Anserca
La obligación mide la distancia entre lo animal y lo divino. |
Ekyannus I, 44 epístolas |
Los días y las semanas anteriores a la batalla son extraños. Todos los contingentes, los conriyanos, los galeoth, los nansur, los thunyerios, los tydonnios, los ainonios y los Chapiteles Escarlatas marcharon hacia la fortaleza de Asgilioch, hacia las Puertas Southron y la frontera infiel. Y a pesar de que muchos dedicaban sus pensamientos a Skauras, el Sapatishah infiel que se nos enfrentaría, éste seguía estando hecho del mismo tejido que otras mil preocupaciones abstractas. Uno todavía podía confundir la guerra con la vida cotidiana… |
Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa |
Finales de primavera, año del Colmillo 4111, provincia de Anserca
Durante los primeros días de la marcha, todo había estado sumido en la confusión, especialmente al atardecer, cuando los inrithi se esparcían por los pastos y la ladera para acampar. Incapaz de encontrar a Xinemus y demasiado cansado para preocuparse por ello, Achamian había llegado a montar su tienda entre desconocidos un par de noches. A medida que el ejército conriyano se acostumbraba a su condición de ejército, sin embargo, la costumbre colectiva, sumada al peso de la lealtad y la confianza, hicieron que el campamento adoptara más o menos la misma forma cada noche. Achamian no tardó en compartir comida y bromas, no sólo con Xinemus y sus oficiales de rango superior, Iryssas, Dinchases y Zenkappa, sino con Kellhus, Serwe y también Cnaiür. Proyas le visitó en dos ocasiones —fueron dos noches difíciles para Achamian— pero normalmente el Príncipe Coronado se reunía con Xinemus, Kellhus y Cnaiür en el Pabellón Real, fuera para utilizar éste a modo de templo o para encuentros nocturnos con los otros grandes señores del contingente conriyano.
En consecuencia, Achamian se encontraba con frecuencia a solas con Iryssas, Dinchases y Zenkappa. Formaban éstos una extraña compañía, especialmente con una belleza esquiva como la de Serwe entre ellos. Pero Achamian no tardó en apreciar esas noches, especialmente tras pasar el día marchando junto a Kellhus. Allí hallaría la timidez de los hombres que se encuentran en ausencia de sus tradicionales superiores, y después vendrían las amables disertaciones, como si les sorprendiera y les entusiasmara descubrir que hablaban el mismo idioma. Le recordaba el alivio que él y sus amigos de infancia habían experimentado cada vez que sus hermanos mayores habían sido llamados a los barcos o las playas. La camaradería de almas ensombrecidas era algo que Achamian comprendía bien. Desde que había partido de Momemn, parecía que los únicos momentos de paz los encontraba entre esos hombres, a pesar de que ellos le consideraban un maldito.
Una noche, Xinemus se llevó a Kellhus y Serwe a su reunión con Proyas para la celebración de la Venicata, un día festivo para los inrithi. Iryssas y los demás partieron poco después para unirse a sus hombres, y por primera vez Achamian se quedó solo con el scylvendio, Cnaiür urs Skiotha, el Último de los Utemot.
Incluso tras varias noches compartiendo un mismo fuego, el bárbaro scylvendio le ponía nervioso. A veces, vislumbrándole con el rabillo del ojo, Achamian aguantaba la respiración involuntariamente. Como Kellhus, Cnaiür era un espectro de sus sueños, una figura procedente de un lugar mucho más traicionero. Añádasele a esto sus brazos cubiertos de cicatrices y el Chorae que llevaba bajo su cinturón recubierto de hierro.
Pero había muchas preguntas que necesitaba hacer. Con respecto a Kellhus, sobre todo, pero también con respecto a los clanes de sranc instalados al norte de sus tierras tribales. Incluso quería preguntarle acerca de Serwe, puesto que todo el mundo había advertido que ésta adoraba a Kellhus pero seguía a Cnaiür por las noches. En esas noches en que los tres se retiraban temprano, Achamian veía ese rumor en las miradas que intercambiaban Iryssas y los demás a pesar de que éstos todavía no habían puesto en común sus especulaciones. Cuando Achamian le preguntó a Kellhus acerca de ella, él se limitó a encogerse de hombros y le dijo: «Es su recompensa».
Normalmente, Achamian y Cnaiür hacían cuanto podían para ignorarse mutuamente. Los gritos y los gemidos resonaban en la oscuridad, y sombríos grupos de juerguistas se reunían en los difusos límites de su hoguera. Algunos les miraban —algunos hasta se quedaban embobados— pero la mayoría les dejaba en paz.
Después de ponerle mala cara a un bullanguero grupo de caballeros conriyanos, Achamian finalmente se volvió hacia Cnaiür y le dijo:
—Me temo que somos los infieles, ¿eh, scylvendio?
Un incómodo silencio siguió a eso mientras Cnaiür seguía royendo el hueso que tenía entre las manos. Achamian le dio un sorbo a su vino y pensó en las excusas que pondría para retirarse a su tienda. ¿Qué podía uno decirle a un scylvendio?
—Así que eres su maestro —le dijo de repente Cnaiür, escupiendo un cartílago al fuego. Sus ojos refulgieron bajo la sombra de su poderosa frente, escudriñando las llamas.
—Sí —respondió Achamian.
—¿Te ha dicho por qué?
Achamian se encogió de hombros.
—Anhela el conocimiento de los Tres Mares… ¿Por qué me lo preguntas?
Pero el scylvendio ya estaba de pie, frotándose los grasientos dedos en los pantalones, estirando su gigantesco y sinuoso cuerpo. Sin mediar palabra, se introdujo en la oscuridad y dejó a Achamian desconcertado. Cnaiür, hombre de pocas palabras, no se había siquiera despedido.
Achamian decidió mencionarle el incidente a Kellhus cuando regresara, pero se olvidó en seguida de ello. Frente a la inmensidad de sus miedos, los malos modos y las preguntas enigmáticas eran de escasa importancia.
