Lynley vio cómo Corrine Payne se llevaba la taza a la boca. Tenía los ojos atontados y sus movimientos eran torpes.
—Más café —dijo a Tkata con semblante sombrío—. Bien cargado. Doble. Triple, si puedes.
—Una ducha fría haría el mismo efecto —replicó Nkata—, no podemos quitarle la ropa, ¿verdad? —prosiguió, refutando la posibilidad que Lynley no se había molestado en sugerir. No les acompañaba una agente femenina por tanto no podían desnudar a la mujer—. Podríamos meterla en el aria.
—Ocúpate del café, Winston.
—¿Nene? —murmuró Corrine, y su cabeza se inclinó hacia adelante.
Lynley la sacudió por el hombro. Empujó hacia atrás la silla y la puso en pie. La obligó a caminar hasta el otro lado del comedor, pero las piernas de la mujer eran como espagueti hervido. Les era de tanta utilidad como un utensilio de cocina.
—Maldita sea, mujer —masculló—. Recupérate ya.
Cuando Corrine se desplomó sobre él, tomó conciencia de cuánto necesitaba reanimarla. Lo cual le reveló hasta qué punto había aumentado su angustia durante los treinta minutos transcurrido desde que habían llegado a Lark’s Haven.
El plan tendría que haber funcionado sin el menor fallo. Salir del Yard, desplazarse en coche a Wiltshire, comparar las huellas dactilares de Payne con las encontradas en la grabadora y en el edificio abandonado. Y después enviar un equipo de vigilancia para que cuando Payne fuera a buscar al hijo de Luxford por la mañana, como ocurriría en cuanto viera que el Source no publicaba el artículo que quería, no fuera difícil seguirle la pista, detenerle y devolver el niño a sus padres. El DIC de Amesford había complicado las cosas. No habían sido capaces de encontrar un agente especializado en huellas dactilares, y en cuanto consiguieron localizar a un ser de tales características, había tardado más de una hora en llegar a la comisaría. Durante aquel largo lapso, Lynley había entablado un duelo verbal con el sargento Reg Stanley, cuya reacción a la idea de que uno de sus detectives era el culpable de dos secuestros y un asesinato fue: «Tonterías. Además, ¿quiénes son ustedes? ¿Quién les ha enviado aquí?», junto con una carcajada despectiva cuando comprendió que trabajaban con la sargento de Scotland Yard que, por lo visto, se había convertido en su béte noire. La colaboración no parecía una de sus principales características, ni en el mejor de los momentos. En aquel, el peor de todos, brillaba por su ausencia.
En cuanto obtuvieron la confirmación que buscaban (que ocupó el período de tiempo necesario para que el agente de huellas dactilares se calara las gafas, encendiera una lámpara de alta intensidad, sacara una lupa para examinar las tarjetas de huellas y dijera: «Espirales de doble lazo. Un juego de niños. Son las mismas. ¿De veras me han sacado de mi partida de póquer para esto?»), habían reunido el equipo de vigilancia a toda prisa. Se elevaron murmullos de los agentes cuando comprendieron quién era el objetivo de su vigilancia, pero enviaron una furgoneta, establecieron contacto por radio y se asignaron posiciones. Sólo cuando llegó el primer mensaje, informando de que el coche del sospechoso había desaparecido, al igual que el de la sargento de Scotland Yard, Lynley y Nkata se dirigieron hacia Lark’s Haven.
—Havers le ha seguido a algún sitio —dijo Lynley a Nkata mientras se dirigían a Wootton Cross—. Él estaba en la habitación cuando hablé con ella. Debió de leer la verdad en su cara. Havers no es una buena actriz. Habrá adelantado los acontecimientos.
—Tal vez haya ido a ver a su novia —sugirió Nkata.
—No lo creo.
El nerviosismo de Lynley aumentó cuando llegaron a la casa de Burbage Road Estaba completamente a oscuras, lo cual daba a entender que todo el mundo se había ido a la cama, pero la puerta trasera no sólo no estaba cerrada con llave, sino que estaba abierta. Una marca de neumáticos profunda en el macizo de flores contiguo al camino particular indicaba que alguien se había marchado a toda prisa.
La radio de Lynley crepitó cuando Nkata y él avanzaron hacia la puerta posterior.
—¿Necesita apoyo, inspector? —preguntó una voz desde la furgoneta apostada a unos cuantos metros, en la carretera.
—Mantengan sus posiciones —ordenó Lynley—. La cosa no pinta bien. Vamos a entrar.
La puerta posterior les condujo a la cocina. Lynley encendió las luces. Todo parecía en orden, al igual que en el comedor y la sala de estar.
Arriba, encontraron el dormitorio que Havers utilizaba. Su vieja sudadera, con el emblema de san Jorge y el dragón, colgaba de un gancho clavado en la puerta. Su cama estaba deshecha, pero sólo el cobertor y la manta, porque las sábanas seguían dobladas con pulcritud. O había descabezado un sueñecito, lo cual era improbable, o había fingido dormir, algo coherente con las instrucciones de Lynley, en el sentido de que siguiera comportándose con absoluta normalidad. Su bolso estaba sobre la cómoda, pero faltaban las llaves del coche. Lo cual significaba que habría oído a Payne salir de casa, pensó Lynley. Habría cogido las llaves y salido en su persecución.
La idea de que Havers había ido sola tras un asesino impulsó a Lynley hacia la ventana de su habitación. Descorrió las cortinas y contempló la noche, como si la luna y las estrellas pudieran decirle qué dirección habían tomado ella y Robin Payne. «Maldita sea esa mujer enervante —pensó—. ¿En qué coño estaría pensando cuando fue tras él sola? Si la mata…».
—Inspector Lynley.
Lynley se volvió. Nkata estaba en la puerta.
—¿Qué pasa?
—Hay una mujer en un dormitorio. Inconsciente como un atún muerto. Parece drogada.
Por eso estaban vertiendo café por la garganta de Corrine Payne, mientras llamaba entre murmullos a su «nene» o a Sam.
—¿Quién es Sam? —quiso saber Nkata.
A Lynley le daba igual. Sólo quería que la mujer recobrara la lucidez. Cuando Nkata llevó otra cafetera llena al comedor, sentó a Corrine a la mesa y empezó a zarandearla.
—Necesitamos saber dónde está su hijo —dijo—. ¿Me oye, señora Payne? Robin no está aquí. ¿Sabe adónde ha ido?
Esta vez, sus ojos aparentaron enfocarse, como si la cafeína hubiera penetrado por fin en su cerebro. Paseó la mirada entre Lynley y Nkata y sus ojos expresaron un absoluto terror al ver a este último.
—Somos de la policía —dijo Lynley antes de que Corrine lanzara un aullido al ver a aquel negro desconocido y, por tanto, aterrador, en su inmaculado comedor—. Estamos buscando a su hijo.
—Robbie es policía… —balbuceó a modo de respuesta. Entonces, pareció que comprendía todo el significado de la frase «estamos buscando a su hijo»—. ¿Dónde está Robbie? ¿Qué le ha pasado a Robbie?
