El Sr. Croup y el Sr. Vandemar se habían instalado en el sótano de un hospital Victoriano, cerrado diez años antes por recortes en el presupuesto de la Seguridad Social. Los promotores inmobiliarios, que habían anunciado su intención de convertir el hospital en un bloque sin parangón de alojamientos de un lujo excepcional, habían ido cayendo poco a poco en el olvido en cuanto se había cerrado el hospital, así que seguía allí en pie, año tras año, gris y vacío y superfluo, las ventanas cerradas con tablas y las puertas con candados. El techo estaba podrido, y las gotas de lluvia caían dentro del hospital vacío, extendiendo la humedad y el deterioro por el edificio. El hospital estaba construído alrededor de un patio central, que dejaba entrar cierta cantidad de luz gris y hostil.
El mundo del sótano bajo las salas de hospital vacías comprendía más de cien habitaciones diminutas, algunas vacías, otras llenas de material hospitalario abandonado. Una habitación contenía una caldera metálica gigante y achaparrada, mientras que la habitación siguiente albergaba las duchas y los retretes atascados y sin agua. La mayoría de los suelos del sótano estaban cubiertos por una capa delgada de agua de lluvia sucia de aceite que devolvía el reflejo de la oscuridad y del deterioro a los techos que se estaban pudriendo.
Si uno bajara las escaleras del hospital, lo más abajo posible, atravesara las duchas, pasara por delante de los servicios del personal, y pasara después por una habitación llena de cristales rotos, donde el techo se había hundido completamente dejándola abierta al hueco de la escalera de arriba, llegaría a una escalera de hierro pequeña y oxidada, de la que la pintura, en otro tiempo blanca, se estaba desconchando en tiras largas y húmedas. Y si uno bajaba por las escaleras, cruzaba el lugar pantanoso al pie de las escaleras y se abría paso por una puerta de madera medio podrida, se encontraría en el subsótano, una habitación inmensa en la que ciento veinte años de residuos hospitalarios se habían acumulado, habían sido abandonados y, al final, olvidados; y aquí era donde el Sr. Croup y el Sr. Vandemar habían fijado, de momento, su residencia. Las paredes estaban húmedas y goteaba agua del techo. Cosas extrañas se enmohecían en los rincones: antes algunas de ellas habían estado vivas.
El Sr. Croup y el Sr. Vandemar estaban matando el tiempo. El Sr. Vandemar había conseguido de algún sitio un ciempiés —una criatura de un naranja rojizo, de casi veinte centímetros de largo, con dientes feroces y venenosos—, y lo estaba dejando que corriera por encima de sus manos, observándolo mientras se enroscaba entre sus dedos, desaparecía metiéndose en una manga, salía un minuto después por la otra. El Sr. Croup estaba jugando con hojas de afeitar, Había encontrado, en un rincón, una caja entera de cuchillas de hacía cincuenta años, envueltas en papel parafinado, y había estado tratando de pensar en cosas que hacer con ellas.
—Si pudiera usted prestarme atención, señor Vandemar —dijo por fin—. Échele un vistazo a esto.
El Sr. Vandemar sujetó la cabeza del ciempiés con delicadeza entre un pulgar enorme y un índice grandioso para impedir que se retorciera. Miró al Sr. Croup.
El Sr. Croup puso la mano izquierda contra la pared, con los dedos extendidos. Cogió cinco cuchillas con la mano derecha, apuntó con cuidado y las lanzó. Cada hoja se clavó en la pared, entre los dedos del Sr. Croup; fue como la actuación principal y en miniatura de un lanzador de cuchillos. El Sr. Croup retiró la mano, dejando las hojas clavadas, que trazaban el lugar donde habían estado sus dedos, y se volvió hacia su compañero en busca de aprobación.
El Sr. Vandemar no estaba impresionado.
—¿Y qué hay de hábil en eso? —preguntó—. No ha tocado ni un dedo.
El Sr. Croup suspiró.
—¿Ah, no? —dijo—. Vaya, que me rajen el pescuezo, tiene usted razón. ¿Cómo he podido ser tan bobo? —Sacó las cuchillas de la pared, una a una, y las dejó caer sobre la mesa de madera—. ¿Por qué no me enseña cómo tendría que haberlo hecho?
El Sr. Vandemar asintió con la cabeza. Volvió a poner el ciempiés en el tarro vacío de mermelada. Luego puso la mano izquierda contra la pared. Levantó el brazo derecho: tenía el cuchillo, siniestro y afilado y perfectamente equilibrado, en la mano derecha. Entrecerró los ojos y lo lanzó. El cuchillo atravesó el aire volando y chocó con un golpe sordo contra la pared de revoque húmedo con la hoja por delante, después de que ésta hubiese tocado y penetrado el dorso de la mano del Sr. Vandemar por el camino.
Un teléfono empezó a sonar.
El Sr. Vandemar miró atrás hacia el Sr. Croup, satisfecho, con la mano aún clavada a la pared.
—Así es como se hace —dijo.
Había un teléfono viejo en el rincón de la habitación, un teléfono antiguo, de dos piezas, de madera y baquelita, que no se usaba en el hospital desde los años veinte. El Sr. Croup cogió el auricular, que estaba unido al aparato por un cable largo y envuelto en tela, y habló por el micrófono, que estaba sujeto a la base.
—Croup y Vandemar —dijo con soltura—, la Vieja Empresa. Se eliminan obstáculos, se erradican incordios, se extirpan extremidades molestas y se practica odontología protectora.
La persona al otro extremo del teléfono dijo algo. El Sr. Croup se encogió. El Sr. Vandemar tiró de su mano izquierda. No se soltaba.
—Oh. Sí, señor. Claro que sí. ¿Y me permitiría decirle cuánto ha animado y alegrado su charla telefónica nuestro día, que por lo demás ha sido aburrido y poco interesante? —otra pausa—. Por supuesto que dejaré de darle coba y de arrastrarme. Encantado de hacerlo. Un honor, y… ¿qué sabemos? Sabemos que… —una interrupción; se hurgó la nariz, pensativo, paciente, luego—. No, no sabemos dónde está en este preciso instante. Pero no tenemos por qué saberlo. Estará en el mercado esta noche y… —se le tensó la boca y siguió—. No tenemos ninguna intención de violar la tregua del mercado. Un rato más de espera hasta que se vaya del mercado y la capturaremos sin escrúpulo alguno… —se quedó callado entonces y escuchó, asintiendo con la cabeza de vez en cuando.
El Sr. Vandemar intentó sacar el cuchillo de la pared con la mano libre, pero el cuchillo estaba clavado bastante fuerte.
—Eso podría organizarse, sí —dijo el Sr. Croup, al micrófono—. Quiero decir que se organizará. Por supuesto. Sí. Lo comprendo. Y, señor, quizá podríamos hablar sobre… —pero el que llamaba había colgado. El Sr. Croup se quedó mirando el auricular un momento, luego lo volvió a colgar—. Te crees muy inteligente, ¿eh? —susurró. Entonces se dio cuenta del aprieto del Sr. Vandemar y dijo:
—No haga eso.
Se inclinó hacia él. Sacó el cuchillo de la pared y del dorso de la mano del Sr. Vandemar, y lo puso en la mesa.
El Sr. Vandemar sacudió la mano y flexionó los dedos, luego limpió los fragmentos de revoque húmedo de la hoja de su cuchillo.
—¿Quién era?
—Nuestro patrón —dijo el Sr. Croup—. Parece ser que no va a resultar. No es lo bastante mayor. Tendrá que ser la Puerta hembra.
—¿Así que ya no se nos permite matarla?
—Eso, Sr. Vandemar, sería, en resumidas cuentas, correcto, sí. Bien, parece que la pequeña señorita Puerta ha anunciado que va a contratar a un guardaespaldas. En el mercado. Ésta noche.
—¿Y? —el Sr. Vandemar se escupió en el dorso de la mano, por donde había entrado el cuchillo, y en la palma de la mano, por donde había salido. Se frotó la saliva con un pulgar enorme. La carne se cerró, se soldó, volvió a quedar intacta.
El Sr. Croup recogió su viejo abrigo, pesado, negro y brillante de tan gastado, del suelo. Se lo puso.
