14

El HMS Belfast es un cañonero de 11. 00 toneladas, puesto en servicio en 1939, que estuvo en activo en la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, ha estado amarrado en la orilla sur del Támesis. En la tierra de las postales, entre el Puente de la Torre y el Puente de Londres, frente a la Torre de Londres. Desde la cubierta se ve la catedral de St. Paul y la parte alta y dorada del Monumento al Gran Incendio de Londres, una construcción parecida a una columna que fue erigida, como gran parte de Londres, por Christopher Wren. El barco se utiliza como museo flotante, como monumento, como centro de instrucción.

Hay una pasarela que va de la orilla al barco, y bajaban por la pasarela de dos en dos y de tres en tres, y a miles. Montaban sus puestos lo más pronto que podían, todas las tribus de Londres de Abajo, unidas tanto por la Tregua del Mercado como por un deseo mutuo de montar sus puestos lo más lejos posible del puesto de los Cloaqueros.

Se había decidido hacía más de un siglo que los Cloaqueros sólo podían montar su puesto en los mercados que se celebraban al aire libre. Dunnikin y su gente descargaron su botín en un mantel de hule formando una pila grande, debajo de una gran batería. Nadie venía jamás al puesto de los Cloaqueros de inmediato: pero sí venían hacia el final del mercado, los cazadores de gangas, los curiosos y aquellos pocos individuos que tenían la suerte de carecer de olfato.

Richard, Cazadora y Puerta se abrieron paso a empujones entre la multitud de la cubierta. Richard se dio cuenta de que, en cierto modo, había perdido la necesidad de pararse a mirar. Las personas de aquí no eran menos extrañas que las del último Mercado Flotante, pero supuso que él les resultaba exactamente igual de extraño. Miró a su alrededor, estudiando los rostros de la muchedumbre mientras paseaban, buscando la sonrisa irónica del marqués.

—No le veo —dijo.

Se estaban acercando al puesto de un herrero, donde un hombre que podría haber pasado fácilmente por una montaña pequeña, si uno pasaba por alto la barba castaña y enmarañada, sacó un pedazo de metal al rojo vivo de un brasero y lo tiró a un yunque. Richard nunca había visto un yunque de verdad. Sentía el calor del metal fundido y del brasero a varios metros de distancia.

—Sigue mirando. De Carabás aparecerá —dijo Puerta, mirando hacia atrás—. Mala hierba nunca muere —pensó un momento y añadió—. ¿Y qué es exactamente una mala hierba, a todo esto? —y entonces, antes de que Richard contestara, chilló—: ¡Martillador!

El hombre montaña barbudo levantó la vista, dejó de golpear el metal fundido y rugió:

—Por el Arco y el Templo. ¡Lady Puerta! —Entonces la levantó, como si no pesara más que un ratón.

—Hola. Martillador —dijo Puerta—. Esperaba que estuvieses aquí.

—Nunca me pierdo un mercado, mi lady —tronó, con alegría. Luego le confió, como una explosión con un secreto—. Aquí es donde está el negocio, ¿sabes? Ahora —dijo volviendo a recoger el trozo de metal del yunque—, espera aquí un momento —dejó a Puerta a la altura de la vista, encima de su puesto, a dos metros de la cubierta.

Golpeó el trozo de metal con el martillo, retorciéndolo al mismo tiempo con unos instrumentos que Richard asumió, correctamente, que eran unas tenazas. Bajo los golpes de martillo, el fragmento sin forma de metal naranja se transformó en una rosa negra perfecta. Era un trabajo de una delicadeza asombrosa, cada pétalo perfecto y bien diferenciado. Martillador mojó la rosa en un cubo de agua fría junto al yunque: ésta silbó y echó vapor. Luego la sacó del cubo, la secó y se la entregó a un hombre gordo con una cota de malla que estaba esperando, pacientemente, a un lado; el hombre gordo se manifestó muy satisfecho y le dio a Martillador, a cambio, una bolsa de plástico verde de Marks and Spencer, llena de varias clases de queso.

