17

Richard siguió el camino entre las velas encendidas, que le llevó por la bóveda del ángel a la Gran Sala. Reconoció el entorno: aquí era donde habían bebido el vino de Islington: un octógono de pilares de hierro que sostenían el techo de piedra, la enorme puerta negra de piedra y metal, la vieja mesa de madera, las velas.

Puerta estaba encadenada, con los brazos y piernas extendidos entre dos pilares junto a la puerta de sílex y plata. Le miró cuando entró, sus ojos de duende y de un color extraño muy abiertos y asustados. El ángel Islington, a su lado, se giró y le sonrió al verle entrar. Aquello fue lo más escalofriante: la tierna compasión, la dulzura de aquella sonrisa.

—Entra, Richard Mayhew. Entra —dijo el ángel Islington—. Dios mío, estás hecho un desastre —había preocupación sincera en su voz. Richard titubeó—. Por favor —el ángel hizo un gesto, doblando un índice blanco, para rogarle que acercara más—. Creo que ya nos conocemos todos. Conoces a Lady Puerta, por supuesto, y a mis socios, el señor Croup. El señor Vandemar. —Richard se giró. El Sr. Vandemar le sonrió. El Sr. Croup no—. Esperaba que aparecieras —continuó el ángel. Ladeó la cabeza y preguntó—: Por cierto, ¿dónde está Cazadora?

—Ha muerto —dijo Richard. Oyó a Puerta dar un grito ahogado.

—Oh, pobrecita —dijo Islington. Movió la cabeza con tristeza, lamentando claramente la pérdida sin sentido de una vida humana, la fragilidad de todos los mortales nacidos para sufrir y para morir.

—De todos modos —dijo el Sr. Croup. Alegremente—, nada que valga la pena se logra sin matar a unas cuantas personas.

Richard les ignoró, lo mejor que pudo.

—¿Puerta? ¿Estás bien?

—Más o menos, gracias. Hasta ahora —tenía el labio inferior hinchado y un cardenal en la mejilla.

—Me temo —dijo Islington— que la señorita Puerta está demostrando ser un poco intransigente. Justo ahora estábamos discutiendo si hacer que el señor Croup y el señor Vandemar… —hizo una pausa. Estaba claro que le resultaba desagradable decir algunas cosas.

—La torturásemos —sugirió el Sr. Vandemar, amablemente.

—Después de todo —dijo el Sr. Croup—, somos célebres por toda la creación por nuestro talento en las artes del suplicio.

—Se nos da bien hacerle daño a la gente —aclaró el Sr. Vandemar.

El ángel continuó, con la mirada fija en Richard mientras hablaba, como si no les hubiera oído.

—Pero la verdad es que la señorita Puerta no da la impresión de ser alguien que cambie de idea fácilmente.

—Denos el tiempo suficiente —dijo el Sr. Croup—. La destrozaremos.

—En pedacitos húmedos —dijo el Sr. Vandemar.

Islington meneó la cabeza y sonrió indulgente ante esa demostración de entusiasmo.

—No hay tiempo —le dijo a Richard—, no hay tiempo. Sin embargo, sí me da la impresión de ser alguien que actuaría para poner fin al dolor y al sufrimiento de un amigo, de un compañero mortal, como tú, Richard…

Entonces, el Sr. Croup le golpeó en el estómago: un golpe salvaje con el canto de la mano en la barriga y Richard se dobló en dos. Notó los dedos del Sr. Vandemar en la nuca, poniéndole de pie otra vez de un tirón.

—Pero eso está mal —dijo Puerta.

Islington parecía pensativo.

—¿Mal? —dijo perplejo y divertido.

El Sr. Croup se acercó la cabeza de Richard a la suya y esbozó su sonrisa.

—Se ha alejado tanto del bien y del mal que ya no podría verlos ni con un telescopio en una noche buena y clara —le confió—. Ahora, señor Vandemar, ¿hará usted los honores?

