El domingo por la mañana Richard sacó del cajón de la parte de abajo del armario el teléfono con forma de batmóvil que le había regalado por Navidad varios años antes su tía Maude y lo enchufó en la pared. Intentó llamar a Jessica, pero sin éxito. Tenía el contestador automático desconectado, igual que el teléfono móvil. Supuso que había vuelto a la casa de campo de sus padres, y no tenía deseo alguno de llamarla allí. Richard encontraba a los padres de Jessica muy intimidadores, cada uno a su manera. A ninguno de los dos le había gustado totalmente como futuro yerno: de hecho, en una ocasión, su madre le había mencionado con toda tranquilidad lo decepcionados que estaban por el compromiso de Richard y Jessica, y su convicción de que a Jessica, si quería, le podía ir mucho mejor.
Los padres de Richard estaban muertos. Su padre había muerto bastante de repente cuando Richard aún era un niño, de un ataque al corazón. Su madre murió muy despacio después de aquello y, una vez que Richard se fue de casa, simplemente se fue consumiendo: seis meses después de haberse mudado a Londres, Richard cogió el tren de regreso a Escocia, para pasar los dos últimos días de su madre en un pequeño hospital del condado, sentado junto a su cama. A veces ella le había conocido; otras veces, le había llamado por el nombre de su padre.
Richard se sentó en el sofá y pensó. Los acontecimientos de los dos días anteriores se volvieron menos y menos reales, cada vez menos probables. Lo que era real era el mensaje que Jessica le había dejado en el contestador, diciéndole que no quería volver a verle. Lo puso una y otra vez, aquel domingo, esperando cada vez que se ablandara, que hubiera afecto en su voz. No lo hubo.
Pensó en salir a comprar un periódico dominical pero decidió no hacerlo. Arnold Stockton, el jefe de Jessica, la caricatura de un hombre de mucha papada que había triunfado por su propio esfuerzo, era el dueño de todos los dominicales que Rupert Murdoch no había comprado. Sus periódicos hablaban de él. Y también lo hacían los demás. Richard sospechó que leer un dominical probablemente acabaría por recordarle la cena a la que no había asistido el viernes por la noche. Así que se dio un baño caliente y largo, y se tomó unos cuantos bocadillos y varias tazas de té. Vio un poco los programas de televisión típicos de tarde de domingo y elaboró conversaciones con Jessica en su cabeza. Al final de cada diálogo mental, se abrazaban, hacían un amor salvaje, furioso, manchado de lágrimas y apasionado; y luego todo iba bien.
El lunes por la mañana el despertador de Richard no sonó. Salió a la calle corriendo a las nueve menos diez, balanceando el maletín, mirando de un lado a otro de la calle como un loco, rezando para que viniera un taxi. Entonces suspiró aliviado, porque un coche grande y negro venía por la calle hacia él, con la señal amarilla de «taxi» iluminada. Le hizo una seña con la mano y gritó.
El taxi pasó por delante de él, deslizándose suavemente e ignorándole por completo: dobló una esquina y desapareció.
Otro taxi. Otra luz amarilla que significaba que el taxi estaba disponible. Ésta vez Richard se puso en medio de la calle para pararlo. El taxi pasó de largo virando bruscamente y reanudó su camino. Richard empezó a maldecir entre dientes. Entonces corrió a la estación de metro más cercana.
Se sacó un montón de monedas del bolsillo, golpeó el botón de la máquina expendedora de billetes para comprar un billete de ida a Charing Cross, y metió las monedas en la ranura. Cada moneda que puso atravesó las tripas de la máquina y cayó con estrépito en la bandeja de la parte de abajo. No apareció ningún billete. Probó con otra expendedora de billetes, con la misma falta de resultado. Y otra. El vendedor de billetes de la oficina estaba hablando con alguien por teléfono cuando Richard se acercó para quejarse y para comprar el billete en taquilla; y a pesar de —o quizá debido a— los gritos de Richard de «¡Eh!» y «¡Disculpe!» y de sus golpes desesperados en la ventana de plástico con una moneda, el hombre se mantuvo firme al teléfono.