—Hemos de hablar con él —insistió Lynley—. ¿Puede ayudarnos, señora Payne? ¿Tiene idea de dónde puede estar?
—¿Hablar con él? —Su voz se alzó un poco—. ¿Para qué? Es de noche. Está en la cama. Es un buen chico. Siempre ha sido bueno con su mamá. Es…
Lynley apoyó una mano firme sobre su hombro. La mujer respiraba con dificultad.
—Asma —dijo Corrine—. A veces me cuesta respirar.
—¿Tiene alguna medicina?
—Un inhalador. En el dormitorio.
Nkata fue a buscarlo. Corrine lo bombeó vigorosamente. No pareció recuperarse. La combinación del café y el medicamento funcionó. Parpadeó varias veces, como si se hubiera despertado por completo.
—¿Qué quieren de mi hijo?
—Ha secuestrado a dos niños en Londres y les ha traído al campo. Uno ha muerto. Es muy posible que el otro aún este vivo. Debemos encontrarle, señora Payne. Debemos encontrar al niño.
La mujer estaba perpleja. Su mano se cerró sobre el inhalador y Lynley pensó que lo iba a utilizar de nuevo, pero en cambio le miró con expresión de desconcierto absoluto.
—¿Niños? ¿Mi Robbie? Usted está loco.
—Temo que no.
—Él nunca haría daño a un niño. Ni se le pasaría por la cabeza. Quiere tener hijos. Piensa casarse con Celia Matheson este mismo año y tener montones de hijos. —Se ciñó más la bata, como si sintiera frío de repente—. ¿Intenta decirme… está insinuando… que mi Robbie es un pervertido? —preguntó con tono de desagrado—. ¿Mi Robbie? ¿Mi hijo? ¿Mi propio hijo, que no se toca la minina si yo no se la pongo en las manos?
Sus palabras quedaron suspendidas entre ellos por un instante. Lynley vio que Nkata enarcaba las cejas en señal de interés. Las palabras de la mujer sugerían aguas turbulentas, cuando no profundas, pero no había tiempo para extraer conclusiones. Lynley continuó.
—Los niños que ha secuestrado son del mismo padre. Parece que su hijo tiene algo en contra de ese hombre.
La mujer pareció más perpleja aún que antes.
—¿Quién? —preguntó—. ¿Qué padre?
—Un hombre llamado Dennis Luxford. ¿Existe alguna relación entre Robin y Dennis Luxford?
—¿Quién?
—Dennis Luxford. Es el director del periódico The Source. Asistió a un colegio de esta zona, Baverstock, hace unos treinta años. El primer niño que su hijo secuestró era la hija ilegítima de Luxford. El segundo es el hijo legítimo de Luxford. Por lo visto, Robin cree que hay un tercer hijo, un hijo mayor que los otros dos. Quiere que Dennis Luxford reconozca a ese tercer hijo en su periódico. Si Luxford no lo hace, el segundo niño secuestrado también morirá.
La expresión de la mujer fue cambiando poco a poco, a medida que Lynley hablaba. Cada frase parecía descomponer más su cara. Por fin, dejó caer la mano sobre el regazo.
—¿Ha dicho director de un periódico? —preguntó con voz débil—. ¿De Londres?
—Sí. Se llama Dennis Luxford.
—Santo Dios.
—¿Qué pasa?
—No pensé… Creí que no pensaría…
—¿Qué?
—Sucedió hace mucho tiempo.
—¿Qué?
—Dios santo —fue lo único que dijo la mujer.
Los nervios de Lynley se crisparon un poco más.
—Si puede decirnos algo que nos conduzca hasta su hijo, le sugiero que lo haga ya. Se ha cobrado una vida y hay dos más en juego. No tenemos tiempo que perder, y menos para reflexionar. Ahora…
—No sabía quién fue. —Corrine no habló a ninguno de los dos hombres, sino a la mesa—. ¿Cómo habría podido? Tuve que decirle algo. No paraba de insistir… Preguntaba y preguntaba. No me dejaba en paz.
Dio la impresión de que se encogía.
—Esto no nos lleva a ningún sitio —dijo Nkata.
—Busca en su habitación —dijo Lynley—. Tal vez encuentres algo que nos indique adónde ha ido.
—Pero no tenemos…
—A la mierda la orden judicial, Winston. Havers anda por ahí y puede que esté en peligro. No pienso quedarme aquí sentado esperando a que…
—De acuerdo. Voy a ver.
Nkata subió por la escalera.
Lynley lo oyó avanzar por el pasillo de arriba. Se abrieron y se cerraron puertas. Después, el ruido de cajones y puertas de armarios se combinó con los farfulleos de Corrine Payne.
—No lo pensé —dijo—. Me pareció tan sencillo cuando vi el periódico… Cuando leí… Ponía Baverstock… De entre todos los lugares, Baverstock… Habría podido ser uno de ellos. De veras, habría podido serlo. Porque no sabía sus nombres. Nunca preguntaba. Venían a la fábrica de hielo los lunes y los miércoles… Unos chicos encantadores, en realidad…
Lynley tuvo ganas de zarandearla hasta que se le saltaran los dientes. Decía cosas sin sentido y el tiempo pasaba inexorablemente.
—¡Winston! —gritó—. ¿Has encontrado algo?
Nkata bajó la escalera de tres en tres, con las manos llenas de recortes de periódicos. Su semblante era serio. Entregó los recortes a Lynley.
—Esto estaba en un cajón de su habitación.
Lynley miró los recortes. Eran del dominical del Sunday Times. Los esparció sobre la mesa, pero no necesitó leerlos: era el mismo artículo que Nkata le había enseñado a principios de semana. Leyó su título por segunda vez: «Cómo transformar un periódico». Consistía en una breve biografía de Dennis Christopher Luxford, acompañada por fotografías satinadas de Luxford, su mujer y su hijo.
Corrine extendió la mano y siguió con los dedos el contorno de la cara de Dennis Luxford.
—Ponía Baverstock —dijo—. Ponía que fue a Baverstock. Y Robbie quería saber… Su papá… Lo había preguntado durante años… Dijo que tenía derecho…
Lynley comprendió por fin.
—¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford era su padre? ¿Me está diciendo eso?
—Dijo que yo le debía la verdad, si pensaba casarme. Debía decirle quién era su verdadero padre de una vez por todas. Yo no lo sabía, porque hubo muchos. No podía decirle eso. ¿Cómo iba a hacerlo? Le dije que había sido uno. Una vez. Por la noche. Yo no quería hacerlo, le dije, pero él era más fuerte que yo, y tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo o me habría hecho daño.
—¿Violación? —preguntó Nkata.
—Nunca pensé que Robbie… Le dije que había pasado mucho tiempo, que ya daba igual, que él era lo único que importaba ahora. Mi hijo. Mi adorado hijo. Él era lo único que importaba.
—¿Le dijo que Dennis Luxford la había violado? —aclaró Lynley—. ¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford la había violado cuando los dos eran adolescentes?
