Por un momento, al despertarse, no tuvo ni la más mínima idea de quién era. Fue una sensación tremendamente liberadora, como si fuera libre de ser quienquiera que quisiera ser: podría ser cualquiera, probarse cualquier identidad; podía ser un hombre o una mujer, una rata o un pájaro, un monstruo o un dios. Entonces alguien hizo un ruido parecido a un crujido, y se despertó del todo y al despertarse descubrió que era Richard Mayhew, fuera quien fuera, significara lo que significara. Él era Richard Mayhew y no sabía dónde estaba.
Sábanas frescas le apretaban la cara. Le dolía todo el cuerpo; algunos sitios —el dedo meñique de la mano izquierda, por ejemplo—, más que otros.
Había alguien cerca. Richard oía a alguien respirando y los crujidos vacilantes que hacía una persona que estaba en la misma habitación que él y que intentaba ser discreta. Richard levantó la cabeza y descubrió, al hacerlo, más sitios que le dolían. Algunos le dolían mucho. Muy lejos, a muchas habitaciones de allí, había gente cantando. La canción era tan lejana y tan baja que sabía que la perdería si abría los ojos: un salmodiar profundo y melodioso…
Abrió los ojos. La habitación era pequeña y estaba poco iluminada. Estaba en una cama baja y el sonido crujiente que había oído lo había hecho una Figura encapuchada con un hábito negro que estaba de espaldas a Richard. La figura negra estaba sacando el polvo de la habitación con un plumero de incongruentes colores vivos.
—¿Dónde estoy? —preguntó Richard.
A la figura negra casi se le cayó el plumero, luego se giró, dejando ver una cara muy morena, delgada y muy nerviosa.
—¿Quiere un poco de agua? —preguntó el dominico, de la forma en que lo haría alguien a quien le han dicho que, si el paciente se despierta, hay que preguntarle si quiere un poco de agua, y que se lo ha estado repitiendo una y otra vez durante los últimos cuarenta minutos para asegurarse de que no lo olvidaba.
—Yo… —y Richard se dio cuenta que tenía una sed terrible. Se incorporó en la cama—. Sí. Muchas gracias —el monje sirvió un poco de agua de una jarra metálica abollada en una taza metálica abollada y se la pasó a Richard. Sorbió el agua despacio, dominando el impulso de bebérsela de un trago. Estaba fría y clara como el cristal y sabía a diamantes y a hielo.
Richard se miró. Su ropa había desaparecido. Le habían vestido con una túnica larga, igual que los hábitos de los dominicos, pero gris. Le habían entablillado el dedo roto y se lo habían vendado con cuidado. Se llevó un dedo a la oreja; estaba vendada y debajo de la venda había algo que parecían puntos.
—Usted es uno de los dominicos —dijo Richard.
—Sí, señor.
—¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde están mis amigos?
El monje señaló el pasillo, mudo y nervioso. Richard salió de la cama. Miró debajo de su túnica gris: estaba desnudo. Tenía el torso y las piernas cubiertos de varios cardenales añil oscuro y violeta, que parecía que hubieran sido frotados con alguna especie de ungüento: olía a jarabe para la tos y a tostada con mantequilla. Tenía la rodilla derecha vendada. Se preguntó dónde estaría su ropa. Había unas sandalias junto a la cama, y se las puso. Entonces salió al corredor. El abad venía por el pasillo, sujetándose al brazo del hermano Fuliginoso, sus ojos ciegos anacarados en la oscuridad bajo la capucha.
—Así que te has despertado. Richard Mayhew —dijo el abad—. ¿Cómo te encuentras?
Richard hizo una mueca.
—Mi mano…
—Te inmovilizamos el dedo. Se te había roto. Cuidamos de tus cardenales y de tus cortes. Y necesitabas descanso y te lo dimos.
—¿Dónde está Puerta? ¿Y el marqués? ¿Cómo llegamos aquí?
—Hice que os trajeran —dijo el abad. Los dos monjes empezaron a andar por el pasillo y Richard fue con ellos.
—Cazadora —dijo Richard—. ¿Trajeron su cuerpo?
El abad negó con la cabeza.
