28

Luxford la encontró en la habitación de Leo. Estaba seleccionando cosas de sus cajones y las amontonaba por temas. Vio sus meticulosas copias de santos, madonas y ángeles de Giotto. Vio los bosquejos de frágiles bailarinas y bailarines tocados con sombrero de copa. A su lado se alzaba una pequeña pila de animales, sobre todo ardillas y lirones. En el centro del escritorio, aislado, estaba el dibujo de un niño sentado sobre un taburete de tres patas, tras los barrotes de una celda. Parecía la ilustración de un libro infantil. Luxford se preguntó si su hijo lo habría copiado de Dickens.

Al parecer, Fiona estaba estudiando este último dibujo. Apretaba contra la mejilla la chaqueta de un pijama de Leo. Se mecía con suavidad en la silla, un movimiento apenas perceptible con la cara apretada contra la franela gastada.

Luxford no sabía cómo podría soportar el nuevo golpe que le iba a asestar. Se había enzarzado en una dura lucha con su pasado y su conciencia desde Westminster a Highgate, pero no había logrado encontrar una manera fácil de contarle lo que el secuestrador le exigía ahora. Lo más horroroso era que carecía de la información que le exigían. Tampoco había podido pensar en una forma de decirle a Fiona que la vida de su hijo dependía de lo que Luxford colocara en el otro platillo de la balanza.

—Ha habido llamadas —dijo Fiona en voz baja, sin apartar la vista del dibujo.

Luxford experimentó una oleada de angustia.

—¿Ha…?

—No era el secuestrador. —Parecía vacía, como si le hubieran extirpado los sentimientos—. Primero, Peter Ogilvie. Quería saber por qué retenías el artículo sobre Leo.

—Santo Dios —susurró Luxford—. ¿Con quién habrá hablado?

—Dijo que le telefonearas cuanto antes. Dijo que estás olvidando tus obligaciones para con el periódico, que eres la clave del reportaje más importante del año, y que si lo estás negando a tu propio periódico quiere saber por qué.

—Oh, Dios, Fi. Lo siento.

—Rodney también ha telefoneado. Quiere saber qué quieres en la primera plana de mañana. La señorita Wallace quiere saber si debe permitir que Rodney continúe utilizando tu despacho para las reuniones del comité de redacción. No supe qué decir a ninguno de los tres. Dije que telefonearías cuando pudieras.

—Al infierno con todos ellos.

Fiona se meció con suavidad, como si hubiera logrado distanciarse de lo que estaba pasando. Luxford se inclinó sobre ella y rozó con los labios su cabello color miel.

—Tengo miedo por él —dijo Fiona—. Le imagino solo. Aterido, hambriento, intentado ser valiente, sin dejar de preguntarse qué ha pasado y por qué. Recuerdo haber leído algo sobre un secuestro, en el que la víctima fue introducida en un ataúd y sepultada viva. Había que encontrarla antes de que se asfixiara por falta de aire. Tengo tanto miedo de que Leo haya sido… de que alguien pueda hacerle daño.

—No. —Dijo Luxford.

—No entenderá lo que está pasando. Quiero hacer algo para ayudarle a comprender. Me siento tan inútil aquí sentada, esperando, sin poder hacer nada, mientras alguien retiene como rehén a todo mi mundo. No puedo soportar pensar en su terror. Y no puedo pensar en otra cosa.

Luxford se arrodilló junto a su silla. No era capaz de repetirle lo que le había dicho durante más de veinticuatro horas: «Vamos a recuperarle, Fiona». Porque por primera vez no estaba seguro. Ni de que Leo saldría bien librado ni de nada. Experimentaba la sensación de estar caminando sobre una capa de hielo tan quebradiza que un paso precipitado les destruiría a todos.

Fiona se removió y se volvió para mirarle. Acarició su sien y apoyó la mano sobre su hombro.

—Sé que tú también estás sufriendo. Lo he sabido desde el primer momento, pero no quería comprenderlo porque deseaba culpar a alguien. Y ese alguien eras tú.

—Me lo merezco. De no haber sido por mí, nada de esto habría sucedido.

—Cometiste una imprudencia hace once años, Dennis, pero no tienes la culpa de lo sucedido ahora. Eres una víctima tanto como Leo. Tanto como Charlotte y su madre. Lo sé.

La generosidad de su perdón fue como una garra que estrujara su corazón.

—He de decirte algo —confesó.

Los ojos tristes de Fiona le miraron.

—Lo que faltaba en el artículo del diario de hoy —concluyó ella—. Eve lo sabía. Cuéntamelo. Lo soportaré.

