16

Caminaron durante horas en silencio, bajando por el sinuoso camino de piedra. Richard aún sentía dolor; cojeaba y estaba experimentando una extraña confusión mental y física: sentimientos de derrota y traición le sacaban de quicio, y éstos, combinados con el hecho de que Lamia casi le había quitado la vida, con el daño que le había causado el Sr. Vandemar, y con sus experiencias en el tablón de más arriba, le habían dejado totalmente derrengado. Aun así, estaba seguro de que sus experiencias del último día parecían insignificantes si las comparaba con lo que fuera que hubiera sufrido el marqués. Así que no decía nada.

El marqués guardaba silencio, ya que cada palabra que pronunciaba le hacía daño en la garganta. Se contentaba con dejar que se curase y con concentrarse en Cazadora. Sabía que si permitía que su atención se relajase aunque sólo fuera un momento, ella lo sabría y desaparecería o les atacaría. Así que no decía nada.

Cazadora caminaba algo más adelantada que ellos. Ella tampoco decía nada.

Unas horas después, llegaron al final de la calle del Descenso. La calle terminaba en un portalón ciclópeo inmenso, construido con bloques de piedra bastos y enormes. Ésa puerta la construyeron unos gigantes, pensó Richard, mientras se agitaban en su cabeza relatos recordados a medias de reyes del Londres mítico muertos hacía mucho tiempo, relatos del rey Bran y de los gigantes Gog y Magog, con manos del tamaño de robles y cabezas cortadas grandes como colinas. El pórtico mismo hacía tiempo que se había oxidado y se había desmoronado. Se veían fragmentos en el barro bajo sus pies y colgando inútilmente de una bisagra oxidada en un lado del portalón. La bisagra era más alta que Richard.

El marqués le hizo un gesto a Cazadora para que se detuviese. Se humedeció los labios y dijo:

—Ésta puerta señala el final de la calle del Descenso y el principio del laberinto. Y más allá del laberinto espera el ángel Islington. Y en el laberinto está la Bestia.

—Sigo sin entender —dijo Richard—. Islington. Incluso le conocí. Es un ángel. Quiero decir, un ángel auténtico.

—Cuando los ángeles se vuelven malvados, Richard, se vuelven peores que nadie. Recuerda que Lucifer antes era un ángel.

Cazadora miró a Richard con ojos castaño caoba.

—El sitio que visitaste es la ciudadela de Islington y también es su prisión —dijo. Era lo primero que decía en muchas horas—. No puede marcharse.

El marqués se dirigió a ella directamente.

—Supongo que el laberinto y la Bestia están ahí para disuadir a las visitas.

Ella inclinó la cabeza.

—Yo también lo supongo.

Richard la emprendió contra el marqués, arrojando toda su ira e impotencia y frustración en una explosión furiosa.

—¿Por qué le hablas siquiera? ¿Por qué sigue con nosotros? Era una traidora… intentó hacernos creer que tú eras el traidor.

—Y te salvé la vida, Richard Mayhew —dijo Cazadora, en voz baja—. Muchas veces. En el puente. En el hueco del andén. En la tabla de allá arriba —le miró a los ojos, y fue Richard quien apartó la mirada.

Algo resonó por los túneles: un bramido o un rugido. A Richard se le pusieron de punta los pelos de la nuca. Estaba lejos, pero eso era lo único que le podía consolar. Conocía el sonido: lo había oído en sus sueños, pero ahora no sonaba ni como un toro ni como un jabalí; sonaba como un león; sonaba como un dragón.

—El laberinto es uno de los sitios más antiguos de Londres de Abajo —dijo el marqués—. Antes de que el rey Lud fundara el pueblo en los pantanos del Támesis, aquí había un laberinto.

—Pero no había ninguna Bestia —dijo Richard.

—No entonces.

Richard vaciló. El rugido lejano empezó otra vez.

—Yo… creo que he soñado con la Bestia —dijo.

El marqués enarcó las cejas.

—¿Qué clase de sueños?

