8

Era primera hora de la tarde y el cielo despejado estaba cambiando de un azul real a un violeta oscuro, con una mancha borrosa de naranja fuego y verde lima sobre Paddinglon, cuatro millas al oeste, donde, al menos desde la perspectiva del Viejo Bailey, el sol se había puesto hacía poco.

Cielos, pensó el Viejo Bailey, de un modo más o menos satisfecho. Nunca hay dos iguales. Ni de día ni tampoco de noche. Era casi un entendido en cielos, el Viejo Bailey, y ése era uno bueno. El anciano había montado su tienda de campaña para la noche en el tejado que había enfrente de la catedral de St. Paul, en el centro de la City de Londres.

Le gustaba la catedral de St. Paul y ésta, al menos, había cambiado poco en los últimos trescientos años. La habían construido con piedra blanca de Portland. Que, antes incluso de que estuviera terminada, había empezado a volverse negra por el hollín y la suciedad del aire cargado de humo de Londres y ahora, después de la limpieza de la ciudad en la década de los setenta, volvía a ser más o menos blanca; pero seguía siendo la catedral de St. Paul. No estaba seguro de que pudiera decirse lo mismo del resto de la City de Londres: atisbo por encima del tejado, apartó la vista de su querido cielo y la bajó hacia la acera iluminada por las lámparas de sodio. Veía las cámaras de seguridad fijadas a la pared y unos cuantos coches y a un oficinista que acababa tarde de trabajar y que cerraba una puerta con llave y luego caminaba hacia el metro. Brrr. Incluso pensar en ir bajo tierra le hacía temblar al Viejo Bailey. Era un hombre de tejados y estaba orgulloso de serlo; había huido del mundo al nivel del suelo hacía tanto tiempo…

El Viejo Bailey se acordaba de cuando la gente vivía aquí en la City, y no sólo trabajaba; cuando había vivido y deseado y se había reído, había construido casas destartaladas apoyadas las unas contra las otras, cada casa llena de gente ruidosa. Vaya que sí, el ruido y el desorden y los hedores y las canciones del callejón del otro lado de la calle (que entonces era conocido, al menos coloquialmente, como el Shitten Alley[5]) habían sido legendarios en su tiempo, pero nadie vivía en la City hoy en día. Era un lugar frío y triste de oficinas, de gente que trabajaba de día y se iba a casa a algún otro sitio por la noche. Ya no era un lugar para vivir. Hasta echaba de menos los hedores.

La última mancha del sol naranja se fue apagando hasta convertirse en el violeta nocturno. El anciano tapó las jaulas, para que los pájaros pudieran acostarse temprano para estar guapos y frescos a la mañana siguiente. Se quejaron, luego se durmieron. El Viejo Bailey se rascó la nariz y, después, entró en su tienda de campaña a buscar una olla ennegrecida para el estofado, un poco de agua, algunas zanahorias y patatas, sal, y un par bien manido de estorninos muertos y desplumados. Salió al tejado, encendió un fueguecito en una lata de café negra por el hollín, y estaba poniendo el estofado a cocer cuando se dio cuenta de que alguien le estaba observando en las sombras junto a la chimenea.

Cogió el tenedor para tostar pan y lo agitó de modo amenazador en dirección a la chimenea.

—¿Quién anda ahí?

El marqués de Carabás salió de las sombras, hizo una reverencia mecánica y esbozó una sonrisa maravillosa. El Viejo Bailey bajó el tenedor.

—Ah —dijo—. Eres tú. Bueno, ¿qué quieres? ¿Conocimientos? ¿O pájaros?

El marqués se acercó, cogió una rodaja de zanahoria cruda del estofado del Viejo Bailey y la mordisqueó.

—Información, en realidad.

El Viejo Bailey se rio con satisfacción.

—Ja —dijo—, eso sí que es una novedad, ¿eh? —Luego se inclinó hacia el marqués—. ¿Qué me darás a cambio?

