12

Richard Mayhew caminó por el andén del metro. Era una estación de la línea del Distrito: en el letrero ponía BLACKFRIARS. El andén estaba vacío. En algún sitio, lejos de allí, un tren subterráneo rugía y traqueteaba, haciendo que un viento fantasma soplara por el andén y esparciera las páginas de un ejemplar del tabloide Sun: pechos a cuatro colores e invectivas en blanco y negro salieron volando y cayeron del andén a los raíles.

Richard recorrió todo el andén. Luego se sentó en un banco y esperó a que ocurriera algo.

No ocurrió nada.

Se frotó la cabeza y se sintió ligeramente mareado. Se oyeron unos pasos en el andén, cerca de él, y levantó la vista para ver a una niña remilgada que pasaba por su lado, cogida de la mano de una mujer que parecía una versión de la niña más grande y de más edad. Le echaron un vistazo y luego, de forma bastante obvia, apartaron la mirada.

—No te acerques demasiado a él, Melanie —le aconsejó la mujer, en un susurro muy audible.

Melanie miró a Richard, clavándole los ojos como lo hacen los niños, sin vergüenza ni timidez. Luego volvió a mirar a su madre.

—¿Por qué la gente así sigue viva? —preguntó, curiosa.

—No tienen bastantes agallas para ponerle fin a todo —explicó su madre.

Melanie se arriesgó a echarle otra mirada a Richard.

—Patético —dijo.

Anduvieron con paso ligero por el andén y pronto habían desaparecido. Se preguntó si lo había imaginado. Intentó recordar por qué estaba en ese andén. ¿Estaba esperando el metro? ¿Adonde iba? Sabía que la respuesta estaba en algún lugar de su cabeza, en algún lugar cercano, pero no podía tocarlo, no podía traerlo de los sitios perdidos. Se quedó ahí sentado, solo y pensativo. ¿Estaba soñando? Palpó el asiento de plástico rojo y duro que tenía debajo, dio una patada en el andén con los zapatos, que tenían una costra de barro (¿de dónde había salido ese barro?), se tocó la cara… No. No era un sueño. Estuviera donde estuviese, aquel lugar era real. Se sentía raro: distante y deprimido, y terriblemente, extrañamente apenado. Alguien se sentó a su lado. Richard no levantó la vista, no volvió la cabeza.

—Hola —dijo una voz conocida—. ¿Cómo estás, Dick? ¿Te encuentras bien?

Richard levantó la vista. Sintió cómo su cara se arrugaba al formar una sonrisa y la esperanza le golpeó como un puñetazo en el pecho.

—¿Gary? —preguntó, asustado. Luego dijo—: ¿Puedes verme?

Gary sonrió abiertamente.

—Siempre fuiste un bromista —dijo—. Un hombre divertido, muy divertido.

Gary llevaba un traje y una corbata. Iba bien afeitado y no tenía ni un cabello fuera de lugar. Richard se dio cuenta del aspecto que debía de tener: lleno de barro, sin afeitar, arrugado…

—¿Gary? Yo… escucha, sé la pinta que debo de tener. Puedo explicártelo. —Pensó un momento—. No… no puedo. La verdad es que no.

—No importa —dijo Gary, de un modo que inspiraba confianza. Su voz era tranquilizadora, sensata—. No sé muy bien cómo decírtelo. Es un poco difícil —hizo una pausa—. Mira —explicó—. En realidad yo no estoy aquí.

—Sí que lo estás —dijo Richard.

Gary negó con la cabeza, comprensivamente.

—No —dijo—. No lo estoy. Yo soy tú. Estás hablando solo.

Richard se preguntó vagamente si se trataba de una de las bromas de Gary.

—Quizá esto te ayude —dijo Gary. Se llevó las manos al, a cara, la empujó, la moldeó, le dio forma. Su cara supuraba como masilla caliente.

—¿Así está mejor? —dijo la persona que había sido Gary, con una voz que era enervantemente familiar. Richard conocía la cara nueva: la había afeitado casi todas las mañanas entre semana desde que dejó el colegio; le había lavado los dientes, peinado el pelo y, a veces, había deseado que se pareciera más a la de Tom Cruise o a la de John Lennon, o a la de cualquier otro, en realidad. Era, por supuesto, su cara.

—Estás sentado en la estación de Blackfriars a la hora punta —dijo el otro Richard, sin darle importancia—. Estás hablando solo. Y ya sabes lo que dicen de la gente que habla sola. Lo que pasa es que ahora estás empezando a acercarte poco a poco a la cordura.