—¿Martillador? —dijo Puerta, desde su posición elevada—. Éstos son mis amigos.

Martillador le envolvió la mano a Richard con una de varias tallas de más. Le apretó la mano con entusiasmo, pero con mucho cuidado, como si, en el pasado, hubiera tenido unos cuantos accidentes dando la mano y hubiera practicado hasta que le salió bien.

—Encantado —tronó.

—Richard —dijo Richard.

Martillador parecía muy contento.

—¡Richard! ¡Un nombre excelente! Yo tuve un caballo llamado Richard. —Le soltó la mano y se volvió hacia Cazadora y dijo—: Y tú eres… ¿Cazadora? ¡Cazadora! ¡Como que estoy vivo, respiro y defeco que lo es!

Martillador se ruborizó como un colegial. Se escupió en la mano e intentó, con torpeza, lijarse el pelo hacia atrás. Entonces extendió la mano y se dio cuenta de que acababa de escupir en ella, así que se la limpió en el delantal de cuero y trasladó el peso de un pie al otro.

—Martillador —dijo Cazadora, con una sonrisa de caramelo perfecta.

—¿Martillador? —preguntó Puerta—. ¿Me ayudas a bajar?

El herrero puso cara de avergonzado.

—Perdón, mi lady —dijo y la bajó. A Richard entonces se le ocurrió que ese Martillador había conocido a Puerta de niña, y se encontró sintiendo unos celos incomprensibles del hombretón.

—Bueno —le estaba diciendo Martillador a Puerta—. ¿Qué puedo hacer por vos?

—Un par de cosas —dijo ella—. Pero antes que nada… —se giró hacia Richard—. ¿Richard? Tengo un trabajo para ti.

Cazadora enarcó las cejas.

—¿Para él?

Puerta asintió.

—Para ambos. ¿Podéis ir a buscar algo para comer? ¿Por favor?

Richard se sintió extrañamente orgulloso. Había demostrado su valía en la ordalía. Era Uno de Ellos. Iría y traería algo para Comer. Hinchó el pecho.

—Yo soy tu guardaespaldas. Me quedo a tu lado —dijo Cazadora.

Puerta sonrió. Sus ojos centellearon.

—¿En el mercado? Tranquila, Cazadora. La Tregua del Mercado tiene vigencia. Nadie va a tocarme aquí. Y Richard necesita que le cuiden más que yo.

Richard se deshinchó, pero nadie miraba.

—¿Y qué pasa si alguien viola la Tregua? —preguntó Cazadora.

Martillador se estremeció, a pesar del calor de su brasero.

—¿Violar la Tregua del Mercado? Brrr.

—No pasará. Vamos. Los dos. Curry, por favor. Y traedme algunos poppadoms[11], por favor. De los picantes.

Cazadora se pasó la mano por el pelo. Luego se giró y se marchó, mezclándose entre el gentío. Richard fue con ella.

—¿Y qué pasaría si alguien violase la Tregua del Mercado? —preguntó Richard, mientras se abrían paso a empujones entre la muchedumbre.

Cazadora lo pensó un momento.

—La última vez que ocurrió fue hace unos trescientos años. Un par de amigos se pelearon por una mujer, en el mercado. Alguien sacó un cuchillo y uno de ellos murió. El otro huyó.

—¿Qué le ocurrió? ¿Le mataron?

Cazadora negó con la cabeza.

—Todo lo contrario. Aún desea haber sido el que murió.

—¿Sigue vivo?

Cazadora frunció los labios.

—Más o menos —dijo después de un rato—. Más o menos vivo.

Pasó un momento y luego Richard dijo:

—Puaj —pensando que iba a vomitar—. ¿Qué es esa… esa peste?

—Los Cloaqueros.

Richard apartó la cabeza e intentó no respirar por la nariz hasta que estuvieran bastante lejos del puesto de los Cloaqueros.

