4

Asgilioch

Ninguna decisión es tan buena como para no atarnos a sus consecuencias.

Ninguna consecuencia es tan inesperada como para absolvernos de nuestras decisiones.

Ni siquiera la muerte.

Xius, Los dramas trucianos

Parece raro recordar esos acontecimientos, como despertar para descubrir que había eludido por poco una caída fatal en la oscuridad. Cuando pienso en ello, no deja de sorprenderme que siga con vida, y no deja de horrorizarme seguir viajando de noche.

Drusas Achamian, El compendio de la Primera Guerra Santa

Principios de verano, año del Colmillo 4111, fortaleza de Asgilioch

Achamian y Esmenet se despertaron abrazados, avergonzados por los recuerdos de la noche anterior. Se mantuvieron cogidos con fuerza para disipar sus miedos; después, mientras el campamento circundante empezaba a cobrar vida, hicieron el amor con una urgencia muda. Más tarde, Esmenet se sumió en el silencio y apartaba la mirada cada vez que Achamian buscaba sus ojos. Al principio, él se sintió desconcertado y enojado por ese repentino cambio de humor, pero después se dio cuenta de que Esmenet tenía miedo. La noche anterior había compartido la tienda de Achamian. Aquel día, compartiría a sus amigos, su quehacer diario, su vida.

—No te preocupes —le dijo él, mirándole a los ojos mientras ella se ponía patosamente su hasas—. Soy mucho más cauteloso cuando se trata de mis amigos.

El entrecejo fruncido de Esmenet desplazó el terror de sus ojos.

—¿Más cauteloso que cuándo?

Él le guiñó el ojo.

—Que cuando se trata de mis mujeres.

Ella bajó la mirada, sonriendo y negando con la cabeza. Achamian oyó que murmuraba alguna maldición. Mientras él salía agachado de la tienda, ella le dio un pellizco en el culo que le hizo aullar.

Pasándole el brazo por la cintura, Achamian llevó a Esmenet ante Xinemus, que estaba charlando con Dinch el Sangriento. Cuando la presentó, Xinemus se limitó a ofrecerle un somero saludo y después señaló una nube de humo apenas visible sobre el horizonte oriental. Los fanim, les explicó, se habían infiltrado en las montañas y se habían dirigido a las tierras altas. Al parecer, una gran aldea, un lugar llamado Tusam, había sido tomado por sorpresa durante la noche y reducido a cenizas. Proyas quería echar un vistazo en persona a la devastación junto a sus oficiales de alto rango.

El Mariscal les dejó vociferando órdenes a sus hombres. Achamian y Esmenet se retiraron junto al fuego y se sentaron sin mediar palabra, observando cómo largas hileras de jinetes attrempianos desfilaban por callejones en los confines del campamento. Achamian percibía la aprensión de Esmenet, la certeza de que ella le avergonzaría, pero no podía encontrar palabras para hacerle reír o reconfortarla. Sólo podía observar lo mismo que ella observaba sintiéndose excluido como los esclavos y los tullidos.

Kellhus se unió a ellos, mirando como Xinemus el horizonte oriental.

—Pues bien, así empieza —dijo.

—¿Qué empieza? —preguntó Achamian.

—El derramamiento de sangre.

Con un ademán un tanto tímido, Achamian le presentó a Esmenet. Él se estremeció para sus adentros ante la frialdad del tono y la expresión de aquella mujer, ante el moratón todavía visible en su mejilla. Pero Kellhus, si se dio cuenta, pareció no inmutarse.

—Alguien nuevo —dijo, sonriendo cálidamente—. Y no lleva barba ni tiene mala cara.

—Pero… —añadió Achamian.

—Yo nunca tengo mala cara —dijo Esmenet protestando en tono burlón.

Se rieron, y después la hostilidad de Esmenet pareció desvanecerse.

Serwe llegó poco después, todavía envuelta en sus mantas. Al principio, pareció mirar a Esmenet con algo entre el asombro y el terror; más bien con lo segundo al ver a Esmenet hablando y no solamente escuchando a los hombres. A Achamian aquello le resultó perturbador, pero siguió convencido de que se harían amigas, aunque sólo fuera para encontrar un respiro del clamor masculino que caracterizaba las noches junto a la hoguera.

Por alguna razón, el campamento le pareció opresivo y le era imposible permanecer sentado, así que sugirió que se dirigieran a pie hacia las montañas. Kellhus se mostró de acuerdo inmediatamente, diciendo que todavía no había visto la Guerra Santa desde lejos.

—Nada se comprende —dijo— hasta que se observa desde las alturas.

Serwe, que con tanta frecuencia era dejada de lado durante el día, se alegró casi demasiado ostensiblemente de unirse a ellos. Esmenet pareció feliz con sólo ir de la mano de Achamian.

Las robustas montañas del espolón Unaras se erigían en su inmensidad contra los cielos azules, curvándose como una hilera de viejas muelas hacia el horizonte. Buscaron durante toda la mañana un mirador que les permitiera ver la Guerra Santa al completo, pero la sucesión de laderas les confundió, y cuanto más andaban, más parecía que sólo podían ver las afueras del vasto campamento enturbiado por el humo de innumerables hogueras. Se toparon con varias patrullas montadas, que les advirtieron de los grupos de avanzadilla fanim. Una partida de jinetes conriyanos liderados por uno de los parientes de Xinemus insistió en proveerles de escolta armada, pero Kellhus les ordenó que les dejaran invocando su estatus de Príncipe inrithi.

Cuando Esmenet preguntó si aquello era lo más sensato dado el peligro que corrían, Kellhus se limitó a decir:

—Estamos en compañía de un Maestro del Mandato.

Así era, pensó ella, pero aquella charla acerca de los infieles la había puesto nerviosa, le había recordado que la Guerra Santa no marchaba contra una abstracción. Se sorprendió mirando hacia el este con cada vez mayor frecuencia, como si esperara que las cumbres que escalaban revelaran los restos en llamas de Tusam.

¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que había estado sentada en su ventana de Sumna? ¿Cuánto tiempo hacía que caminaba?

Caminar. Las prostitutas de ciudad llamaban a las que seguían las Columnas peneditari, «las que mucho caminan», una palabra que con frecuencia se convertía en pembeditari, «las que infectan», porque muchas creían que las prostitutas que seguían a los acampados eran portadoras de numerosas enfermedades infecciosas. Dependiendo de a quién se le preguntara, las peneditari eran mujeres mundanas y por lo tanto admirables cortesanas de casta noble o bien mujeres contaminadas y por lo tanto tan despreciables como las putas–pedigüeñas que se acostaban con leprosos. La verdad, según descubriría Esmenet, estaba en algún lugar entre los dos extremos.

Pero lo cierto es que ella se sentía como una peneditari. Nunca había caminado tanto, hasta tan lejos. Hasta por la noche, que pasaba tumbada de espaldas o arrodillada, le parecía estar caminando, siguiendo un gran ejército de pollas caprichosas y ojos acusadores. Nunca había complacido a tantos hombres. Sus espectros todavía se movían penosamente sobre ella cuando se despertaba por la mañana. Ella reunía sus cosas, se unía a la marcha, y todo aquello le hacía tener la sensación de que huía en lugar de seguir.

Pero a pesar de todo, reservaba una parte de su tiempo a hacerse preguntas, a aprender. Estudió la naturaleza cambiante del paisaje que atravesaban. Observó cómo su piel se oscurecía, cómo su estómago se alisaba, cómo sus piernas se musculaban. Aprendió los rudimentos del galeoth, lo suficiente para impresionar y hacer las delicias de sus clientes. Aprendió a nadar observando a niños que se agitaban en un canal. Estar rodeada de agua fresca. ¡Flotar!

Ser limpiada de una vez por todas.

Pero cada noche sucedía lo mismo. La bofetada de pálidas entrepiernas, la presión de brazos bronceados, las amenazas, las discusiones, incluso las bromas que ella y las otras prostitutas compartían junto al fuego. Esas cosas, le parecía, la halagaban, la amoldaban a golpes a una mentalidad en la que nunca hubiera encajado en su anterior vida. Como nunca antes, soñaba con caras, lascivas y peludas.

Entonces, justo la noche anterior, había oído a alguien que gritaba su nombre. Se dio la vuelta, tal vez sorprendida, pero también incrédula, pensando en que no había oído bien. Entonces vio a Achamian, ostentosamente borracho, pegándose con un thunyerio obeso.

