9

Jessica estaba un poco agobiada. Estaba preocupada y nerviosa y angustiada. Había catalogado la colección, se había puesto de acuerdo con el Museo Británico para que la exposición se celebrara allí, organizado la restauración de la mejor pieza de la exposición, ayudado a colgar y exponer la colección, y elaborado la lista de los invitados a la fabulosa inauguración. Menos mal que no tenía un novio, le decía a sus amigos. No tendría tiempo para uno aunque lo tuviera. Aun así, pensó, sí estaba bien cuando tuviera un momento: alguien con quien ir a las galerías los fines de semana. Alguien con quien…

No. En su cabeza no iba a aquel sitio. Le costaba tanto definir la causa como meter el dedo en una gota de mercurio, y volvió a concentrarse en la exposición. Incluso en aquel momento, en el último minuto, había tantas cosas que podían salir mal. Muchos caballos se habían caído en el obstáculo final. Muchos generales demasiado confiados habían visto cómo una victoria segura se convertía en una derrota en los últimos minutos de una batalla. Jessica simplemente iba a asegurarse de que no fallara nada. Llevaba un vestido de seda verde, un general con los hombros al descubierto reuniendo a sus tropas y fingiendo estoicamente que el Sr. Scockton no llevaba media hora de retraso.

Sus tropas consistían en un jefe de camareros, unos doce empleados para servir, tres mujeres de la compañía encargada del catering, un cuarteto de cuerda, y su ayudante, un joven llamado Clarence.

Revisó la mesa de las bebidas.

—¿Estamos bien de champán? ¿Sí?

El jefe de los camareros señaló la caja de botellas de champán de debajo de la mesa.

—¿Y agua mineral con gas? —Otra señal de asentimiento. Otra caja. Jessica frunció los labios—. ¿Y qué hay del agua mineral sin gas? Las burbujas no le gustan a todo el mundo, ¿sabe? —Tenían mucha agua mineral sin gas. Bien.

El cuarteto de cuerda estaba practicando. No tocaban lo bastante fuerte como para ahogar el ruido que venía de la sala de afuera. Era el ruido de una multitud pequeña pero acaudalada; las quejas de las mujeres de los abrigos de visón, y de los hombres que, si no fuera por los letreros de NO FUMAR de las paredes —y quizá por el consejo de sus médicos—, estañan fumando puros; las quejas de los periodistas y de las celebridades que olían los canapés, los volovanes, las cosas diversas para picar y el champán gratis.

Clarence hablaba con alguien por su teléfono móvil, una delgada obra de ingeniería plegable que hacía que los comunicadores de Star Trek parecieran voluminosos y anticuados. Lo desconectó, bajó la antena, se lo puso en el bolsillo Armani de su traje Armani, donde ni siquiera hacía bulto. Sonrió, de modo tranquilizador.

—Jessica, el chófer del señor Scockton ha llamado desde el coche. Aún llevan un par de minutos de retraso. No hay nada de qué preocuparse.

—Nada de qué preocuparse —repitió Jessica. Condenado al fracaso. Condenado al fracaso. Todo el asunto iba a ser un desastre. Su desastre. Cogió una copa de champán de la mesa, la vació de un trago y le pasó la copa vacía al sumiller.

Clarence ladeó la cabeza, escuchando el retumbar de las quejas de la sala de afuera. La multitud quería entrar. Se miró el reloj, luego miró a Jessica de manera inquisitiva, un capitán preguntándole a su general; ¿Qué, entramos en el Valle de la Muerte, jefe?

—El señor Stockton ya viene para aquí, Clarence —dijo Jessica con calma—. Ha solicitado una visita privada antes de que empiece la inauguración.

—¿Quieres que salga y vea qué tal están?

—No —dijo ella con decisión. Luego, con la misma decisión—, sí —habiéndose ocupado ya de la comida y de la bebida, Jessica se volvió hacia el cuarteto de cuerda y les preguntó, por tercera vez esa noche, qué tenían pensado tocar exactamente.

Clarence abrió la puerta de dos hojas para inspeccionar a la multitud. Era peor de lo que había creído: tenía que haber más de cien personas en la sala. Y no eran sólo personas. Eran personas. Algunas de ellas eran incluso personalidades.