—¿Qué necesitas?

—Quizá debería hacer como tú. Debería pedirte otro favor. Una inversión para el futuro —el Viejo Bailey sonrió burlonamente.

—Demasiado caro, a la larga —dijo el marqués, sin humor.

El Viejo Bailey asintió con la cabeza. El sol ya se había puesto, empezaba a hacer frío, muy rápido.

—Entonces zapatos —dijo—. Y un pasamontañas —se examinó los guantes sin dedos: eran más agujero que guante—. Y unos guantes nuevos. Va a ser un invierno jodido.

—Muy bien. Te los traeré —el marqués de Carabás metió la mano en un bolsillo interior y sacó, como un mago sacando una rosa de la nada, la figura negra del animal que se había llevado del estudio de Pórtico.

—Bien. ¿Qué puedes decirme sobre esto?

El Viejo Bailey se puso las gafas y cogió el objeto que le mostraba de Carabás. Era frío al tacto. Se sentó sobre un aparato de aire acondicionado y, luego, dándole varias vueltas a la estatua de obsidiana negra, anunció:

—Es la Gran Bestia de Londres —el marqués no dijo nada. Con un pestañeo, sus ojos fueron de la estatua al Viejo Bailey, impacientemente.

El Viejo Bailey, disfrutando de la leve inquietud del marqués, continuó a su ritmo.

—Bien, dicen que en los tiempos del primer rey Carlos (aquel al que le cortaron la cabeza, al muy gilipollas), y eso fue antes del incendio y de la peste, hubo un carnicero que vivía junto a la acequia de Fleet y que tenía un pobre animal al que iba a engordar para Navidad. Hay quien dice que era un cochinillo y hay quien dice que no lo era, y hay algunos —y yo me incluyo entre ellos— que nunca estuvieron totalmente seguros. Una noche de diciembre la bestia se escapó, se cayó en la acequia y desapareció por las cloacas. Allí se alimentó de las aguas residuales y creció sin parar. Además, se volvió más mala y más cruel. De vez en cuando enviaban partidas de caza tras ella.

El marqués frunció los labios.

—Debíó de morir hace trescientos años.

El Viejo Bailey negó con la cabeza.

—Las cosas como ésa son demasiado fieras para morir. Demasiado viejas y grandes y malas. El marqués suspiró.

—Creía que era sólo una leyenda —dijo—. Como los caimanes de las cloacas de Nueva York.

El Viejo Bailey asintió, con sabiduría.

—¿Cómo, esos cabrones grandes y blancos? Están allí abajo. Yo tenía un amigo al que le dejaron sin cabeza de un mordisco.

Hubo un momento de silencio. El Viejo Bailey le devolvió la estatua al marqués. Luego levantó la mano y la cerró de golpe, como una cabeza de cocodrilo, delante de Carabás.

—No pasó nada —dijo el Viejo Bailey. Mostrando los dientes en una sonrisa terrible de contemplar—. Tenía otra.

El marqués resopló, no muy seguro de si el Viejo Bailey le estaba tomando el pelo o no. Hizo desaparecer la estatua de la Bestia dentro de su abrigo otra vez.

—Espera —dijo el Viejo Bailey. Volvió a entrar en su tienda marrón y regresó con la caja de plata ornamentada que el marqués le había dado la última vez que se encontraron. Se la tendió al marqués.

—¿Y qué hay de la caja? —preguntó—. ¿Estás preparado para llevártela? Te juro que me da unos escalofríos espeluznantes tenerla aquí.

El marqués se dirigió al borde del tejado, saltó los dos metros y medio que había hasta el edificio siguiente.

—Me la llevaré, cuando todo esto se haya acabado —gritó—. Esperemos que no tengas que utilizarla.

El Viejo Bailey asomó la cabeza.

—¿Cómo sabré que tengo que usarla?