Achamian tenía por costumbre montar su modesta tienda tras las erosionadas laderas del pabellón de Xinemus. Siempre, sin excepción, se pasaba horas tumbado despierto, y sus pensamientos o bien se asfixiaban a causa de sus recriminaciones concernientes a Kellhus o se extinguían a causa de la desquiciada enormidad de su situación. Y cuando esas cosas le dejaban en un estado de insensibilidad total, se preocupaba por Esmenet o se inquietaba por la Guerra Santa. Al parecer, muy pronto se adentraría en territorio fanim, entraría en combate.
Las pesadillas se habían ido tornando más insoportables. Apenas había noches en las que no se despertara mucho antes de la llamada de los cuernos al alba, dando vueltas entre sus mantas o tensando la mandíbula, llamando a sus antiguos camaradas. Pocos Maestros del Mandato gozaban de algo parecido a un pacífico sueño profundo. Esmenet había dicho una vez bromeando que dormía «como un perro sabueso que persigue conejos».
—Mejor piensa en un viejo conejo —le respondió— huyendo de perros sabuesos.
Pero el sueño —o al menos su esencia absoluta, enajenadora— empezó a rehuirle totalmente, hasta que pareció que sólo sustituía un grito por otro. Se arrastraba de su tienda a la oscuridad que precede al amanecer, abrazándose para calmar sus temblores, y se ponía en pie mientras la negrura se tornaba una versión fría e incolora de lo que había visto la noche anterior, observando el anillo dorado del sol al este, como un carbón ardiendo al otro lado de un papel tintado. Y le parecía estar en el mismísimo borde del mundo, le parecía que si se inclinaba, por poco que fuera, caería en una infinita oscuridad.
«Tan sólo», pensaba. Imaginaba a Esmenet durmiendo en su habitación de Sumna, con una esbelta pierna fuera de las mantas, ribeteada por las hebras de luz mientras el mismo sol bullía a través de las rendijas de las contraventanas. Y Achamian rezaba por que estuviera bien, rezaba a los Dioses que habían maldecido a ambos.
«Un sol nos mantiene en calor. Un sol nos permite ver. Un…»
Después pensaba en Anasurimbor Kellhus, pensamientos de expectativa y temor.
Una noche, mientras oía a los demás discutir sobre los fanim, Achamian se dio cuenta súbitamente de que no había razón por la que debiera sufrir sus sueños él solo: podía hablar con Xinemus.
Achamian se quedó mirando a través del fuego a su viejo amigo, que estaba discutiendo sobre batallas que todavía tenían que librar.
—¡Sin duda, Cnaiür conoce a los infieles! —protestaba el Mariscal—. Nunca he dicho lo contrario. Pero hasta que nos vea en el campo de batalla, hasta que vea el poder de Conriya, yo nunca, y sospecho que tampoco nuestro Príncipe, me tomaré su palabra como si fuera infalible.
¿Podía decírselo?
La mañana posterior a la locura sucedida bajo el palacio del Emperador había sido también la mañana en que la Guerra Santa había iniciado su marcha. Todo había sido confusión. Incluso entonces, Xinemus había hecho de Achamian su prioridad, y prácticamente le había interrogado acerca de los detalles de la noche anterior. Achamian había empezado contándole la verdad, o al menos una versión reducida de la verdad, y le había explicado que el Emperador había exigido una verificación independiente de ciertas afirmaciones hechas por su Saik Imperial. Pero lo que siguió fue pura fantasía, una historia acerca del hallazgo de las claves de un mapa hechizado. Achamian ya no se acordaba.
En ese momento, las mentiras simplemente habían… sucedido. Los acontecimientos de aquella noche y las revelaciones que la siguieron tuvieron un significado demasiado apremiante y demasiado catastrófico. Incluso entonces, dos semanas después, Achamian se sentía desbordado por su temible trascendencia. Anteriormente, no había podido más que quedarse sin palabras. Pero las historias, por otro lado, eran algo que él podía dotar de sentido, algo que sabía contar.
Pero ¿cómo podía contarle eso a Xinemus? Al hombre en el que creía. Al hombre en el que confiaba.
Achamian observó y esperó, contemplando una cara iluminada tras otra. Había desenrollado su estera en el lado hacia el que iba el humo de la hoguera a propósito, con la esperanza de disfrutar de la soledad mientras comía. Ahora parecía que hubiera sido la providencia quien le había colocado en aquel lugar, desde el que podía contemplar furtivamente a todos los demás.
Estaba Xinemus, por supuesto, sentado con las piernas cruzadas y la espalda erguida como un señor de la guerra zeumi. La dura mueca de su boca era traicionada por la sonrisa de sus ojos y las migas en su barba recortada en ángulos rectos. A su izquierda estaba su primo Iryssas, que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás sobre el tronco de un árbol caído, tan exuberante como un cachorro de inmensas garras, haciéndose el gallito tanto como la paciencia de los demás le permitía. Sentado a su izquierda se encontraba Dinchases, o «Dinch el Sangriento», que alzaba su cuenco de vino para que los esclavos se lo volvieran a llenar, con la cicatriz en forma de X de su frente ennegrecida por las sombras. Zenkappa, como de costumbre, estaba sentado a su lado, y su piel de ébano refulgía a la luz de la hoguera. Por alguna razón, a Achamian sus modales y su tono siempre le recordaban a un travieso guiño de ojo. Kellhus estaba sentado con las piernas cruzadas cerca, vistiendo una sencilla túnica blanca, contemplando el mundo entero como un retrato robado de algún templo; meditativo y atento al mismo tiempo, lejano y absorto. Serwe estaba recostada en él, con los ojos refulgentes bajo unos párpados adormilados, con los muslos cubiertos por una manta. Como siempre, la perfección de su rostro atraía y las curvas de su figura tiraban de uno. Cerca de ella, pero más lejos del fuego, Cnaiür estaba acuclillado en las sombras, contemplando las llamas y dando un bocado tras otro a un pedazo de pan. Hasta comiendo parecía preparado para romper cuellos.
Qué tribu tan extraña. Su tribu.
¿Lo sentían ellos?, se preguntaba. ¿Podían sentir que el fin se acercaba?
