2

Está en algún lugar bajo tierra: en un túnel, quizás, o en una cloaca. La luz llega en parpadeos, definiendo la oscuridad, sin disiparla. No está solo. Hay otras personas caminando junto a él, aunque no puede verles la cara. Ahora están corriendo por el interior de la cloaca, chapoteando por el barro y la porquería. Gotitas de agua caen lentamente a través del aire, cristalinas en la oscuridad.

Dobla una esquina, y la bestia le está esperando.

Es inmensa. Llena el espacio de la cloaca: tiene la cabeza enorme inclinada hacia abajo y el cuerpo erizado y su aliento despide vaho en el aire frío. Una especie de jabalí, piensa al principio, y luego se da cuenta de que ningún jabalí podría ser tan inmenso. Tiene el tamaño de un toro, de un tigre, de un buey.

La bestia le mira fijamente y se detiene cien años, mientras él levanta su lanza. Le echa una mirada a su mano, la que sostiene la lanza, y percibe que no es su mano: el brazo está cubierto de pelo oscuro, las uñas son casi garras.

Y entonces la bestia arremete contra él.

Arroja la lanza, pero ya es demasiado tarde, y siente cómo la bestia le corta el costado con colmillos afilados como cuchillas, siente cómo su vida se pierde en el barro: y se da cuenta de que ha caído boca abajo en el agua, que se tiñe de rojo con remolinos densos de sangre asfixiante. Y hace un gran esfuerzo por gritar, intenta despertar, pero sólo respira barro y sangre y agua, sólo siente dolor…

—¿Una pesadilla? —preguntó la chica.

Richard se incorporó en el sofá, respirando con dificultad. Las cortinas seguían corridas, las luces y la televisión seguían encendidas, pero se daba cuenta, por la luz pálida que entraba por las rendijas, de que ya era de día. Buscó a tientas en el sofá el mando a distancia, que se le había metido en la parte baja de la espalda durante la noche, y apagó la televisión.

—Sí —dijo—. Más o menos.

Se quitó el sueño de los ojos e hizo balance de su situación, alegrándose de ver que al menos se había quitado los zapatos y la chaqueta antes de quedarse dormido. Tenía la pechera cubierta de sangre seca y de suciedad. La chica indigente no dijo nada. Tenía mal aspecto: pálida, bajo la mugre y la sangre seca marrón, y pequeña. Iba vestida con una variedad de ropas puestas unas encima de otras: ropas extrañas, terciopelos sucios, encajes llenos de barro, con desgarrones y agujeros a través de los cuales se veían otras capas y otros estilos. Parecía, pensó Richard, que hubiese hecho un atraco a medianoche en la sección de la Historia de la Moda del Victoria and Albert Museum, y que aún llevase puesto todo lo que había cogido. Su pelo corto estaba sucísimo, pero parecía que podría ser de un color rojizo oscuro bajo la suciedad.

—Estás despierta —dijo Richard.

—¿De quién es esta baronía? —preguntó la chica—. ¿A quién pertenece este feudo?

—Eh, ¿cómo?

Miró a su alrededor, con recelo.

—¿Dónde estoy?

—Apartamentos Newton, calle Little Comden… —se detuvo. La chica había abierto las cortinas, pestañeando ante la fría luz del día. Se quedó mirando la vista bastante corriente que se veía desde la ventana de Richard, atónita, mirando de hito en hito con los ojos muy abiertos los coches y los autobuses y la diminuta expansión de tiendas (una panadería, un colmado y una bodega) que había abajo.

—Estoy en Londres de Arriba —dijo con voz queda.

—Sí, estás en Londres —dijo Richard. ¿De arriba? ¿De encima de qué?, se preguntó—. Creo que anoche tal vez estabas en estado de shock o algo parecido. Tienes un corte muy feo en el brazo —esperó a que ella hablase, a que diese alguna explicación. Ella le echó una mirada y, luego, volvió a mirar abajo, hacia los autobuses y las tiendas. Richard continuó—. Te, encontré en la acera. Había mucha sangre.

—No te preocupes —dijo ella, muy seria—. Casi toda la sangre era de otra persona.

Dejó caer la cortina. Entonces se desenvolvió el pañuelo, que ahora estaba manchado de sangre y encostrado. Examinó el corte y puso mala cara.

—Tendremos que hacer algo con esto —dijo—. ¿Quieres echarme una mano?

Richard empezaba a sentirse un poco perdido.

—La verdad es que no sé mucho sobre primeros auxilios —dijo.

—Bueno —dijo ella—, si eres muy aprensivo, sólo tienes que aguantar las vendas y atar los extremos donde yo no llegue. Tienes vendas, ¿no?

Richard asintió.

—Sí —dijo—. En el botiquín. En el cuarto de baño, debajo del lavabo.

Y entonces se fue al dormitorio y se cambió de ropa, preguntándose si la suciedad de la camisa (su mejor camisa, que le había comprado, ¡Dios santo!, Jessica, a quien le iba a dar un ataque), se quitaría algún día.

And then he went into his bedroom and changed his clothes, wondering whether the mess on his shirt (his best shirt, bought for him by, oh God, Jessica, she would have a fit) would ever come off.

El agua ensangrentada le recordaba algo, un sueño que había tenido una vez, quizás, pero ya no podía, por nada del mundo, recordar qué era exactamente. Sacó el tapón, dejó salir el agua del lavabo y lo llenó con agua limpia otra vez, a la que añadió un poco de desinfectante líquido algo turbio: el fuerte olor antiséptico parecía tan sensato y medicinal, un remedio para lo extraño de su situación y para su visita. La chica se inclinó sobre el lavabo, y él le echó agua caliente por el brazo y por el hombro.