Trató de huir, pero no podía moverse. Sólo podía mirar, sin aliento, mientras el guerrero lo arrojaba al suelo. Ella gritó cuando la bota descendió, pero aun así no pudo moverse. Sólo cuando él logró ponerse de rodillas sollozando gritó su nombre.

Esmenet corrió hacia él, ¿qué otra opción tenía? En todo el mundo, sólo él la tenía a ella, ¡a ella! La ira que creía que sentiría no aparecía por ninguna parte. Su tacto, su olor, habían arrancado de ella una vulnerabilidad casi peligrosa, una sensación de sumisión diferente a cualquier otra que ella conociera. Y era buena. ¡Dulce Sejenus, era buena! Como el pequeño círculo del abrazo de un niño, o el sabor de la carne aderezada con pimienta después de un largo período de hambre. Era como flotar en unas aguas frescas, limpiadoras.

Nada de cargas, sólo una luz solar resplandeciendo y extremidades moviéndose lentamente, el olor de verde…

Ahora ya no era una peneditari; ella era lo que los galeoth llamaban «im hustwarra», una esposa de campamento. Ahora, finalmente, pertenecía a Drusas Achamian. Finalmente estaba limpia.

«Podría ir al templo», pensó.

Esmenet no le había contado nada de Sarcellus, nada de aquella loca noche en Sumna, nada de lo que ella sospechaba con respecto a Inrau. Parecía que hablar de una de esas cosas la obligaría a hablar de las demás. En lugar de eso, dijo que se había marchado de Sumna por el amor que sentía por él, y que se había unido al campamento después de que él la hubiera repudiado a las afueras de Momemn.

¿Qué podía hacer? ¿Arriesgarlo todo ahora que se habían encontrado? Además, ella se había marchado de Sumna por él; se había unido a los seguidores del campamento por él. El silencio no contradecía la verdad.

Quizá si él hubiera sido el mismo Achamian que la había abandonado en Sumna…

Achamian siempre había sido… débil, pero era una debilidad surgida de la honestidad. Allí donde los demás hombres eran silenciosos y distantes, él hablaba, y eso le daba a él una curiosa forma de fortaleza, que le hacía distinto de casi todos los hombres que Esmenet había conocido, y de muchas mujeres también. Pero él era distinto ahora. Estaba más desesperado.

En Sumna, Esmenet con frecuencia le acusaba de parecerse a los chiflados del mercado Ecosiumo, que no dejaban de berrear acerca de la maldad y la condenación. Cuando pasaban junto a uno de ellos, ella decía: «Mira, otro de tus amigos», del mismo modo que él decía: «Mira, otro de tus clientes», cuando veían a un hombre muy obeso. Ahora, ella no se atrevería. Achamian seguía siendo Achamian, pero había adquirido la misma expresión hueca, decadente, de esos locos, la misma mirada caída, como si estuviera perpetuamente mirando un horror que se paseaba entre lo que el resto de la gente podía ver.

Lo que él decía la aterrorizaba, por supuesto —¿cómo no iba a creerle?— pero lo que la aterrorizaba todavía más era el modo en que lo decía: la intrincada y errática risa, la maliciosa vehemencia, el infinito remordimiento.

Achamian se estaba volviendo loco. Esmenet estaba convencida de ello. Pero también comprendía que no se trataba del descubrimiento del Consulto, ni siquiera de la certeza del Segundo Apocalipsis, lo que estaba acabando con él era ese hombre… ese tal Anasurimbor Kellhus.

¡Menudo idiota testarudo! ¿Por qué no lo entregaba al Mandato? Si Achamian no hubiera sido un hechicero, Esmenet habría dicho que había sido hechizado. Ningún argumento le hacía entrar en razón. ¡Ninguno!

Según Achamian, las mujeres no tenían instinto para los principios. Para ellas todo era corpóreo… ¿Cómo lo había dicho él? Ah, sí, que en el caso de las mujeres la existencia precedía a la esencia. Por naturaleza, los caminos recorridos por sus almas corrían en paralelo a los exigidos por los principios. El alma femenina era más flexible, más compasiva, más protectora que la masculina. En consecuencia, los principios eran algo más difícil de ver para ellas, como un bastón entre los matotrales, razón por la cual las mujeres tendían más a confundir el egoísmo con el decoro. Cosa que, al parecer, era lo que ella estaba haciendo.

Pero para los hombres, cuyas inclinaciones eran tan extremas y tan violentas, los principios eran una carga constante, un yugo que les obligaba a caminar penosamente o les dejaba fuera del camino. A diferencia de los hombres, las mujeres siempre podían ver lo que debían hacer, porque difería drásticamente de lo que querían hacer.

Al principio, Esmenet estuvo a punto de creerle. ¿Cómo si no iba a explicar la predisposición de Achamian para poner en riesgo su amor?

Pero después se dio cuenta de que era el principio lo que la mortificaba, no la confusión entre la esperanza y la piedad propia de las mujeres cortas de entendederas. ¿Acaso ella no se había entregado a él? ¿Acaso ella no había renunciado a su vida, a su talento?

¿Acaso ella no había cedido finalmente?

¿Y qué era lo que ella le pedía a él que cediera a cambio? Un hombre que había conocido durante poco más que unas semanas, ¡un desconocido! Un hombre, además, al que de acuerdo con sus principios debía rendirse. «¡Quizá tu alma sea la de una mujer!», quería gritar. Pero por alguna razón, no podía. Si los hombres debían ahorrarle el mundo a las mujeres, entonces las mujeres debían ahorrarle a los hombres la verdad, como si cada uno de ellos fuera eternamente una mitad del mismo niño indefenso.

Esmenet se detuvo para respirar, observó cómo Achamian y Kellhus intercambiaban algún comentario, algo inaudible y festivo. Achamian se rió a carcajadas. «Debo mostrárselo. De alguna manera, ¡debo mostrárselo!»

Incluso cuando una flotaba, siempre había una corriente…

Siempre algo contra lo que luchar.

Serwe caminaba a su lado y de vez en cuando le dedicaba una mirada nerviosa. Esmenet no dijo nada, aunque sabía que la chica quería hablar. Parecía inofensiva, dadas las circunstancias. Era una de esas infrecuentes mujeres que nunca podían ser desfloradas, nunca despojadas. Si hubiera sido otra prostituta en Sumna, Esmenet la habría despreciado en secreto. Se habría sentido ofendida por su belleza, por su juventud, por su cabello rubio y su pálida piel, pero sobre todo se habría sentido ofendida por su perpetua vulnerabilidad.

—Akka ha… —dijo la chica. Se sonrojó y bajó la mirada a sus pies—. Achamian ha estado enseñando a Kellhus cosas maravillosas, ¡maravillosas!

Hasta tenía un acento entrañable. El resentimiento siempre había sido el licor de las rameras.

Con la mirada perdida en algún punto del horizonte meridional, Esmenet dijo:

—Sí, ¿verdad?

Quizá aquél era el problema. Achamian le había ofrecido a Kellhus el santuario de su instrucción antes de conocer la existencia de los espías–piel del Consulto, es decir, antes de saber con certeza que aquel hombre era el Heraldo, si es que en realidad era el Heraldo. Quizá aquél era el oscuro principio al que Achamian había hecho referencia, el vínculo… Kellhus era su alumno, como Proyas o Inrau.

La idea hizo que Esmenet tuviera ganas de escupir.

Sin mediar aviso, Serwe se adelantó, brincando sobre montecillos y entre malas hierbas.

—¡Las flores! —gritó—. ¡Son preciosas!

Esmenet se reunió con Achamian y Kellhus en el lugar desde donde la estaban mirando. A unos pasos de distancia, la chica se arrodilló ante un arbusto cargado de flores color turquesa.

—Ah —dijo Achamian, uniéndose a ella—. Penembis. ¿No las habías visto nunca antes?

—Nunca —dijo Serwe con un jadeo.

Esmenet pensó que estaba oliendo las lilas.

—¿Nunca? —dijo Achamian, arrancando una flor para ella. Miró a Esmenet y le guiñó el ojo—. ¿Quieres decir que nunca has oído las leyendas?

Esmenet esperó junto a Kellhus mientras Achamian contaba su historia: algo acerca de una emperatriz y sus sanguinarios amantes. Pasó un largo rato incómodo. El hombre era alto, incluso para un norsirai, y tenía esas proporciones musculadas y los brazos largos que hubieran despertado obscenas especulaciones entre sus viejas amigas de Sumna. Tenía los ojos llamativamente azules, y poseían una claridad que a Achamian le recordaban historias de antiguos reyes del norte. Y había algo en su manera de desenvolverse, una elegancia que no parecía terrenal.

