La gente se deslizaba y se escabullía por la oscuridad que les rodeaba, sujetando lámparas, antorchas, linternas y velas. A Richard le hizo recordar los documentales que había visto de bancos de peces, reluciendo y moviéndose como flechas por el océano… Aguas profundas, habitadas por seres que habían perdido la visión de ambos ojos.
Richard subió unos escalones tras la mujer de cuero. Escalones de piedra, con un borde de metal. Estaban en una estación de metro. Se pusieron en una cola de gente que esperaba para pasar por una reja, que habían abierto unos treinta centímetros para que la puerta que daba afuera, a la acera, quedara libre.
Justo delante de ellos había un par de jovencitos, cada uno de ellos con un cordel atado alrededor de la muñeca. Los cordeles los sostenía un hombre pálido y calvo, que olía a formaldehído. Justo detrás de ellos hacía cola un hombre de barba gris con un gatito blanco y negro sentado en su hombro. El gatito se lavó, le lamió la oreja al hombre con resolución y, luego, se hizo un ovillo encima del hombro y se durmió. La cola avanzaba despacio, mientras, de una en una, las figuras del principio de la cola se deslizaban por el espacio que había entre la reja y la pared y se iban adentrando en la noche.
—¿Por qué vas al mercado, Richard Mayhew? —preguntó la mujer de cuero, en voz baja. Richard seguía sin poder identificar su acento: empezaba a sospechar que era africana o australiana, o quizá de algún sitio aún más exótico y recóndito.
—Tengo unos amigos con los que espero encontrarme allí. Bueno, sólo una amiga. La verdad es que no conozco a mucha gente de este mundo, Estaba empezando a conocer más o menos a Anestesia, pero… —se calló. Hizo la pregunta que no se había atrevido a formular hasta ese momento—. ¿Está muerta?
La mujer se encogió de hombros.
—Sí. O como si lo estuviera.
—Espero que tu visita al mercado haga que su pérdida haya valido la pena.
Richard se estremeció.
—No creo que pudiera —dijo. Se sentía vacío y completamente solo Se estaban acercando al principio de la cola—. ¿A qué te dedicas? —preguntó él.
Ella sonrió.
—Vendo servicios físicos personales.
—Ah —dijo él—. ¿Qué clase de servicios físicos personales? —preguntó.
—Alquilo mi cuerpo —no entró en detalles.
—Ah —estaba demasiado cansado para continuar, para insistir en que le explicara exactamente lo que quería decir; aunque se había hecho una idea. Entonces salieron a la noche. Richard miró atrás. El letrero de la estación decía KNIGHTSBRIDGE. No sabía si sonreír o llorar. Parecía que fueran las primeras horas de la madrugada. Richard miró su reloj y no se sorprendió al observar que la esfera digital estaba completamente en blanco. Quizá se habían gastado las pilas o, pensó, lo más probable era que el tiempo en Londres de Abajo tuviera sólo una relación superficial con la clase de tiempo a la que él estaba acostumbrado. No le importó. Se quitó el reloj y lo dejó caer en el cubo de basura más cercano.
Un torrente de gente extraña estaba cruzando la calle, entrando por la puerta de dos hojas que tenían enfrente.
—¿Allí? —dijo Richard, horrorizado. La mujer asintió.
—Allí.
El edificio era grande y estaba cubierto de miles de luces encendidas. Los llamativos escudos de armas que había en la pared que tenían enfrente proclamaban con orgullo que eran proveedores de varios miembros de la Familia Real Británica de todo tipo de productos. Richard, que había pasado muchas horas de fin de semana yendo a la zaga de Jessica con los pies doloridos por cada tienda importante de Londres, lo reconoció de inmediato, incluso sin el letrero inmenso que proclamaba que se trataba de:
—¿Harrods?
La mujer asintió con la cabeza.
—Sólo esta noche —dijo—. El próximo mercado podría ser en cualquier sitio.
—Pero es que… —dijo Richard—. Harrods —parecía casi sacrilego entrar a hurtadillas en aquel sitio de noche.
Entraron por la puerta lateral. La sala estaba oscura. Pasaron junto a la oficina de cambio y la sección de envolver regalos, atravesaron otra sala a oscuras en la que se vendían gafas de sol y estatuillas, y entonces entraron en la Sala Egipcia. El color y la luz se rompieron encima de él como una ola al alcanzar la orilla. Su compañera se volvió hacia él: bostezó, como un gato, tapándose el rosado intenso de la boca con el dorso de su mano de caramelo. Luego sonrió y dijo:
—Bueno. Ya estás aquí. Más o menos sano, y salvo. Tengo que ocuparme de unos asuntos. Que te vaya bien.
Le saludó con la cabeza brevemente y se escabulló, perdiéndose entre el gentío.
Richard se quedó allí, solo en la muchedumbre, empapándose de ella. Aquélla multitud era pura locura, de eso no había ninguna duda en absoluto. Era ruidosa, de gran desparpajo, demente, y era, en muchos aspectos, realmente maravillosa. La gente discutía, regateaba, gritaba, cantaba. Pregonaba y ofrecía sus mercancías, y declamaba en voz alta la superioridad de su género. Se oía música: muchas clases diferentes de música que tocaban de muchas maneras diferentes en un montón de instrumentos distintos, la mayoría de ellos improvisados, mejorados, inverosímiles. Richard olía comida. Todo tipo de comida: los olores a curry y a especias parecían predominar, y, por debajo, los olores a carnes y champiñones haciéndose a la parrilla. Se habían montado puestos por la tienda entera, junto a, o incluso encima de, mostradores que, durante el día, habían vendido perfumes o relojes o ámbar o pañuelos de seda. Todo el mundo estaba comprando. Todo el mundo estaba vendiendo. Richard escuchó los gritos del mercado mientras empezaba a deambular entre la multitud.
—Preciosos sueños frescos. Pesadillas de primera clase. Tenemos de todo. Compre sus preciosas pesadillas aquí.
—¡Armas! ¡Ármese! ¡Defienda su sótano, cueva o agujero! ¿Quiere darles fuerte? Aquí tiene lo que quiera. Vamos, cielo, acércate…
—¡Basura! —le gritó una anciana gorda al oído a Richard, cuando pasaba por delante de su puesto maloliente—. ¡Porquería! —continuó—, ¡desperdicios! ¡Inmundicias! ¡Despojos! ¡Deshechos! ¡Vengan y compren! ¡No hay nada entero o intacto! Bazofia, chorradas y montones inútiles de mierda. Sabéis que lo queréis.
