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La ignorancia es confianza. |
Antiguo proverbio kuniúrico. |
Finales de primavera, año del Colmillo 4111, sur de Momemn
Drusas Achamian estaba sentado con las piernas cruzadas en la oscuridad de su tienda, una silueta que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás susurrando oscuras palabras. A pesar de que la superficie iluminada por la luna del mar de Meneanor le separaba de Atyersus, recorrió los antiguos pasadizos de su Escuela. Caminaba entre durmientes.
La geometría sin dimensiones de los sueños nunca cesaba de sorprender a Achamian. Algo tenía de monstruoso un mundo en el que nada era remoto, en el que las distancias se disolvían en la espuma de las palabras y las pasiones en disputa. Algo que ningún conocimiento podría dominar.
Aturdido por las pesadillas, Achamian encontró al fin al hombre durmiente que buscaba: Nautzera, en sueños, sentado sobre la hierba empapada de sangre, acunando sobre su regazo a un rey muerto.
—¡Nuestro rey ha muerto! —gritaba Nautzera con la voz de Seswatha—. ¡Anasurimbor Celmomas ha muerto!
Un rugido sobrenatural le martilleó los oídos. Achamian se dio la vuelta y alzó las manos contra una sombra titánica.
Wracu… El dragón.
Una ráfaga de viento hizo tambalearse a los que estaban de pie y agitó los brazos de los que estaban en el suelo. Gritos de consternación y horror cruzaron el aire y después una catarata de oro hirviendo cubrió a Nautzera y los Grandes Reyes allí reunidos. No hubo tiempo para gritos. Estallaron dientes. Los cuerpos fueron derribados como los pedazos de carbón de una fogata a la que se da una patada.
Achamian se dio la vuelta y vio a Nautzera en mitad de un campo de cáscaras humeantes. Protegido por sus Guardas, el hechicero dejó al rey muerto en el suelo susurrando unas palabras que Achamian no podía oír pero que había soñado en innumerables ocasiones: «Aparta el ojo de tu mente de este mundo, querido amigo… Apártalo para que tu corazón no pueda volver a ser doblegado».
Con la fuerza de una torre derribada, el dragón se posó con gran estruendo sobre la tierra; su descenso alzó un altísimo velo de humo y cenizas. Las poderosas fauces tabletearon al cerrarse. Las alas se desplegaron como buques de guerra. La luz de los cadáveres en llamas resplandeció entre iridiscentes escalas de negro.
—Nuestro Señor —dijo el dragón con voz crispada— ha sabido de la muerte del Rey y ha dicho: «Está hecho».
Nautzera se colocó ante aquella abominación de cuernos dorados.
—¡No mientras yo respire, Skafra! —gritó—. ¡Nunca!
Risas, como el resuello de mil hombres tísicos. El Gran Dragón irguió su inmenso pecho sobre el hechicero y reveló una collar de cabezas humanas humeantes.
—Has sido derrocado, hechicero. Tu tribu ha perecido, hecha añicos como el vaso de un alfarero por nuestra furia. La tierra está sembrada de la sangre de tu nación, y pronto tus enemigos te rodearán con el arco tensado y el bronce afilado. ¿No te arrepentirás de tu locura? ¿No te humillarás ante nuestro Señor?
—¿Cómo haces tú, Skafra? ¿Cómo se humilla el ensalzado Tirano de las Nubes y las Montañas?
Unas membranas titilaron en los ojos mercuriales del dragón. Un parpadeo.
—Yo no soy un Dios.
Nautzera sonrió con gravedad. Seswatha dijo:
—Tampoco tu señor.
Gran agitación de los miembros y rechinar de los dientes de hierro. Un grito de unos pulmones como hornos, profundo como el gemido del océano y tan desgarrador como el quejido de un niño.
Nada intimidado por la extraordinaria corpulencia del dragón, de repente Nautzera se volvió hacia Achamian con una expresión desconcertada.
—¿Quién eres?
—Uno que comparte tus sueños…
Por un momento, fueron como dos hombres que se ahogan, dos almas pateando en busca de aire puro… Después, la oscuridad. La silenciosa nada en que moraban las almas de esos hombres.
—Nautzera… Soy yo.
Un lugar de voz pura.
—¡Achamian! Ese sueño… me atormenta tanto últimamente. ¿Dónde estás? Nos temimos que estuvieras muerto.
¿Preocupación? ¿Nautzera expresando su preocupación por él, el Maestro al que despreciaba por encima de todos los demás? Pero los Sueños de Seswatha solían dejar de lado pequeñas enemistades.
—Con la Guerra Santa —respondió Achamian—. La contienda con el Emperador ha terminado. La Guerra Santa marcha sobre Kian.
Una serie de imágenes acompañaron a estas palabras: Proyas dirigiéndose a embelesadas masas de conriyanos con armadura; las infinitas caravanas de señores armados junto a sus cortes; los estandartes multicolores de un millar de condes y barones; un vistazo lejano de las Columnas de Nansur marchando a través de viñedos y arboledas en perfecta formación…
—Ha empezado —dijo Nautzera con decisión—. ¿Y Maithanet? ¿Lograste descubrir algo más de él?
—Pensé que Proyas me ayudaría, pero me equivocaba. Es parte de los Mil Templos. Es de Maithanet.
—¿Qué les pasa a tus estudiantes, Achamian? ¿Por qué todos acaban convirtiéndose en nuestros rivales, eh?
La facilidad con que Nautzera había recuperado su sarcasmo hirió y, curiosamente, alivió a Achamian a la vez. El viejo hechicero necesitaba tener la mente despejada para lo que le iba a contar.
—Les he visto, Nautzera.
Un fogonazo del cuerpo desnudo de Skeaos, encadenado y retorciéndose como un santo acólito en el polvo.
—¿Que has visto a quién?