—¿Así que viviste entre los scylvendios? —dijo ella finalmente.

Kellhus la miró como si fuera una distracción, y después volvió a prestar atención a Serwe y Achamian.

—Durante un tiempo, sí.

—Cuéntame algo de ellos.

—Como…

Ella se encogió de hombros.

—Háblame de sus cicatrices… ¿Son trofeos?

Kellhus sonrió y negó con la cabeza.

—No.

—Entonces, ¿qué son?

—No es una pregunta fácil de responder… Los scylvendios sólo creen en acciones, aunque ellos nunca lo dirían. Para ellos, sólo lo que los hombres hacen es real. Lo demás es humo. Incluso llaman a la vida «syurtpiutha», o «el humo que se mueve». Para ellos, la vida de un hombre no es una cosa, algo que puede ser poseído o intercambiado, sino más bien una línea o rastro de acciones. La línea de un hombre puede ser trenzada con la de otro, como en el caso de otro miembro de la tribu; agrupada en una manada, como en el caso de los esclavos, o puede ser interrumpida, como en el caso de la muerte o el asesinato. Dado que esto último es una acción que interrumpe la acción, el scylvendio lo ve como la más significativa, la más real de las acciones. La piedra angular del honor.

»Pero las cicatrices o swazond no celebran la pérdida de una vida, como todo el mundo en los Tres Mares parece dar por sentado. Señalan la… intersección, podría decirse, entre líneas de acción rivales, el punto en el que el impulso de una vida es cedido a otra. El hecho de que Cnaiür, por ejemplo, lleve las cicatrices de tantos significa que camina con el impulso de muchos. Sus swazond son mucho más que sus trofeos, son el registro de su realidad. Vistas con los ojos de los scylvendios, él es una sola piedra que se ha convertido en una avalancha.

Esmenet se quedó mirándole asombrada.

—Pero yo creía que los scylvendios eran brutos…, bárbaros. ¡Esas creencias son demasiado sutiles!

Kellhus se rió.

—Todas las creencias son demasiado sutiles. —Le sostuvo la mirada con sus refulgentes ojos azules—. Y «bárbaro», me temo, es solamente la palabra con la que se designa algo desconocido que amenaza.

Inquieta, Esmenet miró la hierba que rodeaba sus pies enfundados en sandalias. Vislumbró a Achamian, que la observaba desde donde él y Serwe se habían agachado. Él sonrió con complicidad y después siguió dando explicaciones acerca de las flores, que se agitaban al viento.

«Él sabía que esto iba a suceder.»

Entonces, sin más rodeos, Kellhus dijo:

—Así que eras prostituta.

Ella levantó la mirada, asustada, y cubrió reflexivamente el tatuaje del dorso de su mano izquierda.

—¿Y qué?

Kellhus se encogió de hombros.

—Cuéntame algo…

—¿Como qué?

—Cómo era acostarte con hombres que no conocías.

Ella quería estar indignada, pero en sus modales había una inocencia irresistible, un candor que la dejó desconcertada y complaciente.

—Agradable… algunas veces —dijo—. Otras, insoportable. Pero una debe dar para recibir. Así es como son las cosas, simplemente.

—No —respondió Kellhus—. Te he pedido que me cuentes cómo era…

Ella se aclaró la garganta y apartó la mirada, avergonzada. Vio a Achamian frotándole los dedos a Serwe y reprimió un atisbo de celos. Se rió nerviosamente.

—Qué pregunta tan extraña…

—¿Nunca te la había hecho nadie?

—No… Quiero decir, sí, pero…

—¿Y cuál era tu respuesta?

Ella se detuvo, aturdida, asustada, y curiosamente conmovida.

—A veces, después de que lloviera con fuerza, en la calle que había debajo de mi ventana aparecían roderas de los carros, y yo…, y yo las miraba, las ruedas crujiendo entre las roderas, y pensaba: así es mi vida…

—Un camino recorrido por otros.

Esmenet asintió y parpadeó para alejar dos lágrimas.

—¿Y las otras veces?

—Las putas son máscaras, debes comprender eso. Actuamos… —Dudó y buscó en sus ojos, como si en ellos estuvieran las palabras adecuadas—. Sé que el Colmillo dice que nos degradamos, que abusamos de la divinidad de nuestro sexo… y a veces así lo parece. Pero no siempre. Con frecuencia, con mucha frecuencia, tengo a esos hombres encima de mí, esos hombres que jadean como peces, creyendo que me dominan, que me están haciendo mella, y yo siento pena por ellos, por ellos, no por mí. Me he vuelto… más ladrón que puta. Engañando, embaucando, viéndome a mí misma como si estuviera reflejada en una superficie de plata… es como…, como…

—Como ser libre —dijo Kellhus.

Esmenet sonrió y frunció el entrecejo a la vez, perturbada por la intimidad de los detalles que había revelado, sorprendida por la poesía de su propia percepción, y, curiosamente, un tanto aliviada, como si se hubiera deshecho de un gran peso. A punto estuvo de temblar. Y Kellhus parecía tan… cercano.

—Sí. —Trató de disimular el temblor de su voz—. Pero cómo…

—Nosotros hemos aprendido algo de los sagrados pemembis —dijo Achamian, uniéndose a ellos junto a Serwe—. ¿Qué habéis aprendido vosotros? —Le dedicó una ostensible mirada a Esmenet.

—Cómo es ser quienes somos —dijo Kellhus.

A veces, aunque no con frecuencia, Achamian escudriñaba la distancia y sabía que había recorrido el mismo camino o uno similar dos mil años antes. Se quedaba inmóvil, como si viera un león entre los matorrales, y miraba a su alrededor con un estúpido asombro. Era un reconocimiento que desconcertaba. Un conocimiento que no podía ser.

Seswatha había recorrido aquellas mismas colinas en una ocasión, huyendo de la sitiada Asgilioch, buscando con un centenar de refugiados más un camino entre las montañas, un lugar por el que huir de los temibles tsuramah. Achamian se sorprendió mirando por encima de su hombro, siempre hacia el norte, esperando ver negras nubes formándose en el horizonte. Se sorprendía a sí mismo llevándose la mano a heridas que no tenía, parpadeando para alejar imágenes de una batalla que no había librado: la derrota kyraneana en Mehsarunath. Se sorprendió caminando como un autómata, desposeído de toda esperanza, de toda aspiración salvo sobrevivir.

En algún momento, Seswatha había abandonado a los demás para caminar solo entre las rocas peladas por el viento. En algún lugar, no muy lejos, encontró una pequeña gruta sombría, donde se enroscó como un perro, abrazándose las rodillas, chillando, llorando, implorando su muerte. Cuando llegó la mañana, maldijo a los Dioses por darle aliento.

Achamian se sorprendió mirando a Kellhus, con las manos temblorosas, con el pensamiento confuso.

Preocupada, Esmenet le preguntó qué le pasaba.

—Nada —murmuró bruscamente.

Ella sonrió, y le apretó la mano como si confiara en él. Pero él lo sabía. La había sorprendido en dos ocasiones mirando aterrorizada al Príncipe de Atrithau.

A medida que la tarde avanzaba, Achamian se recompuso lentamente. Cuanto más se alejaban de los pasos de Seswatha, al parecer, más podía disimular. Sin darse cuenta, llevó a los demás hasta un punto demasiado lejano para regresar a la Guerra Santa antes de que se hiciera de noche, así que sugirió que buscaran un lugar en el que acampar.

Las laderas de la montaña se suavizaban contra las nubes violeta. A medida que se acercaba el anochecer, espiaron a un grupo de resplandecientes palo fierros suspendido en un bajo promontorio. Se encaminaron hacia ellos, trepando las surcadas laderas de la montaña. Kellhus fue el primero en vislumbrar las ruinas: los restos amontonados de una vieja capilla inrithi.

—¿Una especie de santuario? —preguntó Achamian a nadie en concreto mientras caminaban entre maleza y hierba hacia las ruinas. Se dio cuenta de que el grupo de árboles era solamente un bosquecillo desordenado. Los palo fierros estaban en hileras, y sus oscuras ramas se entretejían en púrpura y blanco, agitándose bajo la cálida brisa del anochecer.