Un hombre con armadura tocaba un pequeño tambor y cantaba con monotonía:
—Objetos perdidos. Acérquense y miren y compruébenlo ustedes mismos. Objetos perdidos. Nada de cosas encontradas. Todo tiene garantía de ser un objeto perdido.
Richard deambuló por las enormes salas del almacén, como un hombre en trance. Era incapaz hasta de calcular cuántas personas había en el mercado nocturno. ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Cinco mil?
Había un montón enorme de botellas sobre un puesto, botellas llenas y vacías de todas las formas y todos los tamaños, desde botellas de bebidas alcohólicas hasta una inmensa que brillaba tenuemente y que no podría haber contenido nada más que un genio cautivo; en otro puesto se vendían lámparas con velas de muchos tipos de cera y de sebo; cuando pasó delante de él, un hombre le tendió bruscamente lo que parecía la mano amputada de un niño con una vela agarrada firmemente, diciendo.
—¿La Mano de la Gloria, señor? Hágales subir por la colina arbolada que lleva al catre. Tiene garantía de funcionar.
Richard pasó de largo corriendo, sin desear descubrir lo que era una Mano de la Gloria, ni cómo funcionaba; pasó por delante de un puesto que vendía joyas de oro y plata relumbrante, por delante de otro que vendía joyas hechas de lo que parecían las válvulas y los cables de radios antiguas; había otros puestos que vendían todo tipo de libros y de revistas; otros que vendían ropa —ropa vieja remendada, y arreglada, y transformada en algo extraño—; varios tatuadores; algo de lo que estaba casi seguro que era un pequeño mercado de esclavos (se mantuvo a bastante distancia de él); una silla de dentista, con un torno manual y una cola de gente abatida junto a ella, esperando a que les sacara los dientes o les hiciera un empaste un joven que parecía estar pasándoselo demasiado bien; un anciano encorvado que vendía cosas inverosímiles que podrían haber sido sombreros y podría haber sido arte moderno; algo que se parecía mucho a una ducha portátil; incluso un herrero…
Y después de varios puestos siempre había alguien que vendía comida. Algunos estaban cocinando encima de fuegos: curry y patatas y castañas y setas gigantescas y panes exóticos. Richard se preguntó por qué el humo de los fuegos no activaba el sistema de antiincendios del edificio. Entonces se preguntó por qué nadie estaba saqueando el almacén: ¿por qué montar sus puestecitos? ¿Por qué no coger simplemente las cosas de la tienda misma? En esos momentos, sabía que no debía arriesgarse a preguntarle a nadie… Parecía llevar la marca de hombre de Londres de Arriba y ser, por lo tanto, digno de gran desconfianza.
Toda aquella gente tenía algo profundamente tribal, decidió Richard. Intentó distinguir grupos bien diferenciados: estaban los que parecía que se habían escapado de una sociedad de recreaciones históricas: los que le recordaban a los hippies; la gente albina vestida de gris y con gafas oscuras; los refinados y peligrosos de trajes elegantes y guantes negros; las mujeres enormes y casi idénticas que iban juntas de dos en dos o de tres en tres, y que se saludaban con la cabeza cuando se veían; los de pelo enredado que parecía que probablemente vivían en las cloacas y que olían fatal; y otros cien tipos y clases…
Se preguntó hasta qué punto Londres —su Londres— le parecería normal a un extraño, y eso le volvió atrevido. Empezó a preguntarles, mientras caminaba:
—¿Perdone? Busco a un hombre llamado de Carabás y a una chica llamada Puerta. ¿Sabe dónde podría encontrarles?
La gente decía que no con la cabeza, se disculpaba, apartaba la miraba, se marchaba.
Richard dio un paso atrás y le pisó el pie a alguien. Alguien medía bastante más de dos metros diez y estaba cubierto de pelo pelirrojo que le caía en mechones. Tenía los dientes tan afilados que acababan en punta. Alguien levantó a Richard con una mano del tamaño de una cabeza de oveja y se acercó tanto la cabeza de Richard a su boca que éste casi sintió náuseas.
—Lo siento mucho —dijo Richard—. E… estoy buscando a una chica llamada Puerta. ¿Sabe…?
Pero alguien le dejó caer al suelo y siguió adelante.
Otro olorcito de comida cocinándose cruzó el piso, y Richard, que había conseguido olvidar el hambre que tenía desde que rehusó el trozo selecto de gato —no se acordaba cuántas horas antes—, ahora descubría que se le hacía la boca agua y que su capacidad de reflexión empezaba a llegar a un punto muerto.
La mujer de pelo de hierro que llevaba el siguiente puesto de comida al que se acercó Richard no le llegaba a la cintura. Cuando intentó hablar con ella, ésta negó con la cabeza, se llevó un dedo a los labios. No podía hablar o no hablaba o no quería hablar. Richard se vio llevando a cabo las negociaciones para comprar un bocadillo de requesón y lechuga y una taza de lo que parecía y olía a limonada casera en lenguaje de signos. La comida le costó el bolígrafo y una carterita de cerillas que había olvidado que tenía. A la mujercita debió de haberle parecido que se había llevado de lejos la mejor parte del trato, porque, cuando Richard cogió la comida, le dio dos galletitas con nueces de regalo.
Richard se quedó en medio de la muchedumbre, escuchando la música —por algún motivo que Richard era incapaz de discernir fácilmente, alguien estaba cantando la letra de «Greensleeves» con la música de «Yakkety-Yak»—, y observando el bazar estrambótico que se extendía a su alrededor mientras se comía los bocadillos.
Cuando se acabó el último de los bocadillos, se dio cuenta que no tenía ni idea del sabor que había tenido nada de lo que acababa de comerse; y decidió ir más lento y masticar las galletas más despacio. Se tomó la limonada a sorbos, para hacerla durar.
—¿Necesita un pájaro, señor? —preguntó una voz alegre, muy cerca—. Tengo grajos y cuervos, urracas y estorninos. Pájaros excelentes y sabios. Sabrosos y sabios. Estupendos.
