Al ver a Barbara y a su madre en el suelo, Robin palideció.
—¡Mamá! —exclamó, y cayó de rodillas. Cogió la mano de Corrine con gesto vacilante, como si fuera a disolverse si la tocaba con excesiva rudeza.
—Se encuentra bien —dijo Barbara—. Ha sufrido un ataque pero ya está bien. Lo he puesto todo patas arriba buscando su inhalador. El piso está hecho un desastre.
Robin no pareció oírla.
—Mamá —dijo—, ¿qué ha pasado? ¿Te encuentras bien, mamá? Corrine hizo un débil movimiento en dirección a su hijo.
—Buen chico, Robbie —murmuró, aunque su respiración había mejorado mucho—. He tenido un ataque, querido, pero Barbara… me cuidó. Me pondré bien en un momento. No te preocupes. Robin insistió en que se acostara enseguida.
—Telefonearé a Sam para que venga, mamá. ¿Quieres? ¿Le pido a Sam que venga?
Corrine parpadeó y negó con la cabeza lentamente.
—Sólo quiero a mi niño —murmuró—. Mi Robbie. Como en los viejos tiempos. ¿Te parece bien, querido?
—Pues claro que me parece bien —dijo Robin—. ¿Por qué no me lo iba a parecer? Eres mi mamá, ¿no? ¿Qué esperabas?
Barbara tenía una idea aproximada de lo que Corrine estaba pensando, pero no dijo nada. Estaba más que contenta de entregarla a los cuidados de Robin. Le ayudó a poner en pie a su madre, y luego les ayudó a ambos a subir por la escalera. Robin entró en el dormitorio con ella y cerró la puerta. Barbara oyó sus voces, frágil la de Corrine, tranquilizadora la de Robin, como un padre que calmara a su hijo.
—Mamá, has de ir con más cuidado. ¿Cómo puedo dejarte en manos de Sam si no vas con más cuidado?
En el pasillo, Barbara se arrodilló entre el contenido desparramado del armario de la ropa blanca. Empezó a separar sábanas y toallas. Había llegado a los juegos de mesa, las velas y la inmensa miscelánea que había arrojado antes al suelo, cuando Robín salió del dormitorio de su madre. Cerró la puerta con suavidad.
—Espera, Barbara —dijo cuando vio lo que estaba haciendo—. Yo me ocuparé.
—Soy yo la que armó este follón.
—Eres la que salvó la vida de mi madre. —Se acercó a ella y extendió una mano—. Arriba. Es una orden. —Suavizó sus palabras con una sonrisa—. Si no te importa que te dé órdenes un agente detective novato.
—Muy poco novato, diría yo.
—Me alegro.
Barbara cogió su mano y permitió que la levantara. No había hecho grandes progresos con el desorden.
—Hice lo mismo en su dormitorio —dijo, señalando el suelo con la cabeza—. Supongo que ya lo habrás visto.
—Ya lo ordenaré. Haré lo mismo aquí. ¿Has cenado? —Iba a calentar algo que compré en el colmado.
—No será suficiente.
—No; me basta. De veras. Es un pastel de carne.
—Barbara…
Consiguió que su nombre sonara como un comentario preliminar: en voz baja, en la que vibraba un sentimiento que Barbara fue incapaz de definir.
—Compré el pastel de carne en Elvis Patel —se apresuró a explicar Barbara—. Con un nombre como ese tenía que pararme. A veces creo que tendría que haber nacido en los años cincuenta, porque siempre me he sentido atraída hacia los zapatos de gamuza azul.
—Barbara…
Ella siguió con más decisión.
—Iba a calentarlo en el horno de la cocina. Pero, tu mamá sufrió el ataque. Casi no pude encontrar el inhalador. Tal como he puesto la casa patas arriba, parece…
Vaciló. La expresión de Robin era más concentrada, el tipo de concentración que habría transmitido una enciclopedia de significado no verbalizado a una mujer con más experiencia, pero para Barbara no comunicaba otra cosa que la sensación cautelosa de estar vadeando aguas más profundas de lo que pensaba. Robin pronunció su nombre por tercera vez, y Barbara sintió una oleada de calor en su pecho. ¿Qué coño querían decirle sus ojos? Mejor dicho, ¿qué quería decir cuando pronunciaba su nombre con la misma ternura que ella decía «más nata montada»? Se apresuró a continuar.
—De todos modos, tu madre tuvo el ataque a los diez minutos de que yo llegara, así que no tuve oportunidad de calentar el pastel.
—Te iría bien cenar —dijo Robin—. Y a mí también. —La cogió del brazo, y la suave presión comunicó a Barbara que su intención era guiarla hacia la escalera—. Soy un buen cocinero. He traído costillas de cordero para hacer a la plancha. Tenemos bróculi y unas zanahorias de aspecto muy potable. —Hizo una pausa y la miró a los ojos. Era una especie de desafío, y Barbara no supo cómo interpretarlo—. ¿Me dejas que cocine para ti, Barbara?
Ella se preguntó si «cocinar para ti» era una expresión new age de doble sentido. En ese caso, ignoraba su significado. Se vio obligada a admitir que tenía hambre suficiente para devorar un jabalí, y decidió que no perjudicaría su relación laboral que le dejara pergeñar una cena rápida para ella.
—De acuerdo —dijo.
De todos modos, pensó que aceptaría la cena bajo falsos pretextos si no explicaba a Robin lo que había pasado entre ella y su madre. Era evidente que Robin la consideraba la salvadora de Corrine, y tal vez sentía una tierna gratitud por el papel que había jugado en el drama. Y si bien era cierto que había salvado a Corrine, no podía negar que ella había sido el agent provocateur de la crisis de asma. Robin debía saberlo, Era lo justo. Apartó su mano del brazo y dijo:
—Robin, debemos hablar sobre algo.
Robin aparentó ponerse en guardia. Barbara conocía aquella sensación. «Debemos hablar sobre algo» solía anunciar alguna advertencia, y en aquel caso sólo podía referirse a dos posibilidades: su relación profesional o su relación personal… si es que esta existía. Quería tranquilizarle de alguna manera, pero carecía de experiencia en conversaciones hombre-mujer, y no quería quedar como una idiota. Habló atropelladamente.
—Hoy he hablado con Celia.
—¿Con Celia? —Pareció que adoptaba todavía más cautela—. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Brillante, pensó Barbara. Estaba erigiendo defensas, y sólo había sido un comentario inicial.
—Tuve que verla por el caso…
—¿Qué tiene que ver Celia con el caso?
—Nada, pero yo…
—Entonces, ¿por qué hablaste con ella?
—Robin. —Barbara tocó su brazo—. Déjame decir lo que tengo que decir, ¿de acuerdo?
Robin parecía incómodo, pero asintió.
—¿No podemos hablar abajo, mientras preparo la cena? —preguntó.
—No. He de decírtelo ahora, porque es posible que después ya no tengas ganas de cocinar para mí. Puede que sientas la necesidad de dedicar un poco de tiempo esta noche a arreglar las cosas con Celia.