—¿Algún rastro del marqués? —preguntó. Cazadora negó con la cabeza. Podría haber alargado la mano y haberle tocado. Subieron por una plancha, hacia los puestos de comida y hacia aromas más acogedores.

Al Viejo Bailey le costó muy poco encontrar a los Cloaqueros siguiendo su nariz.

Sabía lo que debía hacer y disfrutó convirtiéndolo un poco en una actuación, mientras examinaba con ostentación el cocker muerto, la pierna ortopédica y el teléfono móvil húmedo y mohoso, y meneaba la cabeza de modo lastimero con cada uno de ellos. Entonces se creyó en la obligación de fijarse en el cuerpo del marques. Se rascó la nariz. Se puso las gafas y lo inspeccionó. Asintió para sí mismo, con desánimo, esperando dar la vaga impresión de ser un hombre que necesitaba un cadáver y que estaba decepcionado por el surtido pero que iba a tener que conformarse con lo que tenían. Entonces le hizo una seña a Dunnikin y señaló el cadáver.

Dunnikin abrió bien las manos, sonrió beatíficamente y levantó la vista hacia el cielo, expresando la dicha con la que los restos del marqués habían entrado en su vida. Se llevó una mano a la frente, la bajó y puso cara de estar desconsolado, para transmitirle la tragedia que significaría perder un cadáver tan excepcional.

El Viejo Bailey se metió la mano en el bolsillo y sacó una barra medio gastada de desodorante. Se la pasó a Dunnikin, que la miró con los ojos entrecerrados, la lamió y se la devolvió, nada impresionado. El Viejo Bailey se la guardó en el bolsillo. Volvió a mirar el cadáver del marques, medio vestido, descalzo, aún húmedo por su viaje a través de las cloacas. El cuerpo estaba lívido, desangrado por los muchos cortes, pequeños y grandes, y tenía la piel arrugada y como una pasa por el tiempo que había pasado en el agua.

Entonces sacó un frasco, lleno en sus tres cuartas partes de un líquido amarillo, y se lo pasó a Dunnikin, que lo miró con desconfianza. Los Cloaqueros saben qué aspecto tiene un frasco de Chanel Nº 5 y se agruparon a su alrededor, mirando. Con cuidado, con autosuficiencia, Dunnikin desenroscó el lapón del frasco y se puso una gotita minúscula en la muñeca. Entonces, con una gravedad que el mejor parfumier de París habría envidiado, lo olió. Luego asintió con la cabeza, con entusiasmo, y se acercó al Viejo Bailey para abrazarle y cerrar el trato. El anciano apartó la cara y contuvo el aliento hasta que se acabó el abrazo.

El Viejo Bailey levantó un dedo e hizo todo lo que pudo para imitar que ya no era tan joven y que, muerto o no, el marqués de Carabás era más bien tirando a pesado. Dunnikin se hurgó la nariz pensativamente y, luego, con un gesto de la mano que indicaba no sólo magnanimidad sino también una generosidad estúpida y dirigida a quien no la merecía y que, obviamente, les mandaría a él, Dunnikin, y al resto de los Cloaqueros al asilo para los pobres, hizo que uno de los más jóvenes de su tribu atara el cadáver a la parte de abajo del viejo cochecito de niño.

El viejo hombre de los tejados cubrió el cuerpo con una tela y se lo levó, dejando atrás a los Cloaqueros. Al otro lado de la cubierta abarrotada.

—Un curry de verduras, por favor —dijo Richard, a la mujer del puesto de los platos de curry—. Y, eh, sólo por saber, el curry de carne, ¿qué clase le carne lleva? —la mujer se lo dijo—. Ah —dijo Richard—. Vale. Eh. Mejor póngame curry de verduras para tres.

—Hola otra vez —dijo una voz sonora a su lado. Era la mujer pálida que se habían encontrado en las cuevas, la del vestido negro y los ojos le dedalera.

—Hola —dijo Richard, con una sonrisa—. … Ah, y unos poppadoms, por favor. ¿Has, eh, has venido a comprar curry?