No lo soportaría. Había hablado de querer culpar a alguien, y hasta aquella tarde él había hecho lo mismo. Sólo que en su caso había culpado a Evelyn, utilizando su paranoia, su odio y su estupidez como motivos de la muerte de Charlotte y el secuestro de Leo. Ahora sabía, sin embargo, quién era el auténtico responsable. Y confesarlo a su mujer, después de lo que estaba sufriendo, la destruiría.

—Dímelo, Dennis.

Lo hizo. Empezó con lo poco que Eve Bowen había añadido al artículo del periódico, continuó con la interpretación efectuada por el inspector Lynley de la frase «tu primogénito», y concluyó verbalizando lo que había rumiado desde abandonar New Scotland Yard.

—Fiona, no conozco a ese tercer hijo. Nunca supe de su existencia hasta ahora. Pongo a Dios por testigo de que no sé quién es.

Fiona parecía confusa.

—Pero ¿cómo es posible que no sepas…? —Cuando comprendió lo que implicaba su ignorancia, volvió la cabeza—. ¿Tantas hubo, Dennis?

Luxford buscó una forma de explicarle cómo había sido antes de conocerla, lo que le había impulsado, los demonios que le habían azuzado.

—Antes de conocerte, Fiona, el sexo era algo que hacía como si tal cosa.

—¿Como cepillarte los dientes?

—Era algo que necesitaba, algo que utilizaba para demostrarme… —Hizo un ademán de impotencia—. No sé qué.

—¿No? ¿De veras no lo sabes? ¿O no lo quieres decir?

—De acuerdo. Virilidad. Atracción hacia las mujeres. Porque siempre tenía miedo de que si no me demostraba lo atractivo que era para las mujeres…

Miró hacia la mesa de Leo, hacia los dibujos, su delicadeza, su sensibilidad, su ternura. Representaban el miedo con el que había vivido. Por fin, fue su mujer quien lo explicó con palabras.

—Tendrías que pensar en lo atractivo que resultabas para los hombres.

—Sí —admitió Luxford—. Eso es. Pensaba que había algo anormal en mí. Pensaba que proyectaba algo: un aura, un aroma, una invitación muda…

—Como Leo.

—Como Leo.

Fiona extendió la mano hacia el dibujo del niño. Lo alzó para que la luz le diera de pleno.

—Así se siente Leo —dijo.

—Lo recuperaremos. Escribiré el artículo. Confesaré. Diré lo que sea. Nombraré a todas las mujeres que he conocido y suplicaré a cada una que lo admita, si…

—No cómo se siente ahora, Dennis. Me refiero a cómo se siente Leo siempre.

Luxford cogió la fotografía. Cuando la acercó, vio que el niño representaba a Leo. El pelo casi albino le identificaba, así como las piernas demasiado largas y los tobillos frágiles, que se veían porque los pantalones le habían quedado cortos y los calcetines estaban caídos. Había visto aquella postura de derrota antes, la semana anterior en el restaurante de Pond Square. Una inspección más detenida del boceto le reveló que al principio había otra figura. Borrada ahora, quedaba un tenue contorno, suficiente para ver los tirantes chillones, la camisa almidonada, la sombra de una cicatriz en la barbilla. La figura era demasiado grande (inhumanamente grande) y se cernía sobre el niño como una manifestación de su futura condenación.

Luxford arrugó el dibujo Se sentía destrozado.

—Que Dios me perdone. ¿Tan duro he sido con él?

—Tanto como conmigo.

Pensó en su hijo, en lo cauteloso que se mostraba en presencia de su padre, en el cuidado de no cometer un error. Recordó las veces que el niño había intentado complacerlo, cuando caminaba con determinación, enronquecía la voz, evitaba las palabras que pudieran catalogarlo de afeminado. Pero el auténtico Leo siempre se transparentaba a través del personaje que tanto se había esforzado en modelar: sensible, propenso a las lágrimas, sincero, ansioso por crear y amar.

Por primera vez desde que, en la infancia, había aceptado la importancia de disimular las emociones y continuar adelante costara lo que costara, Luxford sintió que la angustia henchía su pecho. Pero no derramó lágrimas.

—Quería que fuera un hombre —dijo.

—Lo se, Dennis —contestó Fiona—, pero ¿cómo iba a serlo? No podrá ser un hombre hasta que le hayan dejado ser un niño.

Barbara Havers se sintió desolada al ver que el coche de Robin no estaba en el camino particular de Lark’s Haven cuando regresó de Stanton St. Bernard. No había pensado conscientemente en verle desde su extraña conversación con Celia (la conclusión de Celia sobre la naturaleza de su relación era demasiado estúpida para tenerla en consideración), pero cuando vio el hueco donde solía dejar el Escort, siseó un «Oh, coño», y se dio cuenta de que había contado con comentar el caso con un colega, como cuando lo hacía con el inspector Lynley.