Richard nunca era tan aprensivo como creía ser. O, mejor dicho, era aprensivo cuando se trataba de sangre en la pantalla: una buena película de zombis o incluso un drama médico muy gráfico le dejaban acurrucado en un rincón, hiperventilando, tapándose los ojos con las manos, murmurando cosas como: «Avisadme cuando se haya acabado, ¿vale?». Sin embargo, cuando se trataba de sangre auténtica, dolor de verdad, simplemente hacía algo al respecto. Limpiaron el corte, que era mucho menos grave de lo que Richard recordaba de la noche anterior, y lo vendaron, y la chica hizo todo lo que pudo para no hacer ni un gesto durante el proceso. Richard se sorprendió preguntándole cuántos años tendría y qué aspecto tenía bajo la mugre, y por qué estaba viviendo en la calle y…

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Richard. Richard Mayhew. Dick —ella asintió con la cabeza, como si estuviera memorizándolo. Sonó el timbre de la puerta. Richard miró el desorden del cuarto de baño y a la chica, y se preguntó qué le parecería a un observador externo. Como, por ejemplo…

—Dios mío —dijo comprendiendo lo peor—. Apuesto a que es Jess. Me va a matar.

Control de daños. Control de daños.

—Mira —le dijo a la chica—. Tú espera aquí.

Cerró la puerta del cuarto de baño tras él y recorrió el pasillo. Abrió la puerta principal y dio un suspiro de alivio enorme y muy sentido: no era Jessica. Eran… ¿qué? ¿Mormones? ¿Testigos de Jehová? ¿La policía? No sabía decirlo. En todo caso, eran dos.

Llevaban trajes negros, que estaban ligeramente manchados de grasa y raídos, y hasta Richard, que se contaba entre los disléxicos en el vestir, sintió que había algo raro en el corte de las chaquetas. Era el tipo de trajes que podría haber hecho un sastre hacía doscientos años y al que le hubiesen descrito un traje moderno sin que nunca hubiese llegado a ver uno. Las líneas estaban equivocadas y también lo estaban los toques de elegancia.

Un zorro y un lobo, pensó Richard, de forma involuntaria. El hombre de delante, el zorro, era un poco más bajo que Richard. Tenía el pelo lacio, graso y de un color naranja insólito, y una tez, pálida; cuando Richard abrió la puerta, el hombre esbozó una gran sonrisa y sólo un instante demasiado tarde, con dientes que parecían un accidente en un cementerio.

—Buenos días tenga usted, buen señor —dijo— en este día bueno y hermoso.

—Ah. Hola —dijo Richard.

—Estamos realizando una investigación personal de una naturaleza delicada por así decirlo, de puerta en puerta. ¿Le importa si entramos?

—Bueno, ahora mismo no me viene muy bien —dijo Richard. Luego preguntó—. ¿Son ustedes de la policía? —la segunda de las visitas, un hombre alto, el que le había hecho pensar en un lobo, con el pelo gris y negro cortado al cepillo, estaba detrás de su amigo, sujetando un montón de fotocopias contra el pecho. No había dicho nada hasta ese momento, sólo había esperado, enorme e impasible. Entonces se rio, una vez, una risa baja y lasciva. Había algo malsano en aquella risa.

—¿La policía? Lamentablemente —dijo el hombre más bajo—, no podemos pretender que tengamos esa dicha. Una carrera en la ley y en el orden, aunque indudablemente tentadora, no se inscribió en las cartas que la Dama Fortuna nos repartió a mi hermano y a mí. No, somos meros particulares. Permítame que haga las presentaciones. Yo soy el señor Croup y este caballero es mi hermano, el señor Vandemar.

No parecían hermanos. No se parecían a nada que Richard hubiese visto antes.

—¿Su hermano? —preguntó Richard—. ¿No deberían tener el mismo apellido?

—Estoy impresionado. Menudo cerebro, señor Vandemar. Agudo e incisivo no es nada. Algunos somos tan afilados —dijo mientras se inclinaba hacia dentro, acercándose más a Richard, y se ponía de puntillas, quedando delante de su cara—, que podríamos cortarnos y todo. —Richard dio un paso involuntario hacia atrás—. ¿Podemos entrar? —preguntó el Sr. Croup.

—¿Qué quieren ustedes?

El Sr. Croup suspiró, de una forma que obviamente imaginaba como bastante nostálgica.

—Estamos buscando a mi hermana —explicó—. Una niña díscola, terca y obstinada, que casi le ha roto el corazón a nuestra pobre y querida madre viuda.

—Se escapó —explicó el Sr. Vandemar, en voz baja. Le metió una hoja de papel fotocopiada en las manos a Richard—. Es un poco… rara —añadió, y luego hizo girar un dedo junto a la sien haciendo el gesto universal que indicaba incapacidad mental.

Richard miró el papel.

Ponía:

¿HA VISTO A ESTA CHICA?

Debajo había una fotografía de color gris fotocopia de una chica que a Richard le pareció una versión más limpia y de pelo más largo de la jovencita que había dejado en el cuarto de baño. Debajo de la fotografía ponía:

RESPONDE AL NOMBRE DE RUPERTA.

MUERDE Y DA PATADAS. ES UNA FUGITIVA.

SI LA VIERA, DÍGANOSLO. QUEREMOS QUE VUELVA.

SE PAGARÁ RECOMPENSA.

Y, debajo, un número de teléfono. Richard volvió a mirar la fotografía. No había duda de que era la chica del cuarto de baño.

—No —dijo—, me temo que no la he visto. Lo siento.

Sin embargo, el Sr. Vandemar no le estaba escuchando. Había alzado la cabeza y estaba husmeando el aire, como un hombre que oliera algo raro o desagradable, Richard alargó la mano para devolverle el papel, pero el hombretón simplemente pasó dándole un empujón y entró en el apartamento, un lobo al acecho. Richard corrió tras él.

—¿Qué se cree que hace? Haga el favor de detenerse. Fuera de aquí. Mire, no puede entrar ahí…

El Sr. Vandemar iba derecho hacia el cuarto de baño. Richard esperó que la chica (¿Ruperta?) hubiera tenido el aplomo de cerrar con llave la puerta del cuarto de baño. Pero no. Se abrió cuando el Sr. Vandemar la empujó. Entró, y Richard, sintiéndose como un perrito inútil ladrando tras el portero, le siguió adentro.

