—¿Bebéis vino? —preguntó el ángel.
Richard asintió con la cabeza.
—Yo tomé un poco de vino una vez —dijo Puerta, titubeando—. Mi padre… él… a la hora de cenar, nos lo dejaba probar.
El ángel Islington alzó la botella: parecía una especie de licorera. Richard se preguntó si la botella estaba hecha de vidrio; refractaba y reflejaba la luz de las velas de una manera tan extraña. Quizá era algún tipo de cristal, o un diamante gigante. Incluso hacía que diera la sensación de que el vino que había dentro brillaba, como si estuviera hecho de luz.
El ángel sacó el tapón del cristal y vertió dos dedos del líquido en una copa de vino. Era un vino blanco, pero no se parecía en nada a ningún vino que Richard hubiera visto antes. Proyectaba luz por las cavernas, como la luz del sol en una piscina.
Puerta y Richard estaban sentados alrededor de una mesa de madera ennegrecida por el tiempo, en sillas de madera grandiosas, y estaban callados.
—Ésta —dijo Islington— es la última botella de vino de su clase. Uno de tus antepasados me dio una docena de botellas.
Le pasó una copa a Puerta y empezó a servir dos dedos más del vino brillante de la licorera en otra copa. Lo hacía con reverencia, casi con amor, como un sacerdote practicando un ritual.
—Fue un regalo de bienvenida. Esto fue, vaya, hace unos treinta o cuarenta mil años. En todo caso, hace bastante tiempo.
Le pasó la copa de vino a Richard.
—Supongo que podríais acusarme de derrochar algo que debería guardar como un tesoro —les dijo—. Pero tengo invitados en tan pocas ocasiones. Y el camino hasta aquí es difícil.
—El Ángelus… —murmuró Puerta.
—Viajasteis hasta aquí usando el Ángelus, sí. Pero ese camino sólo funciona una vez para cada viajero —el ángel alzó su copa y se quedó mirando la luz—. Bebedlo con cuidado —les aconsejó—. Es muy fuerte —se sentó a la mesa, entre Richard y Puerta—. Al probarlo —dijo con añoranza—, me gusta imaginar que en realidad se está probando la luz del sol de días pasados —levantó la copa—. Un brindis: por las antiguas glorias.
—Por las antiguas glorias —corearon Richard y Puerta. Y entonces, con cierta cautela, probaron el vino, sorbiéndolo, no bebiéndoselo.
—Es increíble —dijo Puerta.
—Sí que lo es —dijo Richard—. Pensaba que los vinos viejos se avinagraban al exponerlos al aire.
El ángel negó con la cabeza.
—Éste no. Todo es cuestión del tipo de uva y del lugar donde se cultivó. Ésta clase de uva, lamentablemente, murió cuando la viña desapareció bajo las olas.
—Es mágico —dijo Puerta, tomando un sorbo de la luz líquida—. Jamás he probado nada semejante.
—Y nunca volverás a hacerlo —dijo lslington—. No queda más vino de la Atlántida.
En alguna parte dentro de Richard una vocecita razonable observó que nunca hubo una Atlántida y, envalentonada por haber empezado, pasó a decir que los ángeles no existían y que, además, la mayoría de sus experiencias de los últimos días habían sido imposibles. Richard la ignoró. Estaba aprendiendo, con torpeza, a confiar en sus instintos y a comprender que las explicaciones más sencillas y más verosímiles de lo que había visto y experimentado últimamente eran las que le habían ofrecido, por muy increíbles que parecieran. Abrió la boca y volvió a probar el vino. Le hacía sentirse feliz. Le hacía pensar en cielos más grandes y más azules que cualquier otro que hubiera visto jamás, en un sol dorado flotando inmenso en el cielo; todo era más sencillo, todo era más joven que en el mundo que conocía.
Había una cascada a su izquierda; agua transparente bajaba por la roca y se acumulaba en la charca. A su derecha había una puerta, colocada entre dos pilares de hierro: la puerta estaba hecha de sílex pulido enmarcado por un metal que era casi negro.
—¿De verdad pretende ser un ángel? —preguntó Richard—. Es decir, ¿realmente ha conocido a Dios y todo eso?
Islington sonrió.
—Yo no pretendo nada, Richard —dijo—. Pero soy un ángel.
—Nos honra usted —dijo Puerta.
—No. Tú me haces un gran honor al venir aquí. Tu padre era un buen hombre. Puerta, y un amigo para mí. Me entristeció muchísimo su muerte.
—Dijo… en su diario… dijo que debería acudir a usted. Dijo que podía confiar en usted.
—Sólo espero que pueda ser merecedor de esa confianza —el ángel sorbió el vino—. Londres de Abajo es la segunda ciudad que me ha importado. La primera se hundió bajo las olas y no pude hacer nada para impedirlo. Sé lo que es el dolor y la pérdida. Te acompaño en el sentimiento. ¿Qué quieres saber?
Puerta hizo una pausa.
—A mi familia… la mataron Croup y Vandemar. Pero… ¿quién lo ordenó? Quiero… quiero saber por qué.
El ángel asintió con la cabeza.
—Me llegan muchos secretos —dijo—. Muchos rumores y medias verdades y ecos. —Entonces se volvió hacia Richard—, ¿y tú? ¿Qué quieres, Richard Mayhew?
Richard se encogió de hombros.
—Quiero recuperar mi vida. Y mi apartamento. Y mi trabajo.
—Eso puede ocurrir —dijo el ángel.
—Sí, claro —dijo Richard, cansinamente.
—¿Dudas de mí. Richard Mayhew? —preguntó el ángel Islington.
Richard le miró a los ojos. Eran de un gris luminiscente, ojos tan viejos como el universo, ojos que habían visto cómo se solidificaban galaxias a partir de polvo de estrellas hacía diez billones de años; Richard dijo que no con la cabeza. Islington le sonrió, amablemente.
—No será fácil, y tú y tus compañeros os enfrentaréis a grandes dificultades, tanto en la tarea como en el regreso. Pero podría haber un modo de saber las respuestas: la clave de todos nuestros problemas.