Había vuelto a la rectoría de Stanton St. Bernard, donde había enseñado la fotografía de Dennis Luxford al señor Matheson y su mujer. La habían examinado a la luz de la cocina (asiendo cada uno un borde de la imagen), mientras hablaban.

—¿Qué opinas, cariñín? ¿Te suena?

—Oh, querida, tengo una memoria de mosquito.

Los dos llegaron a la conclusión de que nunca habían visto aquella cara. La señora Matheson dijo que habría recordado el cabello, y comentó con una sonrisa tímida que siempre le habían gustado los jóvenes «con una buena mata de pelo». El señor Matheson, cuyo pelo era bastante escaso, dijo que, como no se hubiera enzarzado en un diálogo de tipo litúrgico, personal o religioso con un individuo, no recordaba las caras. Aun así, si aquel había estado en la iglesia, en el cementerio o en la feria su cara le habría resultado al menos familiar. Pero… Lo sentían, pero no le recordaban.

Barbara no recibió una respuesta diferente de los demás lugareños. Casi todo el mundo quiso ayudarla, pero nadie pudo. Por lo tanto, cansada y hambrienta, había regresado a Lark’s Haven. Era ya muy tarde para llamar a Londres. Lynley estaría esperando reunir algo apropiado para sacarse de encima al subcomisionado Hillier.

Se arrastró hacia la puerta. No se sabía nada de Leo Luxford.

El sargento Stanley estaba peinando el terreno, sobre todo la zona que circundaba el molino, pero no había indicios de que el niño estuviera en Wiltshire, y enseñar su foto en todas las aldeas, pueblos y ciudades sólo había dado como resultado una negativa tras otra.

Barbara se preguntó cómo era posible que dos niños desaparecieran como si se los hubiera tragado la tierra. Por haber crecido en una zona metropolitana en expansión, las únicas advertencias que le habían repetido hasta la saciedad en su infancia habían sido «mira a los dos lados antes de cruzar la calle» y, la más importante, «nunca hables con desconocidos». ¿Qué había pasado con esos dos niños?, se preguntó Barbara. Nadie les había visto ser secuestrados en plena calle, lo cual significaba que los dos se habían ido por voluntad propia. ¿Nunca les habían dicho que tuvieran cuidado con los desconocidos? A Barbara le costaba creerlo. Si les habían repetido la misma advertencia que a Barbara, la única conclusión era que el secuestrador no era un desconocido para ellos. ¿A quién podían conocer los dos niños?

Barbara estaba demasiado hambrienta para buscar un nexo común. Necesitaba comer —había parado a comprar un pastel de carne («listo para poner en el horno») para ese expreso propósito en el colmado de Elvis Patel—, y después de comer tal vez tendría el azúcar en la sangre y la energía cerebral necesaria para extraer un significado de los datos que poseía y establecer una relación entre Charlotte y Leo.

Consultó su reloj cuando entró por la puerta principal, Crispbake en ristre. Casi las ocho, la hora perfecta para una cena elegante. Confió en que Corrine Payne no se opondría a que le usara el horno por un rato.

—¿Robbie? —La voz menuda de Corrine llegó desde el comedor—. ¿Eres tú, querido?

—Soy yo —dijo Barbara.

—Oh. Barbara.

Como el comedor estaba en el camino de la cocina, no podía esquivar a la mujer. La encontró de pie ante la mesa del comedor, sobre la cual había extendido una pieza de algodón adornado con ramitas, a la que había sujeto con alfileres un patrón, y la estaba recortando.

—Hola —saludó Barbara—. ¿Le importa si utilizo el horno? Alzó el pastel para que Corrine lo inspeccionara.

—¿Robbie no está contigo?

Corrine deslizó las tijeras bajo el material y siguió el contorno del patrón.

—Aún estará en plena faena, supongo.

Barbara se encogió al darse cuenta de que había elegido una expresión desafortunada.

Corrine contempló su obra con una sonrisa.

—Tú también, supongo —murmuró.

Barbara sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Intentó hablar con desenvoltura.

—Tengo mucho trabajo pendiente. Calentaré esto y la dejaré en paz.

Se encaminó hacia la cocina.

—Casi convenciste a Celia —dijo Corrine. Barbara se detuvo.

—¿Qué? ¿La convencí?

—Sobre ti y Robbie. —Continuó cortando la pieza de algodón.

¿Eran imaginaciones suyas o las tijeras de Corrine corrían más deprisa?, se preguntó Barbara.