—Al Consulto. Les he visto. Sé cómo nos han podido eludir durante todos estos años.
Un rostro relajándose, como el puño de un avaro alrededor de un ensolarii de oro.
—¿Estás borracho?
—Están aquí, Nautzera. Entre nosotros. Siempre han estado aquí.
Pausa.
—¿Qué estás diciendo?
—El Consulto todavía merodea por los Tres Mares.
—El Consulto…
—¡Sí! Soy testigo.
Destellaron más imágenes, reconstrucciones de la locura que había tenido lugar en las entrañas de las Cumbres Andiamine. El horrible rostro desplegándose, una y otra vez.
—Sin hechicería, Nautzera. ¿Lo entiendes? ¡El onta no se percibía! No podemos detectar a esos espías–piel.
A pesar de que la muerte de Inrau había exacerbado el odio que sentía por Nautzera, Achamian le había llamado porque era un fanático, el único hombre con un temperamento suficientemente radical para apreciar en su justa medida la radicalidad de su revelación.
—La Tekne —dijo Nautzera, y por primera vez Achamian detectó el miedo en la voz de aquel hombre—. La Vieja Ciencia… ¡Debe ser eso! ¡Los otros deben soñar esto, Achamian! ¡Manda el sueño a los otros!
—Pero…
—Pero ¿qué? ¿Hay más?
Mucho más. Un Anasurimbor había regresado, un descendiente vivo del rey muerto con el que Nautzera acababa de soñar.
—Nada importante —respondió Achamian.
¿Por qué había dicho esto? ¿Por qué ocultar a Anasurimbor Kellhus del mandato? ¿Por qué proteger…?
—Bien. A duras penas puedo digerir esto así… ¡Finalmente hemos descubierto a nuestro antiguo enemigo! ¡Y tras un rostro de piel! Si pudieron penetrar en las recluidas cimas de la Corte Imperial, podrían penetrar prácticamente cualquier facción, Achamian. ¡Cualquier facción! ¡Manda este sueño a todo el Quorum! Todo Atyersus tiembla esta noche.
El amanecer parecía vigoroso, y Achamian se sorprendió preguntándose si las mañanas siempre eran así cuando eran recibidas por la punta de un millar de lanzas. La luz del sol se expandió desde el horizonte de tierra purpúrea e iluminó las laderas de las colinas y las hileras de árboles con un fresco resplandor matutino. El Camino Sogiano, una vieja ruta costera anterior al Imperio Ceneiano, se extendía directamente hacia el sudoeste, y sólo serpenteaba ante las cuestas y los declives de distantes colinas. Una larga fila de hombres armados caminaban trabajosamente por él intercalados por caravanas de equipaje y flanqueados por compañías de caballeros montados. Allí donde el sol les tocaba, sus sombras se alargaban sobre los pastos circundantes.
Aquella visión asombró a Achamian.
Durante muchos años, las preocupaciones de sus días habían sido empequeñecidas por el horror de sus noches. Lo que había visto en los ojos de Seswatha no podía mesurarse durante la vigilia. Sin duda, el mundo bañado por la luz del sol también podía herirle, también podía matarle, pero todo parecía suceder a la escala de las ratas.
Hasta entonces.
Hasta donde alcanzaba la vista, Hombres del Colmillo se esparcían por los campos y se agrupaban en el camino como hormigas alrededor de una monda de manzana. Allí una banda de escoltas recorriendo un lejano risco. Aquí un carro estropeado se encalla entre un espeso bosque de lanzas. Jinetes galopando a través de arboledas en flor. Adolescentes locales gritando desde la cima de jóvenes abedules. ¡Qué espectáculo! Aunque sólo comprendía una parte de su verdadero poderío.
Poco después de abandonar Momemn, la Guerra Santa se había dividido en diversos ejércitos bajo el liderazgo de cada uno de los Grandes Nombres. De acuerdo con Xinemus, eso se había debido en parte a la prudencia —divididos podían apañárselas mejor si el Emperador no cumplía la promesa de aprovisionarles— y en parte a la testarudez: los señores inrithi no lograron ponerse de acuerdo en cuál era la mejor ruta para ir a Asgilioch.
Proyas había optado por la costa con la intención de seguir el Camino Sogiano hacia el sur, hasta su término, y girar allí hacia el oeste en dirección a Asgilioch. Los otros Grandes Nombres —Gothyelk con sus tydonnios, Saubon y sus galeoth, Chepheramunni y los ainonios, y Skaiyelt y sus thunyerios— habían optado por cruzar los campos, los viñedos y los huertos de la densamente poblada llanura Kyranae, pensando que Proyas estaba trazando un círculo para viajar en línea recta. Como los viejos caminos de Cenei estaban desparramados por sus tierras nativas convertidos en poco más que senderos en ruinas, no tenían ni idea del mucho tiempo que podían ahorrar tomando el camino más largo, que estaba pavimentado.
Si seguía a ese paso, afirmó Xinemus, el contingente conriyano llegaría a Asgilioch días antes que los demás. Y a pesar de que Achamian estaba preocupado —¿cómo iban a ganar una guerra cuando una simple marcha era capaz de derrotarles?— Xinemus parecía convencido de que aquello era positivo. No sólo lograría la gloria para su nación y su príncipe, sino que enseñaría a los demás una importante lección. «¡Hasta el scylvendio sabe que estas malditas carreteras son mejores!», había exclamado el Mariscal.
Achamian avanzaba pesadamente con su mula a lo largo del camino rodeado de chirriantes carromatos. Desde el primer día de la marcha de la Guerra Santa, había decidido tratar de pasar desapercibido entre los carros del equipaje. Si las columnas de soldados a pie parecían grandes cuarteles rodantes, las caravanas de equipaje parecían grandes establos rodantes. El olor del ganado, tan parecido al de los perros mojados. Los gemidos y chirridos de ejes sin lubricar. El murmullo de hombres patosos y de corazón torpe puntuados de vez en cuando por el restallar de los látigos.