Ella clavó en él unos ojos violeta y dijo, imitando a Bela Lugosi:

—Yo no como… curry. —Y entonces se rio, una risa espléndida y muy alegre, y Richard se dio cuenta del tiempo que hacía que no había compartido un chiste con una mujer.

—Ah, eh, Richard. Richard Mayhew —extendió la mano. Ella la tocó con la suya, de forma algo parecida a un apretón de manos. Tenía los dedos muy fríos, pero la verdad es que, tarde por la noche, a finales de otoño, en un barco en el Támesis, todo está muy frío.

—Lamia —dijo ella—. Soy una Terciopelo.

—Ah —dijo él—. Ya. ¿Sois muchas?

—Unas cuantas —dijo ella.

Richard recogió los recipientes llenos de curry.

—¿A qué te dedicas?

—Cuando no estoy buscando comida —dijo con una sonrisa—, soy guía. Me conozco cada centímetro del Lado Subterráneo.

Cazadora, que Richard habría jurado que estaba al otro lado del puesto, estaba de pie junto a Lamia. Dijo: no es tuyo.

Lamia sonrió con dulzura.

—Eso ya lo decidiré yo —replicó.

Richard dijo:

—Cazadora, te presento a Lamia. Es una Tercianela:

—Terciopelo —le corrigió Lamia, dulcemente.

—Es guía.

—Os llevaré adonde queráis ir.

Cazadora le cogió la bolsa de la comida a Richard.

—Hora de volver —dijo.

—Bueno —comentó Richard—. Si vamos a ver al ya-sabes-qué, quizá podría ayudarnos.

Cazadora no dijo nada; en cambio, miró a Richard. Si le hubiera mirado así el día anterior, él habría cambiado de tema. Pero aquello era entonces.

—Veamos lo que piensa Puerta —dijo Richard—. ¿Ha aparecido el marqués?

—Aún no —contestó Cazadora.

El Viejo Bailey había bajado el cadáver a rastras por la plancha atado a su base de cochecito, como un espantoso Guy Fawkes, uno de los monigotes que, no hace tanto tiempo, los niños de Londres habían empujado en carritos o llevado a rastras por todas partes a principios de noviembre, exhibiéndolos a los transeúntes antes de lanzarlos para que desaparecieran entre las llamas de las hogueras del cinco de noviembre, la Noche de las Hogueras. Tiró del cuerpo por el Puente de la Torre y, refunfuñando y quejándose, lo subió a rastras por la colina que había después de la Torre de Londres. Se dirigió al oeste hacia la estación de Tower Hill y se detuvo un poco antes de la estación, junto a un gran saliente de muro gris. No era un tejado, pensó el Viejo Bailey, pero serviría.

Era uno de los últimos restos de la Muralla de Londres. Según la tradición, esta muralla fue construida por orden del emperador romano Constantino el Grande, en el tercer siglo después de Cristo, a petición de su madre Helena. En aquel momento, Londres era una de las pocas grandes ciudades del imperio que aún no tenía una muralla magnífica. Cuando la terminaron, cercaba completamente la pequeña ciudad; medía diez metros de alto y dos metros y medio de ancho y era, indiscutiblemente, la Muralla de Londres.

Ya no medía diez metros de alto, puesto que el nivel del suelo se había elevado desde los tiempos de la madre de Constantino (la mayor parte de la Muralla de Londres original está hoy a cinco metros bajo el nivel de la calle), y ya no cercaba la ciudad. Sin embargo, seguía siendo un pedazo de muralla imponente. El Viejo Bailey asintió enérgicamente para sí mismo con la cabeza. Ató un trozo de cuerda al cochecito y subió la muralla gateando; luego, sin dejar de resoplar y de exclamar «Válgame Dios», arrastró al marqués hasta la parte de arriba de la muralla. Desató el cuerpo de las ruedas del cochecito y lo tendió con cuidado de espaldas, con los brazos a los lados. En el cuerpo había heridas que aún estaban supurando. Estaba muy muerto.

