Ya llevaba cuatro días corriendo, una huida alocada y llena de caídas a través de pasadizos y túneles. Tenía hambre y estaba agotada y más cansada de lo que un cuerpo podía soportar, y cada puerta consecutiva resultaba más difícil de abrir. Después de cuatro días de huida, había encontrado un escondite, una madriguera diminuta de piedra, bajo el mundo, donde estaría a salvo, o eso rogaba, y por fin durmió.
El Sr. Croup había contratado a Ross en el último Mercado Flotante, que se había celebrado en la abadía de Westminster.
—Piense en él —le dijo al Sr. Vandemar— como en un canario.
—¿Canta? —preguntó el Sr. Vandemar.
—Lo dudo: lo dudo muchísimo, sinceramente —el Sr. Croup se pasó la mano por el pelo lacio de color naranja—. No, mi buen amigo, estaba pensando metafóricamente, más en el tipo de pájaros que se llevan a las minas.
El Sr. Vandemar asintió con la cabeza, empezando poco a poco a comprender: sí, un canario. El Sr. Ross no tenía ningún otro parecido con un canario. Era enorme, casi tan grande como el Sr. Vandemar, y estaba sucísimo y era completamente calvo y hablaba muy poco, aunque se preocupó por decirle a cada uno de ellos que le gustaba matar cosas y que lo hacía muy bien; lo que divirtió al Sr. Croup y al Sr. Vandemar. Sin embargo, era un canario y nunca lo supo. Así que el Sr. Ross iba delante, con su camiseta mugrienta y sus téjanos roñosos, y Croup y Vandemar caminaban detrás de él, con sus elegantes trajes negros.
Hay cuatro maneras sencillas en que el observador casual podría distinguir al Sr. Croup del Sr. Vandemar: primera, el Sr. Vandemar le saca dos cabezas y media al Sr. Croup; segunda, el Sr. Croup tiene ojos de un azul porcelana desvaído, mientras que los del Sr. Vandemar son marrones; tercera, mientras que el Sr. Vandemar hizo los anillos que lleva en la mano derecha con los cráneos de cuatro cuervos, el Sr. Croup no lleva ninguna joya aparente; cuarta, al Sr. Croup le gustan las palabras, mientras que el Sr. Vandemar siempre tiene hambre. Además, no se parecen en nada.
Un susurro en la oscuridad del túnel; el cuchillo del Sr. Vandemar estaba en su mano y luego ya no lo estaba, y se hallaba vibrando ligeramente a casi diez metros de allí. Se acercó a su cuchillo y lo cogió por la empuñadura. En la hoja había una rata gris atravesada, su boca abriéndose y cerrándose impotente mientras se le escapaba la vida. Le aplastó el cráneo entre el índice y el pulgar.
—Bueno, esa rata ya no tendrá que hacer ninguna cola más —dijo el Sr. Croup. Se rio de su propio chiste. El Sr. Vandemar no respondió—. Rata, colas, ¿no lo coge?
El Sr. Vandemar sacó la rata de la hoja del cuchillo y se puso a masticarla, pensativamente, empezando por la cabeza. El Sr. Croup se la quitó de las manos de un golpe.
—No haga eso —dijo. El Sr. Vandemar se guardó el cuchillo, un poco huraño.
—Arriba ese ánimo —dijo entre dientes el Sr. Croup. De modo alentador—. Siempre habrá otra rata. Ahora, adelante. Tenemos cosas que hacer y gente a la que hacer daño.
Tres años en Londres no habían cambiado a Richard, aunque sí su forma de ver la ciudad. Al principio. Richard se había imaginado Londres como una ciudad gris, incluso negra, por las fotos que había visto, y le sorprendió que estuviera llena de color. Era una ciudad de ladrillo rojo y piedra blanca, de autobuses rojos y grandes taxis negros, de buzones rojo intenso y de parques y cementerios verdes y cubiertos de hierba.
Era una ciudad donde lo muy antiguo y lo nuevo y poco elegante se imponían a empujones, no de forma incómoda, pero sin respeto; una ciudad de tiendas y oficinas y restaurantes y hogares, de parques e iglesias, de monumentos ignorados y palacios increíblemente poco palaciegos; una ciudad de cientos de distritos con nombres raros. —Crouch End, Chalk Farm, Earl’s Court, Marble Arch—, e identidades extrañamente bien diferenciadas; una ciudad ruidosa, sucia, alegre, aquejada de problemas, que se alimentaba de turistas, los necesitaba tanto como los despreciaba; donde la velocidad media del transporte urbano no había aumentado en trescientos años, después de quinientos años de ensanchamiento intermitente de carreteras y torpes compromisos entre las necesidades de los peatones y las necesidades del tráfico, ya fuera tirado por caballos o, más recientemente, motorizado; una ciudad habitada por y abarrotada de gente de todos los colores y estilos y clases.
