Lynley sabía que obtendría pocos beneficios de reunir a Dennis Luxford y Eve Bowen en una sala de interrogatorios. Podrían haber quedado desconcertados por la presencia de una grabadora, la ausencia de ventanas y un sistema de iluminación pensado para hacer palidecer la tez y crispar los nervios. En aquel momento, resquebrajar la serenidad no era tan importante como lograr su colaboración. En consecuencia, condujo a Luxford directamente a su despacho, y esperó a que Nkata regresara con la diputada por Marylebone.
Dorothea Harriman tendió un montón de mensajes en dirección a Lynley cuando pasaron junto a su escritorio.
—S07 informa sobre el edificio abandonado de George Street —dijo—. S04 sobre las huellas dactilares de Jack Beard. Wigmore Street sobre los agentes especiales. Dos reporteros, uno del Source y otro del Mirror…
—¿Cómo han conseguido mi nombre?
—Siempre hay alguien dispuesto a irse de la lengua, inspector. Piense en la familia real.
—Si son ellos mismos los que se van de la lengua —señaló Lynley.
—Los tiempos han cambiado. —Harriman volvió a referirse a los mensajes—. Sir David, dos veces. Su hermano, una. Dice que no le telefonee. Era para informar de que había solucionado el problema de la lechería de Trefalwyn. ¿Significa algo eso? —No esperó respuesta—. Su sastre, una vez. El señor St. James, tres veces. Dice que le telefonee lo antes posible, por cierto. Sir David quiere que le presente su informe ya.
—Sir David siempre quiere el informe va.
Lynley cogió los mensajes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Por aquí —dijo a Luxford, e hizo sentar al periodista en su despacho.
Telefoneó a S04 y S07 para saber lo que habían averiguado sobre Jack Beard y sobre el edificio abandonado. La información era completa, pero no del todo útil. La Oficina de Huellas Dactilares había confirmado los antecedentes penales de Jack Beard, pero sus huellas no coincidían con las que habían encontrado. Habían examinado la alfombra del edificio abandonado, y tardarían una semana en analizar todo lo que habían encontrado en ella: cabellos, semen, sangre, orina y suficientes restos de comida para alimentar a una bandada de palomas durante horas.
Cuando Nkata llegó con Eve Bowen, Lynley le entregó el resto de los mensajes, junto con la fotografía de Dennis Luxford que el director del Source le había proporcionado. Cuando Nkata salió a toda prisa para enviar la foto de Luxford a Wiltshire, contestar los mensajes y redactar un informe que aplacara al subcomisionado por el resto del día, Lynley cerró la puerta y se volvió hacia Eve Bowen y el hombre que había engendrado a su hija.
—¿Es esto necesario, inspector Lynley? —preguntó la diputada—. ¿Tiene idea de cuántos fotógrafos estaban esperando inmortalizar el momento en que su agente fue en mi busca?
—Habríamos ido a su oficina —contestó Lynley—, pero dudo que usted lo hubiera agradecido. Los mismos fotógrafos que la sorprendieron cuando salían con el agente Nkata se habrían frotado las manos de satisfacción si hubieran inmortalizado la aparición del señor Luxford en su puerta.
La mujer no había dado muestras de fijarse en la presencia de Luxford. Tampoco lo hizo ahora. Se limitó a caminar hacia una de las sillas instaladas ante el escritorio de Lynley sentarse en su borde, con la espalda tiesa como un palo. Vestía un traje cruzado, con seis botones dorados. Sin duda era una indumentaria de político, pero parecía impropiamente arrugado, y una carrera en sus medias negras, que se iniciaba en el tobillo, amenazaba con ascender por el resto de la pierna.
—He dimitido de mi cargo en el Ministerio del Interior —dijo con voz serena a Luxford, pero sin mirar en su dirección—. Y estoy acabada en Marylebone. ¿Estás satisfecho?
—Evelyn, esto nunca…
—He perdido casi todo —le interrumpió ella—, pero aún hay esperanza, según el ministro del Interior. Dentro de veinte años, si conservo la nariz limpia, podría convertirme en John Profumo. Admirada, aunque no respetada ni temida. ¿No crees que la perspectiva es deseable? —Lanzó una falsa carcajada.
—Yo no estuve implicado —dijo Luxford—. Después de todo lo sucedido, ¿cómo puedes pensar que yo estaba detrás de este horror?
—Porque las piezas encajan a la perfección: una, dos, tres, cuatro. Charlotte fue secuestrada, hubo amenazas, me negué a capitular, Charlotte murió. Lo cual concentró la atención en mí, como tú querías, y preparó el camino para la pieza número cinco.
—¿Cuál es? —preguntó Luxford.
—La desaparición de tu hijo y la posterior necesidad de arruinarme. —Le miró por fin—. Dime, Dennis, ¿cómo va la tirada del periódico? ¿Has conseguido dejar atrás al Sun?
Luxford apartó la vista.
—Santo Dios —dijo.
Lynley se sentó detrás de su mesa y miró a los dos. Luxford derrumbado en una silla, sin afeitar, con el cabello sucio y despeinado, la piel macilenta. Bowen mantenía su postura inconmovible, la cara como una máscara pintada. Lynley se preguntó qué haría falta para lograr su colaboración.
—Señora Bowen —dijo—, una niña ha muerto ya. Un niño puede morir si no actuamos con rapidez.
Cogió el ejemplar del Source que había traído de casa de Luxford y lo dejó sobre el escritorio. Eve Bowen le lanzó una mirada desdeñosa.
—Debemos hablar de esto —siguió Lynley—. En el artículo hay algo incorrecto, o falta algo. Debemos saber qué es, y para ello necesitamos su ayuda.
—¿Por qué? ¿El señor Luxford necesita una continuación para mañana? ¿No es capaz de estrujar su imaginación? Hasta el momento lo está haciendo muy bien.
—¿Ha leído este artículo?
—No me revuelco en el fango.