Tenía que compartir lo que sabía. Si no con el Mandato, al menos con alguien. Tenía que compartirlo o se volvería loco. Si Esmi le hubiera acompañado… No. Eso significaba más dolor.
Dejó su cuenco, se puso en pie y, antes de darse cuenta, se encontró sentado junto a su viejo amigo, Krijates Xinemus, el Mariscal de Attrempus.
—Zin…
—¿Qué pasa, Akka?
—Tengo que hablar contigo —dijo en susurros—. Hay… Hay…
Kellhus parecía distraído. A pesar de ello, Achamian no logró sacudirse la sensación de estar siendo observado.
—Esa noche —prosiguió—. Esa noche bajo las murallas de Momemn. ¿Recuerdas que Ikurei Conphas vino a por mí y me llevó al palacio del Emperador?
—¿Cómo iba a olvidarlo? ¡Estaba enfermo de preocupación!
Achamian dudó y vislumbró imágenes de un anciano —el Primer Consejero del Emperador— convulsionándose contra las cadenas. Vislumbres de un rostro abriéndose como unas manos y contorsionándose hacia atrás, estirando los brazos. Un rostro que agarraba, que secuestraba.
Xinemus le escudriñó a la luz del fuego y frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa, Akka?
—Soy un Maestro, Zin, obligado bajo juramento y por deber como t…
—¡Primo! —gritó Iryssas por encima de la hoguera—. ¡Tienes que escuchar esto! ¡Cuéntale, Kellhus!
—Por favor, primo —respondió Xinemus secamente—. No puede…
—Bah. ¡Escúchale! Estamos tratando de comprender lo que significa.
Xinemus empezó a reprender a Iryssas, pero ya era demasiado tarde. Kellhus estaba hablando.
—Es sólo una parábola —dijo el Príncipe de Atrithau—. Algo que aprendí mientras estuve entre los scylvendios… Dice así: un esbelto toro joven y su harén de vacas se sorprenden al descubrir que su propietario ha comprado otro toro con el pecho mucho más orondo, los cuernos mucho más gruesos y un temperamento mucho más violento. A pesar de ello, cuando los hijos del propietario llevan al forzudo recién llegado a pastar, el toro joven baja sus cuernos y empieza a resoplar y dar coces. «¡No!», gritan sus vacas. «¡Por favor, no arriesgues tu vida por nosotras!» «¿Arriesgar mi vida?», exclama el toro joven. «¡Sólo quiero asegurarme de que se da cuenta de que soy un toro!»
Un silencio momentáneo, después una explosión de carcajadas.
—¿Una parábola scylvendia? —gritó Xinemus, riendo—. ¿Estás…?
—¡Ésta es mi opinión! —chilló Iryssas entre las carcajadas—. ¡Mi interpretación! ¡Escuchad! Significa que nuestra dignidad, no, nuestro honor, vale más que cualquier cosa, ¡más incluso que nuestras esposas!
—No significa nada —dijo Xinemus, secándose las lágrimas de los ojos—. Es sólo un chiste, nada más.
—Es una parábola sobre el coraje —berreó Cnaiür, y todo el mundo se sumió en el silencio; aturdido, supuso Achamian, por que el taciturno bárbaro hubiera hablado. El hombre escupió al fuego—. Es una fábula que los ancianos cuentan a los niños para avergonzarles, para enseñarles que los gestos carecen de sentido, que sólo la muerte es real.
Alrededor del fuego se intercambiaron miradas. Sólo Zenkappa se atrevió a reír en voz alta.
Achamian se inclinó hacia adelante.
—¿Qué dices tú, Kellhus? ¿Qué crees que significa?
Kellhus se encogió de hombros, como si le sorprendiera tener la respuesta que tantos no habían hallado. Engarzó la mirada de Achamian con unos ojos amables pero implacables.
—Significa que a veces los toros jóvenes tienen buenas vacas…
Más risotadas. Pero Achamian no logró forzarse más que a sonreír. ¿Por qué estaba tan enfadado?
—No —gritó—. ¿Qué crees que significa de verdad?
Kellhus se detuvo, cogió la mano derecha de Serwe y miró un refulgente rostro tras otro. Achamian miró a Serwe, pero apartó la mirada de inmediato. Ella le estaba mirando con intensidad.
—Significa —dijo Kellhus con una voz solemne y extrañamente conmovedora— que hay muchas clases de coraje, y muchos grados de honor. —Tenía una manera de hablar que acallaba todo lo demás, hasta la Guerra Santa que les rodeaba—. Significa que esas cosas, el coraje, el honor, incluso el amor, son problemas, no algo incuestionable. Preguntas.
Iryssas negó con la cabeza vigorosamente. Era uno de esos hombres de escasa inteligencia que confundían continuamente el fervor con la perspicacia. Ver cómo discutía con Kellhus se había convertido en una especie de deporte.
—Coraje, honor, amor…, ¿son eso problemas? Entonces ¿cuáles son las soluciones? ¿La cobardía, la depravación?
—Iryssas… —dijo Xinemus con escaso entusiasmo—. Primo.
—No —respondió Kellhus—. La cobardía y la depravación son también problemas. Y por lo que respecta a las soluciones… Tú, Iryssas, tú eres una solución. En realidad, todos nosotros somos soluciones. Toda vida vivida esboza una respuesta distinta, una forma distinta…
—Así pues, ¿todas las soluciones son iguales? —espetó Achamian. La amargura de su tono le sorprendió.
—Ésa es una pregunta propia de un filósofo —respondió Kellhus, y su sonrisa borró de un plumazo toda incomodidad—. No. Por supuesto que no. Algunas vidas se viven mejor que otras, de eso no puede haber ninguna duda. ¿Por qué crees que cantamos las baladas que cantamos? ¿Por qué crees que veneramos nuestras escrituras? ¿O reflexionamos sobre la vida del Último Profeta?
Ejemplos, pensó Achamian. Ejemplos de vidas que ilustraban, que solucionaban… Sabía todo esto, pero no lograría decirlo. Él era, a fin de cuentas, un hechicero, un ejemplo de una vida que no solucionaba nada. Sin mediar palabra, se puso en pie y se adentró en la oscuridad sin importarle lo que los demás pudieran pensar de él. De repente, necesitaba oscuridad, soledad…
Un refugio de Kellhus.