El Sr. Vandemar le cogió la mano izquierda a Richard. Le cogió el dedo meñique con dos dedos enormes y lo dobló hacia atrás hasta que se rompió. Richard gritó.

El ángel se giró, lentamente. Parecía que algo le distraía. Guiñó sus ojos gris perla.

—Hay alguien más ahí fuera. ¿Señor Croup? —Se vio un resplandor oscuro donde había estado el Sr. Croup, y éste ya no estaba allí.

El marqués de Carabás estaba pegado a la pared del precipicio de granito rojo, con la mirada clavada en las puertas de roble que llevaban a la morada de Islington.

Planes y conspiraciones le daban vueltas por la cabeza, cada estratagema esfumándose en vano en cuanto la imaginaba. Había creído que sabría qué hacer cuando llegara a este punto, y estaba descubriendo, para su indignación, que no tenía ni la más remota idea. No le quedaban más favores de los que pudiera exigir el pago, ni palancas que usar o botones que apretar, así que escudriñaba la puerta y se preguntaba si alguien las vigilaba, si el ángel se enteraría en caso de que alguien las abriera. Tenía que haber una solución obvia que se le escapaba. Si lo pensaba bien, quizá se le ocurriría algo. Al menos, pensó, ligeramente animado, tenía la sorpresa de su parte.

La animación le duró hasta que sintió la punta fría de un cuchillo afilado colocado contra su cuello y oyó la voz empalagosa del Sr. Croup susurrándole al oído.

—Hoy ya te he matado una vez —decía—. ¿Qué hay que hacerle a algunas personas para que les sirva de escarmiento?

Richard estaba esposado y encadenado entre un par de pilares de hierro cuando el Sr. Croup volvió, pinchando al marqués de Carabás con su cuchillo. El ángel miró al marqués, con una expresión decepcionada. Luego, suavemente, movió su hermosa cabeza.

—Me dijisteis que estaba muerto —dijo.

—Lo está —dijo el Sr. Vandemar.

—Lo estaba —corrigió el Sr. Croup.

La voz del ángel tenía un ápice menos de dulzura y de afecto.

—A mí no se me miente —dijo.

—Nosotros no mentimos —dijo el Sr. Croup, ofendido.

—Sí lo hacemos —dijo el Sr. Vandemar.

El Sr. Croup se pasó una mano mugrienta por su pelo sucio anaranjado con exasperación.

—En efecto, mentimos. Pero no esta vez.

El dolor que Richard sentía en la mano no mostraba indicio alguno de calmarse.

—¿Cómo puedes comportarte así? —preguntó, enfadado—. Eres un ángel.

—¿Qué te dije, Richard? —preguntó el marqués, con sequedad.

Richard pensó.

—Dijiste que Lucifer era un ángel.

Islington sonrió con desdén.

—¿Lucifer? —dijo—. Lucifer era un idiota. Acabó siendo el dueño y señor de nada en absoluto.

El marqués sonrió burlonamente.

—¿Y tú has acabado siendo el dueño y señor de dos matones y de una habitación llena de velas?

El ángel se pasó la lengua por los labios.

—Me dijeron que era mi castigo por la Atlántida. Les dije que no pude hacer nada más. Fue un asunto… —Hizo una pausa, como si estuviera buscando la palabra adecuada. Y luego dijo, con pesar—: desgraciado.

—Pero murieron millones de personas —dijo Puerta.

Islington enlazó las manos sobre el pecho, como si estuviera posando para una tarjeta de Navidad.

—Son cosas que pasan —explicó, razonablemente.

—Claro que sí —dijo el marqués, con suavidad, la ironía implícita en sus palabras, no en su voz—. Cada día se hunden ciudades. ¿Y tú no tuviste nada que ver?

Fue como si se hubiera quitado la tapa de algo oscuro que se retorcía: un lugar de locura y furia y brutalidad absoluta; y, en un tiempo de cosas espantosas, fue la cosa más aterradora que Richard había visto. La belleza serena del ángel se resquebrajó: sus ojos centellearon; y les gritó, loco y pavoroso y descontrolado, completamente seguro de su rectitud:

—Se lo merecían.