—Telefoneó hace dos horas. No te lo esperabas, ¿verdad, Barbara? Lo adiviné por su voz, desde luego soy muy buena en eso, y aunque no quería decírmelo, conseguí que hablara. Creo que necesitaba hablar. A todo el mundo le pasa. ¿Quieres hablar conmigo?

Levantó la vista y la miró con placidez, pero la forma en que alzó las tijeras provocó que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Barbara.

Barbara no era dada a los subterfugios. Había pasado por alto aquella asignatura durante sus días escolares. A menudo pensaba que su incapacidad de dominar argucias femeninas era la principal razón de que pasara todas las nocheviejas escuchando la radio y devorando un pastel. Buscó en su mente una respuesta apropiada que desviara a Corrine Payne hacia otro tema, pero terminó diciendo:

—Celia se hizo una idea equivocada sobre mí y Robin, señora Payne. No sé de dónde la sacó, pero se equivoca.

—Corrine —dijo Corrine—. Has de llamarme Corrine. Bajó las tijeras y empezó a cortar de nuevo.

—De acuerdo, Corrine. Meteré esto en el horno y…

—Las mujeres no se hacen «ideas equivocadas», Barbara. Somos demasiado intuitivas para eso. Yo misma he visto el cambio operado en Robbie. No sabía qué nombre ponerle hasta que llegaste. Comprendo por qué mentiste a Celia. —Las tijeras cortaron con energía excesiva cuando pronunció la palabra «mentiste»—. Al fin y al cabo, es la prometida de Robbie, pero no debes mentir me a mí. No servirá de nada.

Corrine emitió una tosecilla cuando concluyó. Barbara observó por primera vez que su respiración era congestionada. La mujer se palmeó el pecho y sonrió.

—El maldito asma —dijo—. Demasiado polen en el aire.

—Se exacerba en primavera —admitió Barbara.

—No te puedes imaginar hasta qué punto.

Corrine se había desplazado alrededor de la mesa mientras seguía cortando. Ahora, se interponía entre Barbara y la puerta de la cocina. Ladeó la cabeza y compuso una sonrisa afectuosa.

—Habla, Barbara. No le mientas a Corrine.

—Señora Payne… Corrine. Celia está disgustada porque Robin está preocupado, pero siempre ocurre lo mismo en las investigaciones de asesinato. Quedas atrapado. Olvidas todo lo demás por un tiempo, porque cuando el caso se acaba la vida vuelve a la normalidad, y si ella es paciente verá que digo la verdad.

Corrine se dio unos golpecitos en el labio con el extremo de las tijeras. Examinó a Barbara con aire calculador y, cuando reanudó su trabajo, también reanudó su tema favorito.

—Por favor, no me tomes por tonta, querida. Es indigno de ti. Os he oído juntos. Robbie intentó ser discreto. Siempre ha sido muy detallista en ese sentido, pero le he oído contigo esta noche, así que prefiero que nos sinceremos en todo. Las mentiras son desagradables, ¿verdad?

La implicación dejó a Barbara sin palabras por un momento.

—¿Conmigo? —balbuceó—. Señora Payne, ¿no estará pensando que hemos…?

—Como ya he dicho, Barbara, puede que sientas la necesidad de mentir a Celia. Al fin y al cabo, es su prometida. Pero no debes mentirme a mí. Eres mi invitada, y eso no es cortés.

Una invitada que paga, quiso clarificar Barbara, cuando las tijeras empezaron a ganar velocidad. Pronto sería una ex invitada, si podía hacer las maletas deprisa.

—Tanto usted como Celia están equivocadas —dijo—. Me marcharé. Será lo mejor para todos.

—¿Y así tener más acceso a Robbie? ¿En un lugar donde podáis encontraros y dedicar a lo vuestro en perfecta libertad? —Corrine meneó la cabeza—. No sería correcto. No sería justo para Celia, ¿verdad? No, creo que es mejor que te quedes aquí. Solucionaremos esto en cuanto Robbie llegue a casa.

—No hay nada que solucionar. Lamento que Robin y Celia tengan problemas, pero no tiene nada que ver conmigo. Sólo conseguirá avergonzarle si se empeña en que él y yo… que nosotros…, que él ha estado… mientras yo me he alojado aquí…

Barbara nunca se había sentido tan confusa.

—¿Crees que me lo estoy inventando? —preguntó Corrine—. ¿Me estás acusando de inventar una falsedad?

—En absoluto. Sólo digo que se equivoca si piensa…

—Equivocarse no es diferente de mentir, querida. Equivocarse es la palabra que se utiliza en lugar de mentir.

—Tal vez usted lo haga, pero yo…

—No discutas conmigo. —La respiración de Corrine sonó ronca—. Y no lo niegues. Sé lo que he oído y sé lo que significa. Si crees que puedes abrirte de piernas y robar a mi Robbie la chica con quien ha de casarse…

—Señora Payne. Corrine.