Estaba arrodillándose para entrar en su tienda cuando se dio cuenta de que Xinemus todavía no había oído su confesión, de que todavía estaba solo en sus conocimientos.
«Probablemente sea mejor así.»
Espías–piel entre ellos. Kellhus el Heraldo del fin del mundo. Xinemus pensaría que estaba loco.
La voz de una mujer le sacó en seguida de sus cavilaciones.
—He visto cómo le miras.
Se refería a Kellhus. Achamian miró tras de sí y vio la esbelta silueta de Serwe ante el fuego.
—¿Cómo es eso? —preguntó él.
Serwe estaba enfadada, su tono la había traicionado. ¿Estaba celosa? Durante el día, mientras Kellhus y él deambulaban entre la columna, ella caminaba con los esclavos de Xinemus.
—No tienes por qué tener miedo —dijo ella.
Achamian tragó el amargo gusto de su saliva. Xinemus había ordenado que se sirviera perrapta en lugar de vino, una bebida horrible.
—¿Miedo de qué?
—De amarle.
Achamian se lamió los labios y maldijo su acelerado corazón.
—No te gusto, ¿verdad?
Incluso en la penumbra de alargadas sombras, parecía demasiado hermosa para ser real, como algo que se ha colado entre las grietas del mundo, algo salvaje y de piel pálida. Por primera vez, Achamian se dio cuenta de lo mucho que la deseaba.
—Sólo porque… —Ella dudó, se quedó mirando la hierba aplastada a sus pies. Levantó el rostro un instante brevísimo y le miró con los ojos de Esmenet—. Sólo porque te niegas a ver —murmuró.
«¿Ver qué?», quiso gritar Achamian.
Pero ella ya se había ido.
—¿Akka? —gritó Kellhus en la difuminada oscuridad—. He oído a alguien llorando.
—No es nada —dijo Achamian con voz ronca y el rostro todavía enterrado entre sus manos. En algún momento (ya no estaba seguro de cuándo) había salido a rastras de su tienda y se había acurrucado ante las ascuas de su fuego moribundo. Ahora estaba amaneciendo.
—¿Son los Sueños?
Achamian se frotó la cara y dejó que el aire fresco llenara sus pulmones.
«¡Díselo!»
—S–sí… Los Sueños. Eso es, los Sueños.
Percibía la mirada del hombre sobre él, pero carecía de la energía necesaria para mirarle. Se estremeció cuando Kellhus le puso una mano en el hombro, pero no la apartó.
—Pero no son los Sueños, Akka. Es otra cosa. Algo más.
Cálidas lágrimas recorrieron sus mejillas y empaparon su barba. No dijo nada.
—Esta noche no has dormido. Hace muchas noches que no duermes, ¿verdad?
Achamian recorrió con la mirada el campamento que le rodeaba, laderas y campos llenos de tiendas. Contra un cielo frío como el acero, los estandartes colgaban sin vida de sus astas.
Después miró a Kellhus.
—Veo su sangre en tu rostro, y esto me llena tanto de esperanza como de horror.
El Príncipe de Atrithau frunció el entrecejo.
—De modo que todo esto tiene que ver conmigo… Me daba tanto miedo.
Achamian tragó saliva y, sin en verdad proponérselo, arrojó las fichas numeradas.
—Sí —dijo—. Pero no es tan sencillo.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Entre los muchos sueños que mis hermanos y yo sufrimos, hay uno en particular que nos inquieta. Tiene que ver con Anasurimbor Celmomas II, el Gran Rey de Kuniuri, con su muerte en los Campos de Eleneot en el año 2146. —Achamian suspiró profundamente y se frotó los ojos con ira—. Celmomas fue el gran enemigo del Consulto y la primera y más célebre víctima del No Dios. ¡La primera! Murió en mis brazos, Kellhus. ¡Era mi más odiado y más preciado amigo y murió en mis brazos! —Frunció el entrecejo, agitó los brazos, confundido—. Es decir… Es decir, en los brazos de Seswatha.
—¿Y eso es lo que te atormenta? Que yo…
—¡No lo entiendes! Escúchame. Él, Celmomas, me habló a mí, a Seswatha, antes de morir. Nos habló a todos nosotros. —Achamian negó con la cabeza, se rió, se pasó los dedos por la barba—. En realidad, él sigue hablando, una maldita noche tras otra, muriéndose una y otra vez, ¡y siempre por primera vez! Y–y dice…
Achamian alzó la vista; de repente, sus lágrimas no le avergonzaban. Si no podía desnudar su alma ante ese hombre —tan parecido a Ajencis, ¡tan parecido a Inrau!—, ¿ante quién podría hacerlo si no?
—Dice que un Anasurimbor, ¡un Anasurimbor, Kellhus!, regresará en el fin del mundo.
La expresión de Kellhus, en condiciones normales tan carente de conflicto, se oscureció.
—¿Qué estás diciendo, Akka?
—¿No lo ves? —susurró Achamian—. Eres tú, Kellhus. ¡El Heraldo! El hecho de que tú estés aquí significa que todo se vuelve a poner en marcha…
«Dulce Sejenus.»
—El Segundo Apocalipsis, Kellhus… Estoy hablando del Segundo Apocalipsis. ¡Tú eres la señal!
Kellhus retiró la mano de su hombro.
—Eso no tiene sentido, Akka. El hecho de que yo esté aquí no significa nada. Nada. Ahora estoy aquí, y antes estaba en Atrithau. Y si mis ancestros se remontan hasta tan atrás como tú dices, entonces un Anasurimbor ha estado siempre «aquí», o dondequiera que sea…
Al Príncipe de Atrithau se le perdió la mirada, que se enfrentó a cosas nunca vistas. Por un momento, la altivez de su absoluta serenidad dubitó, y adoptó el aspecto de un hombre cualquiera abrumado por un súbito giro de las circunstancias.
—Es sólo una… —Se detuvo, como si le faltara el aliento necesario para continuar.
