Asgilioch
La frase «Yo soy el centro» no tiene por qué ser pronunciada jamás. Es la asunción ante la cual toda certeza y toda duda prenden. |
Ajencis, Tercera analítica de los hombres |
Ve la alegría de tus enemigos y la melancolía de tus amantes. |
Proverbio ainonio. |
Principios de verano, año del Colmillo 4111, fortaleza de Asgilioch
Nadie recordaba un terremoto como el que asoló el espolón Unaras y las tierras altas Inuara. A centenares de millas del gran estruendo, los mercados de Gielgath se sumieron en el silencio mientras las mercancías se balanceaban en los ganchos y el mortero de sus estremecidos muros se descascarillaba. Las mulas coceaban con los ojos en blanco de miedo. Los perros aullaban.
Pero en Asgilioch, el baluarte más meridional de los pueblos de las llanuras Kyranae desde tiempos inmemorables, los hombres fueron derribados y postrados sobre sus rodillas, los muros se bambolearon como hojas de palmera y la antigua ciudadela de Ruom, que había sobrevivido a los Reyes de Shigek, los dragones de Tsurumah, y nada menos que las tres yihads fanim, se desplomaron en una poderosa columna de polvo. Mientras los supervivientes sacaban cadáveres de entre los desechos, se sorprendieron llorando más la piedra que la carne. «¡Riom de corazón gélido! —gritaban incrédulos—. ¡El Gran Toro de Asgilioch ha caído!» Para muchos en el Imperio, Ruom era un tótem. La ciudadela de Asgilioch no había sido destruida desde los tiempos de Ingusharotep II, el antiguo Rey–Dios de Shigek; fue la última ocasión en la que el Sur conquistó los pueblos de las llanuras Kyranae.
Los primeros Hombres del Colmillo, una compañía de veloces jinetes galeoth encabezada por el sobrino de Coithus Saubon, Athjeari, llegaron cuatro días después. Para su consternación, encontraron Asgilioch parcialmente en ruinas, y su maltrecha plaza fuerte les convenció de que la Guerra Santa había sido derrotada. Nersei Proyas y sus conriyanos llegaron el día después, y fueron seguidos dos días más tarde por Ikurei Conphas y sus Columnas Imperiales, así como por los Caballeros Shriah bajo el mandato de Inchieiri Gotian. Si Proyas había tomado el Camino Sogiano a lo largo de la costa meridional y después había marchado a campo traviesa por las tierras altas Inuara, Conphas y Gotian habían tomado el llamado «Camino Prohibido», construido por los nansur para permitir el rápido despliegue de sus Columnas entre las fronteras fanim y scylvendia. De los Grandes Nombres que se adentraron en el corazón de la provincia, Coithun Saubon y sus galeoth fueron los primeros en llegar, casi una semana después de Conphas. Gothyelk y sus tydonnios hicieron aparición poco después, seguidos por Skaiyelt y sus adustos thunyerios.
Nada se sabía de los ainonios con la salvedad de que, desde el principio, su ejército, tal vez ralentizado a causa de su tamaño o por culpa de los Chapiteles Escarlatas y su enorme contingente de carromatos para el equipaje, a duras penas lograba recorrer a diario la mitad de la distancia que el resto de los ejércitos. De modo que la mayor parte de integrantes de la Guerra Santa acamparon en las yermas laderas dominadas por las murallas de Asgilioch y esperó intercambiando rumores y premoniciones acerca del inminente desastre. Para los centinelas apostados en las murallas de Asgilioch, parecían una nación en plena migración, una parte del Colmillo.
Cuando se hizo evidente que pasarían días o tal vez semanas antes de que los ainonios se unieran a ellos, Nersei Proyas convocó un Consejo de Grandes y Pequeños Nombres. Dado el tamaño de la asamblea, se vieron obligados a reunirse en el patio interior de Asgilioch, bajo los escombros amontonados que rodeaban los quebrados fundamentos de Ruom. Los Grandes Nombres ocuparon su lugar alrededor de una mesa de caballetes que lograron poner en pie, mientras que los demás, ataviados con las galas de una docena de naciones, se sentaron en las laderas cubiertas de escombros, haciendo de las ruinas un anfiteatro. Resplandecieron bajo la brillante luz del sol.
Pasaron la mayor parte de la mañana contemplando los rituales y sacrificios adecuados para la ocasión: aquél era el primer Consejo completo que se realizaba desde que habían partido de Momemn. Pasaron la tarde discutiendo, sobre todo acerca de si la destrucción de Ruom auguraba una catástrofe o nada en absoluto. Saubon afirmó que la Guerra Santa debía levantar el campamento inmediatamente, encaminarse hacia los pasajes de las Puertas de Southron y marchar en dirección a Gedea.
—¡Este lugar nos oprime! —gritó, señalando la hilera de ruinas—. ¡Dormimos y nos agitamos bajo la sombra de lo terrible!
Ruom, insistió, era una superstición nansur, un «dogma de los perfumados y débiles de corazón». Cuanto más tiempo perdiera la Guerra Santa entre sus ruinas, más se convertiría en su propia superstición.
Si bien muchos consideraban lógicos estos argumentos, muchos otros no veían en ellos más que locura. Sin los Chapiteles Escarlatas, le recordaba Ikurei Conphas al Príncipe galeoth, la Guerra Santa estaría a merced de los cishaurim.
—Según los espías de mi tío, Skauras ha congregado a todos los Grandes de Shigek y nos espera en Gedea. ¿Quién puede decir que los cishaurim no están esperando con él?
Proyas y su consejero scylvendio, Cnaiür urs Skiotha, se mostraron de acuerdo: marchar sin los ainonios era una locura. Pero ninguna razón era suficiente, al parecer, para convencer a Saubon y sus aliados.
El sol salió por encima de las torrecillas occidentales, y no se pusieron de acuerdo en nada excepto en lo obvio: en mandar una partida de jinetes para encontrar a los ainonios, o en enviar a Athjeari a Gedea para reunir datos por medio del espionaje. En caso de no ser así, parecía seguro que la Guerra Santa, que tan poco hacía que se había reunido, se fracturaría de nuevo. Proyas se había sumido en el silencio y había hundido su rostro entre las manos. Sólo Conphas siguió discutiendo con Saubon, si es que el intercambio de rencorosos insultos puede ser tenido por discusión.
Entonces, Anasurimbor Kellhus, el empobrecido Príncipe de Atrithau, se puso en pie entre los que le observaban y gritó:
—¡Ninguno de vosotros comprendéis lo que veis! ¡La pérdida de Ruom no es un accidente, pero tampoco una maldición!
Saubon estalló en carcajadas y gritó:
—Ruom es un talismán contra los infieles, ¿no es así?
—Sí —respondió el Príncipe de Atrithau—. Mientras la ciudadela resistió, tuvimos la oportunidad de mirar atrás. Pero ahora… ¿No lo ves? Al otro lado de estas montañas, los hombres se congregan en tabernáculos del Falso Profeta. Estamos en tierra de infieles. ¡En tierra de infieles!
Se detuvo y miró sucesivamente a todos los Grandes Nombres.
—Sin Ruom no hay vuelta atrás. El Dios ha quemado nuestras naves.
Más tarde se tomó la decisión: la Guerra Santa esperaría a los ainonios y los Chapiteles Escarlatas.
Muy lejos de Asgilioch, en el mismísimo centro de su gran tienda, Eleazaras, Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas, se reclinó en su silla, el único lujo que se había llevado consigo para ese loco viaje. Debajo de él, sus esclavos le lavaban los pies con agua caliente. Tres trípodes iluminaban la oscuridad circundante. El humo caracoleaba en el interior y arrojaba sombras que parecían letras escritas con agua sobre la lona abombada.
El viaje no había sido tan duro como había temido, al menos hasta entonces. En todo caso, las noches como aquélla siempre parecían provocarle un alivio casi vergonzoso. Al principio había pensado que se trataba de su edad: habían pasado más de veinte años desde su último viaje al extranjero. Huesos cansados, pensó, observando a su gente trabajar bajo la luz del atardecer, levantando tiendas y pabellones hasta el mismísimo horizonte. Huesos viejos y cansados.
Pero cuando recordaba esos años que se había pasado vagando de misión en misión, de ciudad en ciudad, se daba cuenta de que lo que sufría ahora no tenía nada que ver con el cansancio. Recordaba estar tendido junto al fuego bajo las estrellas, sin ningún gran pabellón sobre su cabeza, ni almohadas de seda besándole la mejilla, sólo el suelo duro y el zumbante agotamiento que asoma cuando un viajante se tumba y se queda completamente inmóvil. Aquello era cansancio. Pero ¿eso? Portado en litera, rodeado de docenas de esclavas con el pecho desnudo.
El alivio que experimentaba cada noche, advirtió, no tenía nada que ver con la fatiga y mucho con permanecer inmóvil.
Es decir, con Shimeh.
Las grandes decisiones, pensó, se medían tanto por su finalidad como por sus consecuencias. A veces, lo sentía como si se tratara de algo palpable: el camino no tomado, esa bifurcación de la historia en la que los Chapiteles Escarlatas repudiaban la indignante oferta de Maithanet y contemplaban la Guerra Santa desde lejos. No existía, pero allí estaba, del mismo modo en que una noche de pasión puede permanecer en el rostro suplicante de un esclavo. Lo veía en todas partes: en silencios nerviosos, en intercambios de miradas, en el implacable cinismo de Iyoku, en el ceño fruncido del general Setpanares. Y parecía burlarse de él con una promesa, como el camino que ahora recorría se burlaba de él con una amenaza.