Hubo un momento de silencio. Y entonces el ángel inclinó la cabeza y suspiró, y la volvió a alzar y dijo, en voz muy baja y con profundo pesar:

—Así son las cosas —entonces señaló al marqués—. Encadenadle —dijo.

Croup y Vandemar esposaron al marqués y encadenaron bien las esposas a los pilares que había junto a Richard. El ángel se había vuelto a concentrar en Puerta. Se acercó a ella, alargó una mano y se la colocó debajo de la barbilla puntiaguda, y le alzó la cabeza para mirarle fijamente a los ojos.

—Tu familia —dijo con dulzura—. Vienes de una familia muy insólita. Realmente excepcional.

—Entonces, ¿por qué hiciste que nos mataran?

—A todos no —dijo. Richard pensó que se refería a Puerta, pero entonces dijo—, siempre hubo la posibilidad de que tú no dieras… tan buen resultado —le soltó la barbilla y le acarició la cara con dedos largos y blancos, y dijo—: tu familia abre puertas. Puede crear puertas donde no las hay. Puede abrir puertas que están cerradas con llave. Abrir puertas que se suponía que nadie debía abrir jamás —le bajó los dedos por el cuello, suavemente, como si la estuviera acariciando, entonces cerró la mano alrededor de la llave que tenía al cuello—. Cuando me condenaron a estar aquí, me dieron la puerta de mi prisión. Y se llevaron la llave de la puerta y también la pusieron aquí abajo. Una forma exquisita de tortura —tiró, levemente, de la cadena, sacándola de debajo de las capas de seda y algodón y encaje de Puerta, dejando la llave de plata al descubierto; y entonces pasó los dedos por encima de la llave, como sí estuviera explorando sus lugares secretos.

Richard lo entendió, entonces.

—Los dominicos guardaban la llave para que estuviera a salvo de ti —dijo.

Islington soltó la llave. Puerta estaba encadenada junto a la puerta de sílex negro y plata deslustrada. El ángel fue hasta ella y puso la mano encima, blanca contra la negrura de la puerta.

—A salvo de mí —afirmó Islington—. Una llave. Una puerta. Un abridor de la puerta. Tiene que haber tres, ¿ves? Una broma particularmente refinada. La idea era que cuando ellos decidieran que me había ganado el perdón y mi libertad, me enviarían a un abridor y me darían la llave. Simplemente decidí ocuparme yo mismo del asunto, y me marcharé un poco antes.

Se volvió a girar hacia Puerta. Acarició la llave una vez más. Luego cerró la mano alrededor de la llave y tiró fuerte. La cadena se rompió. Puerta hizo un gesto de dolor.

—Primero hablé con tu padre, Puerta —continuó el ángel—. Le preocupaba el Lado Subterráneo. Quería unir Londres de Abajo, unir las baronías y los feudos… quizá incluso forjar una especie de vínculo con Londres de Arriba. Le dije que le ayudaría, si él me ayudaba. Entonces le dije la clase de ayuda que necesitaba, y se rio de mí. —Repitió las palabras, como si aún le resultasen imposibles de creer—. Se rio. De mí.

Puerta movió la cabeza.

—¿Le mataste porque rechazó tu propuesta?

—Yo no le maté. —Islington la corrigió, dulcemente—. Hice que le mataran.

—Pero me dijo que podía confiar en ti. Me dijo que viniera aquí. En su diario.

El Sr. Croup soltó una risita.

—No lo hizo —dijo—. Nunca lo hizo. Fuimos nosotros. ¿Qué fue lo que dijo en realidad, señor Vandemar?

—Puerta, hija, teme a Islington —dijo el Sr. Vandemar, con la voz de su padre. La voz era exacta—. Islington tiene que estar detrás de todo esto. Es peligroso, Puerta… no te acerques a él…

Islington le acarició la mejilla, con la llave.

