arriba de mi rodilla. —Estallaron varias carcajadas entre los demás, y el Conde Palatino de Kethantei sonrió amargamente—. Pero antes de que me cambie los pantalones, scylvendio, por favor, dime por qué has decidido mearte en mí.

A Cnaiür aquello no le divirtió.

—Porque tu corte es la más cercana. Porque la vida de tu Príncipe está en juego.

El Palatino de rostro largo empalideció.

—¡Haz lo que te ordena! —gritó Xinemus.

—Ándate con cuidado, Mariscal —le espetó Ingiaban—. Jugar a benjuka con nuestro Príncipe no te hace mejor que yo.

—Lo cual significa, Zin —dijo en broma Gaidekki—, que no debes mearte más arriba de su cintura.

Otro estallido de risas. Ingiaban negó con la cabeza arrepentido. Se detuvo antes de ponerse a cabalgar y señaló con la barbilla cubierta por una barba rectilínea al scylvendio, aunque éste no supo si en señal de reconciliación o de advertencia.

Siguió una incómoda pausa. La sombra de un buitre parpadeó sobre el grupo y Proyas levantó la vista al cielo.

—Bien, Cnaiür —dijo, parpadeando ante la intensidad de la luz—, ¿qué ha pasado aquí? ¿Se vieron en inferioridad numérica?

Cnaiür frunció el entrecejo.

—Se vieron en inferioridad de ideas, no de números.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Proyas.

—Tu primo era un idiota. Estaba acostumbrado a cabalgar con sus hombres en fila, como normalmente hacen los jinetes cuando van por un camino. Se adentraron en esta depresión y empezaron a subir por la ladera en hileras de tres o cuatro. Los kianene los esperaban arriba, con los caballos agachados.

—Les tendieron una emboscada. —Proyas levantó una mano para ver mejor la línea del risco—. ¿Crees que los infieles simplemente se toparon con ellos?

Cnaiür se encogió de hombros.

—Quizá. Quizá no. Como Sodhoras se tenía por un escolta, obviamente no consideró necesario valerse de patrullas de reconocimiento. Los fanim son más astutos. Pudieron haberle seguido un tiempo sin que se diera cuenta y haber pensado que tarde o temprano llegaría aquí. —Hizo volverse a su caballo y señaló el grupo de muertos hinchados que estaban esparcidos en el extremo del risco. Parecían extrañamente en paz, como eunucos dormitando al sol tras el baño—. Pero esto es discutible. Los fanim les atacaron cuando los primeros hombres coronaron el risco, Sodhoras entre ellos.

—¿Cómo diablos —espetó Gaidekki— puedes saber si…?

—Porque los jinetes de más abajo rompieron filas para ir en defensa de sus señores, pero vieron que los fanim ocupaban todo el extremo del risco. Aunque parece inofensiva, esa ladera es traicionera. Arena y grava. Muchos fueron atacados con flechas de cerca mientras sus caballos trastabillaban. Los pocos que llegaron a la cima debieron de hacer mella en los fanim, porque aquí arriba veo más sangre que cadáveres, pero al fin debieron de verse superados por ellos. El resto, unos veinte hombres más serenos pero incorregiblemente valientes, se dieron cuenta de la esterilidad de salvar a su señor y se detuvieron allí, quizá con la intención de atraer a los fanim abajo e infligirles venganza.

Cnaiür miró a Gaidekki, retando al metomentodo Palatino a contradecirle. Pero el hombre estaba estudiando la disposición de los cadáveres, como los demás.

—Los kianene —prosiguió Cnaiür— permanecieron en la cima. Se burlaron de los supervivientes, creo, profanando el cadáver de Sodhora, alguien fue destripado. Después trataron de reducir a vuestros parientes con arcos. Los inrithi que lucharon contra ellos en la cima debieron de ponerles nerviosos, porque no tenían ninguna posibilidad. Sus arcos debieron de tener escaso efecto a esa poca distancia. En algún momento empezaron a disparar a sus caballos, cosa que los kianene normalmente se resisten a hacer. Esto es algo que hay que recordar. Una vez los hombres de Sodhoras se quedaron sin caballos, los kianene se limitaron a cabalgar sobre ellos.