—Malos —dijo Richard.

El marqués pensó en ello, mientras le parpadeaban los ojos. Y entonces dijo:

—Mira, Richard, me llevo a Cazadora. Pero si quieres esperar aquí, bueno, nadie te acusará de cobardía.

Richard negó con la cabeza. A veces no se puede hacer nada.

—No voy a echarme atrás. Ahora no. Tienen a Puerta.

—De acuerdo —dijo el marqués—. Pues entonces, ¿nos vamos?

Cazadora torció sus labios perfectos de caramelo formando una sonrisa burlona.

—Tendríais que estar locos para entrar ahí —dijo—. Sin el pase del ángel nunca encontraríais el camino. Nunca podríais superar al jabalí.

El marqués metió la mano debajo de la manta que le servía de poncho y sacó la estatuilla de obsidiana que se había llevado del estudio del padre de Puerta.

—¿Te refieres a uno de éstos? —preguntó. Al marqués le pareció, entonces, que mucho por lo que había pasado durante la semana anterior quedaba compensado con la cara que puso Cazadora. Cruzaron el portalón y entraron en el laberinto.

Puerta tenía los brazos atados a la espalda, y el Sr. Vandemar caminaba detrás de ella, con una mano enorme y cargada de anillos apoyada en su hombro y empujándola para que avanzara. El Sr. Croup corría con pasitos cortos y rápidos delante de ellos, sujetando en alto el talismán que le había cogido y mirando nervioso con ojos escrutadores de un lado a otro, como una comadreja especialmente pomposa camino del gallinero para asaltarlo.

El laberinto en sí era un lugar de pura locura. Estaba construido con fragmentos perdidos de Londres de Arriba: callejones y calles y pasillos y cloacas que habían caído por las grietas con los milenios, y que habían entrado en el mundo de lo perdido y de lo olvidado. Los dos hombres y la chica caminaron sobre adoquines y por barro y por estiércol de varios tipos, y sobre tablas de madera podrida. Caminaron a la luz del día, y de noche, por calles iluminadas con luz de gas y otras calles iluminadas con lámparas de sodio y otras iluminadas con juncos y antorchas de brea y estopa encendidos. Era un lugar en constante cambio y cada camino se dividía y daba vueltas y giraba sobre sí mismo.

El Sr. Croup notaba el tirón del talismán y dejaba que le llevara adonde quería ir. Caminaron por un callejón diminuto, que en su día había sido parte del barrio de tugurios de la época victoriana —un barrio bajo compuesto a partes iguales de robo y de ginebra barata, de miseria de cuatro perras y sexo de tres al cuarto— y la oyeron, olfateando y resoplando en algún lugar cercano. Entonces bramó, profunda y siniestramente. El Sr. Croup titubeó, antes de correr hacia adelante y de subir deprisa una escalera corta de madera; luego, al final del callejón, se detuvo, miró a su alrededor con los ojos entrecerrados y después les condujo escaleras abajo hasta un largo túnel de piedra que anteriormente había pasado por los pantanos de Fleet, en la época de los templarios.

—Tienes miedo, ¿verdad? —dijo Puerta.

Croup la miró furioso.

—Cierra el pico.

Ella sonrió, aunque no le apetecía sonreír.

—Tienes miedo de que tu pase de protección no te permita superar a la Bestia. ¿Qué estás planeando ahora? ¿Secuestrar a Islington? ¿Vendernos a los dos al mejor postor?

—Cállate —dijo el Sr. Vandemar. Pero el Sr. Croup sólo se rio: y Puerta supo entonces que el ángel Islington no era amigo suyo.

Empezó a gritar.

—¡Eh! ¡Bestia! ¡Aquí!

El Sr. Vandemar le dio un coscorrón y la tiró contra la pared.

—He dicho que te calles —le dijo, con calma. Ella notó el gusto de la sangre en la boca y lanzó un escupitajo escarlata al barro. Luego separó los labios para empezar a gritar otra vez. El Sr. Vandemar, previéndolo, se había sacado el pañuelo del bolsillo, y se lo metió a la fuerza en la boca.