—Menudo gilipollas —susurró el Viejo Bailey, tristemente—. ¿Por qué tenías que hacer que te mataran, si puede saberse?

La luna brillaba y era pequeña y estaba alta en la noche fría, y las constelaciones de otoño moteaban el cielo negro azulado como polvo de diamantes pulverizados. Un ruiseñor se posó en la muralla aleteando, examinó el cadáver del marqués de Carabás y trinó dulcemente.

—Guárdate tus gorjeos —dijo el Viejo Bailey, con brusquedad—. Vosotros los pájaros tampoco oléis como las malditas rosas.

El pájaro le cantó una melodiosa obscenidad de ruiseñor y se fue volando hasta desaparecer en la noche.

El Viejo Bailey se metió la mano en el bolsillo y sacó a la rata negra, que se había quedado dormida. Ésta miró a su alrededor con ojos somnolientos, luego bostezó, mostrando una extensión grande y ratonil de lengua moteada.

—Personalmente —le dijo el Viejo Bailey a la rata negra—, seré feliz.

La dejó junto a sus pies en las piedras de la Muralla de Londres, y ella le chilló e hizo un gesto con las patas delanteras. El Viejo Bailey suspiró. Con cuidado, se sacó la caja de plata del bolsillo y, de un bolsillo interior, sacó el tenedor para tostar pan.

Colocó la caja de plata en el pecho del marqués, luego, nervioso, alargó el tenedor para tostar pan y subió la tapa de la caja con un golpecito. Dentro de la caja de plata, en un nido de terciopelo rojo, había un huevo grande de pato, de un verde azul pálido a la luz de la luna. El Viejo Bailey levantó el tenedor para tostar pan, cerró los ojos y lo dejó caer sobre el huevo.

Se oyó un blup cuando implosionó.

Hubo una enorme quietud durante varios segundos; después, empezó el viento. No tenía dirección alguna, pero parecía que, de algún modo, venía de todas partes, un vendaval repentino y que formaba torbellinos.

Hojas caídas, páginas de periódico, todos los desechos de la ciudad subieron volando del suelo y se fueron por el aire. El viento tocó la superficie del Támesis y se llevó el agua fría al cielo en forma de un rocío fino y torrencial. Era un viento seco y peligroso. Los puesteros de la cubierta del Belfast lo maldijeron y agarraron sus bienes para que no se fueran volando.

Y entonces, cuando parecía que el viento se volvería tan fuerte que se llevaría el mundo y las estrellas y les haría dar vueltas por los aires como tantas hojas secas de otoño…

Justo entonces…

… se acabó, y las hojas y los papeles y las bolsas de plástico, cayeron a tierra y a la calle y al agua.

En lo alto de los restos de la Muralla de Londres, el silencio que siguió al viento fue, a su modo, tan fuerte como lo había sido el viento. Una tos lo rompió; una tos húmeda y horrible. Le siguió el sonido de alguien que se daba la vuelta con torpeza; y luego el sonido de alguien que vomitaba.

El marqués de Carabás vomitó agua de cloaca por encima del borde de la Muralla de Londres, manchando las piedras grises de inmundicia marrón. Le llevó mucho tiempo expulsar el agua de su cuerpo. Y luego dijo, en una voz ronca que apenas era un susurro agotador:

—Creo que me han cortado el cuello. ¿Tienes algo para vendarlo?

El Viejo Bailey revolvió en sus bolsillos y sacó una tela mugrienta. Se la pasó al marqués, que se la puso alrededor del cuello dándole varias vueltas y luego la ató fuerte. El Viejo Bailey se acordó, de manera incongruente, de los cuellos altos Beau Brummel[12] de los dandis de la Regencia.

—¿Tienes algo para beber? —dijo el marqués con voz ronca.

El Viejo Bailey sacó su petaca y desenroscó el tapón, y se la pasó al marqués, que se tomó un tragó, luego hizo una mueca de dolor y tosió débilmente. La rata negra, que lo había observado todo con interés, empezó a bajar por el trozo de muralla y se fue. Le diría a las Doradas que se habían pagado todos los favores, que todas las deudas estaban saldadas.