Cuando llegó, Londres le pareció enorme, peculiar, esencialmente incomprensible, un lugar en el que sólo el mapa del metro, esa exposición topográfica elegante y multicolor de líneas y estaciones de ferrocarril subterráneas, le daba una apariencia de orden. Poco a poco, se dio cuenta de que el mapa del metro era una ficción práctica que hacía que la vida fuera más fácil pero que no tenía el más remoto parecido con la realidad de la forma de la ciudad de arriba. Era como pertenecer a un partido político, pensó una vez, con orgullo, y luego, tras haber intentado explicar el parecido entre el mapa del metro y la política, en una fiesta, a un grupo de extranjeros desconcertados, decidió que en el futuro dejaría los comentarios políticos para otras personas.
Siguió, lentamente, por un proceso de ósmosis y sabiduría blanca (que es como el ruido blanco, pero más útil), comprendiendo la ciudad, un proceso que se aceleró cuando se dio cuenta de que la City de Londres propiamente dicha no medía más de un kilómetro y medio cuadrado y se extendía desde Aldgate al este hasta Fleet Street y los tribunales de Old Bailey al oeste, un municipio diminuto que ahora era el centro de las entidades financieras de Londres, y de que era allí donde todo había empezado.
Dos mil años antes. Londres había sido un pueblecillo celta en la costa norte del Támesis. Con el que los romanos se habían topado y en el que luego se habían establecido. Londres había crecido, despacio, hasta que, más o menos unos mil años después, se encontró con la diminuta Royal City de Westminster justo al oeste y, una vez construido el Puente de Londres, llegó a la ciudad de Southwark justo al otro lado del río; y continuó creciendo, campos y bosques y pantanos desapareciendo lentamente bajo la próspera ciudad, y continuó su expansión, encontrándose con otros pueblecitos y aldeas a medida que crecía, como Whitechapel y Deptford al éste, Hammersmith y Shepherd’s Bush al oeste, Camden e Islington al norte, Battersea y Lambeth al otro lado del Támesis al sur, absorbiéndolos todos, exactamente igual que un charco de mercurio encuentra e incorpora perlas más pequeñas de mercurio, y dejando sólo sus nombres.
Londres se convirtió en algo enorme y contradictorio. Era un buen lugar y una ciudad excelente, pero se tiene que pagar un precio por todos los lugares buenos y es un precio que todos los lugares buenos tienen que pagar.
Después de un tiempo, Richard se dio cuenta de que daba Londres por sentado; con el tiempo, empezó a enorgullecerse de no haber visitado ninguno de los lugares de interés (excepto la Torre de Londres, cuando su tía Maude vino a la ciudad para un fin de semana, y Richard se vio convertido, a regañadientes, en su acompañante).
Sin embargo, Jessica lo cambió todo. Richard se encontró los fines de semana, que, por lo demás, eran aceptables, acompañándola a sitios como la National Gallery y la Tate Gallery, donde aprendió que pasearse por museos demasiado tiempo hace que a uno le duelan los pies; que después de un rato, todos los grandes tesoros artísticos del mundo se desdibujan, mezclándose los unos con los otros; y que está casi más allá de la capacidad humana de dar crédito a algo aceptar lo que las cafeterías de los museos tienen el descaro de cobrar por un trozo de pastel y una taza de té.
—Aquí tienes el té y el plato de nata —le dijo—. Habría costado menos comprar uno de esos Tintorettos.
—No exageres —dijo Jessica alegremente—. Además, no hay ningún Tintoretto en la Tate Gallery.
—Tendría que haber pedido el pastel de cerezas —dijo Richard—, entonces habrían podido permitirse otro Van Gogh.
Richard había conocido a Jessica en Francia, en un viaje de fin de semana a París dos años antes; de hecho la había descubierto en el Louvre, cuando intentaba encontrar al grupo de amigos de la oficina que había organizado el viaje. Con los ojos clavados en una escultura inmensa, había dado un paso atrás y había chocado contra Jessica, que estaba admirando un diamante grandísimo e importante desde el punto de vista histórico. Intentó disculparse en francés, que no lo hablaba, se rindió y empezó a disculparse en inglés, luego intentó disculparse en francés por tener que hacerlo en inglés, hasta que se dio cuenta de que Jessica era todo lo inglesa que alguien podía ser. Para entonces, ella había decidido que él debería invitarla a un caro bocadillo francés y a un zumo de manzana con gas y de un precio prohibitivo, a modo de disculpa, y, bueno, ése fue el principio de todo, la verdad. Después de aquello, nunca había logrado convencer a Jessica de que no era el tipo de persona que iba a galerías de arte.