—… tendrás que reconsiderarlo, porque no pienso permitirlo.

Celia no piensa permitirlo. Y Robbie… Robbie… Jadeó en busca de aliento.

—Se está disgustando por nada —dijo Barbara—. Se le ha puesto la cara roja. Siéntese, por favor. Hablaré si quiere. Intentaré explicarlo, pero cálmese o se pondrá enferma.

—¿No te gustaría? —Corrine movió las tijeras de una manera que puso los pelos de punta a Barbara—. ¿No es lo que has planeado desde el primer momento? Una vez eliminada su mamá, no quedará nadie capaz de hacerle comprender que está a punto de arruinar su vida por un pedazo de basura, cuando podría…

Las tijeras cayeron sobre la mesa. La mujer se llevó la mano al pecho.

Joder —dijo Barbara y avanzó hacia Corrine. Esta le indicó con un ademán que se alejara, mientras respiraba fatigosamente—. Señora Payne, sea razonable. Hace sólo dos noches que conozco a Robin. Hemos pasado juntos un total de seis horas, porque hemos trabajado en aspectos diferentes del caso. Reflexione un momento, por favor. ¿Tengo aspecto de femme fátale? ¿Tengo el aspecto de alguien a cuya habitación acudiría Robin en plena noche? ¿Después de tan sólo seis horas de conocernos? ¿Le parece lógico?

—Os he estado vigilando. —Corrine se esforzó por respirar—. He visto. Y lo sé. Lo sé porque telefoneé a… —Sus dedos se engarfiaron sobre el pecho.

—No es nada —dijo Barbara—. Por favor. Trate de conservar la calma. De lo contrario va a…

—Sam y yo… fijamos la fecha y pensé que él querría ser el… primero… —resolló—. En saber… —Tosió, pero no cedió—. Pero no estaba, y los dos sabemos por qué, ¿no te da vergüenza… vergüenza, vergüenza, robar el hombre de otra mujer?

La frase agotó sus fuerzas. Se derrumbó sobre la mesa. Su respiración sonaba como si aspirase aire por el ojo de una aguja. Cogió la tela que estaba cortando y la arrastró consigo cuando cayó al suelo.

—¡Mierda! —Barbara se precipitó hacia adelante—. ¡Señora Payne! —gritó—. ¡Joder! ¡Señora Payne!

Asió a la mujer y la tendió de espaldas.

La cara de Corrine había virado del rojo al blanco. Franjas azules enmarcaban sus labios.

—Aire… —jadeó—. Aire…

Barbara la depositó en el suelo sin más ceremonias. Se puso en pie de un brinco y empezó a buscar.

—El inhalador. ¿Dónde está, señora Payne?

Los dedos de Corrine se movieron débilmente en dirección a la escalera.

—¿Arriba? ¿En su habitación? ¿En el cuarto de baño? ¿Dónde?

—Aire… por favor… escalera…

Barbara salió disparada hacia la escalera. Eligió el cuarto de baño. Abrió el botiquín. Tiró media docena de medicamentos al lavabo. Apartó a manotazos la pasta de dientes, el enjuague, tiritas, seda dental, crema de afeitar. No había inhalador.

Probó en la habitación de Corrine. Abrió los cajones de la cómoda y desparramó su contenido. Hizo lo mismo con la mesita de noche. Miró en las estanterías y en el ropero. Nada.

Salió corriendo al pasillo. Oyó la respiración agónica de la mujer. Gritó «¡Mierda! ¡Mierda!» y se precipitó hacia un armario. Lo abrió y empezó a arrojar todo al suelo. Sábanas, toallas, velas, juegos de mesa, mantas, álbumes de fotos. Vació el armario en menos de veinte segundos, sin más éxito que antes.

Pero la mujer había dicho «escalera». ¿No había dicho «escalera»? ¿No había querido decir…?

Barbara bajó la escalera de tres en tres. Al pie había una mesa en forma de media luna. Y allí, entre el correo del día, una planta en una maceta y dos piezas de cerámica decorativas, estaba el inhalador. Barbara lo cogió y volvió al comedor. Lo aplicó a la boca de la mujer y bombeó frenéticamente.

—Vamos —dijo, mientras esperaba a que la magia médica actuase—. Oh, Dios. Vamos.

Pasaron diez segundos. Veinte. La respiración de Corrine se calmó por fin. Siguió respirando con la ayuda del inhalador. Barbara no dejó de sujetarlo, por si le resbalaba de la mano.

Y así las encontró Robin, menos de cinco minutos después.