Se levantó y se acercó a un estante de piedra, de donde cogió una figura, una de varias que había en el estante. Era una estatuilla negra que representaba algún tipo de animal, hecha de cristal volcánico. El ángel se la dio a Puerta.
—Esto te permitirá superar sin ningún peligro la última etapa de tu viaje de vuelta a mí —dijo—. Lo demás depende de ti.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Richard.
—Los dominicos son los guardianes de una llave —dijo—. Traédmela.
—¿Y la podrá utilizar para descubrir quién mató a mi familia? —preguntó Puerta.
—Espero que sí —dijo el ángel. Richard se acabó el vaso de vino. Notó cómo le calentaba, cómo pasaba por su cuerpo. Tuvo la extraña sensación de que si bajaba la vista hacia sus dedos podría ver el vino brillando a través de ellos. Como si él estuviera hecho de luz…
—Buena suerte —susurró el ángel Islington. Se oyó el sonido de algo impetuoso, como un viento atravesando con un murmullo un bosque perdido, o el batir de unas alas poderosas.
Richard y Puerta estaban sentados en el suelo en una habitación del Museo Británico, mirando una imagen de un ángel tallada en una puerta de una catedral. La habitación estaba oscura y vacía. La fiesta se había acabado hacía mucho tiempo. Fuera, empezaba a clarear. Richard se puso en pie, luego se inclinó y ayudó a Puerta a levantarse.
—¿Dominicos? —preguntó.
Puerta asintió con la cabeza.
Había cruzado el puente de Blackfriars[7], en la City de Londres, muchas veces, y había pasado a menudo por la estación de Blackfriars, pero ya había aprendido a no asumir nada.
—Personas.
Richard se acercó al Ángelus. Le pasó el dedo por la túnica pintada.
—¿Crees que de verdad lo puede hacer? ¿Devolverme mi vida?
—Nunca he oído nada parecido. Pero no creo que nos hubiera mentido. Es un ángel.
Puerta abrió la mano, miró la estatua de la Bestia.
—Mi padre tenía una de éstas —dijo con tristeza. La hundió en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero marrón.
—Bueno —dijo Richard—. No recuperaremos la llave si nos quedamos holgazaneando por aquí, ¿verdad? —cruzaron los pasillos vacíos del museo.
—Y, ¿qué sabes sobre esa llave? —preguntó Richard.
—Nada —dijo Puerta. Habían llegado a las puertas principales del museo—. He oído hablar de los dominicos, pero la verdad es que nunca he tenido ningún contacto con ellos —apretó los dedos contra una puerta de cristal muy bien cerrada, y ésta se abrió con sólo tocarla.
—Una panda de monjes… —dijo Richard, pensativo—. Apuesto a que si les decimos que es para un ángel, uno de verdad, nos darán la llave sagrada, y… y nos darán el abrelatas mágico y el asombroso sacacorchos con silbato de premio sorpresa —empezó a reírse. Se preguntó si el vino todavía le estaba afectando.
—Estás muy animado —dijo Puerta.
Él asintió, con entusiasmo.
—Voy a ir a casa. Todo volverá a ser normal. Y aburrido. Y maravilloso.
Richard miró los escalones de piedra que subían al Museo Británico y decidió que estaban hechos para que los bajaran bailando Fred Astaire y Ginger Rogers. Y al ver que daba la casualidad de que ninguno de los dos estaba disponible, empezó a bajar los escalones bailando, imitando a Fred Astaire mientras tarareaba algo que estaba aproximadamente a medio camino entre Puttin on the Ritz y Top Hat, White Tie and Tails. «Rat-ta-ta-la-la-tat-tara», cantó, mientras bajaba y volvía a subir las escaleras bailando claqué.
Puerta estaba en lo alto de las escaleras, mirándole horrorizada. Entonces empezó a reírse sin poder contenerse. Él levantó la mirada hacia ella y se quitó la chistera de seda blanca imaginaria ante ella, hizo la mímica de lanzarla al aire muy alto, de atraparla y de volver a ponérsela en la cabeza.
—Bobo —dijo Puerta, y le sonrió. En respuesta, Richard le agarró la mano y siguió subiendo y bajando las escaleras sin dejar de bailar. Puerta vaciló un momento, luego también ella empezó a bailar. Lo hacía mucho mejor que Richard. Al pie de las escaleras se dejaron caer, sin aliento, exhaustos y riéndose, uno en brazos del otro.
Richard sintió que su mundo daba vueltas.
Sintió el corazón de la chica latiéndole contra el pecho. El momento empezó a transformarse, y se preguntó si había algo que debería hacer. Se preguntó si debería besarla. Se preguntó si quería besarla y se dio cuenta de que sinceramente no lo sabía. Le miró a sus ojos asombrosos. Puerta ladeó la cabeza y se soltó. Se subió el cuello de su chaqueta de cuero marrón y se envolvió en ella: armadura y protección.
—Vamos a buscar a nuestra guardaespaldas —dijo Puerta. Y se alejaron juntos, por la acera, hacia la estación de British Museum, tropezando sólo un poco de vez en cuando.
—¿Qué —preguntó el Sr. Croup— quieres?
—¿Qué —preguntó et marqués de Carabás, un poco más retóricamente— quiere todo el mundo?
—Cosas muertas —sugirió el Sr. Vandemar—. Más dientes.
—Pensaba que quizá podríamos hacer un trato —dijo el marqués.
El Sr. Croup empezó a reírse. Sonaba como si arrastraran un trozo de pizarra por encima de las uñas de una pared de dedos amputados.
—Vaya, mí señor marqués. Creo que puedo asegurar, sin riesgo alguno de contradicción por parte de los aquí presentes, que ha perdido usted todo el juicio que dicen que ha tenido. Está —le confió—, si me permite la grosería, muy mal de la cabeza.
—Pídamelo —dijo el Sr. Vandemar, que ahora estaba detrás de la silla del marqués—, y se la arranco del cuello en menos de lo que canta un gallo.
El marqués se sopló las uñas y les sacó brillo con la solapa del abrigo.