—Entonces tendré que pedirle que lo lea.
—¿Y si me niego?
—No creo que su conciencia pueda soportar el peso de la muerte de un niño de ocho años. Sobre todo, a continuación del asesinato de Charlotte. Sobre todo, si puede hacer algo por impedirlo. Pero esa muerte ocurrirá, no lo dude, si no nos ponemos en acción ahora mismo. Por favor, lea el artículo.
—No me tome por idiota. El señor Luxford ya tiene lo que quiere. Ha publicado su articulito en primera página. Me ha destruido. Puede utilizar mis restos durante días y escribir artículos complementarios. No me cabe duda de que lo hará. Lo que no hará será asesinar a su propio hijo.
Luxford se precipitó impulsivamente y cogió el periódico.
—¡Léelo! —rugió—. Lee el jodido artículo. Cree lo que te dé la gana, piensa lo que quieras, pero lee el puto artículo o…
—¿Qué? ¿Me matarás a mí también? ¿Serás capaz de no delegar en otro? ¿Podrás clavarme el cuchillo? ¿Podrás apretar el gatillo? ¿O encargarás el trabajito a uno de tus secuaces?
Luxford arrojó el periódico sobre su regazo.
—Distorsiona la realidad todo lo que quieras. Estoy intentando hacerte ver la realidad. Lee el artículo, Evelyn. No quisiste actuar para salvar a nuestra hija, y no puedo cambiar ese hecho, pero…
—¿Cómo te atreves a llamarla nuestra hija? ¿Cómo te atreves a insinuar que yo…?
—Pero si… —Luxford alzó más la voz— si crees que voy a sentarme a esperar que mi hijo se convierta en la segunda víctima de un psicópata, te equivocas de medio a medio. Lee el puto artículo. Léelo ya, con atención, y dime en qué me he equivocado, para que pueda salvar la vida de Leo. Porque si Leo muere… —La voz de Luxford se quebró. Se puso en pie y caminó hacia la ventana—. Tienes motivos para odiarme —dijo al cristal—, pero no te vengues en mi hijo.
Eve Bowen le miró como un entomólogo que estudia un espécimen del cual espera obtener algún dato empírico. Una carrera basada en desconfiar de todos, en confiar sólo en su criterio y en tener el ojo avizor a posibles puñaladas por la espalda no la habían preparado para aceptar la credibilidad de nadie. La suspicacia inherente a la vida política la había conducido a su presente estado, y había tomado como rehén no sólo a su cargo político, sino a la vida de su hija. Lynley comprendió con claridad que aquella misma suspicacia, combinada con su animosidad hacia el hombre que la había dejado embarazada, le impedía ayudarles.
No podía aceptarlo.
—Señora Bowen —dijo—, hoy hemos tenido noticias del secuestrador. Ha dicho que matará al niño si el señor Luxford no corrige los errores del artículo. Bien, no es necesario que crea en la palabra del señor Luxford, pero voy a pedirle que crea en la mía. Oí la grabación de la llamada telefónica. La grabó uno de mis colegas, que estaba en la casa cuando se produjo la llamada.
—Eso no significa nada —replicó Eve Bowen, pero con menos seguridad que antes.
—Es cierto. Hay docenas de maneras inteligentes de falsear una llamada telefónica, pero si asumimos de momento que la llamada era auténtica, ¿quiere que pese una segunda muerte sobre su alma?
—La primera no pesa sobre mi alma. Hice lo que debía hacer. Hice lo correcto. No soy responsable. Él… —Levantó la mano para señalar a Luxford. Por primera vez, su mano tembló levemente. Se dio cuenta y la dejó caer sobre el regazo, donde estaba el periódico—. Él… Yo no. —Tragó saliva, fijó la vista en la nada—. Yo no —dijo por fin.
Lynley esperó. Luxford se volvió y quiso decir algo, pero Lynley le dirigió una mirada y negó con la cabeza. En el exterior, Lynley oyó sonar teléfonos y la voz de Dorothea Harriman. En el despacho, contuvo el aliento y pensó: «Vamos, vamos. Maldita seas, mujer. Vamos».
Eve Bowen arrugó los extremos del periódico. Se caló las gafas con más firmeza y empezó a leer.
El teléfono sonó. Lynley lo descolgó con brusquedad. Era la secretaria de sir David Hillier. ¿Cuándo recibiría el subcomisionado un informe actualizado de su subordinado? «Cuando esté escrito», fue la respuesta de Lynley, y colgó.
Eve Bowen pasó a la página interior donde continuaba el artículo. Luxford se quedó donde estaba. Cuando la mujer terminó de leer, permaneció un momento con la mano sobre el periódico y la cabeza lo bastante alzada para que su mirada se posara sobre el borde de la mesa de Lynley.
—Dijo que me equivoqué —musitó Luxford—. Dijo que si mañana no lo rectificaba, mataría a Leo. No sé qué cambiar.
—Nada. —Eve siguió sin mirarle, y su voz sonó apagada—. No te has equivocado.
—¿Se dejó algo? —preguntó Lynley.
Eve alisó el periódico.
—Habitación 710 —dijo—. Papel pintado amarillo. Una acuarela de Mikonos en la pared, sobre la cama. Un minibar con champán pésimo, de modo que bebimos un poco de whisky y toda la ginebra. —Carraspeó. Siguió mirando el borde del escritorio—. Nos encontramos dos noches para cenar fuera. Una fue en un lugar llamado Le Chateau; la otra en un restaurante italiano, San Filippo. Había un violinista que no dejó de tocar ante nuestra mesa hasta que le diste cinco libras.
Luxford no parecía capaz de apartar la vista de ella. Su expresión daba pena.
—Siempre nos separábamos antes de desayunar —continuó Eve—, porque era más prudente, pero la última mañana no lo hicimos. Todo había terminado, pero quisimos prolongar el momento antes de separarnos. Llamamos al servicio de habitaciones, que se retrasó. El desayuno estaba frío. Tú sacaste la rosa del jarrón y…
Se quitó las gafas y las sostuvo en la mano.