—Disculpe —dijo el presidente del Consejo de Cultura—. Las invitaciones decían a las ocho en punto. Ya son las ocho y veinte.

—Sólo tardaremos unos minutos más —le tranquilizó Clarence, con soltura—. Medidas de seguridad.

Una mujer con un sombrero se le vino encima. Tenía una voz estentórea, intimidatoria y decididamente parlamentaria.

—Joven —anunció—, ¿sabe quién soy yo?

—No, la verdad es que no —mintió Clarence, que sabía exactamente quiénes eran todos—. Espere… veré si hay alguien aquí que lo sepa —cerró la puerta tras él—. ¿Jessica? Van a amotinarse.

—No exageres. Clarence —se estaba moviendo por la habitación como un torbellino de seda verde, colocando a su personal de servicio, con las bandejas de canapés o de bebidas, en rincones estratégicos de la sala; comprobando el sistema de megafonía, el podio, la cortina y la cuerda para correrla.

—Ya veo los titulares —dijo Clarence, mientras desdoblaba un periódico imaginario—. «Grupo de multimillonarios carrozas aplasta a una joven directora de marketing al precipitarse sobre los canapés en un museo».

Alguien se puso a llamar a la puerta. El volumen del sonido de la sala aumentó. Alguien decía, en voz muy alta:

—Oiga, eh, oiga.

Alguien más estaba informando a la multitud de que aquello era una vergüenza, lisa y llanamente una vergüenza, no se podía calificar de otra manera.

—Decisión ejecutiva —dijo Clarence, de pronto—. Les voy a dejar entrar.

Jessica gritó:

—¡No! Si lo…

Pero ya era demasiado tarde. Las puertas estaban abiertas y la horda se abría paso a empujones para entrar en la sala. La expresión de la cara de Jessica se transformó de una de horror en una de placer exquisito. Se dirigió hacia la puerta, resplandeciente.

—Baronesa —dijo con una sonrisa feliz—. No sabe lo encantados que estamos de que haya podido venir a nuestra pequeña exposición esta noche. El señor Stockton ha sufrido un retraso inevitable, pero llegará de un momento a otro. Por favor, sírvase algún canapé…

Por encima del hombro cubierto de visón de la baronesa, Clarence le guiñó el ojo, alegremente. Jessica repasó mentalmente todas las palabrotas que sabía. En cuanto la baronesa se había dirigido hacia los volovanes, Jessica se acercó a Clarence y, en un susurro y sin dejar de sonreír, le insultó con varias de ellas.

Richard se quedó inmóvil. Un guarda de seguridad venía directo hacia ellos, enfocando su linterna de un lado a otro. Richard buscó a su alrededor un sitio donde esconderse.

Demasiado tarde. Otro guarda venía hacia ellos, pasando por delante de las gigantescas estatuas de los dioses griegos muertos, con el haz, de luz de su linterna balanceándose hacia delante y hacia atrás.

—¿Todo bien? —gritó el primer guarda. El otro siguió viniendo y se paró justo al lado de Richard y de Puerta.

—Supongo —dijo la guarda—. Ya he tenido que impedir que un par de idiotas de traje grabaran sus iniciales en la piedra Rosetta. Odio estas recepciones.

El primer guarda deslumbró a Richard con la linterna, luego dejó que el haz de luz se deslizara y pasara por las sombras, rozándolas.

—Ya te lo he dicho —dijo con el placer satisfecho de cualquier profeta auténtico—, es como una repetición de La máscara de la muerte roja. Una fiesta de élite decadente, mientras la civilización se desmorona alrededor de sus oídos.

Se hurgó la nariz y se limpió el dedo en la suela de piel de su bota negra limpísima.

El segundo guarda suspiró.

—Gracias, Gerald. Bueno, volvamos a hacer la ronda.

Los guardas salieron juntos de la sala.

—En el último de estos acontecimientos descubrimos que alguien había vomitado en un sarcófago —dijo él, y entonces la puerta se cerró tras ellos.

—Si eres parte de Londres de Abajo —le dijo Puerta a Richard, en un tono coloquial, mientras entraban, uno al lado de otro, en la sala siguiente—, normalmente ni se dan cuenta de que existes a menos que te pongas a hablar con ellos. E incluso entonces te olvidan bastante rápido.

