15

Se fueron del barco, bajaron por la larga plancha hasta la orilla, donde bajaron unos escalones, atravesaron un paso subterráneo largo y sin luz, y volvieron a subir. Lamia caminaba a grandes zancadas delante de ellos con confianza. Les hizo salir a un callejón pequeño y adoquinado. Había lámparas de gas encendidas y chisporroteando en las paredes.

—La tercera puerta —dijo.

Se detuvieron frente a la puerta, en la que había una placa de latón que decía:

LA REAL SOCIEDAD

PROTECTORA

DE CASAS.

Y debajo, en letras más pequeñas:

CALLE DEL DESCENSO. LLAMEN, POR FAVOR

—¿Se llega a la calle por la casa? —preguntó Richard.

—No —dijo Lamia—. La calle está en la casa.

Richard llamó a la puerta. No ocurrió nada. Esperaron y temblaron por el frío temprano de la mañana. Richard volvió a llamar. Por último, tocó el timbre. Abrió la puerta un lacayo de aspecto adormilado, que llevaba una peluca empolvada y torcida y una librea escarlata. Miró a la chusma variopinta que había frente a su puerta con una expresión que indicaba que no había valido la pena salir de la cama por ella.

—¿Qué desean? —dijo el lacayo. A Richard le habían dicho que se fuera a la mierda y se muriese con más afecto y buen humor.

—La calle del Descenso —dijo Lamia, imperiosamente.

—Por aquí —suspiró el lacayo—. Límpiense los pies, por favor.

Pasaron por un vestíbulo impresionante. Luego esperaron mientras el lacayo encendía cada una de las velas de un candelabro. Bajaron por unas escaleras imponentes y lujosamente alfombradas. Bajaron por un tramo de escalera menos imponente y menos lujosamente alfombrada. Bajaron por un tramo de escalera nada imponente y alfombrada con arpillera marrón y raída y, por último, bajaron por un tramo de escalones de madera sin gracia y sin ningún tipo de alfombra.

Al pie de esas escaleras había un montacargas antiguo con un letrero que decía:

NO FUNCIONA

El lacayo hizo caso omiso del letrero y abrió la puerta de alambre exterior con un ruido sordo y metálico. Lamia le dio las gracias, con educación, y entró en el montacargas. Los demás la siguieron. El lacayo les dio la espalda. Richard miró por la tela metálica cómo subía las escaleras de madera, con el candelabro firmemente cogido.

Había una corta hilera de botones negros en la pared del montacargas. Lamia apretó el botón de más abajo. La puerta de celosía metálica se cerró automáticamente, dando un portazo. Un motor se puso en funcionamiento y el montacargas empezó, despacio, chirriando, a bajar. Los cuatro estaban muy apretados en el montacargas. Richard se dio cuenta de que podía oler a cada una de las mujeres que había allí con él: Puerta olía principalmente a curry; Cazadora olía, de una manera que no era desagradable, a sudor, y le hizo recordar, de alguna manera, a los grandes felinos enjaulados en los zoos; mientras que Lamia olía, de forma embriagadora, a madreselva y a lirio de los valles y a almizcle.

El montacargas siguió bajando. Richard estaba sudando, con un sudor frío y pegajoso, y se estaba clavando con fuerza las uñas en las palmas de las manos. En el tono más coloquial del que fue capaz, dijo:

—Ahora sería muy mal momento para descubrir que uno es claustrofóbico, ¿verdad?

—Sí —dijo Puerta.

—Entonces no lo haré —dijo Richard.

Y siguieron bajando.

Finalmente, hubo una sacudida y un golpetazo metálico y un ruido de ruedas de trinquete y el montacargas se detuvo. Cazadora abrió la puerta, miró a su alrededor y luego salió a una repisa estrecha.

Richard miró por la puerta abierta del montacargas. Estaban colgados en el aire, encima de algo que le recordó a un cuadro que había visto una vez de la Torre de Babel, o más bien al aspecto que habría tenido la Torre de Babel si estuviera invertida. Era un camino en espiral enorme y ornamentado, tallado en la roca, que bajaba y bajaba alrededor de un hueco central. Luces dispersas parpadeaban débilmente en las paredes, junto a los caminos y, muy, muy abajo, ardían fuegos diminutos. Era encima del hueco central, a varios miles de metros sobre el terreno firme, donde colgaba el montacargas. Se balanceaba un poco.

