Habia paja esparcida por el suelo, encima de una capa de juncos. Había un fuego de leña, chisporroteando y ardiendo en una gran chimenea. Había unos cuantos pollos, que se paseaban ufanos y picoteaban en el suelo. Había asientos con cojines bordados a mano y tapices que cubrían las ventanas y las puertas.
Richard dio un traspié hacia delante cuando el tren dio una sacudida y salió de la estación. Alargó la mano, se agarró a la persona más cercana y recuperó el equilibrio. La persona más cercana resultó ser un soldado bajo, gris y anciano, que habría sido exacto, decidió Richard, a un oficial menor recientemente retirado, si no fuera por el casco de acero, la sobreveste, la cota de malla tejida de manera bastante tosca y la lanza; en cambio, parecía un oficial menor recientemente retirado al que habían presionado, un tanto en contra de su voluntad, para que formara parte de la sociedad teatral de aficionados de su barrio, donde le habían obligado a representar a un soldado.
El hombrecito gris miró a Richard pestañeando como un miope cuando éste se agarró a él y luego dijo, lúgubremente: Lo siento.
—Ha sido culpa mía —dijo Richard.
—Lo sé —dijo el hombre.
Un perro lobo irlandés enorme caminó sin hacer ruido por el pasillo y se paró junto a un hombre con un laúd, que estaba sentado en el suelo y tocaba una melodía con desgana. El perro lobo miró furioso a Richard, dio un resoplido de desdén, luego se echó y se quedó dormido. En el otro extremo del vagón un halconero anciano, con un halcón encapuchado en la muñeca, intercambiaba cumplidos con un puñado de damiselas de cierta edad. Algunos pasajeros se habían quedado mirando con toda evidencia a los cuatro viajeros; otros, con la misma evidencia, les ignoraban. Richard se dio cuenta de que era como sí alguien hubiera cogido a una pequeña corte medieval y la hubiera metido, lo mejor posible, en un vagón de un tren subterráneo.
Un heraldo se llevó el clarín a los labios y tocó unas notas discordantes, mientras un anciano inmenso, con un batín enorme forrado de piel y pantuflas de felpa, entraba tambaleándose por la puerta que comunicaba con el siguiente compartimento, con el brazo apoyado en el hombro de un bufón que llevaba una botarga muy gastada. El anciano desbordaba la realidad en todos los aspectos: llevaba un parche en el ojo izquierdo, que producía el efecto de hacerle parecer ligeramente desvalido y desequilibrado, como un halcón con un solo ojo. Tenía restos de comida en la barba gris roja, y por el bajo de su raído batín de piel se le veía lo que parecían ser los pantalones del pijama.
Éste, pensó Richard, correctamente, debe de ser el conde.
El bufón del conde era un hombre mayor con la boca cansada y sin gracia y la cara pintada. Condujo al conde a un asiento de madera tallada parecido a un trono en el que, de un modo algo inseguro, el conde se sentó. El perro lobo se levantó, recorrió todo el vagón sin hacer ruido y se acomodó junto a los pies calzados con zapatillas del conde.
Earl’s Court, la corte del conde, pensó Richard. Claro. Y entonces se empezó a preguntar si había un barón en la estación de metro de Barons Court o un cuervo en Ravenscourt[4] o…
El menudo soldado tosió de manera asmática y dijo:
—Está bien, vosotros, exponed vuestros asuntos.
Puerta dio un paso adelante. Mantenía la cabeza alta, pareciendo de repente más alta y más relajada de lo que Richard la había visto hasta entonces, y dijo:
—Solicitamos una audiencia con Su Excelencia el Conde.
El conde gritó desde el otro extremo del vagón.
—¿Qué ha dicho la niña, Halvard? —Richard se preguntó si era sordo.
Halvard, el anciano soldado, se giró arrastrando los pies e hizo bocina con la mano.
—Solicitan una audiencia, Excelencia —gritó, por encima del traqueteo del tren.
El conde se apartó el gorro de piel tupida y se rascó la cabeza, meditabundo. Se estaba quedando calvo debajo del gorro.