—Siempre he considerado —dijo—, que la violencia era el último refugio de los incompetentes y que las amenazas vanas eran el santuario final de los ineptos desahuciados.
El Sr. Croup le lanzó una mirada furiosa.
—¿Qué hace aquí? —dijo entre dientes.
El marqués de Carabás se estiró, como un felino: un lince, quizá, o una enorme pantera negra; y cuando acabó de estirarse se puso en pie, con las manos hundidas en los bolsillos de su magnífico abrigo.
—Tengo entendido —dijo por pasar el rato y tratando de entablar conversación—, señor Croup, que es usted un coleccionista de estatuillas de la dinastía T’ang.
—¿Cómo lo ha sabido?
—La gente me cuenta cosas. Soy accesible —la sonrisa del marqués era pura, tranquila, sin malicia: la sonrisa de un hombre que te está vendiendo una Biblia de segunda mano.
—Aunque lo fuera… —empezó el Sr. Croup.
—Si lo fuera —dijo el marqués de Carabás—, esto podría interesarle —se sacó una mano del bolsillo y se la mostró al Sr. Croup. Hasta poco antes esa misma noche había estado en una vitrina en la cámara acorazada de uno de los principales bancos mercantiles de Londres. Figuraba en la lista de determinados catálogos como El espíritu de otoño (figura funeraria). Tenía más o menos unos veinte centímetros de alto: una pieza de cerámica vidriada a la que habían dado forma, pintado y cocido mientras Europa estaba en la alta Edad Media, seiscientos años antes del primer viaje de Colón.
El Sr. Croup silbó, de manera involuntaria, y trató de cogerlo. El marqués lo puso fuera de su alcance y lo sostuvo contra el pecho.
—No, no —dijo el marqués—. No es tan sencillo.
—¿No? —preguntó el Sr. Croup—. Pero ¿qué nos impedirá cogerlo y dejar pedazos de usted por todo el Lado Subterráneo? Nunca hemos desmembrado a un marqués.
—Sí —dijo el Sr. Vandemar—. En York. En el siglo XIV. Bajo la lluvia.
—No era un marqués —dijo el Sr. Croup—. Era el conde de Exeter.
—Y el marqués de Westmorland —al Sr. Vandemar se le veía bastante satisfecho consigo mismo.
El Sr. Croup resopló.
—¿Qué nos impedirá cortarle a hachazos en tantos pedazos como cortamos al marqués de Westmorland? —preguntó.
De Carabás se sacó la otra mano del bolsillo. Sostenía un martillo pequeño. Lanzó el martillo al aire, lo cogió por el mango y acabó con el martillo preparado para golpear la figura de porcelana.
—Vamos, por favor —dijo—. Déjense de amenazas tontas. Creo que me sentiría mejor si se pusiera allí atrás.
El Sr. Vandemar le lanzó una mirada al Sr. Croup, que asintió con la cabeza, casi imperceptiblemente. Hubo un temblor en el aire, y el Sr. Vandemar apareció junto al Sr. Croup, que sonreía como una calavera.
—En efecto, de vez en cuando compro alguna pieza T’ang —admitió—. ¿Ésa está en venta?
—Aquí, en el Lado Subterráneo, no somos muy partidarios de comprar y vender, señor Croup. Trueque. Intercambio. Eso es lo que buscamos. Pero efectivamente, esta piececita tan atractiva está disponible, por supuesto.
El Sr. Croup frunció los labios. Cruzó los brazos. Los descruzó. Se pasó la mano por el pelo grasiento. Entonces dijo:
—Diga usted cuánto. —El marqués se permitió dar un suspiro de alivio profundo y casi inaudible. Después de todo, era posible que lograra llevar a cabo aquella grandiosa treta.
—Primero, tres respuestas a tres preguntas —dijo.
Croup asintió.
—Tanto usted como nosotros. A nosotros también nos tocan tres respuestas.
—Está bien —dijo el marqués—. En segundo lugar, me dan un salvoconducto para salir de aquí. Y aceptan darme al menos una hora de ventaja.
Croup asintió enérgicamente con la cabeza.
—De acuerdo. Haga su primera pregunta. —Tenía la mirada fija en la estatua.
—Primera pregunta. ¿Para quién trabajan?
—Vaya, ésa es fácil —dijo el Sr. Croup—. Tiene una respuesta sencilla. Trabajamos para nuestro patrón, que desea seguir siendo anónimo.
—Hum. ¿Por qué mataron a la familia de Puerta?
—Órdenes de nuestro patrón —dijo el Sr. Croup, su sonrisa volviéndose más zorruna por momentos.
—¿Por qué no mataron a Puerta, cuando tuvieron una oportunidad?
Antes de que el Sr. Croup pudiera contestar, el Sr, Vandemar dijo:
—Tenemos que mantenerla con vida. Ella es la única que puede abrir la puerta.
El Sr. Croup fulminó a su socio con la mirada.
—Ya está —dijo—. Cuénteselo todo, vamos.
—Me tocaba a mí —farfulló el Sr. Vandemar.
—Bien —dijo el Sr. Croup—. Así que ya tiene tres respuestas, para lo que le vaya a servir. Mi primera pregunta: ¿por qué la protege?
—Su padre me salvó la vida —dijo el marqués, sinceramente—. Nunca saldé mi deuda con él. Prefiero que las deudas estén a mi favor.
—Yo tengo una pregunta —dijo el Sr. Vandemar.
—Como yo, Sr. Vandemar. El hombre del Sobremundo. Richard Mayhew. ¿Por qué viaja con ella? ¿Por qué ella lo permite?
—Sentimentalismo por parte de ella —dijo el marqués de Carabás. Se preguntó, al decirlo, si ésa era toda la verdad. Había empezado a preguntarse si, quizá, pudiera ser que hubiera algo más en el hombre del Sobremundo de lo que saltaba a la vista.
—Ahora yo —dijo el Sr. Vandemar—. ¿En qué número estoy pensando?
—¿Cómo dice?
—¿En qué número estoy pensando? —repitió el Sr. Vandemar—. Está entre el uno y muchos —añadió, amablemente.
—Siete —dijo el marqués. El Sr. Vandemar asintió con la cabeza, impresionado.