—Lo sabrás —gritó el marqués—. Y las ratas te dirán lo que tienes que hacer con ella —y tras decir eso, pasó por encima del borde del edificio y se deslizó pared abajo, asiéndose a los tubos de desagüe y a las cornisas.

—Espero que nunca lo averigüe, eso es todo lo que puedo decir —se dijo el Viejo Bailey. Entonces le vino algo a la mente—. Eh —gritó a la noche y a la City—. ¡No te olvides de los zapatos y de los guantes!

Los anuncios de las paredes eran de bebidas malteadas refrescantes y sanas, de excursiones de un día en tren a la costa por dos chelines, de arenques ahumados, de cera para el bigote y de limpiabotas. Eran reliquias del final de la década de los veinte o principios de la de los treinta ennegrecidas por el humo. Richard las miró sin dar crédito a lo que veía. Parecía completamente abandonado: un lugar olvidado.

—Sí, es la estación de British Museum —admitió Richard—. Pero… pero esa estación nunca ha existido. Aquí hay algo que falla.

—La cerraron en 1933 más o menos —dijo Puerta.

—Qué extraño —dijo Richard. Era como caminar por la historia. Oía el eco de los trenes en los túneles cercanos y sentía el empuje del aire cuando pasaban—. ¿Hay muchas estaciones como ésta?

—Unas cincuenta —dijo Cazadora—. Pero no se puede acceder a todas. Ni siquiera nosotros.

Algo se movió en las sombras cerca del borde del andén.

—Hola —dijo Puerta—. ¿Cómo estás? —Se puso en cuclillas. Una rata marrón salió a la luz. Olisqueó la mano de Puerta.

—Gracias —dijo Puerta, risueña—. Yo también me alegro de que tú no estés muerta.

Richard se fue acercando poco a poco.

—Hum, Puerta, ¿podrías decirle algo a la rata por mí?

La rata volvió la cabeza hacia él.

—La señorita Bigotes dice que si tienes algo que decirle, puedes hacerlo tú mismo —dijo Puerta.

—¿La señorita Bigotes?

Puerta se encogió de hombros.

—Es una traducción literal —dijo—. Suena mejor en ratano.

Richard no lo dudó.

—Hum. Hola… señorita Bigotes… Mira, se trata de una de tus ratanoparlantes, una chica llamada Anestesia. Me estaba acompañando al mercado. Estábamos cruzando un puente a oscuras, y ella no llegó al otro lado.

La rata le interrumpió, con un chillido agudo. Puerta empezó a hablar, con titubeos, como una intérprete simultánea.

—Dice… que las ratas no te culpan por la pérdida. A tu guía se la… ll… llevó la noche… como tributo.

—Pero… —La rata volvió a chillar.

—A veces vuelven… —dijo Puerta—. Ha tomado nota de tu preocupación… y te lo agradece.

La rata le hizo una señal con la cabeza, guiñó sus ojos como cuentas negras, luego saltó al suelo y regresó corriendo a la oscuridad.

—Qué rata tan simpática —dijo Puerta. Su temperamento parecía haber mejorado notablemente, ahora que tenía el pergamino—. Por aquí arriba —dijo señalando un orco bloqueado de manera eficaz por una puerta de hierro.

Se acercaron al arco. Richard empujó contra el metal, pero estaba cerrado por el otro lado.

—Parece que la han sellado —dijo Richard—. Necesitaremos herramientas especiales.

De pronto, Puerta sonrió; su cara pareció iluminarse. Por un momento, su rostro élfico se volvió hermoso.

—Richard —dijo—. Los de mi familia somos abridores. Es nuestro Talento. Mira…

Alargó una mano sucia y tocó la puerta. Por un momento largo no pasó nada, luego se oyó un fuerte estrépito al otro lado de la puerta y un clac de su lado. Entonces empujó contra la puerta y, con un chirrido horroroso de las bisagras oxidadas, ésta se abrió. Puerta se subió el cuello de la chaqueta de cuero y hundió las manos en los bolsillos. Cazadora dirigió la linterna hacia las tinieblas que había al otro lado de la entrada: un tramo de escalones de piedra que subían en la oscuridad.