Richard dijo:
—No. Gracias —y se dio la vuelta.
El letrero pintado a mano encima del puesto decía:
PÁJAROS E INFORMACIÓN DEL VIEJO BAILEY.
Había otros letreros más pequeños esparcidos aquí y allí: SI USTED LO QUIERE, NOSOTROS LO SABEMOS y ¡¡¡¡NO ENCONTRARÁ UN ESTORNINO MÁS GORDO!!!!, y ¡¡CUANDO ES LA HORA DEL GRAJO, ES LA HORA DEL VIEJO BAILEY!! Richard se encontró pensando en el hombre que había visto cuando llegó a Londres por primera vez, uno que solía estar fuera de la estación de metro de Leicester Square con un cartel de hombre anuncio pintado a mano que incitaba al mundo a: «Menos Lujuria Mediante Menos Proteínas, Huevos, Carne, Judías, Queso y Estar Sentado».
Unos pájaros daban saltitos y revoloteaban en jaulas pequeñas que parecían estar hechas de antenas de televisión entretejidas.
—¿Información, entonces? —continuó el Viejo Bailey, entusiasmándose con su propio discurso de vendedor—. ¿Mapas de tejados? ¿Historia? ¿Conocimientos secretos y misteriosos? Si yo no lo sé, probablemente sea mejor olvidarlo. Eso es lo que yo digo.
El anciano seguía llevando puesto el abrigo de plumas, seguía envuelto con cuerdas y cordones. Miró a Richard y pestañeó, luego se puso unas gafas que llevaba atadas al cuello con un cordel. A través de ellas, examinó a Richard detenidamente.
—Espera… Yo te conozco. Tú estabas con el marqués de Carabás. En el tejado. ¿Te acuerdas? ¿Eh? Soy el Viejo Bailey. ¿Te acuerdas de mí?
Le tendió la mano bruscamente, le dio un apretón de manos fuerte y violento.
—La verdad —dijo Richard—, es que estoy buscando al marqués. Y a una jovencita llamada Puerta. Creo que es probable que estén juntos.
El anciano bailó una pequeña giga, haciendo que varias plumas se despegaran del abrigo, lo que provocó un coro de desaprobación escandalosa por parte de los diversos pájaros que les rodeaban.
—¡Información! ¡Información! —anunció a la sala abarrotada—. ¿Ves? Ya se lo dije. Diversificad, dije. ¡Diversificad! No se pueden vender grajos para la olla del estofado eternamente; además, saben a zapatilla hervida. Y son tan estúpidos. Son más tontos que una mata de habas. ¿Has comido grajo alguna vez?
Richard negó con la cabeza. Por lo menos eso era algo de lo que podía estar seguro.
—¿Qué me darás? —preguntó el Viejo Bailey.
—¿Cómo? —dijo Richard, saltando torpemente de témpano de hielo en témpano de hielo en la corriente del pensamiento del anciano.
—Si te doy la información. ¿Qué conseguiré?
—No tengo dinero —dijo Richard—. Y acabo de dar mi bolígrafo.
Empezó a sacar el contenido de los bolsillos de Richard.
—Ya está —dijo el Viejo Bailey—. ¡Eso!
—¿Mi pañuelo? —preguntó Richard. No era un pañuelo especialmente limpio; se lo había regalado la tía Maude, para su último cumpleaños. El Viejo Bailey lo cogió y lo agitó por encima de su cabeza, alegremente.
—No te preocupes, muchacho —cantó, triunfalmente—. Tu búsqueda se ha acabado. Baja allí, por aquella puerta. Les verás enseguida. Están haciendo pruebas —señalaba en dirección a la extensa Sección de Alimentación de Harrods. Un grajo graznó maliciosamente.
—Cierra el pico —le dijo el Viejo Bailey al grajo. Y a Richard le dijo—; Gracias por la banderita.
Bailó una giga alrededor de su puesto, encantado, agitando el pañuelo de Richard de un lado a otro.
¿Haciendo pruebas?, pensó Richard. Entonces sonrió. No importaba. Su búsqueda, como había dicho el viejo loco del tejado, se había acabado. Caminó hacia la Sección de Alimentación.
La moda, en guardaespaldas, parecía serlo todo. Todos tenían un truco de un tipo u otro, y cada uno de ellos se moría por demostrárselo al mundo. En aquel momento, Ruislip se estaba enfrentando al Lechuguino Sin Nombre.
El Lechuguino Sin Nombre se parecía un poco a un vividor de principios del siglo XVIII, uno que no había podido encontrar ropa auténtica de vividor y que había tenido que conformarse con lo que pudo encontrar en una tienda del Ejército de Salvación. Tenía la cara empolvada de blanco, los labios pintados de rojo. Ruislip, el rival del Lechuguino, se parecía a una pesadilla que uno podría tener si se durmiera mirando un combate de sumo en la televisión con un disco de Bob Marley de música de fondo. Era un rastafari gigantesco que a lo que más se parecía era a un bebé enorme y obeso.
Estaban cara a cara, en medio de un ruedo formado por espectadores y por otros guardaespaldas y por visitantes. Ninguno de los dos hombres movía un músculo. El Lechuguino le sacaba más de una cabeza a Ruislip. Por otro lado, Ruislip parecía que pesaba tanto como cuatro lechuguinos, cada uno de ellos con una maleta grande de piel llena de grasa. Se miraban fijamente, sin apartar la vista.
El marqués de Carabás le dio un golpecito en el hombro a Puerta y señaló. Estaba a punto de ocurrir algo.
Un segundo antes había dos hombres de pie sin inmutarse, simplemente mirándose, A los pocos instantes, al Lechuguino se le fue la cabeza hacia atrás, como si acabaran de darle en la cara. Le apareció un pequeño cardenal purpúreo en la mejilla. Frunció la boca y pestañeó.
—La —dijo luego estiró los labios pintados, en una parodia espantosa de una sonrisa.
El Lechuguino hizo un gesto. Ruislip se tambaleó y se agarró el estómago.