Los fines de semana en que no iban a galerías de arte o a museos, Richard solía ir detrás de Jessica mientras ella iba de compras, cosa que hacía, en general, en el próspero barrio de Knightsbridge, a corta distancia y a un trayecto en taxi aún más corto de su apartamento en una callejuela de Kensington. Richard solía acompañar a Jessica en sus recorridos por emporios enormes e intimidadores como Harrods y Harvey Nichols, almacenes donde Jessica podía comprar cualquier cosa, desde joyas hasta libros e incluso las provisiones de la semana.
Richard se había sentido sobrecogido por Jessica, que era muy guapa y a menudo bastante divertida y no había duda de que iba a alguna parte. Y Jessica vio en Richard muchísimo potencial, que bien aprovechado por la mujer adecuada, le habría convertido en el complemento matrimonial perfecto. Si fuera un poco más centrado, murmuraba Jessica para sí misma, y entonces le daba libros con títulos como Vestirse para el éxito y Ciento veinticinco costumbres de hombres que han triunfado, y libros sobre cómo dirigir un negocio como si fuera una campaña militar, y Richard siempre le daba las gracias y siempre tenía intención de leerlos. En la sección de moda masculina de Harvey Nichols ella le escogía el tipo de ropa que creía que él debería llevar, y él se la ponía, durante la semana, al menos; y, un año después de su primer encuentro, ella le dijo que creía que ya era hora de que fueran a comprar un anillo de compromiso.
—¿Por qué sales con ella? —preguntó Gary, de Contabilidad de la Empresa, dieciocho meses después—: Es aterradora.
Richard negó con la cabeza.
—Es un encanto, una vez que llegas a conocerla. Gary dejó el troll de plástico que había cogido de la mesa de Richard—. Me sorprende que aún te deje jugar con estos muñecos.
—Nunca hemos tratado el tema —dijo Richard, cogiendo uno de los muñequitos de la mesa. Tenía una mata de pelo naranja Day-Glo y una expresión de cierta perplejidad, como si estuviera perdido.
Pero, en efecto, el tema había surgido; Sin embargo, Jessica se había convencido de que la colección de trolls de Richard era una marca de excentricidad simpática, comparable a la colección de ángeles del Sr. Stoekton. Jessica estaba en plena organización de una exposición itinerante de la colección de ángeles del Sr. Stockton y había llegado a la conclusión de que los grandes hombres siempre coleccionaban algo. Richard en realidad no coleccionaba trolls. Había encontrado un troll en la acera, en la puerta de la oficina y, en un intento vano de inyectar un poco de personalidad a su mundo laboral, lo había colocado sobre el monitor de su ordenador. Los demás habían llegado después, durante los meses siguientes, regalos de colegas que se habían fijado en que Richard tenía afición por esas feas criaturillas. Había aceptado los regalos y los había colocado, estratégicamente, alrededor de su mesa, junto a los teléfonos y la fotografía enmarcada de Jessica.
En la fotografía había una nota Post-it amarilla.
Era un viernes por la tarde. Richard había observado que los acontecimientos eran unos cobardes: no sucedían de uno en uno, sino que llegaban en manadas y se abalanzaban sobre él todos a la vez. Como ese viernes en particular, por ejemplo. Era, como Jessica le había señalado al menos una docena de veces el último mes, el día más importante de su vida. Así que fue una pena que, a pesar de la nota Post-it que había puesto en la fotografía de Jessica que tenía sobre la mesa, lo hubiera olvidado total y absolutamente.
Además, estaba el informe Wandsworth, que ya debería haber acabado y que le ocupaba casi toda la cabeza. Richard revisó otra hilera de números; entonces advirtió que la página diecisiete había desaparecido, y la envió a imprimir otra vez; otra página lista, y sabía que si le dejaran solo para acabarlo… si, milagro de milagros, el teléfono no sonara… Sonó. Le dio al botón del altavoz con el pulgar.
—¿Hola? ¿Richard? El director ejecutivo necesita saber cuándo tendrá el informe.
Richard se miró el reloj.
—Cinco minutos, Sylvia. Está casi terminado. Sólo he de adjuntar el pronóstico de ganancias y pérdidas.
—Gracias, Díck. Bajaré a buscarlo. —Sylvia era, como le gustaba explicar, «la secretaria personal del director ejecutivo», y se movía en un ambiente de eficiencia enérgica. Desconectó el altavoz con el pulgar; el teléfono volvió a sonar, de inmediato.
—Richard —dijo el altavoz, con la voz de Jessica—, soy Jessica. No te has olvidado, ¿verdad?