El Richard mojado y cubierto de barro miró fijamente al Richard limpio y bien vestido y dijo:

—No sé quién eres o lo que intentas hacer. Pero ni siquiera eres muy convincente: no te pareces mucho a mí. —Estaba mintiendo, y lo sabía.

Su otro yo sonrió de un modo alentador y meneó la cabeza.

—Yo soy tú, Richard —dijo—. Soy lo que sea que quede de tu cordura…

No se trataba del eco embarazoso que oía en los contestadores automáticos, en las casetes y en los vídeos caseros, esa parodia horrorosa de una voz que pasaba por ser la suya: el hombre hablaba con la voz verdadera de Richard, la voz que oía en su cabeza cuando hablaba, resonante y auténtica.

—¡Concéntrate! —gritó el hombre de la cara de Richard—. Mira este sitio, intenta ver a la gente, intenta ver la verdad… ya estás lo más cerca de la realidad de lo que has estado en una semana…

—Esto son gilipolleces —dijo Richard, rotunda y desesperadamente. Dijo que no con la cabeza, negando todo lo que decía su otro yo, pero, aun así, miró al andén, preguntándose qué se suponía que debía estar viendo. Entonces algo parpadeó, en el rabillo del ojo; lo siguió con la mirada, pero había desaparecido.

—Mira —susurró su doble—. Ve.

—¿Que vea qué? —estaba de pie en el andén de una estación vacía y poco iluminada, en un lugar que parecía un mausoleo solitario. Y entonces…

El ruido y la luz le golpearon como una botella en la cara: estaba de pie en la estación de Blackfríars, en plena hora punta. La gente pasaba por su lado, yendo y viniendo: una invasión de ruido y de luz, de humanidad que empujaba y se movía. Había un tren subterráneo esperando en el andén y Richard se veía, reflejado en la ventana. Parecía que estuviera loco; tenía una barba de una semana; tenía una costra de comida alrededor de la boca; hacía poco que le habían puesto un ojo morado, y un furúnculo, un bulto rojo e inflamado, le estaba saliendo al lado de la nariz; estaba mugriento, cubierto de una suciedad negra y encostrada que le llenaba los poros y que vivía debajo de sus uñas; tenía los ojos rojos y nublados, el pelo enmarañado y apelmazado. Era un indigente chiflado, en un andén de una estación de metro concurrida, en plena hora punta.

Richard hundió la cabeza entre las manos.

Cuando levantó la cara, la otra gente había desaparecido. El andén volvía a estar a oscuras, y estaba solo. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Una mano encontró la suya, se la cogió unos momentos y luego la apretó. Una mano de mujer: olía a un perfume conocido.

El otro Richard estaba sentado a su izquierda y ahora Jessica estaba sentada a su derecha, cogiéndole de la mano, mirándole con compasión. Nunca le había visto esa expresión en la cara.

—¿Jess? —dijo.

Jessica dijo que no con la cabeza. Le soltó la mano.

—Me temo que no —dijo—. Sigo siendo tú. Pero tienes que escuchar, cariño. Estás lo más cerca de la realidad de lo que has estado…

—No hacéis más que repetir: lo más cerca de la realidad, lo más cerca de la cordura, no sé qué queréis…— hizo una pausa. Recordó algo, entonces. Miró a la otra versión de sí mismo, a la mujer que había amado.

—¿Esto es parte de la ordalía? —preguntó.

—¿Ordalía? —preguntó Jessica. Intercambió una mirada de preocupación con el otro Richard que no era él.

—Sí, ordalía. La de los dominicos que viven debajo de Londres —dijo Richard. Y al decirlo, se volvió más real—. Hay una llave que tengo que conseguir para un ángel llamado Islington. Si le doy la llave, me enviará a casa otra vez… —se le secó la boca y ya no pudo seguir hablando.

—Fíjate cómo hablas —dijo el otro Richard, con delicadeza—. ¿No te das cuenta de lo ridículo que suena todo esto?

Jessica parecía que estuviera intentando no llorar. Los ojos le brillaban.

—No estás pasando por ninguna ordalía, Richard. Tuviste… tuviste una especie de crisis nerviosa. Hace un par de semanas. Creo que simplemente te viniste abajo. Rompí nuestro compromiso… te habías estado comportando de una manera tan extraña, era como si fueras otra persona, ya no… no podía más… Entonces desapareciste… —Las lágrimas empezaron a bajarle por las mejillas y dejó de hablar para sonarse la nariz con un pañuelo de papel.

El otro Richard empezó a hablar.

—Vagué, solo y loco, por las calles de Londres, durmiendo debajo de los puentes, comiendo de lo que encontraba en los cubos de basura. Temblaba y estaba perdido y solo. Murmuraba solo, hablaba con gente que no estaba allí…

—Lo siento tanto, Richard —dijo Jessica. Ahora estaba llorando, con el rostro contraído y poco atractivo. Se le estaba empezando a correr el rímel y tenía la nariz roja. Nunca la había visto pasarlo mal, y se dio cuenta de lo mucho que quería quitarle el dolor. Richard intentó tocarla, para abrazarla, consolarla y tranquilizarla, pero el mundo se deslizó y giró y cambió…

Alguien tropezó con él, maldijo y se alejó. Richard estaba tendido boca abajo en el andén, a la luz deslumbrante de la hora punta. Tenía un lado de la cara pegajoso y frío. Levantó la cabeza del suelo. Había estado echado en un charco de su vómito. Al menos, esperaba que fuera suyo. Los transeúntes le miraban con repugnancia o, después de un parpadeo, no volvían a mirarle.

Se limpió la cara con las manos e intentó levantarse, pero ya no se acordaba de cómo se hacía. Richard empezó a gimotear. Cerró los ojos con fuerza y los mantuvo cerrados. Cuando los abrió, treinta segundos, o una hora, o un día después, el andén estaba en penumbra. Se levantó. Allí no había nadie.

—¿Hola? —llamó—. Ayúdenme, por favor.

Gary estaba sentado en el banco, mirándole.

—¿Qué, aún necesitas que alguien te diga lo que tienes que hacer? —Gary se levantó y se acercó a Richard—. Richard —dijo con urgencia—. Yo soy tú. El único consejo que puedo darte es lo que tú mismo te estás diciendo. Sólo que, quizá, estás demasiado asustado para escuchar.

—Tú no eres yo —dijo Richard, pero ya no se lo creía.

—Tócame —dijo Gary.

Richard alargó una mano: la metió en la cara de Gary, aplastándola y deformándola, como si estuviera metiéndola en chicle caliente. Richard no notó nada en el aire que le rodeaba la mano. Sacó los dedos de la cara de Gary.

—¿Ves? —dijo Gary—. No estoy aquí. El único que está eres tú, andando de un lado a otro del andén, hablando solo, intentando armarte de valor para…

Richard no había tenido intención de decir nada; pero su boca se movió y oyó como su voz decía:

—¿Intentando armarme de valor para qué?

Una voz profunda sonó por el altavoz y resonó, distorsionada, por el andén. «El departamento de transporte de Londres quiere disculparse por el retraso, que se debe a un incidente en la estación de Blackfriars».

—Para hacer eso —dijo Gary, inclinando la cabeza—. Convertirte en un incidente en la estación de Blackfriars. Para ponerle fin a todo. Tu vida es una farsa vacía, sin amor y sin alegría. No tienes amigos…

—Te tengo a ti —susurró Richard.

Gary evaluó a Richard con una mirada sincera.

—Creo que eres un imbécil —dijo con franqueza—. Un desastre absoluto.

—Tengo a Puerta y a Cazadora y a Anestesia.

Gary sonrió. Había compasión auténtica en la sonrisa, y a Richard le dolió más de lo que podrían haberlo hecho jamás el odio o la enemistad.

—¿Más amigos imaginarios? Todos solíamos reírnos de ti en la oficina por aquellos trolls. ¿Te acuerdas de ellos? Los de tu mesa. —Se rio. Richard también se empezó a reír. Todo era demasiado horrible: lo único que podía hacer era reírse. Después de un rato, dejó de reírse. Gary se metió la mano en el bolsillo y sacó un troll pequeño de plástico. Tenía el pelo rizado y violeta, y antes había estado encima de la pantalla del ordenador de Richard.

—Toma —dijo Gary. Le lanzó el troll. Richard intentó cogerlo; extendió las manos, pero cayó entre ellas como si no estuvieran allí. Se puso a cuatro patas en el andén vacío y buscó el troll a tientas. Le pareció, entonces, que aquel era el único fragmento que le quedaba de su vida real: que si por lo menos pudiera recuperar el troll. Quizá podría recuperarlo todo…

Un fogonazo.

Volvía a ser la hora punta. Un tren arrojó cientos de personas al andén, y otros cientos de personas intentaron subirse, y Richard estaba a cuatro patas, mientras los viajeros le daban patadas y le zarandeaban. Alguien le pisó los dedos, fuerte. Dio un grito estridente y se metió los dedos en la boca, por instinto, como un niño que se ha quemado; tenían un sabor asqueroso. No le importaba: veía el troll en el borde del andén, a sólo tres metros, y cruzó el andén a gatas, despacio, entre la multitud. La gente le insultaba; le estorbaba; le sacudía. Nunca había imaginado que tres metros pudieran ser una distancia tan larga de recorrer.

Richard oyó una voz aguda que se estaba riendo tontamente, mientras se arrastraba, y se preguntó de quién sería. Era una risita perturbadora, cruel y extraña. Se preguntó qué clase de loco podía reírse así. Tragó saliva, y la risita paró, y entonces comprendió.

Estaba casi al borde del andén. Una mujer mayor subió al tren y, al hacerlo, le dio con el pie al troll de pelo violeta, que cayó en la oscuridad, en el espacio que había entre el tren y el andén.

—No —dijo Richard. Seguía riéndose, una risa forzada y espasmódica, pero le ardían los ojos por las lágrimas, que le rodaron por las mejillas. Se frotó los ojos con las manos, haciendo que le ardieran aún más.

Un fogonazo.

El andén volvía estar desierto y a oscuras. Se puso en pie y caminó, con paso vacilante, el último metro, hasta el borde del andén. Lo veía allá, en las vías, junto al tercer raíl: una marchita violeta, su troll.

Miró adelante: había carteles enormes pegados a la pared al otro lado de las vías. Los carteles anunciaban tarjetas de crédito y zapatos deportivos y vacaciones en Chipre. Mientras miraba, las palabras de los carteles se retorcieron y se transformaron.

Nuevos mensajes:

PONLE FIN A TODO, era uno de ellos.

MÁTATE PARA NO SUFRIR MÁS.

SÉ UN HOMBRE, SUICÍDATE.

VAMOS, TEN UN ACCIDENTE MORTAL.

Asintió con la cabeza. Estaba hablando solo. Los carteles no decían eso en realidad. Sí, estaba hablando sólo; y ya era hora de que se escuchara. Oía el traqueteo de un tren, no lejos de allí, que se acercaba a la estación. Richard apretó los dientes y se tambaleó hacia atrás y hacia adelante, como si los viajeros aún le estuvieran zarandeando, aunque estaba solo en el andén.

El tren venía hacia él, los faros brillando en el túnel como los ojos de un dragón monstruoso en una pesadilla de infancia. Y entonces comprendió el poco esfuerzo que le costaría hacer que cesara el dolor, coger todo el dolor que había tenido, todo el que tendría, y hacer que desapareciera para siempre jamás. Hundió las manos en los bolsillos y respiró hondo. Sería tan fácil. Un momento de dolor y luego todo habría terminado…

Tenía algo en el bolsillo. Lo palpó con los dedos: algo liso y duro y más o menos esférico. Lo sacó del bolsillo y lo examinó: una cuerna de cuarzo. Entonces recordó el momento en que la cogió. Había estado en el otro extremo del Puente de la Noche. La cuenta había sido parte del collar de Anestesia.

Y de alguna parte, en su cabeza o fuera de ella, creyó oír a la chica rata que le decía:

—Richard. Aguanta. —No sabía si había alguien ayudándole en aquel momento. Sospechaba que estaba, realmente, hablando solo. Que ése era su verdadero yo hablando y que, por fin, estaba escuchando.

Asintió con la cabeza y volvió a meterse la cuenta en el bolsillo. Y se quedó en el andén y esperó a que el tren entrara. Éste llegó al andén, redujo la velocidad, se detuvo.

Las puertas del tren se abrieron con un silbido. El vagón estaba lleno de todo tipo de gente, que estaba, sin lugar a dudas, completamente muerta. Había cadáveres recientes, con cortes irregulares en el cuello o agujeros de bala en la sien. Había cuerpos viejos y secos. Había muertos que colgaban de un agarradero, cubiertos de telas de araña, y cosas cancerosas apoltronadas en los asientos. Parecía que todos los cadáveres, por lo que se podía deducir, se habían quitado la vida. Algunos eran de hombre y otros eran de mujer. Richard pensó que había visto algunas de esas caras, clavadas con chinchetas en una pared larga; pero ya no recordaba dónde las había visto ni cuándo. El vagón olía como lo haría una morgue al final de un verano largo y caluroso durante el cual el equipo de refrigeración hubiera fallado por completo.

Richard ya no tenía ni idea de quién era; ni idea de qué era o qué no era verdad; ni siquiera de si era valiente o cobarde, loco o cuerdo, pero sabía que era lo siguiente que debía hacer. Subió al tren, y todas las luces se apagaron.

