Richard escribió una anotación en el diario de su cabeza.
Querido Diario, empezó. El viernes tenía un trabajo, una novia, un hogar y una vida que tenía sentido. (Bueno, tanto como lo pueda tener cualquier vida). Entonces me encontré con una chica herida que sangraba en la acera e intenté ser un buen samaritano. Ahora no tengo novia, ni hogar, ni trabajo y estoy caminando unos setenta y cinco metros bajo las calles de Londres con la esperanza de vida prevista de una mosca suicida.
—Por aquí —dijo el marqués, mientras hacía una seña elegante y hacía ondear su mugriento puño de encaje.
—¿No parecen iguales todos estos túneles? —preguntó Richard, posponiendo de momento su anotación de diario—. ¿Cómo puedes distinguirlos?
—No puedo —dijo el marqués, con tristeza—. Estamos completamente perdidos. Nadie nos volverá a ver jamás. Dentro de un par de días, nos estaremos matando los unos a los otros por comida.
—¿En serio? —en cuanto lo dijo, se odió por morder el anzuelo.
—No —la expresión del marqués decía que torturar a este pobre idiota era demasiado fácil incluso para ser divertido. Sin embargo, Richard descubrió que cada vez le importaba menos lo que esa gente pensara de él. Excepto, quizá, Puerta.
Volvió a escribir su diario mental. Hay cientos de personas en este otro Londres. Miles tal vez. Gente que viene de aquí o gente que ha caído por las grietas. Estoy vagando con una chica llamada Puerta, su guardaespaldas y su gran visir psicópata. Anoche dormimos en un túnel pequeño que Puerta dijo que antes había sido una sección de la cloaca de la Regencia. La guardaespaldas estaba despierta cuando me quedé dormido, y despierta cuando me despertaron. Creo que no duerme nunca. Comimos un poco de pastel de fruta para desayunar; el marqués llevaba un trozo grande en el bolsillo. ¿Por qué llevaría alguien un trozo grande de pastel de fruta en el bolsillo? Casi se me secaron los zapatos mientras dormía.
Quiero irme a casa. Entonces subrayó mentalmente la última frase tres veces, la volvió a escribir en letras gigantes y en tinta roja y trazó un círculo a su alrededor antes de poner varios signos de exclamación a los lados en su margen mental.
Al menos el túnel por el que ahora caminaban estaba seco. Era un túnel de alta tecnología: todo tuberías plateadas y paredes blancas. El marqués y Puerta caminaban juntos, delante. Richard tendía a estar a un par de pasos detrás de ellos. Cazadora se movía por todas partes: a veces estaba detrás de ellos, a veces estaba a un lado o al otro, a menudo un poco más adelante, confundiéndose con las sombras. No hacía ningún ruido cuando se movía, lo que a Richard le parecía bastante desconcertante.
Delante de ellos vieron un resquicio por el que se colaba la luz.
—Ya está —dijo el marqués—. La estación de Bank. Un buen sitio para empezar a buscar.
—Tú estás chiflado —dijo Richard. No pretendía que se oyera, pero la más sotto de las voces llegaba y resonaba en la oscuridad.
—¿De veras? —dijo el marqués. El suelo empezó a retumbar: el tren subterráneo estaba en algún sitio muy cercano.
—Richard, déjalo, ¿vale? —dijo Puerta.
Pero ya le estaba saliendo de la boca:
—Bueno —dijo—. Los dos estáis siendo ridículos. Los ángeles no existen.
El marques asintió y dijo:
—Ah. Sí. Ahora te entiendo. Los ángeles no existen. Del mismo modo en que no hay ningún Londres de Abajo, ningún ratanoparlante, ningún pastor en Shepherd’s Bush [1].
—No hay ningún pastor en Shepherd’s Bush. He estado allí. Sólo hay casas y tiendas y calles y la BBC. Nada más —señaló Richard, rotundamente.
—Hay pastores —dijo Cazadora, en la oscuridad justo al lado del oído de Richard—. Reza para que nunca te los encuentres —parecía decirlo absolutamente en serio.
—Bueno —dijo Richard—, sigo sin creer que haya bandadas de ángeles deambulando por aquí abajo.
—No las hay —dijo el marqués—. Sólo hay uno —habían llegado al final del túnel. Había una puerta cerrada con llave delante de ellos. El marqués se apartó—. ¿Mi lady? —le dijo a Puerta. Ella puso la mano sobre la puerta, un momento, y ésta se abrió, en silencio.