Robin parecía perplejo, pero antes de que pudiera interrogarla, continuó hablando. Explicó lo que había pasado, primero en el banco con Celia y después en Lark’s Haven con su madre. Robin lo escuchó todo (con semblante sombrío al principio, un «maldita sea» hacia la mitad, y completo silencio al final). Como transcurrió medio minuto sin que hablara desde que finalizara sus explicaciones, Barbara insistió.
—Lo mejor será que me largue después de cenar. Si tu madre y tu novia se han hecho una idea equivocada…
—No es mi… —Se interrumpió—. Escucha, ¿no podemos hablar de esto abajo?
—No hay nada más que hablar. Arreglemos esto, y luego haré la maleta. Cenaré contigo pero luego me iré. No hay otra alternativa.
Se agachó para reanudar la tarea. Empezó a recoger un Monopoly disperso, cuyas cartas de dinero y propiedades se habían mezclado con los peones de un antiguo juego de Serpientes y Escaleras.
Robin la cogió del brazo para detenerla. Esta vez, su presa era firme.
—Barbara —dijo—. Mírame. —Su voz, al igual que su presa, se había alterado por completo, como si el hombre hubiera relevado al muchacho. Barbara sintió que su pulso se aceleraba, pero obedeció. Robin la ayudó a incorporarse—. Tú no te ves como te ven los demás. Lo observé desde el primer momento. Supongo que no te ves como una mujer, una mujer que puede resultar interesante para un hombre.
«Puta mierda», pensó Barbara.
—Creo que sé quién y qué soy —respondió.
—No lo creo. Si supieras quién y qué eres, no me habrías contado lo que mamá y Celia piensan sobre nosotros, tal como lo has hecho.
—Sólo te he proporcionado los hechos. —Su voz era firme. Quiso pensar que incluso era alegre, pero era muy consciente de su proximidad y todo cuanto aquella proximidad implicaba.
—Me has proporcionado algo más que hechos. Me has confirmado que no crees.
—¿Qué no creo?
—Que Celia y mamá han visto la verdad. Que siento algo por ti.
—Y yo por ti. Hemos trabajado juntos. Cuando trabajas con alguien se desarrolla una camaradería…
—Lo que siento es algo más que camaradería. No me digas que no te has dado cuenta, porque no te creo. Nos compenetramos, y tú lo sabes.
Barbara no sabía qué decir. No podía negar que había saltado una chispa entre ellos, pero le parecía tan improbable que surgiera algo de ella, que al principio la había ignorado y después la había apagado como mejor supo. Era la forma lógica de proceder, se dijo. Eran colegas, y los colegas no debían meterse en líos. Y aunque no lo hubieran sido, no era tan ciega como para olvidar ni por un momento su bagaje negativo: en particular su rostro, su figura, su manera de vestir, sus modales bruscos, su personalidad porcina. ¿Qué hombre sería capaz de verla a través de tanta basura?
Dio la impresión de que Robin había leído su mente.
—Lo que importa es el interior de las personas, no la fachada. Te miras y ves a una mujer incapaz de atraer a un hombre, ¿verdad?
Barbara tragó saliva. Robin no se había apartado de ella ni un milímetro. Esperaba una respuesta, y tendría que dársela tarde o temprano. O eso, o huir a su habitación y atrancarse por dentro. «Haz algo —se dijo—. Contéstale. Porque de lo contrario… porque se está acercando más… porque podría muy bien pensar…».
Las palabras brotaron a borbotones.
—Ha pasado mucho tiempo. No he estado con un hombre desde… Quiero decir… no sirvo para esto… ¿No quieres telefonear a Celia?
—No —contestó él—. No quiero telefonear a Celia.
Salvó la escasa distancia que les separaba y la besó.
«Hostia puta, joder, al infierno con todos los santos», pensó Barbara. Después, sintió su lengua en su boca y sus manos en la cara, en los hombros, los brazos, los pechos. Y dejó de pensar. Robin la estrechó contra sí, la arrinconó contra la pared y la abarcó con todo su cuerpo, para que no malinterpretara sus intenciones. Su mente dijo: «Por fin, joder, ya era hora».
Sonó el teléfono. El ruido les separó. Se miraron, sin aliento, culpables, los cuerpos enardecidos, los ojos dilatados. Hablaron a la vez.
—Tendrías… —dijo Barbara.
—Debería… —dijo Robin.
Rieron al unísono.
—Voy a contestar —dijo Robin con una sonrisa—. Quédate donde estás. No te muevas ni un centímetro. ¿Prometido?
—Sí, de acuerdo.
Robin entró en su dormitorio. Barbara oyó su voz, el «hola» apagado, la pausa, y después:
—Sí, está aquí. Espere un momento. —Salió de la habitación con un teléfono inalámbrico. Lo entregó a Barbara—. Londres. Tu jefe.
«Mierda», pensó ella. Ya tendría que haber telefoneado a Lynley. Estaría esperando su informe desde hacía horas. Se llevó el teléfono al oído, mientras Robin abría el armario y empezaba a llenarlo. Aún sentía su sabor en la boca, la presión de sus manos sobre los pechos. Lynley no podría haber llamado en un momento más inoportuno.
—¿Inspector? —dijo—. Lo siento. Hemos tenido una especie de crisis. Estaba a punto de telefonearle.
Robin la miró, sonrió y volvió a su tarea.
—¿Está el agente con usted? —preguntó Lynley en voz baja.
—Pues claro. Acaba de hablar con él.
—Me refiero con usted. En la misma habitación.
Barbara vio que Robin la miraba de nuevo y ladeaba la cabeza con aire de curiosidad. Ella se encogió de hombros.
—Sí —contestó. Robin reanudó su tarea.
—Está con ella —dijo Lynley a alguien que había en su despacho—. Escúcheme con atención, Barbara —continuó, con voz tensa, impropia de él—. No diga nada. Existen muchas posibilidades de que Robin Payne sea nuestro hombre.
Barbara se quedó paralizada. No habría podido reaccionar ni aun intentándolo. Abrió la boca y consiguió articular las palabras «Sí, señor», pero eso fue todo.
—¿Él sigue ahí? —preguntó Lynley—. ¿En la habitación? ¿Con usted?
—Ya lo creo.
Barbara desvió la vista hacia Robin, que seguía acuclillado sobre el suelo. Estaba apilando álbumes de fotos.
—Él escribió las notas de secuestro —dijo Lynley—. Escribió el nombre y el número de caso de Charlotte en el dorso de las fotografías del lugar de los hechos. St. James lo ha examinado todo. La caligrafía coincide. El DIC de Amesford nos ha confirmado que Payne escribió los datos en el dorso de esas fotografías.
—Entiendo —dijo Barbara.
Robin estaba ordenando el Monopoly. Dinero a un lado. Casas al otro. Hoteles a continuación. Barbara echó un vistazo a una de las cartas: «Sales libre de la cárcel». Quiso gritar.
—Hemos seguido el rastro de sus movimientos durante las últimas semanas —continuó Lynley—. Estuvo de vacaciones, Barbara, lo cual le proporcionó tiempo suficiente para estar en Londres.
—Esto sí es una noticia, ¿eh? —dijo Barbara.
No obstante, detrás de las palabras de Lynley, oyó lo que tendría que haber oído antes, lo que habría oído de no estar tan cegada por el pensamiento (¿o era la esperanza, gilipollas?) de que un hombre se interesaba en ella. Oyó hablar a cada uno, y la misma contradicción de lo que habían dicho habría tenido que alertarla.