Guerra. Se le erizaron los cabellos de la nuca.

—Desnudaron los cuerpos —añadió— y después se marcharon hacia el sudoeste.

Cnaiür se pasó las manos por los muslos. Esos idiotas le creían, eso era evidente a juzgar por su silencio estupefacto. Antes, ese lugar había sido una reprimenda y un terrible augurio, pero ahora… El misterio hacía que las cosas parecieran titánicas. El conocimiento las empequeñecía.

—¡Dulce Sejenus! —exclamó de repente Gaidekki—. ¡Lee a los muertos como si fueran escrituras!

Proyas frunció el entrecejo.

—Nada de blasfemias, por favor, Palatino. —Se rascó la barba recortada recorriendo con la mirada los cadáveres. Parecía estar asintiendo. Miró a Cnaiür con una expresión astuta.

—¿Cuántos?

—¿Fanim? —El scylvendio se encogió de hombros—. Sesenta. Quizá setenta jinetes con armadura ligera. No más.

—¿Y Saubon? ¿Significa esto que está rodeado?

Cnaiür le miró a los ojos.

—Cuando uno guerrea a pie contra jinetes, está siempre rodeado.

—Así que el bastardo puede que siga vivo —dijo Proyas; su falta de aliento se vio traicionada por un débil temblor en la voz. La Guerra Santa podría sobrevivir a la pérdida de una nación, pero ¿de tres? Saubon había arriesgado algo más que su vida en esa apuesta precipitada, mucho más, razón por la que Proyas, ante las protestas de Conphas, había ordenado a su pueblo que marchara. Quizá cuatro naciones podrían imponerse allí donde no lo habían hecho tres.

—Por lo que sabemos —dijo Xinemus— el bastardo galeoth puede que tuviera razón. Podría estar desplegándose por Gedea mientras nosotros hablamos, persiguiendo a los integrantes de las escaramuzas en dirección al mar.

—No —dijo Cnaiür—. Está en grave peligro. Skauras se ha reunido en Gedea. Os espera con todo su poder.

—¿Y cómo puedes saber eso? —gritó Gaidekki.

—Porque los fanim que mataron a tus parientes asumieron un gran riesgo.

Proyas asintió, con los ojos estrechos y apesadumbrados a la vez.

—Atacaron a una fuerza más grande y mejor armada. Esto significa que estaban obedeciendo órdenes, órdenes estrictas, de no permitir ninguna comunicación entre contingentes aislados.

Cnaiür bajó la cabeza como muestra de deferencia, no hacia el hombre, sino hacia la verdad. Finalmente, Nersei Proyas estaba empezando a entender. Skauras había estado observando, estudiando la Guerra Santa desde mucho antes de su partida de las murallas de Momemn. Conocía todas sus debilidades… Conocimiento. Todo se reducía al conocimiento.

Moenghus se lo había enseñado.

—La guerra es intelecto —dijo el caudillo scylvendio—. Mientras tú y tu gente insistáis en librarla con los corazones, estáis condenados.

¡Akiera im Val! —gritaron un millar de gargantas galeoth—. ¡Akirea im Val pa Valsa! Gloria al Dios. Gloria al Dios de Dioses.

Sacado de repente de su ensoñación, Coithus Saubon miró la inmensa e irregular columna que era su ejército en busca de algún rastro de Kussalt, su mozo de cuadra, que se había adelantado para recibir a las patrullas de reconocimiento. Se mordisqueó los nudillos callosos como hacía siempre que estaba nervioso. «Por favor —pensó—. Por favor…»

Pero no hubo ningún rastro.

Sacándose el casco y la toca, se pasó los dedos por el pelo corto y rubio otoñal y se secó el sudor que le seguía escociendo en los ojos. Iba sentado a horcajadas sobre su caballo, sólo en un promontorio que dominaba un pequeño pero caudaloso río que no aparecía en ninguno de sus rudimentarios mapas. Por suerte, el río era vadeable, aunque no sin dificultad. Ya se había cobrado cuatro carros y una vida, así como varias horas preciosas; el valle se estaba congestionando cada vez más a medida que los hombres y los víveres se acumulaban al otro lado del vado. En el extremo más lejano, guerreros y seguidores por igual trataban de secarse las piernas y después se dispersaban, algunos siguiendo la orilla para rellenar sus odres o, como Saubon percibió con pesar, para pescar. Otros seguían caminando trabajosamente, con los rostros bovinos de cansancio y los paquetes balanceándose entre picas y lanzas.