—¿Eso quieren? ¿Una audiencia? Magnífico. ¿Quiénes son, Halvard?
Halvard se volvió a girar hacia ellos.
—Quiere saber quiénes sois. Pero id al grano. No os pongáis pesados.
—Yo soy Lady Puerta —anunció Puerta—, lord Pórtico era mi padre.
El conde se animó al oírla, se inclinó hacia delante, la inspeccionó a través del humo con su ojo bueno.
—¿Ha dicho que era la hija mayor de Pórtico? —preguntó al bufón.
—Sí, Excelencia.
El conde le hizo una seña a Puerta.
—Ven aquí —dijo—. Ven, ven, ven. Deja que te vea.
Puerta caminó por el vagón oscilante, cogiéndose a los agarraderos de cuerda gruesa que colgaban del techo para mantener el equilibrio. Cuando estuvo delante de la silla de madera del conde, hizo una reverencia. Él se rascó la barba y se la quedó mirando.
—Nos quedamos todos anonadados cuando nos enteramos de que tu padre tuvo la desgracia de… —dijo el conde, y entonces se interrumpió y siguió—. Bueno, toda tu familia, fue una… —y se calló y dijo—: Sabes que le tenía en gran estima, trabajamos un poco juntos… el buen Pórtico… lleno de ideas…
Se calló. Entonces le dio un golpecito en el hombro al bufón y le susurró, con voz resonante y quejumbrosa, lo bastante alta como para que se pudiera oír fácilmente por encima del ruido del tren:
—Ve y hazles bromas, Tooley. Gánate el sustento.
El bufón del conde se acercó tambaleándose por el pasillo con un andar artrítico. Se paró delante de Richard.
—¿Y quién eres tú? —preguntó.
—¿Yo? —dijo Richard—. Eh. ¿Yo? ¿Mi nombre? Soy Richard. Richard Mayhew.
—¿Yo? —chilló el bufón, en una imitación anciana y bastante teatral del acento escocés de Richard—, ¿yo? Eh. ¿Yo? ¡Vaya, fijaos! No es un hombre, es un idiota —los cortesanos se rieron por lo bajo, de forma vaga.
—Y yo —le dijo de Carabás al bufón, con una sonrisa deslumbrante—, me hago llamar el marqués de Carabás —el bufón pestañeó.
—¿De Carabás el ladrón? —preguntó el bufón—. ¿De Carabás el profanador de tumbas? ¿De Carabás el traidor? —se volvió hacia los cortesanos que les rodeaban—. Pero no puede ser de Carabás. ¿Y por qué no? Porque de Carabás hace mucho que tiene prohibido estar en presencia del conde. Quizá, en vez del marqués, sea una especie nueva y extraña de armiño, que se hizo particularmente grande —los cortesanos se rieron disimuladamente y nerviosos, y empezó un rumor bajo de conversación agitada. El conde no dijo nada, pero apretaba los labios con fuerza y se había puesto a temblar.
—Yo me llamo Cazadora —le dijo Cazadora al bufón.
Entonces los cortesanos se callaron. El bufón abrió la boca, como si fuera a decir algo, y luego la miró y volvió a cerrar la boca. Un atisbo de sonrisa rondó la comisura de los labios perfectos de Cazadora.
—Vamos —dijo—. Di algo divertido.
El bufón clavó los ojos en las puntas colgantes de sus zapatos. Luego murmuró:
—Mi sabueso no tiene narices.
El conde, que había estado mirando al marqués de Carabás con ojos como una mecha de combustión lenta, se puso en pie y explotó, un volcán de barba gris, un basilisco anciano. Su cabeza rozó el techo del vagón. Señaló al marqués y gritó, escupiendo saliva:
—No pienso consentirlo. Haz que se presente ante mí.
Halvard amenazó con una lanza lúgubre al marqués, que se dirigió al la parte de delante del tren con aire despreocupado, hasta que estuvo junto a Puerta y enfrente del trono del conde. El perro lobo gruñó desde lo más hondo de su garganta.