«Ingresé en el DIC hace tres semanas —la voz de Robin—, cuando terminé el cursillo». Pero Celia había dicho: «Cuando volvió del cursillo la semana pasada…». Y Corrine había gritado: «Cuando telefoneé… no estaba».
Y aquello último era lo más revelador. Barbara oyó que los ecos rebotaban en su cabeza. No estaba en el cursillo de detectives. Porque estaba en Londres, poniendo su plan en acción, siguiendo a Charlotte, siguiendo a Leo, familiarizándose con los movimientos de cada niño, trazando la ruta que utilizaría cuando llegara el momento de secuestrarles.
—Barbara —dijo Lynley—. ¿Está ahí? ¿Me escucha?
—Oh, sí, señor. Ya lo creo. Se le oye muy bien. —Carraspeó, porque sabía que su voz sonaba rara—. Estaba pensando en los cómos y los porqués. Ya sabe a qué me refiero.
—¿Su móvil? Hay otro niño por ahí. Además de Charlotte y Leo, Luxford tiene un tercer hijo. Payne conoce su identidad, o la identidad de su madre. Es lo que quiere que Luxford publique. Es lo que ha querido desde el principio.
Barbara le miró. Estaba reuniendo una colección de velas que habían caído del armario. Rojas, bronce, plateadas, rosa, azules. ¿Cómo era posible?, se preguntó. No parecía muy diferente de antes, cuando la había abrazado, besado y actuado como si la deseara.
—De modo que los datos encajan, ¿no? —preguntó, siguiéndola pantomima pero aún en busca de la menor oportunidad—. Harvie parecía de lo más inocente, ¿rio? Sabía que habíamos establecido la relación con Wiltshire desde el principio, pero en cuanto al resto… joder, señor, siento ser una aguafiestas, pero ¿ha verificado todos los ángulos?
—¿Estamos seguros de que Payne es nuestro hombre? —aclaró Lynley.
—Esa es la cuestión —dijo Barbara.
—Estamos casi totalmente seguros. Sólo queda la huella.
—¿Cuál?
—La que St. James encontró en el interior de la grabadora. Vamos a llevarla a Wiltshire…
—¿Ahora?
—Ahora. Necesitamos la confirmación del DIC de Amesford. Tendrán sus huellas dactilares en su expediente. Cuando las comparemos, será nuestro.
—¿Y después?
—No haremos nada.
—¿Por qué?
—Tiene que conducirnos hasta el niño. Si detenemos a Payne antes de eso, corremos el riesgo de perderlo. Cuando el periódico de Luxford salga mañana sin el artículo que Payne quiere ver, irá en busca del chico. Entonces le cogeremos.
Lynley continuó con voz perentoria. Le dijo que debía seguir como hasta aquel momento y que la seguridad de Leo Luxford era lo más importante. Subrayó que debía esperar sin hacer nada y dejar que Payne les condujera hasta el lugar donde había ocultado al niño. Le dijo que, en cuanto confirmaran las huellas dactilares, el DIC de Amesford pondría la casa bajo vigilancia. Lo único que debía hacer hasta que llegara aquel momento era comportarse con normalidad.
—Winston y yo salimos hacia Wiltshire ahora —dijo ¿Puede controlar la situación? ¿Comportarse con normalidad y continuar lo que estaba haciendo antes de que telefoneara?
—Supongo que sí —contestó Barbara, y se preguntó cómo diablos iba a conseguirlo.
—Estupendo —dijo Lynley—. Él creerá que estamos cerrando el cerco en torno a Alistair Harvie. Usted siga como hasta ahora.
—Sí. De acuerdo. —Hizo una pausa—. ¿Mañana por la mañana? —añadió, como contestando a Lynley—. De acuerdo. Ningún problema. En cuanto tenga a Harvie a la sombra le dirá lo que ha hecho con el niño. Ya no me necesitará aquí. ¿A qué hora quiere que esté en el Yard?
—Bien hecho, Barbara —dijo Lynley—. No desfallezca. Ya salimos.
Barbara pulsó el botón de desconexión. Miró a Robin, que estaba trabajando en el suelo. Tuvo ganas de golpearle hasta arrancarle la verdad y, como resultado, que Robin volviera a ser lo que había aparentado al principio, pero sabía que de momento no podía hacer nada. La vida de Leo Luxford era más importante que comprender aquellos dos minutos de magreo entre las toallas y las sábanas del armario.
—¿Devuelvo el teléfono a…? —preguntó, y vio por qué Robin tenía tanto interés en preparar la cena, en ordenar lo que ella había desordenado, en mantenerla ocupada con él y distraída de lo que había sacado del armario. Había recogido las velas. Se estaba preparando para guardarlas en el armario. Pero entre las velas que sujetaba, había una de plata que no era una vela, sino una pieza de flauta. La flauta de Charlotte Bowen.
Robin se levantó y dejó lo que sostenía a un lado de la pila de toallas. Barbara vio, entre los restos dispersos en el suelo, otra pieza de la flauta, junto a la caja de la que había caído. Robín la recogió junto con un puñado de fundas de almohada. Recuperó el teléfono.
—Yo lo guardaré —dijo, y le acarició la mejilla cuando pasó por su lado.
Barbara esperaba que su falso ardor sufriera un cambio después de ocultar la flauta, pero cuando volvió a su lado, sonrió.
Recorrió su barbilla con un dedo y se inclinó hacia ella. Barbara pensó en lo que debería soportar por cumplir su deber. Su lengua se le antojó un reptil introducido en su boca. Tuvo ganas de cerrar las mandíbulas y apretar los dientes hasta saborear la sangre. Quiso hundirle la rodilla en los huevos hasta que salieran estrellas de sus miserables cavidades oculares. No estaba dispuesta a tirarse a un homicida por amor, dinero, la monarquía, la patria, el deber o por puro placer enfermizo. Sin embargo, comprendió que aquel era el único motivo de que Robin deseara cepillársela. El puro placer enfermizo. La gran burla de tirarse a la policía que intentaba atraparlo. Porque eso era lo que había hecho desde el primer momento, de una forma u otra. Tirársela metafóricamente.
Barbara notó que la ira se encendía en su pecho. Deseó partirle la cara, pero oyó a Lynley decir que continuara adelante. Pensó en la mejor forma de ganar tiempo. Creyó que no sería difícil. Tenía una excusa, en aquella misma casa. Se deshizo del beso de Robin.
Joder, Robin —susurró—. Tu madre está en su habitación. No podemos…
—Se ha dormido. Le di dos píldoras. No despertará hasta mañana. No hay de qué preocuparse.
«A la mierda el plan uno», pensó Barbara. Y entonces se dio cuenta de lo que había dicho: píldoras. Píldoras. ¿Qué clase de píldoras? Tenía que ir al cuarto de baño a toda prisa, porque no albergaba dudas acerca de lo que encontraría entre los medicamentos del botiquín. Pero quería asegurarse.
Robin la acorraló, con una mano apoyada sobre la pared y otra en su nuca. Notó la fuerza flexible de sus dedos. Qué fácil le habría resultado retener a Charlotte bajo el agua hasta ahogarla.