Se estudió los pies. La hierba pisoteada le había manchado de verde los dedos. Por primera vez, le sobrevino la pregunta de por qué se había ocultado entre la caravana del equipaje. Seswatha siempre había cabalgado a la derecha de reyes, príncipes y generales. ¿Por qué no hacía él lo mismo? Aunque Proyas había mantenido su aparente indiferencia, Achamian sabía que aceptaría su compañía, aunque sólo fuera por Xinemus. ¿Qué estudiante no deseaba en secreto la presencia de su viejo maestro en tiempos difíciles?
Así pues, ¿por qué viajaba entre el equipaje? ¿Era la costumbre? Era un viejo espía, después de todo, y nada ocultaba mejor la modestia que un entorno humilde. ¿O tal vez fuera nostalgia? Por alguna razón, marchar como lo hacía le recordaba a cuando de niño perseguía a su padre hasta las barcas, con la cabeza pesada a causa del sueño, la arena fría, el mar oscuro y templado de la mañana. Siempre la misma mirada hacia el este, donde el frío gris anunciaba un sol de justicia. Siempre la respiración entrecortada cuando se resignaba a lo inevitable, a la penuria convertida en ritual que los hombres llamaban trabajo.
Pero ¿qué alivio podía encontrar en esos recuerdos? Las obligaciones no calmaban, insensibilizaban.
Y entonces Achamian se dio cuenta: no viajaba entre las bestias y el equipaje por costumbre o nostalgia, sino por aversión.
«Me estoy escondiendo —pensaba—. Me estoy escondiendo de él.»
De Anasurimbor Kellhus.
Achamian aminoró el paso y dirigió su mula hacia la pradera circundante. Los pies le dolían por culpa del frío de la hierba gélida de rocío. Los carromatos seguían avanzando lentamente en una fila infinita.
Escondiéndose…
Parecía que cada vez se sorprendiera más haciendo cosas por motivos oscuros. Retirándose temprano no porque estuviera cansado a causa de la marcha diurna —como se decía a sí mismo— sino porque temía el escrutinio de Xinemus, Kellhus y los demás. Mirando fijamente a Serwe, no porque ella le recordara a Esmi —como se decía— sino porque el modo en que ella miraba a Kellhus le preocupaba, como si ella supiera algo…
Y ahora esto.
«¿Me estoy volviendo loco?»
Ya se había descubierto varias veces parloteando en voz alta sin motivo aparente. En una o dos ocasiones se había llevado la mano a la mejilla para descubrir que había estado llorando. En todos los casos, había farfullado algo para espantar su sorpresa: pocas cosas son más familiares, suponía, que considerarse a uno mismo un extraño. Además, ¿qué podía hacer si no? El redescubrimiento del Consulto era motivo suficiente para volverse loco de remate, sin duda. Pero sospechar —no, saber— que el Segundo Apocalipsis estaba empezando… ¡Y ser el único en poseer ese conocimiento!
¿Cómo podía alguien como él soportar tamaña carga?
La solución, por supuesto, era compartir esa carga, hablarle de Kellhus al Mandato.
Antes, Achamian simplemente había temido que Kellhus augurara la resurrección del No Dios. Lo había omitido de sus informes porque sabía exactamente lo que Nautzera y los demás habrían hecho. Se habrían abalanzado sobre él como chacales sobre un hueso hervido y lo habrían roído y roído hasta que se hubiera venido abajo. Pero el incidente bajo las Cumbres Andiamine había… había…
Las cosas habían cambiado. Cambiado irrevocablemente.
Durante muchísimos años, el Consulto había sido poco más que un postulado vacío, una opresiva abstracción. ¿Cómo lo llamaba Inrau? El pecado de un padre. Pero ahora —¡ahora!— era tan real como el filo de un cuchillo. Y Achamian ya no temía que Kellhus augurara el Apocalipsis, estaba seguro de ello.
Y ese conocimiento era mucho peor.
Así que, ¿por qué seguir escondiendo a ese hombre? Había regresado un Anasurimbor. ¡La Profecía Celmomiana se había cumplido! En cuestión de unos pocos días, los Tres Mares habían adquirido las mismas abotargadas dimensiones que el mundo que sufría una noche tras otra. Y sin embargo no dijo nada, ¡nada! ¿Por qué? Achamian había observado que algunos hombres se negaban categóricamente a reconocer cosas como la enfermedad o la infidelidad, como si los hechos requirieran su aceptación para ser reales. ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Creía que mantener a Kellhus en secreto hacía que ese hombre fuera menos real? ¿Que evitaría el fin del mundo tapándose los ojos?
Era demasiado. Demasiado. El Mandato tenía que saberlo, cualesquiera que fueran las consecuencias.
«Así pues, debo decírselo… Esta noche, debo decírselo.»
—Xinemus —dijo una voz familiar a su espalda— me dijo que te encontraría con el equipaje.
—¿En serio? —respondió Achamian, sorprendido por la ligereza de su tono.
Kellhus le sonrió.
—Dice que prefieres pisar mierda fresca que vieja.
Achamian se encogió de hombros e hizo cuanto pudo para eliminar todos los fantasmas de su expresión.
—Así mantengo los dedos de los pies calientes… ¿Dónde está tu amigo scylvendio?
—Con Proyas e Ingiaban.
—Ah. Veo que has decidido pasearte por los bajos fondos entre gente como yo. —Bajó la mirada hacia las sandalias de los pies del norteño—. Hasta el punto de caminar, nada menos… —Las castas nobles no caminaban, cabalgaban. Kellhus era un príncipe, pero al igual que Xinemus, facilitaba a los demás que olvidaran su rango.
Kellhus parpadeó.
—Me ha parecido que por una vez valía la pena que moviera el culo.