—Quizá —dijo Richard insistiendo—, estamos pensando en cosas diferentes. Los ángeles a los que yo me refiero son todo alas, aureolas, trompetas, paz-en-la-Tierra-y-buena-voluntad-hacia-los-hombres.
—Así es —dijo Puerta—. Lo has entendido. Ángeles.
Cruzaron la puerta. Richard cerró los ojos, de manera involuntaria, ante el repentino torrente de luz: se le clavó en la cabeza como una migraña. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, Richard vio, para su sorpresa, que sabía dónde estaba: en el largo túnel de peatones que enlaza las estaciones de metro de Monument y de Bank. Había viajeros paseando por los túneles, ninguno de los cuales les echó siquiera una mirada. El lamento animado de un saxofón resonaba por el túnel: I’ll Never Fall In Love Again de Burt Bacharach y Hal David tocada de forma más o menos aceptable. Caminaron hacia la estación de Bank.
—¿Y a quién me habéis dicho que estamos buscando, entonces? —preguntó, más o menos inocentemente—. ¿Al ángel Gabriel? ¿Rafael? ¿Miguel?
Estaban pasando por delante de un mapa del metro. El marqués dio un toque a la estación de Ángel con un dedo largo y oscuro: Islington.
Richard había pasado por la estación de Ángel cientos de veces. Estaba en Islington, un barrio muy de moda lleno de tiendas de antigüedades y de sitios para ir a comer. Sabía muy poco sobre ángeles, pero estaba casi seguro de que la parada de metro de lslington llevaba el nombre de un bar o de un monumento famoso. Cambió de tema.
—Sabéis, cuando intenté subirme al metro hace un par de días, no me dejó.
—Sólo tienes que hacerles saber quién manda, nada más —dijo Cazadora, en voz baja, detrás de él.
Puerta se mordió el labio inferior.
—El tren que estamos buscando nos dejará subir —dijo—. Si lo encontramos.
Sus palabras casi quedaron ahogadas por la música que venía de algún sitio cercano. Bajaron un puñado de escalones y doblaron una esquina.
El saxofonista había puesto el abrigo delante de él, en el suelo del túnel. En el abrigo había unas monedas, que parecía que el hombre hubiera puesto ahí él mismo para convencer a los transeúntes de que todo el mundo lo hacía. No engañaba a nadie.
El saxofonista era altísimo; tenía el pelo oscuro y hasta los hombros, y una barba larga, ahorquillada y oscura, que enmarcaba unos ojos hundidos y una nariz seria. Llevaba una camiseta rota y unos téjanos manchados de aceite. A medida que los viajeros se acercaban, dejó de tocar, sacudió la boquilla del saxofón para quitarle la saliva, la volvió a poner y tocó las primeras notas de la vieja canción de Julie London, Cry Me A River.
Ahora dices que lo sientes…
Richard se dio cuenta, sorprendido, de que el hombre podía verles, y también de que estaba haciendo todo lo posible por fingir que no les veía. El marqués se detuvo delante de él. El lamento del saxofón se fue apagando con un chirrido nervioso. El marqués esbozó una sonrisa fría.
—¿Eres Lear, verdad? —preguntó.
El hombre asintió, con recelo. Sus dedos acariciaron las llaves del saxofón.
—Estamos buscando la Corte del Conde[2] —continuó el marqués—. ¿No tendrías por casualidad un horario de trenes?
Richard empezaba a comprender. Supuso que la Corte del Conde a la que se refería no era la conocida estación de metro en la que había esperado infinidad de veces, leyendo un periódico o sólo soñando despierto. El hombre llamado Lear se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—No es imposible. Y ¿qué ganaría con eso, si lo tuviera?
El marqués se hundió las manos en los bolsillos del abrigo. Entonces sonrió, como un gato al que acababan de confiarle las llaves de un hogar para canarios díscolos pero rechonchos.
—Dicen —comentó con despreocupación, como si sólo estuviera pasando el rato—, que el maestro de Merlín, Blaise, una vez escribió un reel[3] tan cautivador que convencía a cualquiera que lo oyera para que le diera las monedas que llevaban en los bolsillos.
Lear entrecerró los ojos.
—Eso valdría más que un simple horario de trenes —dijo—. Si de verdad lo tuvieras.