El Lechuguino Sin Nombre esbozó una sonrisa afectada desternillante, meneó los dedos, y tiró besos a vacíos espectadores. Ruislip miró furioso al Lechuguino, intensificando su ataque mental. Al Lechuguino le empezó a salir sangre de los labios. Su ojo izquierdo comenzó a hincharse. Se tambaleó. El público murmuró en señal de apreciación.
—No es tan extraordinario como parece —le susurró el marqués a Puerta.
El Lechuguino Sin Nombre tropezó, de repente, y se puso de rodillas, como si alguien le estuviera obligando a bajar, y cayó, con torpeza, al suelo. Entonces se encogió, como si alguien le acabase de dar una patada fuerte en el estómago. A Ruislip se le veía triunfante. Los espectadores aplaudieron, cortésmente. El Lechuguino se retorcía y escupía sangre en el serrín del suelo de la Sección de Pescado y Carne de Harrods. Unos amigos le llevaron a rastras hasta un rincón y allí vomitó mucho.
—El siguiente —dijo el marques.
El siguiente aspirante a guardaespaldas volvía a ser más delgado que Ruislip (siendo más o menos del tamaño de dos lechuguinos y medio, que llevasen una sola maleta llena de grasa entre ellos). Estaba cubierto de tatuajes e iba vestido con ropa que parecía que hubieran cosido con asientos de coches viejos y con colchonetas. Tenía la cabeza rapada y se burlaba del mundo entre dientes podridos.
—Soy Varney —dijo y carraspeó y echó un escupitajo verde en el serrín. Entró en el ruedo.
—Cuando quieran, caballeros —dijo el marqués.
Ruislip dio unas patadas en el suelo con los pies desnudos, como un luchador de sumo, un, dos, un, dos, y clavó los ojos en Varney. Le abrió un corte pequeño en la frente, del que empezó a gotearle sangre en un ojo. Varney lo ignoró; y en cambio parecía estar concentrándose en su brazo derecho. Levantó el brazo lentamente, como si le costase un enorme esfuerzo. Entonces le dio un puñetazo en la nariz a Ruislip, que se puso a escupir sangre. Ruislip exhaló un suspiro largo y horrible, y cayó al suelo con el sonido de media tonelada de hígado mojado que alguien dejara caer en una bañera. Varney soltó una risita.
Ruislip se volvió a poner de pie lentamente, la sangre de la nariz empapándole la boca y el pecho y goteando en el serrín. Varney se limpió la sangre de la frente y le mostró los dientes estropeados al mundo en una mueca espantosa.
—Vamos —dijo—. Gordo cabrón. Pégame otra vez.
—Ése promete —murmuró el marqués.
Puerta arqueó las cejas.
—No parece muy simpático.
—Simpático en un guardaespaldas —disertó el marqués—, es una capacidad casi tan útil como la de regurgitar langostas enteras. Parece peligroso —se oyó un murmullo de apreciación, entonces, cuando Varney le hizo algo bastante rápido y doloroso a Ruislip, algo que consistía en la conexión repentina del pie envuelto en cuero de Varney con los testículos de Ruislip. El murmullo era el tipo de aplauso moderado y muy poco entusiasta que uno oye normalmente sólo en Inglaterra las tardes soleadas y soporíferas del domingo, en los partidos de cricket de pueblo. El marqués aplaudió con cortesía junto a los demás.
—Muy bien —dijo.
Varney miró a Puerta y le guiñó un ojo, casi con aires de amo y señor, antes de devolverle su atención a Ruislip. Puerta se estremeció.
Richard oyó los aplausos y se dirigió hacia ellos.
Cinco mujeres jóvenes y pálidas vestidas casi de idéntico modo pasaron por su lado. Llevaban vestidos largos de terciopelo, cada vestido oscuro como la noche, uno de cada color: verde oscuro, color chocolate oscuro, azul real, rojo sangre oscuro y negro puro. Cada una de las mujeres tenía el pelo negro y llevaba joyas de plata; cada una iba perfectamente peinada, perfectamente maquillada. Se movían en silencio: Richard sólo oyó el frufrú de terciopelo pesado cuando pasaron de largo, un frufrú que sonaba casi como un suspiro. La última de las mujeres, la que iba vestida de negro absoluto, la más pálida y la más hermosa, le sonrió a Richard. Él le devolvió la sonrisa, con cautela. Luego siguió su camino hacia las pruebas. Las hacían en la Sección de Pescado y Carne, en la zona abierta de la planta, bajo la escultura del pez de Harrods. El público le daba la espalda, formando columnas de a dos o de a tres. Richard se preguntó si podría encontrar fácilmente a Puerta y al marqués: y entonces la muchedumbre se separó, y les vio a los dos, sentados encima del tablero de cristal del mostrador del salmón ahumado. Abrió la boca para gritar el nombre de Puerta; y mientras lo hacía, se dio cuenta de por qué la muchedumbre se había separado, cuando un hombre enorme y con rizos al estilo de los rastafari, desnudo a excepción de un trapo verde, amarillo y rojo que le envolvía la cintura como un pañal, salió disparado a través de la multitud, como si un gigante le hubiera lanzado, y aterrizó de lleno encima de él.
—¿Richard? —dijo ella.
Él abrió los ojos. La cara daba vueltas, primero nítida y luego borrosa. Unos ojos de color de ópalo de fuego le miraban escrutadores desde una cara pálida, menuda y delicada.
—¿Puerta? —dijo él.
Parecía furiosa; parecía más que furiosa.
—¡Arco y templo. Richard! No me lo puedo creer. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Yo también me alegro de verte —dijo Richard, con voz débil. Se incorporó y se preguntó si padecía una conmoción cerebral. Se preguntó cómo lo sabría si era así y se preguntó por qué había pensado que Puerta se alegraría de verle. Ella se miraba fijamente las uñas, resoplando, como si no se fiara de sí misma para decir algo más.
El hombretón de los dientes muy cariados, el hombre que había tirado a Richard en el puente, estaba peleándose con un enano. Luchaban con palancas, y el combate no era tan desigual como uno podría haberse imaginado. El enano era prodigiosamente rápido: rodaba, golpeaba, saltaba, se lanzaba; cada uno de sus movimientos hacía que Varney pareciera pesado y torpe en comparación.
Richard se volvió hacia el marqués, que tenía los ojos clavados en la pelea.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
El marqués le concedió una mirada y luego volvió a concentrarse en la acción que se desarrollaba delante de ellos.