Ella intentó morderle el pulgar mientras lo hacía, pero a él no pareció impresionarle.

—Ahora te estarás callada —le dijo.

El Sr. Vandemar estaba muy orgulloso de su pañuelo, que estaba salpicado de verde y marrón y negro y que al principio había pertenecido a un obeso comerciante de rapé en la década de 1820, que había muerto de apoplejía y había sido enterrado con el pañuelo en el bolsillo. El Sr. Vandemar seguía encontrando de vez en cuando fragmentos del mercader de rapé entre sus pliegues, pero le daba la sensación de que, aun así, era un buen pañuelo.

Continuaron en silencio.

Richard escribió otra anotación en el diario de su cabeza. Hoy, pensó, he salido con vida de mi paseo por el tablón, del beso de la muerte y de una lección sobre cómo causar dolor. Ahora mismo estoy pasando por un laberinto con un cabrón loco que regresó de entre los muertos y una guardaespaldas que resultó ser una… lo contrario de una guardaespaldas, sea lo que sea. Estoy tan perdido que… Las metáforas le fallaron, entonces. Había pasado del mundo de la metáfora y del símil al lugar donde las cosas son, y eso le estaba cambiando.

Estaban caminando por un paso estrecho de terreno mojado y pantanoso, entre paredes de piedra oscura. El marqués sostenía tanto el pase como la ballesta, y procuraba caminar, en todo momento, unos tres metros por detrás de Cazadora. Richard, a la cabeza, llevaba la lanza de Cazadora para matar a la Bestia y una antorcha amarilla que el marqués se había sacado de debajo de la manta, que iluminaba las paredes de piedra y el barro, y caminaba muy por delante de Cazadora. El pantanal apestaba, y mosquitos gigantes se le habían empezado a instalar en los brazos, las piernas y la cara, picándole de forma muy dolorosa y levantándole verdugones enormes y que picaban. Ni Cazadora ni el marqués mencionaron siquiera los mosquitos.

Richard empezaba a sospechar que estaban completamente perdidos. No le ayudaba nada que hubiera un gran número de gente muerta en el pantano: cuerpos correosos y conservados, huesos de esqueletos amarillentos y cadáveres pálidos hinchados por el agua. Se preguntó cuánto hacía que aquellos cadáveres estaban allí y si habían sido asesinados por la Bestia o por los mosquitos. Siguió callado durante otros cinco minutos de camino y once picadas más de mosquito, y entonces gritó:

—Creo que nos hemos perdido. Por aquí ya hemos pasado antes.

El marqués alzó el pase.

—No. Vamos bien —dijo—. El pase nos lleva en línea recta. Es una cosita muy ingeniosa.

—Sí —dijo Richard, que no estaba nada convencido—. Muy ingeniosa.

Fue entonces cuando el marqués pisó, descalzo, el tórax destrozado de un cadáver semienterrado, que le pinchó el tobillo y le hizo tropezar. La estatuilla negra salió volando por el aire y cayó en el pantano oscuro con el plaf satisfecho de un pez que regresara al agua tras dar un salto. El marqués se enderezó y apuntó a la espalda de Cazadora con la ballesta.

—Richard —gritó—. Se me ha caído. ¿Puedes venir aquí? —Richard volvió, con la antorcha en alto, esperando ver el destello de la llama en la obsidiana y no viendo nada más que barro húmedo—. Métete en el barro y busca —dijo el marqués.

Richard refunfuñó.

—Has soñado con la Bestia, Richard —dijo el marqués—. ¿De veras quieres encontrarte con ella?

Richard no se lo pensó mucho rato, entonces clavó la empuñadura de la lanza de bronce en la superficie del pantano y puso la antorcha en el barro junto a ella, iluminando la superficie del pantano con una luz ámbar irregular. Se puso a cuatro patas en la ciénaga y empezó a buscar la estatua. Pasó las manos por la superficie del pantano, esperando no encontrarse con la cara o las manos de algún muerto.