Richard respiró hondo y siguió a las demás a la repisa de madera. Entonces, aunque sabía que era mala idea, miró abajo. No había nada más que una tabla de madera entre él y el suelo rocoso, a miles de metros de allí. Había un tablón largo extendido entre la repisa donde estaban y la parte de arriba del camino pedregoso, a siete metros de distancia.

—Y supongo —dijo con mucha menos indiferencia de la que se imaginaba—, que éste no sería un buen momento para señalar que no se me dan nada bien las alturas.

—Es seguro —dijo Lamia—. O lo era la última vez que estuve aquí. Mira —cruzó el tablón, con un frufrú de terciopelo. Podría haber mantenido en equilibrio una docena de libros en la cabeza y no se le habría caído ni uno. Cuando alcanzó el camino de piedra que estaba al otro lado, se detuvo y se giró y les sonrió de un modo alentador. Cazadora cruzó tras ella, luego se giró y esperó junto a ella en el borde.

—¿Ves? —dijo Puerta. Le tendió una mano a Richard, le apretó el brazo—. No hay ningún problema.

Richard asintió con la cabeza y tragó saliva. Ningún problema.

Puerta cruzó al otro lado. No parecía que se estuviera divirtiendo; pero de todas maneras cruzó. Las tres mujeres esperaron a Richard, que no se movía. Richard advirtió después de un rato que no parecía estar empezando a cruzar el tablón de madera, a pesar de las órdenes de «¡caminad!» que les estaba enviando a sus piernas.

Muy arriba, alguien apretó un botón: Richard oyó el ruido sordo y el chirrido lejano de un viejo motor eléctrico. La puerta del montacargas se cerró de un portazo tras él, dejándole de pie, peligrosamente, sobre una plataforma estrecha de madera, que no era más ancha que el mismo tablón.

—¡Richard! —gritó Puerta—. ¡Muévete!

El montacargas empezó a subir. Richard salió de la plataforma temblorosa y subió al tablón de madera; entonces las piernas le empezaron a temblar y se encontró a cuatro patas sobre el tablón, agarrándose a él desesperadamente. Había una parte racional y minúscula de su mente que pensaba en el montacargas: ¿quién, o había llamado, y por qué? Sin embargo, el resto de su mente estaba ocupada en decirle a todas sus extremidades que se agarrasen al tablón rígidamente y en gritar, en su voz mental más alta:

—No quiero morir.

Richard cerró los ojos lo más fuerte que pudo, seguro de que si los abría y veía la pared rocosa que tenía debajo, simplemente se soltaría del tablón y se caería, y se caería, y…

—No me da miedo caer —se dijo—. La parte que me asusta es cuando acabas de caer —pero sabía que se estaba mintiendo. Sí era la caída lo que le asustaba… temía caer dando vueltas y agitando brazos y piernas por el aire, impotente, hasta llegar al suelo rocoso de muy abajo, sabiendo que no habría nada que pudiera hacer para salvarse, ningún milagro que le salvara. Poco a poco se dio cuenta de que alguien le estaba hablando.

—Ven gateando por el tablón y ya está, Richard —le decía alguien.

—No… no puedo —susurró él.

—Pasaste por algo mucho peor que esto para conseguir la llave, Richard —dijo alguien. La que hablaba era Puerta.

—La verdad es que no se me dan nada bien las alturas —dijo obstinado, con la cara apretada contra la tabla de madera y con los dientes castañeteando. Luego dijo—: Quiero irme a casa —sintió la madera del tablón apretándole la cara.

Y entonces el tablón empezó a temblar. La voz de Cazadora dijo:

—No estoy muy segura de cuánto peso aguantará esta tabla. Vosotras dos, poneos aquí para hacer contrapeso.

El tablón vibró cuando alguien se movió por él, acercándose a Richard. Se aferró a él, con los ojos cerrados. Entonces Cazadora le dijo al oído, en voz baja, con confianza:

—¿Richard?

—Mm.

—Sólo tienes que ir avanzando poco a poco, Richard. Un poquito cada vez. Vamos… —sus dedos de caramelo le acariciaron la mano de nudillos blancos, que sujetaba firmemente el tablón—. Vamos.