—Su nombre salía en el periódico —murmuró Corrine—. También ponía Baverstock. No pensé… Por favor. No me siento muy bien.
Lynley se alejó de la mesa. No daba crédito a sus oídos. Una niña había muerto y dos vidas más pendían de un hilo porque aquella mujer, una mujer despreciable, no había querido que su hijo supiera que la identidad de su padre era un misterio para ella. Se había sacado un nombre de la manga. Había leído la palabra «Baverstock» en un artículo de revista y había utilizado aquella única palabra para condenar a muerte a una niña de diez años. Dios, era una locura. Necesitaba aire fresco. Necesitaba salir a la carretera. Necesitaba encontrar a Havers antes de que Payne la matara.
Lynley se volvió hacia la cocina, hacia la puerta, hacia la escapatoria. En aquel momento su radio cobró vida.
—Un coche se acerca, inspector. Lentamente desde el oeste.
—Las luces —dijo Lynley. Nkata se apresuró a apagarlas.
—¿Inspector? —crepitó la radio.
—Quédense donde están.
Corrine se removió.
—¿Robbie? ¿Es Robbie?
—Vaya arriba —dijo Lynley.
—No quiero…
—¡Winston!
Nkata avanzó hacia la mujer y la ayudó a levantarse.
—Por aquí, señora Payne.
La mujer se aferró a la silla.
—No le haga daño —suplicó—. Es mi nene. No le haga daño. Por favor.
—Sácala de aquí.
Mientras Nkata guiaba a Corrine hacia la escalera, los faros de un coche barrieron el comedor. El ruido de un motor aumentó a medida que se acercaba a la casa. Después, el estrépito cesó con un gangueo asmático. Lynley corrió hacia la ventana y apartó la cortina.
El coche había aparcado en un punto que no podía ver, en la parte posterior de la casa, donde la puerta de la cocina seguía abierta. Lynley fue en aquella dirección. Apagó la radio. Escuchó.
La portezuela de un coche se abrió. Transcurrieron unos segundos. Pasos pesados se acercaron a la casa.
Lynley se apostó junto a la puerta que comunicaba la cocina con el comedor. Oyó un sollozo gutural y profundo, como si hubiera sido reprimido con brusquedad. Esperó en la oscuridad, con la mano sobre el interruptor de la luz. Cuando vio una figura imprecisa en los peldaños, accionó el interruptor y la habitación se inundó de luz.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó.
Llamó a Nkata, mientras la sargento Havers se desplomaba contra la puerta.
Sostenía el cuerpo de un niño entre los brazos. Tenía los ojos hinchados y su cara era un mapamundi de morados, cortes y sangre. Más sangre manchaba la pechera de su jersey, y sus pantalones desde las caderas a las rodillas. Miró a Lynley desde su cara destrozada.
—Puta mierda —dijo con sus labios machucados. Tenía un diente roto—. Se lo han tomado con calma.
Nkata entró como una tromba en la habitación y se detuvo en seco al ver a Havers.
—Santo Dios —susurró.
—Llama a una ambulancia —le dijo Lynley sin volverse—. ¿Y el chico? —preguntó a Havers.
—Duerme.
—Tiene un aspecto horrible. Los dos lo tenéis.
Havers forzó una sonrisa.
—Se metió a nadar en un foso para recuperar una llave de desmontar neumáticos. Le asestó a Payne una buena. Cuatro buenas, de hecho. Un chico duro, este renacuajo. Es probable que necesite vacunarse contra el tétanos después. Aquella agua asquerosa era un caldo de cultivo para todas las enfermedades. Estaba en una cripta. Había ataúdes. Era un castillo. Sé que debí esperar, pero cuando se marchó y nadie le siguió, pensé que lo mejor era…
—Buen trabajo, Havers —la interrumpió Lynley.
Cogió al niño de sus brazos. Leo se removió, pero no se despertó. Havers estaba en lo cierto. El chico estaba perdido, desde mugre hasta algas. Daba la impresión de que en sus orejas había crecido moho. Las palmas de sus manos estaban negras y su cabello claro parecía verde. Pero estaba vivo. Lynley lo entregó a Nkata.
—Telefonea a sus padres —dijo—. Dales la buena nueva. Nkata salió de la habitación.
Lynley se volvió hacia Havers. No se había movido de la puerta. La apartó con delicadeza de la luz y la condujo al comedor, que estaba a oscuras. La sentó.
—Me rompió la nariz —susurró ella—, y no sé cuántas cosas más. Me duele mucho el pecho. Creo que tengo un par de costillas jodidas.
—Lo siento —dijo Lynley—. Oh, Barbara, lo siento de veras.
—Leo le atizó. Le dio un buen leñazo.
Lynley se acuclilló ante ella. Sacó un pañuelo y lo aplicó con suavidad a su cara. Secó la sangre, pero seguía manando más. Dónde demonios estaba la maldita ambulancia, pensó.
—Yo sabía que no me quería —dijo Havers—, pero le seguí la corriente. Me pareció lo más correcto.
—Lo fue. Hizo bien.
—Y al final le di una dosis de su propia medicina.
—¿Cómo?
Havers lanzó una risita, a la que siguió una mueca de dolor.
—Le dejé encerrado en la cripta. Pensé que, por una vez, le gustaría saber qué se siente a oscuras. El muy bastardo.
—Sí —dijo Lynley—. Eso es lo que es.
Barbara no quiso ir al hospital hasta asegurarse de que sabrían encontrarle. Ni siquiera permitió que los enfermeros la atendieran hasta que hubo dibujado un plano a Lynley. Se inclinó sobre la mesa y sangró sobre el mantel de Laura Ashley. Dibujó el plano con un lápiz que tuvo que sujetar con ambas manos.
Tosió una vez y burbujas sanguinolentas salieron de su boca. Lynley le quitó el lápiz.
—Bien. Iré a buscarle. Debe ir al hospital ya.
—Pero quiero estar presente cuando todo termine —se resistió Barbara.
—Su trabajo ha terminado.
—¿Y qué haré ahora?
—Se tomará unas vacaciones. —Le dio un apretón en el hombro—. Se las merece más que cualquier otra cosa.
Barbara le sorprendió cuando compuso una expresión contrita.
—Pero usted… —empezó, pero enmudeció como si temiera llorar si continuaba.
Lynley se preguntó a qué se refería. Lo comprendió cuando oyó movimientos a sus espaldas y Winston Nkata se reunió con ellos de nuevo.
—He localizado a los padres —dijo—, ya vienen. ¿Cómo va, sargento?
Havers clavó los ojos en el alto detective negro.
—Barbara —dijo Lynley—, nada ha cambiado. Vava al hospital.
—Pero si aparece un caso nuevo…
—Otro se encargará de él. Helen y yo vamos a casarnos este fin de semana. Yo también me ausentaré del Yard.
Barbará sonrió.
—¿Se casan?
—Por fin.
—Puta mierda. Deberíamos brindar por ello.
—Lo haremos, pero esta noche no.