Al sur, los inmensos riscos que habían oscurecido su vista daban paso al valle del río, revelando los brumosos contornos de lo que estaba por venir. Allí, tras las escarpadas colinas, lo veía: una amplia llanura, azul a causa de la distancia, extendiéndose hasta el horizonte. Las llanuras de Mengedda. La legendaria Llanura de la Batalla.

Se le tensó el pecho. Pensó en su primo mayor, Tharschilka, cuyos huesos se desmoronaron junto a los de Calmemunis en la Guerra Santa Vulgar entre aquellas hierbas lejanas. Pensó en el Príncipe Kellhus…

«Esta tierra es mía. ¡Me pertenece! ¡Debo!»

Marcharon durante una semana entera por el desfiladero de las Puertas Southron, después por un camino ceneiano destruido que terminaba inexplicablemente en un barranco. Allí él y Gothyelk —¡viejo bastardo testarudo!— discutieron, incluso llegaron a las manos para decidir en qué dirección seguían. La joya de Gedea, si así se la podía llamar, era la ciudad de Hinnereth, al sudeste, en la costa del Meneanor. Saubon quería la ciudad para él, sin duda, pero la Guerra Santa necesitaba asegurar su flanco mientras seguían hacia el sur. Para el gran Hoga Gothyelk, en todo caso, Gedea era algo que debían cruzar, no conquistar. El idiota hablaba como si las tierras entre la Guerra Santa y Shimeh no fueran más que un paso en el caminar de un hombre. Se gritaron el uno al otro hasta bien entrada la noche; Gotian trataba una y otra vez de encontrar algún punto en común, y Skaiyelt dormitaba en un rincón, simulando de vez en cuando escuchar a su intérprete. Al final, decidieron separarse. Gotian, que como todos los nobles nansur había recibido una educación militar, decidió continuar hacia Hinnereth; al menos él no era un idiota. Nadie supo qué se proponía Skaiyelt hasta el día siguiente, cuando se dirigió hacia el sur con Gothyelk y sus tydonnios.

Hasta nunca, pensó Saubon.

En ese momento, todavía creía que Skauras deseaba Gedea.

«Marcha», le había dicho el Príncipe de Atrithau aquella noche en las montañas. «La zorra será amable contigo. Sólo debes asegurarte de que los Caballeros Shriah son castigados.»

Nunca en su vida se había obsesionado tanto Saubon con tan pocas palabras. Le habían parecido perfectamente claras en ese momento. Pero como esas inquietantes y antiguas estatuas nohombres que parecían benevolentes o maliciosas, divinas o demoníacas dependiendo del lugar desde el que uno las mirara, su significado se transformaba cada día. ¿Había confirmado sus creencias el Príncipe Kellhus? Los Dioses se lo habían asegurado, por supuesto, y como avaros que eran, habían especificado sus términos. Pero no habían dicho que Skauras anhelaba Gedea. Más bien habían sugerido lo contrario.

Batalla. Sugirieron batalla. ¿Cómo si no iba él a castigar a los Caballeros Shriah?

¡Akirea im Val! ¡Akirea im Val!

Saubon bajó la mirada un instante y después siguió escudriñando el horizonte septentrional, la Llanura de la Batalla. Plana, oscura y azul, parecía más un océano que una gran superficie de tierra, como algo que podía tragarse naciones enteras.

Skauras no había renunciado a Gedea. Lo percibía como plomo en el vientre y los huesos. Esa convicción, que le había sobrevenido con fuerza en el transcurso de su contienda con Gothyelk, había llenado de terror a Saubon, tanto que se había negado a aceptarlo. Se lo habían asegurado los Dioses, ¡los Dioses! ¿Qué importaba si él marchaba con Gothyelk y sus tydonnios o no? La Zorra sería amable con él. ¡Gedea sería suya!