Achamian se rió, sintiéndose como si hubiera estado aguantando la respiración y sólo ahora pudiera exhalar. Desde esa primera noche junto a Momemn, Kellhus le había hecho sentir de esa manera, como si pudiera respirar fácilmente. Cuando se lo mencionó a Xinemus, el Mariscal se encogió y dijo: «Tarde o temprano, todo el mundo se tira un pedo».
—Además —prosiguió Kellhus—, me prometiste que me instruirías.
—¿En serio?
—Sí.
Kellhus alargó el brazo y cogió la tosca cuerda que colgaba de la brida de su mula. Achamian le miró con una expresión socarrona.
—¿Qué estás haciendo?
—Soy tu estudiante —dijo Kellhus, comprobando las cintas de las alforjas de la mula—. Estoy seguro de que en tu juventud llevaste las bridas de la mula de tu maestro.
Achamian respondió con una sonrisa dubitativa.
Kellhus pasó una mano por el cuello del animal.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
Por alguna razón, la banalidad de la pregunta sorprendió a Achamian hasta el punto de horrorizarle. Nadie —ningún hombre, en todo caso— se había tomado la molestia de preguntárselo antes. Ni siquiera Xinemus.
Kellhus frunció el ceño ante su vacilación.
—¿Qué te preocupa, Achamian?
«Tú…»
Apartó la mirada hacia las populosas hileras de inrithi armados. Los oídos le quemaban y le zumbaban. «Es capaz de leer mi mente como si fuera un pergamino cualquiera.»
—¿Tan fácil es? —le preguntó Achamian—. ¿Tan fácilmente se ve?
—¿Qué importa eso?
—Importa —dijo, parpadeando para obstruir las lágrimas y volviéndose para encarar a Kellhus una vez más. «¡Estoy llorando! —gritó algo desconsolado en su interior—. ¡Estoy llorando!»
»Ajencis —prosiguió— escribió en una ocasión que todos los hombres son fraudes. Algunos, los sensatos, se limitan a engañar sólo a los demás. Otros, los estúpidos, sólo se engañan a sí mismos. Y unos pocos estúpidos engañan a los demás y a sí mismos; son los que gobiernan a los hombres. Pero ¿qué hay de los hombres como yo, Kellhus? ¿Qué hay de los hombres que no engañan a nadie?
«¡Y yo me considero un espía!»
Kellhus se encogió de hombros.
—Tal vez sean unos insensatos muy prudentes.
—Tal vez —respondió Achamian, tratando de parecer meditabundo.
—¿Qué te preocupa?
«Tú…»
—Amanecer —dijo Achamian, alargando el brazo para acariciar el hocico de su mula—. Amanecer.
Para un Maestro del Mandato, ningún nombre era más venturoso.
Enseñar siempre estimulaba a Achamian. Como las negras lágrimas de Nilnamesh, en ocasiones hacía que le cosquilleara la piel y se le acelerara el alma. Estaba la simple vanidad de saber, por supuesto, el orgullo de ver más que los demás. Y estaba la alegría de ver cómo unos ojos jóvenes se abrían como platos al comprender, al ver cómo veía otro. Ser un maestro era ser de nuevo un estudiante, revivir la ebriedad de la comprensión, y ser un profeta, bosquejar el mundo desde su mismísimo principio, no solamente incitar a la visión a abandonar la ceguera, sino exigir que otro vea.
Y después estaba la confianza, que era la contrapartida de su exigencia, tan temeraria que aterrorizaba a Achamian cada vez que pensaba en ello. La locura de un hombre diciéndole a otro: «Por favor, júzgame…».
Ser un maestro era ser un padre.
Pero nada de todo esto era cierto a la hora de enseñar a Kellhus. Durante los días posteriores, mientras el ejército conriyano marchaba hacia el sur, caminaron juntos, comentando cualquier cosa imaginable, desde la flora y la fauna de los Tres Mares hasta los filósofos, los poetas y los reyes de la Alta y Baja Antigüedad. En lugar de seguir cualquier programa, cosa que habría sido poco práctica dadas las circunstancias, Achamian dejó que Kellhus satisficiera su curiosidad. Se limitó a responder preguntas. Y contó historias.
Las preguntas de Kellhus, en todo caso, eran enormemente perspicaces, tanto que el respeto de Achamian por su intelecto pronto se tornó en sobrecogimiento. Cualquiera que fuese el tema en cuestión, fuera político, filosófico o poético, el Príncipe abordaba infaliblemente el corazón del asunto. Cuando Achamian bosquejó las opiniones de Ingoswitu, el gran pensador kuniúrico, Kellhus, con una pregunta tras otra, llegó a emular las críticas de Ajencis, a pesar de que afirmaba no haber leído jamás la obra del antiguo kyraneano. Cuando Achamian describió la desorganización del Imperio Ceneiano a finales del tercer milenio, Kellhus le atosigó con preguntas —muchas de las cuales Achamian no pudo contestar— acerca del comercio, la moneda y la estructura social. Al cabo de no mucho tiempo, daba algunas explicaciones y esbozaba algunas interpretaciones tan atinadas como cualesquiera de las que Achamian hubiera leído.
—¿Cómo? —le espetó Achamian en una ocasión.
—¿Cómo qué? —respondió Kellhus.
—¿Cómo es que… ves estas cosas? Por mucho que yo me fije…
—Ah —dijo Kellhus con una sonrisa—. Estás empezando a parecerte a los tutores de mi padre. —Contempló a Achamian de un modo a la vez sumiso y extrañamente indulgente, como si le concediera algo a un hijo autoritario pero mimado. La luz del sol jugueteó con los mechones dorados de su cabello y su barba—. Es solamente un don que tengo —dijo—. Nada más.