¡Unirse a la Guerra Santa! Eleazaras se dedicaba a las cosas irreales, ése era su trabajo. Pero la irrealidad de eso, que los Chapiteles Escarlatas estuvieran allí, era algo completamente indigerible. El mero hecho de pensarlo daba pasto a toda clase de ironías, pero no las ironías de las que los hombres cultos —especialmente los ainonios— gustaban, sino más bien las ironías que se reproducían incesantemente, que reducían toda determinación a una temblorosa indecisión.
Añádase a esto la acumulación de complicaciones: la Casa Ikurei conspirando con los infieles; el Mandato jugando algún viejo juego gnóstico por medio del cual todo agente de los Chapiteles en Sumna era descubierto y ejecutado a pesar de que parecían estar seguros antes de que los Chapiteles Escarlatas pusieran los pies en el Imperio. Hasta Maithanet, el Gran Shriah de los Mil Templos, parecía estar tramando algo.
Poco le sorprendía que Shimeh le oprimiera. Poco le sorprendía que cada noche le pareciera un alivio.
Eleazaras suspiró mientras Myaza, su nueva favorita, le masajeaba el pie derecho con aceite templado.
«No importa —se dijo—. El arrepentimiento es el opio de los idiotas.»
Reclinó la cabeza y observó cómo la muchacha trabajaba con los ojos entrecerrados.
—Myaza —dijo suavemente, riendo al ver la modesta sonrisa de la chica—. Mmmyasssaaa…
—Hanamanu Eleazarasss —dijo ella entre suspiros, ¡una muchacha valiente! Las otras esclavas soltaron un jadeo, asombradas, y después se pusieron a reír. ¡Chica mala!, pensó Eleazaras. Se inclinó hacia adelante para levantarla en brazos. Pero la visión de un Ujier con su túnica negra arrodillándose sobre las alfombras le detuvo.
Alguien quería verle, obviamente. Probablemente el general Setpanares con más quejas acerca de la pereza del ejército, que en realidad eran quejas acerca de la pereza de los Chapiteles Escarlatas. De modo que los ainonios serían los últimos en llegar a Asgilioch. ¿Qué más daba? Que esperaran.
—¿De qué se trata? —espetó.
El joven alzó el rostro.
—Ha llegado un peticionario, Gran Maestro.
—¿A esta hora? ¿Quién?
El Ujier dudó.
—Un mago de la Escuela Myunsai, Gran Maestro. Un tal Skalateas.
¿Myunsai? Zorras, todos ellos.
—¿Qué quiere? —le preguntó Eleazaras.
Algo se agitó en su estómago. Más complicaciones.
—No lo ha dicho exactamente —respondió el Ujier—. Sólo dice que ha cabalgado hasta aquí desde Momemn para hablar contigo acerca de un asunto muy urgente.
—Consentido —espetó Eleazaras—. Zorra. Hazle esperar un rato y después mándale entrar.
Una vez el hombre se hubo retirado, Eleazaras pidió a sus esclavas que le secaran los pies y le pusieran las sandalias. Después las hizo salir. Mientras la última esclava se retiraba, el hombre llamado Skalateas era escoltado por dos Javreh armados.
—Dejadnos —dijo Eleazaras a los esclavos–guerreros. Hicieron una amplia reverencia y se retiraron.
Desde su asiento, estudió al mercenario, que iba afeitado a la moda nansur, vestido con modestos ropajes de viajero: pantalones, un amplio y sencillo blusón marrón y sandalias de cuero. Parecía estar temblando; razones tenía para ello. Estaba nada más y nada menos que ante el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas.
—Esto es una gran impertinencia, hermano mercenario —dijo Eleazaras—. Hay otros canales para hacer esta clase de transacción.
—Te ruego perdón, Gran Maestro, pero no hay otros canales para lo que tengo que… que ofrecerte. —Rápidamente, añadió—: Soy… soy un Peralogue Sajín–Blanco de la Orden Myunsai, Gran Maestro, contratado por la Familia Imperial como Auditor. El Emperador se vale de mí, de vez en cuando, para confirmar ciertas resoluciones adoptadas por su Saik Imperial.
Eleazaras digirió aquello, decidido a ser complaciente.
—Sigue.
—D–deberíamos, ah… ah…
—¿Deberíamos qué?
—¿Deberíamos discutir los honorarios?
Un miembro de las castas de ínfima importancia, por supuesto, un suthenti. Ningún aprecio por el juego. Pero el jnan, como a los ainonios les gustaba decir, no admitía ningún consentimiento. Si un hombre jugaba, todos jugaban.
En lugar de responder, Eleazaras estudió sus largas uñas pintadas y se las frotó con aire ausente contra el pecho. Levantó la mirada como si le hubieran sorprendido cometiendo alguna pequeña indiscreción y después escudriñó a aquel idiota como si cargara con resoluciones de vida y muerte.
La suma de silencio y escrutinio a punto estuvo de acabar con aquel hombre. Juntó sus temblorosas manos ante sí.
—D–disculpa mi impaciencia, Gran Maestro —dijo tartamudeando Skalateas, cayendo de rodillas—. Con tanta frecuencia el conocimiento y la avaricia…, se estimulan mutuamente.
Bien hecho. El hombre no carecía completamente de inteligencia.
—Se estimulan, ciertamente —dijo Eleazaras—. Pero tal vez deberías permitirme decidir cuál de las dos cosas es más importante.
—Por supuesto, Gran Maestro. Pero…
—Pero nada, zorra. Suéltalo ahora mismo.
—Por supuesto, Gran Maestro —repitió—. Son los sacerdotes–hechiceros fanim, los cishaurim… Tienen una nueva clase de espía.
El teatro terminó. Eleazaras se inclinó hacia adelante.
—Cuéntame más.
—P–perdóname, Gran Maestro —espetó el hombre—. P–pero ¡quiero que me pagues antes de seguir hablando!
Un idiota a fin de cuentas. El tiempo era el bien más preciado de los maestros. Fuera una zorra o no, el hombre debería haberlo sabido. Eleazaras suspiró y después pronunció la primera palabra imposible. Su boca y sus ojos ardieron con el mismo brillo del fósforo.
—¡No! —gritó Skalateas—. ¡Por favor! ¡Hablaré! No es necesario…
Eleazaras se detuvo, pero sus arcanos murmullos siguieron resonando, como si hubieran sido arrojados por muros que no eran de este mundo. El silencio, cuando llegó, pareció absoluto.
—E–en la v–víspera antes de que la Guerra Santa partiera de Momemn —empezó el hombre— me llamaron a las Catacumbas para observar lo que en teoría debía ser, me dijeron, el interrogatorio a un espía. Al parecer, era el Primer Consejero del Emperador.
—¿Skeaos? —exclamó Eleazaras—. ¿Un espía?
El myunsai dubitó y se lamió los labios.
—No Skeaos… Alguien que se hacía pasar por él. O algo…
Eleazaras asintió.
—Tienes toda mi atención, Skalateas.
—El propio Emperador estaba presente en el interrogatorio. Exigió, con bastante estridencia, que contradijera los hallazgos del Saik, que le dijera que algo tenía que ver la hechicería. El Primer Consejero era, como sabes, un anciano, y sin embargo, al parecer, mató o mutiló a varios miembros de la Guarda Eótica durante su detención; con sus propias manos, dijeron. El Emperador estaba, bueno…, muy alterado.
—¿Qué es lo que viste, Auditor? ¿Viste la Marca?
—No. Nada. Estaba impoluto. Allí no había rastro alguno de hechicería. Pero cuando se lo dije al Emperador, me acusó de conspirar con el Saik para derrocarle. Después, llegó el Maestro del Mandato, escoltado por Ikurei Conphas nada…
—¿El Maestro del Mandato? —dijo Eleazaras—. ¿Te refieres a Drusas Achamian?
Skalateas tragó saliva.
—¿Le conoces? Nosotros los myunsai ya ni siquiera nos tomamos en serio el Mandato. Acaso su Eminencia cree que…
—¿Deseas venderme lo que sabes, Skalateas, o intercambiarlo?
El myunsai sonrió nerviosamente.
—Venderlo, por supuesto.
—¿Qué sucedió después?
—El Maestro del Mandato confirmó mi opinión y el Emperador también le acusó de mentir. Como decía, el Emperador estaba…, estaba…
—Alterado.
—Sí. Y en ese momento, incluso algo más. Pero el Maestro del Mandato, Achamian, también parecía agitado. Discutieron…
—¿Discutieron? —Por alguna razón aquello no sorprendió a Eleazaras—. ¿Sobre qué?
El myunsai negó con la cabeza.
—No lo recuerdo. Algo sobre el miedo, creo. Entonces, el Primer Consejero empezó a hablarle al Maestro en algún idioma que yo nunca había oído. Él lo reconoció.
—¿Lo reconoció? ¿Estás seguro?
—Completamente… Skeaos, o lo que quiera que fuese aquello, reconoció a Drusas Achamian. Después, él, aquello, empezó a temblar. Nosotros nos quedamos con la boca abierta. Después, arrancó las cadenas de la pared… ¡Se soltó!
—¿Le ayudó Drusas Achamian?
—No. Él estaba tan horrorizado como los demás, puede que más. En el alboroto, mató a dos o tres hombres, ¡nunca había visto algo moverse tan rápido! Entonces fue cuando intervino el Saik, le quemó… Ahora que pienso en ello, le quemó a pesar de las protestas del Mandato. Ese hombre estaba enfadado.
—¿Achamian trató de interceder?
—Hasta el punto de proteger al Primer Consejero con su propio cuerpo.
—¿Estás seguro de eso?
—Totalmente. Nunca lo olvidaré, porque entonces fue cuando la cara del Primer Consejero… Cuando su cara…, se despellejó.
—Se despellejó…
—O se desdobló… Su cara sólo…, se abrió, como dedos pero… No sé otro modo de describirlo.
—¿Como dedos?
«¡No puede ser! ¡Miente!»