—Tú —dijo el conde, hendiendo el aire con un dedo enorme y nudoso—. Te conozco, de Carabás. No lo he olvidado. Seré viejo, pero no lo he olvidado.
El marqués hizo una reverencia.
—¿Podría recordarle, Excelencia —dijo con finura y cortesía—, que habíamos hecho un trato? Yo negocié el tratado de paz entre su gente y la Corte del Cuervo. Y, a cambio, usted aceptó proporcionarme un favorcito.
Así que sí hay una corte del cuervo, pensó Richard. Se preguntó cómo era.
—¿Un favorcito? —dijo el conde. Se volvió de un rojo oscuro como la grana—. ¿Así lo llamas? Perdí un montón de hombres por culpa de tu estupidez en la retirada de White City. Perdí un ojo.
—Y si me permite, Excelencia —dijo el marqués, muy gentil—, le sienta muy bien ese parche. Resalta su cara a la perfección.
—Juré… —despotricó el conde, mientras se le erizaba la barba—, juré… que si volvías a pisar mis dominios… —se calló. Meneó la cabeza, confundido y desmemoriado. Luego continuó—. Ya lo recordaré. No se me olvida.
—¿Que podría ser que no se alegrase del todo de verte? —le susurró Puerta a de Carabás.
—Bueno, no se alegra —le contestó él en un murmullo.
Puerta dio un paso adelante otra vez.
—Excelencia —dijo en voz alta y clara—, de Carabás está aquí conmigo como invitado y compañero. Por la fraternidad que ha habido siempre entre vuestra familia y la mía, por la amistad entre mi padre y…
—Abusó de mi hospitalidad —tronó el conde—. Juré que… si alguna vez volvía a entrar en mis dominios haría que le destripasen y le secasen… como, como algo que se ha destripado primero… como…
—Por ventura, después, ¿no lo habría secado como un arenque salado, señor? —sugirió el bufón.
El conde se encogió de hombros.
—No tiene importancia. Guardias, detenedle.
Y lo hicieron. Aunque todos los guardias habían pasado ya de los sesenta años, cada uno de ellos sostenía una ballesta y la apuntaba al marqués, y las manos no les temblaban, ni por la edad ni por el miedo. Richard miró a Cazadora. Parecía que aquello no la preocupase: lo observaba casi divertida, como alguien que asistiera al teatro.
Puerta cruzó los brazos y se irguió aún más, echando la cabeza atrás y alzando su barbilla puntiaguda. Parecía menos una duendecilla callejera y andrajosa, y más alguien acostumbrado a salirse con la suya. Sus ojos opalinos centelleaban.
—Excelencia, el marqués está conmigo como compañero, en mi búsqueda. Nuestras familias han sido amigas por mucho tiempo…
—Sí. Lo han sido —interrumpió el conde, amablemente—. Cientos de años. Cientos y cientos. Conocí a tu abuelo, también. Un tipo divertido. Un poco distraído —le confió.
—Pero me veo obligada a decir que consideraré un acto de violencia contra mi compañero como un acto de agresión contra mi casa y contra mí —la chica miró fijamente al anciano. Era mucho más alto que ella. Se quedaron inmóviles por unos momentos. Él se tiró de la barba roja y gris, con agitación, luego sacó el labio inferior como un niño.
—No pienso tolerar que se quede aquí —dijo.
El marqués sacó el reloj de bolsillo dorado que había encontrado en el estudio de Pórtico. Lo examinó, de manera despreocupada. Luego se volvió hacia Puerta y dijo, como si ninguno de los acontecimientos que se habían producido en torno a ellos hubiera ocurrido:
—Mi lady, es obvio que te seré más útil fuera de este tren que dentro. Además, tengo otras vías que explorar.
—No —dijo ella—. Si tú te vas, nos vamos todos.
—Creo que no —dijo el marqués—. Cazadora cuidará de ti mientras te quedes en Londres de Abajo. Me encontraré contigo en el próximo mercado. No hagas nada demasiado estúpido mientras tanto —el tren estaba entrando en una estación.
Puerta clavó los ojos en él: había algo más antiguo y más poderoso en aquella mirada de lo que su juventud habría parecido permitir. Richard se dio cuenta de que la sala se quedaba en silencio siempre que ella hablaba.