No era un cuarto de baño grande. Contenía una bañera, un váter, un lavabo, varias botellas de champú, una pastilla de jabón y una toalla. Cuando Richard se fue, unos minutos antes, también había contenido una chica sucia y ensangrentada, un lavabo muy sucio de sangre y un botiquín abierto. Ahora, estaba tan limpio que relucía.

No había ningún sitio donde la chica pudiera estar escondida. El Sr. Vandemar salió del cuarto de baño y abrió de un empujón la puerta de la habitación de Richard, entró, miró alrededor.

—No sé qué cree que está haciendo —dijo Richard—. Pero si no se van de mí apartamento ahora mismo, llamaré a la policía.

Entonces el Sr. Vandemar, que había estado examinando la sala de estar, se volvió hacia Richard, y éste se dio cuenta de pronto de que nunca en su vida había tenido tanto miedo de otro ser humano.

Entonces el zorruno Sr. Croup dijo:

—Claro que sí, ¿cómo se le puede haber ocurrido hacer eso, Sr. Vandemar? Apuesto a que es el dolor que siente por nuestra querida y dulce hermana, lo que le ha trastornado. Ahora pídale disculpas al caballero, Sr. Vandemar.

El Sr. Vandemar asintió con la cabeza y reflexionó un momento.

—Creía que tenía que ir al váter —dijo—. Pero no. Lo siento.

El Sr. Croup empezó a caminar hacia el recibidor, mientras empujaba al Sr. Vandemar delante suyo.

—Ya está. Ahora, espero que perdonará a mi hermano descarriado por su falta de modales. La preocupación por nuestra pobre y querida madre viuda, y por nuestra hermana, quien en estos mismos momentos está vagando por las calles de Londres abandonada y sin nadie que la quiera, casi le ha desquiciado, estoy seguro. Pero, a pesar de todo, es un buen tipo para tener de compañía. ¿No es así, amigo mío?

Ya habían salido del apartamento de Richard y estaban en la escalera. El Sr. Vandemar no dijo nada. No parecía estar desquiciado por el dolor. Croup se volvió hacia Richard e intentó esbozar otra sonrisa zorruna.

—Nos avisará si la ve —dijo.

—Adiós —dijo Richard. Luego cerró la puerta con llave y, por primera vez desde que vivía allí, puso la cadena de seguridad.

El Sr. Croup, que había cortado la línea telefónica de Richard a la primera mención de llamar a la policía, empezaba a preguntarse si había cortado el cable correcto o no, ya que la tecnología de las telecomunicaciones del siglo XX no era su punto más fuerte. Cogió una de las fotocopias de Vandemar y la colocó en la pared del hueco de la escalera.

—¡Escupa! —le dijo a Vandemar.

El Sr. Vandemar carraspeó llenándose la boca de flema que aspiró del fondo de la garganta y la escupió cuidadosamente en el dorso del folleto. El Sr. Croup lo plantó con fuerza en la pared, junto a la puerta de Richard. Se pegó bien y de inmediato.

¿HA VISTO A ESTA CHICA?, preguntaba el folleto.

El Sr. Croup se volvió hacia el Sr. Vandemar. «¿Le cree?».

Se marcharon escaleras abajo. «Y una mierda», dijo el Sr. Vandemar. «La olía».

Richard esperó junto a la puerta hasta que oyó como la puerta de la calle se cerraba de golpe, varios pisos más abajo. Empezó a recorrer el pasillo, de vuelta hacia el cuarto de baño, cuando el teléfono sonó muy alto, sobresaltándole. «¿Diga?», dijo Richard. «¿Diga?».

No salió ningún sonido del auricular. En cambio, se oyó un clic y la voz de Jessica salió del contestador automático que estaba en la mesa junto al teléfono. Su voz dijo: «¿Richard? Soy Jessica. Lamento que no estés ahí, porque ésta hubiera sido nuestra última conversación y tenía tantas ganas de decirte esto a la cara». Se dio cuenta de que el teléfono estaba totalmente desconectado. Del auricular colgaban unos treinta centímetros de cable, cuyo extremo estaba cuidadosamente cortado.

—Anoche me avergonzaste muchísimo, Richard —continuó la voz—. Por lo que a mí respecta, nuestro compromiso se ha acabado. No tengo intención alguna de devolverte el anillo ni desde luego de volverte a ver. Adiós.

La cinta dejó de girar, hubo otro clic, y la lucecita roja empezó a brillar.

—¿Malas noticias? —preguntó la chica. Estaba justo detrás de él, en la parte de la cocina del apartamento, con el brazo bien vendado. Estaba sacando bolsitas de té y poniéndolas en tazas. El agua del cazo hervía.

—Sí —dijo Richard—. Muy malas —se acercó a ella, le dio el póster de ¿HA VISTO A ESTA CHICA?—. ¿Eres tú, verdad?

Arqueó las cejas.

—La fotografía soy yo.

—¿Y tú eres… Ruperta?

Ella negó con la cabeza.

—Soy Puerta, Richardrichardmayhewdick. ¿Leche y azúcar?

Para entonces Richard sentía que aquello era demasiado difícil para él. Así que dijo:

—Richard. Sólo Richard. Sin azúcar —entonces dijo—: Mira, si no es una pregunta personal, ¿qué te ocurrió?

Puerta vertió el agua hirviendo en las tazas.

—No quieres saberlo —dijo simplemente.

—Ya, bueno, lo siento si he…

—No. Richard. En serio, no quieres saberlo. No te haría ningún bien. Ya has hecho más de lo que deberías.

Sacó las bolsitas de té y le pasó una taza. Él la cogió y se dio cuenta de que aún llevaba el auricular a cuestas.