—Es imposible. Podría estar en cualquier sitio.

—Sigue buscando —dijo el marqués.

Richard trató de acordarse de cómo solía encontrar las cosas. Primero dejó la mente todo lo en blanco que pudo, luego dejó que su mirada vagara sin objetivo alguno, con despreocupación. Algo relumbró en la superficie cenagosa, un metro y medio a su izquierda. Era la estatua de la Bestia.

—La veo —anunció Richard.

Avanzó hacia ella dando resbalones en el barro. La pequeña bestia vítrea estaba cabeza abajo en un charco de agua oscura. Quizá, cuando Richard se acercó, el barro se movió; pero lo más probable, y Richard estuvo convencido de ello para siempre jamás, era que se tratase sólo del mero espíritu de contradicción del mundo material. Fuera cual fuera la causa, estaba casi junto a la estatua cuando el pantano hizo un ruido que sonó como el que hacen las tripas de un estómago gigante, y una gran burbuja de gas salió a la superficie y estalló nociva e indecentemente junto al talismán, que desapareció bajo el agua.

Richard llegó al sitio donde había estado el talismán, hundió los brazos en el barro y lo buscó como un loco, sin importarle qué más podían encontrar sus dedos. Fue inútil. Había desaparecido para siempre.

—¿Ahora qué hacemos? —preguntó Richard.

El marqués suspiró.

—Vuelve aquí y ya pensaremos en algo.

Richard dijo, en voz baja:

—Demasiado tarde.

Venía hacia ellos tan despacio, tan pesadamente, que por una décima de segundo creyó que estaba vieja, enferma, incluso moribunda. Eso fue lo primero que pensó. Y luego se dio cuenta de cuánta distancia estaba recorriendo a medida que se aproximaba, salpicando barro y agua con las pezuñas al correr, y comprendió lo equivocado que había estado al pensar que era lenta. A diez metros de donde estaban, la Bestia aminoró la marcha y se paró, con un gruñido. Sus ijadas despedían vaho. Bramó, triunfal y desafiante. Tenía las ijadas y la espalda cubiertas de lanzas rotas y de espadas destrozadas y de cuchillos oxidados. La luz amarilla de la antorcha se reflejó en sus ojos rojos y en sus colmillos y en sus pezuñas.

Bajó la cabeza enorme. Era una especie de jabalí, pensó Richard, y luego se dio cuenta de que eso tenía que ser una estupidez: ningún jabalí podría ser tan descomunal. Tenía el tamaño de un buey, de un elefante macho, de toda una vida. Les clavó la mirada y se detuvo durante cien años, que pasaron en unos cuantos latidos de corazón.

Cazadora se arrodilló, con un movimiento fluido, y sacó la lanza del Pantano de Fleet, que la soltó con un ruido de ventosa. Entonces, en una voz que era pura felicidad, dijo:

—Sí. Por fin.

Les había olvidado a todos, se había olvidado de Richard en el barro, y del marqués con su estúpida ballesta, y del mundo. Estaba encantada y extasiada, en un lugar perfecto, el mundo por el que vivía. Su mundo contenía dos cosas: Cazadora y la Bestia. La Bestia también lo sabía. Era la pareja perfecta: el cazador y la perseguida. Y quién era quién, y cuál era cuál, sólo el tiempo lo diría; el tiempo y la danza.

La Bestia arremetió.

Cazadora esperó hasta que pudo ver la baba blanca que le salía de la boca, y cuando la Bestia bajaba la cabeza le clavó la lanza hacia arriba; pero, al intentar hundírsela en la ijada, comprendió que se había movido sólo un instante demasiado tarde, y la lanza se le cayó de las manos petrificadas, y un colmillo más cortante que la cuchilla más afilada le abrió el costado. Y cuando caía bajo el peso monstruoso de la Bestia, sintió sus pezuñas afiladas aplastándole el brazo y la cadera y las costillas. Y entonces la Bestia se fue, volvió a desaparecer en la oscuridad, y la danza había terminado.