—¿Dejaréis que se vaya en paz, Excelencia? —preguntó.
El conde se pasó las manos por la cara, se frotó el ojo bueno y el parche, luego la volvió a mirar.
—Haz que se vaya y ya está —dijo el conde. Miró al marqués—. La próxima vez… —se pasó un dedo viejo y gordo por el cuello— … arenque salado.
El marqués hizo una profunda reverencia.
—No hace falta que me acompañen —les dijo a los guardias, y dio un paso hacia la puerta abierta. Halvard levantó su ballesta y la apuntó a la espalda del marqués. Cazadora alargó la mano y volvió a bajar el extremo de la ballesta hacia el suelo. El marqués pisó el andén, se giró y saludó con un ademán rebuscado. Las puertas se cerraron con un silbido tras él.
El conde se sentó en su enorme silla al final del vagón. No dijo nada. El tren traqueteó y atravesó el túnel oscuro dando sacudidas.
—¿Dónde están mis modales? —murmuró el conde para sí mismo. Les miró fijamente con un ojo. Luego lo repitió, en una voz resonante y desesperada que Richard sintió en el estómago, como el son de un bombo—. ¿Dónde están mis modales?
Le hizo una señal a uno de los ancianos soldados para que se acercara.
—Tendrán hambre después de su viaje, Dagvard. Y no me extrañaría que también tuvieran sed.
—Sí. Excelencia.
—¡Parad el tren! —gritó el conde. Las puertas se abrieron con un silbido, y Dagvard salió disparado a un andén. Richard miró a la gente del andén. Nadie entró en su vagón. Nadie pareció notar que pasara algo raro.
Dagvard se acercó a una máquina expendedora junto al andén. Se quitó el casco de metal. Entonces dio unos golpecitos, con un guante de malla, en el lado de la máquina.
—Órdenes del conde —dijo—. Chocolatinas.
Se oyó un zumbido como de ruedas de trinquete en lo profundo de las tripas de la máquina, y ésta empezó a escupir montones de tabletas de chocolate con fruta y nueces de Cadbury, una tras otra. Dagvard sostuvo el casco debajo de la abertura para cogerlas. Las puertas se empezaron a cerrar. Halvard puso el asta de su pica entre las puertas, y éstas se abrieron otra vez y empezaron a abrirse y a cerrarse chocando contra el asta de la pica.
—Por favor no se acerquen a las puertas —dijo la voz del altavoz—. El tren no puede salir hasta que todas las puertas estén cerradas.
El conde miraba a Puerta con la cabeza ladeada, con su ojo bueno.
—Y bien, ¿qué te trae por aquí? —preguntó.
Puerta se pasó la lengua por los labios.
—Bueno, indirectamente. Excelencia, la muerte de mi padre.
Él asintió, despacio.
—Sí. Quieres vengarte. Y tienes toda la razón. —Tosió, luego recitó, en una voz de bajo profundo—: Soberbia la hoja guerrera, despide el fuego furioso, espada de acero envainada en un corazón odiado, tiñe de rojo el… el… algo. Sí.
—¿Venganza? —pensó Puerta un momento—. Sí. Eso es lo que dijo mi padre. Pero más que nada quiero entender lo que pasó y protegerme. Mi familia no tenía enemigos —entonces Dagvard volvió al tren tambaleándose, con el casco lleno de tabletas de chocolate y de latas de Coca-Cola; dejaron que las puertas se cerraran y el tren se puso en marcha otra vez.
El abrigo de Lear, aún en el suelo del túnel, estaba ahora cubierto de monedas y billetes, pero también estaba cubierto de zapatos que le daban patadas a las monedas, manchaban y rompían los billetes, rasgaban el tejido del abrigo. Lear se había puesto a llorar.
—Por favor. ¿Por qué no me dejáis en paz? —suplicaba. Le habían hecho retroceder hasta la pared del pasillo; le corría sangre por la cara y le caían gotas carmesíes en la barba. Su saxofón le colgaba sin vida, torpemente, en el pecho, abollado y rayado.