—Lo siento, Evelyn —dijo Luxford.
Ella levantó la cabeza.
—¿Qué sientes?
—Dijiste que no querías nada de mí. No me dejaste. Lo único que pude hacer fue abrir una cuenta bancaria para ella. Hice un ingreso cada mes, en su cuenta… para que si yo moría… si ella necesitaba algo… —Pareció darse cuenta de lo incongruente y patético de su toma de responsabilidad, comparado con la enormidad de lo sucedido la semana anterior—. No lo sabía. No pensé que…
—¿Que? —pregunto ella con brusquedad—. ¿Qué no pensaste?
—Que aquella semana había significado más para ti de lo que imaginé en aquel momento.
—No significó nada para mí. No significaste nada para mí. No significas nada para mí.
—Por supuesto. Lo sé. Por supuesto.
—¿Algo más? —preguntó Lynley.
Eve devolvió las gafas a su nariz.
—Lo que comí, lo que él comió. Cuántas posturas sexuales probamos. ¿Qué más da? —Arrojó el periódico hacia Lynley—. No hay nada más de aquella semana en Blackpool que pueda interesar a nadie, inspector. Lo más interesante ya ha sido impreso: durante casi una semana, Eve Bowen se folló al director izquierdista de un periodicucho, y pasó los once años siguientes ocultándolo.
Lynley dirigió su atención a Luxford. Pensó en las palabras que había oído en la conversación grabada. No parecía necesario imprimir nada más para arruinar a la diputada. Sólo quedaba una posibilidad, por improbable que se le antojara: la diputada nunca había sido el objetivo del secuestrador.
Empezó a rebuscar entre los expedientes e informes diseminados sobre su mesa. Hacia el fondo de la masa de material, encontró las fotocopias de las dos notas de secuestro iniciales. Los originales todavía obraban en poder de SOL, donde el laboratorio estaba procediendo a la ardua tarea de localizar huellas dactilares en el papel.
Leyó la nota que habían enviado a Luxford, primero para sí y luego en voz alta.
—«Reconoce a tu primogénito en primera plana, Lottie quedará en libertad».
—La reconocí —dijo Luxford—. Lo confesé. Lo admití, ¿qué más puedo hacer?
—Si hizo todo eso y se equivocó, sólo hay una explicación razonable —dijo Lynley—. Charlotte Bowen no era su primogénita.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Luxford.
—Creo que es bastante evidente. Tiene otro hijo, señor Luxford. Y alguien sabe quién es ese niño.
Barbara Havers regresó a Wootton Cross a la hora del té con la fotografía de Dennis Luxford, que Nkata había enviado por fax al DIC de Amesford. Era granulosa (y las fotocopias no mejoraban el granulado), pero tendría que servir.
En Amesford, había hecho lo posible por evitar otro encontronazo con el sargento Reg Stanley. Este se había atrincherado en la sala de incidencias, tras un parapeto de listines telefónicos. Como tenía un auricular apretado contra la oreja y ladraba en él mientras encendía un cigarrillo con el culo de la chica, Barbara había podido dedicarle un saludo con la cabeza, cortés pero carente de sentido, tras lo cual fue en busca del fax de Londres. En cuanto lo encontró y fotocopió, buscó a Robin, que había terminado su circuito de puntos de alquiler de barcas, y parecía decidido a comentar el tema con ella.
—Brillante —le interrumpió—. Buen trabajo, Robin. Ahora, vuelve a ver a los posibles testigos y prueba con esto. Le dio la foto de Dennis Luxford.
Robin la miró.
—¿Luxford? —preguntó.
—Luxford —contestó Barbara—. Nuestro más firme candidato para enemigo público número uno. Robin estudió la foto un momento.
—De acuerdo —dijo—. Veré si alguien le reconoce en los amarraderos. ¿Qué harás tú?
Le dijo que aún seguía la pista del uniforme escolar de Charlotte Bowen.
—Si Dennis Luxford deslizó ese uniforme en el puesto de Stanton St. Bernard, alguien tuvo que verle. Me encargaré de investigarlo.
Dejó a Robin fortaleciéndose con una taza de té. Subió al Mini y se dirigió al norte. Rodeó la estatua del rey Alfredo que se erguía en el cruce de carreteras de Wootton Cross, y pasó ante la diminuta comisaría donde había conocido a Robin. «¿Fue sólo hace dos noches?», pensó mientras conducía. Encontró el Barclay’s Bank en la calle mayor, entre una cacharrería y una pastelería.
En Barclay’s tenían una tarde tranquila. No se oía el menor ruido y parecía más una iglesia que un banco. Al fondo, una barandilla señalaba la zona reservada a operaciones importantes. En esa sección había cubículos erigidos ante una hilera de despachos. Cuando Barbara preguntó por la «señorita Matheson, Cuentas Nuevas», una pelirroja de dientes estropeados la dirigió hacia el cubículo más próximo al despacho con el letrero «Director». Tal vez se debía a aquella cercanía a la grandeza, pensó Barbara, que los padres de la «joven señorita Matheson» se sintieran tan orgullosos del empleo de su hija.
La señorita Matheson estaba sentada ante su mesa, con la espalda vuelta hacia Barbara y de cara a un ordenador. Estaba introduciendo datos con gran celeridad. Utilizaba una mano para pasar las páginas de donde copiaba los datos y la otra para teclear. Barbara observó que tenía una silla apropiadamente ergodinámica, y su postura era un reconocimiento a los méritos de su profesor de mecanografía. No era una mujer que fuera a padecer de túnel carpiano, tortícolis o curvatura de columna. Al mirarla, Barbara se puso tiesa como un palo, y confió en poder mantener aquella postura durante al menos medio minuto.
—¿Señorita Matheson? —dijo—. DIC de Scotland Yard. ¿Podemos hablar un momento?