Así se lo repitió.

Después, de la nada, una voz interior susurró: «Quizá el Príncipe Kellhus es un fraude…».

Ésa era la locura de las cosas —¡la perversidad!—. Que un pensamiento, un pequeño movimiento del alma, pudiera invalidar tantas cosas. Si antes sólo necesitaba recolectar el futuro como un recaudador de impuestos, ahora lanzaba fichas numeradas contra la inmensa negrura, ¡por miles de vidas, nada menos! Quizá, por toda la Guerra Santa.

Un pensamiento. Tan débil era el equilibrio entre el alma y el mundo.

Le sobrevino el pavor, amenazándole con la desesperación. Por la noche, lloraba en el secretismo de su tienda. ¿No era ésta siempre la manera? ¿Acaso los Dioses no le hostigaban, le frustraban y le humillaban? Primero el hecho de su nacimiento: ¡ser la primera alma en el cuerpo del séptimo hijo! Después, su padre, que le castigaba más allá de toda lógica, que le pegaba por tener su fuego, ¡su astucia! Después, hacía unos años, las guerras contra el Nansurium. ¡A escasas millas! ¡Tan cerca que podía ver la mancha del humo de Momemn en el horizonte! ¡Sólo para tener que soportar a Ikurei Conphas, para ser vencido por un mocoso!

Y ahora esto.

¿Por qué? ¿Por qué le había engañado? ¿No había dado él? ¿No había observado sus ridículas leyes, saciado su obscena sed de sangre?

Y el día anterior, tanto Athjeari como Wanhail, a los que Saubon había ordenado que reconocieran el terreno y aseguraran el paso antes de la llegada del cuerpo principal, habían visto grandes partidas de jinetes infieles.

—De muchos colores, con sombreros muy delgados flotando al viento —había dicho Wanhail, Conde de Kurigald, en el consejo nocturno. A pesar de su edad y estatura similares, Wanhail siempre le parecía a Saubon uno de esos hombres colocados en un lugar muy lejano al que por naturaleza les correspondería por casualidades de su nacimiento: un payaso de taberna con la vestimenta de un noble—. Peores que los ainonios, incluso. ¡Como una tropa de malditos bailarines!

Se produjo un coro de risas.

—Pero rápida —añadió Athjeari con la mirada fija en la hoguera—. Muy rápida. —Cuando miró a los demás, tenía la expresión rígida, con los ojos de larcas pestañas serenos—. Cuando les dimos persecución, nos ganaron distancia con facilidad. —Se detuvo para que los condes y barones digirieran la importancia de aquello—. ¡Y sus arcos! Nunca los he visto iguales. Podían apuntar y disparar mientras cabalgaban, ¡disparar hacia atrás a sus perseguidores!

Aquello no impresionó a los señores de la guerra allí reunidos: los nobles inrithi, norsirai o ketiay consideraban los arcos innobles y poco viriles. Por lo que respectaba a los avistamientos, la opinión general fue que significaban poco.

—¡Por supuesto que nos siguen de cerca! —afirmó Wanhail—. ¡Lo raro es que no hayamos visto a esos arqueros de tres al cuarto antes!

Hasta Gotian estuvo de acuerdo, aunque mantuvo un poco más las formas.

—Si Skauras quería pelear por Gedea —dijo— entonces habría defendido los pasos, ¿no?

Sólo Athjeari disintió. Después, llevó a Saubon a un rincón y le murmuró:

—Aquí falta algo, tío.

Y sí, faltaba algo, aunque Saubon no dijo nada en ese momento. Hacía mucho tiempo que había aprendido a suspender su juicio en compañía de sus comandantes, especialmente en situaciones en las que su autoridad no estaba clara. A pesar de que podía contar con muchos hombres, la mayoría parientes o veteranos de sus antiguas campañas, en realidad él era solamente la cabeza visible del contingente galeoth, un hecho que con frecuencia recordaban los muchísimos nobles que se pasaban el día retozando en las colinas, cazando o haciendo negocios. La deferencia debida por los condes a un príncipe sin tierra era en buena medida ceremonial; todas sus órdenes, parecía, debían encontrarse con la resistencia de orgullos y caprichos.