—Cazadora, ¿puedes ponerte en retaguardia? —preguntó Puerta—. Yo iré delante. Richard puede ir en medio.

Subió un par de escalones. Cazadora se quedó donde estaba.

—¿Lady Puerta? —dijo Cazadora—. ¿Vas a Londres de Arriba?

—Así es —dijo Puerta—. Vamos al Museo Británico.

Cazadora se mordió el labio inferior. Luego dijo que no con la cabeza.

—Debo quedarme en Londres de Abajo —dijo. La voz le temblaba. Richard se dio cuenta de que era la primera vez que había visto a Cazadora mostrar alguna emoción que no fuera competencia natural o, en ocasiones, regocijo tolerante.

—Cazadora —dijo Puerta, perpleja—. Eres mi guardaespaldas.

Cazadora parecía incómoda.

—Soy tu guardaespaldas en Londres de Abajo —dijo—. No puedo ir contigo a Londres de Arriba.

—Pero tienes que hacerlo.

—Mi lady, no puedo. Pensaba que lo habías entendido. El marqués lo sabe. —Cazadora cuidará de ti mientras te quedes en Londres de Abajo, pensó Richard. .

—No —dijo Puerta, levantando la barbilla puntiaguda y entrecerrando sus ojos de color extraño—. No lo entiendo. ¿Qué pasa? —añadió con desdén—. ¿Algún tipo de maldición o algo así? —Cazadora vaciló, se pasó la lengua por los labios, luego asintió. Era como si estuviera reconociendo que tenía alguna enfermedad embarazosa para la sociedad.

—Mira, Cazadora. —Richard se oyó decir—, no seas tonta —por un momento pensó que ella iba a pegarle, lo que habría sido malo, o incluso a ponerse a llorar, lo que habría sido mucho, mucho peor. Entonces Cazadora respiró hondo y dijo, en un tono comedido:

—Caminaré junto a ti cuando estés en Londres de Abajo, mi lady. Y protegeré tu cuerpo de todo lo malo que te pudiera ocurrir. Pero no me pidas que te siga a Londres de Arriba. No puedo.

Cruzó los brazos bajo el pecho y plantó los pies un poco separados en el suelo, y cualquiera la habría tomado por una estatua de una mujer que no iba a ningún sitio, de latón y de bronce y de caramelo quemado.

—De acuerdo —dijo Puerta—. Vamos, Richard —y se puso en camino, escaleras arriba.

—Mira —dijo Richard—. ¿Por qué no nos quedamos aquí abajo? Encontremos al marqués y luego podemos salir todos juntos, y… —Puerta estaba desapareciendo en la oscuridad de arriba. Cazadora estaba plantada al pie de las escaleras.

—Yo esperaré aquí hasta que vuelva —le dijo Cazadora—. Tú puedes ir o quedarte, como prefieras.

Richard subió las escaleras, lo más rápido posible, a oscuras. Pronto vio la luz de la lámpara de Puerta encima de él.

—Espera —dijo jadeando—. Por favor. —Ella se detuvo y esperó a que él la alcanzase. Entonces, cuando la había alcanzado y estaba junto a ella en un rellano claustrofóbicamente pequeño, esperó a que recuperara el aliento—. No puedes salir corriendo así —dijo Richard. Puerta no dijo nada; el perfil de sus labios se comprimió un poco; el ángulo de su barbilla estaba ligerísimamente alzado. Es tu guardaespaldas— señaló él.

Puerta empezó a subir el siguiente tramo de escalera. Richard la siguió.

—Bueno, regresaremos bastante pronto —dijo Puerta—. Entonces podrá empezar a protegerme otra vez.

La atmósfera era pesada, húmeda y agobiante. Richard se preguntó cómo se podía saber si el aire era malo, a falta de un canario, y se contentó con esperar que no lo fuera.