—No había ningún cuerpo. Sólo la Bestia.
—Ah, eh. Mi ropa… —llegaron a la puerta de una celda, muy parecida a aquella donde Richard se había despertado. Puerta estaba sentada en el borde de la cama, leyendo un ejemplar de Munsfield Park del que Richard estaba seguro que los monjes no habían sabido antes que tenían. Ella, también, llevaba una túnica gris de monje, que le iba muy, muy grande, casi hasta la comicidad. Levantó la vista cuando entraron.
—Hola —dijo—. Llevas siglos durmiendo. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. Creo. ¿Cómo estás tú?
—No del todo bien —admitió. Se oyó un fuerte traqueteo en el pasillo y Richard se giró para ver como traían al marqués de Carabás en una silla de ruedas antigua y desvencijada. La silla de ruedas la empujaba un dominico corpulento. Richard se preguntó cómo conseguía el marqués hacer que ser empujado a todas partes en una silla de ruedas pareciera algo tan romántico y aventurero. El marqués les honró con una enorme sonrisa.
—Buenas tardes, amigos —dijo.
—Ahora —dijo el abad— que estáis todos aquí, tenemos que hablar.
Les llevó a una habitación grande, calentada por un fuego magnífico de leña menuda. Se colocaron alrededor de una mesa. El abad les hizo un gesto para que se sentaran. Buscó su silla a tientas y se sentó. Entonces hizo salir de la habitación al hermano Fuliginoso y al hermano Tinieblas (que había estado empujando la silla de ruedas del marqués).
—Bueno —dijo el abad—. Vayamos al grano. ¿Dónde está Islington?
Puerta se encogió de hombros.
—Lo más lejos que pude mandarle. A medio camino del otro lado del espacio y del tiempo.
—Ya veo —dijo el abad. Y luego dijo—: Bien.
—¿Por qué no nos previnieron contra él? —preguntó Richard.
—No era responsabilidad nuestra.
Richard resopló.
—¿Y ahora qué pasa? —les preguntó a todos.
El abad no dijo nada.
—¿Que qué pasa? ¿En qué sentido? —preguntó Puerta.
—Bueno, tú querías vengar a tu familia. Y lo has hecho. Además, has mandado a todos los que estaban implicados a un rincón lejano de ninguna parte. Es decir, que ya nadie intentará matarte, ¿verdad?
—Ahora mismo no —dijo Puerta, muy seria.
—¿Y tú? —le preguntó Richard al marqués de Carabás—. ¿Has conseguido lo que querías?
El marqués asintió.
—Creo que sí. He saldado mi deuda con Lord Pórtico en su totalidad, y Lady Puerta me debe un favor importante.
Richard miró a Puerta. Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó él.
—Bueno —dijo Puerta—. No podríamos haberlo hecho sin ti.
—No me refiero a eso. ¿Qué hay de llevarme de vuelta a casa?
El marqués enarcó las cejas.
—¿Quién te crees que es? ¿La Maga de Oz? No podemos mandarte a casa. Ésta es tu casa.
Puerta dijo:
—Ya intenté explicártelo, Richard.
—Tiene que haber una forma —dijo Richard, y golpeó la mesa con la mano izquierda, fuerte, para mayor énfasis. Se hizo daño en el dedo, pero mantuvo la cara serena. Y luego dijo «Ay», pero lo dijo en voz muy baja, porque había pasado por cosas mucho peores.
—¿Dónde está la llave? —preguntó el abad.
Richard inclinó la cabeza.
—Puerta —dijo.
Ella dijo que no con su cabeza de duendecilla.
—Yo no la tengo —le dijo—. Te la metí en el bolsillo en el último mercado. Cuando trajiste el curry.
Richard abrió la boca y luego volvió a cerrarla. Entonces la abrió y dijo:
—¿Me estás diciendo que cuando les dije a Croup y a Vandemar que la tenía yo y que podían registrarme si querían… la tenía yo?
Ella asintió con la cabeza. Él recordó el objeto duro de su bolsillo trasero, en la calle del Descenso: recordó el momento en que ella le abrazó en el barco…
El abad alargó la mano. Sus dedos morenos y arrugados cogieron una campanita de la mesa y la hicieron sonar, llamando al hermano Fuliginoso.