—Una coincidencia —dijo Achamian sosteniéndose con fuerza sobre sus pies. Por alguna razón, anheló abrir sus brazos, tranquilizarle con un abrazo—. Eso es lo que yo pensaba. Reconozco que cuando te conocí me quedé helado, pero nunca pensé… ¡Era una locura! Pero…
—Pero ¿qué?
—Lo descubrí. Descubrí al Consulto… La noche en que tú y los demás celebrasteis la victoria de Proyas sobre el Emperador. Yo fui llamado a las Cumbres Andiamine, nada menos que por Ikurei Conphas, y llevado a las Catacumbas Imperiales. Al parecer, habían encontrado a un espía entre ellos, cosa que convenció al Emperador de que la hechicería había tenido algo que ver. Pero no había rastros de hechicería alguna, y el hombre que me mostraron no era un espía normal.
—¿Cómo puede ser eso?
—Por un lado, me llamó Chigra, que es el nombre de Seswatha en aghurzoi, el pervertido idioma de los sranc. De algún modo, logró ver el rastro de Seswatha en mí. Y por el otro, él… —Achamian frunció los labios y negó con la cabeza—. No tenía rostro, ¡era una abominación de la carne, Kellhus! Un espía que puede remedar los gestos de cualquier hombre sin hechicería ni la Marca de la Hechicería. ¡Espías perfectos!
»De algún modo, en algún lugar, el Consulto asesinó al Primer Consejero del Emperador y le sustituyó. Esto, estas cosas, ¡pueden suceder en cualquier parte! Aquí, en la Guerra Santa, en las cortes de las Graneles Facciones… A juzgar por lo que sabemos, ¡podrían ser reyes!
«O el Shriah…»
—Pero ¿por qué razón eso hace de mí el Heraldo?
—Porque significa que el Consulto ha dominado la Vieja Ciencia. Los sranc, bashrang, dragones y todas las abominaciones de los Inchoroi, son invenciones de la Tekne, de la Vieja Ciencia, creada hace mucho, mucho tiempo, cuando los nohombres gobernaban Earwa. Se la consideraba destruida después de que los Inchoroi fueran aniquilados a manos de Cu’jara–Cinmoi, antes de que el Colmillo fuera escrito. ¡Kellhus! Pero esto, los espías–piel, son algo nuevo. Nuevas invenciones de la Vieja Ciencia. Y si el Consulto ha redescubierto la Vieja Ciencia, existe la posibilidad de que conozcan el modo de resucitar a Mog–Pharau.
Y ese nombre le dejó sin aliento, le golpeó como un puñetazo en el pecho.
—El No Dios —dijo Kellhus.
Achamian asintió y tragó saliva como si tuviera la garganta en carne viva.
—Sí, el No Dios.
—Y ahora que un Anasurimbor ha regresado…
—Esa posibilidad se ha convertido en algo muy probable…
Kellhus le escudriñó con severidad, con una expresión totalmente inescrutable.
—¿Y qué piensas hacer?
—Mi misión —dijo Achamian— consiste en estudiar la Guerra Santa. Pero todavía tengo que tomar una decisión. Una decisión que me desgarra el corazón en todo momento.
—¿De qué se trata?
Achamian hizo cuanto pudo para capear la mirada de su alumno, pero parecía haber algo en sus ojos, algo sin igual, incluso aterrador.
—No les he hablado de ti, Kellhus. No he contado a mis hermanos que la Profecía Celmoniana se ha cumplido. Y en tanto no se lo cuente, les estoy traicionando a ellos, a Seswatha y a mí mismo. —Se rió socarronamente de nuevo—. Puede que incluso al mundo entero.
—Si es así, ¿por qué? —preguntó Kellhus—. ¿Por qué no se lo has contado?
Achamian respiró hondo.
—Porque cuando lo haga, irán a por ti, Kellhus.
—Quizá es lo que debieran hacer.
—No conoces a mis hermanos.
Agachándose desnudo en la penumbra previa al amanecer de la tienda que compartía con Kellhus, Cnaiür urs Skiotha se quedó mirando el rostro dormido de Serwe y utilizó la punta de su cuchillo para apartar los mechones de pelo que se lo ocultaban. El velo se corrió, Cnaiür dejó el cuchillo y pasó dos dedos callosos por su mejilla. Ella se volvió y suspiró, se acurrucó todavía más entre sus mantas. Era tan hermosa. Tanto como la olvidada esposa de Cnaiür.
Cnaiür la observó. Estaba tan inmóvil y despierto como inmóvil y dormida estaba ella. Mientras tanto, oyó las voces en el exterior: Kellhus y el hechicero, hablando de tonterías.
En cierto sentido parecía un milagro. Cnaiür no sólo había atravesado toda la extensión del Imperio, sino que había escupido a los pies del Emperador, humillado a Ikurei Conphas ante sus iguales y obtenido los derechos y privilegios de un príncipe inrithi. Ahora cabalgaba como un general entre el mayor ejército que jamás había conocido. Un ejército que podía aplastar ciudades, abatir naciones, asesinar pueblos enteros. Un ejército para las canciones de los memorialistas. Una Guerra Santa que tenía por objetivo tomar al asalto Shimeh, el baluarte de los cishaurim. ¡Los cishaurim!
Anasurimbor Moenghus era cishaurim.
A pesar de lo desquiciado de sus ambiciones, el plan del dunyaino parecía estar funcionando. En sus sueños, Cnaiür siempre se había topado con Moenghus a solas. En ocasiones, intercambiaban palabras; en otras, no. Pero siempre había derramamiento de sangre. Sin embargo, ahora esos sueños parecían poco más que fantasías juveniles. Kellhus tenía razón. Después de treinta años Moenghus sería mucho más que un hombre que podía ser asesinado en un callejón; sería un potentado. Debía tener un imperio a sus pies. ¿Cómo podía ser de otro modo? Era un dunyaino.
Como su hijo, Kellhus.
¿Quién podía saber hasta dónde llegaba el poder de Moenghus? Sin duda, éste incluía a los cishaurim y los kianene, la duda consistía en saber solamente hasta qué punto. Pero ¿estaba ese poder ahora con ellos, en la Guerra Santa?
¿Incluía a Kellhus?