—Creo que es probable que el marqués lo supiera. Lo de la maldición de Cazadora o lo que sea —dijo.

—Sí —dijo ella—. Supongo que lo sabía.

—Él… —empezó Richard—. El marqués. Bueno, ya sabes, si quieres que te sea sincero, me parece un poquito marrullero.

Puerta se detuvo. Las escaleras acababan frente a una tosca pared de ladrillo y sin salida.

—Ajá —asintió—. Es un poquito marrullero del mismo modo en que las ratas están un poquito cubiertas de piel.

—Entonces, ¿por qué acudir a él para que te ayude? ¿No había nadie más que pudiera haberte ayudado?

—Hablaremos de eso después —abrió el pergamino que el conde le había dado, echó un vistazo a la letra de trazos delgados e inseguros, luego lo volvió a enrollar—. No tendremos ningún problema —dijo con decisión—. Está todo aquí. Sólo tenemos que entrar en el Museo Británico, encontramos el Ángelus, salimos. Fácil. No tiene ningún secreto. Cierra los ojos.

Richard cerró los ojos, obediente.

—No tiene ningún secreto —repitió—. Cuando la gente dice eso en: las películas, siempre significa que va a pasar algo horrible.

Sintió una brisa contra la cara. Algo en la calidad de la oscuridad más allá de sus párpados cerrados cambió.

—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Puerta. La acústica también había cambiado: estaban en una habitación más grande—. Ya puedes abrir los ojos.

Abrió los ojos. Estaban al otro lado de la pared, supuso, en lo que parecía ser un trastero. Eran el tipo de trastos magníficos, singulares, extraños y caros que uno sólo esperaría ver en algún sitio como…

—¿Estamos en el Museo Británico? —preguntó.

Ella frunció el ceño, y parecía estar pensando o escuchando.

—No exactamente. Estamos muy cerca. Creo que esto debe de ser una especie de lugar para guardar cosas o algo parecido.

Alzó la mano para tocar el tejido de un traje antiguo, expuesto sobre un maniquí de cera.

—Ojalá nos hubiéramos quedado con la guardaespaldas —dijo Richard.

Puerta ladeó la cabeza a un lado y le miró con gravedad.

—¿Y de qué necesitas que te protejan, Richard Mayhew?

—De nada —admitió. Entonces doblaron la esquina y dijo—: Bueno… quizá de ellos —y, al mismo tiempo, Puerta dijo:

—Mierda. —El Sr. Croup y el Sr. Vandemar estaban de pie sobre unos pedestales que había a cada lado del pasillo por el que estaban andando.

Le recordaron horriblemente a Richard a una exposición de arte contemporáneo a la que Jessica le había llevado una vez: un joven artista fascinante había anunciado que rompería todos los Tabúes del Arte y, con este fin, había emprendido una campaña de robo sistemático de tumbas, para exhibir los treinta resultados más interesantes de sus expolios en vitrinas. Cerraron la exposición después de que el artista vendiera Cadáver robado número 25 a una agencia de publicidad por una suma de seis cifras, y los familiares del Cadáver robado número 25, al ver una foto de la escultura en el Sun, le hubieran demandado tanto por una parte de los beneficios como para cambiar el nombre de la obra de arte a Edgar Fospring, 1919-1987, marido, padre y tío afectuoso. Descansa en paz, papá. Richard se había quedado mirando horrorizado los cadáveres confinados al cristal con sus trajes manchados y sus vestidos estropeados: se odiaba por mirar, pero no había sido capaz de apartarse.

El Sr. Croup sonrió como una serpiente con una luna creciente pegada a la boca, y su parecido con los Cadáveres robados números del 1 al 30. En todo caso, aumentó.