Se abrieron paso entre bloques de piedra y después treparon los muros derruidos, donde encontraron un suelo de mosaico que representaba a Inri Sejenus con la cabeza enterrada en escombros y las dos manos extendidas rodeadas de un halo. Por un momento, los cuatro se limitaron a pasear por allí, explorando, abriéndose camino a pisotones entre la numerosa maleza, maravillándose, supuso Achamian, ante todo lo que había sido olvidado.

—No hay ceniza —señaló Kellhus después de dar una patada al suelo de arena—. Es como si el lugar simplemente se hubiera desmoronado.

—Es tan bonito —dijo Serwe—. ¿Cómo pudo alguien dejar que eso sucediera?

—Después de la pérdida de Gedea a manos de los fanim —explicó Achamian—, los nansur abandonaron estas tierras. Eran demasiado vulnerables a las escaramuzas, supongo. Probablemente la zona esté llena de ruinas como ésta.

Apilaron matojos muertos y Achamian encendió la hoguera con una palabra hechicera; sólo después se dio cuenta de que había prendido fuego al estómago del Ultimo Profeta. Sentados sobre piedras a ambos lados de la imagen, siguieron hablando mientras la luz del fuego brillaba en proporción a la cada vez más cerrada oscuridad.

Bebieron vino sin aguar, comieron pan, puerros y cerdo salado. Achamian tradujo los pasajes de texto visibles a lo largo del mosaico.

—Los Marrucees —dijo, mirando de cerca un estilizado sello escrito en Alto Sheyico—. Este lugar perteneció a los Marrucees, una vieja Escuela de los Mil Templos. Si no recuerdo mal, fueron destruidos cuando los fanim tomaron Shimeh. Eso significa que este lugar fue abandonado mucho antes de la caída de Gedea.

Kellhus siguió con un puñado de preguntas referentes a las Escuelas, por supuesto. Como Esmenet conocía los laberintos eclesiásticos de los Mil Templos mejor que él, Achamian le dejó responder. Ella, a fin de cuentas, se había acostado con sacerdotes de todas las escuelas, sectas y cultos imaginables.

Se los había follado.

Mientras escuchaba, Achamian se miró las marcas que las correas de las sandalias le habían dejado en los pies. Necesitaba unas nuevas. Un profundo pesar se apoderó de él en ese momento, el desventurado pesar de un hombre perseguido incluso por la cosa más pequeña. ¿Dónde iba a encontrar unas sandalias en mitad de esa locura?

Se excusó y se dirigió hacia los pasadizos derruidos que había al otro lado del fuego.

Se quedó sentado un rato en un extremo de las ruinas, donde los escombros se habían caído en el interior de la arboleda. Todo estaba negro bajo los palo fierrros, pero sus copas en flor parecían de otro mundo a la luz de la luna, meciéndose lentamente hacia un lado y el otro por la brisa. El aroma agridulce le recordó los huertos de Xinemus.

—¿Otra vez deprimido? —oyó que decía Esmenet a su espalda.

Se volvió y la vio en la penumbra, teñida con los mismos tonos pálidos que las ruinas que la rodeaban. Se preguntó qué clase de noche podía hacer que la piedra pareciera piel y la piel, piedra. Al cabo de un instante ella estaba entre sus brazos, besándole, tirando de su túnica de lino. Él la empujó y la apoyó sobre un altar derruido mientras sus manos buscaban entre sus muslos y sus nalgas. Ella buscó a tientas su entrepierna y la cogió con ambas manos. Unieron sus hogueras.

Después, sacudiéndose el polvo de la piel y la ropa, esbozaron sonrisas cómplices, sonrisas tímidas.

—¿Qué te parece? —preguntó Achamian.

Esmenet hizo un ruido, algo entre una carcajada y un suspiro.

—Nada —dijo—. Nada tan tierno, desvergonzado o delicioso. Nada tan encantado como este lugar…

—Me refiero a Kellhus.

Un destello de ira.

—¿Es que no piensas en nada más?

Su garganta se tensó.

—¿Cómo iba a hacerlo?

Ella se volvió lejana e impenetrable. La risa de Serwe repiqueteó entre las ruinas, y Achamian se sorprendió preguntándose qué habría dicho Kellhus.

—Es extraordinario —murmuró Esmenet, negándose a mirarle.

«¿Pues qué debo hacer?», quiso gritar Achamian.

Pero en lugar de eso, permaneció en silencio y trató de acallar el rugido de voces interiores.

—Nos tenemos el uno al otro —dijo de repente ella—. ¿No es así, Akka?

—Por supuesto que sí. Pero ¿qué tiene eso que…?

—¿Qué importa nada, mientras nos tengamos el uno al otro?

Siempre interrumpiendo.

—Dulce Sejenus, mujer, es el Heraldo.

—¡Pero podríamos huir! Del Mandato. De él. Podríamos escondernos, ¡los dos solos!

—Pero Esmi… La carga…

—¡No es nuestra! —siseó ella—. ¿Por qué deberíamos acarrearla? ¡Marchémonos! ¡Por favor, Akka! ¡Olvidémonos de toda esta locura!

—Esto no tiene ningún sentido, Esmenet. ¡No podemos ocultarnos del fin del mundo! Y aunque pudiéramos, yo sería un hechicero sin escuela, un mago, Esmi. ¡Es mejor ser una bruja! Irían a por mí. Todos ellos, no sólo el Mandato. Las Escuelas no toleran a los magos. —Se rió amargamente—. Ni siquiera sobreviviríamos a sus intentos de matarnos.

—Pero ésta es la primera vez —dijo ella con la voz rota—. La primera vez que he…

Algo —la desolada curvatura de sus hombros, tal vez, o la forma en que unió las manos, muñeca contra muñeca— llevó a Achamian a abrazarla. Pero un grito presa del pánico le interrumpió. Serwe.

—¡Kellhus dice que vengáis, rápido! —gritó Serwe desde la oscuridad—. ¡Se ven antorchas en la distancia! ¡Asaltantes!

Achamian frunció el entrecejo.

—¿Quién iba a ser tan idiota como para cabalgar por las laderas de las montañas de noche?

Esmenet no respondió. No tenía por qué.

Fanim.

Esmenet se maldijo por ser una idiota mientras se abrían paso a oscuras. Kellhus había apagado el fuego a patadas, transformando el mosaico del Último Profeta en una constelación de carbones esparcidos. Corrieron sobre ella y se unieron a él en la hierba que había detrás de los escombros amontonados.

—Mirad —dijo el Príncipe de Atrithau, señalando las laderas.

Si las palabras de Achamian la habían dejado sin aliento, lo que vio la dejó sin palabras. Hileras de antorchas serpenteaban por la oscuridad más abajo, siguiendo las imponentes rampas de tierra que componían la única vía de acceso al santuario en ruinas. Cientos de puntos refulgentes. Infieles, llegados para destruirles. O algo peor…

—Pronto los tendremos encima —dijo Kellhus.

Esmenet hizo frente a un repentino y jadeante terror. Podía suceder cualquier cosa, ¡incluso con hombres como Achamian y Kellhus! El mundo era extremadamente cruel.

—Quizá si nos escondemos.

—Saben que estamos aquí —murmuró Kellhus—. Nuestra hoguera. Han seguido nuestra hoguera.

—Entonces debemos ver —dijo Achamian.

Asustada por su tono, Esmenet miró hacia él, pero eso sólo sirvió para que retrocediera dando tumbos presa del terror. Una luz blanca refulgía en sus ojos y su boca, y las palabras parecían retumbar como el trueno procedente de las paredes de las montañas. Entonces, una línea surgió de la tierra entre sus brazos extendidos, tan brillante que Esmenet tuvo que levantar las manos para protegerse de su luz. Refulgió hacia arriba, más perfecta que la regla de cualquier geómetra, más alta que las perturbadoras Unaras, cruzando las nubes e iluminándolas, más allá, hasta la penumbra infinita.

«¡La Barra del Cielo!», pensó ella, una Palabra de las historias de Achamian sobre el Primer Apocalipsis.

Las sombras saltaban a lo largo de los lejanos precipicios. El escarpado paisaje cobró vida como si hubiera sido iluminado por un rayo. Y Esmenet vio jinetes armados, toda una columna de ellos, gritando alarmados y tratando de dominar sus caballos. Vislumbró rostros estupefactos.

—¡Espera! —gritó Kellhus—. ¡Espera!