Pero ¡menudo don! Era más de lo que los ancianos llamaban «noschi», genio. Había algo en el modo en que Kellhus pensaba, una elusiva movilidad que Achamian nunca había visto antes. Algo que le hacía parecer, en ocasiones, un hombre de otra era.
La mayoría, con mucho, nacían estrechos de miras, y sólo se molestaban en hacer caso a lo que les halagaba. Casi sin excepción, daban por hecho que sus odios y anhelos eran correctos, por muchas que fueran las contradicciones, simplemente porque les parecían correctos. Casi todos los hombres valoraban más la trayectoria familiar que la verdad. Ésa era la gloria del estudiante, salir del camino más trillado y poner en entredicho el conocimiento que oprimía, que horrorizaba. Incluso entonces, Achamian, como todos los maestros, dedicaba tanto tiempo a arrancar prejuicios de raíz como a implantar verdades. Todas las almas eran finalmente tercas.
Pero no era éste el caso de Kellhus. No descartaba nada categóricamente. Cualquier posibilidad podía ser considerada. Era como si su alma se desplazara sobre algo inexplorado. Sólo la verdad le hacía llegar a una conclusión.
Una pregunta tras otra, todas planteadas con precisión, explorando este tema o aquél con una amable implacabilidad, tan a conciencia que Achamian se quedó asombrado ante lo mucho que él mismo sabía. Era como si, movido por el paciente interrogatorio de Kellhus, hubiera emprendido una expedición a través de una vida que en buena medida había olvidado. Kellhus le preguntaba por Memgowa, el antiguo sabio zeumi que recientemente se había puesto de moda entre las castas nobles, y Achamian recordaba haber leído sus Aforismos celestiales a la luz de la vela en la casa de campo de la costa de Xinemus, saboreando las exóticas peculiaridades de su sensibilidad zeumi mientras oía cómo el viento batía la arboleda al otro lado de la ventana cerrada y las ciruelas caían haciendo un ruido sordo al suelo como esferas de acero. Kellhus le preguntaba por su interpretación de las Guerras Escolásticas y Achamian recordaba haber discutido con su propio maestro, Sumas, en los negros parapetos de Atyersus, creyéndose un prodigio, y maldiciendo la inflexibilidad de los ancianos. ¡Cómo había odiado esas cumbres ese día!
Una pregunta tras otra. Ninguna repetida. Ningún aspecto comentado en dos ocasiones. Y a cada respuesta, a Achamian le parecía que sustituía intuiciones por verdaderos conocimientos y abstracciones por momentos de su vida recuperados. Kellhus, advirtió, era un estudiante que enseñaba incluso mientras aprendía, y Achamian nunca había conocido a nadie como él. Ni Inrau, ni siquiera Proyas. Cuantas más respuestas le daba, más parecía Kellhus poseer la respuesta de su propia vida.
«¿Quién soy yo? —se preguntaba con frecuencia, escuchando la melodiosa voz de Kellhus—. ¿Qué ves?»
Y después estaban las preguntas relacionadas con las Viejas Guerras. Como la mayoría de Maestros del Mandato, a Achamian le era fácil mencionar el Apocalipsis y difícil conversar sobre él, muy difícil. Estaba el dolor de revivir el horror, por supuesto. Hablar del Apocalipsis era tratar de traducir la congoja en palabras, una tarea imposible. Y estaba también la vergüenza, como si se permitiera alguna obsesión humillante. Demasiados hombres se habían reído de él.
Pero con Kellhus la dificultad provenía de la sangre que corría por las venas de aquel hombre. Era un Anasurimbor. ¿Cómo le describe uno el fin del mundo a su mensajero involuntario? En ocasiones, Achamian temía sentir náuseas ante aquella paradoja. Y en todos esos casos, pensaba: «¡Mi Escuela! ¿Por qué traiciono a mi Escuela?».
—Háblame del No Dios —le dijo Kellhus una tarde.
Como con frecuencia sucedía cuando cruzaban pastos llanos, las largas filas se habían roto y apartado del camino, y los hombres caminaban desperdigados por la hierba. Algunos incluso se quitaban las sandalias y las botas y bailaban, como si recobraran las energías al descalzar sus pies. Achamian, que se había estado riendo de sus payasadas, fue sorprendido con la guardia baja.
Se estremeció. No hacía mucho, ese nombre —el No Dios— se refería a algo distante y muerto.
—¿Eres de Atrithau —respondió Achamian— y quieres que yo te hable del No Dios?
Kellhus se encogió de hombros.
—Leemos Las sagas, como vosotros. Nuestros bardos cantan sus innumerables baladas, como los vuestros. Pero tú… Has visto esas cosas.
«No —quiso decir Achamian—. Seswatha ha visto esas cosas. Seswatha.»
En lugar de decir eso, escudriñó la distancia tratando de ordenar sus pensamientos. Se cogió las manos, que le parecieron tan ligeras como una balsa.
«Tú has visto estas cosas. Tú…»
—Él tiene, como probablemente sepas, muchos nombres. Los hombres del antiguo Kuniuri lo llamaban Mog–Pharau, del cual deriva No Dios. En la antigua Kyraneas, era simplemente llamado Tsurumah, «el Odiado». Los nohombres de Ishoriol lo llamaban, con ese peculiar lirismo que tienen todos sus nombres, Cara–Sincurimoi, el «Ángel de Hambre Infinita»… Esos nombres son de lo más adecuado. Nunca el mundo ha conocido un mal mayor… Un peligro mayor.
—Entonces, ¿qué es? ¿Un espíritu impuro?
—No. Muchos demonios han caminado por este mundo. Si los rumores acerca de los Chapiteles Escarlatas están en lo cierto, algunos siguen haciéndolo. No, él es más y es menos…
Achamian se sumió en el silencio.