—Dudas de mí. ¡Y no debes hacerlo, Eminencia! Éste espía era un doble, ¡un imitador sin la Marca! Y eso significa que debe de ser un artefacto de la Psukhe. Los cishaurim. Significa que tienen espías que no podemos ver.
El aturdimiento se vertió como agua desde el pecho de Eleazaras hasta sus extremidades. «He apostado mi Escuela.»
—Pero su Arte es demasiado rudimentario.
Skalateas parecía curiosamente animado.
—Pero a pesar de todo es la única explicación. Han encontrado el modo de crear espías perfectos. ¡Piensa! ¿Durante cuánto tiempo han estado en posesión del oído del Emperador? ¡El Emperador! ¿Quién sabe cuánto…? —Se detuvo, aparentemente al darse cuenta de que estaba hablando demasiado cerca del meollo de aquel asunto—. Pero ésa es la razón por la que he venido cabalgando hasta encontrarte. Para advertirte.
A Eleazaras se le secó la boca. Trató de tragar saliva.
—Debes quedarte aquí con nosotros, para que podamos…, entrevistarte más a fondo.
La cara del hombre se había convertido en la imagen misma del pavor.
—M–me temo que no será posible, E–eminencia. Me esperan de vuelta en la Corte Imperial.
Eleazaras se cogió las manos para ocultar su temblor.
—Ahora, Skalateas, trabajas para los Chapiteles Escarlatas. Tu contrato con la Casa Ikurei ha sido disuelto.
—Ah, E–eminencia, aunque me humillo ante tu gloria y ante tu poder, ¡soy tu esclavo!, me temo que los contratos myunsai no pueden ser disueltos por decreto. N–ni siquiera tuyo. A–así que s–si puedo recoger m–mis…
—Ah, sí, tus honorarios. —Eleazaras miró con dureza a Skalateas y sonrió con una engañosa afabilidad. Pobre idiota. Pensar que había subestimado el valor de su información. Eso valía mucho más que oro. Mucho más.
El rostro del myunsai se había quedado en blanco.
—Supongo que puedo retrasar mi partida.
—Sup…
En ese momento, Eleazaras estuvo a punto de morir. El hombre había iniciado sus Palabras justo en el instante en que él se disponía a responder, ganando el tiempo que el corazón tarda en dar un latido, casi suficiente.
Un rayo hendió el aire, brincó y retumbó en las reflexivas Guardas del Gran Maestro. Ciego por un momento, Eleazaras se inclinó sobre su silla y cayó sobre el suelo alfombrado. Se puso a cantar antes de encontrarse las rodillas.
El aire danzó con luces martilleantes. Ráfagas de gorriones ardientes…
El idiota soltó un grito, farfulló tanto como pudo, tratando de reforzar sus Guardas. Pero para Hanamanu Eleazaras, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas, eran poco más que el acertijo de un niño que fácilmente podía resolverse. Un fogoso pájaro tras otro se apoderó de él. Una inmolación tras otra, golpeando sus Guardas hasta dejarlas maltrechas. Después, refulgieron cadenas desde las esquinas de un aire vacío, perforando las extremidades y la espalda, cruzando como si se entrelazaran entre los dedos de un niño, hasta que el hombre pendió suspendido. Ensartado.
Skalateas gritó.
Los Javreh entraron en la sala con las armas desenvainadas, pero se detuvieron horrorizados ante el espectáculo del myunsai. Eleazaras les ladró que se marcharan.
Vislumbró al Maestro de Espías, Iyokus, abriéndose paso a empellones entre los guerreros–esclavos, que retrocedieron a su paso. El adicto a la chanv se tambaleó sobre las alfombras, con los ojos —con iris rojo— abiertos de par en par y los labios fruncidos de excitación. Eleazaras no recordaba haber visto jamás tal pasión en el rostro de aquel hombre, al menos desde el fatídico ataque de los cishaurim diez años antes…
Su declaración de guerra.
—¡Eli! —gritó Iyekus, mirando con expresión lívida y retorcida a Skalateas—. ¿Qué es esto?
El Gran Maestro, con aire ausente, le dio una patada al pequeño fuego que ardía ante las alfombras.
—Es un pequeño regalo para ti, viejo amigo. Otro enigma para que lo interpretes. Otra amenaza…
—¿Amenaza? —gritó el hombre—. ¿Qué significa esto, Eli? ¿Qué ha pasado aquí?
Eleazaras escudriñó al myunsai, que estaba gritando. En ese momento era un erudito distraído por su trabajo.
«¿Qué debo hacer?»
—El Maestro del Mandato —espetó Eleazaras, girándose hacia Iyokus—. ¿Dónde está?
—Marchando con Proyas, o eso es lo que creo… ¿Eli? Dime…
—Drusas Achamian debe ser llevado ante mí —prosiguió Eleazaras—. Llevado ante mí o asesinado.
La expresión de Iyokus se oscureció.
—Una cosa así requiere tiempo…, planificación… ¡Es un Maestro del Mandato, Eli! Eso por no mencionar el riesgo de represalias. ¿Qué opinas, que debemos declararle la guerra a los cishaurim y el Mandato al mismo tiempo? En cualquiera de los dos casos, nada se hará hasta que yo sepa qué es lo que está pasando. ¡Es mi derecho!
Eleazaras estudió al hombre y engarzó su inquietante mirada. Quizá por primera vez, se sintió más tranquilizado que turbado por su piel translúcida. «¿Iyokus? Eres tú, ¿verdad?»
—Esto parece —dijo— irracional…
—Lo es. Loco, incluso…
—Confía en mí, viejo amigo. No lo es. La necesidad hace que todas las cosas sean racionales.
—¿A qué viene esta estratagema? —gritó Iyokus.
—Paciencia —respondió Eleazaras, haciendo acopio de la dignidad que correspondía a un Gran Maestro. Aquélla era ocasión para el control. El cálculo—. Primero le sigues la corriente a mi locura, Iyokus. Y después me haces contarte las razones por las que es cuerda. Primero debes dejarme tocarte la cara.
—¿Y eso por qué? —preguntó el hombre. Estupefacción.
Desde lo que parecía una gran distancia, Skalateas gimió.
—Debo comprobar que debajo tienes huesos… Huesos de verdad.
Por primera vez desde que había partido de Momemn, Achamian se encontró solo junto al fuego del anochecer. Proyas estaba ofreciendo una fiesta en el templo para los otros Grandes Nombres, y todo el mundo con la excepción del hechicero y los esclavos había sido invitado. Así que Achamian decidió llevar a cabo su propia celebración. Bebió en honor al sol, que se inclinaba sobre los hombros del espolón Unaras, en honor de Asgilioch y sus torres quebradas, y en honor del campamento de la Guerra Santa, cuyas innumerables hogueras resplandecían en la oscuridad. Bebió hasta que la cabeza le flaqueó ante las llamas, hasta que sus pensamientos se convirtieron en un viscoso marasmo de discusiones, ruegos y arrepentimientos.
Ahora sabía que haberle hablado a Kellhus de su dilema había sido fruto de la precipitación.
Habían pasado dos semanas desde su confesión. Durante este tiempo, el contingente conriyano había abandonado la piedra del Camino Sogiano por la maleza y las arenosas laderas de las tierras altas Inuara. Había caminado con Kellhus con la misma frecuencia que antes, respondiendo sus preguntas, reflexionando sobre sus aseveraciones, y maravillándose, siempre maravillándose, del corazón y el intelecto de ese hombre. En la superficie, todo había seguido siendo igual con la salvedad de que ahora les faltaba un camino que seguir. Pero por debajo, todo había cambiado.
Había creído que compartiéndolo, el peso de su carga disminuiría, que la honestidad redimiría su vergüenza. ¿Cómo había podido ser tan idiota como para pensar que lo que había provocado su angustia había sido mantener en secreto su dilema y no el dilema mismo? En todo caso, mantenerlo en secreto había sido un bálsamo. Ahora, cada vez que Kellhus y él intercambiaban una mirada, Achamian veía su angustia reflejada y reproducida, hasta que en ocasiones le parecía que no podía respirar. En lugar de disminuir su carga, la había doblado.
—¿Qué hará el Mandato si se lo cuentas? —le había preguntado posteriormente Kellhus.
—Llevarte a Atyersus. Encarcelarte. Interrogarte. Ahora que saben que el Consulto sigue haciendo estragos, harán cualquier cosa para ejercer algo que parezca control. Sólo por esa razón, nunca te soltarían.
—¡Entonces no debes contárselo, Akka! —Había ira y una cierta angustia en esas palabras, una enojada desesperación que le recordó a Inrau.
—Y el Segundo Apocalipsis, ¿qué hay de eso?
—Pero ¿estás seguro? ¿Estás tan seguro como para poner en riesgo toda una vida?
Una vida por el mundo. O el mundo por una vida.
—¡No lo comprendes! ¡Lo que está en juego, Kellhus! ¡Piensa en lo que está en juego!
—¿Cómo iba yo a pensar en otra cosa? —le había respondido Kellhus.
Las sacerdotisas Cúlticas de Yatwer, había oído en una ocasión Achamian, siempre arrastraban dos víctimas —normalmente corderos— al altar de los sacrificios, una para acuchillarla, la otra para que fuera testimonio del sagrado tránsito. De este modo, todo animal arrojado sobre el altar siempre sabía, pese a su falta de entendimiento, lo que le iba a suceder. Para los yatwerianos, el ritual no era suficiente: la transformación de una carnicería normal en un verdadero sacrificio exigía reconocimiento. Un cordero por diez toros, le había dicho en una ocasión una sacerdotisa, como si conociera el cálculo que permitía medir cosas como ésa.
Un cordero por diez toros. En ese momento, Achamian se había reído. Ahora lo comprendía.