—¿Olvidado? —intentó recordar lo que podía haber olvidado. Miró la fotografía de Jessica buscando inspiración y encontró toda la que podría haber necesitado en la forma de una nota Post-it amarilla pegada a la frente de Jessica.
—¿Richard? Coge el teléfono.
Cogió el teléfono, mientras leía la nota Post-it.
—Lo siento, Jess. No, no me había olvidado. A las siete de la tarde, en Ma Maison Italiano. ¿Quieres que quedemos allí?
—Jessica, Richard. No Jess —hizo una pausa breve—. ¿Después de lo que pasó la última vez? Creo que no. La verdad es que serías capaz de perderte en tu patio trasero, Richard.
Richard pensó en señalar que cualquiera podría haber confundido la National Gallery con la National Portrait Gallery, y que no fue ella la que había pasado todo el día esperando bajo la lluvia (lo cual era, en su opinión, absolutamente igual de divertido que pasear por cualquiera de los dos sitios hasta que le dolieran los pies), pero se lo pensó mejor.
—Nos encontraremos en tu casa —dijo Jessica—. Iremos juntos andando.
—Vale, Jess. Jessica… perdón.
—Ya has confirmado la reserva, ¿no, Richard?
—Sí —mintió Richard, muy serio. La otra línea de su teléfono había empezado a sonar—. Mira, Jessica, tengo…
—Bien —dijo Jessica. Y cortó la conexión. Richard cogió la otra línea.
—Hola, Dick. Soy yo, Gary. —Gary estaba sentado a unas mesas de Richard. Le saludó con la mano—. ¿Lo de ir a tomar algo sigue en pie? Dijiste que revisaríamos la cuenta de Merstham.
—Deja el maldito teléfono, Gary. Claro que sigue en pie. —Richard colgó. Había un número de teléfono en la parte de abajo de la nota Post-it; Richard se había escrito la nota, varias semanas antes. Además había hecho la reserva: estaba casi seguro de ello. Sin embargo, no la había confirmado. No había dejado de pensar que quería hacerlo, pero había tenido tantas cosas que hacer y Richard había sabido que tenía tiempo de sobras. No obstante, los acontecimientos siempre llegan todos a la vez…
Sylvia estaba a su lado.
—¿Dick? ¿El informe Wandsworíh?
—Está casi listo, Sylvia. Mira, espera sólo un segundo, ¿vale?
Acabó de marcar el número, exhaló un suspiro de alivio cuando alguien contestó:
—Ma Maison. ¿Qué desea?
—Hola —dijo Richard—. Una mesa para tres, para esta noche. Creo que la reservé y, si lo hice, quiero confirmar la reserva y, si no lo hice, me preguntaba sí podría reservarla —no, no tenían constancia de una mesa para esa noche a nombre de Mayhew. Ni Stockton. Ni Bartram, el apellido de Jessica. En cuanto a reservar una mesa…
No fueron las palabras lo que a Richard le pareció tan desagradable: fue el tono de voz en que le transmitieron la información. Una mesa para esa noche no cabía duda de que debería haber sido reservada años antes —quizá, se daba a entender, por los padres de Richard—. Una mesa para esa noche era imposible: si el Papa, el primer ministro y el presidente de Francia llegasen aquella noche sin una reserva confirmada, incluso a ellos les echarían a la calle con una burla continental.
—Pero es para el jefe de mi novia. Ya sé que debería haber llamado antes. Sólo somos tres, por favor, no podrían…
Habían colgado el teléfono.
—¿Richard? —dijo Sylvia—. El director está esperando.
—¿Crees —preguntó Richard—, que me darían una mesa si les volviera a llamar y les ofreciera más dinero?
En su sueño estaban todos juntos en la casa. Sus padres, su hermano, su hermanita. Estaban de pie juntos en la sala de baile, mirándola. Estaban todos tan pálidos, tan serios. Cancela, su madre, le tocó la mejilla y le dijo que estaba en peligro. En su sueño. Puerta se rio y dijo que ya lo sabía. Su madre negó con la cabeza: no, no. Ahora estaba en peligro. Ahora.
Puerta abrió los ojos. La puerta se estaba abriendo, sin hacer ningún ruido; contuvo el aliento. Pasos, silenciosos en la piedra. Quizá no me vea, pensó. Quizá se vaya. Y entonces pensó, desesperadamente, tengo hambre.
Los pasos titubearon. Estaba bien escondida, lo sabía, bajo un montón de periódicos y andrajos. Además, era posible que el intruso no quisiera hacerle daño. ¿No oye los latidos de mi corazón?, pensó. Entonces los pasos se acercaron, y ella sabía lo que tenía que hacer, y le asustaba. Una mano apartó los periódicos y los trapos, y ella levantó la vista para ver un rostro inexpresivo y completamente lampiño, que se arrugó al esbozar una sonrisa feroz. Ella se dio la vuelta, entonces, y se encogió, y la hoja del cuchillo, que le apuntaba al pecho, la alcanzó en la parte superior del brazo.