—A la mierda —anunció Richard, y saltó la barrera. Nadie le detuvo; a nadie pareció importarle. Bajó la escalera mecánica corriendo, sin aliento y sudando, y llegó al andén abarrotado justo cuando el tren entraba.
De niño, Richard había tenido pesadillas en las que simplemente no estaba allí, en las que, por mucho ruido que hiciera, hiciera lo que hiciese, nunca le veía nadie en absoluto. Ahora empezaba a sentirse así, mientras la gente empujaba delante de él; la muchedumbre le zarandeaba, y los viajeros que se bajaban y los que subían le empujaban de un lado a otro.
Insistió, andando a empellones a su vez, hasta que estaba casi en el tren —tenía un brazo dentro—, cuando las puertas empezaron a cerrarse con un silbido. Sacó la mano, pero la manga de su chaqueta quedó atrapada. Richard se puso a golpear la puerta y a gritar, esperando que el conductor al menos abriese la puerta lo suficiente para que pudiera soltar la manga. Pero, en cambio, el tren empezó a ponerse en marcha, y Richard se vio obligado a correr por el andén, a trompicones, más y más rápido. Dejó caer el maletín en el andén, y tiró desesperadamente de la manga con la mano libre. La manga se rasgó, y Richard cayó hacia delante, arañándose la mano en el andén y rasgándose los pantalones por la rodilla. Se levantó, un poco inseguro, y luego volvió atrás y recuperó el maletín.
Se miró la manga rasgada y la mano rasguñada y los pantalones rotos. Entonces subió las escaleras de piedra y salió de la estación de metro. Nadie le pidió el billete a la salida.
—Siento llegar tarde —dijo Richard a nadie en particular en la oficina llena de gente. El reloj que había en la pared de la oficina marcaba las 10:30. Dejó caer el maletín en su silla, se secó el sudor de la cara con el pañuelo—. No os podéis imaginar lo que me ha costado llegar aquí —continuó—. Ha sido una pesadilla.
Bajó la vista hacia su escritorio. Faltaba algo. O, para ser más precisos, faltaba todo.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó a la sala, en voz un poco más alta—. ¿Dónde está mi teléfono? ¿Y mis trolls?
Comprobó los cajones del escritorio. También estaban vacíos: ni siquiera un envoltorio de una chocolatina Mars o un clip retorcido que demostrasen que Richard había estado allí alguna vez. Sylvia venía hacia él, en plena conversación con dos caballeros bastante corpulentos. Richard se le acercó.
—¿Sylvia? ¿Qué está pasando?
—¿Disculpe? —dijo Sylvia. Con educación. Les señaló el escritorio a los hombres corpulentos, que lo cogieron por un lado cada uno y empezaron a llevárselo de la oficina—. Con cuidado —les dijo ella.
—Mi mesa. ¿Adonde se la llevan?
Sylvia le miró, ligeramente desconcertada.
—¿Y usted es…?
Ésta mierda no me hace ninguna falta, pensó Richard.
—Richard —dijo con sarcasmo—. Richard Mayhew.
—Ah —dijo Sylvia. Entonces su atención resbaló por encima de Richard y le abandonó, como resbala el agua por un pato impregnado de aceite, y dijo: «No, allí no. Por Dios», a los mozos de mudanzas, y corrió tras ellos mientras se llevaban el escritorio de Richard.
Richard miró cómo Sylvia se iba. Entonces atravesó la oficina hasta que llegó a la terminal de trabajo de Gary. Gary estaba contestando el correo electrónico. Richard miró la pantalla: el correo electrónico que Gary parecía estar escribiendo era sexualmente explícito y estaba dirigido a alguien que no era la novia de Gary. Avergonzado, Richard fue al otro lado del escritorio.
—Gary. ¿Qué está pasando? ¿Es una broma o algo parecido?
Gary miró a su alrededor, como si hubiese oído algo. Le dio al teclado, activando un salvapantallas de hipopótamos bailarines, luego sacudió la cabeza como para despejarla, cogió el teléfono y empezó a marcar. Richard le dio un manotazo al teléfono, cortándole la comunicación a Gary.