Lynley encontró a Robin Payne donde Havers le había dejado: en la macabra cripta excavada bajo la capilla, en el castillo de Silbury High. Estaba acurrucado en un rincón, lejos de los siniestros ataúdes de plomo, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando el agente Nkata le iluminó con la linterna, Payne alzó la cabeza y Lynley experimentó una breve e instintiva satisfacción al ver sus heridas. Havers y Leo le habían devuelto casi tanto como habían recibido. Las mejillas y la frente de Payne se veían amoratadas, arañadas y despellejadas. Su pelo manchado de sangre. Tenía un ojo hinchado y cerrado.
—¿Payne? —dijo Lynley.
El agente se incorporó y pasó el dorso de su puño por la boca.
—Sáquenme de aquí, por favor. Unos gamberros me encerraron. Me hicieron señales en la carretera y…
—Soy el compañero de la sargento Havers —le interrumpió Lynley.
Sus palabras silenciaron al joven. Los supuestos gamberros (muy convenientes para cualquier historia que hubiera inventado desde que Havers le había abandonado) se evaporaron de sus pensamientos. Se arrinconó más contra la pared de la cripta, y al cabo de un momento habló con tono seguro, teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Dónde está mi madre? He de hablar con ella.
Lynley dijo a Nkata que le leyera sus derechos. Ordenó a otro agente del DIC de Amesford que llamara por radio a un médico, para que se reuniera con ellos en la comisaría. Mientras Nkata recitaba los párrafos consabidos y el otro agente marchaba a conseguir asistencia médica, Lynley contempló al detective que había llevado muerte, ruina y desesperación a las vidas de un grupo de personas a las que no conocía.
Pese a las heridas de Payne, Lynley aún pudo distinguir la juvenil y falsa inocencia de su cara. Era una inocencia superficial que, combinada con un disfraz que ningún observador consciente hubiera tomado por un disfraz, le había ido de perlas. Vestido con el uniforme que había llevado como agente antes de ingresar en el DIC de Amesford, había expulsado a Jack Beard de Cross Keys Glose, y a ningún testigo se le había ocurrido pensar que era otra cosa de lo que aparentaba: no un secuestrador que despejaba el lugar donde pretendía apoderarse de su víctima, sino un policía de servicio. Vestido con aquel mismo uniforme, con aquella cara inocente resplandeciente de buenas intenciones, había convencido a Charlotte Bowen, y después a Leo Luxford, de que le acompañaran. Supondría que los padres de los niños habían advertido a sus hijos desde la más tierna edad que no hablaran con desconocidos, pero también sabría que a los niños se les dice que confíen en la policía. Y Robin Payne tenía una cara que despertaba confianza.
También era un rostro inteligente, comprobó Lynley, y una buena provisión de inteligencia había sido necesaria para planificar y ejecutar aquellos crímenes. La inteligencia le habría aconsejado utilizar el edificio abandonado de George Street mientras estaba en Londres, para ir y venir sin dificultad en tanto acechaba a sus víctimas (vestido de agente o de paisano), sin correr el riesgo de que un recepcionista de hotel se fijara en él y le relacionara más tarde, siquiera remotamente, con el secuestro de dos niños y el asesinato de uno de ellos. Esa misma inteligencia, combinada con su experiencia profesional, le había inducido a sembrar pruebas falsas que encaminarían a la policía hacia Dennis Luxford. Porque, fuera como fuera, su intención era que Luxford pagara su delito. El hombre al que suponía su padre era el centro de todo cuanto Payne había hecho.
El horror yacía en el hecho de que, al atacar a Luxford, había atacado a un fantasma nacido de una mentira. Y era aquella certeza lo que arañaba la puerta de las intenciones de Lynley a la hora de verse cara a cara con el asesino.
Secuestrador. Homicida. Mientras iban hacia el castillo, Lynley había planificado su primer encuentro: cómo pondría a Robin Payne en pie de un tirón, cómo ladraría que le leyeran sus derechos, cómo le colocaría las esposas y le empujaría hasta sacarlo a la noche. Los asesinos de niños eran menos que basura. Merecían que les trataran como tales, y el tono de Robin Payne cuando solicitó hablar con su madre (tan completamente seguro y carente de remordimientos) no parecía otra cosa que una ilustración de su auténtica maldad. Sin embargo, tras observar al joven y arrojar aquella observación a la luz de lo que había averiguado sobre su pasado, Lynley sólo experimentó una profunda sensación de derrota.
El abismo que separaba la verdad de lo que Robin Payne creía la verdad era demasiado ancho para que la ira y la indignación de Lynley lo cruzaran, pese a la seguridad del agente detective. Lynley oyó las palabras de Corrine Payne en su mente, mientras Nkata esposaba las manos de Payne a su espalda: «Es mi nene. No le hagan daño, por favor». Al oír aquellas palabras, Lynley comprendió que era absurdo maltratar a Robín Payne. Su madre ya le había infligido bastante daño.
De todos modos, necesitaba una información final que le permitiera cerrar el caso con la mínima tranquilidad espiritual. Tendría que proceder con cautela para obtenerla. Payne era bastante inteligente para saber que le bastaba con guardar silencio, y Lynley nunca encontraría la última pieza del rompecabezas. No obstante, gracias a la solicitud de ver a su madre, Lynley comprendió cómo podía hacer un poco de justicia, al tiempo que obtenía del agente el último dato que necesitaba para relacionarle de manera irrefutable con Charlotte Bowen y su padre. La única forma de arrancar la verdad era decir la verdad. Pero no sería él quien la diría.
—Vaya a buscar a la señora Payne —ordenó a uno de los agentes de Amesford— y llévela a comisaría.
La sorpresa del agente reveló a Lynley que no esperaba ver complacida la petición de Payne.
—Es un poco irregular, señor —dijo.
—Exacto —replicó Lynley—. Todo en la vida es irregular. Vaya a buscar a la señora Payne.
El trayecto hasta Amesford transcurrió en silencio. El paisaje nocturno desfilaba en una oscuridad sólo rota por las luces de algún que otro coche. Delante y detrás de ellos iba una escolta de vehículos policiales, cuyas radios sin duda crepitaban mientras informaban que Robin Payne había sido capturado y le conducían a la comisaría. Dentro del Bentley no se oía el menor ruido. Desde el momento que había pedido ver a su madre, el agente detective no había dicho ni una palabra.
Payne no habló hasta que llegaron a la comisaría de Amesford. Vio a un solo periodista, con una libreta en la mano, y a un solo fotógrafo cámara en ristre. Los dos esperaban ante la puerta de la comisaría.
—Todo esto no me concierne. La historia saldrá a la luz. La gente se enterará. Y me alegro. Me alegro muchísimo. ¿Ya ha llegado mamá?
Supieron la respuesta a la pregunta cuando entraron. Corrine Payne se acercó, cogida del brazo por un hombre rechoncho y calvo que llevaba la chaqueta del pijama metida dentro de sus pantalones grises sin cinturón.