Le rodeaba un grupo de espectadores —más de veinte, menos de cincuenta—, cada uno de ellos dando empujones, formando una turba salvaje, con los ojos en blanco y mirándole fijamente, cada hombre y cada mujer peleándose y arañando desesperados para poder darle su dinero a Lear. Había sangre en la pared revestida de azulejos donde Lear se había dado un golpe en la cabeza. Lear agitó los brazos para apartar a una mujer de mediana de edad, que tenía el monedero totalmente abierto y le tendía con agresividad un puñado de billetes de cinco libras. La mujer tenía tantas ganas de darle el dinero que trató de arañarle la cara. Él se encogió para evitar sus uñas y cayó al suelo del túnel.
Alguien le pisó la mano. Le hundieron la cara en un revoltijo de monedas. Empezó a sollozar y a maldecir.
—Te dije que no abusaras de esa canción —dijo una voz elegante, cerca de allí—. Granuja.
—Ayúdame —dijo Lear, jadeando.
—Bueno, hay un contrahechizo —admitió la voz, casi a regañadientes.
La muchedumbre estaba apretando para acercarse más. Una moneda de cincuenta peniques que alguien había lanzado le abrió la mejilla a Lear. Se hizo un ovillo fetal, abrazándose, hundiendo la cara en las rodillas.
—Tócala, maldito seas —sollozó Lear—. Te daré lo que quieras… pero haz que paren…
Un flautín empezó a trinar suavemente y resonó por el pasillo. Una melodía sencilla, repetida una y otra vez, ligeramente diferente cada vez: las variaciones de… de Carabás. Los pasos se alejaban. Arrastrando los pies, al principio, luego acelerando el ritmo: alejándose de él. Lear abrió los ojos. El marqués de Carabás estaba apoyado contra la pared, tocando el flautín. Cuando vio a Lear mirándole, se apartó el flautín de los labios y lo volvió a guardar en un bolsillo interior de su abrigo. Le lanzó un pañuelo de lino remendado con bordes de encaje a Lear, que se limpió la sangre de la frente y de la cara.
—Me habrían matado —dijo en tono acusador.
—Yo te avisé —dijo de Carabás—. Considérate afortunado de que volviera por este camino —ayudó a Lear a sentarse—. Ahora —dijo—, creo que me debes otro favor.
Lear recogió su abrigo, roto y lleno de barro y con las marcas de muchos pies, del suelo del pasillo. De repente tenía mucho frío y se envolvió los hombros en el abrigo hecho trizas. Cayeron monedas y los billetes revolotearon hasta el suelo. Los dejó ahí tirados.
—¿De verdad he tenido suerte? ¿O me tendiste una trampa?
El marqués parecía casi ofendido.
—No sé cómo has podido pensar una cosa así.
—Porque te conozco. Por eso. Y ¿qué es lo que quieres que haga esta vez? ¿Un robo? ¿Un incendio provocado? —Lear sonaba resignado y un poco triste. Luego dijo—: ¿Un asesinato?
De Carabás bajó la mano y cogió el pañuelo que le había prestado.
—Un robo, me temo. Has acertado a la primera —dijo con una sonrisa—. Necesito con bastante urgencia una escultura de la dinastía T’ang.
Lear se estremeció. Luego, lentamente, asintió con la cabeza.
A Richard le pasaron una tableta de chocolate con fruta y nueces de Cadbury y una copa grande de plata que tenía el borde decorado con lo que a Richard le pareció que eran zafiros. La copa estaba llena de Coca-Cola. El bufón, que aparentemente se llamaba Tooley, carraspeó con fuerza.
—Quisiera proponer un brindis por nuestros invitados —dijo—. Una niña, una asesina a sueldo, un tonto. Que cada uno se lleve su merecido.
—¿Cuál soy yo? —le susurró Richard a Cazadora.
—El tonto, por supuesto —dijo ella.
—Antiguamente —dijo Halvard en tono sombrío, después de tomar un sorbo de su Coca-Cola—, teníamos vino. Yo prefiero el vino. No es tan pegajoso.