—Pero yo te vi —dijo Richard. Llevaba un rato preocupándole.

—Lo sé —dijo Puerta—. ¿A que es raro?

—Todo es raro —dijo Richard, con sentimiento. La música de cuerda era cada vez más fuerte. De algún modo, la ansiedad que sentía era peor aquí, en Londres de Arriba, donde se veía obligado a reconciliar los dos universos. Al menos abajo podía limitarse a avanzar como en un sueño, poniendo un pie delante del otro como un sonámbulo.

—El Ángelus está por aquí —anunció Puerta, interrumpiendo su ensueño y señalando en la dirección de donde venía la música.

—Lo sé —dijo ella, con absoluta certeza—. Vamos —salieron de la oscuridad y se metieron en un pasillo iluminado. Había un cartel enorme que colgaba de un lado a otro del pasillo. Ponía:

ÁNGELES EN INGLATERRA.

UNA EXPOSICIÓN EN EL MUSEO BRITÁNICO.

Patrocinada por Stocktons PLC.

Cruzaron el pasillo y entraron por una puerta abierta en una sala grande en la que se estaba celebrando una fiesta.

Había un cuarteto de cuerda tocando, y varios camareros le proporcionaban comida y bebida a una sala llena de gente bien vestida. Había un estrado pequeño en un rincón de la sala, con un podio encima, junto a una cortina alta.

La sala estaba completamente llena de ángeles.

Había estatuas de ángeles en pedestales diminutos. Había cuadros de ángeles en las paredes. Había frescos de ángeles. Había ángeles enormes y otros diminutos, ángeles tiesos y otros afables, ángeles con alas y aureolas y ángeles sin ninguna de las dos cosas, ángeles guerreros y también pacíficos. Había ángeles modernos y los había clásicos. Cientos y cientos de ángeles de todos los tamaños y de todas las formas. Ángeles occidentales, de Oriente Medio, del Éste. Ángeles de Miguel Ángel. Ángeles de Joel Peter Witkin, ángeles de Picasso, ángeles de Warhol. La colección de ángeles del Sr. Stockton estaba hecha «sin criterio hasta el punto de rozar la baja calidad, pero no había duda de que impresionaba por su eclecticismo». (Time Out).

—¿Pensarías —preguntó Richard—, que estoy siendo quisquilloso si señalara que intentar encontrar algo con un ángel aquí dentro va a ser como intentar encontrar una aguja en…? ¡Dios mío, es Jessica! —Richard sintió cómo perdía el color de la cara. Hasta ahora había pensado que aquello no era más que una forma de hablar. No había creído que verdaderamente ocurría en la vida real.

—¿Alguien que conocías? —preguntó Puerta.

Richard asintió.

—Era mi… bueno… íbamos a casarnos. Hemos estado juntos un par de años. Estaba conmigo cuando te encontré. Era la del… la que dejó aquel mensaje. En el contestador automático.

Señaló al otro lado de la sala: Jessica estaba conversando animadamente con Sir Andrew Lloyd Webber, Bob Geldof y un caballero con gafas que tenía todo el aspecto de ser un Saatchi. Cada pocos minutos Jessica comprobaba la hora y dirigía la mirada hacia la puerta.

—¿Ella? —dijo Puerta, reconociendo a la mujer. Entonces, sintiendo que obviamente debería decir algo agradable sobre alguien que Richard había querido, dijo—: vaya, está muy… —e hizo una pausa y pensó y luego dijo—… limpia.

Richard se quedó mirando al otro lado de la sala.

—¿Estará… le va a disgustar que estemos aquí?

—Lo dudo —dijo Puerta—: Francamente, a menos que hagas algo estúpido, como hablar con ella, es probable que ni se fije en ti —entonces, con más entusiasmo, dijo—: ¡comida! —se lanzó sobre los canapés como una niña con la nariz tiznada y vestida con una chaqueta de cuero demasiado grande que llevara bastante tiempo sin comer como es debido. De inmediato, se atiborró la boca de enormes cantidades de comida, la masticó y la engulló, mientras que, al mismo tiempo, envolvía los bocadillos más sustanciosos en servilletas de papel y se los metía en los bolsillos. Luego, con un plato de papel lleno hasta arriba de patas de pollo, rodajas de melón, volovanes de champiñones, pastelitos de hojaldre con caviar y mini salchichas de venado, empezó a dar vueltas por la sala, mirando de hito en hito todos y cada uno de los artefactos angelicales.