La besó de nuevo. Su lengua sondeó. Ella se puso rígida. Robin retrocedió y la miró con atención. Barbara comprendió que no tenía ni un pelo de tonto.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué te ocurre?
Sabía que algo estaba pasando, y no mordería el anzuelo si volvía a aducir preocupaciones por su madre. Por lo tanto, le dijo la verdad, porque algo que no había percibido antes en él —su sexualidad depredadora— le reveló que tal vez interpretara la verdad de una forma útil a sus necesidades.
—Tengo miedo.
Vio que la suspicacia destellaba en sus ojos. Ella sostuvo su mirada.
—Lo siento —continuó—. Intenté decírtelo antes. Hace siglos que no estoy con un hombre. Ya no sé muy bien qué hacer. El destello se apagó. Robin volvió a la carga.
—Lo recordarás enseguida —murmuró—. Te lo prometo.
Padeció otro beso. Emitió lo que consideró un sonido apropiado. En respuesta, Robin le cogió la mano y la guio hasta su sexo. Gruñó.
Lo cual proporcionó a Barbara la excusa de soltarle. Tomó la precaución de hablar con voz falta de aliento, confusa, desolada.
—Esto va demasiado rápido. Joder, Robin. Eres un hombre atractivo. Bien sabe Dios que eres sexy, pero no estoy preparada para… Quiero decir que necesito tiempo. —Se frotó el cabello con los nudillos y lanzó una carcajada pretendidamente afligida—. Me siento una idiota. ¿No podemos ir un poco más despacio? Dame la oportunidad de…
—Pero te vas mañana —señaló Robin.
—¿Que me voy…? —Se contuvo al borde del precipicio—. Pero sólo a Londres. ¿Cuánto hay hasta Londres? ¿Ciento veinte kilómetros? Una minucia, si deseas de veras ir. —Le dedicó una sonrisa y se maldijo por haber practicado tan poco el arte de la seducción—. ¿Tú quieres ir a Londres? O sea, ¿tienes ganas de ir?
Robin recorrió el puente de su nariz con el dedo y luego con tres dedos acarició sus labios. Barbara permaneció inmóvil, procuró retener el impulso de morderlos hasta la tercera falange.
—Necesito un poco de tiempo —repitió—. Y Londres no está lejos. ¿Me concederás un poco de tiempo?
Se le había terminado su exigua provisión de artimañas femeninas. Esperó a ver qué sucedía. En aquel momento no habría dicho no a un deis ex machina. Algo que hubiera descendido del cielo en un carro de fuego le habría bastado. Pero estaba en manos de Robin, tanto como él en las suyas. Ella estaba diciendo «Ahora no, aquí no, todavía no». El siguiente movimiento le correspondía a él.
Robin acercó la boca a la suya. Deslizó la mano por su cuerpo. La aferró con tal rapidez entre las piernas que Barbara no vio el gesto, pero la apretó con tanta fuerza que, en cuanto la mano se retiró, aún sintió la cálida presión.
—Londres —dijo Robin y sonrió—. Vamos a cenar.
Barbara estaba de pie ante la ventana de su dormitorio, escudriñando la oscuridad. No había farolas en Burbage Road, de modo que tenía que confiar en la luz de la luna, la de las estrellas y los faros de algún vehículo que pasara para descubrir una señal de la prometida vigilancia policial.
Había conseguido engullir la cena. Ya no recordaba qué más había cocinado Robin, aparte de las costillas de cordero. Había diversas fuentes en la mesa del comedor, y había picoteado para fingir que comía. Había masticado, tragado, bebido una copa de vino después de cambiarla por la de él (una simple precaución), cuando había ido a la cocina en busca de verduras. Pero no había saboreado nada. El único de sus cinco sentidos que parecía funcionar era el oído. Había escuchado todo: el sonido de sus pasos, el ritmo de su propia respiración, el roce de los cuchillos sobre la porcelana y, sobre todo, los ruidos sordos del exterior. ¿Era aquello un coche? ¿Los ruidos apagados de hombres que tomaban posiciones? ¿El timbre de una puerta que sonaba en algún sitio, para permitir el acceso de la policía a una casa desde la que acecharían el siguiente movimiento de Robin Payne?
La conversación con él había constituido una tortura. Barbara era muy consciente del peligro de hacer preguntas erróneas (con la excusa de intimar más) que la traicionaran. Para evitarlo, había hablado. Había pocos temas de conversación y aún menos ganas de hablar con él, pero si tenía que convencer a Robin de que abrigaba el sueño de verle tras su regreso a Londres, sabía que debía inyectar un brillo de ilusión en sus ojos y una impaciencia dichosa en su voz. Tenía que mirarle sin pestañear, convencerle de que le quería. Tenía que hacerle hablar, y cuando lo consiguiera, tenía que beber sus palabras, como si fueran el maná que anhelaba.
No era un acto que tuviera perfeccionado. Al final de la cena estaba exhausta. Cuando él recogió la mesa, tenía los nervios a flor de piel.
Dijo que estaba exhausta, que el día había sido muy largo, que necesitaba levantarse temprano por la mañana, que debía estar en el Yard a las ocho y media, y con el tráfico que había… Si no le importaba, se iría a la cama.
A Robin no le importó.
—Has tenido un día agotador, Barbara —dijo—. Te mereces un buen descanso.
La acompañó hasta el pie de la escalera y acarició su nuca a modo de buenas noches.
En cuanto le perdió de vista, Barbara esperó a oír los movimientos reveladores de que había vuelto al comedor o a la cocina. Cuando lo oyó lavar los platos, se deslizó en el cuarto de baño, donde antes había buscado el inhalador de Corrine.
Contuvo el aliento y se movió con el mayor sigilo posible. Rebuscó entre los frascos diseminados en el lavabo y leyó las etiquetas con avidez. Encontró medicamentos para las náuseas, las infecciones, molestias intestinales, diarrea, espasmos musculares e indigestiones, todos ellos prescritos para el mismo paciente: Corrine Payne. El frasco que buscaba no estaba allí. Pero tenía que estar… si Robin era lo que Lynley pensaba.
Entonces, recordó. Robin había dado píldoras a Corrine. Si estaban antes con los demás medicamentos, habría buscado en el lavabo, como ella, hasta encontrarlas. Después de encontrarlas, habría cogido el frasco, sacado dos píldoras y… ¿Qué había hecho con el jodido frasco? No lo había devuelto al botiquín. No estaba en el lavabo, ni en el canasto. ¿Dónde…? Lo vio sobre la cisterna. Lanzó un grito de triunfo y lo cogió. «Valium», rezaba la etiqueta. Y los consejos al paciente: «Tome una tableta al menor síntoma de tensión». Y las advertencias habituales: «Puede provocar sueño. No mezclar con alcohol. Atenerse siempre a las instrucciones».
Devolvió el frasco a donde lo había encontrado. «Ya te tengo», pensó. Regresó a su habitación.
Durante un cuarto de hora hizo los ruidos propios de alguien que se dispone a acostarse. Se tendió sobre la cama y apagó la luz. Esperó cinco minutos, y después caminó hacia la ventana, donde estaba ahora, a la espera de una señal.