—¿Todas las máquinas te dan cosas de esta manera? —preguntó Richard.
—Oh, sí —dijo el anciano—. Es que le hacen caso al conde, ¿sabes? Él gobierna el metro. La parte de los trenes. Es el señor de la Central, la Circle, la Jubilee, la Victorious, la Bakerloo… bueno, todas excepto la Línea del Lado Subterráneo.
—¿Qué es la Línea del Lado Subterráneo? —preguntó Richard.
Halvard meneó la cabeza y frunció la boca. Cazadora le rozó el hombro a Richard con los dedos.
—¿Te acuerdas de lo que te dije sobre los pastores de Shepherd’s Bush?
—Dijiste que no quería encontrármelos y que probablemente estaría mejor sin saber algunas cosas.
—Bien —dijo ella—. Pues ahora puedes añadir la Línea del Lado Subterráneo a la lista de esas cosas.
Puerta vino por el vagón hacia donde estaban ellos. Estaba sonriendo.
—El conde ha aceptado ayudarnos —dijo—. Vamos. Se encontrará con nosotros en la biblioteca.
Richard la siguió, mientras se daba cuenta de que no había pronunciado la pregunta «¿Qué biblioteca?».
Cuanto más tiempo estaba allí, más se creía lo que le decían. En lugar de preguntar, siguió a Puerta hacia el trono vacío del conde y rodeó el respaldo del trono y pasó por la puerta que estaba detrás y que comunicaba con el siguiente compartimento, y entró en la biblioteca. Era una inmensa habitación de piedra, con un techo alto de madera. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías. Cada estantería estaba cargada de objetos: había libros, sí. No obstante, las estanterías estaban llenas de una gran cantidad de otras cosas: raquetas de tenis, palos de hockey, paraguas, una pala, un ordenador portátil, una pata de palo, varias tazas, docenas de zapatos, pares de prismáticos, un tronco pequeño, seis títeres de guante, una lámpara de lava, varios CDs, discos (elepés, de cuarenta y cinco revoluciones y de setenta y ocho), cintas de cassette y de ocho pistas, dados, coches de juguete, una colección de dentaduras postizas… relojes, linternas, cuatro enanitos de jardín de tamaños variados (dos pescando, uno pensando en las musarañas, el último fumándose un puro), pilas de periódicos, revistas, grimorios, taburetes de tres patas, una caja de puros, un pastor alemán de plástico que asentía con la cabeza, calcetines… la habitación era un imperio diminuto de objetos perdidos.
—Éstos son sus auténticos dominios —murmuró Cazadora—. Cosas perdidas. Cosas olvidadas.
Había ventanas en la pared de piedra. Por ellas, Richard veía la oscuridad que vibraba y las luces que pasaban de los túneles del metro. El conde estaba sentado en el suelo con las piernas abiertas, dándole palmaditas al perro lobo y rascándole debajo de la barbilla. El bufón estaba de pie a su lado, con aspecto de estar avergonzado. El conde se levantó con dificultad cuando les vio. Su frente se arrugó.
—Ah. Ya estáis aquí. Bueno, había un motivo por el que os he pedido que vengáis, ya me acordaré… —Se tiró de la barba roja y gris, un gesto minúsculo para un hombre tan enorme.
—El ángel Islington, Excelencia —dijo Puerta, con educación.
—Ah, sí. Tu padre tenía muchas ideas para hacer cambios, ¿sabes? Me pedía mi opinión acerca de ellas. Yo no me fío de los cambios. Le envié a Islington —se calló. Guiñó su único ojo—. ¿Ya te lo había dicho?
—Sí, Excelencia. Y, ¿cómo podemos llegar hasta Islington?
El conde asintió con la cabeza como si Puerta hubiera dicho algo profundo.
—Sólo una vez por el camino rápido. Después, tenéis que ir por el camino largo hasta abajo. Es peligroso.
Puerta dijo, con paciencia:
—¿Y el camino rápido es…?