—Bueno, Sr. Vandemar —dijo—, ¿qué le parece si contratamos a un guardaespaldas para nosotros también?
El Sr. Vandemar se volvió a meter el cuchillo en la funda que tenía en la manga. También se puso el abrigo, hundió las manos en los bolsillos y tuvo la grata sorpresa de encontrar un ratón casi intacto en un bolsillo. Bien. Tenía hambre. Entonces reflexionó sobre el último planteamiento del Sr. Croup con la intensidad de un anatomista diseccionando a su único gran amor y, al comprender el error en la lógica de su compañero, el Sr. Vandemar dijo:
—No necesitamos un guardaespaldas, Sr. Croup. Hacemos daño a la gente. No nos hacen daño.
El Sr. Croup apagó las luces.
—Oh, señor Vandemar —dijo disfrutando del sonido de las palabras, como disfrutaba del sonido de todas las palabras—, si nos cortáis, ¿acaso no sangramos?
El Sr. Vandemar caviló sobre eso un momento, a oscuras. Luego dijo. Con perfecta exactitud:
—No.
—Un espía del Sobremundo —dijo el Lord Ratanoparlante—. ¿Eh? Debería rajarte desde el gaznate hasta la molleja y leer la buenaventura en tus tripas.
—Mira —dijo Richard, la espalda contra la pared y el puñal de cristal apretado contra la nuez—. Creo que estás cometiendo un pequeño error. Me llamo Richard Mayhew. Puedo demostrar quién soy. Tengo el carnet de la biblioteca. Tarjetas de crédito. Cosas —añadió, desesperadamente.
Al otro extremo de la sala, Richard notó, con la claridad objetiva que llega cuando un lunático está a punto de cortarte el cuello con un trozo de cristal roto, que la gente se echaba a tierra, hacía una profunda reverencia y se quedaba en esa posición. Una forma pequeña y negra venía hacia ellos por el suelo.
—Creo que un momento de reflexión podría demostrar que estamos siendo muy tontos —dijo Richard. No tenía ni idea de lo que significaban las palabras, sólo sabía que le estaban saliendo de la boca y que, mientras estuviera hablando, no estaba muerto—. Ahora, ¿por qué no te guardas eso y…? Perdona, ésa es mi bolsa —esto último se lo dijo a una chica delgada y desaliñada de unos dieciocho o diecinueve años que había cogido la bolsa de Richard y estaba tirando bruscamente todas sus pertenencias al suelo.
La gente de la sala seguía inclinándose y permaneciendo en esa postura, a medida que la pequeña forma se acercaba. Llegó al grupo de gente que rodeaba a Richard, aunque ninguno de ellos se fijó en ella. Estaban todos mirando a Richard.
Era una rata, que levantó la cabeza para mirar a Richard con curiosidad. Tuvo la impresión extraña y momentánea de que le guiñó uno de sus ojitos negros como gotas de aceite. Luego chilló fuerte.
El hombre del puñal de cristal cayó de rodillas. También lo hizo la gente reunida en torno a ellos. Y también, después de un momento de vacilación, y con un poco más de torpeza, lo hizo el hombre indigente, al que habían llamado Iliaster. En un momento, Richard fue el único que estaba de pie. La chica delgada le tiró del codo, y él, también, se arrodilló.
El Lord Ratanoparlante hizo una reverencia tan profunda que su pelo largo rozó el suelo, y contestó a la rata con un chirrido, arrugando la nariz, mostrando los dientes, chillando y bufando, tal como si fuera una enorme rata.
—Escuchad, ¿alguien puede decirme…? —murmuró Richard.
—¡Silencio! —dijo la chica delgada.
La rata subió —con cierto desdén, al parecer— a la mano mugrienta del Lord Ratanoparlante, y el hombre la sostuvo, respetuosamente, delante de la cara de Richard. Agitó la cola con languidez mientras le examinaba los rasgos a Richard.
—Éste es Maese Colalarga, del clan Gris —dijo el Lord Ratanoparlante—. Dice que le resultas sumamente familiar. Quiere saber si ya te había visto antes.
Richard miró a la rata. La rata miró a Richard.
—Supongo que es posible —reconoció.
—Dice que estaba cumpliendo con un compromiso que tenía con el marqués de Carabás.
Richard miró al animal más detenidamente.
—¿Es aquella rata? Sí, ya nos hemos conocido. La verdad es que le tiré el mando a distancia de la tele.
Algunas de las personas que estaban alrededor parecían escandalizadas. La chica delgada incluso chilló. Richard apenas se fijó en ellos, al menos había algo conocido en esa locura.
—Hola, ratita —dijo—. Me alegro de volver a verte. ¿Sabes dónde está Puerta?
—¡Ratita! —dijo la chica, en una mezcla de chillido y de nudo horrorizado en la garganta. Llevaba un botón rojo, grande y manchado de agua prendido a su ropa andrajosa, del tipo que viene pegado a una tarjeta de cumpleaños. Ponía, en letras amarillas, TENGO 11 AÑOS.
El Lord Ratanoparlante blandió el puñal de cristal delante de Richard en señal de advertencia.
—No debes dirigirte a Maese Colalarga, excepto a través de mí —dijo. La rata gritó una orden. El hombre torció el gesto.
—¿Él? —dijo mirando a Richard con desdén—. Mirad, no puedo prescindir de nadie. ¿Y si simplemente le degüello y le envío a los Cloaqueros…?
La rata chilló otra vez, con decisión, luego saltó del hombro del hombre al suelo y desapareció por uno de los muchos agujeros que llenaban las paredes.
El Lord Ratanoparlante se levantó. Tenía cien ojos clavados en él. Se volvió hacia la sala y miró a sus súbditos agachados junto a sus fuegos grasientos.
—No sé qué estáis mirando —gritó—. ¿Quién gira los espetones, eh? ¿Queréis que se queme el papeo? No hay nada que ver. Vamos. Dejaos de tonterías.
Richard se levantó, nervioso. La pierna izquierda se le había dormido, y se la frotó para reanimarla, sintiendo el picor del hormigueo. El Lord Ratanoparlante miró a Iliaster.
—Hay que llevarle al mercado. Órdenes de Maese Colalarga.
Iliaster movió la cabeza y escupió al suelo.
—Pues yo no le llevo —dijo—. Me juego la vida con ese viaje. Vosotros los ratanoparlantes siempre os habéis portado bien conmigo, pero yo no puedo volver allí. Ya lo sabes.
El Lord Ratanoparlante asintió. Guardó el puñal entre las pieles de su manto. Luego sonrió a Richard con dientes amarillos.
—No sabes la suerte que has tenido, hace un momento —dijo.
—Sí lo sé —dijo Richard—. Y tanto que lo sé.
—No —dijo el hombre—, no lo sabes. De verdad que no —y meneó la cabeza y se dijo, maravillándose—, «ratita».
El Lord Ratanoparlante cogió a Iliaster por el brazo, y los dos se alejaron un poco para que no les oyeran y se pusieron a hablar, lanzándole miradas a Richard al mismo tiempo.
La chica delgada estaba engulléndose uno de los plátanos de Richard de un modo que a él le pareció la exhibición menos erótica de comer plátanos que había visto jamás.
—Sabes, eso iba a ser mi desayuno —dijo Richard. Ella levantó la vista y le miró con aire de culpabilidad—. Me llamo Richard. ¿Y tú?
La chica, que, como pudo ver, ya había conseguido comerse casi toda la fruta que Richard había traído consigo, se tragó lo que quedaba del plátano y titubeó. Entonces medio sonrió y dijo algo que sonaba mucho a Anestesia.
—Tenía hambre —dijo.
—Pues yo también —le dijo él.
Ella echó una mirada a las pequeñas hogueras que había al otro lado de la habitación. Luego volvió a mirar a Richard. Sonrió otra vez.
—¿Te gusta el gato? —dijo.
—Sí —dijo Richard—. Me gustan bastante los gatos.
Anestesia puso cara de alivio.
—¿Pata? —preguntó—. ¿O pechuga?