—Tú —dijo— estás metido en algo demasiado difícil para ti, estás en un buen lío y, diría, que a pocas horas de un final prematuro y sin duda desagradable. Nosotros, por otro lado, estamos haciendo pruebas para guardaespaldas.
Varney golpeó con su palanca al enano, que al instante dejó de saltar y moverse como una flecha, para quedar tendido e inconsciente.
—Creo que ya hemos visto suficiente —dijo el marqués en voz alta—. Gracias a todos. Señor Varney, ¿podría esperar ahí detrás?
—¿Por qué has tenido que venir aquí? —le dijo Puerta a Richard, con frialdad.
—La verdad es que no tenía mucha elección —dijo Richard.
Ella suspiró. El marqués caminaba por el perímetro, despidiendo a los varios guardaespaldas que ya habían hecho la prueba, mientras repartía unas palabras de elogio aquí, otras de consejo allá. Varney esperaba, paciente, a un lado. Richard intentó sonreírle a Puerta, pero ella lo ignoró.
—¿Cómo has llegado al mercado? —le preguntó.
—Hay unas personas Tatas… —empezó Richard.
—Ratanoparlantes —dijo ella.
—Y verás, la rata que nos trajo el mensaje del marqués…
—Maese Colalarga —dijo ella.
—Bueno, pues les dijo que tenían que traerme aquí.
Ella arqueó las cejas, ladeó la cabeza ligeramente.
—¿Te trajo un ratanoparlante?
Él asintió.
—La mayor parte del viaje. Se llamaba Anestesia. Ella… bueno, algo le pasó. En el puente. Otra señora me trajo el resto del viaje hasta aquí. Creo que era una… ya sabes. —Titubeó, luego lo dijo—. Puta.
El marqués había vuelto. Estaba delante de Varney, que parecía indecentemente satisfecho consigo mismo.
—¿Pericia en el campo de las armas? —preguntó el marqués.
—Uf —dijo Varney—. Digámoslo así: si se puede usar un arma para cortar a alguien, o para volarle la cabeza a alguien, o para romper un hueso, o para hacerle un agujero feo a alguien, entonces Varney es el experto en esa arma.
—¿Previos patrones satisfechos incluyendo a…?
—Olympia, la Reina de los Pastores, los habitantes de Crouch End. También me he ocupado un poco de la seguridad en la Feria de Mayo.
—Bueno —dijo el marqués de Carabás—. Tu destreza nos ha causado muy buena impresión.
—Había oído —dijo una voz de mujer— que pedíais guardaespaldas. No aficionados entusiastas —tenía la piel del color del caramelo quemado y su sonrisa habría parado una revolución. Iba completamente vestida de pieles moteadas suavemente de gris y de marrón. Richard la reconoció de inmediato.
—Es ella —le susurró a Puerta—. La puta.
—Varney —dijo Varney, ofendido— es el mejor guardia y asesino a sueldo del Lado Subterráneo. Todo el mundo lo sabe.
La mujer miró al marqués.
—¿Han terminado las pruebas? —preguntó.
—Sí —dijo Varney.
—No forzosamente —dijo el marqués.
—Entonces —le dijo ella—, me gustaría hacer una prueba.
Pasó un instante antes de que el marqués de Carabás dijera:
—Muy bien —y diera un paso atrás.
Varney era indudablemente peligroso, además de un matón, un sádico y seriamente perjudicial para la salud física de los que le rodeaban. Lo que no era, sin embargo, era particularmente rápido en coger las cosas al vuelo. Se quedó mirando al marqués mientras, poco a poco y con dificultad, iba cayendo en la cuenta. Al final, incrédulo, preguntó:
—¿Tengo que luchar con ella?
—Sí —dijo la mujer de cuero—. A menos que prefieras hacer una siestecita antes. —Varney empezó a reírse: una risa maníaca. Dejó de reírse un momento después, cuando la mujer le dio una patada fuerte en el plexo solar, y se cayó como un árbol.
Cerca de la mano, en el suelo, estaba la palanca que había utilizado en la pelea con el enano. La agarró y le dio con ella a la mujer en las narices… o lo habría hecho, si ella no se hubiera escabullido. La mujer le dio dos palmadas en las orejas, muy rápido. La palanca cruzó la habitación volando. Cuando todavía no se había recuperado del dolor de las orejas, Varney se sacó un cuchillo de la bota. No estaba completamente seguro de lo que pasó después: sólo de que el mundo desapareció de debajo suyo y de que, luego, estaba tirado en el suelo, boca abajo, con sangre que le salía de las orejas y su propio cuchillo en el cuello, mientras que el marqués de Carabás decía:
—¡Ya es suficiente!
La mujer levantó la vista, aún con el cuchillo de Varney contra su cuello.
—¿Y bien? —dijo.
—Excelente —dijo el marqués. Puerta asintió con la cabeza.
Richard estaba estupefacto: había sido como ver a Emma Peel, a Bruce Lee y a un tornado especialmente salvaje, todo en uno y espolvoreado con una porción generosa de una mangosta matando a una cobra real. Así era como la mujer se había movido. Así era como había luchado.
A Richard las demostraciones de auténtica violencia solían ponerle nervioso. No obstante, observar a esta mujer en acción le resultó excitante, como si ella estuviera encontrando una parte de él que él no había sabido que existía. Parecía totalmente adecuado, en ese espejo irreal del Londres que él había conocido, que ella estuviera allí y que estuviera luchando tan peligrosamente y tan bien.
Ella era parte de Londres de Abajo. Ahora lo entendía. Y, mientras pensaba en ello, pensó en Londres de Arriba y en un mundo en el que nadie luchaba así —nadie necesitaba hacerlo—, un mundo de seguridad y de cordura y, por un momento, la añoranza le envolvió como una fiebre.
La mujer miró a Varney, en el suelo.
—Gracias, señor Varney —dijo con educación—. Me temo que no necesitaremos sus servicios, después de todo.
Se le quitó de encima y se guardó el cuchillo de Varney en el cinturón.
—¿Y tú te llamas…? —preguntó el marqués.
—Yo me llamo Cazadora —dijo ella.
Todos se quedaron callados. Entonces habló Puerta, vacilante:
—¿La famosa Cazadora?