El marqués puso la expresión exacta de alguien que se daba cuenta de que: vaya, si lo valdría, ¿verdad?
—Bueno, entonces —dijo con magnanimidad—, supongo que tendrías que estar en deuda conmigo, ¿no?
Lear asintió de mala gana. Rebuscó en su bolsillo trasero, sacó un trocito de papel muy doblado y lo alzó. El marqués trató de cogerlo. Lear apartó la mano.
—Déjame oír el reel primero, viejo embaucador —dijo—. Y será mejor que funcione.
El marqués enarcó las cejas. Metió una mano en uno de los bolsillos interiores del abrigo; cuando la sacó otra vez tenía un flautín y una bolita de cristal. Miró la bolita de cristal, hizo el tipo de «mm» que significa: «ah, así que ahí es donde estaba», y se la volvió a guardar. Entonces flexionó los dedos, se puso el flautín en los labios y se puso a tocar una canción extraña y alegre que brincaba y giraba y silbaba. Hizo que Richard se sintiera como si volviera a tener trece años y estuviera escuchando el Top 20 por el transistor de su mejor amigo en el colegio a la hora de comer, en los tiempos en que la música pop había importado como sólo puede importar en tus primeros años de adolescente: el reel del marqués era todo lo que siempre había querido oír en una canción…
Un puñado de monedas cayeron con un tintineo en el abrigo de Lear, tiradas por los transeúntes, que seguían su camino con una sonrisa en la cara y andando con energía. El marqués bajó el Flautín.
—Estoy en deuda contigo, entonces, viejo granuja —dijo Lear, asintiendo con la cabeza.
—Sí. Lo estás —el marqués cogió el papel, el horario de trenes, de Lear y le echó un vistazo y asintió—. Pero una palabra para los prudentes. No abuses de él. Un poco rinde mucho.
Entonces se fueron los cuatro, por el largo pasillo, rodeados de pósters que anunciaban películas y ropa interior, y de algún que otro aviso de aspecto oficial que advertía a los músicos que tocaban para que les echaran monedas que se fueran de la estación, mientras escuchaban el sollozo del saxofón y el sonido de dinero cayendo en un abrigo.
El marqués les condujo a un andén de la Línea Central. Richard se acercó al borde del andén y miró abajo. Se preguntó, como siempre, cuál era el raíl con corriente; y decidió, como siempre, que era el que estaba, más lejos del andén, el de los aisladores grandes de porcelana blanquecina entre el raíl y el suelo; y entonces se dio cuenta de que estaba sonriendo, sin querer, a un minúsculo ratón gris oscuro que merodeaba valientemente por las vías, a un metro del andén, en una búsqueda ratonil de bocadillos abandonados y patatas fritas desperdigadas por el suelo.
Se oyó una voz por el altavoz, esa voz de hombre formal e incorpórea que avisaba: «Cuidado con el espacio entre el andén y el tren». Iba dirigida a los pasajeros incautos para que no se cayeran a las vías. Richard, como la mayoría de los londinenses, ya apenas la oía, era como papel pintado auditivo. Pero, de repente, Cazadora le puso la mano en el brazo.
—Cuidado con el espacio entre el andén y el tren —le dijo, con urgencia, a Richard—. Ponte ahí detrás. Junto a la pared.
—¿Qué? —dijo Richard.
—He dicho —dijo Cazadora—, que cuidado con el…
Y entonces aquello subió de repente por el borde del andén. Era diáfano. Irreal, una cosa fantasmal, del color del humo negro, y surgía como la seda bajo el agua. Entonces, a una velocidad increíble, aunque pareciera que una corriente lo empujara casi a cámara lenta, se envolvió con fuerza alrededor del tobillo de Richard y le picó, incluso a través del tejido de sus Levi’s. La cosa le arrastró hacia el borde del andén, y Richard se tambaleó.
Se dio cuenta, como si fuera de lejos, de que Cazadora había sacado su bastón y golpeaba el tentáculo de humo con él, muy fuerte y repetidas veces.