—No, no. Hay que ser un abridor para usarlo. Sólo le sirve a la familia de Pórtico —apoyó una mano enorme en el hombro de Puerta. Luego deslizó la mano hasta su mejilla—. Es mejor que te quedes aquí conmigo. Así mantienes caliente a un anciano por la noche, ¿eh? —le lanzó una mirada lasciva y le tocó el pelo enredado con sus dedos viejos. Cazadora dio un paso hacia Puerta, pero ella le hizo un gesto con la mano: No. Aún no.
Puerta miró al conde y dijo:
—Excelencia, yo soy la hija mayor de Pórtico. ¿Cómo llego hasta el ángel Islington?
A Richard le resultaba asombroso que Puerta fuese capaz de no perder los estribos ante la batalla contra la desorientación temporal que el conde estaba perdiendo.
El conde guiñó su único ojo con un guiño solemne: un viejo halcón, con la cabeza ladeada. Entonces le quitó la mano del pelo.
—Tienes razón. Tienes razón. La hija de Pórtico. ¿Cómo está el bueno de tu padre? Espero que siga bien. Un hombre excelente. Un buen hombre.
—¿Cómo llegarnos hasta el ángel Islington? —dijo Puerta, pero ahora con un temblor en la voz.
—¿Hum? Usando el Ángelus, por supuesto.
Richard se encontró imaginándose al conde hacía sesenta, ochenta, quinientos años: un guerrero poderoso, un estratega astuto, un gran amante de mujeres, un buen amigo, un enemigo aterrador. Las ruinas de aquel hombre aún estaban allí en alguna parte. Eso era lo que le hacía tan terrible y tan triste. El conde rebuscó por las estanterías, moviendo bolígrafos y cerbatanas, pequeñas gárgolas y hojas muertas. Entonces, como un gato viejo dando con un ratón, agarró un rollo pequeño de pergamino y se lo dio a la chica.
—Toma, muchacha —dijo el conde—. Está todo aquí. Y supongo que será mejor que os dejemos donde tenéis que ir.
—¿Que nos dejarán? —preguntó Richard—. ¿En un tren?
El conde buscó el origen del sonido, se centró en Richard y esbozó una sonrisa enorme.
—Oh, no tiene ninguna importancia —tronó—. Cualquier cosa por la hija de Pórtico. —Puerta tenía el pergamino agarrado firme y triunfalmente.
Richard notó cómo el tren empezaba a disminuir la velocidad. Entonces a él, a Puerta y a Cazadora les llevaron fuera de la habitación de la piedra y de vuelta al vagón. Richard miró hacia el andén, inspeccionándolo, a medida que reducían la velocidad.
—Disculpe. ¿En qué estación estamos? —preguntó. El tren había parado frente a uno de los letreros de la estación: ponía BRITISH MUSEUM. Por alguna razón, aquella era una rareza de más. Podía aceptar «Cuidado con el espacio entre el andén y el tren» y la Corte del Conde e incluso la extraña biblioteca. Pero, maldita sea, como todos los londinenses, se conocía bien el mapa del metro y esto era ir demasiado lejos.
—No hay ninguna estación de British Museum —dijo Richard, firmemente.
—¿Ah, no? —tronó el conde—. Entonces, mm. Entonces tendrás que ir con mucho cuidado cuando salgas del tren —y se rio a carcajadas, encantado, y le dio un golpecito en el hombro a su bufón—. ¿Lo has oído, Tooley? Soy tan divertido como tú.
El bufón esbozó la sonrisa más sombría que se había visto jamás.
—Me troncho, me desternillo y le aseguro que no puedo contener mi regocijo, Excelencia —dijo.
Las puertas se abrieron con un silbido. Puerta sonrió al conde.
—Gracias —dijo.
—Fuera, fuera —dijo el enorme anciano, haciendo salir a Puerta y a Richard y a Cazadora del vagón caliente y lleno de humo al andén vacío.
Y entonces las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha, y Richard se encontró mirando un letrero que, por muchas veces que pestañeara— ni aunque mirara hacia otro lado y volviera a mirar de pronto para cogerlo por sorpresa, —insistía obstinadamente en decir:
BRITISH MUSEUM.