—Mira, esto no me hace ninguna gracia. No sé a qué está jugando todo el mundo —por fin, para su enorme alivio, Gary levantó la vista para mirarle. Richard continuó—. Si me han despedido, dímelo y ya está, pero todo esto de fingir que no estoy aquí…
Entonces Gary sonrió y dijo:
—Hola. ¿Sí? Soy Gary Perunu. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Creo que no— dijo Richard, con frialdad, y se marchó de la oficina, dejándose el maletín.
Las oficinas de Richard estaban en la tercera planta de un gran edificio antiguo y lleno de corrientes de aire, que daba a la Strand. Jessica trabajaba en una planta intermedia de una estructura grande, cristalina y revestida de espejos en la City de Londres, a quince minutos a pie siguiendo la calle.
Richard subió la calle corriendo. Llegó al edificio Stockton en diez minutos, pasó de largo por delante de los guardas de seguridad uniformados y de turno en la planta baja, entró en el ascensor y subió. El interior del ascensor estaba cubierto de espejos, y se quedó mirándose mientras subía. Llevaba la corbata torcida y con el nudo a medio deshacer, tenía la chaqueta rasgada, los pantalones rotos, llevaba el pelo hecho un desastre y sudoroso… Dios, tenía un aspecto horrible.
Se oyó un tono aflautado y la puerta del ascensor se abrió. La planta de Jessica era bastante opulenta, de un estilo muy poco decorado. Había una recepcionista junto al ascensor, una criatura desenvuelta y elegante que tenía aspecto de cobrar un sueldo neto que superaba al de Richard sin problemas. Estaba leyendo Cosmopolitan. No levantó la vista cuando Richard se acercó.
—Tengo que hablar con Jessica Bartram —dijo Richard—. Es importante. He de hablar con ella.
La recepcionista le ignoró, concentrada en examinarse las uñas. Richard recorrió el pasillo hasta que llegó al despacho de Jessica. Abrió la puerta y entró. Ella estaba de pie delante de tres pósters grandes, cada uno con el anuncio de «Ángeles en Inglaterra: Una exposición itinerante», cada uno con una imagen diferente de un ángel. Se dio la vuelta cuando él entró y le sonrió afectuosamente.
—Jessica. Gracias a Dios. Escucha, creo que me estoy volviendo loco o algo por el estilo. Empezó cuando no pude coger un taxi esta mañana y luego la oficina y el metro y… —le enseñó la manga hecha jirones—. Es como si me hubiera convertido en una especie de no persona —ella le sonrió un poco más, de un modo tranquilizador—. Mira —dijo Richard—. Lamento lo de la otra noche. Bueno, no lo que hice, sino el haberte disgustado, y… mira, lo siento, todo esto es una locura, y la verdad es que no sé qué hacer.
Y Jessica asintió con la cabeza y continuó sonriendo comprensiva, y entonces dijo:
—Pensará que soy un desastre absoluto, pero lo cierto es que soy una fisonomista terrible. Déme un segundo y sé que lo recordaré.
Y en ese momento, Richard supo que era real, y un terror profundo se le asentó en la boca del estómago. La locura que estuviera sucediendo aquel día estaba sucediendo de verdad. No era ninguna broma, ninguna jugarreta o mala pasada.
—No importa —dijo sin ánimo—. Olvídalo.
Entonces se fue, cruzó la puerta y se marchó por el pasillo. Casi había llegado al ascensor cuando ella le llamó.
—¡Richard!
Se dio la vuelta. Había sido una broma. Una especie de venganza mezquina. Algo que tenía una explicación.
—Richard… ¿Maybury? —Parecía orgullosa de sí misma por recordar.
—Mayhew —dijo Richard, y entró en el ascensor, y las puertas cantaron un trino descendente aflautado y triste mientras se cenaban tras él.
Richard volvió andando a su piso, inquieto y confundido y enfadado. A veces les hacía una señal con la mano a los taxis, pero nunca con la auténtica esperanza de que se pararan, y ninguno lo hizo. Le dolían los pies y los ojos le escocían, y sabía que muy pronto se despertaría de aquel día, y empezaría un lunes como es debido, un lunes sensato, un lunes decente y honrado.
Cuando llegó al apartamento, llenó la bañera de agua caliente, dejó su ropa en la cama y, desnudo, atravesó el pasillo y se metió en las aguas. Casi se había dormido cuando oyó una llave que giraba, una puerta que se abría y se cerraba, y una voz suave masculina que decía.