Se oyó el sonido de un grito lejano, débil y tonto, como el de un niño idiota al que le hubieran quitado su juguete. El tentáculo de humo le soltó el tobillo a Richard y volvió a deslizarse por el borde del andén, y desapareció. Cazadora cogió a Richard por el pescuezo y le llevó hacia la pared de atrás, donde Richard se desplomó. Estaba temblando y de repente el mundo le parecía completamente irreal. En todas las partes donde le había tocado, la cosa le había absorbido el color de los téjanos, y daba la impresión de que los habían puesto en lejía de una forma bastante inepta. Se subió la pierna del pantalón: se le estaban hinchando unos verdugones diminutos y violeta en la piel del tobillo y de la pantorrilla.
—¿Qué…? —intentó decir, pero no salió nada. Tragó saliva y lo volvió a intentar—. ¿Qué ha sido eso?
Cazadora le miró sin inmutarse. Su cara podría haber estado tallada en madera marrón.
—Creo que no tiene nombre —dijo—. Viven en los espacios que hay entre el andén y el tren. Ya te lo advertí.
—Nunca… había visto ninguno.
—Antes no pertenecías al Lado Subterráneo —dijo Cazadora—. Espera junto a la pared. Es más seguro.
El marqués estaba comprobando la hora en un gran reloj de bolsillo de oro. Lo volvió a guardar en el bolsillo del chaleco, consultó el papel que Lear le había dado y asintió con la cabeza, satisfecho.
—Estamos de suerte —declaró—. El tren de la Corte del Conde debería pasar por aquí dentro de una media hora.
—La estación de Earl’s Court no está en la Línea Central —señaló Richard.
El marqués se quedó mirando a Richard, descaradamente divertido.
—Qué mente tan alentadora tienes, jovencito —dijo—. Realmente no hay nada como la ignorancia absoluta, ¿no crees?
Empezó a soplar un viento cálido. Un tren subterráneo se paró en la estación. Unas personas salieron y otras entraron, ocupándose de sus cosas, y Richard les miró con envidia.
—Cuidado con el espacio entre el andén y el tren —recitó la voz grabada—. Apártense de las puertas. Cuidado con el espacio entre el andén y el tren.
Puerta le echó un vistazo a Richard. Entonces, al parecer preocupada por lo que estaba viendo, se le acercó y le cogió de la mano. Richard estaba muy pálido y respiraba rápida y superficialmente.
—Cuidado con el espacio entre el andén y el tren —volvió a tronar la voz grabada.
—Estoy bien —mintió Richard con valor, a nadie en particular.
El patio central del hospital del Sr. Croup y del Sr. Vandemar era un lugar frío, húmedo y triste. Crecía hierba desigual entre los escritorios abandonados, los neumáticos y las piezas de mobiliario de oficina. La impresión general que daba la zona era la de que una década antes (quizá por aburrimiento, quizá por frustración, quizá incluso como una proclama o como arte interpretativo), un número de personas habían lanzado el contenido de sus oficinas por las ventanas, muy por encima del patio, y lo habían dejado en el suelo para que se pudriera.
Allí había también cristales rotos, y en abundancia. Además, había varios colchones, algunos de los cuales parecía que en algún momento alguien les hubiera prendido fuego. Crecía hierba entre los muelles. Una ecología entera había evolucionado alrededor de la fuente ornamental del centro del pozo, que por mucho tiempo no había sido ni especialmente ornamental ni una fuente. Una cañería de agua cercana, resquebrajada y con un escape, la había transformado, con la ayuda de un poco de agua de lluvia, en un lugar de cría para unas cuantas ranitas que saltaban al agua alegremente, regocijándose al verse libres de cualquier depredador natural no volador. Sin embargo, cuervos y mirlos e incluso alguna que otra gaviota consideraban el lugar una tienda especializada en ranas y sin gatos.
Babosas se tumbaban indolentes bajo los muelles de los colchones quemados; caracoles dejaban rastros de baba por los cristales rotos; escarabajos grandes y negros se escabullían con diligencia por encima de teléfonos de plástico gris destrozados y de muñecas Barbie misteriosamente mutiladas.
El Sr. Croup y el Sr. Vandemar habían subido para cambiar de aires. Caminaban lentamente alrededor del perímetro del patio central, los cristales rotos crujiendo bajo sus pies; parecían sombras con sus trajes negros raídos. El Sr. Croup estaba hecho una furia fría. Caminaba el doble de rápido que el Sr. Vandemar, dando vueltas a su alrededor y casi bailando por la ira. A veces, como si fuera incapaz de contener la cólera, el Sr. Croup se lanzaba contra la pared del hospital y la atacaba a viva fuerza con los puños y los pies, como si se tratara de un mal sustituto de una persona de verdad. El Sr. Vandemar, por otra parte, simplemente andaba. Era un andar demasiado constante, demasiado regular e inexorable para describirlo como un paseo: la Muerte andaba como él. El Sr. Vandemar miró al Sr. Croup, sin inmutarse, cuando éste le dio una patada a una placa de vidrio que había estado apoyada contra una pared. Se hizo añicos con un estrépito satisfactorio.