Así que simuló deliberar, escondió la certeza que tanto le pesaba. Escondió la verdad.

Estaban solos, unos cuarenta o cincuenta mil galeoth y menos de once mil Caballeros Shriah, por no mencionar los incontables miles que les seguían, varados en territorio extranjero, deambulando bajo las garras de un enemigo despiadado, astuto y resuelto. Gothyelk y sus tydonnios estaban perdidos. Proyas y Conphas seguían acampados en Asgilioch. Si las estimaciones de la fuerza de Skauras que había hecho Conphas eran dignas de confianza, estaban en clara inferioridad numérica, y Gotian insistía en que lo eran. No tenían disciplina ni un líder real. Y no tenían hechiceros. Ni Chapiteles Escarlatas.

«Pero dijo que la Zorra sería amable… ¡Lo dijo!»

Saubon se quedó perplejo ante el coro de voces que seguían reverberando más abajo. «¡Akirea im Val!» Normalmente, lo que caracterizaba a la marcha era una mezcla de gritos, cánticos e himnos. Algo les había incitado. Una vez mas, Saubon miró entre el polvo y los hombres apiñados, buscando algún rastro de su mozo de cuadra. Tenía que ser Kussalt.

«Por favor…»

¡Allí! Cabalgando con un pequeño grupo de jinetes. Saubon soltó un suspiro profundo y estremecedor y observó cómo pasaban a través de una pantalla de hombres armados que les jaleaban —agmundr a juzgar por sus escudos en forma de lágrima— antes de ascender por la pendiente de grava para reunirse con él. Su alivio no tardó en evaporarse. Llevaban lanzas. Lanzas coronadas por cabezas cortadas.

¡Akirea im Val pa Valsa!

Saubon apretó el puño y se golpeó el muslo, que llevaba cubierto de malla. Con el pulgar y el índice se quitó la imagen del Príncipe Kellhus de los ojos.

«Nadie te conoce…»

¡Lanzas! ¡Llevaban lanzas! Una recompensa tradicional utilizada por los caballeros galeoth para advertir a sus superiores de la inminencia de la batalla.

—¿De Athjeari? —gritó cuando el caballo de Kussalt alcanzó la cima.

El viejo mozo de cuadra frunció el entrecejo como diciendo: «¿De quién si no?». Todo en aquel hombre era anodino: su malla, su viejo y abollado casco, hasta el León Rojo sobre Azul de su capa, que le identificaba como miembro de la Casa Coithus. Anodino y peligroso. A Kussalt no le importaba lo más mínimo su aspecto, y aquello le hacía parecer todavía más formidable. Había mucha violencia en aquella cara entrecana. El único hombre que Saubon había conocido con los ojos tan implacables como los de Kussalt era el Príncipe Kellhus.

—¿Qué dice? —gritó Saubon.

El viejo mozo de cuadra arrojó la lanza antes de detener a su caballo. Saubon la cogió casi demasiado tarde. Se encontró cara a cara con la cabeza cortada clavada en la punta. Piel negra pálida y sin sangre. Las trenzas de su perilla colgando. Un noble kianene con el aspecto correoso de las cosas muertas dejadas demasiado tiempo al sol. A pesar de ello, parecía estar mirándole, fláccido y con los párpados cansados, como un hombre que va a escupir su semilla.

Su enemigo.

—Guerra y manzanas —dijo Kussalt—. Dijo: «Guerra y manzanas». —«Manzanas» era la palabra que los galeoth utilizaban para referirse a las cabezas decapitadas. Hacía mucho, mucho tiempo, le había contado un profesor a Saubon, los galeoth las guisaban y las rellenaban, como los thunyerios.

Los otros llegaron con gran estruendo a la cima, jaleándole. Gotian con su segundo, Sarcellus. Anfirig, el Conde de Gesindal, con su mozo de cuadra. Varios barones representantes de distintas casas. Y cuatro o cinco adolescentes barbilampiños preparados para portar mensajes. Con la excepción de Kussalt y Gotian, todos tenían un aspecto entre la desesperación y la exasperación.