El Sr. Croup se sentía más aliviado de lo que le habría gustado reconocer de haber pasado el laberinto. No obstante, él y el Sr. Vandemar lo habían pasado, ilesos, igual que su presa. Había una pared rocosa frente a ellos, una puerta de roble de dos hojas en la pared y un espejo oval en la puerta de la derecha.

El Sr. Croup tocó el espejo con una mano mugrienta. La superficie del espejo se empañó con sólo tocarla, se agitó un momento, borboteando y enturbiándose como una cuba de azogue hirviendo, y luego se quedó quieta. El ángel Islington les miró desde el espejo. El Sr. Croup carraspeó.

—Buenos días, señor. Somos nosotros y tenemos a la señorita que nos pidió que le trajéramos.

—¿Y la llave? —la dulce voz del ángel parecía venir de todas partes.

—Colgada alrededor de su cuello de cisne —dijo el Sr. Croup, con un poco más de ansiedad de la que era su intención.

—Entonces entrad —dijo el ángel. Las puertas de roble se abrieron con sus palabras, y entraron.

Todo había pasado tan rápido. La Bestia había salido de la oscuridad, Cazadora había agarrado la lanza, y la Bestia la había embestido y había vuelto a desaparecer en la oscuridad.

Richard hizo un gran esfuerzo para oír a la Bestia. No oía nada más que, en algún lugar cercano a él, el lento gotear del agua y el zumbido agudo y enloquecedor de los mosquitos. Cazadora estaba tendida de espaldas en el barro. Tenía un brazo torcido formando un ángulo extraño. Se arrastró hacia ella, por el lodo.

—¿Cazadora? —susurró—. ¿Me oyes?

Hubo una pausa. Y entonces, un susurro tan débil que por un momento pensó que lo había imaginado:

—Sí.

El marqués seguía a unos metros de allí, inmóvil junto a una pared. En aquel momento, gritó:

—Richard, quédate donde estás. El animal sólo está esperando el momento oportuno. Volverá.

Richard no le hizo caso. Le habló a Cazadora.

—¿Te pondrás…? —hizo una pausa—. ¿Te pondrás bien?

Ella se rio, entonces, con labios salpicados de sangre, y dijo que no con la cabeza.

—¿Hay alguien que sepa de medicina aquí abajo? —le preguntó Richard al marqués.

—En el sentido en que estás pensando no. Tenemos algunos curanderos, un puñado de sanguijuelas y quirurgos…

Cazadora tosió, entonces, e hizo un gesto de dolor. Un hilito de sangre arterial rojo brillante le salió de la comisura de la boca. El marqués se acercó un poco más.

—¿Guardas tu vida escondida en algún sitio, Cazadora? —preguntó.

—Soy una cazadora —susurró ella, con desdén—. Nosotros no nos dedicamos a ese tipo de cosas… —se llenó los pulmones de aire, haciendo un esfuerzo, y luego exhaló, como si el simple esfuerzo de respirar se le estuviera haciendo demasiado pesado—. Richard, ¿has usado una lanza?

—No.

—Cógela —susurró.

—Pero…

—Hazlo —su voz era baja y apremiante—. Cógela. Sostenla por el extremo sin punta.

Richard recogió la lanza del suelo. La sostuvo por el extremo sin punta.

—Ésa parte ya la sabía —le dijo.

El atisbo de una sonrisa cruzó el rostro de Cazadora.

—Lo sé.

—Mira —dijo Richard, sintiéndose, y no por vez, primera, como la única persona cuerda de un manicomio—. ¿Por qué no nos quedamos muy quietos y ya está? Quizá se vaya. Intentaremos buscarte ayuda —y, no por vez primera, la persona con la que estaba hablando le ignoró totalmente.