—Por supuesto, ustedes son los primeros a los que les enseño el piso hoy, pero tengo una lista kilométrica de gente que está interesada.
—No es tan grande como imaginaba, por la información que nos envió su oficina —dijo una mujer.
—Es compacto, sí. Pero yo lo considero una virtud.
Richard no se había molestado en cerrar con llave la puerta del cuarto de baño. Después de todo, él era la única persona que había allí.
Una voz masculina más áspera y ronca dijo:
—Pensaba que había dicho que era un apartamento sin amueblar. A mí me parece que está amueblado del todo.
—El inquilino anterior debe de haberse dejado parte de sus enseres. Qué raro. No me lo comentaron.
Richard se puso de pie en la bañera. Entonces, como estaba desnudo, y esa gente podía entrar en cualquier momento, se volvió a sentar. Bastante desesperado, buscó una toalla por el cuarto de baño.
—Oh, mira, George —dijo la mujer en el pasillo—. Alguien se ha dejado una toalla encima de esta silla.
Richard examinó y rechazó como substitutos inadecuados de la toalla una esponja vegetal, una botella medio vacía de champú y un patito amarillo de goma.
—¿Cómo es el cuarto de baño? —preguntó la mujer. Richard agarró una toallita para lavarse y se la colocó delante de la entrepierna. Entonces se levantó, de espaldas a la pared, y se preparó para pasar mucha vergüenza. Abrieron la puerta de un empujón. Tres personas entraron en el cuarto de baño: un hombre joven con un abrigo de pelo de camello y una pareja de mediana edad. Richard se preguntó si les daba tanta vergüenza como a él.
—Es un poco pequeño —dijo la mujer.
—Compacto —corrigió el abrigo de pelo de camello, con mucha labia—. Fácil de cuidar —la mujer pasó el dedo por el lado del lavabo y arrugó la nariz.
—Creo que ya lo hemos visto todo —dijo el hombre de mediana edad. Salieron del cuarto de baño.
—Lo cierto es que sería muy conveniente —dijo la mujer. La conversación continuó en tonos más bajos. Richard salió del baño y se fue acercando a la puerta. Vio la toalla encima de la silla del pasillo y se asomó y la agarró.
—Nos lo quedamos —dijo la mujer.
—¿Sí? —dijo el abrigo de pelo de camello.
—Es justo lo que queremos —explicó ella—. O lo será, en cuanto le hayamos dado un aspecto acogedor. ¿Podría estar listo para el miércoles?
—Por supuesto. Haremos que lo vacíen y lo limpien de toda esta basura mañana, no hay problema.
Richard, frío y goteando y envuelto en la toalla, les miró furioso desde la entrada.
—No es basura —dijo—. Son mis cosas.
—Pasaremos a buscar las llaves a su oficina, entonces.
—Disculpen —dijo Richard, lastimeramente—. Yo vivo aquí.
Pasaron dándole un empujón a Richard de camino a la puerca principal.
—Ha sido un placer trabajar con ustedes —dijo el abrigo de pelo de camello.
—¿Pueden… alguno de ustedes puede oírme? Éste es mi apartamento. Yo vivo aquí.
—Si me envía por fax los detalles del contrato a la oficina… —dijo el hombre ronco, luego la puerta se cerró de golpe tras ellos y Richard se quedó en el pasillo de lo que antes era su apartamento. Temblaba, en silencio, por el frío.
—Esto —anunció Richard al mundo, haciendo caso omiso del testimonio de sus sentidos— no está ocurriendo.
El batfono sonó e hizo señales con los faros. Richard lo cogió, con recelo.
—¿Diga?
Había silbidos y ruidos en la línea, como si la llamada viniera de muy lejos. La voz al otro lado del teléfono no le era familar.
—¿Señor Mayhew? —dijo—. ¿Señor Richard Mayhew?
—Si —dijo él. Y entonces, contentísimo—. Puede oírme. Gracias a Dios. ¿Quién es?
—Mi socio y yo le conocimos el sábado, señor Mayhew. Le preguntamos acerca del paradero de cierta señorita. ¿Se acuerda? —los tonos.
—Ah. Sí. Es usted.