Hasta ese momento, la chica nunca había pensado que podría hacerlo. Nunca había pensado que sería lo bastante valiente, o que estaría lo bastante asustada o desesperada para atreverse. Pero alzó la mano hasta el pecho del hombre y abrió…
Él dio un grito ahogado y cayó sobre ella. Estaba húmedo y caliente y resbaladizo, y la chica se deslizó y salió de debajo del hombre tambaleándose y se marchó a tropezones de la habitación.
Se quedó sin respiración en el túnel de fuera, estrecho y bajo, mientras caía contra la pared, jadeando y sollozando. Aquello le había quitado todas las fuerzas que le quedaban: ahora estaba exhausta. Empezaba a sentir un dolor punzante en el hombro. El cuchillo, pensó. Pero estaba a salvo.
—Vaya por Dios —dijo una voz en la oscuridad a su derecha—. Ha sobrevivido al señor Ross. Qué increíble, señor Vandemar —la voz rezumaba. Sonaba como cieno gris.
—A mí también me parece increíble, señor Croup —dijo una voz monótona a su izquierda.
Una luz se encendió y parpadeó.
—De todos modos —dijo el Sr. Croup, sus ojos brillando en la oscuridad bajo la tierra—. A nosotros no podrá sobrevivir.
Puerta le dio un rodillazo, fuerte, en la ingle: y luego se impulsó hacia delante, cogiéndose el hombro izquierdo con la mano derecha.
Y corrió.
—¿Dick?
Richard apartó la interrupción con un gesto. Ya casi tenía su vida bajo control. Sólo un poco más de tiempo…
Gary repitió su nombre.
—¿Dick? Son las seis y media.
—¿Que son las qué? —papeles y bolígrafos y hojas de cálculo y trolls rodaron hasta el maletín de Richard. Lo cerró de un golpe y corrió.
Se puso el abrigo mientras se iba. Gary le seguía.
—¿Nos vamos a tomar esa copa, entonces?
Richard se detuvo un momento. Si algún día, decidió, convertían la desorganización en deporte olímpico, él podría representar a Gran Bretaña.
—Gary —dijo—. Lo siento. La pifié. Tengo que ver a Jessica esta noche. Hemos invitado a su jefe a cenar.
—¿El señor Stockton? ¿De Stocktons? ¿El Stockton? —Richard asintió con la cabeza. Bajaron las escaleras corriendo—. Estoy seguro de que te lo pasarás muy bien —dijo Gary, nada sincero—. ¿Y cómo está la Criatura de la Laguna Negra?
—Jessica es de Ilford, para ser exactos, Gary. Y sigue siendo la luz y el amor de mi vida, muchas gracias por preguntar —llegaron al vestíbulo, y Richard se precipitó hacia las puertas automáticas, que, de un modo espectacular, no se abrieron.
—Son más de las seis, señor Mayhew —dijo el Sr. Figgis, el guarda de seguridad del edificio—. Tiene que firmar el registro.
—Lo que me faltaba —dijo Richard a nadie en particular—, en serio.
El Sr. Figgis olía ligeramente a linimento medicinal y corría el rumor muy extendido de que tenía una colección enciclopédica de pornografía blanda. Vigilaba las puertas con una diligencia que rayaba en la locura, ya que nunca había olvidado completamente la noche en que el equipo informático de una planta entera cogió y se fue, junto a dos palmeras en macetas y la alfombra de Axminster del director ejecutivo.
—¿Así que ya no hay copa?
—Lo siento, Gary. ¿Te va bien el lunes?
—Claro que sí. Me va perfecto. Nos vemos el lunes.
El Sr. Figgis examinó sus firmas y se aseguró de que no tenían ordenadores, palmeras en macetas o alfombras bajo el brazo, luego apretó el botón de debajo de su mesa, y las puertas se abrieron.
—Puertas —dijo Richard.
El camino subterráneo se bifurcaba y se dividía; ella escogió el camino al azar, agachándose a través de los túneles, corriendo y tropezando y zigzagueando. Detrás de ella se paseaban el Sr. Croup y el Sr. Vandemar, tan tranquilos y alegres como si fueran dignatarios Victorianos visitando la exposición del Palacio de Cristal. Cuando llegaban a un cruce, el Sr. Croup se arrodillaba y encontraba la mancha de sangre más cercana, y la seguían. Eran como hienas, agotando a su presa. Podían esperar; Tenían todo el tiempo del mundo.