La chica llamada Puerta caminó por el callejón sin salida, seguida por el marqués de Carabás. Había otros cien pequeños callejones y pasajes y callejuelas en Londres exactamente igual que ése, ramales diminutos de tiempos antiguos, que no habían cambiado durante trescientos años. Incluso el olor a meado de allí era igual que el de la época de Pepy, trescientos años antes. Aún quedaba una hora hasta el amanecer, pero el cielo empezaba a iluminarse, volviéndose de un color plomizo y agreste. Hebras de neblina flotaban como lívidos fantasmas en el aire.
La puerta estaba toscamente cerrada con tablas y cubierta de pósters sucios de grupos olvidados y de clubs nocturnos cerrados desde hacía mucho tiempo. Se detuvieron delante de ella, y el marqués la observó, toda tablas y clavos y pósters, y no pareció que estuviera muy impresionado; pero la verdad era que no estar impresionado era su estado por defecto.
—¿Así que ésta es la entrada? —dijo.
Ella asintió.
—Una de ellas.
Él cruzó los brazos.
—Bueno, di «Ábrete Sésamo», o haz lo que sea que hagas.
—No quiero hacerlo —dijo ella—. No estoy nada segura de que estemos haciendo lo correcto.
—Muy bien —descruzó los brazos—. Hasta pronto, entonces —dio media vuelta y empezó a marcharse por el camino por donde habían venido. Puerta le agarró el brazo.
—¿Me abandonarías? —preguntó—. ¿Así, sin más?
Él sonrió burlonamente, sin humor.
—Desde luego. Soy un hombre muy ocupado. Tengo cosas que ver. Gente que hacer.
—Mira, espera —ella le soltó la manga, se mordió el labio inferior—. La última vez que estuve aquí… —se calló.
—La última vez que estuviste aquí, encontraste a tu familia muerta. Bueno, ¿ves? Ya no tienes que explicarlo. Si no vamos a entrar, entonces nuestra relación de trabajo se ha acabado.
Ella le miró, su rostro élfico pálido a la luz de antes del amanecer.
—¿Y eso es todo?
—Podría desearte mucha suerte para tu futura carrera, pero me temo que dudo que vivas lo suficiente para tener una.
—Eres todo un elemento, ¿eh?
Él no dijo nada. Ella se giró hacia la puerta.
—Bueno —dijo—. Vamos. Te llevaré adentro.
Puerta puso la mano izquierda en la puerta cerrada con tablas y con la mano derecha le cogió la mano enorme y morena al marqués. Los dedos diminutos de ella se entretejieron entre los más grandes de él. Ella cerró los ojos.
… algo susurró y tembló y cambió…
… y la puerta cedió en la oscuridad.
El recuerdo era reciente, sólo tenía unos días: Puerta recorría la Casa Sin Puertas gritando, «Ya estoy en casa» y «¿Hola?». Pasó de la antesala al comedor, a la biblioteca, al salón; nadie contestó. Fue a otra habitación.
La piscina era una construcción cubierta victoriana, de mármol y hierro colado. Su padre la había encontrado cuando era más joven, abandonada y a punto de ser demolida, y la había entretejido en la estructura de la Casa Sin Puertas. Quizá en el mundo exterior, en Londres de Arriba, la sala había sido destruida y olvidada hacía tiempo. Puerta no tenía ni idea de dónde estaba ninguna de las habitaciones de su casa, físicamente. Su abuelo había construido la casa, cogiendo una habitación de aquí y otra de allí, por todo Londres, discreta y sin puertas; su padre la había ampliado.
Caminó por el borde de la vieja piscina, contenta de estar en casa, perpleja por la ausencia de su familia. Y entonces miró abajo.
Había alguien flotando en el agua, dejando nubes gemelas de sangre tras él, una de la garganta, otra de la ingle. Era su hermano. Arco. Tenía los ojos muy abiertos y sin vida. Puerta se dio cuenta de que había abierto la boca y se oía a sí misma gritando.
—Me ha dolido —dijo el marqués. Se frotó la frente, con fuerza, movió la cabeza dando vueltas, como si estuviese tratando de aliviar una tortícolis repentina y dolorosa.
—Recuerdos —explicó ella—. Están grabados en las paredes.
Él arqueó las cejas.
—Podrías haberme avisado.
Estaban en una habitación blanca inmensa. Todas las paredes estaban cubiertas de cuadros. Cada cuadro era de una habitación diferente. La habitación blanca no contenía puertas: ninguna abertura de ningún tipo.
—Interesante decoración —reconoció el marqués.
—Éste es el vestíbulo. Desde aquí podemos ir a cualquier habitación de la Casa. Están todas conectadas.
—¿Dónde están las otras habitaciones?
Ella meneó la cabeza.
—No lo sé. A kilómetros de aquí, probablemente. Están desperdigadas por todo el Lado Subterráneo.
El marqués había logrado recorrer la habitación entera con una serie de zancadas impacientes.
—Realmente sorprendente. Una casa asociativa, en la que cada una de las habitaciones se encuentra en otro lugar. Tan imaginativa. Tu abuelo fue un hombre con visión de futuro, Puerta.
—No le conocí —tragó saliva, luego continuó, hablándose a sí misma tanto como a él—. Deberíamos haber estado a salvo aquí. Nadie debería haber tenido la posibilidad de hacernos daño. Mí familia era la única que sabía moverse por la casa.
—Esperemos que el diario de tu padre nos dé algunas pistas —dijo él—. ¿Por dónde empezamos a buscar? —Puerta se encogió de hombros—. ¿Estás segura de que llevaba un diario? —insistió.
Ella asintió con la cabeza.
—Solía ir a su estudio y aislaba las conexiones hasta que había acabado de dictar.
—Empezaremos por el estudio, entonces.
—Pero miré allí. Lo hice. Miré. Cuando estaba limpiando el cuerpo…
Y empezó a llorar, con sollozos bajos y furiosos, que sonaban como si se los estuvieran arrancando de dentro.
—Vamos. Vamos —dijo el marqués de Carabás, incómodo, dándole palmaditas en el hombro. Y añadió, por si acaso:, vamos —consolar no se le daba muy bien.
Los ojos de color extraño de Puerta estaban llenos de lágrimas.
—¿Me… me das sólo un segundo? Estaré bien. —Él asintió con la cabeza y se fue al otro extremo de la habitación. Cuando miró atrás, ella seguía allí de pie, sola, perfilada contra la blanca sala de entrada llena de cuadros de habitaciones, y se estaba abrazando y estremeciéndose y llorando como una niña pequeña.
Richard seguía disgustado por la pérdida de su bolsa.
El Lord Ratanoparlante permaneció impasible. Declaró sin rodeos que la rata, Maese Colalarga, no había dicho nada en absoluto acerca de devolverle sus cosas a Richard, sólo que había que llevarle al mercado. Luego le dijo a Anestesia que ella llevaría al hombre del Sobremundo al mercado y que, sí, era un orden. Y que dejase de lloriquear y que se diera prisa. Le dijo a Richard que si él, El Lord Ratanoparlante, volvía a verle, entonces Richard estaría metido en un buen lío. Repitió que no sabía la suerte que había tenido e, ignorando la petición de Richard de que le devolviese sus cosas —o al menos la cartera—, les condujo a una puerta y la cerró con llave tras ellos.
Richard y Anestesia anduvieron a oscuras uno junto al otro.
Ella llevaba un fanal improvisado con una vela, una lata, un poco de alambre y una botella de limonada de cristal y de boca ancha. A Richard le sorprendió lo rápido que sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad. Parecía que estaban atravesando una sucesión de bóvedas subterráneas y sótanos de almacenaje. A veces creyó ver algo que se movía en los rincones del otro extremo de las bóvedas, pero tanto si era un ser humano o una rata o algo totalmente distinto, siempre había desaparecido para cuando llegaban al lugar donde lo había visto. Cuando intentó hablarle a Anestesia de las cosas que se movían, ella le siseó para que se callase.
Sintió una corriente de aire frío en la cara. La chica rata se puso en cuclillas sin avisar, dejó el fanal en el suelo y tiró con fuerza de un reja metálica que estaba clavada a la pared. Se abrió de pronto y la tumbó en el suelo. Le hizo una señal a Richard para que pasara. Él se agachó, pasó por el agujero de la pared poco a poco; después de unos treinta centímetros, el suelo se acabó completamente.