—Tráeme los pantalones del Guerrero —dijo. Fuliginoso asintió con la cabeza y salió.
—Yo no soy ningún guerrero —dijo Richard.
El abad sonrió dulcemente.
—Mataste a la Bestia —explicó, casi con pesar—. Eres el Guerrero.
Richard cruzó los brazos, exasperado.
—¿Así que, después de todo esto, sigo sin poder ir a casa, pero como premio de consolación he sido incluido en una especie de lista arcaica y subterránea de títulos honoríficos?
Al marqués no se le veía muy comprensivo.
—No puedes regresar a Londres de Arriba. Algunos individuos consiguen una especie de semivida… ya has conocido a Iliaster y a Lear. Pero eso es lo máximo que podrías esperar, y no es una buena vida.
Puerta extendió una mano y le tocó el brazo a Richard.
—Lo siento —le dijo—. Pero fíjate en todo el bien que has hecho. Nos conseguiste la llave.
—Bueno —preguntó él—, ¿y eso qué tuvo que ver? Simplemente forjaste una llave nueva… —el hermano Fuliginoso reapareció, con los tejanos de Richard; estaban desgarrados y llenos de barro y salpicados de sangre seca, y apestaban. El monje le entregó los tejanos al abad, que empezó a registrar los bolsillos.
Puerta sonrió, dulcemente.
—No podría haberle pedido a Martillador que me hiciera una copia sin el original —le recordó.
El abad carraspeó.
—Sois todos muy estúpidos —les dijo, gentilmente—, y no sabéis nada en absoluto. —Alzó la llave de plata. Brilló a la luz del fuego—. Richard superó la Ordalía de la Llave. Él es su amo, hasta que vuelva a dejarla a nuestro cuidado. La llave tiene poder.
—Es la llave del Cielo… —dijo Richard, no muy seguro de lo que insinuaba el abad, de lo que estaba tratando de decir.
La voz del anciano era profunda y melodiosa.
—La llave es la llave de toda la realidad. Si Richard quiere regresar a Londres de Arriba, entonces la llave le llevará a Londres de Arriba.
—¿Es así de sencillo? —preguntó Richard. El anciano asintió con su cabeza ciega, bajo las sombras de su capucha—. Entonces, ¿cuándo podríamos hacerlo?
—En cuanto estés listo —dijo el abad.
Los monjes habían lavado y arreglado su ropa y se la habían devuelto. El hermano Fuliginoso le llevó por la abadía y subió con él una serie vertiginosa de escaleras de mano y de escalones, hasta el campanario. Había una trampilla pesada de madera en la parte de arriba del campanario. El hermano Fuliginoso la abrió y los dos hombres la atravesaron y se encontraron en un túnel estrecho, lleno de espesas telarañas, con travesaños metálicos clavados en una pared. Treparon por los travesaños, subiendo lo que parecieron miles de metros, y salieron a un andén polvoriento de una estación de metro.
NIGHTINGALE LANE
Decían los viejos letreros de la pared. El hermano Fuliginoso le deseó buen viaje a Richard y le dijo que esperase allí y que le vendrían a buscar, y luego bajó por la pared y desapareció.
Richard se quedó sentado en el andén veinte minutos. Se preguntaba qué clase de estación sería: no parecía ni abandonada, como la de British Museum, ni real, como la de Blackfriars: era, en cambio, una estación fantasma, un lugar imaginario, olvidado y extraño. Se preguntó por qué el marqués no le había dicho adiós. Cuando Richard le preguntó a Puerta, ella le contestó que no lo sabía, pero que quizá las despedidas eran algo más, como consolar a gente, que no se le daba muy bien al marqués. Entonces le dijo que se le había metido algo en el ojo y le dio un papel con las instrucciones y se fue.
Algo se agitaba en la oscuridad del túnel: algo blanco. Era un pañuelo atado a un palo.
—¿Hola? —llamó Richard.
La redondez envuelta en plumas del Viejo Bailey salió de la penumbra, con aspecto tímido e incómodo. Estaba agitando el pañuelo de Richard y sudaba.
—Es mi banderita —dijo señalando el pañuelo.