—Pensé que mi versión te traería aquí un poco más rápido.

—Nos llevamos el diario —dijo el Sr. Croup—. Lo arreglamos y lo volvimos a poner en su sitio.

—¿Adonde lleva esa puerta? —gritó Richard.

—A casa —dijo el ángel.

—¿Al Cielo?

Islington no dijo nada, pero sonrió.

—Así que, ¿te imaginas que no se darán cuenta de que has vuelto? —dijo con sorna el marqués—. ¿Que sólo dirán «Vaya, mira, ahí hay otro ángel, toma, coge un arpa y ponte a cantar hosannas»?

Los ojos grises de Islington brillaban mucho.

—A mí no me van las agonías fáciles de la adulación, de himnos y aureolas y oraciones autosuficientes —dijo—. Tengo… mis propios planes.

—Bueno, ahora tienes la llave —dijo Puerta.

—Y te tengo a ti —dijo el ángel—. Tú eres la abridora. Sin ti la llave no sirve para nada. Ábreme la puerta.

—Mataste a su familia —dijo Richard—. Has hecho que la buscaran por todo Londres de Abajo. ¿Y ahora quieres que te abra una puerta para que puedas invadir el Cielo sin la ayuda de nadie? No tienes muy buen ojo para la gente, ¿verdad? Nunca lo hará.

El ángel le miró entonces, con ojos más viejos que la Vía Láctea. Luego dijo:

—Ay, Dios —y le dio la espalda, como si no estuviera preparado para ver la situación desagradable que estaba a punto de producirse.

—Hágale un poco más de daño, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup—. Córtele la oreja.

El Sr. Vandemar levantó la mano. Estaba vacía. Sacudió el brazo, casi imperceptiblemente, y entonces tenía un cuchillo en la mano.

—Ya te dije que un día descubrirías qué gusto tiene tu hígado —le dijo a Richard—. Hoy va a ser tu día de suerte.

Le deslizó la hoja del cuchillo con cuidado por debajo del lóbulo de la oreja. Richard no sintió ningún dolor; quizá, pensó, ya había sentido demasiado dolor aquel día, quizá la hoja estaba demasiado afilada para hacer daño. Pero notó como le caían gotas de sangre caliente, húmeda, de la oreja al cuello. Puerta le estaba mirando, y su rostro élfico y sus ojos de color de ópalo llenaban todo su campo visual. Richard intentó enviarle mensajes mentales. Aguanta. No les dejes que te obliguen a hacerlo. Estaré bien. Entonces el Sr. Vandemar hizo un poco de presión sobre el cuchillo, y Richard contuvo un grito. Intentó que su cara no hiciera ninguna mueca, pero otro pinchazo del cuchillo le sacó una mueca y un gemido.

—Deténles —dijo Puerta—, abriré tu puerta.

Islington hizo un gesto lacónico, y el Sr. Vandemar suspiró lastimeramente y se guardó el cuchillo. A Richard le caían gotas de sangre caliente por el cuello y formaban un charco en el hueco de la clavícula. El Sr. Croup se acercó a Puerta y abrió la esposa derecha. Ella se quedó ahí parada, frotándose la muñeca, enmarcada por los pilares. Seguía encadenada al pilar de la izquierda, pero ahora tenía cierta libertad de movimiento. Tendió la mano para que le diera la llave.

—Recuerda —dijo Islington—. Tengo a tus amigos.

Puerta le miró con absoluto desprecio, la hija mayor de Lord Pórtico de pies a cabeza.

—Dame la llave —dijo. El ángel le pasó la llave de plata.

—Puerta —gritó Richard—. No lo hagas. No le dejes en libertad. Nosotros no importamos.

—En realidad —dijo el marqués—, yo importo mucho. Pero he de darle la razón. No lo hagas.