La suerte acompañó a Richard, para variar. Cogió un taxi negro, que conducía un hombre mayor que llevó a Richard a casa por una ruta insólita consistente en calles que Richard no había visto nunca, mientras le soltaba una perorata, como Richard había descubierto que hacían todos los taxistas de Londres —en el caso de que el pasajero estuviera vivo, respirase y hablase inglés—, sobre los problemas de tráfico de la zona urbana de Londres, la mejor manera de resolver el problema del crimen, y temas políticos espinosos del día. Richard salió del taxi de un salto, dejó una propina y el maletín, consiguió parar el taxi otra vez antes de que llegara a la calle principal y así recuperó el maletín, luego subió las escaleras corriendo y entró en su apartamento. Ya estaba quitándose la ropa cuando entró en el recibidor: el maletín cruzó la habitación dando vueltas por el aire e hizo un aterrizaje forzoso en el sofá; sacó las llaves del bolsillo y las puso con cuidado en la mesa del recibidor, para asegurarse de que no se las olvidaría.
Entonces entró en el dormitorio como una exhalación. Sonó el timbre del portero automático. Richard, a tres cuartas partes de ponerse su mejor traje, se lanzó hacia el altavoz.
—¿Richard? Soy Jessica. Espero que estés listo.
—Oh. Sí. Enseguida bajo —se puso un abrigo y corrió, cerrando la puerta de un portazo tras él. Jessica le estaba esperando al pie de las escaleras. Siempre le esperaba allí. A Jessica no le gustaba el apartamento de Richard: le hacía sentirse incómodamente femenina. Siempre existía el riesgo de que se encontrase una pieza de ropa interior de Richard, bueno, en cualquier sitio, y no digamos ya los restos de pasta de dientes solidificada dispersos por el lavabo del cuarto de baño: no, no era el tipo de sitio que a Jessica le gustaba.
Jessica era muy guapa; tanto que, de vez en cuando, Richard se daba cuenta de que la estaba mirando fijamente, preguntándose, ¿Cómo acabó conmigo? Y cuando hacían el amor; cosa que hacían en el apartamento de Jessica en el Kensington de moda, en la cama de latón de Jessica con las sábanas blancas y frescas de lino (ya que los padres de Jessica le habían dicho que los edredones de plumón eran decadentes). A oscuras, después; ella solía abrazarle muy fuerte y sus largos rizos castaños le caían sobre el pecho a Richard, y ella le susurraba lo mucho que le amaba y él le decía que la amaba y que quería estar siempre con ella, y los dos creían que era verdad.
—Válgame Dios, señor Vandemar. La chica está aflojando el paso.
—Aflojando el paso, señor Croup.
—Debe de estar perdiendo mucha sangre, señor V.
—Sangre deliciosa, señor C. Sangre deliciosa y húmeda.
—Ya falta poco.
Un chasquido: el sonido de una navaja automática abriéndose, vacío y solitario y oscuro.
—¿Richard? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Jessica.
—Nada, Jessica.
—¿No te habrás vuelto a olvidar las llaves, verdad?
—No, Jessica. —Richard dejó de darse palmaditas y hundió las manos en los bolsillos del abrigo.
—Bien, cuando conozcas al señor Stockton esta noche —dijo Jessica—, tienes que entender que no es sólo un hombre muy importante. También es una entidad corporativa.
—Me muero de ganas de conocerle —suspiró Richard.
—¿Qué has dicho, Richard?
—Me muero de ganas de conocerle —dijo Richard, con algo más de entusiasmo.
—Por favor, date prisa —dijo Jessica, que empezaba a emanar un aura de lo que, en una mujer de menos valía, casi se podría haber descrito como nervios—. No debemos hacer esperar al señor Slockton.
—No, Jess.
—No me llames así, Richard. Detesto los sobrenombres. Son tan degradantes.
—¿Me da una moneda? —el hombre estaba sentado en el umbral de una puerta. Su barba era amarilla y gris, y tenía los ojos hundidos y oscuros. Un letrero escrito a mano le colgaba de un pedazo de cordel desgastado que llevaba atado al cuello y que descansaba sobre su pecho, diciéndole a todo el que tuviera ojos para leerlo que estaba sin hogar y que tenía hambre. No hacía falta un letrero para saberlo: Richard, con la mano ya en el bolsillo, buscó una moneda.
—Richard. No tenemos tiempo —dijo Jessica, que daba a caridad e invertía éticamente—. Bien, quiero que, como novio, causes buena impresión. Es vital que un futuro cónyuge cause buena impresión —y entonces su cara se arrugó, y le abrazó un momento y dijo—. Oh, Richard. Te quiero mucho. Lo sabes, ¿verdad?