Mandarles a un hijo. ¿Qué mejor modo tenía un dunyaino de abatir a sus enemigos?
Ya en sus encuentros con Proyas, los nobles de casta inrithi se sumían inmediatamente en el silencio al oír la voz de Kellhus. Ya le miraban atentamente cuando consideraban que estaba preocupado, y susurraban cuando les parecía que él no podía oírlos. Y a pesar de lo presuntuosos que eran, se sometían a él, pero no del modo en que los hombres transigen ante el rango o la realeza, sino del modo en que los hombres ceden ante aquéllos que poseen algo que ellos necesitan. De algún modo, Kellhus les había convencido de que él estaba más allá del círculo al que los demás pertenecían. De que estaba incluso más allá de lo extraordinario. La cuestión sobrepasaba con mucho su afirmación de que había soñado con la Guerra Santa desde hacía mucho tiempo, del nefando modo en que les hablaba, como si él fuera un padre jugueteando con las habituales preocupaciones de sus hijos. La cuestión era también lo que él decía, las verdades.
—Pero ¡el Dios favorece a los justos! —había gritado Ingiaban, el Palatino de Kethantei, una noche en el consejo. Ante la insistencia de Cnaiür, habían discutido las diversas estrategias de las que el Sapatishah de Shigek, Skauras, podía valerse para derrotarles—. El propio Sejenus…
—Y tú —le interrumpió Kellhus—, ¿eres tú justo?
El aire en el Pabellón Real se tensó a causa de una extraña y desconcertante expectación.
—Nosotros somos los justos, sí —replicó el Palatino de Kethantei—. Si no, ¿qué, en nombre de Juru, estamos haciendo aquí?
—Ciertamente —dijo Kellhus—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
Cnaiür vislumbró cómo Gaidekki se giraba hacia Xinemus con una expresión preocupada.
Con cautela, Ingibian ganó tiempo escupiendo su anpoi.
—Estamos alzando nuestras armas contra los infieles. ¿Qué si no?
—¿De modo que nosotros nos alzamos en armas contra los infieles porque somos justos?
—Y porque ellos son perversos.
Kellhus sonrió con una severa compasión.
—«Es justo aquél que no es sorprendido en falta ante los designios del Dios…» ¿No es esto lo que Sejenus escribió?
—Sí. Por supuesto.
—¿Y quién sorprende a los hombres en falta ante los designios del Dios? ¿Los otros hombres?
El Palatino de Kethantei empalideció.
—No —dijo—. Sólo el Dios y sus Profetas.
—En ese caso, nosotros no somos justos, ¿no es así?
—Sí… Quiero decir, no… —Desconcertado, Ingibian miró a Kellhus y una horrible franqueza asomó en su rostro—. Quiero decir que… ¡Ya no sé lo que quiero decir!
Claudicaciones. Siempre arrancando claudicaciones. Acumulándolas.
—Así que lo comprendes —dijo Kellhus con la voz ahora grave y con una fuerza sobrehumana, una voz que parecía hablar desde todas partes—. Un hombre nunca puede considerarse justo a sí mismo, Palatino, sólo puede esperar. Y eso es lo que da sentido a nuestras acciones. Al alzarnos en armas contra los infieles, nosotros no somos el sacerdote ante el altar, somos la víctima. Nada significa ofrecer a otro ante el Dios, así que nos ofrecemos a nosotros mismos. No te equivoques, no os equivoquéis ninguno… Nosotros apostamos nuestras almas. Damos un salto hacia la oscuridad. El peregrinaje es nuestro sacrificio. Sólo después sabremos si hemos sido sorprendidos en falta.
El sobresaltado, hasta maravillado parloteo de asentimiento.
—Bien dicho, Kellhus —declaró Proyas—. Bien dicho.
Todos los hombres ven desde el lugar en el que están, y de algún modo Kellhus veía más allá que el resto de los hombres. Estaba en un lugar diferente, más amplio, como si ocupara las cumbres de todas las almas. Y a pesar de que ninguno de los nobles inrithi se atrevieran a mencionar este presentimiento, lo sentían, todos sin excepción. Cnaiür pudo verlo en la expresión de sus ojos, pudo oírlo en el tono de sus voces: las primeras sombras de sobrecogimiento.
El asombro que empequeñecía a todos los hombres.
Cnaiür conocía a la perfección esas secretas pasiones. Observar cómo Kellhus manejaba a esos hombres a su antojo era ver el vergonzoso recuerdo de su propia perdición a manos de Moenghus. En algunas ocasiones, le sobrevenía la necesidad de gritar una advertencia. En algunas ocasiones, Kellhus parecía una abominación tal que el abismo existente entre el scylvendio y los inrithi amenazaba con desaparecer, especialmente por lo que respectaba a Proyas. Moenghus se había valido de las mismas vulnerabilidades, de las mismas preocupaciones. Si Cnaiür compartía tales cosas con esos hombres, ¿hasta qué punto podían ser diferentes?
En algunas ocasiones, los crímenes parecían crímenes por muy ridícula que fuera la víctima.
Pero sólo en algunas ocasiones. En la mayoría de casos, Cnaiür se limitaba a observar con una insensible incredulidad. Ya no oía hablar a Kellhus, sino que se limitaba a observar cómo hacía y deshacía, sembraba y recogía, como si aquel hombre hubiera hecho añicos el cristal del lenguaje y fabricado cuchillos con los pedazos. Tal palabra para irritar lo que tal otra pudiera tranquilizar. Tal expresión para avergonzar lo que tal otra pudiera confortar. Tal intuición para recordar que la verdad podía herir, curar o asombrar.
¡Qué fácil le debió de resultar a Moenghus! Un mocoso. La esposa de un caudillo.
Le asaltaron imágenes, crudas y secas, de la Estepa. Las demás mujeres arrancándole el pelo a su madre, arañándole la cara, lanzándole piedras, golpeándola con palos. «¡Madre!» Un niño peleón sacado de su yaksh, lanzado a un fuego purificador, su rubio medio hermano. Las caras pétreas dándole la espalda a su rostro…
¿Cómo podía permitir que aquello sucediera de nuevo? ¿Cómo podía limitarse a quedarse mirando? ¿Cómo podía…?