Anteriormente, el dilema le había abrumado de un modo hostil, estremecedor, como una perversión secreta. Pero ahora que Kellhus lo conocía, simplemente le abrumaba. Antes Achamian podía hallar descanso, de vez en cuando, en la extraordinaria compañía de aquel hombre. Podía simular ser un simple maestro. Pero ahora el dilema se había convertido en algo existente entre ambos, algo que siempre estaba allí tanto si Achamian evitaba su mirada como si no. Ya no había posibilidad de simular, de olvidar. Sólo el cuchillo de la inactividad.
Y el vino. El dulce vino sin aguar.
Cuando llegaron a Asgilioch, que estaba medio derruida, Achamian empezó, más por desesperación que por cualquier otra cosa, a enseñarle a Kellhus álgebra, geometría y lógica. ¿Qué mejor modo de imponer claridad en una confusión que magullaba el alma, certeza en una duda que roía las costillas? Mientras los otros observaban de cerca, riendo, rascándose la cabeza, o en el caso del scylvendio, con el ceño fruncido, Achamian y Kellhus pasaron horas garabateando cálculos en la tierra pelada. Al cabo de pocos días, el Príncipe de Atrithau improvisaba nuevos axiomas, descubría teoremas y fórmulas que Achamian nunca había creído posibles, y que, por supuesto, no se encontraban en los textos clásicos. Kellhus hasta le demostró —¡le demostró!— que la lógica de Ajencis tal como se planteaba en Los silogísticos estaba precedida por una lógica más básica que se valía de relaciones entre frases en lugar de sujetos y predicados. ¡Dos mil años de comprensión y perspicacia derrocados por los trazos de un palo en el polvo!
—¿Cómo? —había gritado—. ¿Cómo?
Kellhus se encogió de hombros.
—Es solamente lo que veo.
«Está aquí —había pensado Achamian absurdamente— pero no está junto a mí.» Si todos los hombres veían desde el lugar en el que estaban, Kellhus estaba en otra parte, eso era innegable. Pero ¿acaso estaba más allá del débil juicio de Drusas Achamian?
Ah, la pregunta. Necesitaba más vino.
Achamian hurgó en su bolsa, su sola compañía junto al fuego, y sacó el mapa que había trazado —ahora parecía que tanto tiempo atrás— mientras viajaba desde Sumna a Momemn. Lo sostuvo ante la luz del fuego y parpadeó varias veces con los ojos adormilados. Todos ellos, todos los nombres escritos en negro, estaban conectados con la excepción de: Anasurimbor Kellhus.
Relaciones. Como la aritmética o la lógica, todo se reducía a las relaciones. Achamian había trazado esas relaciones que conocía sin dudarlo, como el vínculo entre el Consulto y el Emperador, e incluso las que sólo había supuesto o temido, como las existentes entre Maithanet e Inrau. Líneas de tinta: una para la infiltración del Consulto en la Corte Imperial, otra para el asesinato de Inrau, otra para la guerra de los Chapiteles Escarlatas contra los cishaurim, otra para la reconquista de Shimeh por parte de la Guerra Santa, y así sucesivamente. Líneas de tinta para las relaciones. Un delgado esqueleto negro.
Pero ¿dónde encajaba Kellhus? ¿Dónde?
Achamian, repentinamente, soltó una carcajada y reprimió el impulso de tirar el pergamino al fuego. Humo. ¿No era eso lo que en realidad eran las relaciones? No tinta, sino humo. Difícil de ver e imposible de coger. ¿Y no era ése el problema? ¿El problema de todo?
Al pensar en el humo, Achamian se puso en pie. Se balanceó un momento y después se agachó para coger la bolsa. Consideró de nuevo la posibilidad de tirar el mapa a las llamas, pero se lo pensó mejor —era un veterano de innumerables meteduras de pata de borracho— y metió el pergamino con el resto de sus cosas.
Con la bolsa y el odre de Xinemus colgando de los hombros, se adentró dando tumbos en la oscuridad, riéndose para sí y pensando: «Sí, humo… Necesito humo». Hachís.
¿Por qué no? El mundo estaba a punto de terminarse.
A medida que el sol se ponía tras el espolón Unaras, cada punto de luz de las hogueras se fue convirtiendo en un círculo iluminado hasta que el campamento se tornó un puñado de monedas de oro esparcidas sobre tela negra. Entre los primeros en llegar, los conriyanos habían montado sus pabellones en las cumbres justo debajo de Asgilioch y su cercano suministro de agua. En consecuencia, Achamian caminó hacia abajo, siempre hacia abajo, hacia lo que parecía un submundo cada vez más oscuro y más estridente.
Caminó y tropezó, explorando las sombrías arterias entre los pabellones. Pasó junto a muchos otros: grupos de juerga que se desplazaban de un campamento a otro, borrachos en busca de letrinas, esclavos haciendo recados, hasta un sacerdote gilgallic salmodiando y agitando el cadáver de un halcón con una cuerda de cuero. De vez en cuando, aminoraba la marcha, contemplaba las rubicundas caras reunidas alrededor de cada hoguera y se reía de sus payasadas o reflexionaba sobre sus ceños fruncidos. Miraba cómo se pavoneaban y adoptaban poses, cómo se golpeaban el pecho y bramaban a las montañas. Pronto caerían sobre los infieles. Pronto se enfrentarían a su odiado enemigo. «¡El Dios ha quemado nuestras naves!», oyó Achamian que rugía un galeoth con el pecho desnudo, primero en sheyico, después en su lengua nativa. «¡Wossen het Votta grefearsa!»
De vez en cuando se detenía para escudriñar la oscuridad a su espalda. Una vieja costumbre.
Al cabo de un rato se sintió cansado y vio que se estaba quedando sin vino. Había confiado en que el Destino, Anagke, le llevaría hasta las prostitutas. A fin de cuentas, ella era llamada «la Zorra». Pero como en todo, ella le había llevado a la perdición… Maldita zorra. Empezó a desafiar a la luz para encontrar la dirección.
—No es por aquí, amigo —le dijo en un campamento un anciano al que le faltaban los dientes delanteros—. Aquí sólo están en celo las mulas. Los bueyes y las mulas.
—Bien… —dijo Achamian, agarrándose la entrepierna a la manera tydonnia—, al menos las proporciones estarán bien. —El anciano y sus compañeros estallaron en carcajadas. Achamian les guiñó el ojo y volvió a levantar su odre.
—¡Por ahí! —gritó entonces desde el fuego alguien ingenioso, señalando a la oscuridad tras él—. ¡Espero que tengas un buen bolsillo en el culo!
Achamian tosió y el vino le salió por la nariz, después se pasó un rato agachado, resollando. El jolgorio generalizado que aquello provocó le hizo merecedor de un lugar junto al fuego. Viajero empedernido, Achamian estaba acostumbrado a la compañía de desconocidos belicosos, y por una vez disfrutó de su camaradería, su vino y su propio anonimato. Pero cuando las preguntas de aquellos hombres se tornaron demasiado incisivas, les dio las gracias y se marchó.
Arrastrado por el redoble de tambores, Achamian cruzó una parte del campo que parecía desierta y después, casi sin ser consciente de ello, se encontró en el recinto en el que estaban las prostitutas. De repente, toda la actividad pareció concentrarse entre los fuegos. A cada paso que daba golpeaba algún hombro, empujaba a alguien. En algunos lugares, se abrió paso entre la multitud casi totalmente a oscuras, con sólo cabezas, hombros y de vez en cuando una cara cubierta de escarcha por la pálida luz del Clavo del Cielo. En otros, se habían clavado en el suelo antorchas, bien para músicos, mercaderes o burdeles con paredes de cuero. Varias avenidas incluso se vanagloriaban de contar con faroles colgantes. Vio a jóvenes Hombres del Colmillo —en realidad poco más que niños— vomitando por culpa del exceso de bebida. Vio niñas de diez años tirando de hombres de orondas cinturas tras doseles acortinados. Incluso vio a un niño con el rostro cubierto de cosméticos corridos, que observaba con una temerosa esperanza mientras pasaba un hombre tras otro. Vio a artesanos al frente de tenderetes, pasó junto a varias herrerías improvisadas. Tras el laberíntico dosel de un antro de opio, vio a hombres retorciéndose como si estuvieran siendo acosados por moscas. Pasó junto a los dorados pabellones de los Cultos: Gilgaol, Yatwer, Momas, Ajokli, incluso la elusiva Onkis, que había sido la pasión de Inrau, así como muchos otros. Se sacó de encima con un movimiento de la mano a los omnipresentes pedigüeños, y se rió de los adeptos que le ponían sus tablillas de arcilla bendecidas en la mano.
Durante un breve plazo de tiempo, Achamian no vio tienda alguna, sólo burdos refugios improvisados con palos, cordeles y cuero pintado, o en algunos casos, una simple estera. Mientras recorría un callejón, Achamian vio no menos de una docena de parejas, hombre y mujer u hombre y hombre, revolcándose a plena vista. En una ocasión, se detuvo para contemplar una chica norsirai de una belleza casi inverosímil jadeando entre los esfuerzos de dos hombres, sólo para ser abordado por un hombre con los dientes ennegrecidos y un palo que le exigía una moneda. Después, vio a un viejo ermitaño tatuado fatigándose sobre una gorda prostituta. Vio a rameras zeumi negras bailando su extraña danza, moviendo las extremidades como marionetas con chillones vestidos de seda falsa, caricaturas de la ornamentada elegancia que tanto caracterizaba a su lejana tierra natal.