—Perdona —susurró Richard—. Aquí hay un agujero.
—No es una caída muy grande —le dijo ella—. Vamos.
Cerró la reja tras ella. Ahora estaba incómodamente cerca de Richard.
—Toma —dijo ella. Le dio el asa de su lamparita para que la aguantase y bajó tanteando en la oscuridad—. Ya está —dijo—. No ha sido tan terrible, ¿verdad?
Tenía la cara a poco más de un metro debajo de los pies de Richard, que se balanceaban en el aire.
—Trae. Pásame el fanal.
Él se lo bajó. Ella tuvo que saltar para cogérselo.
—Ahora —susurró ella—. Vamos.
Él avanzó despacio y nervioso, pasó por encima del borde, se quedó colgado un momento… luego se soltó. Cayó de manos y pies en un barro blando y húmedo. Se limpió el barro de las manos en el suéter. Pocos metros más adelante, Anestesia ya estaba abriendo otra puerta. La atravesaron, y ella la cerró de un tirón tras ellos.
—Ahora podemos hablar —dijo—. No en voz alta, pero podemos. Si quieres.
—Vaya, gracias —dijo Richard. No se le ocurría nada más que decir—. Así que… eh… tú eres una rata, ¿no? —dijo.
Ella soltó una risita, como una chica japonesa, tapándose la boca con la mano mientras se reía. Luego negó con la cabeza y dijo:
—Eso sí sería tener suerte. Ojalá. No, soy una ratanoparlante. Hablamos con las ratas.
—¿Cómo, simplemente charláis con ellas?
—Oh. No. Hacemos cosas por ellas. Quiero decir que —y su tono de voz dio a entender que esto era algo que podría no habérsele ocurrido jamás a Richard sin ayuda—, hay algunas cosas que las ratas no pueden hacer, sabes. Es decir, al no tener dedos ni pulgares ni cosas. Espera… —le apretó contra la pared, de súbito, y le tapó la boca firmemente con una mano sucia. Luego apagó la vela.
No pasó nada.
Entonces Richard oyó voces a lo lejos. Esperaron, en la oscuridad y en el frío. Richard se estremeció.
Unas personas pasaron por su lado, hablando en tonos bajos. Cuando todos los sonidos se hubieron extinguido, Anestesia apartó la mano de la boca de Richard, volvió a encender la vela, y siguieron su camino.
—¿Quiénes eran? —preguntó Richard.
Ella se encogió de hombros.
—Da igual —dijo.
—Entonces, ¿qué te hace pensar que no se habrían alegrado de vernos?
Ella le miró con bastante tristeza, como una madre que intentara explicarle a un niño que sí, que esta llama también quemaba. Todas las llamas quemaban. Que confiase en ella, por favor.
—Vamos —dijo—. Conozco un atajo. Podemos ir un ratito por Londres de Arriba.
Subieron unas escaleras de piedra, y la chica abrió una puerta de un empujón. La atravesaron, y la puerta se cerró tras ellos.
Richard miró a su alrededor, desconcertado. Estaban en el Embankment, el paseo de varios kilómetros de largo que los Victorianos habían construido a lo largo de la ribera norte del Támesis, cubriendo el alcantarillado y la recién creada Línea del Distrito del metro, y sustituyendo las marismas apestosas que se habían podrido a lo largo de las riberas del Támesis durante los anteriores quinientos años. Aún era de noche, o quizá era de noche otra vez. No estaba seguro de cuánto tiempo llevaban andando por los lugares subterráneos y por la oscuridad.
No había luna, pero el cielo nocturno era una profusión de estrellas otoñales nítidas y relucientes. También había farolas y luces en los edificios y en los puentes, que parecían estrellas que se dirigían a la Tierra, y brillaban con luz trémula, repetidas, cuando se reflejaban junto a la ciudad en el agua nocturna del Támesis. Es el País de las Hadas, pensó Richard.
Anestesia apagó la vela. Y Richard dijo:
—¿Estás segura de que éste es el camino?
—Sí —dijo ella—. Muy segura.
Se estaban acercando a un banco de madera, y, en cuanto lo vio, a Richard le pareció que aquel banco era uno de los objetos más deseables que había visto jamás.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó—. Sólo un minuto.
Ella se encogió de hombros. Se sentaron en extremos opuestos del banco.
—El viernes —dijo Richard—, yo estaba con una de las mejores compañías asesoras de inversiones de Londres.
—¿Qué son inversiones y eso otro?
—Era mi trabajo.
Ella asintió, satisfecha.
—Vale. ¿Y…?
—Sólo lo estaba recordando, la verdad. Ayer… era como si ya no existiera, para nadie de aquí arriba.
—Eso es porque no existes —explicó Anestesia.
Una pareja nocturna, que había estado caminando despacio hacia ellos por el Embankment, con las manos cogidas, se sentó en medio del banco, entre Richard y Anestesia, y empezó a besarse, apasionadamente.
—Disculpen —les dijo Richard. El hombre tenía la mano debajo del suéter de la mujer y la movía con entusiasmo, un viajero solitario descubriendo un continente inexplorado—. Quiero que me devuelvan mi vida —le dijo Richard a la pareja.
—Te quiero —le dijo el hombre a la mujer.
—Pero tu mujer… —dijo ella, lamiéndole un lado de la cara.
—Que la jodan —dijo el hombre.
—Yo no quiero joderla a ella —dijo la mujer, y soltó una risita de borracha—. Quiero joderte a ti… —le puso la mano en la entrepierna y soltó otra risita.
—Vamos —le dijo Richard a Anestesia, con la impresión de que el banco había empezado a convertirse en una zona menos deseable. Se levantaron y se alejaron. Anestesia miró hacia atrás, con curiosidad, a la pareja del banco, que poco a poco se estaban poniendo más horizontales.
Richard no dijo nada.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Anestesia.
—Sólo todo —dijo Richard—. ¿Siempre has vivido allí abajo?
—No. Nací aquí arriba —titubeó—. No quieres oír hablar de mí. —Richard se dio cuenta, casi sorprendido, de que la verdad era que sí quería.
—Sí quiero… En serio.
Anestesia toqueteó las toscas cuentas de cuarzo que colgaban de un collar que llevaba puesto, y tragó saliva.
—Estábamos yo y mi madre y las gemelas… —dijo y dejó de hablar. Su boca se cerró firmemente.
—Sigue —dijo Richard—. Tranquila. En serio. De veras.
La chica asintió con la cabeza. Respiró hondo y luego empezó a hablar, sin mirarle mientras hablaba, con los ojos fijos en el suelo delante de ella.
—Bueno, mi madre me tenía a mí y a mis hermanas, pero se volvió medio tocada del ala. Un día volví a casa del colegio, y mi madre estaba llorando sin parar e iba desnuda y estaba rompiendo cosas. Platos y cosas. Pero nunca nos hizo daño. Nunca. La mujer del servicio social vino y se llevó a las gemelas, y yo tuve que irme a vivir con mi tía. Ella vivía con un hombre que no me gustaba. Y cuando ella no estaba en casa… —La chica hizo una pausa; estuvo callada tanto rato que Richard se preguntó si había acabado. Entonces comenzó otra vez.
—Bueno, solía hacerme daño. Me hacía otras cosas. Al final, se lo dije a mi tía, y ella empezó a pegarme. Dijo que mentía. Dijo que me denunciaría a la policía. Pero yo no mentía. Así que me escapé. Era mi cumpleaños.
Habían llegado al Puente Albert. Un monumento kitsch que se extendía sobre el Támesis, uniendo Battersea al sur con el extremo de Chelsea del Embankment. Un puente adornado con miles de lucecitas blancas.
—No tenía adonde ir. Y hacía tanto frío —dijo Anestesia, y volvió a detenerse—. Dormía en la calle. Solía dormir de día, cuando hacía un poco más de calor, y andaba de noche, sólo para no dejar de moverme. Sólo tenía once años. Robaba pan y leche de los umbrales de las casas para comer. Odiaba hacerlo, así que empecé a merodear por los mercados, cogiendo las manzanas y naranjas podridas y otras cosas que la gente tiraba. Luego me puse muy enferma. Vivía debajo de un paso elevado en Notting Hill. Cuando recobré el conocimiento, estaba en Londres de Abajo. Las ratas me habían encontrado.