—La misma —dijo Cazadora, y se quitó el polvo del suelo de sus mallas de cuero—. He vuelto.
En alguna parte una campana sonó dos veces, un tañido profundo que hizo que a Richard le vibraran los dientes.
—Cinco minutos —murmuró el marqués. Luego dijo, al resto de la muchedumbre—: Creo que hemos encontrado a nuestra guardaespaldas. Muchas gracias a todos. No hay nada más que ver.
Cazadora se acercó a Puerta y la miró de arriba abajo.
—¿Tú puedes impedir que me maten? —preguntó Puerta. Cazadora inclinó la cabeza hacia Richard.
—A él le he salvado la vida tres veces hoy, cruzando el puente, de camino al mercado.
Varney, que se había puesto en pie a trompicones, recogió la palanca con la mente. El marqués vio cómo lo hacía; no dijo nada.
Los labios de Puerta esbozaron un amago de sonrisa.
—Qué raro —dijo—. Richard pensó que eras una…
Cazadora nunca descubrió lo que Richard pensaba que era. La barra llegó volando hacía su cabeza. Simplemente alargó la mano y la atrapó: se alojó, satisfactoriamente, en la palma de su mano con un golpe seco.
La mujer se acercó a Varney.
—¿Es tuya? —preguntó. Él le mostró los dientes, amarillos y negros y marrones—. Ahora mismo —dijo Cazadora—, estamos bajo la tregua del mercado. Pero si vuelves a intentar algo así, no respetaré la tregua y te romperé los dos brazos y haré que te los lleves a casa cogidos con los dientes. Ahora —continuó, torciéndole la muñeca detrás de la espalda—, pide perdón, con buenos modales.
—Ay —dijo Varney.
—¿Sí? —dijo ella, alentándole.
Lo escupió como si lo tuviera atragantado.
—Perdón.
Cazadora le soltó. Varney se echó atrás a una distancia segura, claramente asustado y furioso, mirando a Cazadora. Cuando llegó a la puerta de la Sección de Alimentación, vaciló y gritó:
—Estás muerta. ¡Estás muerta, desgraciada! —en una voz que estaba casi al borde de las lágrimas, y luego se dio la vuelta y se fue de la sala corriendo.
—Aficionados —suspiró Cazadora.
Volvieron a atravesar el gran almacén por donde Richard había venido. En esos momentos, la campana que había oído tocaba profunda y continuamente. Cuando se encontraron con ella, vio que era una campana gigantesca de latón, suspendida de un armazón de madera, con una cuerda colgando del badajo. La estaba tocando un hombre negro corpulento que llevaba las vestiduras negras de un monje dominico, y la habían montado junto al puesto de caramelos de goma para gourmets de Harrods.
Por muy impresionante que hubiera sido observar el mercado, a Richard le pareció que la velocidad con que lo estaban desmontando, desarmando y guardando era aún más impresionante. Toda prueba de que había estado allí alguna vez estaba desapareciendo: la gente desmontaba los puestos, se los cargaba sobre las espaldas, los sacaba a la calle. Richard se fijó en el Viejo Bailey, con los brazos llenos de los rudimentarios letreros y de jaulas de pájaros, saliendo a trompicones del almacén. El anciano le dijo adiós con la mano, alegremente, y desapareció en la oscuridad de la noche.
El gentío disminuyó, el mercado desapareció y casi al instante la planta baja de Harrods tenía el aspecto habitual, sobrio, elegante y limpio de cualquier otro momento en que él se había paseado por allí siguiendo a Jessica un sábado por la tarde. Era como si el mercado nunca hubiera existido.
—Cazadora —dijo el marqués—. He oído hablar de ti, por supuesto. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Cazando —dijo ella, sencillamente. Luego a Puerta—, ¿obedeces órdenes?
Puerta asintió.
—Si tengo que hacerlo.
—Bien. Entonces quizá pueda mantenerte con vida —dijo Cazadora—. Si acepto el trabajo.
El marqués se detuvo. La miró parpadeando, con desconfianza.
—¿Has dicho, sí aceptas el trabajo…?
Cazadora abrió la puerta, salieron a la acera de Londres de noche. Había llovido mientras estaban en el mercado y ahora las farolas se reflejaban con luz trémula en el asfalto mojado.
—Lo he aceptado —dijo Cazadora.
Richard se quedó mirando la calle refulgente. Todo parecía tan normal, tan silencioso, tan cuerdo. Por un momento, sintió que lo único que necesitaba para recuperar su vida sería hacerle señas a un taxi y decirle que le llevara a casa. Entonces dormiría toda la noche en su cama. Sin embargo, un taxi no le vería ni se pararía por él, y no tenía adonde ir, aun en el caso de que alguno se parara.
—Estoy cansado —dijo.
Nadie dijo nada. Puerta no quería mirarle a la cara, el marqués le estaba ignorando alegremente y Cazadora le trataba como algo irrelevante. Se sentía como un niño, que estaba de más y que seguía a los niños mayores por todas partes, y eso le irritaba.
—Mirad —dijo carraspeando—, sé que estáis todos muy ocupados. Pero ¿qué hay de mí?
El marqués se volvió y le miró fijamente, sus ojos enormes y blancos en su cara morena.
—¿Tú? —dijo—. ¿Qué pasa contigo?
—Bueno —dijo Richard—. ¿Cómo vuelvo a la normalidad? Es como si hubiera entrado en una pesadilla. La semana pasada todo tenía sentido y ahora nada lo tiene… —se quedó callado. Tragó saliva—. Quiero saber cómo puedo recuperar mi vida —explicó.
—No la recuperarás viajando con nosotros. Richard —dijo Puerta—. De todos modos, te va a ser difícil. Yo… de verdad que lo siento.
Cazadora, a la cabeza, se arrodilló en la acera. Cogió una barrita de metal de su cinturón y la usó para abrir la tapa de una alcantarilla. Levantó la tapa, miró dentro con recelo, bajó, luego hizo entrar a Puerta en la alcantarilla. Puerta no miró a Richard mientras bajaba. El marqués se rascó la nariz.
—Joven —dijo—, entiende esto: hay dos Londres. Está el Londres de Arriba, ahí es donde vivías, y luego está el Londres de Abajo, el Lado Subterráneo, habitado por personas que cayeron por las grietas del mundo. Ahora tú eres una de ellas. Buenas noches.