La luz se apagó. Oscuridad.

—Son galeoth —dijo Kellhus colocando una mano firme sobre el hombro de Esmenet—. Hombres del Colmillo.

Esmenet parpadeó y se agarró el pecho. Porque entre los jinetes había visto a Sarcellus.

Una voz resonante gritó en la oscuridad:

—¡Buscamos al Príncipe de Atrithau! ¡Anasurimbor Kellhus!

Los matices del tono se desataron, se soltaron hasta convertirse en hebras individuales: sinceridad, pesar, ira, esperanza… Y Kellhus supo que no había peligro.

«Ha venido en busca de mi consejo.»

—¡Príncipe Saubon! —gritó Kellhus—. ¡Ven! ¡Los hombres de fe siempre son bienvenidos en nuestro fuego!

—¿Y los hechiceros? —gritó otra voz—. ¿Son también bienvenidos los blasfemos?

La indignación y el sarcasmo eran evidentes, pero no alcanzó a comprender el trasfondo. ¿Quién hablaba? Un nansur, de Massentia quizá, aunque su acento era difícil de ubicar. Un noble hereditario con el rango suficiente para cabalgar junto a un príncipe… ¿Uno de los generales del Emperador?

—Sí lo son —gritó Kellhus en respuesta— cuando sirven a los hombres de fe.

—¡Disculpa a mi amigo! —gritó Saubon, riendo—. ¡Me temo que sólo se ha traído un par de pantalones! —Una calurosa ovación en galeoth resonó por las laderas: risas, silbidos, abucheos amistosos.

—¿Qué quieren? —preguntó Achamian en voz baja. Incluso en la oscuridad Kellhus podía ver los restos de su reciente dolor en su preocupación presente, los restos de una discusión con Esmenet.

Acerca de él.

—¿Quién sabe? —dijo Kellhus—. En el Consejo, Saubon estuvo entre los primeros en animar a los demás a marchar sin los ainonios ni los Chapiteles Escarlatas. Quizá con Proyas tan lejos, está tratando de causar más daño.

Achamian negó con la cabeza.

—Sostuvo que la destrucción de Ruom amenazaba con desmoralizar a los Hombres del Colmillo —le corrigió el hechicero—. Xinemus me dijo que tú fuiste quien le silenció… Reinterpretando el augurio del terremoto.

—¿Crees que anda buscando venganza? —preguntó Kellhus.

Pero era demasiado tarde. Cada vez más jinetes se estaban deteniendo a la luz de la luna, desmontando, estirando sus miembros cansados. Saubon y su séquito trotaron hacia ellos flanqueados por los portadores de antorchas. El príncipe galeoth tiró de las riendas y detuvo su corcel con armadura; tenía los ojos ocultos bajo la sombra de la frente.

Kellhus bajó la cabeza los grados exigidos por el jnan; una reverencia entre príncipes.

—Os hemos seguido toda la tarde —dijo Saubon, saltando de su silla.

Era casi tan alto como Kellhus, aunque ligeramente más robusto en el pecho y los hombros. Como sus hombres, iba ataviado para la batalla, y no sólo llevaba su pechera de cadenillas, sino también su casco y sus guantes. Le habían cosido apresuradamente un Colmillo bajo el León Rojo —el símbolo de la Casa Real galeoth— que llevaba bordado en la capa.

—¿Quién es? —preguntó Kellhus, mirando a los acompañantes de aquel hombre.

Saubon le presentó a algunos de ellos, empezando por su entrecano mozo de cuadra, Kussalt, pero Kellhus les dedicó poco más que una mirada rápida. El solitario Caballero Shriah, al que el Príncipe había presentado como Cutias Sarcellus, retenía toda su atención.

«Otro. Otro Skeaos…»

—Al fin —dijo Sarcellus. Sus grandes ojos refulgieron entre los dedos de su rostro fraudulento—. El afamado Príncipe de Atrithau.

Se inclinó más de lo que su rango le exigía.

«¿Qué significa esto, padre?»

Tantas variables.

Después de emplazar centinelas y dispersar a sus hombres por los límites de la arboleda, Saubon, junto a su mozo de cuadra y el Caballero Shriah, se sentaron a su fuego en el corazón de la capilla en ruinas. Siguiendo la costumbre de las cortes sureñas, el Príncipe galeoth evitó hablar del motivo que le había llevado allí y esperó escrupulosamente lo que los profesionales del jnan llamaban memponti, el «giro fortuito» que por iniciativa propia llevaría a asuntos de mayor importancia. Saubon, sabía Kellhus, consideraba bruscos los modales de su propia gente. Cada vez que respiraba libraba una guerra contra quien era.

Pero era el Caballero Shriah, Sarcellus, quien llamaba la atención a Kellhus y no sólo por su rostro ausente. Achamian había suavizado la extrañeza de su expresión, pero una furia inquieta seguía animando sus ojos cada vez que miraba al Caballero del Colmillo. Achamian no sólo reconoció a Sarcellus, supo Kellhus, sino que le odiaba. El monje dunyaino podía oír claramente los movimientos del alma de Achamian: el resentimiento creciente por algún desaire anterior, los recuerdos adoloridos de ser golpeado, el remordimiento…

En Sumna, percibió Kellhus, recordando hasta el último detalle todas las referencias que Achamian había hecho a su misión anterior. «Algo sucedió entre él y Sarcellus en Sumna. Algo relacionado con Inrau.»

A pesar de su odio, el hechicero obviamente no tenía la menor idea de que Sarcellus era otro Skeaos… Otro espía–piel del Consulto.

Y tampoco Esmenet, a pesar de que su reacción eclipsaba la de Achamian. Vergüenza. El miedo a ser descubierta. La traicionera esperanza. «Cree que ha venido a llevársela… A quitársela a Achamian.»

Ha sido amante de la cosa.

Pero esos misterios empalidecían ante la cuestión principal: ¿qué estaba haciendo allí? No sólo en la guerra Santa, sino allí, esa noche, cabalgando junto a Saubon.

—¿Cómo nos habéis encontrado? —estaba preguntando Achamian.

Saubon se pasó los dedos por el cabello cortado al rape.

—Mi amigo, Sarcellus. Tiene un talento extraordinario para rastrear. —Se había girado hacia el Caballero–Comandante—. ¿Cómo me dijiste que habías aprendido?

—De joven —mintió Sarcellus—, en las fincas de mi padre en el oeste —frunció sus atractivos labios, como si quisiera contener una sonrisa— persiguiendo a scylvendios…

—Persiguiendo a scylvendios —repitió Saubon, como si dijera: «Sólo en el Nansurium…»—. Iba a dar la vuelta al anochecer, pero él insistió en que estabais cerca. —Saubon abrió las manos y se encogió de hombros.

Silencio.

Esmenet estaba sentada con rigidez, cubriéndose la mano tatuada del mismo modo que otros evitaban sonreír para no mostrar sus dientes podridos. Achamian miró a Kellhus, esperando que borrara de un plumazo aquella incomodidad. Serwe, percibiendo el trasfondo de ansiedad, juntó con fuerza los muslos. La bestia sin cara miraba fijamente su cuenco de vino.

En condiciones normales, Kellhus habría dicho algo. Pero por el momento podía aportar poco más que respuestas conocidas de antemano. Sus ojos observaban, pero no se concentraban. Su expresión se limitaba a imitar la de los que le rodeaban. El yo se había desvanecido y convertido en un lugar, un lugar de apertura, en el que una permutación tras otra eran perseguidas hasta su conclusión despiadada. Consecuencia y efecto. Acontecimientos como ondas concéntricas desplegándose en las negras aguas del futuro… Cada palabra, cada mirada, una piedra.

Allí había un gran peligro. Había que aprehender los principios de aquel encuentro. Sólo el Logos podía iluminar el camino. Sólo el Logos.

—Seguí vuestro olor —estaba diciendo Sarcellus. Miraba directamente a Achamian; sus ojos refulgían con algo incomprensible. ¿Humor?

La broma, decidió Kellhus, consistía en que no era broma: la cosa les había rastreado como un perro. Debía andarse con muchísimo cuidado con esas criaturas. Por el momento, no tenía ni idea de lo que eran capaces. «¿Conoces estas cosas, padre?»