—¿Robbie? ¿Mi Robbie? —Corrine extendió la mano hacia su hijo y sus labios temblaron cuando pronunció su nombre. Sus ojos se humedecieron. Su respiración era ronca—. ¿Qué te han hecho estos hombres horribles? —Se volvió hacia Lynley—. Le dije que no le hiciera daño. ¿Está malherido? ¿Qué le ha pasado? Oh, Sam.
Su acompañante se apresuró a rodearle la cintura con el brazo.
—Cálmate, perita en dulce.
—Llévenla a la sala de interrogatorios —ordenó Lynley—. Sola. Ahora vamos.
Un agente uniformado cogió del brazo a Corrine Payne.
—Pero ¿y Sam? —preguntó la mujer—. ¡Sam!
—Me quedaré aquí, perita en dulce.
—¿No te irás?
—No te abandonaré, amor.
Besó sus dedos.
Robin Payne desvió la vista.
—¿Podemos proceder? —preguntó Lynley.
Condujeron a Corrine a la sala de interrogatorios. Lynley acompañó a su hijo a presencia del médico, que les estaba esperando con el maletín abierto, los instrumentos alineados, así como gasas y desinfectantes. Examinó con rapidez al herido, y explicó que existía la posibilidad de una conmoción cerebral y sería preciso tenerlo bajo observación durante las siguientes horas. Aplicó emplastes y suturó una fea herida en la cabeza.
—Sobre todo nada de aspirinas —dijo cuando terminó—. No le dejen dormir.
Lynley contestó que el sueño no entraba dentro de los planes inmediatos de Robin Payne. Le guio por el pasillo (donde advirtió que los colegas de Payne desviaban la vista cuando pasaban por su lado) hasta la sala donde aguardaba su madre.
Corrine estaba sentada a cierta distancia de la única mesa de la sala. Sostenía el bolso sobre el regazo con las dos manos curvadas alrededor de su asa, en la actitud de una mujer que está a punto de marcharse.
Nkata estaba con ella, apoyado contra la pared del fondo con una humeante taza en la mano. Un olor a pollo impregnaba el aire.
Las manos de Corrine se tensaron sobre el bolso cuando vio a su hijo, pero no se movió de la silla.
—Estos hombres me han dicho algo terrible, hijo. Algo sobre ti. Dijeron que has hecho cosas espantosas, y yo les dije que estaban equivocados.
Lynley cerró la puerta. Acercó una silla y apoyó la mano en el hombro de Payne para indicar que se sentara. Este se sentó. Corrine se removió en la silla.
—Dijeron que habías matado a una niña, Robbie —continuó—, pero yo les dije que era absurdo. Les dije que siempre te han gustado los niños, y que Celia y tú queréis tener un montón en cuanto os caséis. Solucionaremos pronto esta confusión, ¿verdad, querido? Supongo que se trata de una terrible equivocación, Alguien se ha metido en un buen lío, pero no eres tú, ¿verdad? —Ensayó una sonrisa esperanzada, pero sus labios se resistieron. Pese a sus palabras, sus ojos traicionaban el miedo. Como Payne no respondía a sus preguntas, continuó con voz ansiosa—. ¿Robbie? ¿No es verdad? ¿No han estado diciendo tonterías estos policías? Se trata de una espantosa equivocación, ¿no? He pensado que tal vez se debe a la presencia de la sargento entre nosotros. Tal vez te ha contado mentiras. Una mujer despechada es capaz de cualquier cosa, Robbie, cualquier cosa con tal de vengarse.
—Tú no lo hiciste —dijo Payne.
Corrine se señaló con el dedo, confusa…
—¿No hice qué, querido?
—Vengarte. No lo hiciste. Por eso tuve que hacerlo yo. Corrine le dedicó una sonrisa exhausta. Apuntó un dedo amonestador en su dirección.
—Si te refieres a la forma en que te has portado con Celia últimamente, chico malo, ella es la que debería estar sentada en esta silla, no yo. La pobre chica tiene una paciencia de santa, esperando a que te decidas, pero aclararemos los malentendidos con Celia en cuanto aclaremos los de aquí.
Le miró risueña. No dudaba que su hijo debía seguir su razonamiento.
—Me han cogido, mamá.
—Robbie…
—No. Escucha. No tiene importancia. Lo único que importa ahora es que el artículo se publique, y se publique bien. Es la única forma de conseguir que él pague. Al principio pensé que podría sacarle dinero, que pagara por lo que había hecho, pero cuando vi su nombre por primera vez, cuando comprendí que había hecho a otra lo mismo que a ti… fue cuando supe que sacarle dinero no sería suficiente. Necesitaba quedar expuesto. Eso es lo que pasará ahora. Va a sufrir por lo que hizo, mamá. Lo he hecho por ti.
Corrine parecía perpleja. Si comprendía algo, no lo traslucía.
—¿De qué estás hablando, querido Robbie?
Lynley acercó una segunda silla y se sentó en un sitio desde donde podía observar a la madre y al hijo.
—Está explicando que secuestró y asesinó a Charlotte Bowen —dijo con deliberada brutalidad—, y que secuestró a Leo Luxford por usted, señora Payne. Está explicando que lo hizo como una forma de venganza, para llevar a Dennis Luxford ante la justicia.
—¿Justicia?
—Por haberla violado, por haberla dejado embarazada y por haberla abandonado hace treinta años. Sabe que no tiene escapatoria, porque temo que retener a Leo Luxford en el castillo se Silbury Huish no es un testimonio de su inocencia, por eso quiere informarla de sus motivos. Lo hizo por usted. Ahora que lo sabe, ¿quiere ponerle al corriente de la verdadera historia?
—¿Por mí? —De nuevo, los dedos apuntaron a su pecho.
—Te lo pregunté una y otra vez —dijo Payne—, pero tú nunca me contestaste. Siempre pensabas que lo preguntaba por mí, ¿verdad? Pensabas que quería satisfacer mi curiosidad, pero no era por mí que lo preguntaba, mamá, sino por ti. Era necesario darle un escarmiento. No podía haberte dejado así sin asumir las consecuencias. No es justo. Yo le obligué a afrontarlas. Ahora la historia saldrá en los periódicos y él terminará como se merece.
—¿Los periódicos?
Corrine parecía horrorizada.
—Sólo yo podía hacerlo, mamá. Sólo yo podía haberlo planeado. No me arrepiento en absoluto. Como tú dijiste, él fue el único que hizo el trabajo. En cuanto lo supe, también supe que él debía pagar.
Era su segunda referencia a otra violación, y sólo podía haber una supuesta víctima de la violación. El que Payne sacara el tema a colación dio a Lynley la oportunidad que esperaba.
—¿Cómo conoció la existencia de Eve Bowen y su hija, agente? Payne siguió hablando a su madre.
—También hizo el mismo trabajo a esa, mamá. Y se quedó embarazada como tú. La dejó como hizo contigo. Tenía que pagar. Al principio pensé en pedirle dinero, un bonito regalo de bodas para ti y Sam, pero cuando miré y vi el nombre de ella en la cuenta, pensé, ¿qué es esto? Entonces, lo adiviné.