Empezó a bajar por la escalera de la alcantarilla. Richard dijo. «Esperad», y cogió la tapa antes de que se cerrara. Bajó tras el marqués. Olía como los sumideros que había en la parte de arriba de las alcantarillas: un olor muerto, a jabón y a col. Esperaba que empeorara a medida que bajaba, pero, en cambio, el olor se disipó enseguida cuando se acercó al suelo de la cloaca. Corría agua gris, poco profunda pero rápida, por el fondo del túnel de ladrillo. Richard se metió en el agua. Veía las luces de los otros más adelante y corrió y chapoteó por el túnel hasta que les alcanzó.
—Vete —dijo el marqués.
—No —dijo él.
Puerta le miró.
—Lo siento mucho, Richard —dijo.
El marqués se interpuso entre Richard y Puerta.
—No puedes regresar a tu antigua casa ni a tu antiguo trabajo ni a tu antigua vida —le dijo, casi amablemente—. Ninguna de esas cosas existe. Allí arriba, tú no existes.
Habían llegado a un cruce: un lugar donde se unían tres túneles. Puerta y Cazadora se fueron por uno de ellos, el que no tenía agua, y no miraron atrás. El marqués se quedó un rato.
—Tendrás que arreglártelas como puedas aquí abajo —le dijo al Richard—, en las cloacas y en la magia y en la oscuridad —y luego esbozó una sonrisa, enorme, blanca: una mueca reluciente, de una falta de sinceridad monumental—. Bueno… encantado de volver a verte. Buena suerte. Si sobrevives uno o dos días —le confió—, puede que incluso llegues a vivir todo un mes —y con eso se dio la vuelta y se marchó dando zancadas por la cloaca, tras Puerta y Cazadora.
Richard se apoyó contra una pared y escuchó el eco de sus pasos alejándose, y el torrente de agua que pasaba corriendo de camino a las estaciones de bombeo de Londres del Éste y a la planta de tratamiento de aguas residuales.
—Mierda —dijo.
Y entonces, para su sorpresa, por primera vez desde que murió su padre, solo en la oscuridad, Richard Mayhew rompió a llorar.
La estación de metro estaba totalmente vacía y oscura. Varney la cruzó, manteniéndose cerca de las paredes, lanzando miradas nerviosas hacia atrás y hacia delante y de lado a lado. Había escogido la estación al azar, se había dirigido a ella por encima de los tejados y a través de las sombras, asegurándose de que no le seguían. No regresaba a su guarida de los túneles profundos de Camden Town. Demasiado arriesgado. Había otros lugares donde Varney tenía un alijo de armas y comida. Se escondería un tiempecito, hasta que todo esto pasara.
Se paró junto a una máquina expendedora de billetes y escuchó, en la oscuridad: silencio absoluto. Ya más tranquilo por la seguridad de que estaba solo, se permitió un momento de relajación. Se detuvo en lo alto de la escalera de caracol y respiró hondo.
Una voz empalagosa a su lado dijo en un tono coloquial:
—Varney es el mejor guardia y asesino a sueldo del Lado Subterráneo. Todo el mundo lo sabe. El mismo señor Varney nos lo dijo.
Una voz a su otro lado respondió, con desgana:
—Mentir no está bien, señor Croup.
En la negra oscuridad, el Sr. Croup se extendió sobre el tema.
—No lo está, señor Vandemar. He de admitir que lo considero como una traición personal y que me he sentido muy herido por ella. Y decepcionado. Cuando uno no tiene ningún rasgo positivo, no le hace ninguna gracia la decepción, ¿verdad, señor Vandemar?
—Ninguna gracia en absoluto, señor Croup.
Varney se tiró hacia adelante y bajó corriendo, precipitadamente y a oscuras, la escalera de caracol. Resoplaba y jadeaba, rebotando con los hombros en las paredes, cayéndose a ciegas en la oscuridad. Llegó al pie de las escaleras, junto a un letrero que advertía a los viajeros que había 259 escalones hasta la parte de arriba y que sólo personas sanas deberían intentar subirlos. Todos los demás, sugería el letrero, deberían utilizar el ascensor.
¿El ascensor?
Se oyó un ruido metálico, y las puertas del ascensor se abrieron, magníficamente despacio, inundando el pasillo de luz. Varney buscó su cuchillo a tientas: maldijo, cuando se dio cuenta de que la puta de Cazadora aún lo tenía. Trató de coger el machete que llevaba al hombro en una funda. Había desaparecido.
Oyó una tos educada detrás de él y se giró.
El Sr. Vandemar estaba sentado en los escalones, al pie de la escalera de caracol. Se estaba limpiando las uñas con el machete de Varney.
Y entonces el Sr. Croup cayó sobre él, todo dientes y garras y cuchillas pequeñas; y Varney ni siquiera tuvo la oportunidad de gritar.
—Adiós —dijo el Sr. Vandemar, sin inmutarse, y continuó hurgándose las uñas. Después, la sangre empezó a manar. Sangre roja y húmeda en enormes cantidades, ya que Varney era un hombre grande y la había estado guardando toda dentro. Sin embargo, cuando el Sr. Croup y el Sr. Vandemar acabaron, habría sido difícil notar siquiera la leve mancha del suelo al pie de la escalera de caracol.
Cuando se volvió a limpiar el suelo, la mancha desapareció para siempre.
Cazadora iba a la cabeza. Puerta caminaba en medio. El marqués de Carabás estaba en la retaguardia. Ninguno había dicho una palabra desde que dejaron a Richard media hora antes. De repente, Puerta se detuvo.
—No podemos hacerlo —dijo de forma terminante—. No podemos dejarle ahí atrás.
—Claro que podemos —dijo el marqués—. Lo hemos hecho.
Ella meneó la cabeza. Se había sentido culpable y estúpida desde que vio a Richard, tendido de espaldas debajo de Ruislip, en las pruebas. Ya estaba cansada de sentirse así.
—No seas tonta —dijo el marqués.
—Me salvó la vida —le dijo ella—. Podía haberme dejado en la acera. No lo hizo.