Fue la primera mujer quien le encontró a él y no al revés. Mientras pasaba por un callejón particularmente oscuro entre chabolas de lienzo, oyó un traqueteo, después sintió unas pequeñas manos buscándole a tientas la entrepierna desde atrás. Cuando se dio la vuelta y la abrazó ella le pareció bien proporcionada, aunque a duras penas pudo verle la cara en la oscuridad. Ella ya estaba frotándole el miembro por encima de su túnica, murmurando:
—Sólo una moneda de cobre, señor. Sólo una moneda de cobre por tu semilla. —Achamian percibió su amarga sonrisa—. Dos monedas de cobre por mi melocotón. ¿Quieres mi melocotón?
Casi a su pesar, Achamian se dejó asir por aquellas manos intranquilas, jadeando. Entonces, una hilera de soldados de caballería provistos de antorchas —Kidruhil Imperiales— pasó haciendo un gran estruendo y él pudo vislumbrar su rostro: ojos ausentes y labios llenos de llagas…
Achamian la abrazó con fuerza mientras buscaba su monedero. Sacó una moneda de cobre y trató de dársela, pero la moneda cayó al suelo. Ella se puso de rodillas, empezó a palpar en la oscuridad, gruñendo.
Poco tiempo después, se encontró merodeando por la oscuridad, observando a un grupo de prostitutas reunidas alrededor del fuego. Cantaban y daban palmas mientras una mujer ketyai desvergonzada y con el pecho descubierto hacía cabriolas alrededor de las llamas vestida sólo con una manta que le cubría hasta las caderas. Era una costumbre habitual, Achamian lo sabía. Se turnaban, bailando lascivamente y gritando hacia la oscuridad que las rodeaba, voceando su mercancía y su rango.
Al principio, examinó a las mujeres desde el refugio de la oscuridad para evitar la vergüenza de elegir en su presencia. La chica que bailaba no le gustaba; tenía cara de caballo. Pero la joven chica norsirai, que balanceaba su hermosa carita al ritmo de la canción como una niña… Estaba sentada en el suelo con las rodillas dobladas caprichosamente ante ella. La luz de la lumbre iluminaba al azar el interior de sus muslos.
Cuando finalmente se acercó a ellas, empezaron a gritar como vendedores de esclavos en una subasta, ofreciendo promesas y halagos que se convirtieron en burlas cuando cogió a la muchacha galeoth de la mano. A pesar de la bebida, estaba tan nervioso que a duras penas podía respirar. Era tan bonita. Tan suave e impoluta.
Cogiendo una vela de una pequeña hilera de exvotos, ella le guió hacia la oscuridad, hasta el último de una serie de refugios. Dejó caer su manta y se agachó bajo el cuero manchado. Achamian se quedó de pie junto a ella deseando poder respirar profundamente la pálida gloria de su cuerpo desnudo. El muro más lejano del refugio, sin embargo, consistía en poco más que trapos atados hasta formar una cuerda. A través de ellos, veía a centenares de personas avanzando en su dirección a través de los callejones sombríos.
—Quieres follarme, ¿verdad? —dijo ella como si no hubiera ningún problema.
—Oh, sí —murmuró él. ¿Adónde había ido su aliento?
«Dulce Sejenus.»
—¿Follarme cuántas veces? ¿Eh, Baswutt?
Achamian se rió nerviosamente. Miró por entre la cortina de harapos una vez más. Dos hombres se insultaban y se pegaban tan cerca de ellos que Achamian se estremeció.
—Muchas veces —respondió, sabedor de que ésa era la forma educada de negociar el precio—. ¿Cuántas crees tú?
—Diría que cuatro… Cuatro veces, una moneda de plata por cada una.
¿De plata? Obviamente, había tomado su vergüenza por inexperiencia. A pesar de ello, ¿qué era el dinero en una noche como aquélla? Estaba de celebración, ¿no era así?
Se encogió de hombros, diciendo:
—¿A un hombre viejo como yo?
En aquel extraño idioma, Achamian se veía obligado a burlarse de su propia habilidad para conseguir un buen trato. Si era pobre, se quejaba de ser viejo, estar enfermo, etcétera. Los hombres arrrogantes, le había dicho Esmenet en una ocasión, habitualmente lograban poco en esa clase de negociaciones, lo cual, por cierto, era lo que interesaba. Las rameras no odiaban nada más que a los hombres que llegaban ya creyendo las halagadoras mentiras que ellas les decían. Esmi les llamaba los stmustarapari, o «aquellos–que–escupen–dos–veces».
La chica galeoth le escudriñó con los ojos nebulosos y empezó a acariciarse en la oscuridad.
—Eres tan fuerte —dijo, de repente con la voz pastosa—. Como Baswutt… ¡Fuerte! ¿Qué te parecen dos monedas de plata?
Achamian se rió y se esforzó por no mirarle los dedos. El suelo había empezado a girar lentamente. Por un instante, aquella chica le pareció pálida y delgada en la oscuridad, como una esclava maltratada. La estera que tenía bajo su cuerpo era tan basta que parecía poder cortarle la piel. Achamian había bebido demasiado.
«¡No demasiado! Sólo lo justo…»
El suelo se detuvo. Tragó saliva, asintió para mostrar su acuerdo y después sacó dos monedas de su monedero.
—¿Qué significa «Baswutt»? —le preguntó, depositando las monedas de plata en la pequeña y ansiosa palma de su mano.
—¿Eh? —respondió ella, con una sonrisa de triunfo. Escondió los dos resplandecientes talentos; ¿qué se comprará?, se preguntó Achamian. Después volvió a mirarle con unos grandes ojos interrogantes.
—¿Qué significa? —repitió él, más lentamente—. Baswutt…
Ella frunció el entrecejo y después se rió.
—«Oso grande».
Tenía el pecho abundante, maduro, pero algo en su manera de comportarse le recordaba a Achamian a una chica joven. La sonrisa candida. Los ojos inquietos y la barbilla prominente. Abriendo y cerrando las rodillas como las alas de una mariposa. Achamian casi esperaba que su madre se interpusiera entre ellos a empellones, regañándola. ¿Era aquello también parte de la pantomima? ¿Una broma descarada?
El corazón le martilleó.
Se arrodilló allí donde deberían haber estado los juguetes de la chica, entre sus piernas. Ella se retorció y se escurrió, como si la mera amenaza de su presencia le hiciera llegar al clímax.
—Follame, Baswutt —jadeó ella—. Emmmbaswutt… Follame, follame… Mmmm, por favor…
Achamian se balanceó, se recompuso, se rió entre dientes. Empezó a quitarse la toga, miró nerviosamente a los transeúntes que pasaban al otro lado de la cortina. Caminaban tan cerca que habría podido escupirles en la espinilla.
Trató de ignorar el olor. Su olor.
—Oooh, qué oso tan grande —murmuró ella, acariciándole el pene.
Súbitamente, la aprensión de Achamian se desvaneció, y una desquiciada parte de su ser llegó a entusiasmarse ante la idea de que otros les miraran. ¡Que miren! ¡Que aprendan!
«Siempre el maestro…»
Riéndose socarronamente, Achamian la cogió por sus estrechas caderas y apretó entre sus muslos.
¡Cómo había anhelado ese momento! Tomarse esa libertad con una desconocida… ¡Parecía no haber nada tan dulce como un melocotón tierno!
¡Achamian estaba temblando! ¡Temblando!
La muchacha gimió por las monedas de plata, gritó como si fueran de oro. Rostros apartando la mirada entre la muchedumbre.
A pesar de los trapos anudados, Achamian vio a Esmenet.
—¡Esmi! —gritó Achamian, saliendo disparado entre brazos y hombros. La muchacha galeoth estaba gritando a su espalda algo incomprensible.
Vislumbró a Esmenet de nuevo, corriendo ante una hilera de antorchas situadas ante el baldaquín de un lazareto yarweriano. Un hombre alto, que llevaba las enmarañadas trenzas de un guerrero thunyerio, la tenía cogida del brazo, pero parecía ser ella la que marcaba el paso.
—¡Esmi! —gritó, saltando para ver por encima de la pantalla de gente. Ella no se volvió—. ¡Esmi! ¡Detente!
¿Por qué estaba corriendo? ¿Le había visto con la prostituta?
Y, además, ¿qué estaba haciendo ella allí?
—¡Maldita sea, Esmenet, soy yo! ¡Yo!
¿Se volvió ella para mirarle? Estaba demasiado oscuro para saberlo.
Por un instante, Achamian pensó en valerse de la hechicería: podía cegar a la barriada entera si así lo quería. Pero como siempre, percibió los pequeños puntos de muerte esparcidos entre la muchedumbre que les rodeaba: Hombres del Colmillo con su Chorae hereditario…
Redobló sus esfuerzos y empezó a abrirse paso a empellones entre el gentío. Alguien le golpeó con tanta fuerza que le retumbaron los oídos, pero no le importó.
—¡Esmi!
Achamian la vislumbró tirando del thunyerio hacia un callejón todavía más oscuro. Se liberó a empujones de lo que parecía ser el último grupo de gente y después se puso a correr en dirección al callejón. Dudó antes de adentrarse en la oscuridad, sobrevenido por una repentina premonición de desastre. ¿Esmenet allí? ¿En la Guerra Santa? Era imposible.
«Una trampa.» Un pensamiento como un cuchillo.
El suelo se había puesto de nuevo a dar vueltas.
Si el Consulto podía remedar la apariencia de Skeaos, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo con Esmenet? Si sabían de Inrau, era casi seguro que sabían de Esmenet. ¿Qué mejor manera de embaucar a un abatido Maestro que…?
«¿Un espía–piel? ¿Estoy persiguiendo a un espía–piel?»
En su imaginación, vio el cadáver de Geshrunni siendo sacado del río Sayut, Asesinado. Profanado.
«Dulce Sejenus, le arrancaron la cara.» Lo mismo podría haberle sucedido a…
—¡Esmi! —gritó, adentrándose en la oscuridad—. ¡Esmi! ¡Essmmii!