Ella pasó su mirada de Richard al marqués, deteniendo la mirada un momento en sus manos esposadas, en las gruesas cadenas que les ataban a los pilares de hierro negro. Se la veía muy vulnerable; y entonces se giró y caminó todo lo que le permitió su cadena, hasta que estuvo delante de la puerta negra de sílex y plata deslustrada. No había ninguna cerradura. Puso la palma de la mano derecha en la puerta y cerró los ojos, para dejar que ésta le dijera dónde se abría, qué podía hacer, y para encontrar esos lugares en su propio interior que se correspondían con la puerta. Cuando apartó la mano, había una cerradura que no había estado allí antes. Una luz blanca salía como una lanza de detrás del ojo de la cerradura, nítida y brillante como un láser en la oscuridad iluminada por las vetas de la sala.

La chica metió la llave de plata en el ojo de la cerradura. Hubo una pausa, y luego giró la llave. Se oyó un clic y el sonido de una campanilla, y de pronto la puerta quedó enmarcada por la luz.

—Cuando me haya ido —dijo el ángel, en voz muy baja, al Sr. Croup y al Sr. Vandemar, con encanto y con amabilidad y con compasión—, matadles a todos, de cualquier manera que deseéis.

Se volvió hacia la puerta que Puerta estaba abriendo: se abría despacio, como si hubiera una gran resistencia. Ella estaba sudando.

—Así que vuestro patrón se va —le dijo el marqués al Sr. Croup—. Espero que os haya pagado vuestro sueldo en su totalidad.

Croup miró detenidamente al marqués y dijo:

—¿Qué?

—Bueno —dijo Richard, preguntándose qué intentaba hacer el marqués, pero deseando hacerle el juego—. No pensaréis que vais a volver a verle, ¿verdad?

El Sr. Vandemar parpadeó lentamente, como una cámara antigua, y dijo:

—¿Qué?

El Sr. Croup se rascó la barbilla.

—Los futuros cadáveres tienen razón —le dijo al Sr. Vandemar. Fue hacia el ángel, que estaba con los brazos cruzados delante de la puerta—. ¿Señor? Sería aconsejable que arreglara sus cuentas, antes de que comience la próxima etapa de sus viajes.

El ángel se giró y le miró como si importara menos que la más mínima mota de polvo. Luego se dio la vuelta. Richard se preguntó sobre qué estaría meditando.

—Ahora ya no importa —dijo el ángel—. Pronto, todas las recompensas que puedan concebir vuestras mentes repugnantes serán vuestras. Cuando tenga mi trono.

—Eso suena a jarabe de pico, ¿no? —dijo Richard.

—No me gusta el jarabe —dijo el Sr. Vandemar—. Me hace eructar.

El Sr. Croup le hizo un gesto de advertencia con el dedo al Sr. Vandemar.

—Se está haciendo el sueco y no nos va a pagar —dijo—. Nadie se hace el sueco con el Sr. Croup y el Sr. Vandemar, fanfarrón. Cobramos nuestras deudas.

El Sr. Vandemar se acercó al Sr. Croup.

—En su totalidad —dijo.

—Con intereses —vociferó el Sr. Croup.

—Y con ganchos de carnicero —dijo el Sr. Vandemar.

—¿Cobraréis del Cielo? —gritó Richard, detrás de ellos.

El Sr. Croup y el Sr. Vandemar se acercaron al ángel meditabundo.

—¡Eh! —dijo el Sr. Croup.

La puerta se había abierto, sólo una rendija, pero estaba abierta. La luz entró a raudales por la rendija de la puerta. El ángel dio un paso adelante. Era como si estuviese soñando con los ojos bien abiertos. La luz de la rendija le bañó la cara y él se la bebió como si fuera vino.

—No temáis —dijo—. Porque cuando la inmensidad de la creación sea mía, y se reúnan alrededor de mi trono para cantarme hosannas, recompensaré a los que lo merezcan y derribaré a los que me resulten odiosos.