Ella tenía la culpa. Sabía que era cierto. Había abierto una puerta a alguien que pudiera ayudarla, y él lo había hecho. La había llevado a un sitio caliente y había cuidado de ella y le había traído ayuda. El acto de ayudarla le había hecho caer de su mundo al de ella.
Era una estupidez incluso pensar en llevarle con ellos. No podían permitirse llevar a alguien: no estaba segura de que los tres pudieran cuidar de sí mismos en el viaje que tenían por delante.
Se preguntó, por un momento, si sólo era la puerta que había abierto y que le había llevado a él lo que había permitido a Richard fijarse en ella, o si había algo más.
El marqués enarcó las cejas: estaba indiferente, distante, un ser de pura ironía.
—Mi querida jovencita —dijo—. No vamos a traer a ningún invitado en esta expedición.
—No me trates con condescendencia, de Carabás —dijo Puerta. Estaba tan cansada—. Y creo que puedo decidir quién viene con nosotros. ¿Trabajas para mí, verdad? ¿O es al revés? —la pena y la extenuación habían acabado con su paciencia. Necesitaba a de Carabás, no podía permitirse echarle, pero había llegado al límite.
De Carabás se la quedó mirando, con furia fría.
—No vendrá con nosotros —dijo rotundamente—. De todos modos, es probable que ya esté muerto.
Richard no estaba muerto. Estaba sentado en la oscuridad, en un saliente, al lado de una boca de desagüe de aguas pluviales, sin saber qué hacer, preguntándose hasta qué punto podía seguir complicándose su situación. Su vida hasta ese momento, concluyó, le había preparado perfectamente para un trabajo en valores, para comprar en el supermercado, para ver fútbol por la televisión los fines de semana, para subir el termostato si tenía trío. Había fracasado magníficamente en su preparación para una vida de no persona en los tejados y en las cloacas de Londres, para una vida en el frío y en la humedad y en la oscuridad.
Una luz brilló débilmente. Unos pasos venían hacia él. Decidió que si era un grupo de asesinos, de caníbales o de monstruos, ni siquiera opondría resistencia. Que ellos le pusieran fin a todo por él; ya estaba harto. Miró hacia la oscuridad, al sitio donde debería tener los pies. Los pasos se acercaron más.
—¿Richard? —era la voz de Puerta. Saltó. La ignoró deliberadamente. Si no fuera por ti, pensó…
—¿Richard?
No levantó la vista.
—¿Qué? —dijo.
—Mira —dijo ella—. La verdad es que no estarías en este lío si no fuera por mí —y que lo digas, pensó él—. Y no creo que vayas a estar más a salvo con nosotros. Pero, bueno —se detuvo. Respiró hondo—. Lo siento. En serio. ¿Vienes?
Entonces la miró: una criatura pequeña con enormes ojos que le miraban con urgencia en una cara pálida en forma de corazón. Está bien, se dijo. Supongo que no estoy del todo listo para rendirme y morir.
—Bueno, ahora mismo no tengo otro sitio donde estar —dijo con una indiferencia estudiada que rayaba en la histeria—. ¿Por qué no?
La cara de Puerta cambió. Le rodeó con los brazos y le estrechó con fuerza.
—E intentaremos llevarte de vuelta a casa —dijo—. Te lo prometo. En cuanto hayamos encontrado lo que busco.
Se preguntó si lo decía en serio, sospechó, por primera vez, que lo que ella le ofrecía podría ser imposible. No obstante, dejó de pensar en ello. Empezaron a andar por el túnel. Richard veía a Cazadora y al marqués esperándoles en la boca del túnel. Parecía que al marqués le hubieran obligado a tragarse un limón reducido a pulpa.
—¿Y qué estás buscando, si puede saberse? —preguntó Richard, animándose un poco.
Puerta respiró hondo y contestó después de una gran pausa.
—Es una larga historia —dijo con aire de gravedad—. Ahora mismo atamos buscando a un ángel llamado Islington.
Fue entonces cuando Richard empezó a reír; no lo pudo evitar. En aquella risa había histerismo, desde luego, pero también estaba el agotamiento de alguien que había logrado, de algún modo, creerse un montón de cosas imposibles en las últimas veinticuatro horas, sin tomarse siquiera un desayuno como es debido. Su risa resonó por los túneles.
—¿Un ángel? —dijo riéndose como un tonto y sin poder contenerse—. ¿Llamado Islington?
—Nos queda mucho camino que recorrer —dijo Puerta.
Y Richard meneó la cabeza, y se sintió estrujado, vacío y hecho trizas.
—Un ángel —susurró, histéricamente, a los túneles y a la oscuridad—. Un ángel.
Había velas por toda la Gran Sala: velas junto a los pilares de hierro que sostenían el techo; velas que esperaban al lado de la cascada que bajaba por una pared y caía en la charca pequeña de abajo; velas agrupadas en la pared de roca; velas amontonadas en el suelo; velas puestas en candelabros junto a la puerta gigantesca que había entre dos pilares de hierro oscuro. La puerta estaba construida de sílex negro pulido en una base de plata que se había deslustrado con los siglos hasta quedar casi negra. Las velas estaban apagadas; pero cuando la alta figura pasó delante de ellas, se encendieron con un parpadeo. Ninguna mano las tocaba; ningún fuego rozaba sus mechas.
La túnica de la figura era simple y blanca; o más que blanca: de un color, o la ausencia de todos los colores, tan brillante como para ser asombroso. Andaba con los pies descalzos por el suelo de roca fría de la Gran Sala. Tenía la cara pálida y sabia, y dulce; y, quizá, un poco solitaria.
Era muy hermosa.
Pronto todas las velas de la Sala estuvieron encendidas. Hizo una pausa junto a la charca: se arrodilló junto al agua, ahuecó las manos, las metió en el agua clara, las alzó y bebió. El agua estaba fría, pero era muy pura. Cuando hubo acabado de beberse el agua, cerró los ojos un momento, como si realizara una bendición. Luego se puso en pie y se fue, atravesando de nuevo la Sala por donde había venido; y las velas se apagaron cuando pasaba, como habían hecho durante decenas de miles de años. No tenía alas; pero aun así era, sin lugar a dudas, un ángel.
Islington abandonó la Gran Sala; y la última de las velas se apagó, y la oscuridad volvió.