—Bueno, verás. No podía dejarte allí y ya está.

—Sí podías —dijo ella—. No lo hiciste —se apretó contra la pared y atisbó por la ventana. Richard se acercó a la ventana y miró fuera. Al otro lado de la calle, el Sr. Croup y el Sr. Vandemar estaban saliendo de la panadería, y ¿HA VISTO A ESTA CHICA?, estaba pegado en un lugar destacado en el escaparate.

—¿De verdad son tus hermanos? —preguntó.

—Por favor —dijo Puerta—. No me fastidies.

Richard sorbió el té e intentó fingir que todo era normal.

—Así que. ¿Dónde estabas? —preguntó—. ¿Hace un momento?

—Estaba aquí —dijo ella—. Mira, con esos dos todavía por ahí, tendremos que enviarle un mensaje a… —hizo una pausa—. A alguien que pueda ayudar. No me atrevo a irme de aquí.

—Bueno, ¿no hay ningún sitio adonde puedas ir? ¿Alguien a quien pudiéramos llamar?

La chica le cogió el auricular desconectado de la mano, con el cabíe colgando, y negó con la cabeza.

—Mis amigos no tienen teléfono —dijo.

Lo volvió a poner sobre el aparato, donde permaneció, inútil y solo. Entonces la chica sonrió, rápida y traviesa.

—Migas de pan —dijo.

—¿Cómo? —dijo Richard.

Había una ventanita al fondo del dormitorio que daba a una zona de tejas y canalones. Puerta se subió a la cama de Richard para alcanzarla, abrió la ventana y espolvoreó el tejado con migas de pan.

—Pero no lo entiendo —dijo Richard.

—Claro que no —le confirmó ella—. Y ahora silencio —hubo un revoloteo de alas, y apareció el brillo violeta, gris y verde de una paloma. Picoteó las migas de pan. Y Puerta alargó la mano derecha y la cogió. La paloma la miró con curiosidad pero no se quejó.

Se sentaron en la cama. Puerta le pidió a Richard que sostuviera la paloma, mientras ella le sujetaba un mensaje a la pata con una goma de un azul intenso que Richard había usado antes para guardar todas las facturas de la electricidad juntas. Richard no era de los que sostenían palomas con entusiasmo, ni siquiera en el mejor de los casos.

—No sé qué sentido tiene esto —explicó—, mira, no es una paloma mensajera. Sólo es una paloma normal de Londres. Del tipo que se caga encima de Lord Nelson.

—Así es —dijo Puerta. Tenía un rasguño en la mejilla y su pelo rojizo y sucio estaba enredado; enredado, pero no apelmazado. Y sus ojos… Richard se dio cuenta de que no sabía decir de qué color tenía los ojos. No eran azules ni verdes ni marrones ni grises; le recordaban a los ópalos de fuego; había verdes y azules brillantes e incluso rojos y amarillos que desaparecían y se encendían cuando ella se movía. Le cogió el pájaro, con cuidado, lo levantó y lo miró a sus ojos como cuentas negras. La paloma inclinó la cabeza a un lado y le devolvió la mirada.

—Vale —dijo ella, y luego hizo un sonido que sonó igual que el borboteo líquido de las palomas—. Vale Crrppllrr, tienes que buscar al marqués de Carabás. ¿Lo has entendido?

La paloma le respondió con un borboteo líquido.

—Buena chica. Bien, esto es importante, así que mejor que te… —la paloma la interrumpió con un borboteo que sonaba bastante impaciente—. Lo siento —dijo Puerta—. Ya sabes lo que haces, claro —llevó al pájaro a la ventana y lo soltó.

Richard había observado todo el número con algo de asombro.

—¿Sabes que era casi como si te entendiese? —dijo mientras el pájaro se hacía cada vez más pequeño en el cielo y desaparecía tras algunos tejados.

—Vaya, qué te parece —dijo Puerta—. Ahora a esperar.

Fue hasta la estantería de libros del rincón del dormitorio, encontró un ejemplar de Mansfield Park que Richard no había sabido antes que tenía, y fue a la sala de estar. Richard la siguió. Ella se puso cómoda en el sofá y abrió el libro.

—¿Entonces es el diminutivo de Ruperta? —preguntó él.

—¿Qué?

—Tu nombre.

—No. Es sólo Puerta.

—¿Cómo se escribe?

—P-u-e-r-t-a. Como algo que se cruza para ir a un sitio.

—Ah —tenía que decir algo, así que dijo—. ¿Y qué clase de nombre es Puerta, entonces?

Ella le miró con sus ojos de color extraño y le dijo:

—Mi nombre. —Luego volvió a Jane Austen.

Richard cogió el mando a distancia y encendió la televisión. Luego cambió de canal. Lo cambió otra vez. Suspiró. Lo cambió otra vez.

—Y, ¿qué es lo que estamos esperando?

Puerta giró la página. No levantó la vista.

—Una respuesta.

—¿Qué clase de respuesta? —Puerta se encogió de hombros—, ah. Vale —a Richard se le ocurrió que tenía la piel muy blanca, ahora que se había quitado parte de la suciedad y de la sangre. Se preguntó si estaba pálida por alguna enfermedad o por la pérdida de sangre o si simplemente no salía mucho o si era anémica. Quizá había estado en la cárcel, aunque parecía un poco demasiado joven para eso. Quizá el hombretón le había estado diciendo la verdad cuando había dicho que estaba loca.

—Escucha, esos hombres que han venido a casa…

—¿Hombres? —un destello en los ojos opalinos.

—Croup y, eh, Vanderbilt.

—Vandemar —pensó un momento, luego asintió con la cabeza—. Supongo que podrías llamarles hombres, sí. Dos piernas, dos brazos, una cabeza cada uno.

Richard siguió hablando.

—Antes, cuando entraron aquí, ¿dónde estabas?

Ella se humedeció el dedo con saliva y giró una página.

—Estaba aquí.