Con un esfuerzo y de un tirón, Puerta abrió totalmente la puerta negra. La vista que había tras ella era deslumbradora por su intensidad: una fuerte vorágine de luz y de color. Richard entrecerró los ojos y apartó la cabeza del resplandor, de un naranja violento y un violeta retiniano. ¿Ése es el aspecto del Cielo? Se parece más al Infierno.

Y entonces notó el viento.

Una vela pasó volando por delante de su cabeza y desapareció por la puerta. Y luego otra. Y entonces el aire se llenó de velas, todas dando vueltas por el aire, dirigiéndose hacia la luz. Fue como si la puerta se estuviera tragando la sala entera. Sin embargo, era más que un viento. Richard lo sabía. Le empezaron a doler las muñecas donde las tenía esposadas, parecía como si, de repente, pesara el doble de lo que había pesado jamás. Y entonces su perspectiva cambió. Lo que se veía por la puerta… estaba encima de ellos: no era sólo el viento lo que lo arrastraba todo hacia la puerta. Era la gravedad. El viento sólo era el aire de la sala que estaba siendo aspirado hacia el lugar que había al otro lado de la puerta. Se preguntó qué había al otro lado, la superficie de una estrella, quizá, o el horizonte de sucesos de un agujero negro, o algo que ni siquiera podía imaginar.

Islington se agarró al pilar que había junto a la puerta y se aferró desesperadamente.

—Eso no es el cielo —gritó, sus ojos grises centelleando, y con baba en sus labios perfectos—. Brujita loca. ¿Qué has hecho?

Puerta se agarraba con tanta fuerza a las cadenas que la sujetaban al pilar negro que los nudillos se le habían puesto blancos. Había triunfo en sus ojos. El Sr. Vandemar se cogió a la pata de una mesa, mientras que el Sr. Croup, a su vez, se cogió al Sr. Vandemar.

—No era la llave auténtica —dijo Puerta, triunfalmente, por encima del rugido del, viento—. Sólo era una copia que le pedí a Martillador que me hiciera en el mercado.

—Pero abrió la puerta —gritó el ángel.

—No —dijo la niña de los ojos opalinos, con frialdad—. Yo abrí una puerta. Lo más lejos y en el lugar más inaccesible que pude, abrí una puerta.

Ya no quedaba ni rastro de bondad o de compasión en el rostro del ángel; sólo odio, puro y sincero y frío.

—Te mataré —le dijo.

—¿Como mataste a mi familia? Creo que ya no matarás a nadie más.

El ángel se estaba agarrando al pilar con dedos pálidos, pero su cuerpo estaba en un ángulo de noventa grados con la habitación y casi había atravesado la puerta. Su aspecto era tanto cómico como horrible. Se pasó la lengua por los labios.

—Basta —suplicó—. Cierra la puerta. Te diré dónde está tu hermana… Todavía está viva…

Puerta se estremeció.

E Islington fue succionado por la puerta, una figura diminuta que caía en picado y que disminuía a medida que se hundía en el lejano abismo deslumbrador. La fuerza del viento era cada vez más intensa. Richard rezó para que sus cadenas y esposas aguantasen: se veía succionado hacia la abertura y, por el rabillo del ojo, veía al marqués colgando de sus cadenas, como una marioneta absorbida por un aspirador.

La mesa, a cuya pata se estaba agarrando firmemente el Sr. Vandemar, voló por los aires y se atascó en la puerta abierta. El Sr. Croup y el Sr. Vandemar estaban colgando fuera de la puerta. El Sr. Croup, que estaba aferrado, literalmente, a los faldones del Sr. Vandemar. Respiró hondo y empezó a trepar lentamente, una mano sobre la otra, por la espalda del Sr. Vandemar. La mesa crujió. El Sr. Croup miró a Puerta y sonrió como un zorro.