La mujer se giró en su silla y Barbara se quedó sin palabras y su admirable postura se derrumbó como un castillo de naipes. Ella y la «joven señorita Matheson» se miraron. La última dijo «Barbara» mientras esta decía «Celia», y se preguntó el significado de que siguiendo la pista del uniforme de Charlotte Bowen hubiera llegado hasta la presunta novia de Robin Payne.
Una vez se recobraron de la confusión de encontrarse en aquel lugar, Celia guio a Barbara hasta el comedor de los empleados.
—De todas formas, iba a tomarme un descanso —explicó—. Supongo que no habrá venido para abrir una cuenta, ¿verdad?
El comedor estaba al final de un tramo de escaleras alfombradas en marrón oscuro. Compartía el espacio con una sala de almacenamiento y un lavabo. Contenía dos mesas y el tipo de sillas de plástico nada ergodinámicas que, en un cuarto de hora de descanso, darían al traste con los buenos resultados obtenidos al sentarse en sus antípodas durante el resto del día. Una tetera eléctrica descansaba sobre una encimera naranja de formica, rodeada de tazas y cajas de té. Celia enchufó la tetera.
—¿Typhoo? —preguntó sin volverse.
Barbara vio la caja de té antes de ponerse en ridículo y contestar «Salud».
—Estupendo —dijo.
Cuando el té estuvo preparado, Celia llevó dos tazas y un sobre de edulcorante artificial a la mesa. Barbara se sirvió el veneno auténtico. Estaban revolviendo y bebiendo como dos púgiles cautelosos, cuando Barbara anunció el motivo de su visita.
Habló a Celia del hallazgo del uniforme escolar de Charlotte Bowen (dónde lo habían encontrado, quién y entre qué), y observó que la expresión de la joven pasaba de cautelosa a sorprendida. Sacó del bolso la foto de Dennis Luxford.
—Nos preguntamos si este tipo le resultaría familiar. ¿Le reconoce de haberle visto en la feria, o cerca de la iglesia antes de la feria?
Le tendió la foto. Celia dejó la taza sobre la mesa y alisó la foto, sujetándola por los bordes. La miró con atención y negó con la cabeza.
—¿Eso es una cicatriz en la barbilla?
Barbara no se había fijado, pero volvió a mirarla. Celia tenía razón.
—Yo diría que sí.
—Me habría acordado de la cicatriz —dijo Celia—. Nunca olvidó una cara. Siempre gusta a los clientes que te acuerdes de sus nombres. Por lo general utilizo algún truco memorístico para ayudarme. Esa cicatriz lo habría sido.
Barbara no quiso saber lo que Celia había utilizado en su caso, pero decidió someterla a una prueba de memoria. Sacó una foto de Howard Short que había cogido en la oficina del DIC y preguntó si le reconocía.
Esta vez, la respuesta fue positiva e inmediata.
—Vino al puesto de objetos donados —dijo—, pero de todos modos le habría reconocido —añadió, en una exhibición de sinceridad que habría enorgullecido a sus padres—. Es Howard Short. Su abuela asiste a nuestra iglesia.
Tomó un sorbo de té. Barbara observó que bebía en silencio, pese a lo caliente que estaba el té. Una buena educación siempre se nota.
—Es un muchacho muy simpático —comentó Celia, y devolvió la foto a Barbara—. Espero que no se haya metido en problemas.
Barbara pensó que Celia no podía ser mucho mayor que Howard, de modo que referirse a él como un «muchacho muy simpático» parecía un poco condescendiente.
—En este momento parece inocente —dijo—, pero tenía en su poder el uniforme de la niña Bowen.
—¿Howard? —preguntó con incredulidad Celia—. Oh, es imposible que esté relacionado con su muerte.
—Eso dice él. Dice que el uniforme estaba mezclado con los trapos de una bolsa que compró en su puesto de objetos donados.
Celia confirmó la historia de Howard, y también la de su madre, en el sentido de cómo se convertían las ropas en trapos. Describió a continuación el puesto. Una parte contenía ropas colgadas de perchas, otra albergaba mesas de objetos doblados, otra exhibía una selección de zapatos («Nunca vendemos muchos», admitió), y las bolsas de trapos estaban guardadas en una caja grande, en la esquina más alejada del puesto. No había que vigilarlas porque, al fin y al cabo, sólo eran bolsas de trapos. La iglesia no perdería mucho dinero si robaban una, pero resultaba deprimente pensar que alguien utilizara un acontecimiento bienintencionado como la feria anual de Stanton St. Bernard para deshacerse de algo relacionado con un asesinato.
—¿Pudo alguien meter el uniforme en una bolsa sin que nadie se diera cuenta? —preguntó Barbara.
Celia tuvo que admitir dicha posibilidad. Improbable, pero posible. A fin de cuentas, el puesto de objetos donados era un elemento popular de la feria anual. La señora Ashley Havercombe, de Wyman Hall, cerca de Bradford-on-Avon, solía donar gran cantidad de prendas personales, y siempre había aglomeraciones para hacerse con ellas durante las primeras horas del día, así que en ese periodo de tiempo… Sí, era posible.
—Pero ¿está segura de que no vio a este hombre?
Celia estaba segura, pero no había estado en el puesto todo el día, de modo que Barbara haría bien en enseñar aquella fotografía a su madre.
—No tiene tan buena memoria para las caras como yo —dijo Celia—, pero le gusta charlar con la gente, de modo que si estuvo allí, puede que haya intercambiado algunas palabras con él.
Barbara dudaba que Luxford hubiera sido tan imbécil como para meter el uniforme de su hija entre los trapos, y pararse luego a hablar con la esposa del vicario para delatar su presencia.
—Volveré a Stanton St. Bernard desde aquí —dijo.
—¿No va a ir a Lark’s Haven, pues?
Hizo la pregunta de una forma casual, mientras reseguía el adorno de la taza con una uña bien formada. Barbara miró la taza y examinó el adorno: un grueso corazón rosado con la inscripción «Feliz día de San Valentín». Se preguntó si habría sido un regalo.