—Yo, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup. Contemplando los escombros—, yo personalmente ya he aguantado casi todo lo que estoy dispuesto a aguantar. Casi. Darle largas al asunto, actuar con frivolidad, holgazanear, titubear… el sapo pálido ése, podría hacerle saltar los ojos con los pulgares…
El Sr. Vandemar negó con la cabeza.
—Aún no —dijo—. Es nuestro jefe. En este trabajo. Después de que nos haya pagado, quizá podamos divertirnos en nuestro tiempo libre.
El Sr. Croup escupió en el suelo.
—Es un imbécil despreciable y un zopenco… Deberíamos masacrar a esa puta. Anularla, cancelarla, inhumarla y amortizarla.
Un teléfono empezó a sonar, fuerte. El Sr. Croup y el Sr. Vandemar miraron a su alrededor, perplejos. Al final el Sr. Vandemar encontró el teléfono, entre un montón de escombros, encima de una montaña de historiales médicos manchados de agua. Le colgaban cables rotos de la parte de atrás. Lo cogió y se lo pasó al Sr. Croup.
—Es para usted —dijo. Al Sr. Vandemar no le gustaban los teléfonos.
—El señor Croup al habla —dijo Croup. Entonces, servilmente—, oh. Es usted, señor… —una pausa—. En este momento, como usted solicitó, está paseándose por ahí, libre como una margarita. Me temo que su idea del guardaespaldas cayó como un babuino muerto… ¿Varney? Sí, está completamente muerto —otra pausa.
—Señor, comienzo a tener ciertos problemas conceptuales con mi papel y el de mi socio en estos chanchullos —hubo una tercera pausa y el Sr. Croup se puso lívido—. ¿Poco profesionales? —preguntó, suavemente—. ¿Nosotros? —cerró la mano en un puño y golpeó con fuerza la pared de ladrillo. No hubo ningún cambio, sin embargo, en su tono de voz cuando dijo—, señor, ¿me permite con el respeto debido que le recuerde que el señor Vandemar y yo incendiamos la Ciudad de Troya? Llevamos la peste negra a Flandes. Asesinamos a unos doce reyes, a cinco papas, a medio centenar de héroes y a dos dioses reconocidos. Nuestro último encargo antes de éste fue la tortura a muerte de un monasterio entero en la Toscana del siglo XVI. Somos absolutamente profesionales.
El Sr. Vandemar, que había estado entretenido capturando ranitas y comprobando cuántas se podía meter en la boca de una vez, dijo, con la boca llena:
—Aquello me gustó…
—¿Que qué intento decir? —preguntó el Sr. Croup, y se sacudió un poco de polvo imaginario de su traje negro y raído, ignorando el polvo auténtico mientras lo hacía—. Lo que quiero decir es que somos asesinos. Somos degolladores. Matamos —escuchó algo, luego dijo—: Bueno, ¿qué hay del hombre del Sobremundo? ¿Por qué no podemos matarle a él? —el Sr. Croup crispó el rostro, escupió otra vez y le dio una patada a la pared, mientras permanecía con el teléfono medio roto y manchado de óxido en la mano.
—¿Asustarla? Somos asesinos, no espantapájaros —una pausa. Respiró hondo—. Sí, lo entiendo, pero no me gusta —la persona al otro extremo del teléfono había colgado. El Sr. Croup miró el teléfono. Entonces lo levantó con una mano y procedió metódicamente a romperlo en mil fragmentos de plástico y metal golpeándolo contra la pared.
El Sr. Vandemar se acercó. Había encontrado una babosa grande y negra con el vientre naranja brillante, y la estaba masticando, como si fuera un puro gordo. La babosa intentaba escaparse arrastrándose por la barbilla del Sr. Vandemar.
—¿Quién era? —preguntó el Sr. Vandemar.
—¿Quién demonios se cree usted que era?