Respiró hondo y avanzó unos centímetros. Y volvió a quedarse inmóvil.

—Lo estás haciendo muy bien —dijo Cazadora—. Así está bien. Vamos.

Y, centímetro a centímetro, arrastrándose y avanzando muy lentamente, convenció a Richard para que recorriera el tablón y, entonces, al llegar al final, simplemente le levantó, cogiéndole por debajo de los brazos, y le puso en terreno firme.

—Gracias —dijo él. No se le ocurría nada más que decirle a Cazadora que fuera lo bastante grande como para abarcar lo que acababa de hacer por él. Lo dijo otra vez—. Gracias —y luego dijo, a todas—, lo siento.

Puerta levantó la mirada hacia él.

—Está bien —dijo—. Ahora estás a salvo.

Richard miró el sinuoso camino en espiral debajo del mundo, que bajaba y bajaba; y miró a Cazadora y a Puerta y a Lamia; y se rio hasta que le saltaron las lágrimas.

—¿Qué —preguntó Puerta cuando, por fin, había dejado de reírse— le hace tanta gracia?

A salvo —dijo sencillamente. Puerta se lo quedó mirando y luego, también ella, sonrió—. Y, ¿ahora, adonde vamos? —preguntó Richard.

—Abajo —dijo Lamia. Empezaron a bajar por la calle del Descenso. Cazadora iba a la cabeza, con Puerta junto a ella. Richard caminaba al lado de Lamia, respirando su perfume a lirio de los valles y a madreselva, y disfrutando de su compañía.

—Te agradezco mucho que hayas venido con nosotros —le dijo—. Que seas nuestra guía. Espero que no te traiga mala suerte ni nada por el estilo.

Ella clavó en él sus ojos color de dedalera.

—¿Por qué tendría que traerme mala suerte?

—¿Sabes quiénes son los ratanoparlantes?

—Claro que sí.

—Había una ratanoparlante llamada Anestesia. Ella… bueno, nos hicimos más o menos amigos, y me estaba haciendo de guía hasta un sitio. Y entonces se la llevaron. En el Puente de la Noche. No dejo de preguntarme qué le sucedió.

Ella le sonrió con comprensión.

—Mi gente tiene historias sobre eso. Algunas puede que incluso sean ciertas.

—Tendrás que explicármelas —dijo él. Hacía frío. Su aliento despedía vaho al aire helado.

—Algún día —dijo ella. Su aliento no echaba aliento—. Eres muy amable al llevarme contigo.

—Es lo menos que podíamos hacer.

Puerta y Cazadora tomaron la curva que había delante de ellos y las perdieron de vista.

—Mira —dijo Richard—, las otras dos nos están tomando un poco la delantera. Quizá deberíamos darnos prisa.

—Deja que se vayan —dijo ella, tiernamente—. Ya las alcanzaremos.

Richard pensó que aquello era, de una forma extraña, como cuando se iba al cine con una chica siendo un adolescente. O, mejor dicho, como volver a casa después: parándose en las marquesinas de las paradas de autobús, o junto a las paredes, para aprovechar para darse un beso, un roce rápido de piel y un enredo de lenguas, y luego apresurarse para alcanzar a tus amigos…

Lamia le pasó un dedo frío por la mejilla.

—Estás tan caliente —le dijo, con admiración—. Debe de ser maravilloso tener tanto calor.

Richard intentó parecer modesto.

—No es algo en lo que piense muy a menudo, la verdad —admitió. Oyó, a lo lejos, desde arriba, el portazo metálico de la puerta del montacargas.

Lamia le miró, suplicante, dulce.

—¿Me darías un poco de tu calor, Richard? —preguntó—. Tengo tanto frío.

Richard se preguntó si debería besarla.

—¿Cómo? Yo…

Ella parecía decepcionada.

—¿No te gusto? —preguntó. Él esperó, desesperadamente, no haberla ofendido.

—Claro que me gustas —oyó que le decía—. Eres muy simpática.

—¿Y no estás utilizando todo tu calor, verdad? —observó ella, con razón.

—Supongo que no…

—Y dijiste que me pagarías por ser vuestra guía. Pues eso es lo que quiero como pago. Calor. ¿Me puedes dar un poco?