El marqués le devolvió la petaca al Viejo Bailey. Éste la guardó.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—He estado mejor —el marqués se incorporó, temblando. Le goteaba la nariz y no dejaba de parpadear: estaba mirando el mundo como si fuera la primera vez que lo veía.

—Lo que me gustaría saber es por qué tenías que hacer que te mataran —preguntó el Viejo Bailey.

—Información —susurró el marqués. La gente te dice mucho más cuando sabe que estás a punto de estar muerto. Y luego hablan cerca de ti, cuando lo estás.

—Entonces, ¿has descubierto lo que querías saber?

El marqués se tocó las heridas de los brazos y de las piernas.

—Pues sí. Casi todo. Me imagino bastante bien de qué va este asunto en realidad.

Entonces cerró los ojos otra vez y se abrazó y se balanceó, lentamente, hacía atrás y hacia delante.

—¿Y cómo es? —preguntó el Viejo Bailey—. ¿Estar muerto?

El marqués suspiró. Entonces retorció los labios para formar una sonrisa y, con un brillo del marqués de antes, contestó:

—Vive lo suficiente, Viejo Bailey, y lo descubrirás tú solo.

El Viejo Bailey parecía decepcionado.

—Cabrón. Después de todo lo que he hecho para traerte de aquel confín aterrador del que no se puede regresar. Bueno, del que normalmente no se puede regresar.

El marqués de Carabás levantó la vista hacia él.

—¿Que cómo es estar muerto? Es muy frío, amigo mío. Muy oscuro y muy frío.

Puerta alzó la cadena. La llave de plata colgaba de ella, roja y naranja a la luz del brasero de Martillador. Sonrió.

—Un trabajo excelente, Martillador.

—Gracias, mi lady.

Se colgó la cadena al cuello y escondió la llave dentro, entre las capas de ropa.

—¿Qué quieres a cambio?

El herrero parecía avergonzado.

—No querría abusar de vuestra bondad… —farfulló.

Puerta puso cara de decir «suéltalo de una vez». Él se agachó y sacó una caja negra de debajo de un montón de herramientas para trabajar metales. Estaba hecha de madera oscura, con incrustaciones de marfil y de nácar, y tenía el tamaño de un diccionario grande. Le dio varias vueltas.

—Es una caja rompecabezas —explicó—. La acepté a cambio de un trabajo hará unos cuantos años. No la puedo abrir, por mucho que lo intente.

Puerta cogió la caja y le pasó los dedos por la superficie lisa.

—No me sorprende que no hayas podido abrirla. El mecanismo está atascado. Se ha cerrado fundiéndose completamente.

Martillador puso cara de tristeza.

—Así que nunca descubriré lo que hay dentro.

Puerta hizo una mueca divertida. Sus dedos exploraron la superficie de la caja. Una biela resbaló y salió del lado de la caja. Volvió a meter la biela en la caja con un empujoncito, luego la giró. Se oyó un golpe metálico muy adentro y se abrió una puerta en el lado.

—Toma —dijo Puerta.

—Mi lady —dijo Martillador. Le cogió la caja y abrió la puerta del todo. Dentro había un cajón, que abrió. El sapo pequeño que había en el cajón croó y miró a su alrededor con ojos cobrizos, sin curiosidad. Martillador puso cara larga.

—Esperaba que fueran diamantes y perlas —dijo.

Puerta alargó una mano y le acarició la cabeza al sapo.

—Tiene unos ojos muy bonitos —dijo—. Guárdalo, Martillador. Te traerá suerte. Y muchas gracias otra vez. Sé que puedo confiar en tu discreción.

—Podéis confiar en mí, mi lady —dijo Martillador, muy serio.

Estaban sentados juntos encima de la Muralla de Londres, sin hablar. El Viejo Bailey bajó poco a poco las ruedas del cochecito al suelo.