El Sr. Croup empezó:
—¿Dónde está…? —pero el marqués negó con la cabeza.
—Ah, no —dijo—. Eso es ser codicioso.
Hubo un momento de silencio absoluto, en aquel sótano frío y húmedo. Entonces el agua volvió a gotear y los gusanos se movieron; y el marqués dijo:
—Una hora de ventaja, recuerden.
—Por supuesto —dijo el Sr. Croup.
El marqués de Carabás lanzó la estatuilla al Sr. Croup, que la atrapó con avidez, como un adicto atrapando una bolsita de plástico llena de un polvo blanco de dudosa legalidad. Entonces, sin mirar atrás, el marqués se fue del sótano.
El Sr. Croup examinó minuciosamente la estatuilla, dándole varias vueltas, un conservador dickensiano del Museo de los Condenados contemplando la mejor pieza del museo. Sacaba y metía la lengua de vez en cuando, como una serpiente. Le apareció un rubor perceptible en las mejillas.
—Ah, perfecto, perfecto —susurró—. Sin duda es de la dinastía Tang. Tiene mil doscientos años, las estatuillas de cerámica más finas que se han hecho jamás en la Tierra. Ésta la creó Kai Lung, uno de los ceramistas más extraordinarios: no existe otra idéntica. Examine el color del vidriado; el sentido de la proporción: la vida…
Ahora sonreía, como un bebé; la sonrisa inocente parecía perdida y confundida en el terreno sospechoso del rostro del Sr. Croup.
—Añade cierta maravilla y belleza al mundo.
Entonces sonrió, demasiado abiertamente, e inclinó la cara hacia la figura y le aplastó la cabeza con los dientes, mordiendo y masticando como un salvaje, y tragándosela a trozos. Sus dientes redujeron la porcelana a un polvo muy fino, que le espolvoreó la parte inferior de la cara.
Se regodeó con su destrucción, en la que se metió de lleno con la extraña locura y la sed de sangre incontrolada de un zorro en un gallinero. Entonces, cuando la estatua no era más que polvo, se giró hacía el Sr. Vandemar. Parecía extrañamente sosegado, casi lánguido.
—¿Cuánto tiempo dijimos que le daríamos?
—Una hora.
—Mm. ¿Y cuánto ha pasado?
—Seis minutos.
El Sr. Croup bajó la cabeza. Se pasó un dedo por la barbilla, se chupó la arcilla pulverizada de la punta del dedo.
—Sígale usted, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup—. Yo necesito un poco más de tiempo para saborear la ocasión.
Cazadora les oyó bajar las escaleras. Estaba en la sombra, con los brazos cruzados, en la misma posición en que había estado cuando la dejaron. Richard tarareaba en voz alta. Puerta se reía sin poder contenerse; entonces paraba y le decía a Richard que se callase. Luego empezaba a reírse otra vez. Pasaron por delante de Cazadora sin fijarse en ella.
Ella salió de las sombras y dijo:
—Hace ocho horas que os habéis ido. —Era la afirmación de un hecho, sin reproche ni curiosidad.
Puerta la miró con asombro.
—No ha parecido tanto tiempo.
Cazadora no dijo nada.
Richard le sonrió con cara de sueño.
—¿No quieres saber lo que ha pasado? Pues el señor Croup y el señor Vandemar nos tendieron una emboscada. Por desgracia, no había ningún guardaespaldas por ahí. Aun así, les hice sudar la gota gorda.
Cazadora enarcó sus cejas perfectas.
—Estoy asombrada por tus talentos pugilísticos —dijo con serenidad.
Puerta soltó una risita.
—Es broma. En realidad… nos mataron.
—Como experta en el cese de las funciones fisiológicas —dijo Cazadora—, lamento discrepar. Ninguno de los dos estáis muertos. A primera vista, estáis los dos muy borrachos.
Puerta le sacó la lengua a su guardaespaldas.
—Tonterías. Apenas hemos probado una gotita. Sólo así.
Alargó dos dedos para enseñarle lo diminuta que era esa cantidad.
—Sólo fuimos a una fiesta —dijo Richard—, y vimos a Jessica y vimos a un ángel de verdad y nos dieron un cerdito negro y regresamos aquí.
—Sólo bebimos un poquito —continuó Puerta con determinación—. Una bebida muy, muy antigua. Un bebida diminuuuta. Muy pequeña. Casi no había —empezó a hipar. Entonces volvió a reírse. Un hipo la interrumpió y se sentó de repente en el andén—. Puede que estemos un poco trompas —dijo muy seria. Luego cerró los ojos y se puso a roncar con solemnidad.
El marqués de Carabás corría por los caminos subterráneos como si todos los sabuesos del Infierno hubieran encontrado su rastro y le estuvieran siguiendo la pista. Iba chapoteando por quince centímetros grises del Tyburn, el río del verdugo, a salvo en la oscuridad de una cloaca de ladrillo debajo de Park Lane de camino al sur hacía el palacio de Buckingham. Llevaba diecisiete minutos corriendo.
A unos diez metros bajo Marble Arch se detuvo. La cloaca se dividía en dos ramales. El marqués de Carabás corrió por el ramal de la izquierda.
Varios minutos después, el Sr. Vandemar pasó por la cloaca. Y cuando llegó al cruce también él se detuvo unos momentos y olfateó el aire. Luego, también él caminó por el ramal de la izquierda.
Cazadora dejó caer el cuerpo inconsciente de Richard Mayhew sobre un montón de paja, con un gruñido. Él se revolcó en la paja, dijo algo que sonaba como «Fotril chugui mobel rugo», y se volvió a dormir. Cazadora dejó a Puerta en la paja junto a él, con más cuidado. Entonces se quedó de pie a su lado, en los establos oscuros bajo tierra, aún de guardia.
El marqués de Carabás estaba exhausto. Se apoyó contra la pared del túnel y miró fijamente los escalones que subían delante de él. Entonces sacó el reloj de bolsillo de oro y miró la hora. Habían pasado treinta minutos desde que huyera del sótano del hospital.