—¿Alguna vez has intentado regresar a todo esto? —preguntó él, haciendo un gesto. Casas silenciosas, calientes y habitadas. Coches nocturnos. El mundo real…
Ella dijo que no con la cabeza. Todos los fuegos queman, niñito. Ya aprenderás.
—No se puede. Es lo uno o lo otro. Nadie consigue los dos.
—Lo siento —dijo Puerta, titubeante. Tenía los ojos rojos y daba la impresión de que había estado sonándose la nariz enérgicamente y restregándole las lágrimas de los ojos y de las mejillas.
El marqués había estado entreteniéndose, mientras esperaba a que la chica recobrara la calma, jugando a la taba con unas monedas viejas y unos huesos que guardaba en uno de los muchos bolsillos de su abrigo. La miró fríamente.
—¿De veras?
Ella se mordió el labio inferior.
—No. No mucho. No lo siento. He estado huyendo y escondiéndome y corriendo tanto que… la verdad es que ésta era la primera ocasión que he tenido para… —se calló.
El marqués recogió las monedas y los huesos, y los volvió a guardar en el bolsillo.
—Tú primero —dijo. La siguió otra vez hasta la pared de los cuadros. Ella puso una mano sobre el cuadro del estudio de su padre y con la otra le cogió la mano grande y negra al marqués.
… la realidad giró…
Estaban en el invernadero, regando las plantas. Primero Cancela regaba una planta, dirigiendo el flujo del agua hacia la tierra de la base de la planta, evitando las hojas y las flores. «Riega los zapatos», le dijo a su hija más pequeña. «No la ropa».
Entrada tenía su propia regadera pequeña. Estaba tan orgullosa de ella. Era exactamente igual que la de su madre, de acero y pintada de verde fuerte. A medida que su madre terminaba con cada planta, Entrada la regaba con su regadera diminuta. «En los zapatos», le dijo a su madre. Entonces se puso a reír, una risa espontánea de niña pequeña.
Y su madre también se rio, hasta que el zorruno Sr. Croup le tiró hacia atrás del pelo, con fuerza y de repente, y le cortó el cuello blanco de oreja a oreja.
—Hola, papá —dijo Puerta, en voz baja.
Tocó el busto de su padre con los dedos, acariciándole la cara. Un hombre delgado y ascético, y casi calvo. César en el papel de Próspero, pensó el marqués de Carabás. Se sentía un poco mareado. Aquélla última imagen había dolido. De todos modos, estaba en el estudio de Lord Pórtico, lo que era una primicia.
El marqués abarcó la habitación con la mirada, sus ojos deslizándose de detalle en detalle. El cocodrilo disecado que colgaba del techo; los libros encuadernados en piel, un astrolabio, espejos convexos y cóncavos, extraños instrumentos científicos; había mapas en las paredes, de países y ciudades de los que el marqués nunca había oído hablar; un escritorio, cubierto de correspondencia escrita a mano. La pared blanca de detrás del escritorio estaba echada a perder por una mancha marrón rojiza. Había un pequeño retrato de la familia de Puerta sobre el escritorio. El marqués lo miró fijamente.
—Tu madre y tu hermana, tu padre y tus hermanos. Todos muertos. ¿Cómo escapaste tu? —preguntó.
Ella bajó la mano.
—Tuve suerte. Me había ido a explorar unos días… ¿sabías que aún hay algunos soldados romanos acampados junto al río Kilburn?
El marqués no lo sabía, y aquello le irritó.
—Hum, ¿cuántos?
Ella se encogió de hombros.
—Algunas decenas. Eran desertores de la decimonovena legión, creo. Estoy un poco floja de latín. Bueno, cuando regresé aquí… —hizo una pausa, tragó saliva, sus ojos opalinos llenos de lágrimas.
—Cálmate —dijo el marqués, bruscamente—. Necesitamos el diario de tu padre. Tenemos que descubrir quién lo hizo.
Ella le miró con el ceño fruncido.
—Sabemos quién fue. Fueron Croup y Vandemar…
Él abrió una mano, movió los dedos mientras hablaba.
—Son brazos. Manos. Dedos. Hay una cabeza que lo ordenó, que quiere que tú también estés muerta. Ésos dos cuestan caro. —Echó una mirada alrededor de la oficina desordenada.
—¿Su diario? —dijo el marqués.
—No está aquí —dijo ella—. Ya te lo dije. Busqué.
—Estaba convencido de que tu familia era experta en localizar puertas, tanto obvias como de otro tipo.
Ella le fulminó con la mirada. Luego cerró los ojos y se puso el índice y el pulgar a cada lado del caballete de la nariz. Mientras, el marqués laminó los objetos del escritorio de Pórtico. Un tintero; una pieza de ajedrez; un dado de hueso; un reloj de bolsillo de oro; varias plumas y…
Interesante.
Era una estatua pequeña de un jabalí, o de un oso agazapado, o quizá un toro. Era difícil saberlo. Tenía el tamaño de una pieza de ajedrez grande y estaba tallada toscamente en obsidiana negra. Le recordaba a algo, pero no podía decir qué. La cogió con indiferencia, le dio la vuelta, la rodeó con los dedos.
Puerta bajó la mano de la cara. Se la veía desconcertada y confundida.
—¿Qué pasa? —preguntó el marqués.
—Está aquí —dijo simplemente. Empezó a andar por el estudio, girando la cabeza primero a un lado y luego al otro. El marqués metió la escultura discretamente en un bolsillo interior.
Puerta estaba delante de un armario alto.
—Allí —dijo. Extendió la mano: se oyó un chasquido y un pequeño panel lateral del armario se abrió. Puerta metió la mano en la oscuridad y sacó algo de aproximadamente el tamaño y la forma de una bala de cañón pequeña. Se la pasó al marqués. Era una esfera, construida de latón viejo y madera brillante, con cobre bruñido y lentes de cristal engastados. Él la cogió.
—¿Es esto?
Ella asintió con la cabeza.
—Bien hecho.
Se la veía seria.
—No sé cómo pude haberlo pasado por alto antes.
—Estabas alterada —dijo el marqués—. Estaba seguro de que estaría aquí. Y me equivoco tan pocas veces. Ahora… —levantó la pequeña esfera de madera. La luz se reflejó en el cristal brillante y surgieron destellos de los accesorios de latón y de cobre. Le irritaba tener que admitir su ignorancia sobre alguna cosa, pero lo dijo de todos modos—. ¿Cómo funciona?
Anestesia guio a Richard hasta un parque pequeño en el lado sur del puente, luego bajaron unos escalones de piedra, situados junto a una pared. Volvió a encender la vela de la botella y luego abrió una puerta de servicio y la cerró tras ellos. Bajaron una escalera, completamente a oscuras.
—Hay una chica llamada Puerta —dijo Richard—. Es un poco más joven que tú. ¿La conoces?
—Lady Puerta. Sé quién es.
—¿Y de qué, eh, baronía forma parte?
—De ninguna. Es de la Casa del Arco. Antes su familia era muy importante.
—¿Antes? ¿Por qué dejó de serlo?
—Alguien les mató.
Sí, ahora recordaba que el marqués lo había comentado. Una rata cruzó por delante de su camino. Anestesia se detuvo en los escalones e hizo una profunda reverencia. La rata se detuvo.
—Señor —le dijo a la rata.
—Hola —dijo Richard.
La rata les miró un instante, luego se precipitó escaleras abajo.
—Bueno —dijo Richard—. ¿Qué es un mercado flotante?
—Es muy grande —dijo ella—. Pero los ratanoparlantes casi nunca tienen que ir al mercado. Si quieres que te diga la verdad… —vaciló—. No. Te reirás de mí.
—No me reiré —dijo Richard, sinceramente.
—Bueno —dijo la chica delgada—. Estoy un poco asustada.
—¿Asustada? ¿Del mercado?
Habían llegado al pie de las escaleras. Anestesia dudó y luego giró a la izquierda.
—No, qué va. Hay una tregua en el mercado. Si alguien le hiciese daño a otra persona allí, todo Londres de Abajo se abalanzaría sobre él como una tonelada de aguas residuales.