—Me alegro de que haya resultado útil.
El Viejo Bailey sonrió nervioso.
—Bueno. Sólo quería decir que… tengo algo para ti. Toma. —Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una pluma larga y negra con un brillo verde, violeta y azul; le había enrollado un hilo rojo alrededor del extremo del cañón de la pluma.
—Eh. Vaya, gracias —dijo Richard, no muy seguro de lo que debería hacer con ella.
—Es una pluma —explicó el Viejo Bailey—. Y es una buena. Un recuerdo. Un souvenir. Un recordatorio. Y es gratis. Un regalo. De mí para ti. Una manera de darte las gracias.
—Sí. Pues… eres muy amable.
Richard se la metió en el bolsillo. Un viento cálido sopló por el túnel: venía un tren.
—Ése será tu tren —dijo el Viejo Bailey—. Yo no cojo trenes, no. Yo prefiero mil veces un buen tejado.
Le estrechó la mano a Richard y huyó.
El tren llegó a la estación. Tenía los faros apagados y no había nadie en el compartimento del conductor de delante. Se paró: todos los vagones estaban oscuros y no se abrió ninguna puerta. Richard llamó a la puerta que tenía delante, esperando que fuera la correcta. La puerta se abrió, inundando la estación imaginaria de una cálida luz amarilla. Dos caballeros bajos y ancianos con dos cornetas largas de color cobre salieron del tren al andén. Richard les reconoció: Dagvard y Halvard, de la Corte del Conde; aunque ya no recordaba, si es que lo había sabido alguna vez, qué caballero era quién. Se llevaron las cometas a los labios y tocaron una fanfarria desigual pero sincera. Richard se subió al tren, y ellos entraron tras él.
El conde estaba sentado al final del vagón, acariciando al enorme perro lobo irlandés. El bufón (Tooley, pensó Richard, así se llamaba) estaba de pie a su lado. Aparte de eso, y de los dos soldados, el vagón estaba desierto.
—¿Quién es? —preguntó el conde.
—Es él, señor —dijo el bufón—. Richard Mayhew. El que mató a la Bestia.
—¿El Guerrero? —el conde se rascó la barba gris rojiza pensativamente—. Traedle aquí.
Richard fue hasta la silla del conde, que le miró de arriba abajo meditabundo y no dio ninguna muestra de que recordase haberle visto antes.
—Pensaba que serías más alto —dijo el conde, al final.
—Bueno, será mejor que empecemos —el anciano se levantó.
—Buenas noches. Estamos aquí para honrar al joven Mayflower. ¿Qué fue lo que dijo el bardo? «Carmesíes los cortes del cadáver. Ágilmente abate al adversario, Denodado y devoto defensor, El más resuelto de los rapaces…». Aunque en realidad ya no es un rapaz, ¿verdad, Tooley?
—No mucho. Excelencia.
El conde tendió una mano.
—Dame tu espada, chico.
Richard se llevó la mano al cinturón y sacó el cuchillo que Cazadora le había dado.
—¿Esto servirá? —preguntó.
—Sí, sí —dijo el anciano, cogiéndole el cuchillo.
—Arrodíllate —dijo Tooley, en un aparte, señalando el suelo del tren. Richard hincó la rodilla; el conde le tocó suavemente en cada hombro con el cuchillo.
—Levántate —bramó—, sir Richard de Maybury. Con este cuchillo te doy la libertad del Lado Subterráneo. Que se te permita caminar libremente, sin impedimento ni obstáculo… y etcétera, etcétera… bla, bla, bla… —se fue callando, distraídamente.
—Gracias —dijo Richard—. En realidad, es Mayhew —pero el tren se estaba parando.
—Aquí es donde te bajas —dijo el conde. Le devolvió su cuchillo, el cuchillo de Cazadora, le dio una palmadita en la espalda y señaló la puerta.
El lugar donde Richard se bajó no era una estación de metro. Estaba en la superficie, y le recordaba un poco a la estación de St. Pancras. La arquitectura se parecía un poco en la imitación del estilo gótico y en lo descomunal. Sin embargo, también había una inexactitud que de algún modo lo marcaba como parte de Londres de Abajo. La luz era de ese gris extraño y tenso que sólo se ve poco antes del amanecer y durante unos instantes después de la puesta de sol, en los momentos en que el mundo se difumina hasta llegar a la penumbra y el color y la distancia se vuelven imposibles de calcular.