—¿Ya ha pasado una hora? —preguntó el Sr. Vandemar. Estaba sentado en los escalones delante del marqués, limpiándose las uñas con un cuchillo.
—Ni de cerca —dijo el marqués, jadeando.
—Me ha parecido una hora —dijo el Sr. Vandemar, amablemente.
El mundo se estremeció, y el Sr. Croup apareció detrás del marqués. Aún tenía polvo en la barbilla. De Carabás miró fijamente al Sr. Croup. Se volvió a girar para mirar al Sr. Vandemar. Y entonces, espontáneamente, el marqués de Carabás empezó a reírse. El Sr. Croup sonrió.
—Nos encuentra divertidos, mi señor marqués, ¿verdad? Una fuente de diversión. ¿No es así? Con nuestras ropas bonitas y nuestros circunloquios enrevesados…
El Sr. Vandemar murmuró:
—Yo no tengo un circonio…
—… y lo tonto de nuestra actitud y de nuestra conducta. Y quizá somos divertidos.
El Sr. Croup levantó un dedo, entonces, y le hizo un gesto admonitorio a de Carabás.
—Pero nunca debe imaginarse —continuó—. Que sólo porque algo es divertido, mi señor marqués, no es también peligroso.
Entonces, el Sr. Vandemar le tiró el cuchillo al marqués, con fuerza y precisión, golpeándole, con la empuñadura por delante, en la sien. Al marqués se le pusieron los ojos en blanco y se le doblaron las rodillas.
—Un circunloquio —le dijo el Sr. Croup al Sr. Vandemar— es una manera de hablar de algo dando un rodeo. Una digresión. Verbosidad.
El Sr. Vandemar cogió al marqués de Carabás por la pretina y le subió a rastras por las escaleras, su cabeza dándose con cada escalón a medida que subían, e hizo un gesto de asentimiento.
—Sentía curiosidad por saberlo —dijo.
Observando sus sueños, ahora, mientras duermen.
Cazadora duerme de pie.
En su sueño, Cazadora está en la ciudad subterránea que hay debajo de Bangkok. Es en parte un laberinto y en parte un bosque, ya que la jungla de Tailandia se ha refugiado bajo el suelo, en lo profundo, debajo del aeropuerto y de los hoteles y de las calles. El mundo huele a especias y a mango seco, y también huele, de una manera que no es desagradable, a sexo. Hay humedad y ella está sudando. Reina la oscuridad, rola por manchas fosforescentes en la pared, hongos de un gris verdoso que dan la suficiente luz para engañar al ojo y para caminar.
En su sueño Cazadora se mueve silenciosa como un fantasma por los túneles húmedos, abriéndose paso entre la vegetación. En la mano derecha lleva un asta a la que le ha puesto un peso para equilibrarla; un escudo de piel le cubre el antebrazo izquierdo.
La huele, en su sueño, acre y animal, y se detiene junto a un muro de mampostería en ruinas, y espera, una sombra más, formando parte de la oscuridad. Cazar, como la vida, cree Cazadora, consiste principalmente en esperar. En el sueño de Cazadora, sin embargo, no espera. A su llegada, viene por la maleza, una furia de marrón y blanco, ondulándose suavemente, como una serpiente de piel mojada, los ojos rojos brillantes y mirándole atentamente a través de la oscuridad, los dientes como agujas, una carnívora y una asesina. La criatura se ha extinguido en el Sobremundo. Pesa casi ciento cincuenta kilos y mide un poco más de cinco metros de largo, desde la punta de la nariz hasta la punta de la cola.
Cuando pasa junto a ella, Cazadora silba como una serpiente y, por un momento, alertados los viejos instintos, el animal se queda inmóvil. Luego se abalanza sobre ella, sólo odio y dientes afilados. Recuerda, entonces, en su sueño, que esto había sucedido antes y que, cuando sucedió, en el pasado, ella le había metido el escudo de piel en la boca y le había aplastado el cráneo con el asta pesada, guardándose de dañar la piel. Le había dado la piel de la Gran Comadreja a una chica en la que se había fijado, y la chica se lo había agradecido de manera apropiada.
Pero ahora, en su sueño, eso no está sucediendo. En cambio, la comadreja le está tendiendo la pata delantera, y ella deja caer el asta y le coge la pata. Y en ese mismo momento, en la ciudad subterránea bajo Bangkok, están bailando juntas, un baile intrincado e interminable: y Cazadora las está mirando desde fuera de sí misma y está admirando los complicados movimientos que realizan mientras se mueven, la cola y las piernas y los brazos y los dedos y los ojos y el pelo dando vueltas con energía y de manera extraña, hasta que caen a la parte de abajo y cruzan al otro lado y desaparecen para siempre.
Se oye un ruidito en el mundo en el que uno está despierto, un quejido en el sueño de la niña Puerta, y Cazadora pasa de dormir a estar despierta con fluidez y al instante; está alerta otra vez, y en guardia. Olvida el sueño completamente al despertarse.
Puerta está soñando con su padre.
En su sueño, él le está enseñando a abrir cosas. Coge una naranja y hace un gesto: con un movimiento suave la naranja se invierte y se retuerce: ahora la pulpa naranja está fuera y la piel está en el centro, dentro. Siempre hay que mantener la paridad, le dice su padre, sacando un gajo de naranja al revés para ella. Paridad, simetría, topología: éstas serán nuestras asignaturas en los meses venideros. Puerta. Pero lo más importante que tienes que entender es esto: todas las cosas quieren abrirse. Tienes que sentir esa necesidad y utilizarla. El pelo de su padre es castaño y abundante, como lo era una década antes de su muerte, y tiene una sonrisa fácil, que ella recuerda pero que el tiempo había ido apagando con los años.
En su sueño, él le pasa un candado. Ella lo coge. Sus manos tienen el tamaño y la forma de hoy, aunque sabe que, en realidad, eso ocurrió cuando era una niña pequeñísima, y que está recordando momentos y conversaciones y lecciones que ocurrieron a lo largo de unos doce años y los está comprimiendo en una lección. Ábrelo, le dice su padre.