La discusión subsiguiente fue tan acalorada como todas las que había soportado Saubon desde que se había separado de Gothyelk. Al parecer, Athjeari y Wanhail habían estado enzarzados en batallas al galope desde primera hora de la mañana. Athjeari en particular, dijo Kussalt, estaba convencido de que Skauras había establecido su base cerca de allí, muy probablemente en las llanuras de Mengedda.

—Cree que el Sapatishah está tratando de ralentizarnos con las escaramuzas para que no lleguemos a la Llanura de la Batalla hasta que esté preparado.

Pero Gotian no se mostró de acuerdo e insistió en que Skauras estaba preparado desde hacía mucho tiempo, en que estaba tratando de hacerles morder el anzuelo.

—Sabe que vuestra gente es impetuosa, que la perspectiva de una batalla hará que se echen a correr.

Cuando Anfirig y los demás empezaron a protestar, el Gran Maestro gritó: «¿No lo veis? ¿No lo veis?», una y otra vez, hasta que todo el mundo, incluido Saubon, se calló.

—¡Quiere que le respondáis lo antes posible en terreno favorable! Lo antes posible.

—¿Y? —preguntó Anfirig con desdén.

Directa o indirectamente, Gotian les estaba ilustrando sobre la astucia y la ferocidad de los fanim. En consecuencia, muchos galeoth consideraron que tenía miedo de los infieles, creyeron que era cobarde, cuando lo que realmente temía, supo Saubon, era la insensatez de sus aliados norsirai.

—¡Quizá sabe algo que nosotros no sabemos! ¡Algo que le obliga a enfrentarse con nosotros rápidamente!

Estas palabras dejaron a Saubon sin aliento.

—Si Gedea es un país doblegado —dijo inexpresivamente—, entonces la Llanura de la Batalla sería el medio más rápido de cruzarla. —Miró a Gotian, que asintió precavidamente.

—Lo que significa… —empezó Anfirig.

—¡Piensa! —exclamó Saubon—. ¡Piensa, Anfi, piensa! ¡Gothyelk! Si Gothyelk quiere cruzar Gedea lo más rápido posible, ¿qué camino tomará?

El Conde de Gesindal no era un idiota, pero tampoco un prodigio. Bajó su cabeza canosa y leonina para concentrarse y después dijo:

—Estás diciendo que está cerca, que los tydonnios y los thunyerios han estado en paralelo a nosotros todo este tiempo, dirigiéndose hacia la Llanura de la Batalla como nosotros. —Cuando alzó la mirada, tenía los ojos refulgentes de renuente admiración. Saubon sabía que, como amigo de su hermano mayor, Anfirig, siempre le había mirado como el niño al que había hecho rabiar constantemente en su juventud.

—¿Estás diciendo que el Sapatishah está tratando de impedir que nos unamos a Gothyelk?

—Exactamente —respondió Saubon. Miró de soslayo a Gotian una vez más, y se dio cuenta de que el Gran Maestro le había dado esta percepción. «Quiere que lidere. Confía en mí.»

Pero aquel hombre no le conocía. Nadie le conocía. Nadie…

«¡Qué son esos pensamientos!»

Con la excepción de los ainonios, los tydonnios conformaban el mayor contingente de la Guerra Santa, unos setenta mil hombres endurecidos. Añádase a eso los veinte mil hombres con instinto asesino de Skaiyelt, y poseían casi toda la fuerza del Medio Norte. ¡El mayor ejército norsirai desde la caída del Antiguo Norte!

«Ah, Skauras, mi amigo infiel…»

De repente, la cabeza decapitada clavada en la lanza dejó de parecer una reprimenda, un tótem de su muerte; parecía una señal, el humo que prometía un fuego purificador. Con una certeza inexplicable, Saubon se dio cuenta de que Skauras tenía miedo.

Y hacía bien en tenerlo.

Sus dudas se esfumaron, y la vieja excitación recorrió sus venas como licor, una sensación que siempre había atribuido a Gilgaol, la Guerra de Un Ojo.