—Señor Mayhew. Dijo que Puerta no estaba con usted. Tenemos razones para pensar que estaba adornando la verdad más que quizás un poco.
—Bueno, usted dijo que era su hermano.
—Todos los hombres son hermanos, señor Mayhew.
—Ya no está aquí. Y no sé dónde está.
—Ya lo sabemos, señor Mayhew. Tenemos perfecto conocimiento de ambos datos. Y para serle magníficamente franco, señor Mayhew, y estoy seguro de que quiere que le sea franco, ¿no?, yo de usted ya no me preocuparía por ella. La señorita tiene los días contados y el número en cuestión ni siquiera es de dos cifras.
—¿Por qué me llama?
—Señor Mayhew —dijo el Sr. Croup, amablemente—, ¿sabe qué gusto tiene su hígado? —Richard se quedó callado—. Porque el señor Vandemar me ha prometido que él personalmente va a cortárselo y metérselo en la boca antes de cortarle su lamentable cuellecito. Así que averiguará dónde está, ¿no?
—Voy a llamar a la policía. No puede amenazarme de este modo.
—Señor Mayhew. Llame a quien quiera. Pero sentiría mucho que pensara que le estamos amenazando. Ni yo ni el señor Vandemar amenazamos a nadie, ¿verdad, señor Vandemar?
—¿No? ¿Entonces que demonios están haciendo?
—Le estamos haciendo una promesa —dijo el Sr. Croup a través de las interferencias y del eco y de los silbidos—. Y sabemos dónde vive —y colgó.
Richard sujetó el teléfono con fuerza, mirándolo fijamente, luego golpeó con el dedo la tecla del nueve tres veces: Bomberos, Policía y Ambulancia.
—Servicios de emergencia —dijo la operadora de emergencia—. ¿Qué servicio necesita?
—¿Puede ponerme con la policía, por favor? Un hombre acaba de amenazar con matarme y no creo que estuviera bromeando.
Hubo una pausa. Esperaba que le estuvieran poniendo con la policía. Después de unos momentos, la voz dijo:
—Servicios de emergencia. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
Y entonces Richard colgó el teléfono, fue a su habitación y se vistió, porque tenía frío y estaba desnudo y asustado, y porque en realidad no había nada más que pudiera hacer.
Al final, y después de cierta deliberación, cogió la bolsa de deporte negra de debajo de la cama y metió unos calcetines, unos calzoncillos, algunas camisetas, su pasaporte, su cartera. Llevaba puestos unos téjanos, zapatillas deportivas y un jersey grueso. Se acordó de la forma en que la chica que decía llamarse Puerta le había dicho adiós. La forma en que había hecho una pausa, la forma en que había dicho que le perdonara…
—Lo sabías —le dijo al apartamento vacío—, sabías que esto ocurríría —entró en la cocina, cogió un poco de fruta del frutero, la metió en la bolsa. Luego cerró la cremallera y salió a la calle oscurecida.
El cajero automático cogió su tarjeta con un zumbido. POR FAVOR MARQUE SU CLAVE SECRETA, dijo. Richard tecleó su clave secreta (D-I-C-K). La pantalla quedó en blanco. POR FAVOR ESPERE, dijo el cajero automático, y la pantalla volvió a quedar en blanco. En las profundidades de la máquina, en alguna parte, algo retumbaba y gruñía.
ESTA TARJETA NO ES VÁLIDA. POR FAVOR CONTACTE CON EL PROVEEDOR DE LA TARJETA. Se oyó un ruido metálico y la tarjeta salió otra vez.
—¿Me da una moneda? —dijo una voz cansada detrás de él. Richard se giró: el hombre era bajo y viejo y se estaba quedando calvo, su barba descuidada era una maraña apelmazada de amarillo y gris. Las arrugas de su cara estaban grabadas profundamente con suciedad negra. Llevaba un abrigo mugriento sobre la ruina de un jersey gris oscuro. Sus ojos también eran grises, y estaban legañosos.
Richard le pasó su tarjeta al hombre.
—Tome —dijo—. Quédesela. Hay unas mil quinientas libras ahí, si puede llegar a ellas.