Todo lo que quisiera. Todo. La madreselva y el lirio de los valles le envolvieron, y no vio nada más que su piel pálida y sus labios oscuros de color ciruela, y su pelo negro azabache. Asintió con la cabeza. En algún lugar dentro de él, algo estaba gritando; pero fuera lo que fuera, podía esperar. Ella le tomó la cara con las manos y se la inclinó con cuidado hacia ella. Entonces le besó, larga y lánguidamente. Hubo un momento de impresión inicial por el frío de sus labios y de su lengua, y luego Richard sucumbió totalmente al beso.

Después de un rato, ella se echó para atrás.

Él sentía el hielo en sus labios. Se tambaleó hacia atrás contra la pared. Intentó parpadear, pero parecía que se le hubieran congelado los ojos mientras lo tenía abiertos. Ella le miró y sonrió encantada, su piel colorada y rosa y sus labios, escarlata; su aliento despedía vaho al aire frío. Se pasó una lengua carmesí y caliente por los labios. El mundo de Richard empezó a oscurecerse. Creyó ver una forma negra por el rabillo del ojo.

—Más —dijo ella. Y alargó la mano para cogerle.

Vio cómo la Terciopelo atraía a Richard hacia sí para el primer beso, vio cómo la escarcha y el hielo se extendían por la piel de Richard. La vio echarse para atrás, feliz. Y luego se acercó a ella por detrás y, cuando ella se disponía a terminar lo que había empezado, alargó la mano y la agarró, fuerte, por el cuello, y la levantó del suelo.

—Devuélvesela —le bramó al oído—. Devuélvele su vida —la Terciopelo reaccionó como un gatito al que acabaran de tirar a una bañera, retorciéndose y bufando y escupiendo y arañando. No le sirvió de nada: estaba cogida firmemente por el cuello.

—No me puedes obligar —dijo ella, en tonos decididamente poco melodiosos.

Él aumento la presión.

—Devuélvele su vida —le dijo, con voz ronca y sincera— o te romperé el cuello.

Ella hizo un gesto de dolor. Él la empujó hacia Richard, que estaba congelado y arrugado contra la pared rocosa.

Le cogió la mano a Richard y le sopló en la nariz y en la boca. Le salió un vaho de la boca que entró poco a poco en la de él. Empezó a derretírsele el hielo de la piel y a desaparecerle la escarcha del pelo.

El hombre le apretó el cuello otra vez.

—Dásela toda. Lamia.

Ella bufó, entonces, de muy mala gana, y volvió a abrir la boca. Una última bocanada de vaho notó de su boca a la de Richard y desapareció en su interior. Richard parpadeó. El hielo de sus ojos se había transformado en lágrimas, que ahora le corrían por las mejillas.

—¿Qué me has hecho? —preguntó.

—Se estaba bebiendo tu vida —dijo el marqués de Carabás, en un susurro ronco—. Llevándose tu calor. Convirtiéndote en una cosa fría como ella.

El rostro de Lamia se crispó, como un niño al que le han quitado su juguete favorito. Sus ojos de dedalera centellearon.

—La necesito más que él —gimió.

El marqués levantó a Lamía, con una mano, y le arrimó el rostro al suyo.

—Acercaos a él otra vez, tú o cualquiera de las Niñas de Terciopelo, y vendré de día a vuestra caverna, mientras durmáis, y la dejaré reducida a cenizas. ¿Lo has entendido?

Lamia asintió con la cabeza. Él la soltó, y ella cayó al suelo. Entonces se irguió cuan alta era, que no era muchísimo, echó la cabeza hacia atrás, y le escupió, con fuerza, en la cara. Se levantó la parte de delante de su vestido de terciopelo negro y subió la pendiente corriendo y desapareció, sus pasos resonando por el camino rocoso y serpenteante de la calle del Descenso, mientras que el escupitajo frío como el hielo le corría por la mejilla al marqués. Se lo limpió con el dorso de la mano.

—Me iba a matar —dijo Richard con la voz entrecortada.

—No de inmediato —dijo el marqués, quitándole importancia—. Aunque al final habrías muerto, cuando se acabara de comer tu vida.