El Sr. Vandemar masticó, pensativamente, luego se metió la babosa en la boca de un sorbo.
—¿El encargado de los espantapájaros? —aventuró.
—Nuestro patrón.
—Eso es lo segundo que iba a decir.
—Espantapájaros —escupió el Sr. Croup, asqueado. Estaba pasando de una cólera roja a un malhumor gris aceitoso.
El Sr. Vandemar se tragó lo que tenía en la boca y se limpió los labios con la manga.
—Lo mejor para espantar a los pájaros —dijo el Sr. Vandemar— es acercarte sigilosamente por detrás y rodearles su cuellecito de pájaro con la mano y apretar hasta que ya no se mueven. Eso les asusta más que nada.
Y entonces se calló; y de arriba a lo lejos oyeron el sonido de unos cuervos que volaban y graznaban furiosamente.
—Cuervos. De la familia de los Corvidae. Régimen de alimentación —entonó el Sr. Croup, saboreando el sonido de la palabra—, carnívoro.
Richard esperaba apoyado contra la pared, al lado de Puerta. Ella hablaba muy poco; se mordía las uñas, se pasaba las manos por el pelo rojizo hasta que lo tenía de punta en todas direcciones, luego intentaba bajarlo otra vez. Desde luego, no se parecía a nadie que él hubiera conocido jamás. Cuando se dio cuenta de que Richard la estaba mirando, se encogió de hombros y se arrebujó aún más en sus capas de ropa, hundiéndose en su chaqueta de cuero. Su cara miraba al mundo desde el interior de la chaqueta. Su expresión le hizo pensar a Richard en un niño sin hogar muy hermoso que había visto, el invierno anterior, detrás de Covent Garden: no había estado seguro de si era una niña o un niño. Su madre estaba mendigando, suplicándole a los transeúntes que le dieran unas monedas para alimentar al niño y al bebé que llevaba en brazos. Sin embargo, el niño miraba el mundo fijamente y no decía nuda, aunque debería haber tenido frío y hambre. Sólo miraba.
Cazadora estaba junto a Puerta, mirando arriba y abajo del andén. El marqués les había dicho dónde debían esperar y luego se había escabullido. En algún lugar. Richard oyó a un bebé que rompía a llorar. El marqués apareció por una puerta de salida y se dirigió hacia ellos. Estaba mordisqueando un trozo de caramelo.
—¿Te diviertes? —preguntó Richard. Se acercaba un tren, anunciado por una ráfaga de viento cálido.
—Sólo me ocupo del negocio —dijo el marqués. Consultó un papel y su reloj. Señaló un lugar en el andén—. Éste debería ser el tren de la Corte del Conde. Poneos aquí detrás de mí, los tres.
Entonces, a medida que el tren subterráneo —un tren normal con un aspecto bastante aburrido, observó Richard decepcionado—, entraba en la estación con gran estruendo y traqueteo, el marqués se inclinó por delante de Richard y le dijo a Puerta:
—¿Mi lady? Hay algo que quizá debería haber mencionado antes.
Ella se giró para mirarle con sus ojos de color extraño.
—Bueno —dijo él—, podría ser que el conde no se alegrase del todo de verme.
El tren redujo la velocidad y se detuvo. El vagón que se había parado delante de Richard estaba completamente vacío: tenía las luces apagadas, era lóbrego y estaba vacío y oscuro. De vez en cuando Richard se había fijado en los vagones como éste, cerrados y oscuros, que había en algunos metros, y se había preguntado para qué servían. Las otras puertas del tren se abrieron con un silbido, y los pasajeros entraron y salieron. Las puertas del vagón oscurecido permanecieron cerradas. El marqués dio unos golpecitos en la puerta con el puño, unos golpes intrincados y rítmicos. No ocurrió nada. Richard se estaba preguntando si ahora el tren arrancaría sin que ellos hubieran subido, cuando la puerta del vagón oscuro se abrió desde dentro, unos quince centímetros, y el rostro de un hombre mayor y con gafas les miró, inspeccionándoles.
—¿Quién llama? —dijo.
Por la abertura, Richard veía llamas ardiendo y gente y humo dentro del vagón. Por el cristal de las puertas, sin embargo, seguía viendo un vagón oscuro y vacío.
—Lady Puerta —anunció el marqués, con elocuencia— y sus compañeros.
La puerta se abrió del todo, y ya estaban dentro de la Corte del Conde.