—Entonces, ¿de qué estás asustada?
—De llegar allí. Lo celebran en un sitio diferente cada vez. Va cambiando de sitio. Y para llegar al sitio donde estará esta noche… —toqueteó las cuentas de cuarzo de su collar, nerviosamente—. Tendremos que atravesar un barrio muy peligroso —realmente sonaba asustada.
Richard contuvo las ganas de rodearla con el brazo.
—¿Y cuál es? —preguntó. Ella se volvió hacia él, se apartó el pelo de los ojos y se lo dijo.
—Knightsbridge —repitió Richard, y empezó a reírse entre dientes, con discreción.
La chica se apartó.
—¿Ves? —dijo—. Ya he dicho que te reirías.
Los túneles profundos habían sido excavados en los años veinte, para una Prolongación de alta velocidad de la Línea del Norte del ferrocarril subterráneo de Londres. Durante la Segunda Guerra Mundial las tropas se habían acuartelado allí a miles y bombeaban sus residuos hacia arriba con aire comprimido hasta el nivel de las cloacas, que pasaban muy por encima. Habían cubierto ambos lados del túnel con literas metálicas para las tropas. Cuando la guerra terminó, las literas se quedaron y en sus bases de alambre se guardaron cajas de cartón, cada una de ellas llena de cartas y de archivos y de documentos secretos, del tipo más aburrido, guardados en las profundidades para ser olvidados. La necesidad de ahorrar había cerrado del todo los túneles profundos a principios de la década de los noventa. Sacaron las cajas de secretos, para escanearlos y guardarlos en ordenadores, o para destruirlos o quemarlos.
Varney se había instalado en el más profundo de los túneles profundos, muy por debajo del metro de Camden Town. Había amontonado literas metálicas delante de la única entrada. Luego lo había decorado. A Varney le gustaban las armas. Se las fabricaba, con lo que fuera que encontrase o cogiese o robase: piezas de coches y pedazos rescatados de maquinaria que convertía en ganchos y facas, ballestas y arbalistas, maganeles y onagros para abatir muros, garrotes, alabardas y clavas. Colgaban de la pared del túnel profundo, o estaban en los rincones, con aspecto hostil.
Varney tenía el aspecto que tendría un toro si lo hubieran afeitado, descornado, cubierto de tatuajes y si padeciera de degeneración dental absoluta. Además, roncaba. El quinqué que estaba junto a su cabeza estaba bajado. Varney dormía sobre un montón de trapos, roncando y resoplando, con la empuñadura de una espada casera de doble filo en el suelo junto a él.
Una mano subió el quinqué.
Varney tuvo la espada de doble filo en la mano y se puso en pie casi antes de abrir los ojos. Pestañeó, miró fijamente a su alrededor. Allí no había nadie: nada había tocado el montón de literas que bloqueaban la puerta. Empezó a bajar la espada.
Una voz dijo:
—Psst.
—¿Eh? —dijo Varney.
—Sorpresa —dijo el Sr. Croup, acercándose a la luz.
Varney dio un paso atrás: un error. Tenía un cuchillo en la sien, la punta de la hoja junto al ojo.
—No te recomiendo que hagas más movimientos —dijo el Sr. Croup amablemente—. El señor Vandemar podría tener un pequeño accidente con su viejo puñal. La mayoría de los accidentes ocurren en el hogar. ¿No es así, señor Vandemar?
—No me fío de las estadísticas —dijo la voz flemática del Sr. Vandemar. Una mano enguantada bajó por detrás de Varney, estrujó su espada y dejó caer el objeto retorcido al suelo.
—¿Cómo estás. Varney? —preguntó el Sr. Croup—. Esperamos que bien. ¿Sí? ¿En buena forma y en plenas condiciones para el mercado de esta noche? ¿Sabes quiénes somos?
Varney hizo lo más parecido que pudo a un gesto de afirmación con la cabeza que no implicara mover ningún músculo. Sabía quiénes eran Croup y Vandemar. Sus ojos estaban registrando las paredes. Sí, allí: el mayal: una bola de madera, tachonada de clavos, colgada de una cadena, en el rincón del otro extremo de la habitación…
—Corre la voz de que cierta jovencita hará pruebas para guardaespaldas esta noche. ¿Habías pensado en presentarte para ese trabajo? —el Sr. Croup se escarbó sus dientes de lápida—. Vocaliza claramente.
Varney cogió el mayal con la mente. Era su truco. Con cuidado, ahora… despacio… Lo fue sacando poco a poco del gancho y lo subió a la parle de arriba del arco del túnel… Con la boca, dijo:
—Varney es el mejor guardia y asesino a sueldo del Lado Subterráneo. Dicen que soy el mejor desde la época de Cazadora.
Varney colocó mentalmente el mayal en las sombras encima y detrás de la cabeza del Sr. Croup. Primero le aplastaría el cráneo a Croup, luego cogería a Vandemar…
El mayal cayó hacia la cabeza del Sr. Croup: Varney se tiró abajo, lejos de la hoja del cuchillo que tenía junto al ojo. El Sr. Croup no levantó la vista. No se giró. Simplemente movió la cabeza, espantosamente rápido, y el mayal pasó junto a él y se estrelló en el suelo, donde levantó esquirlas de ladrillo y de cemento. El Sr. Vandemar levantó a Varney con una mano.
—¿Le hago daño? —le preguntó a su compañero.
El Sr. Croup negó con la cabeza: aún no. A Varney le dijo:
—No está mal. Así que, «mejor guardia y asesino a sueldo», queremos que vayas al mercado esta noche. Queremos que hagas lo que sea necesario para convertirte en el guardaespaldas privado de cierta jovencita. Luego, cuando consigas el trabajo, hay algo que no debes olvidar. Puedes protegerla del resto del mundo, pero cuando nosotros la queramos, nos la llevamos. ¿Entendido?
Varney se pasó la lengua por la ruina de sus dientes.
—¿Me estáis sobornando? —preguntó.
El Sr. Vandemar había recogido el mayal. Estaba separando la cadena, con la mano libre, eslabón a eslabón, y dejando caer los trozos de metal retorcido al suelo. Tinc. «No», dijo el Sr. Vandemar. Tinc. «Te estamos intimidando». Tinc. «Y si no haces lo que dice el señor Croup, te estaremos…» tinc «… haciendo…» tinc «… mucho daño, antes de que te estemos…» tinc «… matando».
—Ah —dijo Varney—. Entonces, trabajo para vosotros, ¿no?
—Sí —dijo el Sr. Croup—. Me temo que no tenemos ningún rasgo positivo.
—Eso no me molesta —dijo Varney.
—Bien —dijo el Sr. Croup—. Bienvenido a bordo.
Era un mecanismo grande pero elegante, construido de nogal y roble brillantes, de latón y cristal, de cobre y espejos e incrustaciones de marfil tallado, de prismas de cuarzo y de engranajes y muelles y ruedas dentadas de latón. El mueble entero era bastante mayor que un televisor de pantalla grande, aunque la misma pantalla no medía más de quince centímetros de ancho. Una lente de aumento colocada a lo ancho aumentaba el tamaño de la imagen. De un lado salía una bocina grande de latón, de las que se podían encontrar en un gramófono antiguo. Todo el mecanismo tenía un poco el aspecto que tendría una combinación de televisor y aparato de vídeo, si hubiera sido inventado y fabricado trescientos años antes por Sir Isaac Newton. Y, más o menos, eso era exactamente lo que era.
—Observa —dijo Puerta. Colocó la bola de madera en una plataforma. Unas luces brillaron a través de la máquina y penetraron en la bola, que se puso a girar sin parar.
Un rostro patricio apareció en la pequeña pantalla, coloreada intensamente. Una voz salió de la bocina, algo descompasada, crepitando en medio del discurso.
—… que dos ciudades estén tan cerca —decía la voz—, y sin embargo tan distantes en todo; los poseedores, encima de nosotros, y los desposeídos, nosotros que vivimos debajo y en medio, que vivimos en las grietas.
Puerta miraba la pantalla fijamente, con un rostro impenetrable.