Y Richard asintió con la cabeza, y lo sabía.
Jessica comprobó la hora y apretó el paso. Richard lanzó atrás discretamente una moneda de una libra hacia el hombre del umbral, que la atrapó con una mano mugrienta.
—No tuviste ningún problema con la reserva, ¿verdad? —preguntó Jessica. Y Richard, que no mentía muy bien cuando se le planteaba una pregunta directa, dijo:
—Ah.
Había elegido mal: el pasillo acababa en una pared lisa. Normalmente, eso apenas le habría dado que pensar, pero estaba tan cansada, tenía tanta hambre, sentía tanto dolor… Se apoyó contra la pared, sintiendo la aspereza del ladrillo contra su cara. Intentaba recobrar el aliento, hipaba y sollozaba. Tenía el brazo frío y la mano izquierda entumecida. No podía seguir adelante, y el mundo empezaba a parecer muy distante. Quería detenerse, echarse y dormir cien años.
—Dios bendiga mi almita negra, señor Vandemar, ¿ve usted lo mismo que yo? —la voz era suave, próxima: debían de haber estado más cerca de ella de lo que se había imaginado—. Veo, veo… una cosita que estará…
—Muerta dentro de un minuto, señor Croup —dijo la voz monótona, desde arriba.
—Nuestro mandante estará encantado.
Y la chica tiró de lo que pudo encontrar en lo profundo de su alma, apartándolo de todo el dolor y de la pena y del miedo. Estaba agotada, acabada y completamente exhausta. No tenía a dónde ir. No le quedaban fuerzas, ni tiempo. «Que sea la última puerta que abro», rezó, en silencio, al Templo, al Arco. «Algún sitio… cualquier sitio… segura…», y entonces pensó, de modo absurdo, «Alguien».
Y, cuando empezaba a perder el conocimiento, intentó abrir una puerta.
Mientras la oscuridad se la llevaba, oyó la voz del Sr. Croup. Como si viniera de muy lejos. Decía: «Joder, maldición».
Jessica y Richard caminaban por la acera hacia el restaurante. Iban cogidos del brazo y ella andaba tan rápido como le permitían los tacones. Él corría para seguirle el ritmo. Las farolas y las fachadas de tiendas cerradas les iluminaban el camino. Pasaron un tramo de edificios altos e imponentes, abandonados y solitarios, delimitados por una pared alta de ladrillos.
—¿En serio me estás diciendo que tuviste que prometerles cincuenta libras de más por la mesa de esta noche? Eres un idiota, Richard —dijo Jessica, sus ojos oscuros centelleando.
—Habían perdido la reserva y dijeron que todas las mesas estaban reservadas —sus pasos resonaban contra los altos muros.
—Probablemente nos sentarán junto a la cocina —dijo Jessica—. O junto a la puerta. ¿Les has dicho que era para el señor Stockton?
—Sí —contestó Richard.
Jessica suspiró. Siguió arrastrándole, cuando una puerta se abrió en la pared, un poco más adelante. Alguien salió y se quedó oscilando un momento largo y terrible y, luego, se desplomó en el suelo de cemento. Richard se estremeció y se paró en seco. Jessica tiró de él para que se moviera.
—Bien, cuando hables con el señor Stockton, sobre todo no le interrumpas. Ni muestres tu desacuerdo con él, no le gusta que discrepen de lo que dice. Cuando haga una broma, ríe. Si no estás seguro de si ha bromeado o no, mírame. Yo… eh, daré golpecitos en la mesa con el índice.
Habían llegado junto a la persona de la acera. Jessica pasó por encima de la forma arrugada. Richard vaciló.
—¿Jessica?
—Tienes razón. Podría pensar que me aburro —reflexionó—. Ya lo tengo —dijo alegremente—, si bromea, me frotaré el lóbulo de la oreja.
—¿Jessica? —no podía creerse que ella sencillamente ignorase el cuerpo que estaba a sus pies.
—¿Qué? —no le gustó que la despertara con un sobresalto de su ensueño.
—Mira.
Señaló la acera. La persona estaba boca abajo y envuelta en ropa voluminosa; Jessica le cogió del brazo y le acercó de un tirón.
—Ah. Ya veo. Si les prestas atención, Richard, te pisotearán. Todos tienen casas, en serio. Cuando haya dormido la mona, estoy segura de que estará perfecta.
¡Perfecta! Richard miró hacia abajo. Sí, era una chica. Jessica continuó:
—Bien, le he dicho al Sr. Stockton que estamos… —Richard estaba arrodillado—, ¿Richard? ¿Qué estás haciendo?
—No está borracha —dijo Richard—. Está herida —se miró las puntas de los dedos—. Está sangrando.
Jessica le miró, nerviosa y desconcertada.