Richard avanzaba despacio detrás de ella, con un bocadillo de brie e hinojo y un vaso de zumo de naranja recién exprimido.

Jessica estaba muy desconcertada. Se había fijado en Richard y, al hacerlo, se había fijado en Puerta. Tenían algo que le resultaba familiar: era como un picor en la garganta que le era imposible quitarse de encima y que era terriblemente irritante.

Le recordó a Jessica algo que su madre le había explicado una vez, sobre cómo una noche la madre de Jessica se había encontrado con una mujer que había conocido toda la vida —con la que había ido al colegio y con la que había sido miembro del consejo del distrito—, y cómo, al encontrarse con la mujer en una fiesta, se había dado cuenta de repente de que era incapaz de recordar su nombre, aunque sabía que la mujer tenía un marido en el campo editorial que se llamaba Eric y un perro perdiguero dorado llamado Major. La madre de Jessica se había quedado bastante contrariada. Estaba sacando a Jessica de quicio.

—¿Quién es esa gente?— le preguntó a Clarence.

—¿Aquéllos? Bueno, él es el nuevo director de Vogue, ella es la corresponsal de cultura del New York Times. La que está en medio es Kate Moss, creo…

—No, ésos no —dijo Jessica—. Aquéllos. Allí.

Clarence miró al sitio que ella le indicaba. ¿Hum? Ah. Aquéllos. No entendía cómo no les había visto antes. Se estaba haciendo viejo, pensó; pronto tendría veintitrés años.

—¿Periodistas? —dijo sin mucha convicción—. Parecen bastante progres. ¿Del rollo grunge? Por favor. Sé que he invitado a la flor y nata…

—Le conozco —dijo Jessica, frustrada. Entonces el chófer del Sr. Stockton llamó desde Holborn para decir que casi había llegado al Museo Británico, y Richard se le fue de la cabeza, como mercurio deslizándose por entre sus dedos.

—¿Ves algo? —preguntó Richard.

Puerta negó con la cabeza y se tragó un bocado de pata de pollo masticado a toda prisa.

—Es como si jugáramos a «Adivina qué paloma es» en Tralalgar Square —dijo—. No hay nada que parezca que es el Ángelus. El papel decía que lo reconocería si lo viera.

Y se alejó, inspeccionando ángeles, abriéndose paso a empujones entre un magnate de la industria, el segundo líder de la oposición y la prostituta mejor pagada del Sur de Inglaterra.

Richard se volvió y se encontró cara a cara con Jessica. Llevaba el pelo recogido en alto y unos tirabuzones castaños le enmarcaban la cara perfectamente. Estaba muy guapa. Le estaba sonriendo; fue culpa de esa sonrisa.

—Hola, Jessica —dijo—. ¿Cómo estás?

—Hola. Mire, no se lo va a creer —dijo ella—, pero mi ayudante no anotó el nombre de su periódico, señor, en…

—¿Periódico? —dijo Richard.

—¿He dicho periódico? —dijo Jessica, con una risa cristalina, dulce y autocrítica—. Revista… canal de televisión. ¿Está con los medios de comunicación, verdad?

—Tienes muy buen aspecto, Jessica —dijo Richard.

—Usted me saca ventaja —dijo ella, sonriendo con picardía.

—Eres Jessica Bartram. Eres la ejecutiva de marketing de Stocktons. Tienes veintiséis años. Tu cumpleaños es el veintitrés de abril y en momentos de pasión intensa tienes tendencia a tararear la canción de los Monkees I’m a Believer

Jessica ya no sonreía.

—¿Esto es una broma o qué? —preguntó con frialdad.

—Ah. Y estamos prometidos desde hace dieciocho meses —dijo Richard.

Jessica sonrió nerviosamente. Quizá sí que era una broma o algo por el estilo: una de esas bromas que todos los demás parecían entender y que ella nunca cogía.

—Me da la impresión de que lo sabría si hubiera estado comprometida con alguien dieciocho meses, señor, en… —dijo Jessica.

—Mayhew —dijo Richard, amablemente—. Richard Mayhew. Me plantaste y ya no existo.