Como por obra de un milagro, ella se detuvo junto a su acompañante bajo la luz de una antorcha solitaria, alarmada por sus gritos o…
Achamian se detuvo tambaleándose ante ella, mudo de asombro.
No era ella. Los ojos marrones eran más pequeños, los pómulos demasiado prominentes. Casi, pero no… Casi Esmenet.
—Otro loco —le espetó la mujer a su acompañante.
—P–pensé —murmuró Achamian—. Pensé que eras otra persona.
—Pobre chica —dijo despectivamente la mujer, dándole la espalda.
—¡No, espera! Por favor.
—¿Por favor, qué?
Achamian trató de alejar las lágrimas de sus ojos. Se parecía…, tanto.
—Te necesito —susurró—. Necesito tu… tu consuelo.
Sin mediar palabra, el thunyerio le cogió por la garganta y le dio un puñetazo en el estómago.
—¡Kundrout! —gritó— . ¡Parasafau ferautin kun dattas!
Sin aliento, Achamian tosió y se agarró al fuerte antebrazo del hombre. Pánico. Después grava y piedras —el suelo— le golpearon el pecho y la mejilla. Una sacudida. Una negrura brillante. Alguien gritando. El sabor de la sangre. La débil imagen de un guerrero con el cabello desgreñado escupiéndole.
Se retorció, rodó sobre un costado. Sollozó, después se cogió con fuerza las rodillas. A través de las lágrimas, vio cómo sus espaldas se alejaban y desaparecían entre grupos de gente.
—¡Esmi! —vociferó—. ¡Esmenet, por favor!
Un nombre tan pasado de moda.
—¡Esssmmmiii!
«Vuelve.»
Después sintió el tacto. Oyó la voz.
—Todavía recogiendo palos, ya veo… Viejo perro cansado.
Fugaces imágenes de amenaza a la luz de las antorchas.
Sus brazos esbeltos abrazándole. Dieron tumbos entre una galería de rostros en penumbra. Olía a alcanfor y aceite de sésamo, como un mercader fanim. ¿Podía ser ése su olor?
—Dulce Seja, Akka, estás hecho polvo.
—¿Esmi?
—Sí. Soy yo, Akka. Yo.
—Tu cara…
—Un galeoth desagradecido. —Una sonrisa amarga—. Esto es lo que pasa con los Hombres del Colmillo y sus putas. Si no te las puedes follar, pégales.
—Oh, Esmi.
—Cuando se me empiece a hinchar, pareceré una virgen de casta noble comparada contigo. ¿Me has oído gritar cuando ha empezado a darte patadas en la cara? ¿Qué estabas haciendo?
—N–no estoy seguro… B–buscándote…
—Shhh, Akka… Shhh. Aquí no. Después.
—S–sólo dilo… M–mi nombre. ¡Sólo dilo!
—Drusas Achamian… Akka.
Y él lloró, tanto que al principio no se dio cuenta de que ella estaba llorando con él.
Quizá llevados por el mismo impulso, se refugiaron en la oscuridad, tras un ensombrecido pabellón, se arrodillaron y se abrazaron.
—Eres tú de verdad… —murmuró Achamian, viendo dos lunas gemelas reflejadas en los ojos húmedos de Esmenet.
Ella se rió y sollozó.
—Yo de verdad…
A Achamian, los labios le ardían por culpa de la sal de las lágrimas mezcladas de ambos. Le sacó el pecho izquierdo de su hasas y se puso a trazar círculos alrededor de su pezón con el dedo pulgar.
—¿Por qué te fuiste de Sumna?
—Tenía miedo —susurró ella, besándole la frente y las mejillas—. ¿Por qué siempre tengo miedo?
—Porque respiras.
Un beso apasionado. Manos palpando a tientas en la oscuridad, tirando, agarrando. El suelo giró. Achamian se recostó y ella le rodeó la cintura con sus ardientes muslos. Al cabo de un momento, él estuvo dentro de ella, y ella jadeó. Permanecieron sentados, inmóviles, un rato, vibrando, intercambiando su aliento entrecortado.
—Nunca más —dijo Achamian.
—¿Me lo prometes? —Esmenet se secó la cara y se sorbió la nariz.
Achamian empezó a mecerla lentamente.
—Te lo prometo. Nada. Ningún hombre, ninguna Escuela, ninguna amenaza. Nada me separará de ti de nuevo.
—Nada —gimió ella.
Durante un rato, parecieron un solo ser, bailando sobre la misma llama, balanceándose sobre el mismo centro sin resuello. Durante un rato, no sintieron miedo alguno.
Después, intercambiaron caricias y se susurraron tiernas palabras en la oscuridad, se pidieron perdón por cosas ya disculpadas. Finalmente, Achamian le preguntó dónde guardaba sus pertenencias.
—Ya me han robado —dijo ella, tratando de sonreír—. Pero todavía conservo algunas cosas. No muy lejos de aquí.
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntó él con una emotiva gravedad—. ¿Puedes?
Achamian contempló cómo ella tragaba saliva, parpadeaba.
—Puedo.
Él se rió y se puso en pie.
—Entonces vamos a por tus cosas.
A pesar de la oscuridad, Achamian vio el terror en los ojos de Esmenet. Ella se abrazó los hombros, como si quisiera recordarse que no debía huir, y después deslizó la mano en la palma de él, que la esperaba.
Caminaron lentamente, como amantes que pasean por un bazar. De vez en cuando, Achamian la miraba a los ojos y se reía, incrédulo.
—Creí que te habías ido —dijo él en una ocasión.
—Pero siempre he estado aquí.
En lugar de preguntarle qué quería decir, Achamian se limitó a sonreír. Por el momento, sus misterios no importaban. Achamian no estaba tan borracho como para pensar que no había ningún problema. Algo la había hecho salir de Sumna. Algo la había llevado hasta la Guerra Santa. Algo la había obligado a…, sí, a evitarle. Pero por el momento, nada de eso importaba. Lo único que tenía en cuenta es que Esmenet estaba allí con él.
«Que esta noche dure. Por favor… Que esta noche me sea concedida.»
Charlaron acerca de cosas alegres, bromearon acerca de este o aquel transeúnte, se contaron anécdotas sobre cosas curiosas que habían visto en la Guerra Santa. La distancia existente entre ellos, que no comentaron, era obvia, y por el momento dispensaron al otro de dolorosos límites.
Se detuvieron para ver a un actor que metía una túnica de cuero en una canasta llena de escorpiones. Cuando la sacó, estaba cubierta de patas nerviosas, tenazas y punzantes colas. Aquello, proclamó el hombre, era la famosa Trenza de Escorpión, que los Reyes de Nilnamesh todavía utilizaban para castigar crímenes de muerte. Cuando el público le rodeó, ansioso por mirar de más cerca, levantó la trenza para que todo el mundo la viera, y después, de repente, empezó a agitarla por encima de las cabezas de la muchedumbre. Las mujeres gritaron, los hombres se agacharon o levantaron las manos, pero ni un solo escorpión cayó de la túnica. La túnica, gritó el actor por encima de la conmoción general, estaba empapada en un veneno que hacía que los escorpiones cerraran sus fauces. Sin el antídoto, dijo, permanecerían agarrados al cuero hasta su muerte.
A pesar de lo convincente de la demostración, Achamian observó con enorme placer la expresión de Esmenet mientras se preguntaba la razón por la que ella podía parecerle tan novedosa. Se sorprendió descubriendo cosas que nunca antes había advertido. Las pecas que menudeaban en su nariz y sus mejillas. El extraordinario blanco de sus ojos. El tono castaño rojizo de su suntuoso cabello negro. La atlética curva de su espalda y sus hombros. Todo en ella parecía poseer una novedad llena de embrujo.
«Debo verla siempre así. Como la extraña a la que amo…»
Cada vez que sus miradas se encontraban, se reían como si estuvieran celebrando un encuentro fortuito. Pero siempre apartaban la mirada, como si supieran que su momentánea felicidad no sería capaz de superar prueba alguna. Después algo, un parpadeo de preocupación tal vez, pasaba entre ellos, y dejaban de mirarse por completo. Un hueco repentino se abría en el corazón de la euforia de Achamian. Le apretó la mano para reconfortarse, pero ella dejó los dedos fláccidos.
Al cabo de un rato, Esmenet tiró de él para que se detuviera a la luz de varios calderos encendidos muy brillantes. Se le quedó mirando la cara con una expresión neutra salvo por la tensión de la mandíbula.
—Algo es diferente —dijo ella—. Antes, siempre sabías cómo disimular. Hasta cuando Inrau murió. Pero ahora…, algo es diferente. ¿Qué ha pasado?
Se negó a contestarle. Era demasiado pronto.
—Soy un Maestro del Mandato —dijo de manera poco convincente—. ¿Qué puedo decir? Todos sufrimos…
Esmenet le miró fijamente con el ceño fruncido.
—Conocimiento —dijo ella—. Todos vosotros sufrís por vuestro conocimiento. Si tú sufres más, quizá sea porque sabes algo más. ¿Es eso? ¿Has sabido algo más?
Achamian se quedó mirando al frente sin decir nada. ¡Era demasiado pronto!
Ella miró por encima de él y escudriñó el gentío en la sombra.
—¿Quieres oír lo que me ha sucedido a mí?
—Déjalo, Esmi.
Ella se estremeció y se dio la vuelta parpadeando. Se soltó la mano y echó a andar.
—Esmi… —dijo él, siguiéndola.
—Te lo puedes imaginar —dijo—. No ha estado mal, salvo alguna paliza que otra. Muchos clientes. Muchos.
—Es suficiente, Esmi.
Ella se rió y actuó como si estuvieran manteniendo una conversación distinta, más franca.