Todavía acuclillado junto a Serwe, Cnaiür bajó la mirada, estremecido al ver que había estado clavando su cuchillo en el suelo. Los juncos color hueso de la esterilla estaban punzados y desgarrados alrededor de un pequeño hoyuelo negro.
Agitó su negra melena y respiró como si estuviera castigando al aire. Siempre esos pensamientos. ¡Siempre!
¿Remordimiento? ¿Por extranjeros? ¿Preocupación por llorosos fanfarrones? ¡Especialmente por Proyas!
—Mientras lo que precede siga envuelto en el misterio —había dicho Kellhus durante su travesía a través de la estepa Jiunati—, mientras los hombres sigan estando engañados, ¿qué importa?
¿Y qué importaba tomar por idiotas a un puñado de idiotas? ¿Qué importancia podía tener que un hombre hiciera de sí mismo un idiota? Ésta, ¡ésta!, era la punzante pregunta ante la cual todos sus pensamientos sangraban. ¿Decía la verdad el dunyaino? ¿Era realmente él el asesino de su padre?
«¡Yo camino con el torbellino!»
Nunca podría olvidarlo. Sólo su odio le protegía.
¿Y Serwe?
Las voces procedentes del exterior se habían acallado. Oyó cómo un lloroso y estúpido hechicero se sorbía los mocos. Entonces Kellhus abrió la portezuela para entrar en el lúgubre interior. Su mirada se posó en Serwe, después en el cuchillo y en última instancia en el rostro de Cnaiür.
—Lo has oído —dijo en scylvendio sin acento. Incluso después de tanto tiempo, oírle hablar así le ponía a Cnaiür la piel de gallina.
—Esto es un campamento de guerra —respondió—. Muchos son los que lo han oído.
—No. Están durmiendo.
Cnaiür sabía que sería absurdo discutir —conocía bien al dunyaino—; de modo que no dijo nada y se limitó a rebuscar entre las pertenencias que tenía bajo sus nalgas.
Serwe se quejó y le dio una patada a sus mantas.
—¿Recuerdas la primera vez que hablamos en tu yaksh? —le preguntó Kellhus.
—Por supuesto —respondió Cnaiür, incorporándose—. Maldigo ese día con todas mis fuerzas.
—Esa maldita piedra que me tiraste…
—¿Te refieres al Chorae de mi padre?
—Sí. ¿Todavía lo llevas contigo?
Cnaiür le miró entre la oscuridad.
—Sabes que sí.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Lo sabes.
Cnaiür se vistió en silencio mientras Kellhus despertaba a Serwe.
—Pero los cuernos —se quejó ella, enterrando su cabeza entre las mantas—. No he oído los cuernos…
Cnaiür se rió bruscamente, con su voz honda y potente.
—Un ardid traicionero —dijo, hablando ahora en sheyico.
—¿Y qué es eso? —replicó Kellhus, más para Serwe que para su interlocutor, pensó Cnaiür. El dunyaino sabía qué quería decir. Siempre lo sabía.
—Matar hechiceros.
Justo entonces, sonaron los cuernos.
Finales de primavera, año del Colmillo 4111, Cumbres Andiamine
Xerius salió de los baños y recorrió los escalones de mármol que le separaban de sus esclavos, que le esperaban con toallas y aceites aromáticos. Y por primera vez en días sintió que le animaba la armonía, la perspectiva de unas deidades bondadosas. Levantó la mirada con una amable sorpresa cuando la Emperatriz, su madre, apareció por la oscura entrada de la sala.
—Dime, madre —dijo sin mirar su desmesurada figura—, ¿acaso has dado conmigo en un momento inoportuno? —Se volvió hacia ella al tiempo que los esclavos secaban su entrepierna—. ¿O era algo que tenías calculado?
La Emperatriz inclinó ligeramente la cabeza, como si ella fuera el Shriah, un igual.
—Te he traído un regalo, Xerius —dijo, señalando a la muchacha de pelo oscuro que estaba a su lado. Con un gesto excesivo, el eunuco de la Emperatriz, el gigante Pisathulas, abrió la toga de la chica y se la quitó. Despojada de ella, la chica era tan pálida como un galeoth, y estaba tan desnuda como el Emperador. Era casi tan maravillosa como él.
Los regalos de su madre ponían de manifiesto la traición que significaban los regalos que le ofrecían aquéllos que no eran sus tributarios. En realidad, esos regalos no eran tales en absoluto. Esos regalos siempre reclamaban algo a cambio.
Xerius no recordaba cuándo Istriya había empezado a llevarle esos hombres y mujeres, esos sustitutos. Su madre tenía el ojo de una furcia, Xerius se lo reconocía. Ella sabía, infaliblemente, qué le complacería.
—Eres una zorra libidinosa, madre —dijo, admirando a la chica aterrorizada—. ¿Ha habido jamás un hijo tan afortunado como yo?
Pero Istriya sólo dijo:
—Skeaos ha muerto.
Xerius la miró fugazmente y después volvió a prestar atención a sus esclavos, que habían empezado a untarle con aceites.
—Algo ha muerto —respondió, evitando encogerse de hombros—. Pero no sabemos qué.
—¿Y por qué no me ha sido comunicado?
—Sabía que no tardarías en enterarte. —Se sentó en la silla que habían dispuesto para él y sus esclavos empezaron a peinarle el cabello con más aceites mientras le limaban las uñas—. Siempre acabas enterándote de todo —añadió.
—Los cishaurim —dijo Istriya después de una pausa.
—Por supuesto.
—De modo que los conocen. Los cishaurim conocen tus planes.
—Eso no tiene mayor consecuencia. De todos modos, ya los conocían.
—¿Te has convertido en un vulgar idiota, Xerius? Creía que después de esto serías capaz de reconsiderarlo.
—¿Reconsiderar qué, madre?
—Este enloquecido pacto que has suscrito con los infieles. ¿Qué si no?
—Cállate, mamá. —Xerius miró nerviosamente a la chica, pero era evidente que ésta no comprendía una sola palabra de sheyico—. Éste no es un asunto para ser comentado en voz alta. Nunca más. ¿Me oyes?