—¿Cómo? —dijo el sonriente Sr. Croup—. ¿No hay ningún señor marqués «Soy tan listo y lo sé todo»? «¿No hay ninguna Cazadora?» «Vaya, ¿no te lo dije? ¡Ay!, ¿es que no puedo ir arriba?» —Hizo una pausa, de efecto dramático—. Que me pinten de gris y me llamen lobo atroz si aquí no hay dos corderitos perdidos y solos, de noche.

—También podría llamarme lobo a mí, señor Croup —dijo el Sr. Vandemar, atentamente.

El Sr. Croup bajó con dificultad de su pedestal.

—Una palabra amable para vuestras orejas de lana, corderitos —dijo. Richard miró a su alrededor. Tenía que haber un sitio adonde pudieran correr. Bajó la mano, le cogió la mano a Puerta con fuerza y miró a su alrededor. Desesperado.

—No, por favor. Quedaos justo donde estáis —dijo el Sr. Croup—. Nos gustáis así. Y no queremos tener que haceros daño.

—Sí queremos —dijo el Sr. Vandemar.

—Bueno sí. Señor Vandemar, ya que lo dice usted así. Queremos haceros daño a los dos. Queremos haceros mucho daño. Pero ésa no es la razón por la que estamos aquí ahora mismo. Estamos aquí para hacer que las cosas sean más interesantes. Veréis, cuando las cosas se ponen aburridas mi socio y yo nos impacientamos y, por mucho que os cueste creerlo, perdemos nuestro temperamento risueño y encantador.

El Sr. Vandemar les enseñó los dientes, demostrando su temperamento risueño y encantador. Era, sin lugar a dudas, la cosa más horrorosa que Richard había visto jamás.

—Dejadnos en paz —dijo Puerta. Tenía la voz clara y fuerte. Richard le apretó la mano. Si ella podía ser valiente, también podía serlo él.

—Si le queréis hacer daño —dijo—, primero tendréis que matarme.

Eso pareció complacer de verdad al Sr. Vandemar.

—Muy bien —dijo—. Gracias.

—Y también te haremos daño —dijo el Sr. Croup.

—Pero aún no —dijo el Sr. Vandemar.

—Veréis —explicó el Sr. Croup, con una voz que parecía mantequilla rancia—, ahora mismo, sólo estamos aquí para inquietaros.

La voz del Sr. Vandemar era un viento nocturno soplando sobre un desierto de huesos.

—Haceros sufrir —dijo—. Estropearos el día.

El Sr. Croup se sentó junto a la base del pedestal del Sr. Vandemar.

—Hoy habéis visitado la Corte del Conde —dijo en lo que Richard sospechó que el Sr. Croup imaginaba que eran tonos ligeros y coloquiales.

—¿Y qué? —dijo Puerta, que se estaba alejando de ellos poco a poco.

El Sr. Croup sonrió.

—¿Cómo lo sabíamos? ¿Cómo sabíamos dónde encontraros ahora?

—Podemos llegar hasta vosotros en cualquier momento —dijo el Sr Vandemar, casi en un susurro.

—Te han vendido, mariposita —le dijo el Sr. Croup a Puerta, y Richard se dio cuenta de que se lo decía sólo a Puerta—. Hay un traidor en tu nido. Un cuco.

—Vamos —dijo ella, y corrió. Richard corrió con ella, por el pasillo lleno de trastos, hacia una puerta. Cuando ella la tocó, se abrió.

—Despídase de ellos, señor Vandemar —dijo la voz del Sr. Croup, detrás de ellos.

—Adiós —dijo el Sr. Vandemar.

—No, no —le corrigió el Sr. Croup—. Au revoir —entonces hizo un ruido, el cucú… cucú que haría un cuco, si midiera un metro sesenta y cinco y tuviera debilidad por la carne humana, mientras el Sr. Vandemar, más fiel a su naturaleza, echó atrás su cabeza de bala y aulló como un lobo, fantasmal, salvaje y loco.