—Hasta me he acostado con señores… ¡De casta noble, Akka! Imagínatelo. Tienen la polla más grande, ¿lo sabías? No sabía lo de los ainonios, que al parecer prefieren a los niños. Y los conriyanos se vuelven locos por las putillas galeoth, que tienen la piel blanca como la leche. Pero a las Columnas, a los nansur, les gustan los melocotones maduros, aunque casi nunca se alejan de los burdeles militares. ¡Y los thunyerios! ¡A duras penas pueden contener su semen en cuanto abro las piernas! Pero son unos brutos, especialmente cuando están borrachos. También unos malditos tacaños. Oh, y los galeoth… son una delicia. Se quejan de que estoy demasiado delgada, pero les encanta mi piel. Si no fuera por la culpa y la ira que sienten después, serían mis favoritos. No están acostumbrados a las putas… Supongo que en su país no hay suficientes ciudades añejas. Ni se hacen negocios…
Esmenet escudriñó a Achamian con una expresión amarga y sagaz a la vez. Él se puso a andar con los ojos fijos ante sí.
—No me han faltado clientes —dijo, apartando la mirada.
La antigua ira había vuelto, la que le había arrancado de sus brazos hacía meses. Achamian apretó los puños, se vio zarandeándola, pegándole. «¡Maldita zorra!», quería gritar.
¿Por qué le contaba eso? ¿Por qué le contaba algo que él no iba a soportar?
Especialmente cuando también ella tenía algunas respuestas que darle.
«¿Por qué te fuiste de Sumna? ¿Cuánto tiempo has estado escondiéndote de mí? ¿Cuánto tiempo?»
Pero antes de que pudiera decir nada, ella se desvió de las masas armadas y se encaminó hacia una hoguera rodeada de caras pintadas, más rameras.
—¡Esmi! —gritó una mujer de pelo oscuro con voz brusca, incluso viril—. ¿Quién es tu…? —Se interrumpió y, mirándole mejor, se echó a reír—. ¿Quién es tu desafortunado amigo? —La mujer tenía las piernas robustas y la cintura gruesa, pero no era gorda, sino la clase de mujer, le había dicho Esmi a Achamian en una ocasión, por la que los hombres norsirai tenían debilidad. Achamian advirtió en seguida que aquella mujer confundía los malos modales con la audacia.
Esmenet se detuvo y dudó el tiempo suficiente para hacer que Achamian frunciera el entrecejo.
—Es Akka.
Las densas cejas de la prostituta se alzaron.
—¿El famosísimo Drusas Achamian? —dijo la mujer—. ¿El Maestro?
Achamian miró a Esmenet. ¿Quién era esa mujer?
—Ésta es Yasellas —dijo Esmenet, pronunciando el nombre de la mujer como si lo explicara todo—. Yassi.
La mirada escudriñadora de Yasellas siguió fija en Achamian.
—¿Qué estás haciendo aquí, Akka?
Él se encogió de hombros y dijo:
—Estoy siguiendo la Guerra Santa.
—¡Nosotras también! —exclamó Yasellas—. Aunque se podría decir que nosotras marchamos por un Colmillo distinto. —Las otras prostitutas prorrumpieron en carcajadas, como hombres.
—Y el pequeño profeta —dijo otra con voz ronca—. Que sólo sirve para un sermón…
Todas las mujeres aullaron con la excepción de Yassi, que sólo sonrió.
Se hicieron más bromas, pero Esmenet ya estaba tirando de él hacia la oscuridad, hacia lo que debía de ser su refugio.
—Todas acampamos en grupo —dijo, adelantándose a cualquier pregunta u observación—. Cuidamos las unas de las otras.
—Eso me había parecido.
—Esto es mío —dijo, arrodillándose ante las manchadas portezuelas de tela de una tienda de poca altura no muy distinta de la de Achamian. Éste se sintió aliviado: sin una palabra, Esmenet entró a rastras en la oscuridad. Achamian la siguió.
En el interior apenas había espacio para sentarse con la espalda erguida. Bajo el incienso, el aire olía a podredumbre, aunque sólo fuera porque Achamian no podía dejar de imaginar a Esmenet con sus hombres. Se desnudó con los gestos rutinarios de una ramera y él estudió su ágil silueta, sus pequeños pechos. Parecía tan frágil a la luz de lo que quedaba de la hoguera, tan pequeña y desolada. La idea de que ella estuviera allí tumbada, una noche tras otra, bajo un hombre tras otro…
«¡Debo arreglar esto!»
—¿Tienes una vela? —preguntó él.
—Algunas… Pero provocaremos un incendio. —El fuego era el miedo constante de los que habían crecido en ciudades.
—No —respondió él—. Nunca conmigo.
Ella sacó una vela de un fardo que había en una esquina y Achamian la encendió con una palabra. En Sumna, ella siempre se había quedado boquiabierta ante trucos como aquél. Ahora, simplemente le miraba con una especie de recelo resignado.
Ambos parpadearon bajo la luz. Ella se cubrió el regazo con una manta manchada y se quedó mirando con una expresión ausente la maraña de sábanas que había entre ellos.
Achamian tragó saliva.
—¿Esmi? ¿Por qué me has contado todo eso?
—Porque tenía que saberlo —respondió ella, mirándose las manos.
—¿Saber qué? ¿Lo que hace que me tiemblen las manos? ¿Lo que hace que los ojos me bailen de puro terror?
Los hombros de Esmenet se encogieron bajo el resplandor; Achamian se dio cuenta de que estaba llorando.
—Simulaste que no estaba allí —susurró ella.
—¿Qué?
—La última noche en Momemn… Fui hasta ti. Observé tu campamento, a tus amigos, sólo escondida porque tenía demasiado miedo de que…, de que… Pero ¡tú no estabas allí, Akka! Así que esperé y esperé. Después te vi… te vi… ¡Lloré de alegría, Akka! ¡Lloré! ¡Me quedé allí, delante de ti, llorando! Levanté los brazos y tú…, y tú… —La angustiada luz de sus ojos se atenuó y se apagó. Terminó con una voz distinta, mucho más fría—. Tú simulaste que yo no estaba allí.
¿De qué estaba hablando? Achamian se apretó la frente con las palmas de las manos, reprimió el impulso de azotar, de castigar. Esmenet estaba tan cerca de él que podía tocarla —¡después de tanto tiempo!— y sin embargo ella se alejaba… Achamian necesitaba entender.
—¿Esmi? —dijo lentamente, tratando de recomponer su inteligencia confundida por el vino—. ¿Qué estás…?
—¿Por qué, Akka? —preguntó ella, rígida y gélida—. ¿Estaba demasiado contaminada, demasiado mancillada? ¿Una sucia puta?
—No, Esmi, yo…
—¿Un melocotón demasiado usado?
—Esmenet, escúchame…
Ella se rió amargamente.
—Así que vas a llevarme a tu tienda, ¿eh? Me añadirás al resto de tus cosas…
Achamian la cogió por los hombros, gritando:
—¿Tú me hablas de cosas a mí? ¿Tú?
Pero inmediatamente se arrepintió al ver su ferocidad reflejada en la expresión aterrorizada de Esmenet. Ella incluso se estremeció, como si esperara un puñetazo. Él advirtió, como por primera vez, el moratón que tenía alrededor del ojo izquierdo.
«¿Quién te hizo eso? Yo no. Yo no.»
—Míranos —dijo Achamian, soltándola y apartando lentamente sus manos. Ambos golpeados. Ambos parias.
—Míranos —murmuró ella. Las lágrimas le caían por las mejillas.
—Puedo explicártelo, Esmi. Todo.
Ella asintió y se frotó los hombros en el lugar por el que Achamian la había cogido. Fuera, un puñado de voces femeninas repiquetearon al unísono. Habían empezado a cantar como las otras rameras, prometiendo suaves caricias a cambio de la dura plata. La luz de la hoguera relucía entre las portezuelas abiertas, como oro entre aguas oscuras.
—La noche de la que estás hablando… Dulce Sejenus, Esmi, ¡si no te vi no fue porque me avergonzara de ti! ¿Cómo iba a ser eso posible? ¿Cómo iba nadie, y sobre todo yo, que soy un hechicero, a avergonzarse de una mujer como tú?
Esmenet se mordió el labio y sonrió entre más lágrimas.
—Entonces, ¿por qué?
Achamian se deslizó a su lado y se tendió junto a ella. Sus ojos buscaron la tela oscura que cubría sus cabezas.
—Porque les encontré, Esmi. Aquella misma noche… Encontré al Consulto.
—No me acuerdo de nada después de aquello —concluyó—. Sé que caminé de noche, desde los Recintos Imperiales hasta el campamento de Xinemus, pero no recuerdo nada de todo eso.
Las palabras habían manado de él como un torrente inarticulado, pintando los horribles acontecimientos sucedidos bajo las Cumbras Andiamine. La llamada sin precedentes. El encuentro con Ikurei Xerius III. El interrogatorio de Skeaos, su Primer Consejero. La cara–que–no–era–una–cara abriéndose como el puño de una mujer con los dedos largos. La temible conspiración de piel. Le habló de todo excepto de Kellhus…
Esmenet se había deslizado entre sus brazos para escucharle. Ahora tenía la barbilla sobre su pecho.
—¿El Emperador te creyó?
—No… Supongo que cree que los responsables fueron los cishaurim. Los hombres prefieren amores nuevos y enemigos viejos.
—¿Y Atyersus? ¿Qué hay del Mandato?
—Excitado y desolado por igual, o al menos eso imagino… —Se lamió los labios—. No estoy seguro. No me he puesto en contacto con ellos desde el primer informe a Nautzera. Probablemente crean que a estas alturas ya estoy muerto… Asesinado por lo que sé.
—Entonces no se han puesto en contacto contigo.
—No es así cómo funciona, ¿lo recuerdas?