Lynley cenó en su escritorio, cortesía de la cuarta planta. Había telefoneado tres veces a Havers, dos al DIC de Amesford y una a Lark’s Haven, donde había dejado un mensaje, al que una mujer había contestado «Descuide, inspector, yo me ocuparé de que lo reciba», con ese tono tan educado sugerente de que Barbara iba a recibir mucho más que su petición de que telefoneara a Londres para informarle sobre sus actividades del día.

También había telefoneado a St. James. Sólo había podido hablar con Deborah, la cual dijo que su marido no estaba en casa cuando ella había vuelto de una sesión fotográfica en la iglesia de San Botolph, media hora antes.

—Ver a los sin techo allí… proporciona una perspectiva diferente, ¿verdad, Tommy? —dijo.

Lo cual dio la oportunidad a Lynley.

—Deb, sobre lo del lunes por la tarde… Sólo tengo la excusa de decir que me comporté como un patán. Fui un patán. Aquello de matar niños fue impresentable. Lo siento muchísimo.

—Yo también lo siento —contestó Deborah tras una de sus típicas pausas—. Soy bastante vulnerable en lo tocante a esas cosas. Niños. Ya lo sabes.

—Lo sé. ¿Me perdonas?

—Hace siglos, querido Tommy —fue la respuesta de Deborah, aunque sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde aquellas duras palabras.

Después de hablar con Deborah, había telefoneado a la secretaria de Hillier para adelantar la hora aproximada en que el subcomisionado recibiría su informe. Después había telefoneado a Helen, que le dijo lo que ya sabía, que St. James quería hablar con él desde primera hora del día.

—No sé de qué —dijo—, pero está relacionado con la foto de Charlotte Bowen. La que dejaste en casa de Simon el lunes.

—Ya he hablado con Deborah sobre eso. Me he disculpado. No puedo borrar lo que dije, pero pareció propensa a perdonarme.

—Muy propio de ella.

—Sí. ¿Y tú?

Hubo una pausa. Lynley cogió un lápiz y empezó a hacer garabatos sobre la carpeta de papel manita. Escribió su nombre como lo haría un colegial. Imaginó que Helen estaba reuniendo fuerzas para contestar. Oyó sonido de vajilla al otro extremo de la línea y se dio cuenta de que había interrumpido su cena, lo cual le recordó que no había comido nada desde el desayuno.

—¿Helen? —dijo.

—Simon me dice que debo decidir. Lanzarme a la hoguera o evitarla por completo. Él es un hombre lanzado a la hoguera. Dice que le gustan las emociones de un matrimonio incierto.

Helen había ido directamente al corazón del asunto más candente entre ellos, lo cual no era su estilo. Lynley no supo decidir si era una buena o mala señal. Helen tendía a la indefinición, pero sabía que era cierto lo que St. James le había dicho. No podían seguir así indefinidamente, uno vacilando en comprometerse por entero, y el otro aceptando aquellas vacilaciones antes que afrontar el rechazo. Era ridículo. Una situación de tira y afloja permanente.

—Helen, ¿estás libre este fin de semana? —preguntó.

—Había pensado comer con mi madre. ¿Por qué? ¿No vas a trabajar, querido?

—Es posible. Es probable. Sin la menor duda, si el caso no está cerrado.

—Entonces, ¿qué…?

—He pensado que podríamos casarnos. Tenemos la licencia. Creo que ha llegado el momento de utilizarla.

—¿Así de repente?

—Directamente a la hoguera.

—Pero ¿y tu familia? ¿Y la mía? ¿Y los invitados, la iglesia, la recepción…?

—¿Qué te parece si nos casamos? —insistió Lynley con voz calma, pero su corazón era un torbellino—. Vamos, querida. Olvídate de las fruslerías. Ya nos ocuparemos de ellas más tarde, si quieres. Ha llegado el momento de dar el salto.

Casi la vio sopesando las opciones, tratando de explorar por anticipado todos los posibles desenlaces de unir su vida a la de él de una forma permanente y pública. En lo tocante a tomar decisiones, Helen Clyde era la mujer menos impetuosa que conocía. Su ambivalencia le enloquecía, pero había aprendido desde hacía mucho tiempo que formaba parte de su personalidad. Podía pasarse un cuarto de hora intentando decidir qué medias se ponía por la mañana, y veinte minutos más examinando sus pendientes hasta encontrar el más apropiado. ¿Por qué le extrañaba que llevara dieciocho meses intentando decidir si y cuándo se casaría con él?

—Helen, ya está bien. Comprendo que la decisión es difícil y aterradora. Dios sabe bien que yo también tengo mis dudas, pero es natural, y llega un momento en que un hombre y una mujer han de…

—Querido, todo eso ya lo sé. No hace falta que me des charlas de preparación.