Todo se había transformado desde que había tomado a Drusas Achamian como maestro. Las bases de su mundo, sabía ahora, habían ocultado muchos, muchos secretos de sus hermanos. El Logos seguía siendo verdadero, pero sus caminos eran mucho más arteros, mucho más espectaculares, de lo que los dunyainos habían concebido jamás. Y el Absoluto… El Final de los Finales estaba mucho más lejos de lo que jamás habían imaginado. Tantos obstáculos. Tantas bifurcaciones en el camino…

A pesar de su escepticismo inicial, Kellhus había llegado a creer en mucho de lo que Achamian había dicho en el transcurso de sus conversaciones. Creía en las historias del Primer Apocalipsis. Creía que la cosa sin rostro que tenía ante sí era un artefacto del Consulto. Pero ¿la Profecía Celmoniana? ¿El advenimiento de un Segundo Apocalipsis? Esas cosas eran absurdas. Por definición, el futuro no podía anticiparse al presente. Lo que venía después no podía venir antes.

¿Podía?

Había tantas cosas que debían esperar a su padre… Tantas preguntas.

Su ignorancia ya había estado a punto de provocar un desastre. El mero intercambio de miradas en el Jardín Privado del Emperador había puesto en marcha una serie de pequeñas catástrofes, incluidos los acontecimientos sucedidos bajo las Cumbres Andiamine, que habían convencido a Achamian de que Kellhus era en realidad el Heraldo. Si el hombre decidía decirle a su Escuela que un Anasurimbor había vuelto…

Ahí residía un gran peligro.

Drusas Achamian tenía que seguir en la ignorancia, eso estaba por descontado. Si sabía que Kellhus podía ver a los mismísimos espías–piel que tanto le atemorizaban, no dudaría en ponerse en contacto son sus superiores en Atyersus. De modo que debía seguir distanciado de su Escuela, aislado.

Lo que significaba que Kellhus debía enfrentarse a esas cosas a solas.

—Mi mozo de cuadra —estaba diciéndole Saubon al Caballero Shriah— jura que ha sido la hechicería lo que te ha llevado a este lugar. Kussalt se enorgullece de ser un buen rastreador.

¿Acaso el Consulto sabía que él había desenmascarado a Skeaos en la corte del Emperador? El Emperador había visto cómo escudriñaba a su Primer Consejero, y lo que era más importante, lo había recordado. En diversas ocasiones, Kellhus había visto a espías imperiales contemplándole a una distancia prudente, siguiéndole. Era posible que el Consulto supiera cómo había sido descubierto Skeaos, quizá hasta probable.

Si lo sabían, entonces ese Sarcellus podía ser perfectamente una sonda. Tenían que descubrir si el desenmascaramiento de Skeaos había sido un accidente de la paranoia del Emperador o si aquel desconocido de Atrithau había visto a través de su rostro. Podían observarle, hacerle discretas preguntas, y si aquello no les proporcionaba respuestas, hacer el contacto. ¿No era así?

Pero también debía tener en cuenta a Achamian. Sin duda, el Consulto observaría de cerca a los Maestros del Mandato, los únicos individuos que creían que seguía existiendo. Sarcellus y Achamian se habían encontrado antes, tanto directamente, como era claro a juzgar por la reacción del hechicero, como indirectamente vía Esmenet, que a todas luces había sido seducida en algún momento del pasado. Por alguna razón, la estaban utilizando. Quizá la estaban poniendo a prueba, sondeando su capacidad para engañar y traicionar. Ella no le había dicho nada de Sarcellus a Achamian, eso era evidente.

«El estudio es tan profundo, padre.»

Mil posibilidades galopando a lo largo de la estepa sin caminos de lo que iba a ser. Un centenar de opciones refulgiendo a través de su alma, algunas ramificándose una y otra vez, desviadas al fin de sus objetivos, otras estallando en un desastre…

Confrontación directa. Acusaciones arrojadas ante los Grandes Nombres. Aclamación por revelar el horror en su seno. Implicación del Mandato. Guerra abierta con el Consulto… Impracticable. El Mandato no podía ser implicado hasta que no pudiera ser dominado. No podía correrse el riesgo de una guerra contra el Consulto. Todavía no.

Confrontación indirecta. Incursiones nocturnas. Gargantas cortadas. Intento de represalias. Una guerra oculta poco a poco revelada. También impracticable. Si Sarcellus y los demás eran asesinados, el Consulto sabría que alguien podía verles. Cuando conocieran los detalles del descubrimiento de Skeaos, si es que no los conocían ya, se darían cuenta de que era Kellhus, y la confrontación indirecta se convertiría en guerra abierta.

Inacción. Enemigos alerta. Valoración. Sondas estériles. Segundas opciones. Respuestas demoradas por la necesidad de saber. Preocupación a la sombra de un poder creciente… Practicable. Aunque descubriera los detalles que rodearon el descubrimiento de Skeaos, el Consulto sólo tendría sospechas. Si lo que Achamian decía era verdad, no eran tan rudimentarios como para aplastar amenazas potenciales sin antes comprenderlas. La confrontación era inevitable. El resultado sólo dependería del tiempo que él tuviera para preparar…

Él era uno de los Aptos, dunyaino. Las circunstancias proveerían. La misión debía…

—Kellhus —estaba diciendo Serwe—. El Príncipe te ha hecho una pregunta.

Kellhus parpadeó y se rió como si lo hiciera de su propia estupidez. Sin excepción, todo el mundo sentado alrededor del fuego les estaba mirando, algunos preocupados, otros atónitos.

—L–lo siento —titubeó—. Yo… —Miró nerviosamente a los que le observaban, uno por uno, exhaló, como si se reconciliara con sus principios, por muy embarazoso que fuera—. A veces…, veo cosas…

Silencio.

—También yo —dijo Sarcellus en tono mordaz—. Aunque normalmente cuando tengo los ojos abiertos.

¿Había cerrado los ojos? No lo recordaba. En caso de ser así, debía de haberse tratado de un lapsus inquietante. No le sucedía desde…

—Idiota —le espetó Saubon, girándose hacia el Caballero Shriah—. ¡Imbécil! ¿Nos sentamos a su hoguera y tú le insultas?

—El Caballero–Comandante no me ha insultado —dijo Kellhus—. Olvídalo, Príncipe, él es tan sacerdote como guerrero, y le hemos pedido que comparta una hoguera con un hechicero. Es como pedirle a una comadrona que comparta el pan con un leproso, ¿no es así? —Un momento de risas nerviosas, demasiado altas y demasiado breves—. Sin duda —añadió Kellhus— sólo está de mal humor.

—Sin duda —repitió Sarcellus. Una sonrisa burlona, sin fondo, como todas sus expresiones.

«¿Qué quiere?»

—Lo cual hace necesaria la pregunta —prosiguió Kellhus, aprehendiendo sin esfuerzo el «giro fortuito» que hasta entonces había eludido al Príncipe Saubon—. ¿Qué trae a un Caballero Shriah a la hoguera de un hechicero?

—Me manda Gotian —dijo Sarcellus—, mi Gran Maestro. —Echó una mirada a Saubon, que observaba con una expresión pétrea—. Los Caballeros Shriah han prometido estar entre los primeros que pisen las tierras infieles, y el Príncipe Saubon propone…

Pero Saubon le interrumpió y espetó:

—Hablaré de esto contigo a solas, Príncipe Kellhus.

«¿Qué quieres que haga, padre?»

Tantas posibilidades. Posibilidades incalculables.

Kellhus siguió a Saubon a través de los senderos oscuros del bosque de palo fierros. Se detuvieron en el extremo de un risco y miraron las estribaciones de las tierras altas Inunara a la luz de la luna. Las hojas no siseaban; el viento las zarandeaba. La inmensa caída que tenían ante sí estaba cubierta de árboles derribados. Las raíces muertas se alzaban hacia el cielo. Algunas de las raíces todavía conservaban grandes terrones de tierra, como puños cubiertos de barro alzados contra los supervivientes.

—Ves cosas, ¿verdad? —dijo finalmente Saubon—. Soñaste con esta Guerra Santa allá en Atrithau.

Kellhus le rodeó con el círculo de sus sentidos. Pulso del corazón. Rubor reflejo. Los músculos orbitales cercando sus ojos. «Me tiene miedo.»

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque Proyas es un idiota testarudo. ¡Porque los primeros en sentarse a la mesa son los primeros en darse un festín!

El Príncipe de Galeoth era osado e impaciente al mismo tiempo. Aunque apreciaba la sutileza, al final acababa prefiriendo los golpes enérgicos.