Richard miró al marqués fijamente. Tenía la piel sucísima y parecía lívido bajo la oscuridad de su piel. Su abrigo había desaparecido: en su lugar llevaba una manta vieja que le cubría los hombros, como un poncho, y llevaba algo voluminoso. —Richard no habría sabido decir lo que era—, sujeto con una correa debajo. Iba descalzo y, de una forma que Richard interpretó como una especie de afectación estrambótica en el vestir, llevaba un trapo descolorido que le envolvía el cuello completamente.

—Te estábamos buscando —dijo Richard.

—Y ahora me habéis encontrado —dijo el marqués con voz ronca y seca.

—Esperábamos verte en el mercado.

—Sí, bueno. Algunos me creían muerto. Me vi obligado a tratar de pasar desapercibido.

—¿Por qué… por qué pensaban que estabas muerto?

El marqués miró a Richard con ojos que habían visto demasiado y que habían ido demasiado lejos.

—Porque me mataron —dijo—. Vamos, las demás no pueden estar muy lejos.

Richard miró por el borde del camino, al otro lado del hueco central. Veía a Puerta y a Cazadora, al otro lado del hueco, en el nivel de abajo. Estaban mirando a su alrededor, buscándole, supuso. Las llamó, gritó y les hizo señas con la mano, pero el sonido no les llegaba. El marqués le puso una mano en el brazo.

—Mira —dijo. Señaló el nivel que estaba debajo de Puerta y Cazadora. Algo se movió. Richard entrecerró los ojos: distinguía dos figuras, esperando en las sombras.

—Croup y Vandemar —dijo el marqués—. Es una trampa.

—¿Qué hacemos?

—¡Corre! —dijo el marqués—. Avísalas. Yo aun no puedo correr… ¡Ve. Maldito seas!

Y Richard corrió. Bajó corriendo lo más deprisa que pudo, con todas sus fuerzas, por el camino de piedra en declive debajo del mundo. Notó un dolor repentino como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho: una punzada. Y se obligó a seguir adelante y no dejó de correr.

Dobló una esquina y los vio a todos.

—¡Cazadora! ¡Puerta! —dijo jadeando—. ¡Deteneos! ¡Cuidado!

Puerta se giró. El Sr. Croup y el Sr. Vandemar salieron de detrás de un pilar. El Sr. Vandemar le cogió las manos a Puerta, se las puso detrás de la espalda de un tirón y se las ató con un solo movimiento con una tira de nailon. El Sr. Croup sostenía algo largo y delgado con una funda de tela marrón, como las que el padre de Richard había utilizado para llevar sus cañas de pescar. Cazadora estaba allí parada, con la boca abierta. Richard gritó:

—¡Cazadora, rápido!

Ella asintió con la cabeza, giró sobre sus talones y dio una patada, con un movimiento suave, casi de ballet.

Alcanzó a Richard con el pie de lleno en el estómago. Éste cayó al suelo a varios metros, sin aliento y herido.

—¿Cazadora? —dijo con voz entrecortada.

—Me temo que sí —dijo Cazadora, y se dio la vuelta. Richard se sintió mareado, y apenado. La traición le dolía, tanto como el golpe.

El Sr. Croup y el Sr. Vandemar ignoraron a Richard y a Cazadora totalmente. El Sr. Vandemar estaba atándole los brazos a Puerta, mientras que el Sr. Croup estaba allí parado y miraba.

—No nos consideres unos asesinos y unos degolladores, jovencita —decía el Sr. Croup, en un tono coloquial—. Considéranos un servicio de escolta.

Cazadora estaba junto a la pared rocosa, sin mirar a nadie, y Richard estaba echado en el suelo pedregoso y se retorcía e intentaba, de algún modo, aspirar para que el aire le volviera a los pulmones. El Sr. Croup se giró hacia Puerta y sonrió, enseñando muchos dientes.

—Verás. Lady Puerta, vamos a asegurarnos de que llegues a tu destino sin ningún percance.

Puerta le ignoró.

—Cazadora —llamó—, ¿qué está pasando?

Cazadora no se movió, y tampoco contestó.

El Sr. Croup sonrió, orgulloso.

—Antes de que Cazadora aceptara trabajar para ti, aceptó trabajar para nuestro jefe. Cuidando de ti.