—¿No? Entonces, por el amor de Dios, ¿por qué no dices…?

—¿Qué?

—Di sí. Di que aceptas. Di algo. Di cualquier cosa que me dé una pista.

—Lo siento. No pensaba que necesitaras una pista. Sólo estaba pensando.

—¿En qué, por el amor de Dios?

—En el detalle más importante.

—¿Cuál es?

—Cielos. Suponía que lo sabrías tan bien como yo. ¿Qué demonios me voy a poner?

Lynley dijo que no importaba lo que llevara. No importaba lo que llevara durante el resto de sus vidas. Tela de saco y cenizas, si así lo deseaba. Tejanos, leotardos, raso y encaje. Ella rio y dijo que le obligaría a ser fiel a su palabra.

—Tengo los accesorios adecuados para la tela de saco.

Después, Lynley recordó el hambre que tenía y fue a la cuarta planta, donde el emparedado especial del día era de aguacate y langostinos. Pidió uno, junto con una manzana, y luego volvió al despacho con la manzana en equilibrio sobre una taza de café. Estaba a mitad de su cena improvisada, cuando Winston Nkata apareció en la puerta con un papel en la mano. Parecía perplejo.

—¿Qué pasa? —preguntó Lynley.

Nkata se pasó los dedos por la cicatriz de su mejilla.

—No sé qué hacer con esto. —Aposentó su cuerpo larguirucho sobre una silla y señaló el papel—. Acabo de hablar por teléfono con la comisaría de Wigmore Street. Están trabajando en los especiales desde ayer. ¿Se acuerda?

—¿Los agentes especiales? —Nkata asintió—. ¿Qué pasa con ellos?

—¿Recuerda que ninguno de los habituales de Wigmore Street expulsó a aquel tipo de Cross Keys Close la semana pasada?

—¿A Jack Beard? Sí. Asumimos que había sido un voluntario de la comisaría. ¿Le has localizado?

—Es imposible.

—¿Por qué? ¿Sus registros no son precisos? ¿Ha habido cambios de personal? ¿Qué ha pasado?

—No a las dos primeras y nada a la tercera. Sus registros son buenos. La misma persona coordina a los especiales, como siempre. Durante la semana pasada nadie dimitió, y nadie se apuntó.

—¿Que me quieres decir?

—Que Jack Beard no fue expulsado por un agente especial. Ni tampoco por un agente habitual de Wigmore Street. —Se inclinó en la silla, arrugó el papel y lo tiró a la papelera—. Tengo la sensación de que nadie expulsó a Jack Beard.

Lynley reflexionó. No tenía sentido. Tenían dos corroboraciones independientes (aparte de la del vagabundo) de que Beard había sido expulsado de aquellas callejuelas de Marylebone el mismo día que Charlotte Bowen había desaparecido. Si bien las dos declaraciones iniciales habían sido conseguidas por Helen, agentes asignados al caso habían tomado declaración oficial a las mismas personas que habían presenciado la conversación entre el vagabundo el agente que le había expulsado. A menos que existiera una conspiración entre Jack Beard y los habitantes de Cross Keys Clase, tenía que haber otra explicación. Como que alguien se hubiera disfrazado de policía, pensó Lynley. No era imposible hacerse con uniformes de policía. Podían alquilarse en una tienda de disfraces. Las implicaciones de aquellos pensamientos inquietaron a Lynley.

—Tenemos un campo abierto de posibilidades —dijo, más para sí que para Nkata.

—Intuyo que tenemos un campo vacío.

—No pienso lo mismo.

Lynley consultó su reloj. Era demasiado tarde para empezar a telefonear a tiendas de disfraces, pero ¿cuántas había en Londres? ¿Diez? Menos de veinte, seguro, y lo primero que harían por la mañana…

Sonó el teléfono. Era de recepción. Un tal señor St. James esperaba abajo. ¿Quería verle el inspector? Lynley dijo que sí y envió a Nkata a buscarle.

St. James pasó de cortesías cuando entró en el despacho con Nkata, cinco minutos después.

—Lo siento —se limitó a decir—. No podía esperar más a que devolvieras mis llamadas.

—Esto ha sido una locura —dijo Lynley.

—De acuerdo. —St. James tomó asiento. Llevaba un sobre de papel manila grueso, que dejó en el suelo, apoyado contra la pata de la silla—. ¿Cómo va? El Evening Standard se concentraba en un sospechoso anónimo de Wiltshire. ¿Es ese mecánico del que me hablaste anoche?

—Cortesía de Hillier —contestó Lynley—. Quiere que el público sepa lo bien que se emplean sus impuestos en lo tocante a la defensa de la ley.