«El nombre de ella en la cuenta. Pensé en pedirle dinero. Dinero». Lynley recordó de repente lo que Dennis Luxford había dicho a Eve Bowen durante su encuentro en su despacho. Había abierto una cuenta para su hija, dinero que podría utilizar si alguna vez lo necesitaba, su mísera forma de aceptar la carga de su paternidad. Mientras buscaba una forma de destruir la vida de Luxford, Payne debía haber topado con aquella cuenta, lo cual le proporcionó acceso al secreto más oculto del periodista. Pero ¿cómo lo había hecho? Era el último eslabón que Lynley buscaba.
—Después todo fue fácil —continuó Payne. Se inclinó sobre la mesa, en dirección a su madre. Corrine retrocedió unos centímetros—. Fui a Santa Catalina. Vi que el nombre de su padre no constaba en la partida de nacimiento, como en mi caso. Así supe que Dennis Luxford había hecho a otra mujer lo mismo que a ti. Y entonces ya no quise su dinero. Sólo quise que dijera la verdad. De modo que seguí el rastro de la niña a partir de su madre. Vigilé sus pasos, y cuando llegó el momento apropiado la secuestré. No quería que muriera, pero cuando Luxford no confesó, no hubo otra solución. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Lo entiendes? Estás muy pálida, pero no tienes por qué preocuparte. En cuanto la historia salga en los periódicos…
Corrine agitó la mano para detener sus palabras. Abrió el bolso y extrajo el inhalador. Se lo aplicó a la boca.
—Mamá, no te pongas mal —dijo Payne.
Corrine respiró con los ojos cerrados y la mano en el pecho.
—Robbie, querido —murmuró. Después abrió los ojos y le dirigió una sonrisa de afecto—. Mi queridísimo chico. No sé cómo hemos llegado a este terrible malentendido.
Payne la miró sin comprender. Tragó saliva.
—¿Qué?
—¿De dónde demonios, querido, sacaste la idea de que ese hombre es tu padre? La verdad, Robbie, de mí no.
Payne la miró estupefacto.
—Tú dijiste… —Se humedeció los labios—. Cuando viste el Sunday Times, el reportaje sobre él… dijiste…
—No dije nada de nada. —Corrine guardó su inhalador en el bolso, que cerró con un chasquido—. Oh, puede que dijera que la cara de aquel hombre me sonaba, pero te equivocaste por completo al pensar que le había identificado. Incluso puede que dijera que me recordaba vagamente al chico que me había mancillado tantos años antes, pero no pude decir más, porque han pasado muchísimos años, querido Robbie. Y sólo fue una noche. Una espantosa noche de pesadilla que me gustaría borrar de mi memoria. ¿Cómo voy a olvidarla, ahora que me has hecho esto? Ahora los periódicos, las revistas y la tele me bombardearán con horribles preguntas que removerán el pasado, que me obligarán a recordar, que harán pensar a Sam… hasta es posible que me abandone. ¿Era eso lo que querías? ¿Querías que Sam me dejara, Robbie? ¿Por eso has hecho estas cosas terribles? ¿Porque ibas a perderme por otro hombre y querías evitarlo? ¿Querías destruir el amor que Sam siente por mí?
—¡No! Lo hice porque él te hizo sufrir, y cuando un hombre hace sufrir a una mujer, ha de pagar.
—Pero si no lo hizo. No fue… Robbie, lo entendiste mal. No fue ese hombre.
—Sí que lo fue. Tú lo dijiste. Recuerdo que me pasaste el artículo de la revista, señalaste Baverstock y dijiste: «Este es el hombre, Robbie. Me llevó a la fábrica de hielo una noche de mayo. Me hizo beber de una botella de jerez, y él también bebió, y luego me arrojó al suelo. Intentó estrangularme, así que cedí. Eso fue lo que pasó. Este es el hombre».
—No —protestó la mujer—. Yo nunca dije eso. Tal vez dijera que me recordaba…
Payne golpeó la mesa con la mano.
—¡Tú dijiste «Este es el hombre»! —gritó—. Por eso fui a Londres y le seguí. Por eso localicé su cuenta en Barclay’s, y luego volví al pueblo, fui a ver a Celia, le di una buena sobada y le dije: «Enséñame cómo funciona este ordenador. ¿Podemos mirar cuentas? ¿La cuenta de cualquiera? ¿La de este tío? Caramba, qué maravilla». Y allí estaba el nombre de la niña. La seguí. Vi que había hecho a su madre lo mismo que a ti. Y tenía que pagar. Tenía… que… pagar.
Payne se derrumbó en la silla. Parecía estar derrotado…
Lynley comprendió que el círculo de la información se había cerrado. Recordó las palabras de Corrine Payne: «Quiere casarse con Celia Matheson». Las relacionó con lo que el agente acababa de decir. Sólo había una conclusión posible.
—Celia Matheson —dijo a Nkata—. Ve a buscarla.
Nkata avanzó hacia la puerta. Payne le detuvo.
—Ella no sabe nada —dijo con voz cansina—. No está implicada. No podrá decirle nada.
—Entonces dígamelo usted —replicó Lynley.
Payne observó a su madre. Corrine abrió el bolso y sacó un pañuelo que se llevó a la nariz.
—¿Me necesita para algo más, inspector? —preguntó con voz desfallecida—. Temo que me siento bastante mal. Si es tan amable de pedir a Sam que venga a buscarme…
Lynley asintió en dirección a Nkata, que salió de la sala Mientras esperaban a Sam, Corrine habló una vez más a su hijo.
—Qué horrible malentendido, querido. No puedo imaginar cómo sucedió. No se me ocurre…
Payne agachó la cabeza.
—Sáquela de aquí —dijo a Lynley.
—Pero Robbie…
—Por favor.
Lynley sacó a Corrine Payne de la habitación. Se encontraron con Nkata y Sam en el pasillo. La mujer se derrumbó en los brazos rechonchos del hombre.
—Sammy —dijo—, ha pasado algo espantoso. Robbie no es el mismo de antes. He intentado hablar con él pero no atiende a razones. Tengo mucho miedo…
—Chissst —dijo Sam, y palmeó su espalda—. Tranquila, perita en dulce. Deja que te lleve a casa.
Se encaminó hacia la recepción con ella. Sus voces flotaron.
—No me dejarás, ¿verdad? Di que no me dejarás.
Lynley volvió a entrar en la sala de interrogatorios.
—¿Puede darme un cigarrillo, por favor? —pidió Payne.
—Ya me encargo yo —dijo Nkata, y salió en busca de cigarrillos.
Cuando volvió con un paquete de Dunhill y una caja de cerillas, Payne encendió uno y fumó un momento en silencio. Parecía concentrado en sí mismo. Lynley se preguntó cómo reaccionaría si alguna vez su madre se decidía a contarle la verdad sobre su nacimiento. Una cosa era considerarse el resultado de un acto de violencia, y otra muy distinta saber que había sido el resultado de actos sexuales anónimos e impensados, iniciados por un intercambio de dinero, finiquitados a toda prisa, sin nada más en una mente que el orgasmo y nada más en la otra que reunir algunas libras y peniques para gastarlos en cuanto el acto terminara.