—¿Ahora? —dijo—. No. Aún me queda demasiado trabajo.
Apartó la silla de la mesa e hizo además de devolver la foto a su bolso.
—Me pregunté al principio por lo que estaba pasando, pues no es muy propio de él, en realidad, pero anoche lo comprendí todo.
—¿Perdón? —dijo Barbara, y se quedó sentada como aturdida, con una mano alzada en el aire y las fotografías colgadas de ella como un regalo rechazado.
Celia dedicó un escrupuloso e innecesario examen al centro de la mesa, donde una pila de boletines de noticias con las puntas dobladas llevaban la inscripción «El latido de Barclay» en letras de color fucsia.
Respiró hondo.
—Cuando él volvió del cursillo la semana pasada —dijo con una tenue sonrisa—, no comprendí qué había pasado para que cambiaran las cosas entre nosotros. Seis semanas atrás, éramos el uno para el otro, y de repente ya no éramos nada.
Barbara se esforzó por asimilar lo que estaba escuchando. «Él» sería Robin. «Las cosas» sería su relación. «El cursillo» sería el tiempo pasado por Robin en el cursillo de detectives del DIC. Hasta ahí llegaba, pero la afirmación inicial de que Celia lo había comprendido todo se le escapaba.
—El DIC es duro —dijo—. Este es el primer caso de Robin, de modo que debe estar un poco preocupado, porque quiere que la investigación sea un éxito. No debería tomarse tan a pecho que esté un poco distante. Es algo inherente al trabajo.
Celia siguió como si no la hubiera escuchado.
—Al principio pensé que era el compromiso de Corrine con Sam Pensé: Está raro porque le preocupa que su madre no haya conocido a Sam durante el tiempo suficiente antes de acceder a casarse con él. Robbie es conservador en ese sentido. Está muy unido a su madre. Siempre han vivido juntos. Pero ni siquiera eso me pareció motivo suficiente para que no tuviera ganas de… bien, de estar conmigo, ya me entiende. —Miró con atención a Barbara, como si esperara la respuesta a una pregunta tácita.
Barbara se sentía incapaz de ofrecer una respuesta. La carrera en el DIC había exigido un tributo oneroso a sus colegas del Yard, y pensaba que no tranquilizaría a la otra mujer hablar de los matrimonios rotos y las relaciones abortadas que sus colegas habían dejado atrás.
—Ha de encontrarse cómodo en el trabajo —dijo—. Ha de acostumbrarse.
—No se trata de eso. Lo comprendí cuando les vi juntos anoche en Lark’s Haven. No esperaba encontrarme allí. Cuando me vio, ni siquiera me registró en su cerebro. Eso lo dice todo, ¿no cree?
—¿Qué dice?
—La conoció en ese cursillo, Barbara. El cursillo de detectives. Y así empezaron las cosas.
—¿Empezaron las cosas? —Barbara sintió una oleada de incredulidad. Por fin comprendió lo que Celia estaba insinuando—. ¿Está pensando que Robin y yo…? —La idea era tan ridícula que ni siquiera pudo terminar la frase—. ¿Los dos? ¿Él? ¿Conmigo? ¿Eso piensa?
—Eso sé.
Barbara buscó los cigarrillos en el bolso. Se sentía un poco mareada. Costaba creer que aquella joven, con su peinado elegante, sus ropas elegantes y su cara algo redondita, pero sin duda bonita, pudiera considerarla una rival. A ella, Barbara Havers, con sus cejas sin depilar, su cabello de rata, sus pantalones marrones abolsados y su jersey holgado, designados ambos para camuflar un cuerpo tan rechoncho que el último hombre que la había mirado con deseo lo había hecho en otra década y bajo el influjo de tanto alcohol que… «Puta mierda —pensó Barbara—. Los milagros nunca cesan».
—Celia, no se imagine cosas —dijo—. No hay nada entre Robin y yo. Le conocí hace sólo dos noches. De hecho, le arrojé al suelo y encima le pisé la mano. —Sonrió—. Más que deseo, Robin debe de estar pensando en la mejor manera de vengarse de mí.
Celia no compartió su jovialidad. Se levantó llevó su taza a la encimera. La llenó de agua y la introdujo en el lavaplatos.
—Eso no cambia nada —dijo.
—¿Qué no cambia nada?
—Cuándo le conoció usted, o incluso por qué. Conozco a Robin. Sé leer en su cara. Las cosas han terminado entre nosotros, y usted es el motivo.
Se secó los dedos en un trapo de cocina y luego se frotó las manos como si las liberara de polvo, de Barbara y, sobre todo, de aquel encuentro. Dirigió a Barbara una sonrisa formal.
—¿Necesita hablar conmigo de algo más? —preguntó, con la misma voz que utilizaría con un cliente al que detestara con todas sus fuerzas.
Barbara también se levantó.
—Creo que no —dijo—. Pero se equivoca —dijo, cuando Celia se encaminó hacia la puerta—. De veras. No hay nada entre nosotros.
—Aún no, tal vez —replicó Celia, y bajó por la escalera.
El agente negro del acento híbrido no podía acompañarla a casa, de modo que Lynley dispuso que un coche camuflado fuera a buscar a Eve Bowen al aparcamiento subterráneo. Eve había pensado que el cambio de vehículos (en lugar del ostentoso Bentley plateado, un Golf beige bastante sucio) despistaría a los periodistas, pero se equivocó. El chófer efectuó algunas maniobras de evasión alrededor de las calles de Tothill, Dartmouth y Old Queen, pero se enfrentaba a expertos en el arte de la persecución. Si bien logró confundir a dos coches, cuyos conductores cometieron el error de pensar que su destino era el Ministerio del Interior, un tercer coche les alcanzó cuando se dirigían hacia el norte a lo largo de St. James’s Park. El conductor hablaba por teléfono, lo cual garantizaba que otros se unirían a la persecución antes de que Eve Bowen llegara a las cercanías de Marylebone.