—Quizá —aventuró el Príncipe de Atrithau— no deberíamos hablar…
—Le he visto, Kellhus. Le he visto, en la medida en que pueden verle los hombres. No lejos de aquí, en un lugar llamado las llanuras de Mengedda, las destruidas huestes de Kyraneas y sus aliados levantaron de nuevo sus estandartes dispuestos a morir peleando contra su enemigo. Eso fue hace dos mil años. —Achamian rió amargamente y bajó el rostro—. Lo había olvidado…
Kellhus le miró intensamente.
—¿Qué habías olvidado?
—Que la Guerra Santa cruzaría las llanuras de Mengedda. Que yo pronto pisaría una tierra que había sido testigo de la muerte del No Dios. —Miró las colinas del sur. Pronto el espolón Unaras, que señalaba el fin del mundo inrithi, se alzaría en el horizonte—. ¿Cómo puedo haberlo olvidado?
—Hay tanto que recordar —dijo Kellhus—. Demasiado.
—Lo que significa que muchas cosas han sido olvidadas —le espetó Achamian, incapaz de perdonarse ese descuido. «¡Piensa! El mundo entero…»
—Eres demasiado… —empezó Kellhus, pero su voz se acalló.
—¿Demasiado qué? ¿Demasiado severo? ¡No entiendes cómo fue aquello! Todos los niños nacieron muertos durante once años… ¡Once años, Kellhus! Desde el despertar del No Dios, cada útero era una tumba… Podías sentirlo, dondequiera que estuvieras. Era un horror siempre presente en todos los corazones. Sólo tienes que mirar el horizonte para saber en qué dirección está. Era una sombra, un presentimiento de la muerte…
»El Alto Norte había sido arrasado, no es necesario que te recite ese drama. Mehtsonc, la poderosa capital de Kyraneas, había sido derrotada el mes anterior. Todo hogar había sido saqueado. Todo ídolo había sido aplastado. Cada mujer violada. Todas las grandes naciones habían caído. ¡Quedó tan poco en pie, Kellhus! ¡Sobrevivió tan poco!
»Con sus vasallos y aliados del sur, los kyraneanos esperaron al enemigo. Seswatha permaneció a la derecha del Gran Rey kyraneano, Anaxophus V. Años antes se habían hecho amigos rápidamente, cuando Ceomimas había reunido a todos los señores de Earwa en su Ordalía, la condenada Guerra Santa que pretendía destruir al Consulto antes de que éste pudiera despertar a Tsurumah. Juntos observaron cómo se acercaba…
«Tsuramah…»
Achamian se detuvo abruptamente y se volvió hacia el norte.
—Imagina —dijo, abriendo las manos hacia el cielo—. El día no era muy distinto de éste, aunque el aire olía a flores silvestres. ¡Imagina! Un gran velo de nubes de tormenta, ancho como el horizonte y negro como un cuervo, bullendo en este cielo, derramándose sobre nosotros como sangre caliente sobre un cristal. Recuerdo hebras de relámpagos destellando entre las colinas. Y tras los aleros de la tormenta, grandes cohortes de scylvendios galopando hacia el este y el oeste tratando de rodear nuestros flancos. Y tras ellos, trotando tan rápido como perros, una legión tras otra de sranc, aullando… aullando…
Kellhus puso amistosamente una mano en el hombro de Achamian.
—No tienes por qué contarme esto —dijo.
Achamian le miró sin ninguna expresión en el rostro, tratando de contener las lágrimas.
—No. Tengo que contarte esto, Kellhus. Necesito que lo sepas. Porque esto, más que cualquier otra cosa, es lo que soy. ¿Lo entiendes?
Con los ojos refulgentes, Kellhus asintió.
—La oscuridad nos engulló —prosiguió Achamian—, se tragó al sol. Los scylvendios golpearon en primer lugar: escaramuzas armadas hostigaron a nuestras líneas con arcos, mientras que divisiones de lanceros con armaduras de bronce se colaban por entre nuestros flancos. Cuando la pantalla de escaramuzas hubo menguado y se retiró, pareció que todo el mundo se había convertido en sranc. Masas de ellos, envueltos en pieles humanas, saltando sobre la hierba, entre montículos. Los kyraneanos bajaron sus lanzas y alzaron sus grandes escudos.
»No hay palabras, Kellhus, para descubrir el terror y la determinación que nos embargaban. Luchamos con un imprudente desenfreno con el solo objetivo de escupir nuestro aliento moribundo sobre el enemigo. No cantamos himnos, no rezamos plegarias, renunciamos a todo eso. En su lugar, entonamos nuestro canto fúnebre, amargas lamentaciones por nuestra gente, nuestra raza. Sabíamos que después de nuestra muerte, ¡sólo el peaje que le hiciéramos pagar a nuestro enemigo sobreviviría para cantarnos!
»Entonces, de súbito, un dragón apareció entre las nubes. ¡Dragones, Kellhus! Wracu. El antiguo Skafra, con la piel llena de cicatrices resultado de mil batallas; el magnífico Skuthulka, Skogma, Ghoset; todos los que habían sobrevivido a las flechas y la hechicería del Alto Norte. Los Magos de Kyraneas y Shigek se adentraron en el cielo y se enfrentaron a las bestias.
Achamian perdió la mirada en la distancia, sobrepasado por las imágenes.
—Al sur de aquí —dijo, negando con la cabeza—. Hace dos mil años.
—¿Qué pasó después?
Achamian se quedó mirando a Kellhus.
—Lo imposible. Yo… no, Seswatha. El propio Seswatha abatió a Skafra. Skuthula el Negro fue ahuyentado, gravemente herido. Los kyraneanos y sus aliados aguantaron como una gran ola ante un mar arremolinado, devolviendo una oleada tras cada embestida de negro corazón. Por un momento, casi osamos regocijarnos. Casi.
—Entonces llegó él —dijo Kellhus.
Achamian asintió y tragó saliva.