—… aun así —decía su padre—, yo soy de la opinión de que lo que nos paraliza a los que vivimos en el Lado Subterráneo es nuestro mezquino espíritu faccionario. El sistema de las baronías y de los feudos es tanto divisivo como estúpido. —Lord Pórtico llevaba un batín viejo y raído y un casquete. Su voz parecía llegarles a través de siglos, no de días o de semanas. Tosió—, no soy el único que opina así. Hay quienes desean ver las cosas tal como son. Hay otros que quieren que la situación empeore. Hay quienes…
—¿Puedes acelerarlo? —preguntó el marqués—. ¿Encontrar la última entrada?
Puerta asintió con la cabeza. Tocó una palanca lateral de marfil: la imagen se volvió borrosa, se fragmentó, se volvió a formar.
Ahora Pórtico llevaba un abrigo largo. El casquete había desaparecido. Tenía un tajo escarlata en el lado de la cabeza. Ya no estaba sentado a su escritorio. Hablaba con urgencia, en voz baja.
—No sé quien verá esto, quien lo encontrará. Pero quienquiera que seas, por favor llévaselo a mi hija, Lady Puerta, si vive…
Una sucesión rápida de interferencias cruzó la imagen y el sonido. Luego:
—¿Puerta? Hija, esto va mal. No sé cuánto me queda hasta que encuentren esta habitación. Creo que mi pobre Cancela y tu hermano y tu hermana están muertos. —La calidad del sonido y de la imagen empezó a empeorar.
El marqués le lanzó una mirada a Puerta. Tenía la cara mojada: le saltaban las lágrimas, que le bajaban brillantes por las mejillas. No parecía ser consciente de que estaba llorando, ni intentaba limpiarse las lágrimas. Sólo miraba la imagen de su padre, escuchaba sus palabras. Crack. Buzzz. Crack.
—Escúchame, hija —dijo su padre muerto—. Acude a Islington… puedes confiar en él… Debes creer en Islington… —Se volvió borroso. Le caían gotas de sangre de la frente en los ojos. Se las limpió—. ¿Puerta? Vénganos. Venga a tu familia.
Un fuerte estallido salió de la bocina del gramófono. Pórtico giró la cabeza para mirar fuera de la pantalla, desconcertado y nervioso.
—¿Qué? —dijo y salió del cuadro. La imagen permaneció igual un momento: el escritorio, la pared blanca y lisa detrás. Entonces un arco de sangre intensa salpicó la pared. Puerta le dio a una palanca lateral, dejando la pantalla en blanco, y se apartó.
—Toma —el marqués le pasó un pañuelo.
—Gracias —se limpió la cara, se sonó la nariz con energía. Luego se quedó mirando al vacío. Al final, dijo: «Islington».
—Nunca he tratado con Islington —dijo el marqués.
—Pensaba que sólo era una leyenda —dijo ella.
—En absoluto —alargó la mano desde el otro lado del escritorio, cogió el reloj de bolsillo de oro, lo abrió con el pulgar—. Excelente factura —observó.
Ella asintió.
—Era de mi padre.
Cerró la tapa con un chasquido.
—Hora de ir al mercado. Empieza pronto. El señor Tiempo no es amigo nuestro.
Ella se sonó la nariz otra vez, hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero. Entonces se volvió hacia él, con el ceño fruncido en su rostro élfico y sus ojos de extraño color brillando.
—¿Crees sinceramente que encontraremos a un guardaespaldas que sea capaz de ocuparse de Croup y de Vandemar?
El marques le sonrió con sus dientes blancos.
—No ha habido nadie desde Cazadora que pudiera tener siquiera una posibilidad. No, me conformaré con alguien que te dé el tiempo que necesites para escapar.
Se sujetó la leontina del reloj de bolsillo al chaleco y metió el reloj disimuladamente en el bolsillo.
—¿Qué haces? —preguntó Puerta—. Es el reloj de mi padre.
—Pero ya no lo usa, ¿verdad? —arregló la cadena de oro—. Ya está. Queda bastante elegante —vio cómo el rostro de Puerta se transformaba brevemente por los sentimientos: ira contenida y, por último, resignación.
—Será mejor que nos vayamos —fue lo único que dijo.
—El Puente ya no está muy lejos —dijo Anestesia.
Richard esperó que fuera verdad. Ya iban por la tercera vela. Las paredes danzaban y rezumaban humedad, el pasillo parecía extenderse eternamente. Le asombraba que estuvieran todavía debajo de Londres: estaba medio convencido de que habían recorrido la mayor parte del camino hasta Gales.
—Estoy muy asustada —continuó ella—. Nunca he cruzado el puente.
—¿No me habías dicho que ya habías ido a este mercado? —preguntó él, perplejo.
—Es el Mercado Flotante, tonto. Ya te lo he dicho. Cambia de sitio. Lugares distintos. El último al que fui se celebró en aquella torre del reloj grande. Big… alguien. Y el siguiente fue…
—¿Big Ben? —sugirió él.
—Quizá. Estábamos dentro, donde giran todas las ruedas, y allí fue donde me compré esto… —levantó su collar. La luz de las velas se reflejó trémula y amarilla en el cuarzo brillante. Anestesia sonrió, como una niña—. ¿Te gusta? —preguntó.
—Es genial. ¿Te costó caro?
—Lo cambié por algo. Así es como funcionan las cosas aquí abajo. Cambiamos una cosa por otra —y entonces doblaron una esquina y vieron el puente. Podría haber sido uno de los puentes sobre el Támesis, quinientos años antes, pensó Richard: un enorme puente de piedra que se extendía sobre un abismo negro inmenso y se perdía en la noche. Sin embargo, no había ningún cielo encima, ningún agua debajo. Se alzaba en la oscuridad. Richard se preguntó quién lo había construido y cuándo. Se preguntó cómo podía existir algo así, debajo de la ciudad de Londres, sin que lo supiera todo el mundo. Sintió cierta desazón en la boca del estómago. Se dio cuenta de que estaba profunda y lastimosamente asustado del puente en sí.
—¿Tenemos que cruzarlo? —preguntó—. ¿No podemos llegar al mercado por algún otro camino? —se detuvieron junto al pie del puente.
Anestesia dijo que no con la cabeza.
—Podemos llegar al sitio donde se hace —dijo—. Pero el mercado no estaría allí.
—¿Eh? Pero eso es ridículo. Quiero decir, algo está allí o no lo está. ¿No?
Ella negó con la cabeza. Se oyó un rumor de voces detrás de ellos, y alguien tiró a Richard al suelo de un empujón. Él levantó la vista: un hombre enorme, tatuado de manera tosca, vestido con ropa improvisada de goma y cuero que parecía haber sido cortada del interior de un coche, le devolvió la mirada, desapasionado. Detrás del hombretón había otras doce personas, hombres y mujeres: gente que parecía que estuvieran de camino a una fiesta de disfraces de alquiler especialmente baratos.
—Alguien —dijo Varney, que no estaba de buen humor—, me impedía el paso. Alguien debería mirar por dónde va.
Una vez, cuando era pequeño y volvía a casa del colegio, Richard se había encontrado con una rata en una zanja al lado de la carretera. Al verle, la rata se había empinado sobre sus patas traseras y había bufado y saltado, aterrorizándole. Se echó atrás, asombrándose de que algo tan pequeño hubiera estado tan dispuesto a luchar con algo mucho mayor. Ahora Anestesia se puso entre Richard y Varney. Medía menos de la mitad que él, pero miró con ferocidad al hombretón y le mostró los dientes y bufó como una rata furiosa y acorralada. Varney dio un paso atrás. Escupió a los zapatos de Richard. Luego se apartó y, llevándose al puñado de personas con él, cruzó el puente y desapareció en la oscuridad.
—¿Estás bien? —preguntó Anestesia, ayudando a Richard a levantarse.
—Sí —dijo él—. Qué valiente has sido. Ella bajó la mirada, con timidez.
—No soy muy valiente —dijo—. El puente me sigue asustando, incluso ellos estaban asustados. Por eso lo han cruzado todos juntos. Se está más seguro en un grupo grande.