—Pero… —paró de hablar, al quedarse sin palabras. No había ningún sitio en el apartamento donde ella pudiera haberse escondido. Sin embargo no se había ido del apartamento. Pero…

Se oyó el ruido de un arañazo, y una forma oscura mayor que un ratón salió disparada del desorden de cintas de vídeo de debajo del televisor.

—¡Dios mío! —dijo Richard, y le lanzó el mando a distancia con todas sus fuerzas. Se estrelló contra los vídeos con estrépito. De la forma oscura no había señales.

—¡Richard! —dijo Puerta.

—No pasa nada —explicó—. Creo que era una rata o algo parecido.

Ella le fulminó con la mirada.

—Por supuesto que era una rata. Ahora la habrás asustado, pobrecita.

Miró por la habitación, luego hizo un sonido silbante y bajo entre los dientes.

—¿Hola? —llamó. Se arrodilló en el suelo. Mansfíeld Park abandonado. ¿Hola?

Le lanzó otra mirada a Richard.

—Si le has hecho daño… —amenazó; luego, en voz baja, le dijo a la habitación—. Lo siento, es un idiota. ¿Hola?

—Yo no soy un idiota —dijo Richard.

—Ssh —dijo ella—. ¿Hola? —un hocico rosado y dos ojitos negros atisbaron por debajo del sofá. El resto de la cabeza siguió y escrutó los alrededores con recelo. En efecto, era muy grande para ser un ratón, Richard estaba seguro de ello.

—Hola —dijo Puerta, afectuosamente—. ¿Estás bien?

Extendió la mano y el animal se subió a ella, luego corrió brazo arriba y se acurrucó en la parte interior del codo. Puerta le acarició la ijada con el dedo. Era marrón oscuro, con una cola larga y rosada. Tenía algo que parecía un papel doblado sujeto a la ijada.

—Es una rata —dijo Richard.

—Sí, así es. ¿Vas a disculparte?

—¿Qué?

—Discúlpate.

Tal vez, no la había oído bien. Tal vez era él el que se estaba volviendo loco.

—¿A una rata?

Puerta calló, de manera bastante significativa.

—Lo siento —le dijo Richard a la rata, con dignidad—, si te he asustado.

La rata miró a Puerta.

—No, lo dice en serio, de verdad —dijo ella—. No lo dice porque sí. Y, ¿qué tienes para mí?

Hurgó por la ijada de la rata y sacó un papel marrón doblado muchas veces, que había estado sujeto con algo que a Richard le pareció una gomita de un azul intenso.

La chica lo abrió: un papel marrón con los bordes hechos jirones y un mensaje escrito con letra negra de trazos delgados e inseguros. Lo leyó y asintió con la cabeza.

—Gracias —le dijo a la rata—. Te agradezco todo lo que has hecho.

La rata bajó correteando al sofá, le dirigió una mirada fulminante a Richard y luego desapareció entre las sombras.

La chica llamada Puerta le pasó el papel a Richard. —Toma— dijo. —Léelo.

Estaba cayendo la tarde en el centro de Londres y, con el otoño avanzado, ya estaba oscureciendo. Richard había cogido el metro hacia Tottenham Court Road y en esos momentos estaba caminando hacia el oeste por Oxford Street, con un papel en la mano. Oxford Street era el centro comercial de Londres e incluso a esa hora las aceras estaban repletas de compradores y turistas.

—Es un mensaje —dijo la chica, cuando se lo dio—. Del marqués de Carabás.

Richard estaba seguro de que ya había oído aquel nombre.

—Qué amable —dijo—. Se había quedado sin postales, ¿no?

Esto es más rápido.

Pasó por las luces y el ruido de los grandes almacenes de Virgin, y por la tienda que vendía cascos de policía y autobuses rojos pequeñitos de Londres como recuerdos, y por el local de al lado que vendía porciones individuales de pizza, y luego giró a la derecha.

—Tienes que seguir las indicaciones que están escritas aquí. Intenta que no te siga nadie —entonces suspiró y dijo—. La verdad es que no debería involucrarte tanto.

—Si sigo estas indicaciones… ¿hará que te vayas más pronto de aquí?

—Sí.

Se metió en Hanway Street. Aunque sólo había dado unos pasos desde el bullicio bien iluminado de Oxford Street, podría haber estado en otra ciudad: Hanway Street estaba vacía, abandonada; una calle estrecha y oscura, poco más que un callejón, lleno de lúgubres tiendas de discos y restaurantes cerrados, donde la única luz surgía de los clubs reservados de los pisos más altos de los edificios. Caminó por el callejón, sintiéndose inquieto.

—«… gira a la derecha en Hanway Street, a la izquierda en Hanway Place y luego a la derecha otra vez en Orme Passage. Para en la primera farola a la que llegues…». ¿Estás segura de que esto está bien?

—Sí.

No recordaba ningún Orme Passage, aunque había estado en Hanway Place: allí había un restaurante indio subterráneo que a su amigo Gary le gustaba mucho. Por lo que él recordaba, Hanway Place era un callejón sin salida. El Mandeer, ése era el restaurante. Pasó por la puerta de entrada brillantemente iluminada, los escalones del restaurante invitando a seguirlos abajo al subterráneo, y luego giró a la izquierda…

Se había equivocado. Sí había un Orme Passage. Vio el letrero, en lo alto de la pared.

ORME PASSAGE W1

No le extrañaba que no lo hubiera advertido antes: apenas era más que un callejón estrecho entre casas, iluminado por una llama de gas chisporroteante. Ya no se ven muchas de esas lámparas, pensó Richard, y alzó las instrucciones a la luz de gas y las leyó con los ojos entrecerrados.

—¿«Entonces da tres vueltas, sinistrórsum»?

—Sinistrórsum significa hacia la izquierda, Richard.

Dio tres vueltas, sintiéndose estúpido.

—Oye, ¿por qué he de hacer todo esto sólo para ver a tu amigo? La verdad, es una tontería…

No es ninguna tontería. En serio. Mira… tú sígueme la corriente, ¿vale? —y le había sonreído.