Ella lo sostiene en la mano, sintiendo el metal frío, sintiendo el peso del candado en sus manos. Algo la molesta. Hay algo que tiene que saber. Puerta aprendió a abrir poco después de aprender a andar. Recuerda a su madre abrazándola con fuerza, abriendo una puerta de la habitación de Puerta al cuarto de jugar, recuerda ver cómo su hermano Arco separaba anillos de plata enlazados y los volvía a unir.
Intenta abrir el candado. Lo manosea con los dedos y con la mente. No ocurre nada. Tira el candado al suelo y empieza a llorar. Su padre recoge el candado, se lo vuelve a poner en la mano. Le quita una lágrima de la mejilla con un dedo largo.
Recuerda, le dice, el candado quiere abrirse. Lo único que tienes que hacer es dejarle hacer lo que quiere.
Está ahí en su mano, frió e inerte y pesado.
Y entonces, de pronto, lo entiende y, en algún lugar de su corazón, le deja ser lo que quiere ser. Se oye un clic fuerte y el candado se abre. Su padre está sonriendo.
Ya está, dice ella.
Muy bien, dice su padre. No se necesita nada más para abrir. Todo lo demás es sólo técnica.
Se da cuenta de qué es lo que la está molestando. ¿Padre?, pregunta. Tu diario. ¿Quién lo guardó? ¿Quién podría haberlo escondido? Pero él se está alejando de ella, y ella ya está olvidando. Le llama, pero él no puede oírla, y aunque ella oye su voz a lo lejos, ya no entiende lo que dice.
En el mundo en que uno está despierto, Puerta gimotea bajito. Entonces se da la vuelta, acuna el rostro entre los brazos, resopla una, dos veces, luego vuelve a dormirse y duerme sin soñar.
Richard sabe que les está esperando. Cada túnel que recorre, cada curva, cada ramal por el que anda, la sensación aumenta en urgencia y en peso. Sabe que está allí, esperando, y la sensación de catástrofe inminente crece a cada paso. Sabe que debería haber sido un alivio cuando dobla la última esquina y la ve allí, enmarcada por el túnel, esperándole. En cambio, sólo siente terror. En su sueño tiene el tamaño del mundo: no queda nada en el mundo más que la Bestia, sus ijadas despidiendo vaho, lanzas rotas y trozos de armas viejas clavadas en la piel. Tiene sangre seca en los cuernos y en los colmillos. Es gorda y enorme y malvada. Y entonces embiste.
Él levanta la mano (pero no es su mano) y le tira la lanza al animal.
Le ve los ojos, húmedos y fieros y regodeándose, cuando flotan hacia él, todo en un instante que se convierte en una eternidad diminuta. Y entonces la tiene encima…
El agua estaba fría y le dio en la cara a Richard como una bofetada; Abrió los ojos sobresaltado y se quedó sin respiración. Cazadora le estaba mirando. Tenía un cubo de madera grande en la mano. Estaba vacío. Richard se llevó una mano a la cabeza. Tenía el pelo empapado y la cara mojada. Se secó el agua de los ojos y tiritó de frío.
—No tenías por qué hacer eso —dijo Richard. Su boca sabía como si varios animalitos la hubieran estado usando de lavabo, intentó levantarse y entonces se volvió a sentar, de repente—. Ooh —explicó.
—¿Cómo tienes la cabeza? —preguntó Cazadora, con profesionalidad.
—La he tenido mejor —dijo Richard.
Cazadora cogió otro cubo de madera, éste lleno de agua, y lo arrastró por el suelo del establo.
—No sé qué bebisteis —dijo—. Pero debía de ser fuerte.
Cazadora metió la mano en el cubo y la sacudió delante de la cara de Puerta, rodándola de agua. Puerta parpadeó.
—No me extraña que la Atlántida se hundiera —murmuró Richard—. Si todos se sentían así por la mañana, probablemente fue un alivio. ¿Dónde estamos?
Cazadora le salpicó la cara a Puerta con otro puñado de agua.
—En los establos de una amiga —dijo. Richard miró a su alrededor. Era cierto que el sitio se parecía un poco a un establo. Se preguntó si era para caballos y, si lo era, ¿qué clase de caballos vivirían bajo tierra? Había un emblema pintado en la pared: la letra S (¿o era una serpiente?, Richard no sabía decirlo), rodeada por siete estrellas.
Puerta se llevó una mano vacilante a la cabeza y se la tocó, experimentalmente, como si no estuviera segura de lo que podría encontrar exactamente.
—Ooh —dijo casi en un susurro—. ¡Arco y templo! ¿Estoy muerta?
—No —dijo Cazadora.
—Qué lástima.
Cazadora la ayudó a ponerse de pie.
—Bueno —dijo Puerta, medio dormida—. Nos avisó de que era fuerte.
Fue entonces cuando Puerta se despertó total y absolutamente. Cogió a Richard por el hombro y señaló el emblema de la pared, la S sinuosa con las estrellas que la rodeaban. Dio un grito ahogado.
—¡Serpentine![8] —le dijo a Richard y a Cazadora—. Ésa es la divisa de Serpentine. ¡Richard, levántate! Hemos de correr… antes de que descubra que estamos aquí…
—¿Y crees —preguntó una voz seca desde la entrada— que podrías entrar en la casa de Serpentine sin que ella lo supiera, niña?
Puerta se echó hacia atrás, apoyándose contra la madera de la pared del establo. Estaba temblando. Richard se dio cuenta, a través del martilleo que sentía en la cabeza, de que nunca la había visto tan asustada, de una forma tan real y tan obvia.
Serpentine estaba en la entrada. Iba vestida con un corsé de piel blanca y botas altas de piel blanca y los restos de lo que parecía que había sido, hacía mucho tiempo, la confección de encaje y seda de un vestido de novia blanco, ahora hecho jirones y sucio y rasgado. Era mucho más alta que los demás: su mata de pelo canoso rozaba el dintel de la puerta. Tenía la mirada penetrante y su boca era un tajo cruel en un rostro imperioso. Miró a Puerta como si el terror fuera algo que se mereciera, como si se hubiera acostumbrado tanto al miedo que ahora lo esperaba, incluso le gustaba.