Si descubría que estaban allí (y Lynley se lo había asegurado), vería alguna señal, ¿no? Una furgoneta camuflada. Una tenue luz detrás de una cortina, en la casa de enfrente. Un movimiento cerca de los árboles que bordeaban el sendero. Pero no vio nada en absoluto.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la llamada de Lynley?, se preguntó. ¿Dos horas? ¿Más? Había telefoneado desde el Yard, pero salían al instante, había dicho. Irían deprisa por la autovía si no encontraban un accidente. Las carreteras rurales que conducían a Amesford eran un poco problemáticas, pero ya tendrían que haber llegado. A menos que Hillier les hubiera interceptado. A menos que Hillier hubiera exigido una completa explicación. A menos que el hijoputa de Hillier les hubiera entorpecido, como de costumbre…
Oyó los pasos de Robin en el pasillo. Corrió a la cama y se arrebujó bajo las mantas. Se obligó a contener el aliento, y se esforzó por oír girar el pomo de la puerta, al abrirse, y sus pasos decididos que cruzaban la habitación.
En cambio, oyó ruidos en el cuarto de baño. Estaba meando como una manguera. Una meada eterna. Después tiró de la cadena, y cuando el sonido se apagó oyó un tintineo reconocible. Píldoras que se agitaban dentro de un frasco.
Oyó la explicación del patólogo con absoluta claridad, como si estuviera con ella en la habitación. «La drogaron antes de ahogarla, lo cual explica por qué no hay marcas significativas en el cuerpo. No pudo oponer resistencia. Estaba inconsciente cuando la sumergieron bajo el agua».
Barbara se incorporó de un brinco. El niño, pensó. Robin no iba a esperar al periódico de mañana. Iría por el niño esa noche y utilizaría el Valium. Apartó las mantas y se precipitó hacia la puerta. La abrió apenas unos centímetros.
Robin salió del cuarto de baño. Fue a la habitación de su madre y abrió la puerta. Miró un momento, en apariencia satisfecho, y se volvió en dirección a Barbara. Esta cerró su puerta. No había pestillo. Tampoco había tiempo de correr a la cama antes de que él llegara. Se quedó inmóvil, con la cabeza apoyada contra la hoja. Rezó. «Pasa de largo, pasa de largo, pasa de largo». Le oyó respirar al otro lado de la puerta. Llamó con suavidad. Barbara no hizo nada.
—¿Barbara? —susurró Robin—. ¿Estás dormida? ¿Puedo entrar? Volvió a llamar. Barbara apretó los labios y contuvo el aliento. Un momento después oyó que bajaba por la escalera.
Robin vivía en la casa. Sabía que su puerta carecía de pestillo. Por lo tanto, no había querido entrar, porque de haberlo querido lo habría hecho. Sólo quería asegurarse de que estaba dormida.
Abrió la puerta. Le oyó abajo, en la cocina. Descendió por la escalera con sigilo.
Robin había cerrado la puerta de la cocina, pero no por completo. Barbara la abrió unos centímetros. Oyó, más que vio, abrirse una alacena, el zumbido de un abrelatas eléctrico y el tintineo de metal sobre losa.
Robin pasó ante sus ojos, con un termo rojo en la mano. Rebuscó en una alacena y sacó una pequeña tabla de cortar, sobre la que depositó cuatro tabletas azules. Las convirtió en polvillo con el extremo posterior de una cuchara de madera. Introdujo el polvillo en el termo.
Se acercó a los fogones, donde algo se estaba calentando. Lo removió un momento. Barbara lo oyó silbar por lo bajo. Después vertió el contenido de una olla en el termo, un líquido humeante, sopa de tomate, a juzgar por el olor. Luego tapó el termo y limpió minuciosamente toda huella de su obra. Paseó la mirada por la cocina, palmeó sus bolsillos y sacó las llaves del coche. Salió a la noche, no sin antes apagar las luces de la cocina.
Barbara corrió hacia la escalera y se precipitó hacia su ventana. El Escort de Robin avanzaba en silencio, con las luces apagadas, hacia la carretera. Le verían en cuanto llegara a la calle. Le seguirían.
Miró a derecha e izquierda. Esperó. Vigiló. El coche de Robin se puso en marcha en cuanto tocó la carretera. Encendió los faros y se dirigió hacia el oeste, hacia el pueblo. Pero nadie le siguió. Pasaron cinco segundos. Diez. Quince. Nadie.
—¡Mierda! —susurró Barbara—. ¡Maldita sea!
Cogió las llaves y bajó por la escalera como una exhalación. Cruzó la cocina y salió a la noche. Subió al Mini y lo encendió con un rugido, dio marcha atrás, bajó por el camino particular y se internó en Burbage Road. Conducía con los faros apagados, en dirección al pueblo. Rezó. Fue alternando las oraciones con las blasfemias.
Ya en el centro del pueblo, frenó donde la carretera se bifurcaba a cada lado de la estatua del rey Alfredo. Si tomaba el ramal de la izquierda, iría al sur, hacia Amesford. El ramal de la derecha conducía al norte, hacia Marlborough y el sendero vecinal que atravesaba el valle de Wootton, Stanton St. Bernard, Allington, y pasaba ante el caballo de yeso espectral que llevaba mil años galopando por las llanuras. Eligió el ramal derecho. Pisó el acelerador. Dejó atrás la comisaría, envuelta en la penumbra, el colmado de Elvis Patel, la oficina de correos. El Mini cruzó como una exhalación el puente que se arqueaba sobre el canal de Kennet y Avon.
Una vez al otro lado del canal, se encontró fuera del pueblo y se internó en las tierras de cultivo. Escudriñó el horizonte y clavó la vista en la carretera que se extendía ante ella. Maldijo a Hillier y a todos los que hubiera podido preparar el plan de vigilancia. Oyó a Lynley decirle que la seguridad del niño era lo más importante, que Payne iría por él cuando el artículo no apareciera en el periódico. Vio el cadáver de Charlotte Bowen durante la autopsia, y golpeó el volante.
—¡Malditos seáis! —gritó—. ¿Dónde os habéis metido?
Entonces lo vio: los faros del coche de Robin iluminaron por un momento un grupo de árboles destinados a cortar el viento, a medio kilómetro de distancia. Se lanzó hacia la luz. Era su única esperanza.
Robin no iba a tanta velocidad como ella. Pensaría que no era necesario. Suponía que su madre estaba dormida y Barbara también. ¿Para qué llamar la atención corriendo como si le persiguieran todos los demonios? Barbara fue ganando terreno, y cuando Robin pasó al lado de una gasolinera abierta en las afueras de Oare, Barbara vio claramente la silueta del Escort. Tal vez, a fin de cuentas, Dios existía, pensó.
Pero nadie la seguía a ella. Lo cual le reveló que estaba sola por completo. Sin armas, sin un plan y sin comprender por qué Robin Payne había decidido destruir las vidas de tanta gente. Lynley había dicho que Dennis Luxford era el padre de un tercer hijo. Puesto que la nota de secuestro había ordenado al periodista reconocer a su primogénito, y puesto que reconocer a Charlotte Bowen no había servido a los intereses del secuestrador, la única conclusión posible era que se trataba de un hijo mayor, y que Robin Payne conocía su existencia. La conocía y le irritaba lo suficiente para matar. ¿Quién…?