Jessica saludó con la mano, urgentemente, a nadie en particular al otro lado de la sala.

—Enseguida voy —dijo desesperada, y empezó a retroceder.

I’m a believer —cantó Richard, alegremente—, couldn 't leave her if I tried[6]

Jessica agarró una copa de champán de una bandeja que pasaba, y se la bebió de un trago. Al otro extremo de la sala veía al chófer del Sr. Stockton, y donde estaba el chófer del Sr. Stockton…

Se dirigió hacia las puertas.

—¿Y quién era? —preguntó Clarence, avanzando poco a poco junto a ella.

—¿Quién?

—Tu hombre misterioso.

—No lo sé —admitió. Luego dijo—, mira, quizá deberías llamar a seguridad.

—Muy bien. ¿Por qué?

—Tú haz que vengan los de seguridad, ¿vale? —y entonces el Sr. Arnold Stockton entró en la sala, y todo lo demás se le fue de la cabeza.

Era expansivo, y caro, una caricatura de Hogarth de un hombre de enorme circunferencia, con mucha papada y un estómago amplio. Tenía más de sesenta años; tenía el pelo gris y plateado y lo llevaba demasiado largo por detrás, porque que su pelo fuera demasiado largo hacía que la gente se sintiera incómoda y al Sr. Stockton le gustaba hacer que la gente se sintiera incómoda. Comparado con Arnold Stockton, Rupert Murdoch era un mequetrefe sospechoso y Robert Maxwell, últimamente, una ballena arrojada sobre la playa. Arnold Stockton era un pitbull, que era como los caricaturistas a menudo optaban por dibujarle. Stocktons tenía un poco de todo: satélites, periódicos, compañías de discos, parques de atracciones, libros, revistas, cómics, canales de televisión, compañías de cine.

—Pronunciaré el discurso ahora —le dijo el Sr. Stockton a Jessica, a modo de introducción—. Luego me largaré. Volveré en otro momento, cuando no haya tanta gente estirada por aquí.

—Muy bien —dijo Jessica—. Sí. El discurso ahora. Por supuesto.

Y le condujo al pequeño estrado para que subiera al podio. Hizo tintinear la uña contra una copa, para pedir silencio. Nadie la oyó, así que dijo «Disculpen», en el micrófono. Ésta vez la conversación bajó de volumen.

—Damas y caballeros, distinguidos invitados, quisiera darles la bienvenida a todos ustedes al Museo Británico —dijo—, a «Ángeles en Inglaterra», la exposición patrocinada por Stocktons, y al hombre que está detrás de todo, nuestro jefe del ejecutivo y presidente de la junta, el señor Arnold Stockton.

Los invitados aplaudieron, sin que a ninguno de ellos le cupiera la menor duda de quién era el que había reunido la colección de ángeles o, para el caso, quién había pagado el champán.

El Sr. Stockton carraspeó.

—Bien —dijo—. No me alargaré. Cuando era pequeño, solía venir al Museo Británico los sábados, porque era gratis y no teníamos mucho dinero. Pero subía los grandes escalones del museo e iba a la sala que hay detrás y levantaba la vista hacia este ángel. Era como si él supiera lo que yo estaba pensando.

Justo en ese momento, Clarence volvió a entrar, con un par de guardas de seguridad detrás de él. Señaló a Richard, que se había parado a escuchar el discurso del Sr. Stockton. Puerta todavía estaba estudiando los objetos expuestos.

—No, ése —les repetía Clarence a los guardas, en voz baja—. No, miren, allí. ¿Sí? Ése.

—Bueno, como cualquier cosa que no se cuida —continuó el Sr. Stockton—, se deterioró, se cayó a pedazos bajo las tensiones y las presiones de los tiempos modernos. Se pudrió. Se echó a perder. En fin, ha costado una burrada de dinero —hizo una pausa, para que tomaran plena conciencia de ello, si él, Arnold Stockton, pensaba que era una burrada, entonces no había duda que lo era—, y unos cuantos artesanos han pasado mucho tiempo restaurándolo y arreglándolo. Después, la exposición irá a América y, luego, dará la vuelta al mundo, de manera que, tal vez, inspire a otro mocoso sin un céntimo para que cree su propio imperio de las comunicaciones.