El hombre cogió la tarjeta con sus manos ennegrecidas por la calle, la miró, le dio la vuelta y dijo, cansinamente:
—Gracias mil. Con eso y sesenta peniques me tomaré una buena taza de café.
Le devolvió la tarjeta a Richard y empezó a caminar por la calle.
Richard recogió su bolsa. Luego fue tras el hombre y dijo:
—Eh. Espere. Usted me ve.
—A mis ojos no les pasa nada —dijo el hombre.
—Escuche —dijo Richard—, ¿ha oído hablar de un sitio llamado «El Mercado Flotante»? Tengo que llegar allí. Hay una chica llamada Puerta… —pero el hombre había empezado, nerviosamente, a alejarse de Richard—. Mire, la verdad es que necesito ayuda —dijo Richard—. ¿Por favor?
El hombre le miró fijamente, sin piedad. Richard suspiró.
—Está bien —dijo—. Perdone que le haya molestado.
Se volvió y, agarrando el asa de su bolsa con ambas manos de manera que apenas le temblaran, empezó a andar por High Street.
—Eh —dijo entre dientes el hombre. Richard giró la cabeza para mirarle. Le estaba haciendo una seña—. Vamos, por aquí abajo, rápido.
El hombre bajó corriendo los escalones de unas casas abandonadas que había junto a la calle, escalones llenos de basura desparramada que llevaban a los apartamentos deshabitados del sótano. Richard le seguía, dando tropezones. Al pie de las escaleras había una puerta, que el hombre abrió de un empujón. Esperó a que Richard pasara y cerró la puerta iras ellos. Una vez cerrada la puerta, se quedaron a oscuras. Alguien rascó algo y se oyó el sonido de una cerilla que se encendía: el hombre prendió fuego a la mecha de una vieja lámpara de ferroviario, que se encendió, proyectando un poco menos de luz que la cerilla, y caminaron juntos por un lugar oscuro.
Olía a moho, a humedad y a ladrillo viejo, a podredumbre y a oscuridad.
—¿Dónde estamos? —susurró Richard. Su guía le hizo callar. Llegaron a otra puerta. El hombre llamó rítmicamente. Hubo una pausa y luego la puerta se abrió.
Durante un momento, Richard se quedó deslumbrado por la luz repentina. Estaba en una habitación abovedada e inmensa, una sala subterránea, llena de humo e iluminada por las lumbres. Hogueras pequeñas ardían por la habitación. Figuras imprecisas estaban de pie junto a las llamas, asando animales pequeños en espetones. Gente corría de un fuego a otro. Le recordó al Infierno, o mejor dicho a la forma en que él se había imaginado el Infierno cuando era un colegial. El humo le irritó los pulmones, y tosió. Cien ojos se volvieron, entonces, y le miraron fijamente: cien ojos, sin pestañear y poco amistosos.
Un hombre corrió hacia ellos. Tenía el pelo largo, una barba desigual castaña, y su ropa andrajosa tenía adornos de piel: piel naranja y blanca y negra, como el pelaje de un gato manchado. Habría sido más alto que Richard, pero caminaba muy encorvado, las manos alzadas a la altura del pecho, los dedos apretados unos contra otros.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué es esto? —preguntó al guía de Richard—. ¿A quién nos has traído, Iliaster? Habla, habla, habla.
—Es del Lado Alto —dijo el guía. ¿Iliaster?, pensó Richard—. Preguntaba por Lady Puerta. También por el Mercado Flotante. Te lo he traído. Lord Ratanoparlante. Me imaginé que sabrías qué hacer con él —ahora había más de doce personas adornadas con piel rodeándoles, hombres y mujeres, e incluso algunos niños. Se acercaban correteando: instantes de quietud, seguidos por carreras apresuradas hacia Richard.
El Lord Ratanoparlante metió la mano entre sus andrajos adornados de piel y sacó una astilla de cristal siniestra de unos veinte centímetros. Llevaba una piel mal curtida atada alrededor de la mitad inferior para formar una empuñadura improvisada. La luz de la lumbre se reflejaba en la hoja de cristal. El Lord Ratanoparlante le puso el fragmento en el cuello a Richard.
—Oh, sí. Sí, sí, sí —chilló, excitado—. Sé exactamente qué hacer con él.