Había cambiado, según Celia. Nada más volver del supuesto cursillo de detective, Robin había cambiado. Cuando había dejado Wootton Cross, ella supuso que se casarían. Al volver, se dio cuenta de que un abismo los separaba. Llegó a la conclusión de que aquel abismo significaba otra mujer en la vida de Robin. Pero ¿y si Robin había descubierto algo sobre ella? Sobre Celia. Sobre la relación de Celia con otro hombre… ¿Sobre la relación de Celia con Dennis Luxford?
Robin se desvió a la izquierda y tomó otro sendero. Los faros iluminaron su avance sinuoso a través de los campos. Un giro a la izquierda significaba que se dirigía hacia el norte del valle de Wootton. Cuando Barbara llegó al sendero, se arriesgó a encender sus luces un instante. Leyó el letrero que indicaba el desvío a Fyfield, Lockeridge y West Overton. Al lado, con una flecha que indicaba la dirección, el signo internacional de un lugar histórico: la silueta de un castillo, marrón sobre metal blanco, con almenas inconfundibles. Bingo, pensó Barbara. Primero un molino de viento y después un castillo. Robin Payne, como él mismo había reconocido, se sabía al dedillo desde hacía mucho tiempo los mejores lugares de Wiltshire para cometer travesuras.
Tal vez había estado allí con Celia. Tal vez lo había elegido por ello. Pero si todas sus maquinaciones eran debidas a Celia Matheson y a su relación ilícita con Dennis Luxford, ¿cuándo y cómo había tenido lugar? Charlotte Bowen tenía diez años en el momento de su muerte. Si no era la primogénita de Luxford, su primer hijo tenía que ser mayor. Aunque sólo le llevara unos meses, eso significaba que Celia Matheson había sostenido relaciones con Dennis Luxford cuando era una adolescente. ¿Cuántos años tenía Celia, por cierto? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? Para haber mantenido relaciones con Dennis Luxford, de las que resultara un hijo, un hijo mayor que Charlotte Bowen, tendría que haberse acostado con Luxford cuando sólo tenía catorce años. No se podía descartar la posibilidad, porque sucedía a menudo que una adolescente diera a luz. Sin embargo, a pesar de que Luxford parecía un tipo desagradable si había que juzgarle por su periódico, Barbara no había oído nada sobre él que insinuara cierta propensión hacia las adolescentes. Y teniendo en cuenta cómo había descrito Portly a Dennis Luxford cuando era alumno de Baverstock, y sobre todo el contraste entre Luxford y los demás chicos, no había más remedio que concluir…
«Espera —pensó Barbara—. Puta mierda». Aferró con más fuerza el volante. Vio que el coche de Robin pasaba bajo unos árboles y ascendía una ligera pendiente. Le siguió, con la atención dividida entre el coche y la senda, y procuró rememorar los detalles más salaces de la explicación de Portly. Un grupo de chicos de Baverstock, de la misma edad de Dennis Luxford, se habían acostado frecuentemente con una chica del pueblo en la vieja fábrica de hielo situada en los terrenos del colegio. Le habían pagado dos libras por cada uno de sus favores y había quedado embarazada. A continuación, escándalo, expulsiones y las compensaciones pertinentes. Si la chica del pueblo había dado a luz un niño que todavía vivía, el producto de aquellos coitos entre la chica del pueblo y el grupo de muchachos tendría hoy, calculó Barbara, veintinueve años.
«Hostia divina», pensó Barbara. Robin Payne no conocía la existencia del hijo de Dennis Luxford. Robin Payne pensaba que era el hijo de Dennis Luxford. Barbara ignoraba cómo habría llegado a esa conclusión, pero estaba tan segura de ello como de que Robin la estaba conduciendo hacia el niño que consideraba su medio hermano. Recordó lo que le había dicho la noche que pasaron en coche ante el colegio de Baverstock. «No hay nadie en mi árbol genealógico». Nadie importante, había supuesto ella. Ahora, comprendió el verdadero significado. Nadie en absoluto, al menos de una forma legítima.
Conseguir que le asignaran al caso había sido una jugada maestra. Nadie debió sospechar cuando el entusiasta y joven detective solicitó participar. Y cuando ofreció su propia casa a la sargento de Scotland Yard (tan cerca del lugar donde habían tirado el cadáver, ningún hotel decente en el pueblo, su madre habitando en la casa, para que nadie pensara mal), ¿qué mejor manera de estar en todo momento al corriente del caso? Cada vez que hablaba con Barbara, o la oía hablar con Lynley, se enteraba de sus progresos. Cuando ella le habló de los ladrillos y el poste de mayo que Charlotte mencionaba en la grabación, se sintió en el séptimo cielo. Barbara le había ofrecido la «pista» que necesitaba para ser la persona que descubriera el molino. Del cual sin duda habría hecho desaparecer el uniforme de Charlotte, antes de doblarlo e introducirlo en una de las cajas de trapos del vicario, aprovechando alguna de sus visitas. Porque los Matheson nunca habrían pensado en él como un extraño. Era el prometido de su hija, el verdadero amor de su hija. Que también fuera un asesino les había pasado por alto.
La atención de Barbara se concentró en el Escort de Robin. Se había desviado de nuevo, esta vez al sur. Su coche empezó a ascender una colina. Barbara tuvo la sensación de que se estaban acercando a su objetivo.
Se desvió también y aminoró la velocidad. No había nada (habían dejado atrás la última granja cinco kilómetros antes), de modo que no tenía miedo de perderle. Vio que sus faros fluctuaban a lo lejos. Procuró mantener la misma distancia en todo momento.
La senda se fue estrechando. A su izquierda se alzaba una colina cubierta de árboles. A su derecha, un inmenso campo se perdía en la oscuridad, separado de la carretera mediante una alambrada. La senda empezó a rodear una colina, y Barbara aminoró todavía más la velocidad. A unos cien metros de distancia, el coche de Robin frenó ante una cancela que bloqueaba la carretera. Robin salió del coche y la abrió. Pasó en coche, la cerró y continuó su camino. La luz de la luna iluminaba su destino. Tal vez unos cien metros después de la cancela se alzaban las ruinas de un castillo. Barbara vio los muros semiderruidos que lo rodeaban, así como los arbustos y árboles que crecían en el interior. Al otro lado de la muralla se erguía lo poco que quedaba del castillo. Distinguió dos torres almenadas redondas a cada extremo del muro derruido, y a unos veinte metros de una de las torres el techo de un edificio. Tal vez una cocina, un horno, una cámara privada o la sala principal.
Barbara aparcó el Mini en la cuneta, justo antes de llegar a la cancela cerrada. Apagó el motor y salió por el lado izquierdo de la carretera, donde se alzaba la colina cubierta de árboles y arbustos. Un letrero en la cancela identificaba el edificio como el castillo de Silbury Huish. Otro letrero informaba que sólo estaba abierto al público los primeros sábados de mes. Robin había elegido un buen lugar. La carretera era lo bastante mala para desalentar a los turistas, y aunque se desplazaran tan lejos entre semana, no era probable que entraran sin autorización para echar un vistazo a un montón de ruinas. Había muchas ruinas más en el condado, con carreteras mejores que aquella.