Dejó de dar vueltas. Luego siguió el callejón hasta el final. Nada. Nadie. Sólo un cubo de basura metálico y, al lado, algo que podría haber sido un montón de andrajos.

—¿Hola? —llamó Richard—. ¿Hay alguien ahí? Soy el amigo de Puerta. ¿Hola?

No. Allí no había nadie. Richard se sintió aliviado. Ahora podía irse a casa y explicarle a la chica que no había pasado nada. Luego llamaría a las autoridades competentes, que lo arreglarían todo. Estrujó el papel, haciendo una bola apretada, y lo lanzó hacia el cubo.

Lo que Richard había confundido con un montón de andrajos se desdobló, se expandió, se puso en pie con un movimiento fluído. Una mano atrapó el papel estrujado al vuelo.

—Creo que es mío —dijo el marqués de Carabás. Llevaba un abrigo negro enorme y bastante elegante que no era del todo una levita ni exactamente una gabardina, y botas negras altas y, debajo del abrigo, ropa andrajosa. Sus ojos eran de un blanco intenso en una cara oscurísima. Entonces sonrió burlonamente con dientes blancos, por un momento, como si se riera de un chiste que sólo él entendía, y le hizo una reverencia a Richard y dijo:

—De Carabás, a tu servicio. ¿Y tú eres…?

—Eh —dijo Richard—. Eh, eh.

—Tú eres Richard Mayhew, el joven que rescató a nuestra Puerta herida. ¿Cómo está?

—Eh, está bien. El brazo aún le…

—Su tiempo de recuperación sin duda nos asombrará a todos. Su familia tenía un poder de recuperación extraordinario. Es sorprendente que alguien consiguiera matarles, ¿no crees? —el hombre que se hacía llamar marqués de Carabás caminaba nerviosamente de un extremo a otro del callejón. Richard ya se había dado cuenta de que era del tipo de persona que siempre está moviéndose, como un felino.

—¿Alguien mató a la familia de Puerta? —preguntó Richard.

—No llegaremos muy lejos si sigues repitiendo todo lo que digo, ¿verdad? —dijo el marqués, que ahora estaba delante de Richard—. Siéntate —le ordenó. Richard buscó algo donde sentarse en el callejón. El marqués le puso una mano en el hombro y le tumbó en los adoquines—. Ella sabe que cuesto caro. ¿Qué me ofrece exactamente?

—¿Perdón?

—¿Cuál es el trato? Te ha enviado aquí para negociar, joven. No soy barato y nunca hago regalos.

Richard se encogió de hombros lo mejor que pudo desde una posición supina.

—Ha dicho que te dijera que quiere que la acompañes a casa, dondequiera que esté, y que le consigas un guardaespaldas.

Incluso cuando el marqués estaba en reposo, sus ojos nunca cesaban de moverse. Hacia arriba, hacia abajo, de un lado a otro, como si estuviera buscando algo, pensando en algo. Añadiendo, restando, evaluando. Richard se preguntó si el hombre estaba en su sano juicio.

—Y ¿qué me ofrece?

—Pues, nada.

El marqués se sopló las uñas y les sacó brillo con la solapa de su singular abrigo. Después se apartó.

—No me ofrece nada. A mí. —Sonaba ofendido.

Richard volvió a ponerse en pie con dificultad.

—Bueno, no habló de dinero. Sólo dijo que iba a tener que deberte un favor.

Los ojos brillaron.

—¿Qué clase de favor exactamente?

—Uno muy grande —dijo Richard—. Dijo que iba a tener que deberte un favor muy grande.

De Carabás sonrió para sí mismo, una pantera hambrienta viendo a un niño campesino perdido. Entonces la emprendió contra Richard.

—¿Y la dejaste sola? —preguntó—, ¿con Croup y Vandemar ahí fuera? Bueno, ¿a qué estás esperando?

Se arrodilló y sacó de su bolsillo un pequeño objeto metálico, que metió en la tapa de una boca de alcantarilla que había a un lado del callejón y lo giró. La tapa salió con facilidad; el marqués se guardó el objeto metálico y sacó algo de otro bolsillo que le recordó a Richard un poco a un cohete largo o a una bengala. Lo sostuvo con una mano, le pasó la otra por encima, y del otro extremo surgió una llamarada escarlata.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo Richard.

—Por supuesto que no —dijo el marqués—. No haces ninguna pregunta. No recibes ninguna respuesta. No te apartas del camino. Ni siquiera piensas en lo que te está sucediendo ahora mismo. ¿Lo has entendido?

—Pero…

—Lo más importante de todo: nada de peros —dijo de Carabás—. Y el tiempo es esencial. Muévete —señaló hacia las profundidades que la tapa abierta había dejado al descubierto. Richard se movió, bajando a gatas por la escalera de metal clavada en la pared de debajo de la boca de alcantarilla, sintiéndose tan perdido que ni siquiera se le ocurrió hacer más preguntas.

Richard no tenía ni idea de dónde estaban. Aquello no parecía ser una cloaca. Quizá era un túnel para cables de teléfono, o para trenes muy pequeños. O para… otra cosa. Se dio cuenta de que no sabía mucho sobre lo que pasaba bajo las calles de Londres. Andaba nervioso, con miedo a engancharse los pies con algo, a tropezar en la oscuridad y romperse el tobillo. De Carabás seguía su camino, a grandes zancadas, con aire despreocupado, aparentemente sin importarle si Richard estaba con él o no. La llama púrpura proyectaba sombras enormes en la pared del túnel.

Richard corrió para alcanzarle.

—Veamos… —dijo de Carabás—. Tendré que llevarla al mercado. El próximo es dentro de, mm, dos días, si lo recuerdo bien, como por supuesto hago de forma infalible. Puedo esconderla hasta entonces.

—¿Mercado? —preguntó Richard.