El primer ministro había aceptado su dimisión poco después del mediodía, con aspecto solemne y tras expresar los sentimientos apropiados en un hombre obligado a bailar de puntillas entre el oprobio esperado de alguien que se había comprometido con el regreso a los valores británicos básicos, y el reconocimiento de un compañero tory a una estimada subsecretaria que le había servido sin tregua y con distinción. El PM consiguió expresar la nota exacta de pesar, al tiempo que se distanciaba de ella. Al fin y al cabo, tenía buenos escritores de discursos. Cuatro horas después, el coronel Woodward había hablado desde la puerta principal de la oficina de la Asociación de Electores. Sus palabras habían sido graves, pero perfectas para los telediarios nocturnos.
—Nosotros la elegimos y la mantendremos en su puesto. De momento.
Desde que aquellos dos oráculos habían decretado su suerte, los reporteros se habían mostrado ávidos de registrar sus reacciones, en palabras o en fotos. Cualquier modalidad serviría.
Eve no preguntó al agente que conducía el Golf si los reporteros sabían que Dennis Luxford se había encontrado con ella en Scotland Yard. En aquel momento, ya daba igual. Su relación con Luxford se había convertido en noticia pasada en cuanto el periódico de Luxford salió a la calle para consumo público. Lo único que importaba ahora a los periodistas era descubrir un ángulo nuevo en la historia. Luxford se había adelantado a todos los periódicos de Londres, y no había director, desde Kensington hasta la isla de los Perros, que no estuviera recordando sin cesar el hecho a su personal. Desde aquel momento hasta que otra noticia sensacional monopolizara la atención del público, los periodistas la acosarían en su afán de descubrir un nuevo giro de los acontecimientos que les permitiera vender más periódicos. Eve podía tratar de burlarles, pero no podía esperar la menor piedad por su parte. Tenían cantidad de material para el día siguiente, cortesía del primer ministro y del presidente de su Asociación de Electores. Tenían suficiente para que perseguirla fuera superfluo, pero siempre cabía la posibilidad de topar con algo sabroso. No iban a desperdiciar la oportunidad de arrojar otra palada de tierra sobre su tumba.
El agente perseveró en sus intentos de eludir la persecución. Su conocimiento de las calles de Westminster era tan perfecto que Eve se preguntó si antes que policía había sido taxista. En cualquier caso, no estaba a la altura del cuarto poder. En cuanto se hizo evidente que, pese a las vueltas y revueltas, se dirigía hacia Marylebone, los periodistas telefonearon a sus colegas que acechaban en los alrededores de Devonshire Place Mews. Cuando Eve y el Golf entraron por fin en Marylebone High Street, una falange de individuos armados con cámaras y blocs les aguardaban.
Eve siempre había alabado en público a la familia real, como cabía esperar de una tory. Sin embargo, pese a su convicción jamás expresada en público de que no eran otra cosa que una sangría absurda en la economía, se descubrió deseando con todas sus fuerzas que alguno de ellos, cualquiera, hubiera hecho algo aquel día merecedor de la atención de la prensa. Cualquier cosa con tal de sacárselos de encima.
Las callejuelas seguían bloqueadas, vigiladas por un agente que mantenía cerrado el acceso a su casa. Pese a su dimisión, y las consecuencias de esta durante los días siguientes, las callejuelas estarían bloqueadas hasta que el furor se aplacara. Sir Richard Hepton se lo había prometido.
—No arrojo a los míos a los lobos —había dicho.
No. Sólo los arrojaba a las inmediaciones de los lobos, concluyó Eve. Así era la política.
El chófer le preguntó si quería que entrara en la casa con ella. «Como medida de seguridad», dijo. Ella contestó que no era necesario. Su marido la estaba esperando. Ya se habría enterado de lo peor, sin duda. Sólo deseaba intimidad.
Las cámaras la asaetearon cuando bajó del coche. Los periodistas gritaban desde detrás de la valla, pero el tráfico de la calle mayor y el ruido de los parroquianos que aullaban en el Devonshire Amas apagaron sus palabras. Eve no les hizo caso. En cuanto cerró la puerta a su espalda, ya no oyó nada.
Pasó los cerrojos. Llamó «¿Alex?» y fue a la cocina. Su reloj marcaba las 17.28, después del té y antes de la cena. Sin embargo, no vio señales de comida consumida o preparada. Tampoco era que le importara mucho. No tenía hambre.
Subió al primer piso. Según sus cálculos, hacía dieciocho horas que llevaba la misma ropa, desde que había salido de madrugada para intentar detener el desastre. Notó el tacto pegajoso de su vestido en las axilas, y sus bragas se aferraban con un toque húmedo a su entrepierna, como la palma de un borracho. Deseaba un baño, un baño largo caliente con aceite perfumado y una capa de maquillaje que eliminara la suciedad de su piel. Después tomaría un vaso de vino, blanco frío, con un gustillo almizclado que le recordara picnics en Francia con pan y queso.
Tal vez deberían ir a Francia, hasta que las cosas se calmaran y ya no fuera la presa favorita de los buitres de Fleet Street. Volarían a París y alquilarían un coche. Se reclinaría en el asiento, cerraría los ojos dejaría que Alex la llevara donde quisiera. Sería estupendo largarse.
Se quitó los zapatos en el dormitorio. Volvió a llamar a Alex, pero sólo el silencio respondió. Mientras se desabotonaba el vestido, salió al pasillo le llamó otra vez. Entonces reparó en la hora y comprendió que estaría en alguno de sus restaurantes, donde solía encontrarse por las tardes. Ella nunca estaba en casa a aquella hora. No cabía duda de que todo estaba en orden, pese al extraño silencio que reinaba en la casa. Aun así, tenía la sensación de que la atmósfera estaba poblada de susurros, de que las habitaciones esperaban con el aliento contenido a que descubriera… ¿qué? ¿Por qué tenía aquella certeza de que algo iba mal?