—Yo maté a tu familia —dijo—. No él. Y ahora, por fin, voy a acabar el…

Fue en ese momento cuando la tela del traje oscuro del Sr. Vandemar se rompió. El Sr. Croup cayó, gritando, al vacío, aferrándose a una tira larga de tela negra. El Sr. Vandemar observó la figura del Sr. Croup, que se agitaba mientras caía, alejándose de ellos. También él miró a Puerta, pero no había ninguna amenaza en su mirada. Se encogió de hombros, lo mejor que uno puede encogerse de hombros mientras está agarrándose desesperadamente a la pata de una mesa, y luego dijo, suavemente:

—Adiós —y soltó la pata de la mesa.

Cayó en silencio por la puerta, en la luz, y se hizo más pequeño a medida que caía, dirigiéndose hacia la figura minúscula del Sr. Croup. Pronto las dos formas se fundieron en una manchita de negrura en un mar de luz arremolinada de color violeta y blanco y naranja, y entonces el punto negro desapareció también. Tenía cierto sentido, pensó Richard: después de todo, formaban un equipo.

Se estaba haciendo cada vez más difícil respirar. Richard se sentía mareado y aturdido. La mesa de la puerta se astilló y fue absorbida por ella. Una de las esposas de Richard se abrió con un estallido y su brazo derecho se soltó con fuerza. Agarró la cadena que le sujetaba la mano izquierda y la sujetó con todas sus fuerzas, agradeciendo que su dedo roto estuviera en la mano que seguía esposada; aun así, ramalazos rojos y azules de dolor le subían velozmente por el brazo izquierdo. A lo lejos, se oía a sí mismo gritar de dolor.

No podía respirar. Manchas blancas de luz le estallaban en los ojos. Notaba cómo la cadena empezaba a romperse…

El sonido de la puerta negra cerrándose de un portazo llenó todo su mundo. Richard cayó con violencia contra el pilar de hierro frío y se desplomó en el suelo. Hubo silencio, entonces, en la sala, silencio y oscuridad absoluta, en la Gran Sala bajo tierra. Richard cerró los ojos: era igual que estar a oscuras, y volvió a abrirlos.

La voz del marqués rompió el silencio, preguntando, secamente:

—¿Así que adonde les has enviado?

Y entonces Richard oyó la voz de una niña que hablaba. Sabía que tenía que ser Puerta, pero sonaba tan joven, como la voz de una niñita a la hora de dormir, al final de un día largo y agotador.

—No lo sé… muy lejos. Ahora estoy… muy cansada. Estoy…

—Puerta —dijo el marqués—. Reacciona —estuvo bien que lo dijera, pensó Richard, alguien tenía que hacerlo, y Richard ya no se acordaba de cómo se hablaba. Se oyó un chasquido en la oscuridad: el sonido de una esposa abriéndose, seguido del sonido de cadenas chocando con un pilar metálico. Después, el sonido de alguien encendiendo una cerilla. Se encendió una vela: ardió débilmente y parpadeó en el aire enrarecido. Un fuego y un arroyo y la luz de las velas, pensó Richard, y no recordaba por qué.

Puerta caminó, de modo vacilante, hasta el marqués, con la vela en la mano. Extendió una mano, tocó sus cadenas y sus esposas se abrieron con un chasquido. El marqués se frotó las muñecas. Luego Puerta se acercó a Richard y tocó la única esposa que le quedaba. Se abrió y cayó. Puerta suspiró, entonces, y se sentó a su lado. Él la rodeó con su brazo sano y le sostuvo la cabeza contra el pecho, abrazándola. La meció lentamente, hacia delante y hacia atrás, cantando con voz suave una nana sin palabras. Hacía mucho, mucho frío en la sala vacía del ángel; pero pronto el calor de la inconsciencia se extendió y los envolvió a los dos.

El marqués de Carabás miró a los niños dormidos. La idea de dormir —de volver, aunque fuera por un tiempo corto, a un estado tan horriblemente cercano a la muerte—, le asustaba más de lo que nunca habría imaginado. No obstante, al final, incluso él apoyó la cabeza en el brazo y cerró los ojos.

Y ya no quedó ninguno.