—El Mercado Flotante. Pero no quieres saber nada acerca de eso. Ni una pregunta más.

Richard miró a su alrededor.

—Bueno, iba a preguntarte dónde estamos ahora. Pero supongo que tú ibas a negarte a decírmelo.

El marqués volvió a sonreír burlonamente.

—Muy bien —dijo con aprobación—. Ya estás metido en bastantes problemas.

—Y que lo digas —suspiró Richard—, mi novia me ha plantado, y es probable que tenga que comprarme otro teléfono…

—¡Arco y templo! Un teléfono es el menor de tus problemas —de Carabás puso la antorcha en el suelo, apoyándola contra la pared, donde siguió chisporroteando y llameando, y empezó a trepar por unos travesaños de metal clavados en la pared. Richard vaciló y luego le siguió. Los travesaños estaban fríos y oxidados; sentía cómo se desmenuzaban con aspereza contra sus manos a medida que subía, mientras los fragmentos de la herrumbre se le metían en los ojos y en la boca. La luz escarlata de abajo parpadeaba. Luego se apagó. Treparon totalmente a oscuras.

—Así que, ¿volvemos donde está Puerta? —preguntó Richard.

—Al final. Antes hay una cosita que tengo que organizar. Prevención. Y cuando lleguemos a la luz del día, no mires abajo.

—¿Por qué no? —preguntó Richard. Y entonces la luz del día le dio en la cara, y miró abajo.

Era de día (¿Cómo podía ser de día?, le preguntó una vocecilla, desde el fondo de la mente. Había sido casi de noche cuando entró en el callejón hacía, ¿cuánto, una hora?), y estaba agarrado a una escalera de metal que subía por el exterior de un edificio muy alto (pero unos segundos antes estaba trepando por la misma escalera, y había estado dentro, ¿no?), y debajo veía…

Londres.

Coches diminutos. Autobuses y taxis diminutos. Edificios minúsculos. Árboles. Camiones en miniatura. Gente muy, muy pequeñita. Daban vueltas debajo de él, primero nítidos y luego borrosos.

Decir que a Richard Mayhew no se le daban muy bien las alturas sería del todo exacto, pero no daría la visión completa. Richard odiaba lo alto de los acantilados y los rascacielos: en alguna parte dentro de él, no muy hondo, estaba el miedo —el terror total y absoluto y que gritaba en silencio—, de que si se acercaba demasiado al borde, entonces algo se apoderaría de él y se encontraría caminando hasta el borde del precipicio y dando un paso al vacío. Así que lo llamaba vértigo y lo odiaba y se odiaba, y no se acercaba a lugares altos.

Richard se quedó paralizado en la escalera. Sus manos se sujetaban con fuerza a los travesaños. Le dolían los ojos, en alguna parte detrás de los globos oculares. Empezó a respirar demasiado rápido, demasiado profundamente.

—Alguien —dijo una voz divertida encima de él— no estaba escuchando, ¿verdad?

—No… —a Richard no le funcionaba la garganta. Tragó saliva, humedeciéndola—. No puedo moverme —le sudaban las manos. ¿Y si le sudaban tanto que simplemente resbalaba y caía al vacío…?

—Claro que puedes moverte. O si no lo haces puedes quedarte aquí, agarrado a la pared hasta que se te paralicen las manos y las piernas te fallen y te mueras de una caída de treinta metros que te dejaría hecho un asco. —Richard levantó la vista hacia el marqués, que le estaba mirando desde arriba y seguía sonriendo; cuando vio que Richard le miraba, soltó las dos manos de los travesaños y meneó los dedos regodeándose ante su miedo.

Richard sintió que le recorría una ola de vértigo por solidaridad.

—Cabrón —dijo entre dientes, y soltó la mano derecha del travesaño y la subió veinte centímetros, hasta que encontró el siguiente travesaño. Luego subió un travesaño con la pierna derecha. Luego lo hizo otra vez, con la mano izquierda. Después de un rato se encontró en el borde de una azotea y pasó por encima y se desplomó.

Se daba cuenta de que el marqués se alejaba de él a grandes zancadas. Richard palpó el tejado y sintió la estructura sólida que tenía debajo. El corazón le latía con fuerza en el pecho.

Un voz ronca a cierta distancia de allí gritó:

—Aquí estás de más. Vete, de Carabás. Fuera de aquí.

—Viejo Bailey —oyó decir a de Carabás—. Tienes un aspecto de lo más saludable.

Entonces alguien caminó hacia él arrastrando los pies, y un dedo le apretó suavemente las costillas.

—¿Estás bien, muchacho? Tengo un estofado cociéndose ahí detrás. ¿Quieres un poco? Es estornino.

Richard abrió los ojos.

—No, gracias —dijo.

Primero vio las plumas. No estaba seguro de si era una chaqueta o una capa o algún tipo de abrigo extraño sin nombre, pero fuera la clase de prenda exterior que fuera, estaba cubierta densa y totalmente de plumas. Un rostro, amable y arrugado, con unas patillas de boca de hacha grises, le inspeccionaba desde la cima de las plumas. El cuerpo que estaba debajo del rostro, donde no estaba cubierto de plumas, estaba enrollado con unas cuerdas. Richard se sorprendió recordando una representación teatral de Robinson Crusoe a la que le habían llevado de niño: ése era el aspecto que Robinson Crusoe podría haber tenido, si hubiese naufragado en un tejado en vez de en una isla desierta.

—Me llaman Viejo Bailey, muchacho —dijo el hombre. Buscó a tientas un par de gafas estropeadas, que colgaban de un cordel que llevaba atado al cuello, y se las puso y miró fijamente a Richard a través de ellas—. No te reconozco. ¿A qué baronía das tu lealtad? ¿Cómo te llamas?