—¿Dónde está el mercado? —preguntó el marqués.

El Viejo Bailey señaló el cañonero.

—Allí.

—Puerta y los demás. Me estarán esperando.

—No estás en condiciones de ir a ningún sitio.

El marqués tosió, con mucho dolor. Al Viejo Bailey le sonó como si aún le quedara mucha agua de cloaca en los pulmones.

—Hoy he hecho un viaje bastante largo —susurró de Carabás—. Ir un poquito más lejos no me hará daño.

Se examinó las manos, flexionó los dedos lentamente, como para ver si harían o no lo que él quería. Y luego giró el cuerpo y empezó, con torpeza, a bajar por la pared. No obstante, antes de hacerlo, dijo, con voz ronca y quizá un poco triste:

—Al parecer, Viejo Bailey, te debo un favor.

Cuando Richard volvió con los platos de curry, Puerta corrió hasta él y le rodeó con los brazos. Le abrazó muy fuerte e incluso le dio unas palmaditas en el culo, antes de cogerle la bolsa y abrirla con entusiasmo. Cogió el recipiente de curry de verduras y se dispuso a comer alegremente.

—Gracias —dijo Puerta, con la boca llena—. ¿Ya ha aparecido el marqués?

—No —dijo Cazadora.

—¿Croup y Vandemar?

—No.

—Qué curry tan rico. Está buenísimo.

—¿Has conseguido la cadena? —preguntó Richard. Puerta alzó la cadena que llevaba alrededor del cuello, lo suficiente para enseñarle que estaba allí, y la dejó caer otra vez, el peso de la llave tirándola hacia abajo.

—Puerta —dijo Richard—, te presento a Lamia. Es guía. Dice que puede llevarnos a cualquier lugar del Lado Subterráneo.

—¿A cualquier lugar? —Puerta mordisqueó un poppadom.

—A cualquier lugar —dijo Lamia.

Puerta inclinó la cabeza.

—¿Sabes dónde está el ángel Islington?

Lamia parpadeó, despacio, las pestañas largas tapando y dejando ver sus ojos de color de dedalera.

—¿Islington? —dijo—. No podéis ir allí…

—¿Lo sabes?

—La calle del Descenso —dijo Lamia—, al final de la calle del Descenso. Pero no es un camino seguro.

Cazadora había estado escuchando esa conversación, con los brazos cruzados y poco convencida. Entonces dijo:

—No necesitamos una guía.

—Bueno —dijo Richard—. Yo creo que sí. El marqués no está por ningún lado. Sabemos que va a ser un viaje peligroso. Tenemos que llevar la… la cosa que conseguí… al ángel. Y entonces él le contará a Puerta lo de su familia y me dirá cómo llegar a casa.

Lamia levantó la vista hacia Cazadora, con placer.

—Y a ti te puede dar un cerebro —dijo alegremente—, y a mí un corazón.

Puerta limpió lo que quedaba del curry de su cuenco con los dedos y se los chupó.

—Estaremos bien, los tres solos, Richard. No podemos permitirnos.

Lamia torció el gesto.

—Será el quien me pague, no tú.

—¿Y qué pago exigirían las de tu clase? —preguntó Cazadora.

—Eso —dijo Lamia, con una sonrisa dulce—, me corresponde a mí saberlo y a él preguntárselo.

Puerta negó con la cabeza.

—La verdad es que creo que no.

Richard resopló.

—Lo que pasa es no te gusta que sea yo el que lo esté resolviendo todo por una vez, en vez de seguirte ciegamente, yendo adonde me dicen que vaya.

—No es eso en absoluto.

Richard se giró hacia Cazadora.

—Bueno, Cazadora, ¿tú sabes cómo se va hasta Islington?

Cazadora dijo que no con la cabeza.

Puerta suspiró.

—Deberíamos darnos prisa. ¿La calle del Descenso, has dicho?

Lamia sonrió con labios color ciruela.

—Sí, mi lady.

Cuando el marqués llegó al mercado, se habían ido.