—Sí, sí —respondió, poniendo los ojos en blanco y sonriendo—. ¿Cómo es? Con las Palabras de Llamada, tienes que conocer el aquí, el individuo, y el allí, la ubicación, para iniciar el contacto. Desde que dejaste Momemn, no tienen ni idea de dónde estás…
—Exactamente —dijo, preparándose para la pregunta que inevitablemente seguiría.
Los ojos de Esmenet sondearon los suyos, compasivos pero cautelosos a la vez.
—¿Y por qué no has contactado tú con ellos?
Achamian se encogió de hombros. Pasó sus dedos temblorosos entre el cabello de Esmenet.
—Estoy tan contento de que estés aquí —murmuró—. Me alegro tanto de que estés bien…
—Akka, ¿qué pasa? Me estás asustando.
Achamian cerró los ojos y respiró profundamente.
—Conocí a una persona. A una persona cuya llegada fue predicha hace dos mil años. —Abrió los ojos y vio que ella seguía allí—. Un Anasurimbor.
—Pero eso significa… —Esmenet frunció el entrecejo y se le quedó mirando el pecho—. Una vez, mientras dormías, gritaste ese nombre, me despertaste. —Esmenet levantó la mirada y estudió detenidamente su rostro—. Recuerdo que te pregunté qué significaba. «Anasurimbor.» Y tú dijiste… dijiste…
—No me acuerdo.
—Dijiste que era el nombre de la última dinastía gobernante en el antiguo Kuniuri, y… —Su expresión se sumió en el horror—. Esto no es divertido, Akka. ¡Me estás dando miedo!
Tenía miedo, pensó Achamian, porque le creía… Jadeó, trató de reprimir un cálido llanto. Un llanto de alegría.
«Me cree. ¡Durante todo este tiempo me ha creído!»
—¡No, Akka! —gritó Esmenet, agarrándose a su pecho—. ¡Esto no puede estar sucediendo!
¿Cómo podía la vida ser tan perversa? Que un Maestro del Mandato pudiera celebrar el fin del mundo.
Con el cuerpo de Esmenet apretado contra el suyo, le explicó por qué creía que Kellhus, sin duda, debía ser el Heraldo. Ella le escuchó sin hacer comentarios y le observó con una temerosa expectación.
—¿No lo ves? —dijo él para la oscuridad que los rodeaba tanto como para ella—. Si se lo cuento a Nautzera y los demás, le retendrán. No importa la protección de que disponga.
—¿Le matarán?
Achamian parpadeó para alejar las imágenes de interrogatorios del pasado.
—Lo doblegarán, asesinarán a la persona que es…
—Pero a pesar de todo —dijo ella—, Akka, debes entregarle. —No había en ella ninguna duda, ninguna pausa, sólo unos ojos fríos y un juicio implacable. Para las mujeres, parecía, las escalas de la amenaza y el amor no toleraban contrapesos.
—Pero es una vida, Esmi.
—Exactamente —respondió ella—. Una vida. ¿Qué importancia tiene la vida de un hombre? Muchos son los que mueren, Akka.
La dura lógica de un mundo duro.
—Depende del hombre, ¿verdad?
Eso le permitió a Esmenet hacer una pausa.
—Supongo que sí —dijo—. ¿Qué clase de hombre es él? ¿Qué clase de hombre merece el riesgo del Apocalipsis?
A pesar de su sarcasmo, Achamian se dio cuenta de que Esmenet le tenía miedo a su respuesta. La certeza despreciaba las complicaciones, y ella necesitaba esa certeza. «Cree que me está salvando —pensó Achamian—. Necesita que yo esté equivocado por mi propio bien.»
—Es… —Achamian tragó saliva—. Es distinto de todos los hombres.
—¿En qué sentido? —El escepticismo de una prostituta.
—Es difícil de explicar. —Achamian dudó y reflexionó sobre el tiempo que había pasado con Kellhus. Tanta perspicacia. Tantos instantes de pavor—. ¿Sabes lo que se siente cuando estás en el territorio de otra persona, en su propiedad?
—Supongo… Como un intruso, o un invitado.
—De algún modo, así es como te hace sentir. Como un invitado.
Una expresión de desagrado.
—No sé si me gusta cómo suena.
—Pero no se trata de cómo suena. —Achamian respiró profundamente y buscó a tientas las palabras adecuadas—. Hay muchos… Hay muchos territorios entre los hombres. Algunos son comunes y otros no. Cuando tú y yo hablamos del Consulto, por ejemplo, tú estás en mi territorio, yo estoy en tu territorio cuando tú hablas de tu…, tu vida. Pero con Kellhus, no importa de qué hables o dónde estés; de algún modo, el suelo que está bajo tus pies le pertenece. Yo siempre soy su invitado, ¡siempre! ¡Incluso cuando le enseño, Esmi!
—¿Tú le enseñas? ¿Lo has tomado como estudiante?
Achamian frunció el entrecejo. Esmenet había hecho que pareciera una traición.
—Sólo la exotérica —dijo encogiéndose de hombros—, el mundo. No la esotérica. No es uno de los Escogidos… —Y después se le ocurrió—: Gracias al Dios.
—¿Por qué dices eso?
—¡Por su intelecto, Esmi! ¡No tienes ni idea! Nunca he conocido a una alma tan sutil, ni en la vida ni en los libros. ¡Ni siquiera Ajencis, Esmi! ¡Ajencis! Si Kellhus tuviera la capacidad de usar la hechicería, sería…, sería… —Achamian aguantó la respiración.
—¿Qué?
—Otro Seswatha… Más que Seswatha…
—Entonces todavía me gusta menos. Parece peligroso, Akka. Házselo saber a Nautzera y los demás. Si le retienen, que le retengan. ¡Al menos tú podrás lavarte las manos de esta locura!
Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos.
—Pero…
—Akka —insistió ella—, ¡no te corresponde a ti arrastrar esta carga!
—¡Sí me corresponde!
Esmenet apartó la cabeza de su pecho y se apoyó en un brazo para inclinarse sobre él. El cabello le cubría el hombro izquierdo; negro impenetrable a la luz de la vela. Parecía vigilante, dubitativa.
—¿Ah, sí? Creo que lo dices por Inrau…
El frío se apoderó de su corazón. Inrau. Dulce muchacho. Hijo.
—¿Y por qué no? —gritó con una ferocidad repentina—. ¡Lo mataron!
—Pero ¡te mandaron a ti! Te mandaron a ti a Sumna para recuperar a Inrau, y eso es lo que hiciste a pesar de que sabías perfectamente lo que sucedería… ¡Me lo dijiste incluso antes de ponerte en contacto con él!
—¿Qué estás diciendo? ¿Que yo maté a Inrau?
—Estoy diciendo que eso es lo que tú crees. Crees que le mataste.
«Oh, Achamian —decía su tono—. Por favor…»
—¿Y qué si es así? ¿Significa eso que debo transigir por segunda vez? Que esos idiotas de Atyersus maten a otro hombre que yo…
—No, Achamian. Significa que no estás haciendo esto, ¡nada de esto!, para salvar a ese tal Anasurimbor Kellhus. Lo estás haciendo para castigarte.
Achamian se quedó con la mirada perdida, estupefacto. ¿Era eso lo que ella creía?
—Dices esto —Achamian aspiró— porque me conoces demasiado… —Achamian alargó la mano y repasó el pálido contorno de su pecho con un dedo—. Y demasiado poco a Kellhus.
—Ningún hombre es tan extraordinario. Soy una puta, ¿recuerdas?
—Ya veremos —dijo él, recostándola. Se besaron, larga y profundamente.
—Veremos —repitió ella, riendo como si le doliera y le sorprendiera a la vez—. Ahora somos dos, ¿verdad?
Con una sonrisa tímida, incluso temerosa, Esmenet ayudó a Achamian a quitarse su maltrecha túnica.
—Cuando no te encuentro —dijo él— o cuando te vas, me siento… Me siento hueco, como si mi corazón fuera una cosa hecha de humo. ¿Acaso no significa eso que somos dos?
Ella le apretó contra la estera y se sentó a horcajadas sobre él.
—Lo reconozco —respondió ella con lágrimas cayéndole por las mejillas—. Así es…
«Un cordero —pensó Achamian— por diez toros.» Reconocimiento.
Él se endureció bajo ella, herido por volver a conocerla. Como siempre, las imágenes parpadearon ante él, afiladas como el cristal. Caras ensangrentadas. El choque de armas de bronce. Hombres consumidos en oleadas de hechicería. Dragones con dientes de hierro. Pero ella alzó sus caderas, con un solo movimiento le rodeó y acabó con el pasado y el futuro y solamente perdonó la gloriosa punzada del presente. Achamian gritó.
Esmenet empezó a mecerse sobre él, no con la pericia de una ramera que trata de abreviar su labor, sino con el patoso egoísmo de una amante que busca un cese; una amante o una esposa. Aquella noche le tomaría, y eso, sabía Achamian, era lo máximo que una prostituta podía ofrecer.
Con el rostro de una ramera, la cosa estaba sentada en la negrura, con los oídos atentos a los sonidos que emitían al hacer el amor —sonidos refulgentes— a poco más de un brazo de distancia. Y pensó en la debilidad de la carne, en todas las necesidades a las que era inmune, que le hacían poderoso, mortal.
El aire estaba cargado del aroma de sus gemidos, el perfume embriagador de cuerpos sin asear agitándose en la noche. No era un olor desagradable. Quizá carecía en exceso de miedo.
El sonido y el olor de animales, de animales dolientes.
Pero la cosa sabía de su dolor. Tal vez sabía demasiado. El apetito era la dirección, y sus arquitectos le habían dado la dirección, ¡eran unos exquisitos ansiosos! Oh, sí, los arquitectos no eran estúpidos.
Hubo éxtasis en una cara. Embeleso en el engaño. Clímax en el acto de matar…
Y certeza en la oscuridad.