—Te lo dijimos —alardeó el Sr. Vandemar—. Te dijimos que uno de los vuestros era un traidor —echó la cabeza hacia atrás y aulló como un lobo.

—Pensé que os referíais al marqués —dijo Puerta.

El Sr. Croup se rascó de manera teatral su cabeza de pelo anaranjado.

—Hablando del marqués, ¿dónde estará? No ha afinado muy bien su hora de llegada, ¿verdad, señor Vandemar?

—En efecto, señor Croup. No la podría haber afinado peor.

El Sr. Croup tosió en tono sentencioso y pronunció el remate de su chiste.

—Entonces, a partir de ahora, tendremos que llamarle el finado marqués de Carabás. Me temo que está ligerísimamente…

—Requetemuerto —acabó el Sr. Vandemar.

Richard por fin logró llenarse los pulmones del aire suficiente para decir jadeando:

—Puta traidora.

Cazadora echó una mirada al suelo.

—Sin rencores —susurró.

—La llave que conseguisteis de los dominicos —le dijo el Sr. Croup a Puerta—. ¿Quién la tiene?

—Yo —dijo Richard, con voz entrecortada—. Podéis registrarme si queréis. Mirad —hurgó en sus bolsillos, notando algo duro y desconocido en su bolsillo trasero, aunque en ese momento no tenía tiempo para investigar qué era, y sacó la llave de la puerta principal de su antiguo piso. Se levantó con gran esfuerzo y se acercó tambaleándose al Sr. Croup y al Sr. Vandemar—. Tomad.

El Sr. Croup extendió la mano y le cogió la llave.

—Dios Santo —dijo sin apenas mirarla—. Debo confesar que su astuta treta me ha engañado del todo, señor Vandemar.

Le pasó la llave al Sr. Vandemar, que la alzó entre el índice y el pulgar y la aplastó como si fuera una lámina de latón.

—Nos ha vuelto a engañar, señor Croup —dijo.

—Hágale daño, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup.

—Encantado, señor Croup —dijo el Sr. Vandemar, y le dio una patada a Richard en la rótula. Richard cayó al suelo, desesperado de dolor. Oía la voz del Sr. Vandemar, como si viniera de muy lejos; parecía que le estaba sermoneando.

—La mayoría de gente cree que el dolor depende de lo fuerte que das la patada —decía la voz del Sr. Vandemar—. Pero no es cuestión de fuerza. Es dónde la das. Verás, en realidad, ésta es una patada muy suave… —algo le golpeó el hombro izquierdo a Richard. El brazo izquierdo se le quedó agarrotado y una flor morada y blanca de dolor se le abrió en el hombro. Fue como si su brazo entero estuviera ardiendo, y congelándose, como si alguien le hubiera clavado un pincho eléctrico en la carne muy hondo, y hubiera subido la corriente al máximo. Gimoteó. Mientras, el Sr. Vandemar estaba diciendo— … pero duele tanto como ésta… que es mucho más fuerte… —y la bota se le clavó en el costado como una bala de cañón. Richard se oía gritar.

—Yo tengo la llave —le oyó decir a Puerta.

—Ojalá tuvieras una navaja suiza —le dijo el Sr. Vandemar a Richard, atentamente—, te enseñaría lo que hago con todas las partes diferentes. Incluso el abrebotellas y la cosa que sirve para sacar las piedras de los cascos de los caballos.

—Déjele, señor Vandemar. Ya tendremos tiempo para navajas suizas. ¿La chica tiene el pase? —el Sr. Croup hurgó en los bolsillos de Puerta y sacó la figura de obsidiana tallada: la Bestia diminuta que le había dado el ángel.

La voz de Cazadora era baja y retumbante.

—¿Y qué hay de mí? ¿Dónde está mi pago?

El Sr. Croup resopló. Le lanzó la funda de las cañas de pescar. Ella la atrapó con una mano.

—Buena caza —dijo el Sr. Croup. Entonces, él y el Sr. Vandemar se giraron y se fueron por la pendiente serpenteante de la calle del Descenso, con Puerta entre los dos. Richard estaba tendido en el suelo y vio cómo se marchaban, con una sensación terrible de desesperación extendiéndose hacia fuera desde su corazón.

Cazadora se arrodilló en el suelo y empezó a desatar las correas de la funda. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes. Richard sintió un gran dolor.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Treinta monedas de plata?