—Si vais a cruzar el puente, iré con vosotros —dijo una voz de mujer que sonaba a crema y a miel y que venía de detrás de ellos. Richard no pudo identificar su acento. Se giró, y allí había una mujer alta, con pelo largo y leonado y la piel del color del caramelo quemado. Vestía ropa de cuero con vetas, moteado de tonos grises y marrones. Llevaba una talega de cuero estropeada colgada del hombro, un bastón, un cuchillo en el cinturón y una linterna atada con una correa a la muñeca. También era, sín duda, la mujer más hermosa que Richard había visto jamás.
—Se está más seguro en un grupo grande. Y puedes venir con nosotros sin ningún problema —dijo después de un momento de vacilación—. Me llamo Richard Mayhew. Te presento a Anestesia. Ella es la que sabe lo que se hace —la chica rata se envaneció.
La mujer de cuero le miró de arriba abajo.
—Eres de Londres de Arriba— —le dijo.
—Sí —perdido como estaba en ese otro mundo extraño, al menos estaba aprendiendo a jugar, Su mente estaba demasiado atontada para entender dónde estaba, o por qué estaba allí, pero es capaz, de seguir las reglas.
—Viajando con una ratanoparlante. Caray.
—Yo soy su escolta —dijo Anestesia, malhumorada y agresiva—. ¿Quién eres tú? ¿A quién debes fidelidad?
La mujer sonrió.
—Yo no le debo fidelidad a ningún hombre, chica rata. ¿Alguno de vosotros ha cruzado el Puente de la Noche alguna vez?
Anestesia dijo que no con la cabeza.
—Vaya. ¡Cómo nos vamos a divertir!
Caminaron hacia el puente. Anestesia le dio el fanal a Richard.
—Toma —dijo.
—Gracias. —Richard miró a la mujer vestida de cuero—. ¿De verdad hay algo a lo que tenerle miedo?
—Sólo a las sombras del puente —dijo ella.
—¿Las sombras de los que acechan?
—No, las que llegan cuando el día se acaba.
La mano diminuta de Anestesia buscó la de Richard. Él se la cogió fuerte. Ella le sonrió, le apretó la mano. Entonces pisaron el Puente de la Noche y Richard empezó a comprender la oscuridad: la oscuridad como algo sólido y auténtico, mucho más que una simple ausencia de luz. Sintió cómo le tocaba la piel, buscando, moviéndose, explorando: deslizándose a través de su mente. Se le metió en los pulmones, detrás de los ojos, en la boca…
A cada paso que daban, la luz de la vela se volvía más tenue. Se dio cuenta de que lo mismo estaba sucediendo con la linterna de la mujer de cuero. No daba tanto la sensación de que estuvieran bajando las luces como de que estuviera subiendo la oscuridad. Richard parpadeó y abrió los ojos a la nada: sólo oscuridad, total y absoluta. Sonidos. Un susurro, algo que se escurría. Richard pestañeó, cegado por la noche. Los sonidos eran más desagradables, más hambrientos. Richard se imaginó que oía voces: una horda de trolls descomunales y deformes, debajo del puente…
Algo pasó por su lado deslizándose en la oscuridad.
—¿Qué es eso? —chilló Anestesia. Su mano temblaba en la de Richard.
—Cállate —susurró la mujer—. No le atraigas la atención.
—¿Qué está pasando? —susurró Richard.
—La oscuridad —dijo la mujer de cuero, en voz muy baja—. La noche está pasando. Todas las pesadillas que han salido cuando baja el sol, desde los tiempos de las cavernas, cuando nos acurrucábamos todos juntos atemorizados para más seguridad y para darnos calor, están pasando.
Ahora —le dijo—, ahora es el momento de tenerle miedo a la oscuridad. —Richard supo que algo estaba a punto de pasar arrastrándose por su cara. Cerró los ojos: no influyó en lo que veía o sentía. La noche era absoluta. Fue entonces cuando empezaron las alucinaciones.
Vio una figura que caía hacia él a través de la noche, ardiendo, con las alas y el pelo en llamas.
Levantó las manos: allí no había nada.
Jessica le miró, con desdén en los ojos. Quería gritarle, decirle que lo sentía.
Colocar un pie delante del otro.
Era un niño pequeño, que volvía a casa del colegio, de noche, por una calle sin farolas. Por muchas veces que hiciera el recorrido, nunca se volvía más fácil, nunca mejoraba.
Estaba en lo más profundo de las cloacas, perdido en un laberinto… La Bestia le estaba esperando. Oía un lento gotear de agua. Sabía que la Bestia estaba esperando. Agarró su lanza… Entonces oyó un bramido retumbante, que venía de lo más hondo de la garganta de la Bestia, detrás de él. Se giró. Lenta, exasperantemenle lenta, le embistió, en la oscuridad.
Volvió a embestir.
Él murió.
Y siguió andando.
Lenta, exasperantemente lenta, le embistió, una y otra vez, en la oscuridad.
Hubo un chisporroteo, y un destello tan brillante que le dolió, haciéndole entrecerrar los ojos y tambalearse. Era la llama de la vela, en el fanal de botella de limonada. Nunca había sabido con qué intensidad podía arder una sola vela. La levantó, jadeando y tragando saliva y temblando de alivio. El corazón le latía con fuerza y se estremecía.
—Diría que hemos cruzado con éxito —dijo la mujer de cuero.
El corazón de Richard estaba palpitando con tanta fuerza que, por unos momentos, fue incapaz de hablar. Se obligó a respirar despacio, al calmarse. Estaban en una gran antesala, exactamente igual que la del otro lado. De hecho, Richard tuvo la extraña sensación de que era la misma habitación de la que acababan de marcharse. Sin embargo, las sombras eran más profundas, y flotaban imágenes delante de los ojos de Richard, como las que uno veía después del flash de una cámara.
—Supongo —dijo Richard, titubeando— que no corríamos ningún auténtico peligro… Era como una casa embrujada. Algunos ruidos en la oscuridad… y tu imaginación se ocupa del resto. En realidad no había nada de lo que estar asustado, ¿verdad?
La mujer le miró, casi con lástima: y Richard se dio cuenta de que no había nadie cogiéndole de la mano.
—¿Anestesia?
De la oscuridad del centro del puente llegó un sonido suave, como un susurro o un suspiro. Un puñado de cuentas de cuarzo irregulares bajaron repiqueteando por la curva del puente hacia ellos. Richard recogió una. Era del collar de la chica rata. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Entonces halló su voz.
—Será mejor que… Tenemos que volver. Anestesia está…
La mujer alzó la linterna y alumbró el puente. Richard podía ver todo el puente, de un lado a otro. Estaba desierto.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Ha desaparecido —dijo la mujer, cansinamente—. La oscuridad se la ha llevado.
—Hemos de hacer algo —dijo Richard, con urgencia.
—¿Como por ejemplo?
Abrió la boca de nuevo. Ésta vez no encontró palabras. La volvió a cerrar. Toqueteó el pedazo de cuarzo, miró los otros que estaban en el suelo.
—Ha desaparecido —dijo la mujer—. El puente se cobra un peaje. Da gracias por que no se te haya llevado a ti también. Ahora, si vas al mercado, es por aquí arriba —hizo una seña hacia un pasillo estrecho que ascendía hacia la penumbra de delante, apenas iluminado por el haz de la linterna.
Richard no se movió. Se había quedado como atontado. Le resultaba difícil creer que la chica rata había desaparecido —se había perdido o la habían robado o se había desviado o…—, y aún le resultaba más difícil creer que la mujer de cuero fuera capaz de continuar como si absolutamente nada fuera de lo común hubiera ocurrido, como si aquello fuera totalmente normal. Anestesia no podía estar muerta…
Concluyó aquel pensamiento. No podía estar muerta, porque si lo estuviera, entonces sería culpa suya. Ella no había pedido ir con él. Cogió la cuenta de cuarzo con tanta fuerza que le dolió la mano, pensando en el orgullo con el que Anestesia se la había enseñado, en el cariño que le había tomado en el puñado de horas que la había conocido.
Richard se quedó allí, en la oscuridad, unos instantes en los que el corazón le latió con fuerza, luego metió la cuenta de cuarzo con cuidado en el bolsillo de sus téjanos. Siguió a la mujer, que aún estaba unos pasos delante de él. Mientras la seguía, se dio cuenta que todavía no sabía cómo se llamaba.