Miró a su alrededor. Al volverse hacia Jessica, murmuró:

—¿Ahora qué hago?

Ella señaló la cuerda junto a la cortina. El Sr. Stockton tiró de la cuerda. La cortina se hinchó y se abrió, dejando ver una puerta vieja que había detrás.

Volvió a haber algo de ajetreo en el rincón de Clarence.

—No, ése —dijo Clarence—. Por Dios, ¿están ciegos o qué?

Parecía que antes hubiera sido la puerta de una catedral. Tenía la altura de dos hombres y era lo bastante ancha como para que pudiera pasar un poni. Había un ángel extraordinario tallado en la madera de la puerta y pintado de rojo y blanco y panes de oro. Miraba al mundo con ojos medievales sin expresión. Los invitados pronunciaron una exclamación de admiración y, luego, empezaron a aplaudir.

El Ángelus —Puerta le tiró de la manga a Richard—. ¡Es ése! Vamos, Richard —corrió hacia el estrado.

—Discúlpeme —le dijo un guarda a Richard.

—¿Nos permite ver su invitación? —dijo otro, cogiendo a Richard del brazo firme pero discretamente—. ¿Y tiene usted algún documento que acredite su identidad?

—No —dijo Richard.

Puerta había subido al escenario. Richard intentó soltarse de un tirón y seguirla, esperando que los guardas le olvidaran. No lo hicieron: ahora que les habían informado de su presencia, iban a pasar a tratarle como tratarían a cualquier otra persona desarrapada, sucia y no muy bien afeitada que se hubiera colado. El guarda que tenía cogido a Richard le agarró el brazo con aún más fuerza y le dijo entre dientes:

—Quieto.

Puerta se detuvo en el escenario, preguntándose cómo podía hacer que los guardas soltaran a Richard. Entonces hizo la única cosa que se le ocurrió. Se acercó al micrófono, se puso de puntillas y chilló, lo más alto que pudo, al sistema de megafonía. Tenía un grito extraordinario: podía, sin ayuda artificial, atravesarte la cabeza como un taladro nuevo con una sierra de huesos de accesorio. Y amplificado… era sencillamente sobrenatural.

A una camarera se le cayó la bandeja de copas. Todos volvieron la cabeza. Se taparon los oídos con las manos. Toda conversación se detuvo. La gente se quedó mirando el estrado perpleja y horrorizada. Y Richard corrió hacia allá.

—Lo siento —le dijo al guarda anonadado, mientras se soltaba el brazo de un tirón y huía—. Es el Londres equivocado.

Llegó al estrado y agarró la mano extendida de Puerta, que, con la mano derecha, tocó el Ángelus, la enorme puerta de la catedral. La tocó y la abrió.

Ésta vez a nadie se le cayó ninguna copa. Estaban paralizados, con la mirada fija, absolutamente abrumados y, por un momento, deslumbrados. El Ángelus se había abierto y una luz, de detrás de la puerta, había inundado la sala con un resplandor. La gente se tapó los ojos y, luego, vacilantes, los volvió a abrir y simplemente miró. Era como si hubieran hecho estallar fuegos artificiales en la sala. No los fuegos artificiales de interior, cosas extrañas y que se arrastran, que chisporrotean y huelen mal; ni siquiera el tipo de fuegos artificiales que se lanzan desde el patio trasero; sino el tipo de fuegos artificiales de potencia industrial que se lanzan lo bastante alto como para provocar una amenaza potencial a las rutas aéreas: el tipo de fuegos artificiales que ponen fin a un día en Disney World o que les dan dolores de cabeza a los jefes de bomberos en los conciertos de Pink Floyd. Fue un momento de magia pura.

El público miró, embelesado y asombrado. El único sonido que se oía era el cuasigemido de asombro, suave y ahogado, que da la gente cuando mira fuegos artificiales: el sonido de la admiración. Entonces un joven mugriento y una chica de cara sucia con una chaqueta de cuero enorme entraron en el espectáculo de luz y desaparecieron. La puerta se cerró tras ellos. El espectáculo de luz había acabado.

Y todo volvió a ser normal. Los invitados, los guardas y los camareros pestañearon, menearon sus cabezas respectivas y, habiéndose enfrentado a algo totalmente fuera de toda experiencia, decidieron, de algún modo, sin decir nada, que aquello simplemente no había ocurrido. El cuarteto de cuerda empezó a tocar otra vez.