Eran los nervios, pensó. Había pasado un infierno. Necesitaba el baño y la bebida.
Se sacó el vestido, lo arrojó al suelo y fue a buscar la bata en el armario. Abrió las puertas. Y allí estaba lo que el silencio había intentado decirle.
Las ropas de Alex habían desaparecido: todas las camisas, todos los trajes, todos los pantalones y zapatos. Habían desaparecido y no quedaba ni una hebra de lana capaz de testimoniar que alguien había utilizado aquel perchero, aquellos estantes, aquel armario.
Descubrió lo mismo en la cómoda. Y en la mesita de noche, el cuarto de baño, el tocador y el botiquín. No pudo imaginar cuánto tiempo había tardado en borrar todos los vestigios de su paso por la casa, pero su marido lo había conseguido.
Se aseguró examinando el estudio, la sala de estar y la cocina. Todo lo que había dejado huella de su presencia en la casa, y también en su vida, había desaparecido.
«Bastardo —pensó—. Bastardo, bastardo». Había elegido el momento a la perfección. Qué mejor forma de apuñalarla por la espalda que hacerlo completando su humillación pública. No cabía duda de que los buitres apostados en Marylebone High Street le habían visto marchar y llenar el Volvo. Ahora esperaban captar su reacción ante el momento final de la destrucción de su vida.
«Bastardo —pensó de nuevo—. Asqueroso bastardo». Había elegido la vía más fácil, huir como un adolescente plañidero cuando ella no estaba presente para hacer preguntas o exigir respuestas. Le había resultado muy sencillo: hacer las maletas, marcharse y dejar que se enfrentara sola al coro de preguntas. Ya las oía: ¿Se trata de una separación oficial? ¿El abandono de su marido está relacionado con lo que Dennis Luxford ha revelado esta mañana? ¿Conocía su relación con el señor Luxford antes de que el Source publicara el artículo? ¿Se ha visto alterada su postura sobre la inviolabilidad del matrimonio durante las últimas doce horas? ¿El divorcio es inminente? ¿Quiere hacer alguna declaración en relación con…?
Oh, sí, pensó Eve. Tenía muchas declaraciones que hacer. Sólo que no las haría a la prensa.
Volvió al dormitorio y se vistió a toda prisa. Se aplicó lápiz de labios, se peinó y se arregló las cejas. Fue a la cocina, donde colgaba el calendario. Leyó la palabra «Sceptre» en el cuadrado correspondiente al miércoles, escrita con la pulcra letra de Alex. De buen augurio, pensó. El restaurante estaba en Mayfair, a menos de diez minutos en coche.
Los reporteros se agitaron detrás de la valla policial cuando salió en coche del garaje. Se produjo un alboroto general cuando los que tenían vehículos aparcados en la vecindad corrieron hacia ellos para seguirla. Al llegar a la valla, el agente se inclinó sobre el coche.
—No es una buena idea salir sola, señora Bowen —dijo—. Puedo llamar a alguien…
—Aparte la valla —le ordenó.
—Estos tipos la van a seguir como un avispero.
—Aparte la valla —repitió—. Apártela de una vez.
La expresión del agente dijo «Puta estúpida», pero su boca dijo «De acuerdo». Apartó la valla de madera para que accediera a Marylebone High Street. Giró a la izquierda y aceleró en dirección a Berkeley Square. El Sceptre estaba encajado en la esquina de una callejuela, al sudoeste de la plaza. Era un hermoso edificio de ladrillo y enredaderas, con una profusión de exuberantes plantas tropicales en la entrada.
Eve llegó bastante antes que los reporteros, que habrían perdido tiempo corriendo hacia los coches y obedeciendo las normas de tráfico, que ella se había saltado sin vacilar. El restaurante aún no estaba abierto, pero sabía que el personal de la cocina debía estar dentro desde antes de las dos. Alex estaría con ellos. Se acercó a la puerta lateral y llamó. Estuvo dentro de la sala de almacenamiento, cara a cara con el chef de repostería, antes de que los periodistas hubieran podido salir de los vehículos.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Preparando un nuevo alioli —dijo el chef de repostería—. Esta noche tenemos un plato especial de pez espada, y…
—Ahórreme los detalles… —le espetó Eve.
Se dirigió a la cocina, dejando atrás las enromes neveras y las alacenas abiertas, donde ollas y sartenes refulgían bajo las brillantes luces del techo.
Alex y su chef estaban de pie al lado de una encimera, y conversaban ante un montón de ajo fileteado, una botella de aceite de oliva, una montañita de aceitunas cortadas, un ramo de coriandro y una colección de tomates, cebollas y chiles rojos. Alrededor, los preparativos para la cena estaban en pleno apogeo. Los ayudantes preparaban sopa, entrantes y lavaban de todo, desde acedera hasta canónigo. Si hubiera tenido hambre, la mezcla le habría resultado embriagadora, pero la comida era lo último que ocupaba su mente.
—Alex —dijo.
Él levantó la vista.
—Quiero hablar contigo.
Eve fue consciente de que las conversaciones se habían interrumpido después de que ella hablara, pero los ruidos de la preparación culinaria se reanudaron al instante. Espero a que interpretara el papel de adolescente plañidero por segunda vez en veinticuatro horas: «¿No ves que estoy ocupado? Tendrás que esperar». Pero no lo hizo.
—Debemos conseguir nopalitos antes de mañana —se limitó a decir al chef—. Vamos a la oficina —indicó a Eve.
Una contable estaba sentada en la única silla de la oficina, delante de una montaña de facturas que descansaban sobre la mesa. Al parecer las estaba ordenando, y levantó la vista cuando Alex abrió la puerta.