—¿Qué más tienes?

—Numerosos cabos sueltos. Estamos buscando una forma de atarlos.

Puso al corriente a St. James, tanto de los progresos en Londres como en Wiltshire. St. James le escuchó con atención. Intercaló algunas preguntas: ¿estaba segura la sargento Havers de que la fotografía que había visto en Baverstock era del mismo molino donde habían retenido a Charlotte Bowen? ¿Existía alguna relación entre la feria de Stanton St. Bernard y alguien implicado en el caso? ¿Habían sido encontradas otras pertenencias de Charlotte Bowen, el resto de su uniforme, sus libros de texto, la flauta? ¿Podía Lynley identificar el acento regional de la persona que había telefoneado a casa de Dennis Luxford aquella tarde? ¿Tenía amistades Damien Chambers en Wiltshire, en concreto, amistades con alguien que trabajara en la policía?

—No hemos investigado ese aspecto de Chambers —explicó Lynley—. Sus simpatías políticas le colocan en el campo del IRA, pero su relación con los Provos es muy lejana. —Lynley resumió los datos que había reunido sobre Chambers—. ¿Por qué? ¿Tienes algo sobre Chambers?

—No puedo olvidar el hecho de que fue la única persona, aparte de sus compañeras de clase, que la llamaba Lottie. Por eso, es el único vínculo que puedo establecer entre Charlotte y la persona que la mató.

—Hay muchas personas que sabrían el apodo de la niña sin que lo utilizaran —objetó Nkata—. Si sus compañeras de clase la llamaban Lottie, sus profesores lo sabrían, así como los padres de sus compañeras y sus propios padres. Y no incluyo en la lista al profesor de baile, al líder del coro y al ministro a cuya iglesia iba. Así como cualquiera que haya oído a alguien llamarla cuando iba por la calle.

—Winston tiene razón —dijo Lynley—. ¿Por qué te has concentrado con tal firmeza en su apodo, Simon?

—Porque creo que revelar su conocimiento del apodo de Charlotte fue una de las equivocaciones del asesino. Otra fue la huella dactilar…

—… en el interior de la grabadora —terminó Lynley—. ¿Hay más equivocaciones?

—Una más, me parece.

St. James cogió el sobre. Lo abrió y dejó su contenido sobre el escritorio de Lynley.

Lynley vio que se trataba de la fotografía del cadáver de Charlotte Bowen. Era la fotografía que había arrojado a Deborah y olvidado después de la discusión.

—¿Tienes las notas de secuestro? —preguntó St. James.

—Sólo copias.

—Servirán.

Lynley encontró con facilidad las copias, porque las había utilizado unas horas antes, cuando Eve Bowen y Dennis Luxford habían estado en su despacho. Las dejó junto a la fotografía y esperó a que su cerebro estableciera la relación entre ellas. Mientras tanto, St. James rodeó el escritorio. Nkata se inclinó hacia adelante.

—La semana pasada me entretuve un buen rato en examinar las notas —dijo St. James—. El miércoles por la noche, después de ver a Eve Bowen y Damien Chambers. Estaba nervioso, intentaba encajar las piezas. Dediqué cierto tiempo a examinar la caligrafía. —Mientras hablaba, indicaba sus descubrimientos con la goma de borrar de un lápiz—. Fíjate en cómo forma las letras, Tommy, sobre todo la t y la f. La cruceta de cada una conduce a la formación de la letra posterior. Fíjate en las d, siempre solitarias, desconectadas del resto de la palabra. Y fíjate en las e, siempre conectadas con lo que sigue pero nunca con lo que las precede.

—Veo que las dos notas son obra de la misma mano —admitió Lynley.

—Sí —dijo St. James—. Y ahora fíjate en esto. —Dio la vuelta a la fotografía de Charlotte Bowen, dejando al descubierto su nombre, que estaba escrito en el anverso—. Fíjate en las e y en las t.

—Vaya —susurró Lynley.

Nkata se puso en pie y se colocó al otro lado de la silla de Lynley.

—Este es el motivo de que te haya preguntado acerca de la relación de Damien Chambers con Wiltshire —dijo St. James—. Creo que sólo por mediación de alguien como Chambers, que pasara información a un cómplice de Wiltshire, sabría el mote de Charlotte la persona que escribió su nombre al dorso de esta foto, y también las dos notas de secuestro.

Lynley reflexionó sobre todos los datos que poseían. Al parecer, conducían a una única conclusión, razonable, aterradora e ineluctable. Winston Nkata se irguió y verbalizó aquella conclusión.

—Creo que nos hemos metido en un buen lío.

—Lo mismo pensaba yo —contestó Lynley, y descolgó el teléfono.