Estaban fuera, al aire libre, de noche, corriendo por la acera en Russell Street de Bloomsbury. Richard pensó que su corazón le atravesaría el pecho a latidos. Pasó un coche grande y negro. El Museo Británico estaba al otro lado de una verja alta pintada de negro. Luces indirectas y discretas iluminaban el exterior del alto y blanco edificio Victoriano, los enormes pilares de la fachada, los escalones que subían a la puerta principal. Ése era el depósito de tantos tesoros del mundo, robados y encontrados y rescatados y donados a lo largo de cientos de años.

Llegaron a una entrada de la verja. Puerta la cogió con ambas manos y la empujó. No pasó nada.

—¿No puedes abrirla? —preguntó Richard.

—¿Y qué crees que estoy intentando hacer? —le contestó ella bruscamente, con un tono desconocido en la voz. Unos cien metros más adelante, en la entrada principal, se paraban coches grandes, salían parejas con ropa elegante y caminaban por la avenida hacia el museo.

—Allí —dijo Richard—. La entrada principal.

Puerta asintió con la cabeza. Miró hacia atrás.

—Parece que aquellos dos no nos siguen —dijo. Corrieron hacia la entrada principal.

—¿Estás bien? —preguntó Richard—. ¿Qué te ha pasado?

Puerta se encorvó, hundiéndose en su chaqueta de cuero. Se la veía más pálida que de costumbre, lo que era sumamente pálida, y tenía ojeras oscuras bajo los ojos.

—Estoy rendida —dijo con voz cansina—. Hoy he abierto demasiadas puertas. Me deja sin fuerzas, cada vez que lo hago. Necesito un poco de tiempo para recuperarme. Algo para comer y estaré bien.

Había un guardia en la entrada, que examinaba con minuciosidad las invitaciones grabadas que cada uno de los hombres bien afeitados y de esmoquin y cada una de las mujeres con vestidos de noche tenían que presentar, luego marcaba sus nombres en una lista, antes de dejarles pasar. Un policía uniformado que estaba a su lado inspeccionaba a los invitados de manera implacable. Richard y Puerta pasaron por la entrada y nadie les miró dos veces. Había una cola de personas que esperaban en los escalones de piedra que conducían a las puertas del museo, y Richard y Puerta se pusieron a la cola. Un hombre de pelo blanco, acompañado de una mujer que llevaba con valentía un abrigo de visón, se puso a la cola justo detrás de ellos. A Richard se le ocurrió algo.

—¿Nos ven? —preguntó.

Puerta se volvió hacia el caballero que estaba en la cola detrás de ellos. Levantó la vista hacia él.

—Hola —dijo.

El hombre miró a su alrededor, con una expresión perpleja, como si no estuviera seguro de qué era lo que le había llamado la atención. Entonces vio a Puerta, justo delante de él.

—¿Hola…? —dijo.

—Soy Puerta —le dijo ella—. Y éste es Richard.

—Ah… —dijo el hombre. Entonces hurgó en un bolsillo interior, sacó una petaca y se olvidó completamente de ellos.

—Ya está. ¿Ves? —dijo Puerta.

—Creo que sí —contestó él. No dijeron nada durante un rato, mientras la cola avanzaba lentamente hacia la única puerta de cristal abierta de la entrada principal del museo. Puerta miró la escritura del pergamino, como si necesitara asegurarse de algo. Entonces Richard dijo:

—¿Un traidor?

—Sólo nos estaban poniendo nerviosos —dijo Puerta—. Intentando disgustarnos.

—Pues lo estaban haciendo de puta madre —dijo Richard. Entonces pasaron por la puerta abierta y ya estaban en el Museo Británico.

El Sr. Vandemar tenía hambre, así que regresaron por Trafalgar Square.

—Asustarla —refunfuñó el Sr. Croup, indignado—. Asustarla. Que tengamos que resignarnos a hacer esto.