—Entonces llegó él, Mog–Pharau. En ese aspecto, el poeta de Las sagas dice la verdad. Los scylvendios huyeron; los sranc amainaron su ataque. Un bronco traqueteo pasó entre ellos y se convirtió en un rugido imposible, un gemido. Los bashrag empezaron a golpear el suelo con sus martillos. Una arremolinada oscuridad, un torbellino, asomó por el horizonte como un cordón umbilical que uniera la tierra y las nubes. Y todo el mundo lo supo. Todo el mundo, sin más, lo supo.
»El No Dios estaba llegando. Mog–Pharau caminó y el mundo tronó. Los sranc empezaron a aullar. Muchos se tiraron al suelo arañándose los ojos, sacándoselos de las órbitas… Recuerdo haber tenido dificultades para respirar. Me había unido a Anakka (Anaxophus) en su carro, y recuerdo que me cogió por los hombros. Le recuerdo gritando algo que no podía oír. Nuestros caballos retrocedieron en sus arneses, relinchando. Los hombres que nos rodeaban se pusieron de rodillas, tapándose los oídos. A nuestro alrededor se levantaron grandes nubes de polvo.
Y después la voz, hablada a través de las gargantas de cien mil sranc.
¿QUÉ VES?
No lo entiendo…
DEBO SABER QUÉ VES.
Muerte. ¡La horrible muerte!
CUÉNTAME.
¡Ni siquiera tú puedes ocultarte de lo que no sabes! ¡Ni siquiera tú!
¿QUÉ SOY YO?
—Estás condenado —susurró Seswatha al trueno. Cogió al Gran Rey kyraneano por el hombro—. ¡Ahora, Anaxophus! ¡Ataca ahora!
NO PUEDO.
Una hebra de luz argéntea, balanceándose a través de las cumbres en espiral, destellando sobre el Caparazón. Un crujido que hizo que los oídos sangraran. Por todas partes llovían escombros. El lamento angustiado de innumerables gargantas inhumanas.
El torbellino se desvaneció como el humo de una vela recién apagada, ascendiendo en espiral hacia el olvido.
Seswatha se hincó de rodillas, llorando, gritando de pena y júbilo. ¡Lo imposible! ¡Lo imposible! Junto a él, Anaxophus dejó caer la Lanza de la Garza y lo rodeó con el brazo.
—¿Estás bien, Achamian?
¿Achamian? ¿Quién era Achamian?
—Venga —dijo Kellhus—. Levántate.
Las manos firmes de un extraño. ¿Dónde estaba Anaxophus?
—¿Achamian?
«Una vez más. Está sucediendo una vez más.»
—¿Sí?
—¿Qué es la Lanza de la Garza?
Achamian no respondió. No pudo. Caminó en silencio durante un largo rato, pensando en los acontecimientos que habían sucedido antes de que su narración le abrumara, en la pérdida de su yo y su ahora, que parecían cosas muy semejantes. Después pensó en Kellhus, que caminaba discretamente a su lado. El derrocamiento del No Dios era una historia a la que los Maestros del Mandato hacían referencia frecuentemente pero que casi nunca contaban. En realidad, Achamian no recordaba haberla contado jamás, ni siquiera a Xinemus. Y a pesar de ello se la había contado a Kellhus sin apenas pensarlo, e incluso le había pedido que le escuchara. ¿Por qué?
«Me está haciendo algo.»
Estupefacto, Achamian se sorprendió mirando fijamente al hombre con el candor de un niño soñoliento.
«¿Quién eres?»
Kellhus reaccionó sin vergüenza; eso era demasiado trivial para él. Sonrió como si Achamian fuera en verdad un niño, un inocente incapaz de desearle ningún mal. A Achamian, su expresión le recordó a Inrau, al que con frecuencia había considerado lo que no era: un buen hombre.
Achamian apartó la mirada con un dolor en la garganta. «¿También debo renunciar a ti?»
Un estudiante como ningún otro.
Un puñado de soldados había entonado un himno al Último Profeta, y el estruendo circundante de conversaciones y risas se convirtió en un grave cántico. Sin mediar palabra, Kellhus se detuvo y se arrodilló en la hierba.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Achamian más bruscamente de lo que hubiera querido.
—Quitarme las sandalias —dijo el Príncipe de Atrithau—. Venga, descálzate como los demás.
No cantar con los demás. No regocijarse con los demás. Sólo caminar.
Lecciones, advertiría más tarde Achamian. Mientras Achamian enseñaba, Kellhus le daba continuamente lecciones. Estaba casi seguro de ello a pesar de no tener la menor idea de en qué podían consistir esas lecciones. Indicios de confianza, tal vez; de franqueza, posiblemente. Por alguna razón, en el transcurso de sus enseñanzas a Kellhus, Achamian se había convertido en un estudiante de otra clase. Y lo único de lo que estaba seguro era de que su educación era incompleta.
Pero a medida que pasaban los días, esta revelación no hacía sino complicar su angustia. Una noche preparó los Cánticos de Llamada nada menos que tres veces, aunque en todos los casos se derrumbaron en una serie de maldiciones y recriminaciones pronunciadas entre dientes. ¡El Mandato, su Escuela —sus hermanos— debían saberlo! ¡Un Anasurimbor había regresado! La Profecía Celmomiana era más que una rémora de los Sueños de Seswatha. Muchos la veían como su culminación, como la verdadera razón por la que Seswatha había abandonado la vida para introducirse en las pesadillas de sus discípulos. El Gran Aviso. Y sin embargo él, Drusas Achamian, dudaba; en realidad no dudaba, hacía más, se la jugaba. Dulce Sejenus. Se jugaba su Escuela, su raza, su mundo, por un hombre al que conocía apenas desde hacía dos semanas.
¡Qué locura! ¡Jugaba una partida de fichas numeradas con el fin del mundo! Un hombre débil y estúpido; ¿quién era Drusas Achamian para asumir tales riesgos? ¿Por qué razón debía él cargar con tamaña carga? ¿Con qué derecho?