«La Zorra será amable contigo.»

Saubon arrojó la lanza y su espeluznante trofeo a Kussalt y se puso a ladrar órdenes; mandó a diversos mensajeros a informar a Athjeari y Wanhail de la situación, encomendó a Anfirig que intentara localizar a Gothyelk y ordenó a Gotian que mandara a sus caballeros desde el otro extremo de la columna exigiendo circunspección y disciplina.

—Seguiremos en las colinas hasta que Gothyelk se reúna con nosotros —declaró—. Si Skauras desea echarse sobre nosotros, ¡que pelee a pie o romperemos un millar de cuellos!

De repente, se encontró a solas con Kussalk. Los oídos le zumbaban y tenía el rostro enrojecido.

Estaba sucediendo, percibió. Estaba empezando. Después de años y meses, la afeminada guerra de palabras al fin había terminado y estaba empezando la guerra de verdad. Los otros, como Proyas, habían deseado desenmarañar el carácter «santo» de la «Guerra Santa» de los nudos del Emperador. Pero no Saubon. La «guerra» era lo que realmente le importaba. Al menos eso es lo que se dijo a sí mismo.

Y no sólo estaba sucediendo, estaba sucediendo tal como el Príncipe Kellhus había dicho que sucedería.

«Nadie me conoce. Nadie.»

Echó un vistazo a las cada vez más lejanas figuras de Gotian y Sarcellus mientras descendían por la ladera. La idea de sacrificarlos —como el Príncipe Kellhus, o los Dioses, le exigían— de repente mortificó su corazón.

«Castigarles. Debes asegurarte de que los Caballeros Shriah son castigados.»

Algo frío se apoderó de su garganta, y el Dios huyó con la misma rapidez con la que Gilgaol le había poseído.

—¿Sucede algo, mi señor? —preguntó Kussalt. Era asombroso el modo en que aquel hombre podía intuir su humor. Pero claro, siempre había estado allí. El primer recuerdo de infancia de Saubon era Kussalt cogiéndolo en brazos y corriendo por las galerías de Moraor tras una avispa que casi le había asfixiado.

Sin darse cuenta, Saubon volvió a morderse los nudillos.

—¿Kussalt?

—¿Sí?

Saubon dudó, por primera vez se sorprendió mirando hacia el sur, hacia la Llanura de la Batalla.

—Necesito un ejemplar de El tratado… Necesito buscar… una cosa.

—¿Qué necesitas saber? —preguntó el viejo mozo de cuadra, con la voz estremecida pero curiosamente tierna a la vez.

Saubon le miró.

—Qué diablos…

—Sólo lo pregunto porque yo siempre llevo conmigo un ejemplar de El tratado. —Se había llevado la agrietada mano al pecho mientras hablaba; se puso la palma de la mano sobre el corazón—. Aquí.

Se lo había aprendido de memoria, pensó Saubon. Por alguna razón, aquello lo hizo estremecer hasta el punto de marearse. Siempre había sabido que Kussalt era pío, pero a pesar de ello…

—Kussalt… —empezó, pero no se le ocurrió qué decir.

Esos viejos e implacables ojos parpadearon, nada más.

—Necesito —dijo Saubon finalmente—. Necesito saber qué dice el Ultimo Profeta acerca del sacrificio.

Las pobladas cejas blancas del mozo de cuadra se unieron.

—Muchas cosas. Muchas cosas. No comprendo.

—Lo que los Dioses exigen. ¿Está bien porque lo exigen ellos?

—No —dijo Kussalt con el ceño todavía fruncido.

Por alguna razón, la seguridad inmediata de esa respuesta le enardeció. ¿Qué sabía ese viejo idiota?

—No me crees —dijo Kussalt, con la voz pastosa de cansancio—. Pero es la gloria de Inri Sej…

—Basta de charla —espetó Coithus Saubon. Miró la cabeza cortada, la manzana, y vio el brillo de un diente de oro entre los labios fláccidos y agrietados. Así que aquél era su enemigo. Desenvainando la espada, la sacó de la lanza, y ésta del puño de Kussalt.

—¡Creo en lo que necesito creer! —gritó.