—Hice una cosa mala. Richard Mayhew —susurró ella, con tristeza—. Hice una cosa muy mala. Porque quería ser la que matase a la Bestia. Porque necesitaba la lanza —y entonces, haciendo lo imposible, empezó a levantarse con gran dificultad. Richard no se había dado cuenta de lo gravemente herida que estaba; ni se podía imaginar el dolor que debía de estar sufriendo: veía cómo el brazo derecho le colgaba inservible, con un fragmento blanco de hueso saliéndole horriblemente de la piel. Le salía sangre de un corte en el costado. Parecía que a su caja torácica le pasaba algo muy raro.

—No sigas —dijo entre dientes, inútilmente—. Échate.

Con la mano izquierda. Cazadora se sacó el cuchillo del cinturón, se lo puso en la mano derecha, cerró sus dedos débiles alrededor de la empuñadura.

—Hice una cosa mala —repitió—, y ahora intento repararlo.

Entonces se puso a tararear. Tarareó alto y bajo, hasta que encontró la nota que hizo que las paredes y las tuberías y la habitación retumbaran, y tarareó esa nota hasta que pareció que el laberinto entero debía de estar resonando con su tarareo. Y entonces, después de aspirar aire, para llenarse el tórax destrozado, gritó:

—¡Eh! ¡Grandullona! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta. Ningún sonido más que el lento gotear del agua. Incluso los mosquitos se habían callado.

—Quizá se… se ha marchado —dijo Richard, agarrando la lanza con tanta fuerza que le dolían las manos.

—Lo dudo —murmuró el marqués.

—Vamos, cabrona —chilló Cazadora—. ¿Es que tienes miedo?

Se oyó un bramido profundo delante de ellos y la Bestia surgió de la oscuridad y volvió a embestir. Ésta vez no se podían equivocar.

—La danza —susurró Cazadora—. La danza todavía no ha terminado.

Cuando la Bestia vino hacia ella, con los cuernos bajados, gritó, «¡Ahora, Richard! ¡Ataca! ¡Por debajo y hacia arriba! ¡Ahora!», antes de que la Bestia cayera sobre ella y sus palabras se convirtieran en un grito sin palabras.

Richard vio a la Bestia salir de la oscuridad y entrar en la luz de la antorcha. Todo sucedió muy lentamente. Fue como un sueño. Fue como todos sus sueños. La Bestia estaba tan cerca que olía su hedor animal a mierda y a sangre, tan cerca que notaba su calor. Y Richard le clavó la lanza, con todas sus fuerzas, metiéndosela en la ijada y dejando que se hundiera en su interior.

Un bramido, entonces, o un rugido, de angustia y de odio y de dolor. Y luego silencio.

Se oía el corazón, latiendo pesadamente en sus oídos, y oía el gotear del agua. Los mosquitos empezaron a zumbar otra vez. Se dio cuenta de que aún sujetaba firmemente la empuñadura de la lanza, aunque la hoja estaba enterrada profundamente en el cuerpo de la Bestia inmóvil. La soltó y rodeó a la Bestia tambaleándose, buscando a Cazadora. Había quedado atrapada debajo de la Bestia. Se le ocurrió que si la movía para sacarla de allí debajo, podría provocarle la muerte, así que empujó, con todas sus fuerzas, contra la ijada caliente y muerta de la Bestia, intentando moverla. Era como intentar hacer arrancar un tanque Sherman empujándolo, pero al final, con dificultad, la hizo girar hasta dejar a Cazadora con medio cuerpo libre.

Cazadora estaba tendida de espaldas, mirando arriba hacia la oscuridad. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida y Richard supo, de algún modo, que no veía nada en absoluto.

—¿Cazadora? —dijo.

—Sigo aquí, Richard Mayhew —su voz sonaba casi indiferente. No se esforzó en encontrarle con los ojos ni en enfocar la mirada—. ¿Está muerta?

—Creo que sí. No se mueve.

Y entonces Cazadora se rio; era una risa extraña, como si acabara de oír el chiste más divertido que el mundo le explicara jamás a un cazador. Y, entre los espasmos de su risa y las toses húmedas y convulsivas que los interrumpían, compartió el chiste con él.