«Un día más —se dijo, acariciándose la barba y el cabello—. Un día más…»
Kellhus le encontró en el generalizado éxodo del campamento la mañana posterior a su resolución, y a pesar de su buen humor, transcurrieron horas antes de que Achamian cediera y empezara a responder a sus preguntas. Eran demasiadas las cosas que le asaltaban. Cosas jamás pronunciadas.
—Te preocupa nuestro destino —dijo finalmente Kellhus con una expresión solemne—. Temes que la Guerra Santa no logre el éxito…
Por supuesto que Achamian le tenía miedo a la Guerra Santa. Había sido testimonio de demasiadas derrotas, al menos en sus sueños. Pero a pesar de los miles de hombres armados que caminaban a su alrededor, no era la Guerra Santa lo que más le preocupaba. A pesar de ello, simulaba que esto no era así. Asintió sin mirar, como si hiciera un doloroso reconocimiento. Más reproches sin voz. Más autoflagelación. Con los demás hombres, los pequeños engaños parecían naturales y necesarios, pero con Kellhus… le reconcomían.
—Seswatha… —empezó Achamian, dubitativo—. Seswatha era poco más que un niño cuando se libraron las primeras guerras contra Golgotterath. En esos primeros tiempos, ni siquiera el más sabio de los antiguos comprendía lo que estaba en juego. ¿Cómo iba a hacerlo? Eran norsirai, y dominaban el mundo. Los parientes bárbaros habían sido doblegados. Los sranc habían sido ahuyentados a las montañas. Ni siquiera los scylvendios se atrevían a provocar su cólera. Su poesía, su hechicería y su artesanía eran buscadas por toda Earwa, incluso por los nohombres que en el pasado habían sido sus maestros. Emisarios extranjeros lloraban ante la belleza de sus ciudades. En cortes tan lejanas como Kyraneas y Shir los hombres imitaban sus costumbres, su cocina, su manera de vestir…
»Eran la medida misma de su época, como nosotros. Todo era menos, y ellos siempre eran más. Ni siquiera después de que Shauriatas, el Gran Maestro del Mangaecca (el Consulto) despertara al No Dios, nadie creía realmente en que había llegado el fin. Cada desengaño parecía más imposible que el anterior. La Caída de Kuniuri, la más poderosa de sus naciones, apenas trastocó la convicción de que de alguna forma, como fuera, el Alto Norte se impondría. Sólo a medida que los desastres se sucedían comprendieron…
Protegiéndose los ojos, miró el rostro del Príncipe.
—La gloria no es garantía de más gloria. Lo impensable siempre puede cruzarse en el camino.
«El final está cerca. Debo decidirme.»
Kellhus asintió entrecerrando los ojos contra el sol.
—Todo tiene su medida —dijo—. Todo hombre… —Miró directamente a Achamian—. Toda decisión.
Por un momento, Achamian temió que su corazón fuera a pararse. «Una coincidencia. ¡Tiene que serlo!»
Sin mediar palabra, Kellhus se agachó y cogió una pequeña piedra. Se quedó mirando un largo rato la ladera, como si estuviera buscando algo, un pájaro o una liebre, que matar. Después la tiró y la manga de su túnica de seda hizo un ruido seco como el del cuero. La piedra silbó por el aire y después rebotó en el extremo de una plataforma de piedra agrietada. Una roca se tambaleó y después se desplomó partiéndose contra las paredes más abruptas, lo que provocó el desprendimiento de grava, polvo y escombros. Resonaron gritos de advertencia procedentes de abajo.
—¿Querías provocar eso? —le preguntó Achamian con la respiración entrecortada, Kellhus negó con la cabeza.
—No. —Dedicó a Achamian una mirada socarrona—. Pero eso era lo que tú decías, ¿no? Lo imprevisible, lo catastrófico es siempre consecuencia de nuestras acciones.
Achamian no estaba seguro siquiera de que tuviera razón.
—Y decisiones —dijo, como si hablara por la boca de un extraño.
—Sí —respondió Kellhus—. Decisiones.
Aquella noche Achamian preparó los Cantos de Llamada a pesar de que sabía que sería incapaz de pronunciar la primera palabra. «¿Qué derecho tienes? —se gritó a sí mismo—. ¿Qué derecho? Eres tan pequeño…» Kellhus era el Heraldo. El Mensajero. Pronto, sabía Achamian, el horror de sus noches estallaría en el mundo en vela. Pronto, las grandes ciudades —Momemn, Carythusal, Aoknyssus— arderían. Achamian las había visto arder antes, muchas veces. Caerían como lo habían hecho sus antiguas hermanas: Tryse, Mehtsonc, Myclai. Gritando. Llorando a un cielo cubierto de humo. Ellas serían los nuevos nombres de la congoja.
¿Qué derecho? ¿Qué podía justificar una decisión como aquélla?
—¿Quién eres, Kellhus? —murmuró en la solitaria oscuridad de su tienda—. Lo arriesgo todo por ti… ¡Todo!
¿Por qué?
Porque había algo…, algo en él. Algo que le pedía a Achamian que esperara. Una sensación imposible de que así mejoraba las cosas. Pero ¿cómo? ¿Qué estaba mejorando? ¿Y era suficiente? ¿Suficiente para justificar que traicionara a su Escuela? ¿Suficiente para lanzar las fichas numeradas del Apocalipsis? ¿Podía algo ser suficiente?
Aparte de la verdad. La verdad siempre era suficiente, ¿no?
«Me miró y lo supo.» Lanzar la piedra, pensó Achamian, había sido otra lección. Otra pista. Pero ¿de qué? ¿De que se desataría un desastre si tomaba la decisión equivocada? ¿De que se desataría un desastre fuera cual fuese su decisión?
Aquel tormento parecía no tener fin.