Había un hombre sentado en un banco de madera, mirándole; y Richard se acercó a él, cautelosamente, incapaz de saber, en el ocaso, quién era el hombre o si era alguien que ya había conocido. Richard aún tenía en la mano el cuchillo de Cazadora —su cuchillo—, y ahora agarró el puño con más fuerza, para mayor tranquilidad. El hombre levantó la vista cuando Richard se aproximaba y se puso en pie de un salto. Le saludó con una reverencia, algo que Richard sólo había visto hacer en adaptaciones televisivas de novelas clásicas. Parecía tanto cómico como desagradable. Richard reconoció al hombre como al Lord Ratanoparlante.
—Vaya, vaya. Sí, sí —dijo el ratanoparlante, agitadamente, empezando en la mitad de la frase—. Sólo decirte que, la chica Anestesia… No te guardamos ningún rencor. Las ratas son tus amigas, todavía. Y los ratanoparlantes. Ven a vernos. Te trataremos bien.
—Gracias —dijo Richard. Anestesia le llevará, pensó. Ella es prescindible.
El Lord Ratanoparlante buscó a tientas por el banco y le entregó una bolsa de deportes de vinilo negro con cremallera. Le resultaba sumamente familiar.
—Está todo ahí. Todo. Échale un vistazo. —Richard abrió la bolsa. Todo lo que tenía estaba allí dentro, incluida, encima de unos tejanos cuidadosamente doblados, su cartera. Cerró la cremallera, se echó la bolsa encima del hombro, y se alejó del hombre, sin darle las gracias ni mirar atrás.
Richard salió de la estación y bajó unos escalones de piedra gris.
Todo estaba en silencio. Todo estaba vacío. Hojas secas de otoño pasaron volando por un patio abierto, una ráfaga de amarillo y ocre y marrón, una explosión repentina de color apagado en la luz tenue. Richard cruzó el patio y bajó unos escalones que llevaban a un paso subterráneo. Algo se agitó en la semioscuridad y se giró, con recelo. Eran unas doce, en el pasillo detrás de él, y venían hacia él casi en silencio. Sólo se oía el frufrú del terciopelo oscuro y, aquí y allí, el tintineo de las joyas de plata. El susurro de las hojas había sido mucho más alto que esas mujeres pálidas. Le miraron con ojos hambrientos.
Tuvo miedo, entonces. Tenía el cuchillo, era cierto, pero podía luchar con él tanto como atravesar el Támesis de un salto. Esperaba que, si atacaban, podría ahuyentarlas con él. Olía la madreselva y el lirio de los valles y el almizcle.
Lamia se fue abriendo paso hasta llegar a la cabeza de las Terciopelo, y dio un paso adelante. Richard alzó el cuchillo, nervioso, recordando la pasión helada de su abrazo, lo agradable y lo frío que era. Ella le sonrió e inclinó la cabeza, dulcemente. Luego se besó las puntas de los dedos y le tiró un beso.
Él se estremeció. Algo se agitó en la oscuridad del paso subterráneo; y cuando volvió a mirar, no había nada más que sombras.
Cruzó el paso subterráneo y subió unos escalones y se encontró en la cima de una pequeña colina cubierta de hierba. Amanecía, y apenas distinguía los detalles del paisaje que le rodeaba: robles y fresnos y hayas casi sin hojas, fácilmente identificables por las formas de sus troncos. Un río ancho y limpio serpenteaba lentamente por la verde campiña. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que estaba en una isla de algún tipo: dos ríos más pequeños desembocaban en otro mayor, aislándole de tierra firme en esa pequeña colina. Comprendió entonces, sin saber cómo, pero con certeza absoluta, que aún estaba en Londres, pero Londres tal como había sido hacía quizá tres mil años, o más, antes incluso de que se pusiera la primera piedra del primer asentamiento humano.