—Pero ¡se trata de los cishaurim, Xerius! ¡Piensa en ello! ¡Junto a ti durante todos estos años, portando el rostro de Skeaos! ¡El único confidente del Emperador! ¡Esa lengua vil que insuflaba veneno bajo la apariencia de un consejo! ¡Todos estos años, Xerius! ¡Compartiendo tus ambiciones con una obscenidad!
Xerius había pensado en eso; en realidad, había pensado en poco más durante los últimos días. Durante la noche soñaba con rostros, con rostros como puños. En Gaenkelti, que había muerto tan…, tan absurdamente.
Y después estaba la pregunta, la pregunta que le sobrevenía con tanta fuerza que nunca dejaba de sacudirle del tedio de sus rutinas.
«¿Hay otros? Otros como eso…»
—Sermoneas a los que ninguna necesidad tienen de ello, madre. Sabes que en todas las cosas es necesario lograr un equilibrio. Un intercambio de vulnerabilidades por ventajas. Tú misma me lo enseñaste.
Pero la Emperatriz no se ablandó.
—Los cishaurim tienen tu corazón en sus garras, Xerius. Por tu culpa, han apurado el mismísimo tuétano del Imperio. ¿Y tú permitirás que esto, una ofensa sin precedentes, quede sin castigo ahora, cuando los Dioses te han hecho entrega del instrumento de tu venganza? ¿Y aun así dejas a la Guerra Santa campar a sus anchas? Si cedes Shimeh, Xerius, cedes ante los cishaurim.
—¡Silencio! —Su grito repiqueteó a lo largo y ancho de la sala.
Istriya se rió histéricamente.
—Mi hijo desnudo —dijo—. Mi pobre hijo… desnudo…
Xerius se puso en pie y se abrió paso a empujones entre el círculo de sus esclavos con una expresión herida, socarrona.
—Esto no es propio de ti, madre. Tú nunca te has encogido de miedo ante la condenación. ¿Es porque te has hecho vieja, no es así? Dime, ¿qué se siente al estar al borde del precipicio? ¿Sentir que tu útero se marchita, ver que los ojos de tus amantes se tornan tímidos a causa de un oculto asco?
Había saltado impulsivamente y recurrido a la vanidad, la única forma que conocía de insultar a su madre.
Pero a juzgar por su respuesta, no parecía haber acusado el golpe.
—Llega un momento, Xerius, en el que ya nada te preocupa excepto tus espectadores. El espectáculo de la belleza es como la fanfarria de las ceremonias, para los jóvenes, para los idiotas. La interpretación, Xerius. La interpretación hace de todas las cosas un mero ornamento. Ya lo verás.
—Entonces, ¿a qué vienen los cosméticos, madre? ¿Por qué tus esclavos te apuntalan como a una vieja puta en día de fiesta?
Ella le miró con la expresión neutra.
—Eres un hijo tan monstruoso… —murmuró.
—Tan monstruoso como su madre —añadió Xerius con una carcajada cruel—. Dime. Ahora que tu pervertida vida está tocando a su fin, ¿te arrepientes, madre?
Istriya apartó la mirada por encima de las vaporosas aguas del baño.
—El arrepentimiento es inevitable, Xerius.
Esas palabras le sorprendieron.
—Quizá… quizá sí —respondió, sintiendo por alguna razón una pena repentina. Había habido un momento en el que él y su madre habían mantenido una buena relación. Pero Istriya sólo podía intimar con aquéllos a los que poseía. Y a él ya no le poseía.
Ese pensamiento conmovió a Xerius. Perder a un hijo tan divino…
—Siempre estas acaloradas discusiones, ¿eh, madre? Yo mismo me arrepiento de ellas. Quería que lo supieras. —La miró pensativamente y se mordió el labio inferior—. Pero como vuelvas a hablarme de Shimeh, pondré a prueba tus lugares comunes. Y te arrepentirás. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo, Xerius.
Cuando engarzó su mirada con la de su hijo, había malicia en sus ojos, pero Xerius lo ignoró. Una concesión, toda concesión, era un triunfo cuando se trataba con la Emperatriz.
Xerius prefirió escudriñar a la muchacha, que tenía los pechos tensos como las alas de una golondrina y un suave tejido por vello púbico. Excitado, alzó la mano y ella se acercó a él de mala gana. Él la llevó a un sofá cercano, se sentó y se abrió de piernas ante ella.
—¿Sabes lo que tienes que hacer, niña? —preguntó.
Ella abrió sus ágiles piernas y se sentó a horcajadas sobre él. Le corrieron lágrimas por las mejillas. Temblando, se posó sobre su miembro…
Xerius jadeó. Era como adentrarse en un cálido e intacto melocotón. El mundo albergaba obscenidades como los cishaurim, sin duda, pero también albergaba dulces frutos como aquél.
La vieja Emperatriz se dio la vuelta para marcharse.
—¿No te quedas, madre? —gritó Xerius con voz ronca—. ¿Para ver cómo tu hijo disfruta de este regalo que le has hecho?
Istriya dudó.
—No, Xerius.
—Debes hacerlo, madre. No es fácil complacer al Emperador. Debes explicarle cómo debe hacerlo.
Se produjo una pausa sólo cruzada por el gimoteo de la muchacha.
—Sin duda, hijo mío —dijo Istriya al fin, y se encaminó presuntuosamente hacia el sofá. La rígida muchacha se estremeció cuando ella le cogió la mano y la dirigió al escroto de Zerius—. Con suavidad, niña —le susurró—. Tranquila. No llores…
Xerius rugió y se arqueó al entrar en ella, se rió cuando ella soltó un gorjeo de dolor. Miró el rostro maquillado de su madre suspendido sobre el hombro de la muchacha, más blanco que la porcelana —su piel era galeoth— y ardió al sentir esa vieja e ilícita emoción. Se sintió de nuevo un niño indefenso. Todo era como debía ser. Los Dioses eran generosos…
—Dime, Xerius —dijo su madre con voz ronca—, ¿cómo descubriste a Skeaos?