Richard se levantó con esfuerzo para quedarse sentado. Estaban en el tejado de un viejo edificio de piedra marrón, con una torre que se alzaba ante ellos. Gárgolas erosionadas, a las que les faltaban las alas y las extremidades y, en un par de casos, incluso la cabeza, sobresalían tristemente de las esquinas de la torre. Desde abajo, a lo lejos, oía el gemido de una sirena de la policía y el rugido sordo del tráfico. Al otro lado de la azotea, a la sombra de la torre, había algo que parecía una tienda de campaña: marrón y vieja, muy remendada, moteada de blanco por los excrementos de los pájaros. Abrió la boca para decirle su nombre al anciano.

—Tú, cállate —dijo el marqués de Carabás—. No digas ni una palabra más —luego se volvió hacia el Viejo Bailey—. La gente que mete las narices donde no le llaman, a veces —chasqueó los dedos, con fuerza, bajo la nariz del anciano, haciéndole saltar—, las pierden. Bueno. Me has debido un favor durante veinte años, Viejo Bailey. Un gran favor. Y voy a exigir que me lo pagues.

El anciano pestañeó.

—Fui un idiota —dijo en voz baja.

—No hay nada como un viejo idiota —asintió el marqués. Metió la mano en un bolsillo interior de su abrigo y sacó una caja de plata, mayor que una caja de rapé, menor que una petaca y mucho más ornamentada que cualquiera de las dos—. ¿Sabes qué es esto?

—Ojalá no lo supiera.

—Me la guardarás en un lugar seguro.

—No la quiero.

—No tienes elección —dijo el marqués. El viejo hombre del tejado le cogió la caja de plata y la sostuvo, torpemente, con las dos manos, como si fuera algo que pudiera explotar en cualquier momento. El marqués tocó a Richard suavemente con la bota negra de puntera cuadrada.

—Bien —dijo—. Será mejor que nos demos prisa, ¿eh?

Se marchó, cruzando el tejado a grandes zancadas, y Richard se puso en pie y le siguió, manteniéndose bien alejado del borde del edificio. El marqués abrió una puerta lateral de la torre, junto a un grupo de chimeneas altas, y bajaron por una escalera de caracol mal iluminada.

—¿Quién era ese hombre? —preguntó Richard, mirando con dificultad bajo la luz tenue. Sus pasos hacían eco y retumbaban por las escaleras metálicas.

El marqués de Carabás resopló.

—No has oído una palabra de lo que he dicho, ¿verdad? Ya estás metido en un buen lío. Todo lo que haces, todo lo que dices, todo lo que oyes, sólo lo empeora. Será mejor que ruegues por que no hayas intervenido demasiado.

Ahora estaban completamente a oscuras, y Richard dio un ligero traspié cuando llegó al último de los escalones y se encontró buscando un escalón que no estaba allí.

—Cuidado con la cabeza —dijo el marqués, y abrió la puerta. Richard se golpeó la frente con algo duro y dijo—: Ay.

Luego salió por una puerta baja, protegiéndose los ojos de la luz.

Richard se frotó la frente, luego se frotó los ojos. La puerta que acababan de pasar era la del armario de los artículos de limpieza del hueco de la escalera de su edificio de apartamentos. Dentro había un montón de escobas, una fregona vieja y una variedad inmensa de líquidos, ceras y polvos limpiadores. No había escaleras al fondo que él pudiera ver, sólo una pared de la que colgaba un calendario viejo, manchado y del todo inútil, a menos que 1979 volviera alguna vez.

El marqués estaba examinando el póster de ¿HA VISTO A ESTA CHICA?, pegado junto a la puerta principal de Richard.

—No es su mejor perfil —dijo.

Richard cerró la puerta del armario de los artículos de limpieza. Cogió las llaves del bolsillo de atrás, abrió la puerta y ya estaba en casa. Le tranquilizó bastante ver por las ventanas de la cocina que era de noche otra vez.

—Richard —dijo Puerta—. Lo conseguiste —se había lavado mientras él estaba fuera, y parecía que al menos había hecho un esfuerzo para quitar lo peor de la mugre y la sangre de sus capas de ropa. La suciedad de la cara y de las manos había desaparecido. El pelo, cuando estaba lavado, era de un castaño rojizo de tono oscuro, con reflejos cobrizos y dorados. Richard se preguntó cuántos años tendría: ¿Quince? ¿Dieciséis? ¿Mayor? Aún no sabía decirlo.

Se había puesto la chaqueta de cuero marrón que llevaba puesta cuando la encontró, enorme y envolvente, como una vieja chaqueta de piloto, que de algún modo le hacía parecer más pequeña de lo que era, y aún más vulnerable.

—Pues, sí —dijo Richard.

El marqués de Carabás se puso de rodillas ante la chica y bajó la cabeza.

—Mi lady —dijo.

Ella parecía incómoda.

—Vamos, levántate, por favor, de Carabás. Me alegro de que hayas venido.

Se levantó con un movimiento suave.

—Tengo entendido —dijo— que las palabras favor, muy y grande han sido utilizadas. En conjunción.

—Más tarde. —Puerta se acercó a Richard y le cogió las manos—. Richard. Gracias. Te agradezco mucho todo lo que has hecho. He cambiado las sábanas de la cama. Y ojalá hubiera algo que pudiera hacer para pagarte.

—¿Te marchas?

Ella asintió con la cabeza.

—Ahora estaré a salvo. Más o menos. Espero. Un ratito.

—¿Adonde vas ahora?

Ella le sonrió dulcemente y negó con la cabeza.

—Ah, no. Salgo de tu vida. Te has portado de maravilla. —Se puso de puntillas y le besó en la mejilla, como se besan los amigos.

—¿Y si alguna vez he de ponerme en contacto contigo…?

—No tendrás que hacerlo. Nunca. Y… —y entonces hizo una pausa—. Mira, perdona, ¿vale?

Richard se examinó los pies, de una manera más o menos embarazosa.

—No hay nada que perdonar —dijo y añadió, sin convicción—, fue divertido. —Entonces levantó la vista otra vez. Pero allí no había nadie.