—Vamos a llegar a tarde —le advirtió.
—Está herida.
Jessica miró hacia atrás a la chica de la acera. Prioridades. Richard no tenía prioridades.
—Richard. Vamos a llegar tarde. Ya vendrá alguien más; ya la ayudarán.
La cara de la chica tenía una costra de suciedad y su ropa estaba mojada de sangre.
—Está herida —dijo simplemente. Había una expresión en su rostro que Jessica no había visto antes.
—Richard —le advirtió y luego cedió, un poco, y sugirió un compromiso—. Entonces marca el 999 y llama a una ambulancia. Vamos, rápido.
De repente, la chica abrió los ojos, blancos y grandes en una cara que era apenas una mancha de polvo y de sangre.
—Un hospital no, por favor. Me encontrarán. Llévame a algún sitio seguro. Por favor.
Tenía la voz débil.
—Estás sangrando —dijo Richard. Quiso ver de dónde había venido, pero la pared era lisa y de ladrillos y estaba intacta. Volvió a mirar su forma inmóvil y preguntó:
—¿Por qué no a un hospital?
—Ayúdame —susurró la chica, y cerró los ojos.
Volvió a preguntarle:
—¿Por qué no quieres ir a un hospital?
Ésta vez no hubo ninguna respuesta.
—Cuando llames a la ambulancia —dijo Jessica—, no les digas cómo te llamas. Quizá tendrías que hacer una declaración o algo así. Y entonces llegaríamos tarde… ¿Richard? ¿Qué estás haciendo?
Richard había levantado a la chica y la tenía en brazos. Era sorprendentemente liviana.
—Me la llevo a casa, Jess. No puedo dejarla aquí. Dile al señor Stockton que lo siento mucho, pero que se trataba de una emergencia. Estoy seguro de que lo comprenderá.
—Richard Oliver Mayhew —dijo Jessica fríamente—. Deja a esa chica y vuelve aquí ahora mismo. O nuestro compromiso se acaba a partir de este momento. Te lo advierto.
Richard sintió el calor pegajoso de la sangre empapándole la camisa. Se dio cuenta de que, a veces, no se puede hacer nada. Se marchó, dejando a Jessica, que se quedó allí en la acera, con los ojos escociéndole por las lágrimas.
Richard no se paró a pensar en ningún momento del camino. No era algo sobre lo que pudiese ejercer su voluntad. En algún lugar de la parte sensata de su cabeza, alguien —un Richard Mayhew sensato y normal— le estaba diciendo lo ridículo que estaba siendo: que debería haberse limitado a llamar a la policía o a una ambulancia; que era peligroso levantar a una persona herida; que había disgustado muy en serio a Jessica; que iba a tener que dormir en el sofá esa noche; que se estaba estropeando su único traje bueno de verdad; que la chica olía fatal… pero Richard vio que ponía un pie delante del otro y, con dolor en los brazos y en la espalda, ignorando las miradas que le lanzaban los transeúntes, siguió andando. Después de un rato, estaba en la puerta de la planta baja de su edificio, y estaba subiendo a trompicones las escaleras, y entonces estaba delante de la puerta de su apartamento y se daba cuenta de que se había dejado las llaves en la mesa del recibidor, dentro…
La chica alargó una mano roñosa hacía la puerta, y ésta se abrió.
Nunca pensé que estaría contento de que el pestillo de la puerta no se hubiera cerrado bien, pensó Richard, y entró a la chica, cerrando la puerta tras él con el pie, y la dejó en la cama. Tenía la pechera empapada de sangre.
Ella parecía semiconsciente: tenía los ojos cerrados, pero le temblaban los párpados. Le quitó la chaqueta de cuero. Tenía un corte largo en la parte superior del brazo izquierdo y en el hombro. Richard se quedó sin respiración.
—Mira, voy a llamar a un médico —dijo en voz baja—. ¿Me oyes?
Abrió los ojos, grandes y asustados.
—No, por favor. Todo irá bien. No está tan mal como parece. Sólo necesito dormir. Nada de médicos.
—Pero tu brazo, tu hombro…
—Estaré bien. Mañana. ¿Por favor? —era apenas un susurro.
—Eh, supongo que sí, de acuerdo —y con la sensatez empezando a hacerse valer, dijo—: Mira, ¿puedo preguntarte…?
Pero se había quedado dormida. Richard cogió un pañuelo viejo del armario y se lo envolvió firmemente alrededor del brazo izquierdo y del hombro; no quería que se muriese desangrada en su cama antes de que pudiera llevarla a un médico. Luego, salió de puntillas de la habitación y cerró la puerta tras él. Se sentó en el sofá, delante de la televisión, y se preguntó qué había hecho.