El Escort de Robin se detuvo cerca del muro exterior del castillo. Por un momento, sus faros describieron arcos brillantes sobre las piedras. Después se apagaron. Cuando Barbara llegó a la cancela, vio la silueta de Robin bajar del coche. Abrió el maletero y extrajo un objeto que dejó en el suelo; produjo un sonido metálico al chocar contra una piedra. Sacó un segundo objeto, del cual brotó un cono de luz. Una linterna. La movió a lo largo del muro del castillo. Al cabo de un instante desapareció.
Barbara corrió hacia el maletero del Mini. No podía arriesgarse a utilizar una linterna. Bastaría con que Robin mirara hacia atrás y comprendiera que le había seguido, para que la hiciera picadillo. Tampoco iba a aventurarse entre aquellas ruinas sin algún arma. Rebuscó en el contenido del maletero, mientras se maldecía por haberlo utilizado como receptáculo para cualquier cosa que no supiera dónde meter. Sepultado bajo mantas, un par de botas de lluvia, diversas revistas y un bañador que debía tener diez años de antigüedad, encontró el gato la llave de desmontar neumáticos. Cogió esta última. La sopesó. Golpeó su palma con el extremo curvado. Sería suficiente.
Se lanzó en persecución de Robin. En coche, este había seguido la pista hasta el castillo. A pie no era necesario. Barbara atajó por un trecho de terreno despejado. En otros tiempos habría proporcionado a los habitantes del castillo una buena vista de los posibles atacantes, y Barbara grabó el detalle en su memoria mientras avanzaba. Se movía agachada, consciente de que la luz de la luna que facilitaba su avance también la hacía visible, aunque fuera como una sombra.
Estaba avanzando con rapidez y facilidad, cuando la naturaleza se interpuso en su camino: tropezó con un arbusto bajo (parecía un enebro) y alteró la paz de un nido de pájaros que alzaron el vuelo espantados. Le pareció que el batir de las alas despertaba ecos en todas las piedras de las murallas.
Barbara se quedó inmóvil. Esperó, con el corazón palpitando. Se obligó a contar hasta sesenta y dos veces. Al no percibir ningún movimiento desde la dirección que Robin había tomado, reanudó su camino.
Llegó al coche de Payne sin incidentes. Buscó las llaves en el interior, mientras rezaba para verlas colgadas del encendido. No estaban. Bien, tanta suerte no era posible.
Siguió la curva de la muralla como él, un poco más deprisa. Había perdido el tiempo que pensaba ganar con el atajo. Necesitaba recuperarlo como fuera, pero el sigilo y el silencio eran fundamentales. Aparte de la llave, su otra arma era la sorpresa.
Tras doblar la curva llegó a los restos de la entrada del castillo. Ya no había puerta sujeta a las viejas piedras, sólo una arcada sobre la cual distinguió un escudo de armas corroído. Se detuvo en un nicho creado por el muro semiderruido de la entrada, y escuchó con atención. Los pájaros habían enmudecido. La brisa nocturna arrancaba susurros de las hojas de los árboles que crecían en el interior del recinto. No oyó voces, pasos o roce de ropas. Y no vio otra cosa que dos torres escarpadas que se alzaban hacia el cielo oscuro.
Las torres conservaban las pequeñas aspilleras oblongas que habrían permitido el paso de la luz del sol a las escaleras de caracol construidas en el interior de las torres. Desde aquellas aspilleras, el castillo habría podido defenderse, mientras los soldados del castillo corrían hacia el tejado almenado. También desde aquellas aspilleras habría surgido una tenue luz en el caso de que Robin Payne hubiera elegido una de las torres como lugar de cautiverio de Leo, pero ninguna luz se filtraba por ellas. Por lo tanto, Robin tenía que estar en el edificio en cuyo tejado se había fijado Barbara, a unos veinte metros de la torre más alejada.
Vio el edificio como una forma borrosa a la débil luz. Entre el edificio de tejado de caballete y la arcada donde se encontraba no había mucho espacio donde esconderse. En cuanto dejara atrás la entrada, así como los árboles y arbustos, sólo contaría con las escasas piedras fundamentales que señalaban los lugares donde, en otro tiempo, se habían levantado los aposentos del castillo. Barbara estudió las piedras. Calculó que el primer grupo distaría unos diez metros, donde un ángulo recto de restos le brindaría protección.
Aguzó el oído para detectar movimientos y sonidos. Aparte del viento, no captó nada más. Corrió hacia las piedras.
Diez metros más cerca del edificio superviviente del castillo le permitieron ver lo que era. Distinguió el arco de las ventanas góticas de medio punto, así como un florón en el ápice del tejado, silueteado contra el cielo nocturno. Era una cruz. El edificio era una capilla.
Barbara clavó la mirada en las ventanas de medio punto, esperando a vislumbrar un destello de luz en el interior. Robin tenía una linterna. No podía maniobrar en la oscuridad absoluta. De un momento a otro se delataría. Pero no vio nada.
Notó húmeda la mano que sujetaba el desmontador. La frotó sobre los pantalones. Examinó el siguiente trecho de terreno despejado y corrió hacia un segundo montón de piedras fundamentales.
Un muro más bajo que las murallas exteriores había sido construido alrededor de la capilla. Una pequeña entrada techada, cuya forma imitaba la de la capilla, servía de refugio al oscuro oblongo de una puerta de madera. La puerta estaba cerrada. Otros quince metros se extendían hasta la entrada de la capilla, quince metros cuyo único refugio consistía en un banco desde el cual los turistas podrían admirar los restos de la fortificación medieval. Barbara corrió hacia el banco, y desde el banco al muro exterior de la capilla.
Se deslizó a lo largo de este con el hierro bien sujeto, sin apenas respirar. Pegada a las piedras, llegó a la entrada de la capilla.
Se enderezó, con la espalda pegada a la pared, y escuchó. Primero el viento, luego el ruido de un avión en el cielo, después otro sonido más cercano: el roce de metal sobre piedra. El cuerpo de Barbara tembló en respuesta.
Avanzó hacia la entrada. Apretó la palma contra la puerta, que cedió un par de centímetros. Asomó la cabeza.
Frente a ella, la puerta de la capilla estaba cerrada, y las ventanas se veían tan negras e impenetrables como antes, pero un sendero de piedra rodeaba la capilla, y cuando Barbara traspuso la entrada, vio el primer destello de luz. Y aquel ruido, otra vez. Metal sobre piedra.
Una orilla herbácea inesperada crecía profusamente a lo largo del muro exterior que limitaba los alrededores de la capilla. Invadía el sendero de piedra con zarcillos, ramas, hojas y flores. La orilla se veía pisoteada en algunos puntos, y al observarlo Barbara pensó que las pisadas no habían sido obra de algún visitante que hubiera arriesgado la suspensión de su coche por ir a visitar un lugar tan alejado.
Se acercó a la capilla y se deslizó con sigilo a lo largo de las toscas piedras que componían su muralla externa, hasta llegar a la esquina. Se detuvo. Escuchó. Primero oyó el viento que susurraba entre los árboles de la colina cercana; luego metal sobre piedra, un ruido más penetrante; y finalmente la voz.