—Has matado a la Bestia —dijo—. Así que ahora eres el mejor cazador de Londres de Abajo. El Guerrero… —Y entonces dejó de reírse—. No me siento las manos. Cógeme la mano derecha.

Richard buscó a tientas debajo del cuerpo de la Bestia y le estrechó los dedos helados a Cazadora. De repente parecían tan pequeños.

—¿Aún tengo un cuchillo en la mano? —susurró ella.

—Sí —lo notaba, frío y pegajoso.

—Cógelo. Es tuyo.

—No quiero tu…

Cógelo —Richard le soltó el cuchillo de los dedos haciendo fuerza—. Ahora es tuyo —susurró Cazadora. Nada se movía, salvo sus labios; y sus ojos se estaban nublando—. Siempre ha cuidado de mí. Pero límpiale la sangre… No dejes que se oxide la hoja… una cazadora siempre cuida de sus armas —aspiró—. Ahora… toca la sangre de la Bestia… y póntela en los ojos y en la lengua…

Richard no estaba seguro de haberla oído correctamente, ni de creerse lo que había oído.

—¿Qué?

Richard no había advertido que el marqués se había acercado, pero ahora éste le habló resueltamente al oído.

—Hazlo, Richard. Tiene razón. Te ayudará a pasar el laberinto. Hazlo.

Richard puso la mano en la lanza, la pasó por la empuñadura hasta que sintió la piel de la Bestia y la pegajosidad caliente de la sangre. Sintiéndose un poco estúpido, se tocó la lengua y notó un sabor de sal en la sangre del animal; para su sorpresa, no le dio asco. Tenía un sabor muy natural, como el sabor del océano. Se llevó los dedos ensangrentados a los ojos, donde la sangre le picó como el sudor.

Luego le dijo:

—Ya lo he hecho.

—Bien —susurró Cazadora. No dijo nada más.

El marques de Carabás extendió la mano y le cerró los ojos. Richard se limpió el cuchillo de Cazadora en la camisa. Era lo que ella le había dicho que hiciera. Le evitaba tener que pensar.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo el marqués, poniéndose en pie.

—No podemos dejarla aquí, sin más.

—Sí podemos. Podemos venir a buscar el cuerpo después.

Richard le sacó todo el brillo que pudo a la hoja con su camisa. Ahora estaba llorando, pero no se había dado cuenta.

—¿Y si no hay ningún después?

—Entonces tendremos que esperar que alguien se deshaga de todos nuestros restos. Incluyendo los de Lady Puerta, que ya se debe de estar cansando de esperarnos. —Richard bajó la mirada. Limpió lo que quedaba de la sangre de Cazadora de su cuchillo y se lo puso en el cinturón. Luego asintió con la cabeza.

—Ve tú —dijo de Carabás—. Yo te seguiré tan rápido como pueda.

Richard vaciló; y luego, lo mejor que pudo, corrió.

Quizá fue por la sangre de la Bestia; él, desde luego, no tenía ninguna otra explicación. Fuera cual fuera la razón, corrió en línea recta y en la dirección correcta por el laberinto, que ya no le deparaba ningún misterio. Estaba convencido de que conocía todos los recodos, todos los caminos, todos los callejones y callejuelas y túneles del laberinto. Corrió, tropezando y cayéndose sin dejar de correr, exhausto, por el laberinto, con la sangre latiéndole en las sienes. Un poema le daba vueltas por la cabeza, mientras corría, retumbando al ritmo de sus pies. Era algo que había oído de niño.

Sí, esta noche, esta noche, sí.

todas y cada una de las noches.

un fuego y un arroyo y la luz de las velas

y que Jesucristo reciba tu alma.

Las palabras le daban vueltas y más vueltas, como un canto fúnebre, en la cabeza. Un fuego y un arroyo y la luz de las velas

Al final del laberinto había un precipicio escarpado de granito y, encajada en el precipicio, una puerta alta de madera de dos hojas. Había un espejo oval colgado en una de las puertas. Las puertas estaban cerradas. Tocó la madera, y la puerta se abrió en silencio.

Richard entró.