Ella la sacó, despacio, de su funda de tela, acariciándola, amándola.

—Una lanza —dijo simplemente.

Estaba hecha de un metal del color del bronce; la hoja era larga y estaba curvada como un cris, afilada por un lado, dentada por el otro; había rostros tallados en la empuñadura, que estaba manchada por el verdín y decorada con dibujos extraños y arabescos curiosos. Medía un metro y medio de largo más o menos, desde la punta de la hoja hasta el extremo de la empuñadura. Cazadora la tocó, casi con temor, como si fuera la cosa más hermosa que había visto jamás.

—Vendiste a Puerta por una lanza —dijo Richard. Cazadora no dijo nada. Se mojó la punta de un dedo con su lengua rosada y luego la pasó suavemente por la punta de la lanza, comprobando el filo de la hoja; luego sonrió, como si estuviera satisfecha con lo que tocaba—. ¿Vas a matarme? —preguntó Richard. Se sorprendió al descubrir que la muerte ya no le daba miedo, o, al menos, comprendió, no le daba miedo aquella muerte.

Ella giró la cabeza, entonces, y le miró. Parecía más viva de lo que nunca la había visto; más hermosa y más peligrosa.

—¿Y qué clase de reto me supondría cazarte, Richard Mayhew? —preguntó, con una sonrisa viva—. Me espera caza mayor que tú.

—Ésta es tu famosa lanza para cazar a la Gran Bestia de Londres, ¿no? —dijo él.

Ella miró la lanza como ninguna mujer había mirado jamás a Richard.

—Dicen que nada se le resiste.

—Pero Puerta confiaba en ti. Ella confiaba en ti.

Cazadora ya no sonreía.

—Basta.

Lentamente, el dolor empezaba a calmarse, reduciéndose a un dolor sordo en el hombro y en el costado y en la rodilla.

—Así que. ¿Para quién trabajas? ¿Adonde se la llevan? ¿Quién está detrás de todo esto?

—Díselo, Cazadora —dijo con aspereza el marqués de Carabás. Estaba apuntándola con una ballesta. Tenía los pies descalzos plantados en el suelo; su rostro era implacable.

—Me preguntaba si estarías tan muerto como afirmaban Croup y Vandemar —dijo Cazadora, girando apenas la cabeza—. Me habías parecido un hombre difícil de matar.

Él inclinó la cabeza, haciendo una reverencia irónica, pero sus ojos no se movieron y su pulso se mantuvo firme.

—Y tú me das la misma impresión, querida señora. Pero una flecha de ballesta en el cuello y una caída de varios miles de metros podrían demostrar que estoy equivocado, ¿eh? Deja la lanza en el suelo y da un paso atrás.

Ella puso la lanza en el suelo, con cuidado, con amor; luego se irguió y se alejó de ella.

—¿Por qué no se lo dices. Cazadora? —dijo el marqués—. Yo lo sé; lo descubrí por la vía dura. Dile quién está detrás de todo esto.

—Islington —dijo ella.

Richard movió la cabeza, como si estuviera intentando apartar una mosca.

—No puede ser —dijo—. Pero si yo conozco a Islington. Es un ángel.

Y entonces, casi desesperadamente, preguntó:

—¿Por qué?

El marqués no había apartado los ojos de Cazadora, ni la punta de su ballesta había temblado.

—Ojalá lo supiera. Pero Islington está al final de la calle del Descenso y está detrás de este lío. Y entre nosotros e Islington están el laberinto y la Bestia. Richard, coge la lanza. Cazadora, camina delante de mí, por favor.

Richard recogió la lanza y, entonces, con torpeza, usándola para apoyarse, se puso en pie.

—¿Quieres que venga con nosotros? —preguntó, desconcertado.

—¿Prefieres tenerla detrás de nosotros? —preguntó a su vez el marqués, con sequedad.

—Podrías matarla —dijo Richard.

—Lo haré, si no me queda otra alternativa —dijo el marqués—, pero odiaría eliminar una opción, antes de que fuera totalmente necesario. De todos modos, la muerte no es tan definitiva… ¿no crees?

—¿Lo es? —preguntó Richard.

—A veces —dijo el marqués de Carabás. Y bajaron.