—Quieres marchar inmediatamente —dijo Kellhus.

Sauborn hizo una mueca en la oscuridad.

—Ya estaría en Gedea —le espetó— si no fuera por ti.

Habló del reciente Consejo, en el que la reinterpretación de la destrucción de Ruom por parte de Kellhus había desautorizado sus argumentos. Pero su resentimiento, advirtió Kellhus, era vacuo. Aunque despiadado e interesado, Coithus Saubon no era mezquino.

—Entonces, ¿por qué has venido a buscarme?

—Por lo que dijiste…, sobre el Dios quemando nuestras naves… Parecía verdad.

Él era un observador de hombres, percibió Kellhus, alguien que evaluaba constantemente. Durante toda su vida se había considerado un severo juez del carácter ajeno, se había enorgullecido de su honestidad, de su habilidad para castigar los halagos y recompensar las críticas. Pero con Kellhus… No tenía vara de medir, no tenía el cordel del carpintero. «Se ha dicho a sí mismo que soy una especie de vidente. Pero teme que sea más.»

—¿Eso es lo que buscas? ¿La verdad?

Aunque era un materialista, Saubon tenía una visión muy pragmática de la fe. Para él la fe era un juego, un juego muy serio. Los otros hombres rogaban y lo llamaban «rezar», él negociaba, regateaba. Al acudir allí, creía estar dando a los Dioses lo que éstos merecían.

«Tiene miedo de cometer un error. La Zorra le ha dado una sola posibilidad.»

—¡Tengo que saber qué ves! —gritó el hombre—. He luchado en muchas campañas, ¡todas ellas por mi desdichado padre! En el campo de batalla no soy ningún idiota. No creo que marche hacia una trampa de los fanim.

—Pero recuerda lo que Cnaiür dijo en el Consejo —le interrumpió Kellhus—. Los fanim luchan a caballo. Llevarían la trampa a ti. Y recuerda que los cishaur…

—¡Bah! Mi sobrino está inspeccionando Gedea en este mismo momento, me manda mensajes a diario. No hay ningún ejército fanim merodeando a la sombra de esas montañas. Esas escaramuzas que Proyas persigue sólo pretenden confundirnos, demorarnos mientras el infiel reúne todo su poder. Skauras es suficientemente astuto como para saber cuándo le superan en efectivos. Se ha retirado a Shigek y rodeado de barricadas en las ciudades del Sempis, donde espera al Padirajah y los Grandes de Kian. ¡Ha entregado Gedea a quienquiera que tenga el coraje de hacerse con ella!

El Príncipe galeoth creía claramente en lo que decía, pero ¿se le podía creer? Sus argumentos parecían perfectamente sensatos. Y el propio Proyas no había expresado más que respeto por la perspicacia marcial de aquel hombre. Saubon incluso se había enfrentado a Ikurei Conphas hacía unos cuantos años y habían acabado en tablas.

Cataratas de posibilidades. Había oportunidad allí. Y quizá Sarcellus no tenía que ser confrontado para ser destruido. Pero aun así…

«Sé tan poco de la guerra. Tan poco.»

—Así que esperas —dijo Kellhus—. Skauras podría…

—¡Así que sé!

—Entonces qué importa si te doy mi aprobación o no. La verdad es la verdad, independientemente de quién la diga.

Desesperación.

—Sólo te pido un consejo, que me cuentes lo que ves. Nada más.

Flacidez alrededor de los ojos. Falta de aliento. Timbre atenuado. «Otra mentira.»

—Pero veo muchas cosas —dijo Kellhus.

—Pues ¡cuéntamelas!

Kellhus negó con la cabeza.

—Sólo muy raramente vislumbro el futuro. Los corazones de los hombres… eso es lo que ellos… —Se detuvo, miró nerviosamente la escarpada caída, los árboles blanquecinos esparcidos y partidos—. Eso es lo que yo veo.

Saubon había levantado la guardia.

—Entonces dime. ¿Qué ves en mi corazón?

«Déjalo en evidencia. Arráncale todas las mentiras, todas las simulaciones. Cuando pase la vergüenza…»

Kellhus miró a los ojos a aquel hombre durante un instante de desesperación.

«… a él le parecerá bien estar desnudo ante mí.»

—Un hombre y un niño —dijo Kellhus, entrelazando armonías más profundas en su voz, transformándola en algo palpable—. Veo a un hombre y a un niño. El hombre está angustiado por la distancia que existe entre el boato del poder y la impotencia de sus derechos de nacimiento. Tomaría por la fuerza lo que el destino le ha negado, y por lo tanto vive cada día en mitad de lo que no posee. Avaricia, Saubon… No de oro, sino de testimonio. Avaricia del testimonio de los hombres, para que miren y digan: «¡Aquí, he aquí un rey por su propia mano!».

Kellhus miró el vertiginoso vacío a sus pies con los ojos cristalinos a causa del tumulto de misterios interiores. Saubon observó horrorizado.

—¿Y el niño? ¡Has dicho que había un niño!

—Todavía se encoge bajo la mano de un padre. Se despierta por la noche y grita, no por testimonio, sino por ser conocido. Nadie le conoce. Nadie le quiere.

Kellhus se volvió hacia él con los ojos refulgentes de conocimiento y una compasión sobrenatural.

—Podría seguir…

—N–no, no —balbuceó Saubon, como si se despertara de un trance—. Basta. Es suficiente.

Pero ¿era suficiente? Saubon deseaba pretextos. ¿Qué le daría él a cambio? Cuando las variables son tantas, todo corre riesgo. Todo.

«¿Y si escojo mal, padre?»

—¿Has oído eso? —gritó Kellhus, girándose hacia Saubon con un terror repentino.

El Príncipe galeoth dio un salto alejándose del risco.

—¿El qué?

Kellhus se tambaleó. Saubon saltó y le apartó de un tirón de la inmensa caída.

—Marcha —jadeó Kellhus, tan cerca de él que podían besarse—. La Zorra será amable contigo. Pero debes asegurarte de que los Caballeros Shriah son… —Abrió los ojos con un asombro estupefacto, como para decir: «¡Éste no puede ser el mensaje!».

Algunos destinos no podían ser conocidos a priori. Algunos caminos tenían que ser recorridos para ser conocidos. Arriesgados.

—Debes asegurarte de que los Caballeros Shriah son castigados.

Cuando Kellhus y Saubon se hubieron ido, Esmenet se sentó en silencio y se quedó mirando el fuego, estudiando el mosaico del Ultimo Profeta que sobresalía bajo sus pies. Apartó los dedos de los pies del halo que rodeaba la mano. Parecía un sacrilegio tenerlos allí encima…

Pero ¿a ella qué más le daba? Estaba maldita. Nunca había sido más evidente que entonces.

¡Sarcellus allí!

Una aflicción más. ¿Por qué los Dioses la odiaban tanto? ¿Por qué eran tan crueles? Resplandeciente con su malla plateada y su capa blanca, Sarcellus charlaba amablemente con Serwe sobre Kellhus; le preguntaba de dónde era, cómo se habían conocido, etcétera. Serwe disfrutaba de su atención; a juzgar por sus respuestas, era evidente que adoraba al Príncipe de Atrithau. Hablaba como si no existiera nada más allá del vínculo que la unía a él. Achamian observaba, pero por alguna razón parecía no estar escuchando.

«Oh, Akka. ¿Por qué sé que voy a perderte?»

No se temía, lo sabía. ¡Tal era la crueldad de ese mundo!

Murmurando excusas, Esmenet se puso en pie y después se alejó del fuego dando pasos lentos, mesurados.

Rodeada de oscuridad, se detuvo y se dejó caer sobre la base de un pilar en ruinas. Los sonidos de los hombres de Saubon permeaban la noche. El rítmico golpeteo de hachas, gritos graves, risas procaces. Tras los árboles, a oscuras, los caballos resoplaban y pateaban la tierra.

«¿Qué he hecho? ¿Y si Akka lo descubre?»

Volviendo la mirada hacia el camino por el que había llegado hasta allí, le sorprendió descubrir que todavía veía a Achamian, de color naranja manchado ante el fuego. Sonrió ante su aspecto indefenso, ante las cinco mechas blancas de su barba. Parecía estar hablando con Serwe.

¿Adonde había ido Sarcellus?

—Debe de ser difícil ser una mujer en un lugar como éste —le dijo una voz a su espalda.