El Sr. Stockton se marchó, saludando bruscamente con la cabeza a varios conocidos de camino a la puerta. Jessica se acercó a Clarence.

—¿Que están haciendo —preguntó, en voz baja— esos guardas de seguridad aquí?

Los guardas en cuestión estaban entre los invitados, mirando a su alrededor como si ellos mismos no estuvieran seguros de lo que hacían allí. Clarence empezó a explicar exactamente lo que los guardas estaban haciendo allí; y entonces se dio cuenta de no tenía la más mínima idea.

—Yo me ocuparé de ello —dijo Clarence, de manera eficiente.

Jessica asintió con la cabeza. Echó una mirada a su fiesta y sonrió con benevolencia. Todo iba bastante bien.

Richard y Puerta entraron en la luz. Y entonces se quedaron a oscuras, y hacía frío, y Richard estaba pestañeando por las imágenes que habían quedado en la retina a causa de la luz, y que le había dejado casi ciego: una serie fantasmal de manchas verdes y naranjas que iban perdiendo intensidad, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad que les rodeaba.

Estaban en una sala inmensa, excavada en la roca. Pilares de hierro, negros y oxidados, sostenían el techo y se adentraban en las tinieblas, tal vez varios kilómetros. De algún lugar se oía el salpicar suave de agua: una fuente, quizá, o un manantial. Puerta seguía cogiéndole de la mano, con fuerza. A lo lejos, una llama diminuta parpadeó y se encendió. Luego otra y después otra: Richard se dio cuenta de que eran muchísimas velas, que se encendían con un parpadeo. Y caminando hacia ellos, entre las velas, había una figura alta, vestida con una sencilla túnica blanca.

La figura parecía estar moviéndose despacio, pero debía haber estado andando muy rápido, ya que sólo tardó unos segundos en estar junto a ellos. Tenía el pelo dorado y una cara pálida. No era mucho más alta que Richard, pero le hacía sentirse como un niño. No era un hombre; no era una mujer. Era muy hermosa. Tenía una voz suave.

Dijo:

—Lady Puerta, ¿verdad?

Puerta dijo:

—Sí.

Una sonrisa dulce. La saludó con la cabeza, casi humildemente.

—Es un honor conoceros por fin a ti y a tu compañero. Yo soy el ángel Islington.

Tenía los ojos grandes y claros. Su túnica no era blanca, como Richard había creído al principio: parecía que la hubieran tejido con luz.

Richard no creía en los ángeles, nunca lo había hecho, y no pensaba empezar a creer ahora. Aun así, era mucho más fácil no creer en algo cuando no te estaba mirando directamente a los ojos ni diciendo tu nombre.

—Richard Mayhew —dijo—. También tú eres bienvenido aquí, a mis salas —se dio la vuelta—. Por favor —dijo—. Seguidme.

Richard y Puerta siguieron al ángel por las cavernas. Las velas se apagaron solas tras ellos.

El marqués de Carabás caminaba dando grandes zancadas por el hospital vacío, cristales rotos y jeringuillas viejas crujiendo bajo sus botas negras estilo motero y de puntera cuadrada. Pasó por una puerta de dos hojas que llevaba a una escalera trasera. Bajó las escaleras, a los sótanos de debajo del hospital.

Pasó por las habitaciones de debajo del hospital, rodeando escrupulosamente los montones de basura enmohecida. Atravesó las duchas y los lavabos, bajó una escalera vieja de hierro, siguió por un sitio húmedo y cenagoso; y entonces abrió de un tirón una puerta de madera medio podrida y entró. Miró por la habitación en la que se encontraba; inspeccionó, con magnífico desdén, el gatito medio comido y el montón de hojas de afeitar. Entonces quitó los escombros de una silla, se sentó, cómoda y exuberantemente, en la humedad y el frío del sótano, y cerró los ojos.

Al cabo de un rato, la puerta del sótano se abrió y entró alguien.

El marqués de Carabás abrió los ojos y bostezó. Entonces les dedicó una sonrisa enorme al Sr. Croup y al Sr. Vandemar.

—Hola, chicos —dijo de Carabás—. Pensé que ya era hora de bajar aquí a hablar con vosotros en persona.