—Beberás cuando yo te diga.
Era Robin, pero no el Robin que conocía, no era el inseguro y novato detective con quien había hablado durante los últimos días. Era la voz de un asesino.
—¿Te has enterado?
Y luego la voz de un niño, frágil y asustada:
—Pero tiene mal sabor. Sabe a…
—Me da igual a qué sabe. Lo beberás, tal como te he dicho, o te obligaré a tragarlo. ¿Comprendido? ¿Te gustó que te obligara la última vez?
El niño no contestó. Barbara avanzó lentamente. Se asomó por la esquina de la capilla y vio que el sendero conducía a unos escalones de piedra que descendían a través de un arco tallado en el muro de la capilla y parecían conducir a una cripta. Subía luz por la escalera. Demasiada luz para ser una linterna, comprendió Barbara. También había traído su farol, como cuando habían ido al molino. Sería el objeto que había sacado del maletero del coche.
Barbara flexionó los dedos alrededor de la llave y avanzó poco a poco, pegada al muro de la capilla.
—Bebe, maldita sea —dijo Robin.
—Quiero ir a casa.
—Me importa una mierda lo que quieras. Bebe esto…
—¡Me hace daño! ¡Mi brazo! —gritó el niño.
Un forcejeo. Un golpe. Robin gruñó.
—¡Capullo de mierda! —aulló—. ¡Cuando te digo que bebas…! El sonido de un violento puñetazo.
Leo chilló. Otro golpe. Robin quería matarle. O tomaba la droga, para luego ahogarle como había hecho con Charlotte, o lo mataría con sus propias manos. En cualquier caso, Leo iba a morir.
Barbara recorrió el resto del sendero. Contaba con el factor sorpresa, se dijo, y con la llave.
Se precipitó escaleras abajo con un alarido y entró en la cripta. Estrelló la puerta de madera contra la pared de piedra. Robin tenía agarrado por el cuello a un niño rubio, con un vaso de plástico apretado contra sus labios.
Barbara comprendió cuál era su intención esta vez: la cámara era una antigua cripta, seis ataúdes de plomo estaban extendidos sobre una fosa practicada en el suelo y llena de agua cenagosa y pestilente. Sería el agua que encontrarían en el cadáver de Leo. Esta vez no sería agua de grifo, sino algo más complicado para el patólogo encargado de la autopsia.
—¡Suéltale! —gritó Barbara—. ¡He dicho que le sueltes!
Robin obedeció. Arrojó al niño al suelo, pero no se amedrentó por haber sido descubierto. Se abalanzó sobre ella.
Barbara balanceó la llave y la descargó sobre el hombro de Robin, que parpadeó pero no se arredró. Barbara la balanceó de nuevo pero Robin se la arrebató de un manotazo y la arrojó a un lado. La llave resbaló sobre el suelo de piedra, chocó contra un ataúd y cayó al foso. Robin sonrió al oír el chapoteo. Avanzó.
—¡Corre, Leo! —chilló Barbara, pero el chico parecía hipnotizado.
Se acurrucó cerca del ataúd que la llave había golpeado y se cubrió la cara con las manos.
—¡No! ¡No! —gritó.
Robin actuó con rapidez. La empujó contra la pared antes de que Barbara pudiese pestañear. Dirigió un puñetazo a su estómago y luego otro a los riñones. Barbara sintió un dolor desgarrador pero aun así cogió el pelo de Robin. Giró la muñeca con fuerza y tiró la cabeza de su contrincante hacia atrás. Buscó sus ojos con los pulgares. Robin movió la cabeza instintivamente. Barbara perdió su presa. El hombre lanzó el puño contra su cara.
Barbara sintió que su nariz se rompía y el dolor se extendía por su cara como una ola al rojo vivo. Cayó a un lado, pero se aferró a él y le arrastró al suelo. Rodaron sobre las piedras.
Saltó encima de él. La sangre que manaba de su nariz salpicó la cara de Robin. Barbara cogió su cabeza entre las manos y empezó a golpearla contra el suelo. Luego le dio puñetazos en la nuez de Adán, las orejas, las mejillas y los ojos.
—¡Leo! —gritó—. ¡Vete de aquí!
Las manos de Robin buscaron su garganta mientras se revolvía bajo ella. A través del manto de niebla que cubría sus ojos, Barbara vio que Leo retrocedía. No corría hacia la puerta. Gateaba entre los ataúdes como si quisiera esconderse.
—¡Huye, Leo! —chilló.
Robin se la quitó de encima con un manotazo. Mientras caía al suelo, Barbara pataleó salvajemente y su pie le alcanzaba la espinilla. Cuando Robin se desplomó, ella se puso en pie de un salto.
Se pasó la mano por la cara ensangrentada y buscó a Leo con la mirada. Vio su pelo rubio, que contrastaba con el tono opaco de los ataúdes, pero entonces Robin también se incorporó.
—Maldita zorra…
Cargó con la cabeza gacha. La arrinconó contra la pared y soltó una lluvia de golpes contra la cara de Barbara.
Un arma, suplicó ella. Necesitaba un arma. No tenía nada. Y si no tenía nada, estaban perdidos. Ella estaba perdida. Leo también. Porque Robin les mataría a los dos, porque ella había fracasado. Fracasado. La misma idea…
Se lo sacó de encima de un empujón y clavó el hombro en su pecho. Él la rechazó, pero Barbara le sujetó por la cintura. Clavó los pies en el suelo, y cuando el hombre se revolvió, alzó la rodilla con la intención de darle en la entrepierna. Falló y él aprovechó la ventaja. La arrojó contra la pared y la cogió por el cuello, derribándola.
Se cernió sobre ella, miró a derecha e izquierda. Buscaba un arma. Barbara la vio al mismo tiempo que él. El farol.
Cuando Robin se lanzó hacia él, Barbara le asió por las piernas. El hombre pateó su cara, pero Barbara no cejó. En cuanto cayó al suelo, ella se arrastró encima de su cuerpo, casi sin fuerzas. Hizo presión sobre su garganta y enlazó sus piernas alrededor de las de él. Si podía sujetarle, si el niño podía escapar, si tenía el sentido común de ir a refugiarse entre los árboles…
—¡Leo! —gritó—. ¡Huye! ¡Escóndete!
Con el rabillo del ojo le vio moverse, pero había algo raro en él. El pelo no era lo bastante claro. La cara había adquirido una palidez espectral, los miembros parecían entumecidos. Estaba aterrorizado. Sólo era un niño. No comprendía lo que estaba pasando. Si no conseguía hacerle entender que debía escapar, escapar ahora…
—¡Vete! —gritó—. ¡Vete de una vez!
Robin se incorporó y con un supremo esfuerzo se liberó de ella de nuevo, pero esta vez Barbara no pudo levantarse. Robin la inmovilizó, al igual que ella le había inmovilizado segundos antes. El brazo sobre el cuello, las piernas atrapadas entre las suyas, respirando en su cara.
—Pagará… —Tragó aire con ansia—. Él… pagará.
Aumentó la presión y la aplastó con su cuerpo. Barbara vislumbró una neblina blanca. Lo último que vio fue la sonrisa de Robin. Era la mirada de un hombre al que, por fin, se había hecho justicia.