Esmenet se puso en pie de un salto y se dio la vuelta con el corazón acelerado de consternación y alarma. Vio a Sarcellus caminando hacia ella. Por supuesto…

—Tantos cerdos —continuó— y sólo un abrevadero.

Esmenet tragó saliva y permaneció rígida. No respondió.

—Te he visto antes —dijo, en referencia a la simulación de ambos junto al fuego—. ¿Verdad que sí? —Agitó un dedo burlonamente.

Respiración honda.

—No. Estoy segura de que no.

—Pues sí… ¡Sí! Tú eres una… ramera. —Esbozó una sonrisa de victoria—. Una zorra.

Esmenet miró a su alrededor.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Hechiceros y putas… Parece sorprendentemente apropiado, supongo. Con tantos hombres lamiéndote la entrepierna, supongo que vale la pena tener a uno con una lengua mágica.

Ella le dio un puñetazo, o lo intentó. Sarcellus le cogió la mano.

—Sarcellus —susurró ella—. Sarcellus, por favor…

Esmenet sintió la punta de un dedo trazando una línea imposible a lo largo del interior de su muslo.

—Como decía —susurró en un tono que ella reconoció—, un abrevadero.

Esmenet miró hacia el fuego y vio a Achamian mirándola con el ceño fruncido. Obviamente, él sólo podía ver oscuridad, tal era la traición del fuego, que iluminaba pequeños círculos y dejaba a oscuras el resto del mundo. Pero lo que Achamian pudiera o no pudiera ver no era lo que importaba.

—No, Sarcellus —siseó ella—. No…

«… aquí.»

—… mientras viva. ¿Lo entiendes?

Esmenet sintió su calor.

«No–no–no–no.»

Una voz distinta, resonante, gritó.

—¿Hay algún problema? —Al darse la vuelta, Esmenet vio al Príncipe Kellhus, que bajaba de las sombras del bosque cercano.

—N–no. Nada. —Esmenet jadeó, sobresaltada al descubrir que tenía el brazo libre—. Sarcellus me ha dado un susto, nada más.

—Se asusta fácilmente —dijo Sarcellus—. Como todas las mujeres.

—¿Eso crees? —respondió Kellhus, acercándose tanto que Sarcellus tuvo que levantar la mirada. Kellhus se quedó mirando a aquel hombre, con suavidad, incluso alborozado, pero en su mirada había una constancia implacable que hizo que el corazón de Esmenet se acelerara, que urgió a sus piernas a echarse a correr. ¿Había estado escuchando? ¿Lo había oído?

—Quizá tengas razón —dijo Sarcellus con brusquedad—. También la mayoría de hombres se asustan fácilmente.

Se produjo un instante de incómodo silencio. Algo le decía a Esmenet que debía llenarlo, pero no encontró aliento para hablar.

—Os dejaré aquí —dijo Sarcellus. Con una hueca reverencia, se volvió y se encaminó hacia el fuego.

A solas con Kellhus, Esmenet suspiró aliviada. Las manos que habían apretado su cuello hacía sólo unos instantes habían desaparecido. Levantó la mirada hacia Kellhus y vislumbró el Clavo del Cielo sobre su hombro izquierdo. Parecía una aparición de oro y sombras.

—Gracias —susurró.

—Le amaste, ¿verdad?

Los oídos le ardieron. Por alguna razón, nunca se le ocurrió decir que no. Una no mentía al Príncipe Anasurimbor Kellhus. En lugar de eso, dijo:

—Por favor, no se lo digas a Akka.

Kellhus sonrió, aunque sus ojos parecían profundamente tristes. Alargó el brazo, como si fuera a tocarle la mejilla, y después lo dejó caer.

—Vamos —dijo—. La noche se está cerrando.

Cogiéndose las manos con la urgencia por tocar al otro de los amantes jóvenes, Esmenet y Achamian buscaron entre los escombros y la hierba un buen lugar para dormir. Encontraron una zona lisa junto al extremo del bosque, no lejos del barranco, y desplegaron sus esteras. Se tumbaron quejándose y resoplando como un hombre y una mujer ancianos. El árbol que tenían más cerca había muerto hacía algún tiempo y se enroscaba sobre ellos como un objeto de alabastro. Entre las ramas bifurcadas, Esmenet escudriñó las constelaciones, oprimida por la presencia de Sarcellus y el triste recuerdo de las palabras de Achamian.

«¡No hay modo de ocultarse al fin del mundo!»

¿Cómo podía ser tan idiota? ¿Una ramera que se colocaba a la altura de él? Él era un Maestro del Mandato. Cada noche perdía amores más grandes de lo que ella podía imaginar, no digamos ya ser. Oía sus gritos. El frenético parloteo en idiomas desconocidos. Los ojos perdidos en antiguas alucinaciones.

¡Lo sabía! ¿Cuántas veces lo abrazaba en la húmeda oscuridad?

Achamian la quería, por supuesto, pero Seswatha quería a los muertos.

—¿Te he dicho alguna vez —dijo ella, apartando esos pensamientos— que mi madre lee las estrellas?

—Peligroso —respondió él—. Especialmente en el Nansurium. ¿No conoce las penalizaciones?

La prohibición de la astrología era tan severa como la de la brujería. El futuro era demasiado valioso como para compartirlo con las castas inferiores. «Mejor ser una zorra, Esmi —le decía su madre—. Las piedras no son más que puños extendidos. Mejor que te peguen a que te quemen.»

¿Qué edad debía de tener ella? ¿Once?

—Sí. Por eso se negó a enseñarme.

—Fue una sabia decisión.

Silencio meditativo. Esmenet se enfrentó a una ira incomprensible.

—¿Crees que hablan de nuestro futuro, Akka? ¿Las estrellas?

Una pausa momentánea.

—No.

—¿Por qué?

—Los nohombres creen que el cielo está infinitamente vacío.

—¿Vacío? ¿Cómo va a ser eso posible?

—Todavía más, creen que las estrellas son soles lejanos.

Esmenet quiso reír, pero de repente, como si viera a través de su reflejo en las aguas, contempló cómo la lámina del cielo se disolvía en profundidades imposibles y el vacío se unía al vacío, la oquedad a la oquedad, con estrellas —¡no soles!— suspendidas como motas de polvo en un rayo de luz. Contuvo el aliento. El cielo se había convertido en un inmenso hoyo que bostezaba. Sin pensarlo, se cogió a las matas de hierbajos, como si estuviera de pie en una gran cornisa y no tumbada en el suelo.

—¿Cómo pueden creer una cosa así? —preguntó—. El sol se mueve en círculos alrededor del mundo. Las estrellas se mueven en círculos alrededor del Clavo. —Se le ocurrió la idea de que el Clavo del Cielo pudiera ser otro mundo, un mundo con mil veces mil soles. ¡Menudo cielo sería!

Achamian se encogió de hombros.

—Se supone que eso es lo que los Inchoroi les dijeron. Que habían navegado hasta aquí desde estrellas que eran soles.

—¿Y tú crees a los nohombres? ¿Por eso no crees que las estrellas tejan nuestro destino?

—Les creo.

—Pero sigues creyendo que el futuro está escrito. —El aire se apelmazó entre ellos, las hierbas que les circundaban se volvieron puntiagudas como alambres—. Crees que Kellhus es el Heraldo.

Se dio cuenta de que había estado hablando de Kellhus desde el principio. El Príncipe Kellhus.

Un momento de silencio. El sonido de risas desde el otro lado de los muros en ruinas. Kellhus y Serwe.

—Sí —dijo Achamian.

Esmenet contuvo el aliento.

—¿Y si es más? Más que el Heraldo…

Achamian se dio la vuelta y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Por primera vez, Esmenet vio que le caían lágrimas por las mejillas. Había estado llorando desde el principio. Desde el principio.

«Sufre más de lo que yo jamás lograré saber.»

—Lo comprendes —dijo—. Ves por qué me tormenta, ¿no?

Su piel recordó el trazo que el dedo de Sarcellus había seguido a lo largo del interior de sus muslos. Se estremeció y le pareció que oía a Serwe gimiendo en la oscuridad, jadeando.

«Te he pedido —había dicho Kellhus— que me cuentes cómo era.»

Ya no quería correr.

—El Mandato no puede saberlo, Akka… Debemos llevar solos esta carga.

Achamian frunció los temblorosos labios.

—¿Debemos?

Esmenet volvió a mirar las estrellas. Otro idioma que no sabía leer.

—Sí. Nosotros.