—Cálmate —dijo Cazadora.
—Pero es Serpentine —gimió Puerta—. De las Siete Hermanas[9].
Serpentine inclinó la cabeza, cordialmente. Luego dejó el umbral de la puerta y caminó hacia ellos. Detrás de ella había una mujer delgada con una cara severa y pelo largo y oscuro, que llevaba un vestido negro, ajustado en su cintura de avispa. La mujer estaba callada. Serpentine se acercó a Cazadora.
—Cazadora trabajó para mí hace mucho tiempo —dijo Serpentine. Alargó un dedo blanco y le acarició dulcemente la mejilla morena a Cazadora, un gesto de afecto y posesión. Entonces dijo—: Te has conservado mejor que yo. Cazadora. —Cazadora bajó la mirada—. Tus amigos son mis amigos, niña —dijo Serpentine—. ¿Tú eres Puerta?
—Sí —dijo Puerta, con la boca seca.
Serpentine se encaró con Richard.
—¿Y tú qué eres? —preguntó, nada impresionada.
—Richard —dijo él.
—Yo soy Serpentine —le dijo ella, con deferencia.
—Me lo había parecido —dijo Richard.
—Tenéis comida en la mesa —dijo Serpentine—, si deseáis interrumpir vuestro ayuno.
—Dios mío, no —gimoteó Richard, con educación. Puerta no dijo nada. Seguía apoyada contra la pared, aún temblando ligeramente, como una hoja en una brisa de otoño. El hecho de que estuviera claro que Cazadora les había traído aquí como refugio seguro no servía para disipar su miedo.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Cazadora.
Serpentine miró a la mujer de cintura de avispa de la entrada.
—¿Y bien? —preguntó. La mujer esbozó la sonrisa más fría que Richard había visto jamás cruzar una cara humana y entonces dijo:
—Huevos fritos huevos escalfados huevos en escabeche venado al curry cebollas en vinagre arenques en escabeche arenques ahumados arenques salados estofado de champiñones tocino salado col rellena gelatina de pies de ternera…
Richard abrió la boca para suplicarle que parara, pero era demasiado tarde. Vomitó de repente, mucho y horriblemente.
Quería que alguien le abrazara, le dijera que todo iría bien, que pronto se sentiría mejor; que alguien le diera una aspirina y un vaso de agua y le volviera a llevar a la cama. Pero nadie lo hizo; y su cama estaba a otra vida de distancia. Se quitó el vómito de la cara y de las manos con agua del cubo. Luego se enjuagó la boca. Entonces, tambaleándose suavemente, siguió a las cuatro mujeres para desayunar.
—Pásame la gelatina de pies de ternera —dijo Cazadora, con la boca llena.
El comedor de Serpentine estaba en lo que parecía ser el andén de metro más pequeño que Richard había visto jamás. Medía unos cuatro metros de largo y gran parte de ese espacio estaba ocupado por una mesa. Había un mantel de damasco blanco extendido sobre la mesa y, encima, una vajilla de plata para ocasiones solemnes. Había un montón enorme de productos alimenticios hediondos sobre la mesa. Los huevos de codorniz en escabeche, pensó Richard, eran los que olían peor.
Richard tenía la piel pegajosa y le parecía que le habían puesto mal los ojos en las cuencas; en cuanto al cráneo, le daba la impresión de que alguien se lo había sacado mientras dormía y se lo había cambiado por otro de dos o tres tallas de menos. Un tren pasó a pocos metros de donde estaban; el viento producido por su paso azotó la mesa. El ruido de su paso le atravesó la cabeza como un cuchillo caliente a través de sus sesos. Richard gimió.
—Veo que tu héroe es incapaz, de aguar bien el vino —observó Serpentine, sin apasionamiento.
—No es mi héroe —dijo Puerta.
—Me temo que lo es. Se aprende a reconocer el tipo de hombre. Algo en los ojos, quizá —se giró hacia la mujer de negro, que parecía ser una especie de mayordoma—. Un reconstituyente para el caballero —la mujer sonrió fríamente y salió con fluidez.
Puerta cogió un plato de champiñones.
—Le estamos muy agradecidos por todo esto, Lady Serpentine —dijo.
Serpentine resopló.
—Sólo Serpentine, niña. No tengo tiempo para estúpidos tratamientos honoríficos y títulos imaginarios. Así que… tú eres la hija mayor de Pórtico.
—Sí.
Serpentine metió el dedo en la salsa salada que contenía lo que parecían ser varias anguilas pequeñas. Se chupó el dedo, hizo un gesto de aprobación.
—Tuve poco tiempo para tu padre. Todas esas tonterías de unir el Lado Subterráneo. Puro cuento. Qué hombre tan bobo. Sólo se buscaba problemas. La última vez que vi a tu padre, le dije que si regresaba algún día, le convertiría en una culebra de cristal. —Se volvió hacía Puerta—. ¿Por cierto, cómo está tu padre?
—Está muerto —dijo Puerta.
Serpentine parecía estar plenamente satisfecha.
—¿Ves? —dijo—. Eso es exactamente lo que quería decir.
Puerta calló. Serpentine tocó algo que se estaba moviendo entre sus cabellos grises. Lo examinó detenidamente, lo aplastó entre el índice y el pulgar y lo tiró al andén. Entonces se giró hacia Cazadora, que estaba zampándose una montañita de arenques en escabeche.
—¿Así que vas a cazar a la Bestia? —dijo. Cazadora asintió, con la boca llena—. Necesitarás la lanza, por supuesto —dijo Serpentine.
La mujer de cintura de avispa estaba ahora junto a Richard, con una bandeja pequeña en las manos. En la bandeja había un vasito que contenía un líquido de un color esmeralda agresivo. Richard lo miró fijamente y luego miró a Puerta.
—¿Qué le estás dando? —preguntó Puerta.
—Nada que le vaya a hacer daño —dijo Serpentine. Con una sonrisa helada—. Sois invitados.
Richard se bebió el líquido verde, que sabía a tomillo y a menta y a mañanas de invierno. Notó como bajaba y se preparó para intentar que no volviera a subir. Por el contrario, respiró hondo y se dio cuenta, algo sorprendido, de que ya no le dolía la cabeza y de que se moría de hambre.