Tiraron de los cerrojos. Dos estallidos resonaron por la habitación. Abrieron la puerta de la capilla diminuta de un empujón, dejando que entrara la luz de la lámpara del pasillo de afuera.

Se trataba de una habitación pequeña con un techo alto en forma de arco. Una llave de plata colgaba de un hilo, que a su vez colgaba del punto más alto del techo. El viento provocado por la puerta al abrirse hizo que la llave oscilara hacia atrás y hacia adelante y que luego girara despacio, primero hacia un lado y después hacia el otro. El abad se cogió del brazo del hermano Fuliginoso, y los dos hombres entraron en la capilla, uno junto al otro. Entonces el abad le soltó el brazo al hermano y dijo:

—Coge el cuerpo, hermano Fuliginoso.

—Pero. Pero, padre…

—¿Qué pasa?

El hermano Fuliginoso se arrodilló. El abad le oyó tocar ropa y piel.

—No está muerto.

El abad suspiró. Era un pensamiento de gran maldad, lo sabía, pero creía sinceramente que era mucho más piadoso si se morían en el acto. Esto era mucho peor.

—Uno de ésos, ¿eh? —dijo—. Bueno, cuidaremos a la pobre criatura hasta que reciba su última recompensa. Llévale a la enfermería.

Entonces una voz débil dijo, en voz baja pero firme:

—No soy una pobre criatura. —El abad oyó a alguien que se levantaba; oyó la inhalación brusca del hermano Fuliginoso.

—Creo… creo que la he superado —dijo la voz de Richard Mayhew, repentinamente vacilante—. A menos que esto sea otra parte de la ordalía.

—No, hijo mío —dijo el abad. Había algo en su voz que podría haber sido sobrecogimiento o podría haber sido pesar.

Hubo un silencio.

—Creo… que ahora me tomaré la taza de té. Si no le importa —dijo Richard.

—Claro —dijo el abad—. Por aquí. —Richard se quedó mirando al anciano. Los ojos glaucos no miraban nada en absoluto. Parecía contento de que Richard estuviera vivo. Pero…

—Perdón… —le dijo el hermano Fuliginoso, con respeto, a Richard, interrumpiéndole el hilo de las ideas—. No te olvides la llave.

—Ah. Sí. Gracias —se había olvidado de la llave. Alargó la mano y la cerró alrededor de la llave fría de plata, que giraba despacio colgada del hilo. Tiró y el hilo se rompió fácilmente.

Richard abrió la mano, y ahí estaba la llave.

—Por mis dientes torcidos —preguntó Richard, recordando— ¿quién soy?

Se la metió en el bolsillo, al lado de la pequeña cuenta de cuarzo, y luego salieron juntos de aquel lugar.

La niebla había empezado a disiparse. Cazadora estaba satisfecha. Ya estaba segura de que, si fuera necesario, podría alejar a Lady Puerta de los monjes completamente ilesa y conseguir salir con sólo algunas heridas superficiales.

Hubo cierto ajetreo al otro extremo del puente.

—Está pasando algo —le dijo Cazadora a Puerta, entre dientes—. Prepárate para escapar.

Los monjes retrocedieron. Richard Mayhew, el hombre del Sobremundo, venía hacia ellas entre la niebla, caminando junto al abad. Se le veía diferente, por alguna razón… Cazadora le escudriñó, tratando de entender qué había cambiado. Su centro de equilibrio había bajado, se había centrado más. No… era más que eso. Tenía menos aspecto de niño. Parecía que había empezado a hacerse mayor.

—¿Así que sigues vivo? —dijo Cazadora. Él asintió; se metió la mano en el bolsillo y sacó la llave de plata. Se la lanzó a Puerta, que la cogió y luego se le tiró encima y le rodeó con los brazos, apretándole cuanto pudo.

Luego Puerta soltó a Richard y corrió hacia el abad.

—No se imagina lo mucho que esto significa para nosotros —le dijo.

El sonrío, débil pero gentilmente.

—Que el Arco y el Templo os acompañen en vuestro viaje por el Lado Subterráneo —dijo.

Puerta hizo una reverencia y, entonces, con la llave firmemente cogida en la mano, volvió a donde estaban Richard y Cazadora. Los tres viajeros bajaron el puente y se alejaron. Los monjes se quedaron en el puente hasta que dejaron de verlos, perdidos en la vieja niebla del mundo de debajo del mundo.

—Nos hemos quedado sin llave —dijo el abad, tanto a sí mismo como a cualquiera de ellos—. Que Dios nos asista.