El Sr. Vandemar había encontrado medio bocadillo de gambas y lechuga en un cubo de basura y, con mucho cuidado, lo estaba haciendo pedacitos, que lanzaba a las losas de delante, atrayendo a una pequeña bandada de palomas de medianoche hambrientas.

—Tendríamos que haber seguido mi idea —dijo el Sr. Vandemar—. La habríamos asustado mucho más si le hubiera arrancado la cabeza al chico cuando ella no miraba, luego habría metido la mano por la garganta y habría meneado los dedos. Siempre gritan —le confió— cuando se caen los globos oculares.

Hizo una demostración con la mano derecha.

El Sr. Croup no quería saber nada de eso.

—¿A qué vienen tantos escrúpulos a estas alturas del juego? —preguntó.

—Yo no tengo escrúpulos, señor Croup —dijo el Sr. Vandemar—. Me gusta cuando se caen los globos oculares. Avizores y méntulas —más palomas grises se acercaron pavoneándose para picotear los pedazos de pan y de gamba, y para despreciar la lechuga.

—Usted no —dijo el Sr. Croup—. El jefe. Matadla, secuestradla, asustadla. ¿Por qué no se decide?

Al Sr. Vandemar se le acabó el bocadillo que había estado usando como cebo y entonces se precipitó hacia la multitud de palomas, que levantaron el vuelo con algunos cloqueos y algún que otro arrullo quejoso.

—Bien cogida, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup, con aprobación. El Sr. Vandemar tenía en las manos una paloma sorprendida y disgustada, que refunfuñaba y se movía inquieta en sus garras y le picaba los dedos sin ningún resultado.

El Sr. Croup suspiró, con dramatismo.

—Bueno, de todos modos, no hay duda de que ya hemos levantado revuelo —dijo con placer. El Sr. Vandemar se acercó la paloma a la cara. Se oyó un ruido crujiente, cuando le arrancó la cabeza de un mordisco y empezó a masticar.

Los guardas de seguridad estaban indicándoles el camino a los invitados del museo a una sala que parecía hacer las veces de una especie de zona de espera. Puerta ignoró a los guardas totalmente y se adentró en las salas del museo, seguida de Richard, que avanzaba despacio detrás de ella. Atravesaron las salas egipcias, subieron varios tramos de escaleras negras y entraron en una sala en la que ponía «Primera fase del gótico inglés».

—Según este pergamino —dijo ella—, el Ángelus está en esta sala. En algún sitio —entonces Puerta volvió a mirar el pergamino y miró por la sala, con más detenimiento. Hizo una mueca—. Tst —explicó, y se fue otra vez, escaleras abajo, por el camino por donde habían venido. Richard tenía una sensación intensa de déjá vu, antes de darse cuenta de que, sí, claro que aquello le resultaba familiar: era como había pasado los fines de semana en la época de Jessica, que ya empezaba a parecer algo que le había pasado a otra persona hacía mucho, mucho tiempo.

—Así que. ¿El Ángelus no estaba en aquella sala? —preguntó Richard.

—No. No estaba allí —dijo Puerta, con un poco más de ferocidad de lo que a Richard le pareció que la pregunta había merecido.

—Oh —dijo—. Sólo era por saberlo —entraron en otra sala. Richard se preguntó si estaba empezando a alucinar—. Oigo música —dijo. Sonaba como un cuarteto de cuerda.

—La fiesta —dijo Puerta.

Claro. Las personas vestidas de etiqueta con las que habían hecho cola. No, el Ángelus tampoco parecía estar allí. Puerta fue al pasillo siguiente, y Richard fue detrás de ella.

—El Ángelus este —dijo—, ¿cómo es?

Por un momento pensó que ella le iba a reprender sólo por preguntar. Sin embargo, Puerta se detuvo y se frotó la frente.

—Aquí sólo dice que tiene el dibujo de un ángel. Pero no puede ser tan difícil de encontrar. Después de todo —añadió esperanzada—, ¿cuántas cosas que tengan ángeles hay aquí?