El Viejo Bailey no era, intrínsecamente, una de esas personas que habían nacido para explicar chistes. A pesar de esa desventaja, insistía en intentarlo. Le encantaba contar chistes malos y excesivamente largos, que solían acabar con un lamentable juego de palabras, aunque la mitad de las veces el Viejo Bailey era incapaz de recordarlo cuando llegaba al final. El único público para los chistes del Viejo Bailey consistía en un pequeño grupo de pájaros cautivos que, especialmente los grajos, consideraban sus chistes como parábolas profundas y filosóficas que contenían ideas trascendentes y penetrantes sobre lo que significaba ser humano, y que incluso le pedían, de vez en cuando, que les contara otra de sus historias divertidas.
—Vale, vale, vale —estaba diciendo el Viejo Bailey—. Interrumpidme si ya lo sabéis. Un hombre entró en un bar. No, no era un hombre. Ése es el chiste. Perdón. Era un caballo. Un caballo… no… un trozo de cordel. Tres trozos de cordel. Bien. Tres trozos de cordel entran en un bar.
Un grajo viejo y enorme graznó una pregunta. El Viejo Bailey se frotó la barbilla, luego se encogió de hombros.
—Lo hacen y ya está. Es un chiste. Pueden andar, en el chiste. Uno pide una copa para el y otra para cada uno de sus amigos. Y el camarero le dice: «Aquí no servimos a trozos de cordel». Se lo dice a uno de los trozos de cordel. Así que vuelve a donde están sus amigos y dice: «Aquí no sirven a trozos de cordel». Como es un chiste, el de en medio también lo hace, pide tres bebidas, ¿sabéis?, entonces el último se ata por en medio y se hace un lazo. Y pide una copa. —El grajo graznó otra vez, sabiamente—. Tres bebidas. Tienes razón. Y el camarero dice: «Oye, ¿tú no eres uno de esos trozos de cordel?». Y él dice, el trozo de cordel dice: «Vaya, no has caído en el lazo». Por el lazo que se ha hecho, ¿veis? No le ha engañado, no ha caído en el lazo. Un juego de palabras. Muy, muy divertido.
Los estorninos hicieron unos ruidos por cortesía. Los grajos asintieron con las cabezas y las inclinaron a un lado. Entonces, el grajo más viejo le graznó al Viejo Bailey.
—¿Otro? Oye, que no estoy hecho de hilaridad, ¿sabes? Deja que piense…
Se oyó un sonido en la tienda de campaña, un sonido grave y palpitante, como el latido de un corazón lejano. El Viejo Bailey entró en la tienda corriendo. El ruido venía de un arcón viejo de madera en el que el Viejo Bailey guardaba las cosas que más valoraba. Abrió el arcón. El sonido palpitante se volvió mucho más fuerte. La cajita de plata estaba encima de los tesoros del Viejo Bailey. Alargó una mano nudosa y la cogió. Una luz roja latía rítmicamente resplandecía en su interior, como el latido de un corazón, y brillaba a través de la filigrana de plata y a través de las rendijas y de los cierres.
—Está en apuros —dijo el Viejo Bailey.
El grajo más viejo graznó una pregunta.
—No, no es un chiste. Es el marqués —dijo el Viejo Bailey—. Está en apuros.
Richard iba por la mitad de su segundo plato de desayuno cuando Serpentine se separó de la mesa, empujando su silla hacia atrás.
—Creo que ya estoy harta de hospitalidad —dijo—. Niña, joven, buenos días. Cazadora… —hizo una pausa. Entonces le pasó un dedo parecido a una garra por la línea de la mandíbula a Cazadora—. Cazadora, aquí siempre eres bienvenida —les saludó con la cabeza, imperiosamente, se levantó y se marchó, seguida por su mayordoma de cintura de avispa.
—Ahora deberíamos irnos —dijo Cazadora. Se levantó de la mesa, y Puerta y Richard, más a su pesar, la siguieron.
Caminaron por un pasillo que era demasiado estrecho para permitir que pasara más de uno a la vez. Subieron unas escaleras de piedra. Cruzaron un puente de hierro en la oscuridad, mientras trenes subterráneos resonaban debajo de ellos. Entonces entraron en lo que parecía una red infinita de sótanos subterráneos que olían a humedad y a descomposición, a ladrillo y a piedra y a tiempo.
—¿Así que ésa era tu antigua jefa? Parecía bastante amable —le dijo Richard a Cazadora. Ella no contestó.
Puerta, que había estado algo apagada, dijo:
—Cuando quieren que los niños se porten bien en el Lado Subterráneo, les dicen «Pórtate bien, o vendrá Serpentine para llevarte con ella».
—Ah —dijo Richard—. ¿Y tú trabajabas para ella, Cazadora?
—Trabajaba para todas las Siete Hermanas.
—Pensaba que no se hablaban desde hace, bueno, al menos treinta años —dijo Puerta.
—Es muy posible. Pero entonces aún se hablaban.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Puerta. Richard se alegraba de que lo hubiera preguntado; él nunca se habría atrevido.
—Tantos como mi lengua —dijo Cazadora, recatada—, y algunos más que mis dientes.
—De todos modos —dijo Richard, en el tono de voz tranquilo del que ya no tenía resaca y del que sabía que, en algún lugar lejano encima de ellos, alguien estaba pasando un día estupendo—, ha estado bien. Buena comida. Y no había nadie que intentara matarnos.
—Estoy segura de que eso se remediará a medida que transcurra el día —dijo Cazadora, atinando—. ¿Por dónde se va a los Dominicos, mi lady?
Puerta se detuvo y se concentró.
—Iremos por el camino del río —dijo—. Por aquí.
—¿Ya vuelve en sí? —preguntó el Sr. Croup.
El Sr. Vandemar apretó con un dedo largo el cuerpo boca abajo del marqués. Su respiración era superficial.
—Aún no, señor Croup. Creo que le he roto algo.
—Debe tener más cuidado con sus juguetes, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup.