—¿Y tú qué es lo que buscas? —le preguntó Richard a Cazadora. Estaban andando los tres, con sumo cuidado, por la orilla de un río subterráneo. La orilla era resbaladiza, una senda estrecha a lo largo de piedra oscura y de mampostería angulosa. Richard miró con respeto el agua gris que corría con fuerza y saltaba, al alcance de su mano. Ésa no era la clase de río en el que te caías y volvías a salir; era de la otra clase.
—¿Qué busco?
—Bueno —dijo él—. Yo, personalmente, estoy intentando regresar al Londres auténtico y a mi antigua vida. Puerta quiere descubrir quién mató a su familia. ¿Qué quieres tú? —iban avanzando por la orilla, paso a paso, con Cazadora a la cabeza. Ella no respondió. El río perdió velocidad y vertió sus aguas en un pequeño lago subterráneo. Caminaron junto al agua, sus lámparas reflejándose en la superficie negra, sus reflejos difuminados por la neblina del río.
—Dime, ¿qué es? —preguntó Richard. No esperaba ningún tipo de respuesta.
Cazadora habló en voz baja e intensa. No rompió el paso mientras hablaba.
—Luché en las cloacas bajo Nueva York con el gran rey caimán blanco y ciego. Medía diez metros de largo, estaba gordo por las aguas residuales y era feroz en la batalla. Y le vencí y le maté. Tenía los ojos como perlas enormes en la oscuridad. —Su voz de acento extraño resonó bajo el suelo, entretejida en la neblina, en la noche bajo la Tierra.
—Luché con el oso que acechaba en la ciudad que hay bajo Berlín. Había matado a mil hombres y tenía las zarpas manchadas de marrón y negro por la sangre seca de cien años, pero yo le derroté. Susurró palabras en una lengua humana mientras moría —la neblina flotaba bajo sobre el lago. Richard creyó ver las criaturas de las que hablaba, formas blancas retorciéndose en el vapor.
—Había un tigre negro en la ciudad subterránea de Calcuta. Comía carne humana, era magnífico e implacable, del tamaño de un elefante pequeño. Un tigre es un adversario digno. Lo cogí sólo con las manos. —Richard le echó una mirada a Puerta. Estaba escuchando a Cazadora atentamente: así que aquello también era una novedad para ella—. Y daré muerte a la Bestia de Londres. Dicen que tiene la piel cubierta de espadas y de lanzas y de cuchillos clavados por aquellos que lo han intentado y han fracasado. Sus colmillos son cuchillas y sus pezuñas son rayos. La mataré o moriré en el intento.
Le brillaban los ojos cuando hablaba de su presa. La neblina del río se había convertido en una niebla densa y amarilla.
Alguien hizo sonar una campana, no muy lejos de allí, tres veces, y el sonido llegó del otro lado del agua. El mundo empezó a iluminarse. Richard pensó que podía ver las formas achaparradas de edificios a su alrededor. La niebla verde amarillenta se volvió más densa: sabía a ceniza y a hollín y a la mugre de mil años urbanos. Se pegaba a las lámparas, amortiguando la luz.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Niebla de Londres —dijo Cazadora.
—Pero se acabó hace años, ¿no? ¿La Ley del Aire Limpio, combustibles que ardían sin humo y todo eso? —Richard se encontró recordando los libros de Sherlock Holmes de su infancia—. No recuerdo cómo las llamaban.
—Pea-souper[10] —dijo Puerta—. Detalles londinenses. Nieblas de río espesas y amarillas, mezcladas con el humo del carbón y cualquier porquería que entrara en el aire durante los últimos cinco siglos. No ha habido una en el Sobremundo desde hace ya unos cuarenta años. Aquí nos llegan sus fantasmas. Mm. Fantasmas no. Más bien ecos. —Richard aspiró una hebra de niebla verde amarillenta y empezó a toser.
—Eso no suena muy bien —dijo Puerta.
—Se me ha metido niebla en la garganta —dijo Richard. El suelo se estaba volviendo más pegajoso, más embarrado: le succionaba los pies mientras andaba—. De todos modos —dijo para tranquilizarse—, un poco de niebla nunca le hizo daño a nadie.
Puerta le miró con ojos grandes de duendecilla.
—Hubo una en 1952 que calculan que mató a cuatro mil personas.
—¿Gente de aquí? —preguntó él—. ¿De debajo de Londres?
—Tu gente —dijo Cazadora. Richard estaba dispuesto a creérselo. Pensó en aguantar la respiración, pero la niebla se estaba volviendo más espesa. El suelo se estaba volviendo más blando.
—No lo entiendo —preguntó—. ¿Por qué tenéis nieblas aquí abajo, cuando ya no las tenemos allí arriba?
Puerta se rascó la nariz.
—Hay bolsitas de tiempo antiguo en Londres, donde las cosas y los lugares siguen igual, como burbujas en ámbar —explicó—. Hay mucho tiempo en Londres y tiene que ir a algún sitio: no se gasta todo enseguida.
—A lo mejor aún tengo resaca —suspiró Richard—. Eso casi tenía sentido.
El abad había sabido que ese día traería peregrinos. El conocimiento era una parte de sus sueños; le rodeaba, como la oscuridad. Así que el día se convirtió en uno de espera, que era, lo sabía, un pecado: los momentos había que vivirlos; esperar era un pecado tanto contra el tiempo que aún estaba por venir como por los momentos que uno ignoraba en el presente. Aun así, esperó. Durante cada uno de los oficios del día, durante sus comidas escasas, el abad escuchó atentamente, esperando a que sonara la campana, esperando para saber quién y cuántos.
Se dio cuenta de que deseaba que tuvieran una muerte limpia. El último peregrino había durado casi un año, un ser que ya no sabía ni lo que decía y que no dejaba de chillar. El abad no veía su ceguera ni como una bendición ni como una maldición: simplemente existía; pero aun así, había dado gracias por no haber visto nunca la cara de la pobre criatura. El hermano Azabache, que la había cuidado, seguía despertándose por la noche, gritando, con aquella cara retorcida ante él.
La campana tocó a última hora de la larde, tres veces. El abad estaba en la capilla, de rodillas, meditando sobre su cometido. Se puso en pie y se dirigió al pasillo, donde esperó.
—¿Padre? —Era la voz del hermano Fuliginoso.
—¿Quién vigila el puente? —le preguntó el abad. Tenía la voz sorprendentemente profunda y melodiosa para un hombre tan mayor.
—Sable —llegó la respuesta desde la oscuridad. El abad extendió la mano, le agarró el codo al hombre joven y caminó a su lado, despacio, por los pasillos de la abadía.
No había ningún suelo sólido: no había ningún lago. Estaban chapoteando por una especie de pantano, en la niebla amarilla.
—Esto —anunció Richard— es asqueroso —le estaba calando los zapatos, invadiéndole los calcetines y entablando una relación mucho más íntima con los dedos de sus pies de lo que a Richard le parecía del todo aceptable.
Había un puente delante de ellos, que salía del pantano y se alzaba sobre él. Una figura, vestida de negro, esperaba al pie del puente. Llevaba el hábito negro de un monje dominico. Tenía la piel del castaño oscuro de la caoba vieja. Era un hombre alto y sostenía un bastón de madera tan alto como él.
—Un momento —gritó—. Decidme vuestros nombres y vuestras condiciones.
—Yo soy Lady Puerta —dijo Puerta—. Soy la hija de Pórtico, de la Casa del Arco.
—Yo soy Cazadora. Soy su guardaespaldas.
—Richard Mayhew —dijo Richard—. Mojado.
—¿Y deseáis pasar?
Richard dio un paso adelante.
—Sí, la verdad es que sí. Hemos venido a buscar una llave.
El monje no dijo nada. Levantó el bastón y empujó a Richard suavemente en el pecho con él. Richard resbaló y cayó de espaldas en el agua turbia. El monje esperó unos momentos, para ver si Richard se levantaba de un salto y empezaba a pelear. Richard no lo hizo.
Lo hizo Cazadora.
Richard se levantó del barro y miró, con la boca abierta, mientras el monje y Cazadora luchaban con barras. El monje era bueno. Era más corpulento que Cazadora, y Richard sospechaba que también era más fuerte. Cazadora, por otra parte, era más rápida que el monje. Las barras de madera chocaban con ruidos secos y resonantes en la neblina.
De repente el bastón del monje alcanzó a Cazadora en el estómago. Ella dio un traspié en el barro. Él se acercó —demasiado—, y descubrió que su traspié había sido una finta y el bastón de ella le golpeó, con fuerza y precisión, en la parte de atrás de las rodillas, y las piernas ya no le sostuvieron. Se cayó en el barro húmedo, y Cazadora le apoyó la punta de su bastón sobre la nuca.
—Ya basta —gritó una voz desde el puente.
Cazadora dio un paso atrás. Volvía a estar al lado de Richard y de Puerta. Ni siquiera había empezado a sudar. El monje corpulento se levantó del barro. Le sangraba el labio. Le hizo una reverencia profunda a Cazadora y luego se dirigió al pie del puente.
—¿Quiénes son, hermano Sable? —gritó la voz.
—Lady Puerta, la hija de Lord Pórtico, de la Casa del Arco; Cazadora, su guardaespaldas, y Richard Mayhew. Su compañero —dijo el hermano Sable, entre labios magullados—. Me ha vencido en una pelea limpia, hermano Fuliginoso.
—Déjales subir —dijo la voz.
Cazadora caminó delante al subir por el puente. En la cima del puente, había otro monje esperándonos: el hermano Fuliginoso. Era más joven y más bajo que el primero que se habían encontrado, pero iba vestido del mismo modo. Tenía la piel de un color moreno oscuro y brillante. Había otras figuras con ropa negra, apenas visibles, más allá, en la niebla amarilla. Richard comprendió, entonces, que éstos eran los dominicos. El segundo monje les miró fijamente un segundo y luego recitó:
«Giro la cabeza, y podéis ir adonde queráis.
La vuelvo a girar, y os quedaréis hasta que os pudráis.
No tengo cara, pero vivo o muero.
Por mis dientes torcidos… ¿quién soy?».
Puerta dio un paso adelante. Se pasó la lengua por los labios y entrecerró los ojos.
—Giro la cabeza… —dijo cavilando—. Dientes torcidos… podéis ir adonde… —Entonces sus labios esbozaron una sonrisa. Levantó la vista hacia el hermano Fuliginoso—. Una llave —dijo—. La respuesta es: eres.
—Una chica sabia —reconoció el hermano Fuliginoso—. Ya habéis dado dos pasos. Os queda uno.
Un hombre muy viejo salió de la niebla amarilla y caminó con cautela hacia ellos, apoyándose en el parapeto de piedra del puente con una mano nudosa. Se detuvo cuando llegó a donde estaba el hermano Fuliginoso. Tenía los ojos de un blanco azulado glauco, velados por las cataratas. A Richard le gustó en el acto.
—¿Cuántos son? —le preguntó al hombre más joven, en una voz profunda y tranquilizadora.
—Tres, padre abad.
—¿Y uno de ellos ha vencido al primer guardián?
—Sí, padre abad.
—¿Y uno de ellos ha contestado correctamente al segundo guardián?
—Sí, padre abad.
Había pesar en la voz del anciano.
—Entonces, queda uno de ellos para enfrentarse a la Ordalía de la Llave. Que él o ella dé un paso adelante ahora.
Puerta dijo:
—Oh. No.
Cazadora dijo:
—Dejad que ocupe su lugar. Yo me enfrentaré a la ordalía.
El hermano Fuliginoso negó con la cabeza.
—No podemos permitirlo.
De pequeño, a Richard le habían llevado, como parte de un viaje escolar, a un castillo de la región. Con su clase, había subido los muchos escalones que había hasta el punto más alto del castillo, una torre parcialmente en ruinas. Se habían agrupado en la parte de arriba, mientras la profesora les mostraba toda la campiña que se extendía abajo. Incluso a esa edad, a Richard no se le habían dado muy bien las alturas. Se había aferrado a la barandilla de seguridad y había cerrado los ojos y había intentado no mirar abajo. La profesora les había dicho que la caída desde la parte de arriba de la vieja torre hasta el pie de la colina a la que daba era de cien metros; entonces les dijo que un penique, tirado desde allí arriba, tendría suficiente fuerza para perforar el cráneo de un hombre que estuviera al pie de la colina, que atravesaría un cráneo como una bala. Richard pasó aquella noche en la cama sin poder dormir porque se imaginaba el penique cayendo con la potencia de un rayo. Seguía pareciendo un penique, pero era un penique tan asesino cuando cayó…
Una ordalía.
Richard cayó en la cuenta. Cayó en la cuenta más o menos como un rayo.
—Esperen un segundo —dijo—. Den marcha atrás. Mm: ordalía. Alguien tiene una ordalía esperándole. Alguien que no tuvo una peleíta ahí abajo en el barro y a quien no le tocó contestar la adivinanza… —estaba parloteando. Se oía parlotear y no le importaba.
—Ésta ordalía suya —le preguntó Richard al abad—. ¿Hasta qué punto es una ordalía?
—Ahora hay que ir por aquí —dijo el abad.
—No le quieren a él —dijo Puerta—. Llévense a una de nosotras.
—Habéis venido tres. Hay tres pruebas. Cada uno se enfrenta a una prueba: es justo —dijo el abad—. Si pasa la ordalía, volverá con vosotras.
Una brisa ligera hizo que la niebla se disipase un poco. Las otras figuras oscuras tenían ballestas en las manos. Cada ballesta apuntaba a Richard o a Cazadora o a Puerta. Los monjes cerraron filas, separando a Richard de Cazadora y de Puerta.
—Estamos buscando una llave… —le dijo Richard al abad, en voz baja.
—Sí —dijo el abad, plácidamente.
—Es para un ángel —explicó Richard.
—Sí —dijo el abad. Alargó una mano, encontró la parte interior del codo del hermano Fuliginoso.
Richard bajó la voz.
—Mire, no le puede decir que no a un ángel, especialmente un clérigo como usted… ¿Por qué no se salta la ordalía? Podría entregarme la llave y ya está.
El abad empezó a bajar por la curva del puente. Había una puerta abierta al final. Richard le siguió. A veces no se puede hacer nada.
—Cuando se fundó nuestra orden —dijo el abad—, nos encomendaron la llave. Es una de las más santas, y la más poderosa, de todas las reliquias sagradas. Debemos darla, pero sólo al que pase la ordalía y demuestre que es digno de ella.
Cruzaron pasillos estrechos y sinuosos, mientras Richard dejaba un rastro de barro húmedo tras él.
—Si no supero la ordalía, entonces no nos dan la llave, ¿verdad?
—No, hijo mío.
Richard lo pensó un momento.
—¿Podría volver más tarde para intentarlo otra vez?
El hermano Fuliginoso tosió.
—Creo que no, hijo mío —dijo el abad—. Si eso sucediera, es muy probable que… —hizo una pausa y luego dijo— ya no te importe. Pero no te inquietes, quizá tú seas el que gane la llave, ¿eh?
Había un intento espantoso de tranquilizarle en su voz, más aterrador de lo que podría haber sido cualquier intento de asustarle.
—¿Me matarían ustedes?
El abad miró hacia adelante con ojos de un azul lechoso. Había un toque de reprobación en su voz.
—Somos hombres santos —dijo—. No, es la ordalía la que te mata.
Bajaron un tramo de escaleras y entraron en una sala baja, parecida a una cripta, con las paredes decoradas de una forma extraña.
—Ahora —dijo el abad—. ¡Sonríe!
Se oyó el silbido eléctrico del flash de una cámara al dispararse y Richard quedó deslumbrado por un momento. Cuando pudo ver otra vez, el hermano Fuliginoso estaba bajando una vieja cámara Polaroid abollada y sacando la fotografía de un tirón. El monje esperó hasta que se hubo revelado y luego la clavó en la pared con chinchetas.
—Ésta es la pared de los que fracasaron —suspiró el abad—, para garantizar que ninguno de ellos sea olvidado. También es nuestra carga: el recuerdo.
Richard se quedó mirando las caras. Unas pocas polaroids; otras veinte o treinta instantáneas, algunas copias en sepia y algunos daguerrotipos; y, después, esbozos a lápiz y acuarelas y miniaturas. Estaban a lo largo de toda una pared. Los monjes llevaban mucho tiempo ocupándose de aquello.
Puerta se estremeció.
—Soy tan estúpida —murmuró—. Tendría que haberlo sabido. Éramos tres. Nunca debería haber venido directamente aquí.
Cazadora movía la cabeza de un lado a otro. Había observado las posiciones de cada uno de los monjes y de cada una de las ballestas; había calculado las probabilidades de sacar a Puerta por encima del puente primero ilesa, luego sólo con heridas de poca importancia y, por último, con heridas de gravedad para ella, pero sólo heridas de poca importancia para Puerta. Ahora lo estaba volviendo a calcular.
—¿Y qué habrías cambiado si lo hubieras sabido? —preguntó.
—Para empezar no le habría traído aquí —dijo Puerta—. Hubiera encontrado al marqués.
Cazadora ladeó la cabeza.
—¿Te fías de él? —preguntó, directamente, y Puerta supo que se refería a de Carabás y no a Richard.
—Sí —dijo Puerta—. Más o menos.
Sólo hacía dos días que Puerta tenía cinco años. El mercado se celebraba en los Jardines de Kew aquel día, y su padre la había llevado con él, como regalo de cumpleaños. Era su primer mercado. Estaban en la casa de las mariposas, rodeados de alas de colores intensos, cosas ingrávidas e iridiscentes que la embelesaban y la fascinaban, cuando su padre se agachó a su lado. «¿Puerta?», dijo. «Date la vuelta despacio y mira allí».
Ella se volvió y miró. Un hombre de piel morena, que llevaba un abrigo grande y el pelo negro peinado con una larga cola de caballo, estaba junto a la entrada, hablando con dos gemelos de piel dorada, y con un hombre y una mujer jóvenes. La mujer estaba llorando, del modo en que lloran los adultos, que guardan dentro todo lo que pueden y no lo soportan cuando aun así sale por los lados y de paso, les hace feos y les da un aspecto raro. Puerta volvió a girarse hacia las mariposas. «“¿Le has visto?”, preguntó su padre. Ella asintió con la cabeza. “Se hace llamar el marqués de Carabás”, dijo él. “Es un farsante y un estafador y es posible que incluso sea una especie de monstruo. Si algún día estás en apuros, acude a él. Te protegerá, hija. Tiene que hacerlo”».
Puerta volvió a mirar al hombre. Tenía una mano sobre el hombro de cada uno de los gemelos y se los estaba llevando de la habitación; pero echó un vistazo atrás por encima del hombro, cuando se iba, y la miró directamente a los ojos y esbozó una sonrisa enorme; y luego le guiñó el ojo.
Los monjes que las rodeaban eran fantasmas oscuros en la niebla.
Puerta alzó la voz.
—Disculpe, hermano —le dijo al hermano Sable—. Pero nuestro amigo, el que se ha ido a buscar la llave, si fracasa, ¿qué pasará con nosotras?
Él dio un paso hacia ellas, vaciló, y luego dijo:
—Os llevamos lejos de aquí y entonces os dejamos marchar.
—¿Y qué hay de Richard? —preguntó ella. Debajo del hábito, ella le veía meneando la cabeza, triste y decisivamente—. Debería haber traído al marqués —dijo Puerta; y se preguntó dónde estaba y qué estaba haciendo.
El marqués de Carabás estaba siendo crucificado en una gran construcción de madera con forma de equis que el Sr. Vandemar había improvisado con varios camastros viejos, parte de una silla y una verja de madera. También había usado casi toda una caja grande de clavos oxidados.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que crucificaron a alguien.
El marqués de Carabás tenía los brazos y las piernas extendidos formando una equis amplia. Tenía clavos oxidados clavados en las manos y en los pies. También estaba atado con una cuerda por la cintura. Tras haber sufrido un dolor terrible, en aquel momento estaba, más o menos, inconsciente. La construcción entera pendía en el aire, de varias cuerdas, en una habitación que antes había sido la cantina del personal del hospital. Abajo, en el suelo, el Sr. Croup había reunido un buen montón de objetos afilados, que abarcaban desde hojas de afeitar y cuchillos de cocina hasta bisturíes y lancetas abandonadas. Había incluso un atizador, de la sala de las calderas.
—¿Por qué no ve cómo está, señor Vandemar? —preguntó el Sr. Croup.
El Sr. Vandemar alargó el martillo y le dio con la punta al marqués a modo de experimento.
El marqués de Carabás no era un buen hombre y se conocía lo bastante bien como para estar totalmente seguro de que no era un hombre valiente. Hacía tiempo que había decidido que el mundo, el de Arriba o el de Abajo, era un lugar que deseaba ser engañado y, con este fin, se había puesto el nombre de una mentira de un cuento de hadas y se había creado —su ropa, su actitud, su porte—, como una farsa magnífica.
Sentía un dolor sordo en las muñecas y en los pies, y le estaba resultando cada vez más difícil respirar. Ya no podía ganar nada más fingiendo estar inconsciente, y levantó la cabeza, lo mejor que pudo, y le echó un escupitajo de sangre escarlata en la cara al Sr. Vandemar.
Fue un gesto valiente, pensó. Además de una estupidez. Quizá le habrían dejado morir tranquilamente, si no lo hubiera hecho. Ahora, no tenía ninguna duda, le harían más daño.
Y quizá, por ello, la muerte le vendría más rápido.
El agua del cazo estaba hirviendo con mucha fuerza. Richard miraba el agua borboteante y el vapor espeso, y se preguntaba qué iban a hacer con ella. Su imaginación era capaz de proporcionarle una infinidad de respuestas, la mayoría de las cuales habrían sido inconcebiblemente dolorosas, ninguna de las cuales resultó ser correcta.
Vertieron el agua hirviendo en una tetera, a la que el hermano Fuliginoso añadió tres cucharadas de hojas secas y cortadas a tiras. Vertieron el líquido resultante de la tetera a través de un colador de té en tres tazas de porcelana. El abad levantó su cabeza ciega, olió el aire y sonrió.
—La primera parte de la Ordalía de la Llave —dijo—, es una buena taza de té. ¿Quieres azúcar?
—No, gracias —dijo Richard, con recelo.
El hermano Fuliginoso añadió un poco de leche al té y le pasó una taza y un platito a Richard.
—¿Está envenenado? —preguntó él.
El abad parecía casi ofendido.
—Dios santo, claro que no.
Richard tomó un sorbo de té, que tenía más o menos el mismo sabor que tenía siempre el té.
—¿Pero esto es parte de la ordalía?
El hermano Fuliginoso le cogió las manos al abad y le puso una taza de té en ellas.
—En cierto modo —dijo el abad—. Siempre nos gusta darle una taza de té a los buscadores antes de que empiecen. Es parte de la ordalía para nosotros. No para ti —tomó un sorbo de su té y una sonrisa beatífica se extendió por su cara anciana—. Bien mirado, es un té bastante bueno.
Richard dejó la taza de té, casi sin probar.
—¿Les importaría —preguntó— si empezamos ya la ordalía?
—En absoluto —dijo el abad—. En absoluto —se levantó, y los tres se dirigieron hacia una puerta, en el otro extremo de la habitación.
—¿Hay…? —Richard hizo una pausa, tratando de decidir lo que quería preguntar. Entonces dijo—: ¿hay algo que me puedan decir sobre la ordalía?
El abad negó con la cabeza. En realidad no había nada que decir: él llevaba a los buscadores a la puerta. Y entonces esperaba, una hora, o dos, en el pasillo de afuera. Luego volvía a entrar y sacaba los restos del buscador de la capilla y lo sepultaba en la cripta. No obstante, a veces, lo que era peor, no estaban muertos, aunque no se podía decir que lo que quedaba de ellos estuviera vivo, y a aquellos desafortunados los dominicos los cuidaban lo mejor que podían.
—Vale —dijo Richard. Y sonrió, sin convicción, y añadió—: bien, adelante, Macduff.
El hermano Fuliginoso tiró de los cerrojos de la puerta, que se abrieron con un estallido, como dos disparos. Abrió la puerta. Richard la cruzó. El hermano Fuliginoso cerró la puerta tras él de un empujón y volvió a echar los cerrojos. Condujo al abad de nuevo a su silla y le volvió a poner la taza de té en la mano. El anciano sorbió su té, en silencio. Y entonces dijo, con sincero pesar en la voz:
—En realidad, es «ataca, Macduff», pero no he tenido valor para corregirle. Parecía un joven tan simpático.