Abrió la cremallera de su bolsa y guardó el cuchillo, junto a la cartera. Luego la volvió a cerrar. El cielo empezaba a iluminarse, pero la luz era extraña. Era, de algún modo, más joven que la luz del sol con la que estaba familiarizado, más pura, quizá. Un sol rojo anaranjado salió por el éste, donde un día estaría la zona portuaria, y Richard vio cómo rompía el alba sobre los bosques y los pantanos en los que no dejaba de pensar como en Greenwich y Keni y el mar.
—Hola —dijo Puerta. No la había visto acercarse. Llevaba ropas distintas debajo de su chaqueta gastada de cuero marrón: aunque seguían estando en capas y rasgadas y remendadas, y eran de tafetán y de encaje y de seda y de brocado. Su cabello corto y pelirrojo brillaba a la luz del amanecer como cobre bruñido.
—Hola —dijo Richard. Ella se puso a su lado y entrelazó los dedos con su mano derecha, la que sujetaba la bolsa de deportes—. ¿Dónde estamos? —pregunto él.
—En la imponente y terrible isla de Westminster —le dijo ella. Sonó como si lo estuviera citando de algún sitio, pero Richard no creía haber oído esa frase antes. Empezaron a andar juntos por la hierba larga, mojada y blanca por la escarcha que se estaba derritiendo. Sus huellas dejaron un rastro verde oscuro en la hierba que indicaba de dónde habían venido.
—Mira —dijo Puerta—. Ahora que el ángel ha desaparecido, hay mucho que arreglar en Londres de Abajo. Y sólo estoy yo para hacerlo. Mi padre quería unir Londres de Abajo… Supongo que debería intentar acabar lo que él empezó —caminaban hacia el norte, en sentido opuesto al Támesis, cogidos de la mano. Gaviotas blancas revoloteaban y gritaban en el cielo sobre ellos—. Richard, ya oíste lo que nos dijo Islington sobre mantener a mi hermana con vida, por si acaso. Quizá yo no sea la única que queda de mi familia. Y tú me has salvado la vida. Más de una vez —hizo una pausa y luego, muy deprisa, dijo bruscamente—. Para mí has sido un gran amigo, Richard. Y creo que quizá ha acabado por gustarme tenerte cerca. Por favor, no te vayas.
Él le apretó la mano, levemente.
—Verás —dijo—, yo también creo que quizá ha acabado por gustarme tenerte cerca. Pero yo no soy parte de este mundo. En mi Londres… bueno, la cosa más peligrosa con la que debes tener cuidado es un taxi con un poco de prisa. Tú también me gustas. Me gustas muchísimo. Pero tengo que volver a casa.
Ella le miró con sus ojos de color extraño, verdes y azules y fuego.
—Entonces no nos volveremos a ver nunca más —dijo.
—Supongo que no.
—Gracias por todo lo que hiciste —dijo ella, seriamente. Entonces le echó los brazos al cuello y le apretó tan fuerte que las magulladuras que tenía en las costillas le dolieron, y él la abrazó, igual de fuerte, haciendo que todas sus magulladuras se quejaran intensamente, y sencillamente no le importó.
—Bueno —dijo él, al final—. Me ha gustado mucho conocerte. —Puerta estaba parpadeando mucho. Se preguntó si le iba a volver a decir que se le había metido algo en el ojo. En cambio, dijo—: ¿Estás listo?
—¿Tienes la llave?
Richard dejó la bolsa en el suelo y hurgó en su bolsillo trasero con la mano buena. Sacó la llave y se la dio. Ella la sostuvo delante, como si la estuviera metiendo en una puerta imaginaria.
—Vale —dijo—. Sólo tienes que andar. No mires atrás.
Empezó a bajar una colina pequeña, de espaldas a las aguas azules del Támesis. Una gaviota gris pasó abatiéndose por delante de él. Al pie de la colina, miró atrás. Ella estaba en la cima de la colina, perfilada por el sol naciente. Le brillaban las mejillas. La luz anaranjada del sol se reflejaba en la llave.
Puerta la giró, con un movimiento decisivo.
El mundo se volvió oscuro y un estruendo bajo le llenó la cabeza a Richard, como el rugido enloquecido de mil bestias enfurecidas.