—Hábleme de Celia —dijo Lynley.
La había utilizado, dijo Payne, porque trabajaba en el Barclay’s (de hecho, la conocía desde hacía tiempo), pero nunca había pensado mucho en ella hasta que comprendió cómo podía ayudarle a acorralar a Luxford.
—Una noche que se quedó tarde a trabajar, conseguí que me introdujera en el banco —explicó—. Tiene un cubículo donde trabaja, y me lo enseñó. También me enseñó su ordenador y le pedí que accediera a las cuentas de Luxford, porque quería saber cuánto podía sacarle. También le pedí que revisara otras cuentas. Lo convertí en un juego y puse a Luxford en medio. Y mientras ella lo hacía, mientras accedía a las cuentas, lo hice.
—Se la folló —aclaró Lynley.
—Para que pensara que estaba loco por ella, y no sólo por el ordenador —terminó Payne.
Tiró ceniza sobre la mesa. La aplastó con el dedo índice y contempló cómo se desintegraba.
—Si creía que Charlotte Bowen era su media naranja, y una víctima como usted, ¿por qué la mató? —preguntó Lynley—. Es lo único que no entiendo.
—Nunca pensé en ella así —contestó Payne—. Sólo pensaba en mamá.
Corrían hacia el oeste por la autovía. Los intermitentes parpadeaban para despejar el carril derecho. Luxford conducía. Fiona iba sentada a su lado, en una postura que no había alterado desde el momento en que subieron al Mercedes. Se había puesto el cinturón de seguridad, pero iba inclinada hacia adelante, como si la postura pudiera aumentar la velocidad del coche. No profería palabra alguna.
Estaban en la cama cuando el teléfono había sonado, tendidos en la oscuridad, abrazados, sin hablar, porque parecía que no quedaba nada más que decir. Concentrarse en recuerdos de su hijo sometía su desaparición a una permanencia cuya sola idea era insoportable. Hablar del futuro de Leo suponía el riesgo de asumir que un dios vengativo podía frustrarlo. Por lo tanto, no hablaron de nada, tendidos bajo las sábanas y abrazados, sin esperanzas de dormir o tranquilizarse.
El teléfono también había sonado antes de que se acostaran. Luxford lo había dejado sonar tres veces, tal como le había ordenado el detective que seguía en la cocina, con la esperanza de que la llamada resolviera el caso. Pero cuando Luxford descolgó, era Peter Ogilvie quien llamaba.
—Rodney me ha dicho que un soplón del Yard te ha visto allá con Eve Bowen esta tarde —dijo con su voz inflexible—. ¿Pensabas publicar ese reportaje, o dejar que el Globe nos lo pisara, o tal vez el Sun?
—No tengo nada que decir.
—Rodney afirma que estás metido hasta las cejas en este asunto de la Bowen, aunque cejas no fue la parte de la anatomía que utilizó. Sugiere que lo has estado desde el primer momento. Lo cual me revela cuáles son tus prioridades. Y el Source no es una de ellas.
—Mi hijo ha sido secuestrado. Es posible que lo hayan asesinado. Si piensas que debería dedicarme al periódico en un momento como este…
—La desaparición de tu hijo es una desgracia, Dennis, pero no había desaparecido cuando empezó a emerger la historia de la Bowen. Tú la retuviste. No lo niegues. Rodney te siguió. Te vio con la Bowen. Está trabajando el doble desde el secuestro de la niña Bowen.
—Y ha hecho lo posible para que te enteraras.
—Te concedo la oportunidad de explicarte —señaló Ogilvie—. Te traje al Source para que hicieras lo mismo que con el Globe, si me aseguras que el reportaje principal de mañana por la mañana rellenará los huecos en la información ofrecida al público, y me refiero a toda la información, Dennis, tu empleo estará a salvo durante seis meses como mínimo. Si no puedes asegurarme eso, me obligarás a decir que ha llegado el momento de separarnos.
—Mi hijo ha sido secuestrado —repitió Luxford—. ¿Lo sabías?
—Más carnaza para el reportaje de primera página. ¿Cuál es tu respuesta?
—¿Mi respuesta?
Luxford miró a su mujer, sentada en el borde de la meridiana, ante la puerta salediza de su dormitorio. Aún sujetaba el pijama de Leo. Lo estaba doblando cuidadosamente sobre su regazo. Quiso ir hacia ella.
—Me largo, Peter —dijo.
—¿Qué significa eso?
—Rodney ha envidiado mi puesto desde el primer día. Dáselo. Se lo merece.
—No lo dirás en serio.
—Nunca he hablado más en serio.
Colgó y se acercó a Fiona. La desvistió con dulzura y la acostó. Se tendió a su lado. Contemplaron el efecto de la luz de la luna en la pared y el techo.
Cuando el teléfono sonó tres horas después, Luxford no tuvo ganas de descolgarlo, pero siguió la rutina que la policía le había ordenado y lo descolgó al cuarto timbrazo.
—¿Señor Luxford?
El hombre hablaba en voz baja. Sus palabras denotaban el acento melódico del antillano crecido en el sur de Londres. Se identificó como agente Nkata y añadió DIC de Scotland Yard, como si Luxford le hubiera olvidado desde la última vez que se habían visto.
—Tenemos a su hijo, señor Luxford. Se encuentra bien.
—¿Dónde? —fue lo único que pudo decir Luxford.
Nkata dijo que en la comisaría de Amesford. Había explicado a continuación cómo y quién le había encontrado, por qué lo habían secuestrado y dónde lo habían retenido. Terminó explicando a Luxford cómo llegar al pueblo, y esa era la única parte de su breve parlamento que Luxford recordaba, o se había molestado en recordar, cuando Fiona y él salieron en el Mercedes.
Dejaron la autovía en Swindon y se desviaron al sur, hacia Marlborough. Los cuarenta y cinco kilómetros que distaba Amesford se les antojaron noventa, ciento noventa, y fue entonces cuando Fiona empezó a hablar por fin.
—He hecho un trato con Dios.
Luxford la miró. Los faros de un camión en dirección contraria bañaron su rostro de luz.
—Le dije que si me devolvía a Leo te abandonaría, Dennis, si era necesario para hacerte entrar en razón.
—¿Razón?
—No sé qué sería de mí si te abandonara.
—Fi…
—Pero te dejaré. Leo y yo nos iremos. Si no entras en razón con respecto a Baverstock.
—Pensaba haber dejado claro que Leo no ha de ir. Pensé que habías entendido mis palabras. Sé que no lo dije de una forma directa, pero supuse que habías comprendido mis intenciones de no enviarle, después de esto.
—¿Y cuando el horror de «esto», como lo has llamado, se haya desvanecido? ¿Cuando Leo empiece a irritarte de nuevo? ¿Cuando dé botes en lugar de andar? ¿Cuando cante demasiado bien? ¿Cuando llegue su cumpleaños y pida ir al ballet, en lugar de a un partido de fútbol o de críquet? ¿Qué harás cuando empieces a pensar otra vez que ha de endurecerse?
—Rezaré para morderme la lengua. ¿Te parece suficiente, Fiona?
—¿Cómo va a serlo? Sé lo que estás pensando.
—Lo que yo piense carece de importancia. Aprenderé a aceptarle tal como es. —La miró de nuevo. Su expresión era implacable. Comprendió que no hablaba por hablar—. Le quiero. Pese a todos mis defectos, le quiero.
—¿Tal como es, o tal como quieres que sea?
—Todo padre tiene sus sueños.
—Los sueños de un padre no deberían transformarse en las pesadillas de su hijo.
Atravesaron Upavon y continuaron hacia el sur en la oscuridad. Al oeste, ocasionales destellos de luces señalaban el emplazamiento de pueblos dormidos al borde de la llanura de Salisbury. East Chisenbury, Littlecott, Longstreet, Coombe, Fittleton. Mientras Luxford conducía, pensaba en las palabras de su mujer y en la íntima alianza entre los sueños y los temores de una persona. Sueña que eres fuerte cuando eres débil. Sueña que eres rico cuando eres pobre. Sueña que escalas montañas cuando estás atrapado entre las masas que se arremolinan en el fondo de un valle.
Sus sueños sobre su hijo no eran más que reflejos de sus temores acerca de su hijo. Sólo cuando fuera capaz de abandonar sus temores podría renunciar a sus sueños.
—He de comprenderle —dijo—. Y le comprenderé. Déjame intentarlo. Lo haré.
Siguió la ruta que el agente Nkata le había indicado cuando llegaron a las afueras de Amesford. Entró en el aparcamiento y se detuvo junto a un coche celular.
Ya dentro de la comisaría, la febril actividad sugería pleno día en lugar de plena noche. Agentes uniformados recorrían los pasillos. Un hombre que vestía traje y portaba un maletín se presentó como Gerald Sowforth, un abogado que exigía ver a su cliente. Una mujer pálida cruzó la recepción apoyada en el brazo de un hombre calvo, que palmeaba su mano.
—Vamos a llevarte a casa, perita en dulce —dijo.
Un equipo de enfermeros estaba contestando a las preguntas de un oficial vestido de paisano. Un solitario reportero disparaba airadas preguntas al sargento de guardia en el mostrador de recepción.
—Dennis Luxford —dijo este en voz alta por encima de la cabeza del reportero—. Soy…
La mujer que había entrado en la recepción se acurrucó contra su acompañante.
—No me dejes, Sammy —dijo—. ¡Di que no me dejarás!
—Nunca —afirmó con fervor Sammy—. Ya lo verás.
Permitió que ocultara el rostro contra su pecho cuando pasaron junto a Luxford y Fiona, y salieron a la noche.
—He venido a buscar a mi hijo —dijo Luxford al sargento.
El policía asintió y descolgó el teléfono. Pulsó tres números. Habló unos momentos. Colgó.
Al cabo de un minuto, la puerta contigua al mostrador de recepción se abrió. Alguien llamó a Luxford. Este cogió a su mujer por el brazo y entraron en un pasillo que recorría el edificio en toda su longitud.
—Por aquí —dijo una mujer policía, y les condujo hasta una puerta. La abrió.
—¿Donde está Leo? —preguntó Fiona.
—Esperen aquí, por favor —dijo la mujer, y les dejó solos.
Fiona se paseó. Luxford esperó. Los dos prestaron atención a los ruidos que se oían en el pasillo. Durante los siguientes diez minutos, tres docenas de pisadas pasaron sin detenerse. Por fin, una voz serena de hombre dijo:
—¿Aquí?
La puerta se abrió.
Cuando les vio, el inspector Lynley se apresuró a hablar.
—Leo está muy bien. Tarda un poco porque un médico le esta examinando.
—¿Un médico? —exclamó Fiona—. ¿Está…?
Lynley la cogió por el brazo.
—Pura precaución. Estaba muy sucio cuando mi sargento le trajo, así que hemos procurado lavarle un poco. No tardará mucho.
—Pero ¿se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?
El inspector sonrió.
—Más que bien. Es la principal razón de que mi sargento esté viva. Se lanzó sobre el secuestrador y le dio algo que no olvidará fácilmente. De no haberlo hecho, ahora no estaríamos aquí, o si lo estuviéramos la conversación sería muy diferente.
—¿Leo? —preguntó Fiona—. ¿Que Leo hizo qué?
—Primero saltó a un foso de desagüe para buscar un arma —explicó Lynley—. Después empuñó una llave de coche como si hubiera nacido para partir cráneos. —Sonrió, Luxford comprendió que trataba de tranquilizar a Fiona. Cubrió la mano de su mujer y la condujo hacia una silla—. Leo es muy valiente, y eso era lo que exigían las circunstancias. Ah, aquí está.
Y allí estaba, en brazos del agente Nkata, con el cabello rubio mojado, las ropas cepilladas pero sucias, la cabeza apoyada en el pecho del detective negro. Estaba dormido.
—Hecho polvo —dijo Nkata—. Le mantuvieron despierto el tiempo suficiente para que el médico le examinara, pero cayó dormido mientras le lavaban el pelo. Temo que utilizaron jabón de tocador. Ya le dará usted un buen restregado cuando lleguen a casa.
Luxford se acercó y tomó a su hijo en brazos.
—Leo —dijo Fiona—. Leo.
Tocó su cabeza.
—Les dejaremos solos un rato —dijo Lynley—. Después hablaremos otra vez.
Mientras la puerta se cerraba en silencio, Luxford llevó a su hijo a una silla. Se sentó, le abrazó, pensó en su escaso peso y sintió cada hueso de su cuerpo como si lo estuviera tocando por primera vez. Cerró los ojos y aspiró el aroma de su hijo: desde el jabón de su pelo mal lavado al acre de sus ropas. Besó la frente de su hijo y luego sus ojos.
Se abrieron, azul cielo como los de su madre. Parpadearon. Entonces, vio quién le abrazaba.
—Papi —dijo, y realizó el ajuste automático, con la alteración de voz en que Luxford tanto había insistido—. Papá. Hola. ¿Ha venido mamá contigo? No lloré. Estaba asustado pero no lloré.
—Hola, cariño —dijo Fiona, y se arrodilló junto a la silla.
—Espero haber hecho lo debido —dijo Leo con firmeza—. No lloré ni una vez. Me tuvo encerrado y tenía mucho miedo, y quería llorar, pero no lo hice. Ni una vez. Estuvo bien, ¿verdad? Creo que hice lo debido. —Su cara se arrugó alrededor de los ojos y en la frente. Se volvió para ver mejor a su padre—. ¿Qué le pasa a papá? —preguntó a su madre, perplejo.
—Nada en absoluto —contestó Fiona—. Papá está llorando por ti.