—Juraría que esa parada de Smithfield nos ha vuelto a cobrar de más, Alex. Hemos de cambiar de proveedores o hacer algo para…
De pronto pareció asimilar el hecho de que Eve estaba detrás de su marido. Bajó la cuenta a la que se había referido y paseó la vista por la habitación, como si buscara un lugar donde esconderse.
—Cinco minutos, Jill —dijo Alex—. Si no te importa.
—Ardo en deseos de tomar una taza de té —dijo la mujer. Se puso en pie y salió a toda prisa. Eve se dio cuenta de que no la había mirado a la cara.
Alex cerró la puerta. Eve esperaba que tuviera aspecto mortificado, avergonzado, pesaroso o incluso beligerante. No esperaba encontrar en su cara una profunda desolación que profundizaba sus arrugas.
—Explícate —dijo.
—¿Qué quieres que te diga?
—No quiero que digas nada en particular. Quiero saber qué está pasando. Quiero saber por qué. Creo que me lo debes.
—Has estado en casa, por lo tanto.
—Claro que he estado en casa. ¿Qué esperabas? ¿Que fueran los periodistas quienes me informaran de que mi marido me había abandonado? ¿Lo hiciste delante de ellos para que no se perdieran detalle?
—Lo hice casi todo anoche. El resto, esta mañana. Los periodistas aún no hablan llegado.
—¿Dónde te alojas?
—Da igual.
—¿Da igual? ¿Por qué?
Miró hacia la puerta. Recordó la expresión de la contable cuando la había visto detrás de Alex en el pasillo. ¿De qué había sido? ¿Alarma? ¿Consternación? ¿Rabia?
—¿Quién es ella? —preguntó.
Alex cerró los ojos con semblante cansado. Dio la impresión de que abrirlos le supondría un penoso esfuerzo.
—¿Crees que el motivo es otra mujer?
—He venido para saber el motivo.
—Ya lo veo, pero no sé si podré explicártelo. No, eso no es verdad. Puedo explicarlo de pe a pa, si eso es lo que quieres.
—Por algo se empieza.
—Pero el final de mi explicación será el principio. No comprenderás. Es mejor que nos separemos, para disminuir nuestras pérdidas y evitarnos lo peor.
—Quieres divorciarte. Es eso, ¿verdad? No. Espera. No contestes aún. Quiero estar segura de comprender.
Se acerco al escritorio, dejó el bolso encima y se volvió hacia él. Alex se quedó donde estaba, junto a la puerta.
—He pasado la peor semana de mi vida y aún no ha terminado. Me han pedido que dimita de mi puesto en el gobierno. Me han dicho que debo abandonar mi escaño en las próximas elecciones. Mi historia personal está a punto de exhibirse en todos los periódicos de la nación. Y tú quieres divorciarte.
Los labios de Alex se entreabrieron cuando aspiró. La miró, pero como si fuera una perfecta desconocida. Era como si se hubiera refugiado en otro mundo, cuyos habitantes eran muy diferentes de la mujer que estaba con él en la oficina en aquel momento.
—Escúchate —dijo con un murmullo exhausto—. Joder, Eve. Escúchate por una vez.
—¿Qué debo escuchar?
—A la persona que eres.
Su tono no era frío ni derrotado, pero sí resignado, como nunca lo había oído. Hablaba como un hombre que hubiera llegado a una conclusión, pero daba la impresión de ser indiferente a que ella comprendiera dicha conclusión. Cruzó los brazos y se acunó los codos. Hundió las uñas en la piel.
—Sé muy bien quién soy —contestó—. Soy la carne de cañón de todos los periódicos de la nación. Soy el objeto de la rechifla universal. Soy una víctima más del frenesí periodístico por moldear la opinión pública y efectuar un cambio en el gobierno. Pero también soy tu mujer, y como tu mujer quiero respuestas concretas. Después de seis años de matrimonio me debes algo más que jerga psicologista, Alex. «Escucha quién eres» sólo sirve para iniciar una discusión. Cosa que se va a producir si no te explicas. ¿Me he expresado con claridad?
—Siempre te has expresado con claridad —repuso su marido—. Era yo el que no se aclaraba. No veía lo que tenía delante de las narices, porque no quería verlo.
—Estás diciendo tonterías.
—Para ti, sí. Ya me doy cuenta. Antes de esta última semana yo también lo habría pensado. Tonterías. Paparruchas. Estupideces. Lo que más te guste. Pero cuando Charlie desapareció tuve que mirar de frente nuestra vida. Y cuanto más la miraba más ofensiva me parecía.
Eve se puso rígida. La distancia que les separaba no sólo parecía consistir en espacio, sino en hielo.
—¿Cómo esperabas que fuera nuestra vida con Charlotte secuestrada? —preguntó—. ¿Con Charlotee asesinada? ¿Con las circunstancias de su nacimiento y muerte pregonadas por todo el país?
—Esperaba que te comportaras de una manera diferente. Esperaba demasiado.
—Ah, ¿sí? ¿Qué esperabas de mí, Alex? ¿Que me azotara con unos cilicios? ¿Que me cubriera la cara de cenizas? ¿Que me rasgara las vestiduras? ¿Que me cortara el cabello al cero? ¿Alguna clase de expresión ritual de dolor que pudieras aprobar? ¿Eso querías?
Alex negó con la cabeza.
—Quería que te comportaras como una madre —dijo—, pero me di cuenta de que sólo eras alguien que había dado a luz un hijo por error.
Eve notó que la ira la envolvía.
—¿Cómo te atreves a insinuar…?
—Lo que pasó a Charlie… —Alex calló. Sus ojos enrojecieron. Carraspeó con fuerza—. Desde el primer momento, lo sucedido a Charlie estuvo relacionado contigo. Incluso ahora que está muerta, todo tiene que ver contigo. El que Luxford publicara el artículo tiene que ver contigo. Y esto, la decisión que he tomado, tiene que ver contigo, otra mella en tus aspiraciones políticas, algo que explicar a la prensa. Vives en un mundo donde la apariencia siempre es más importante que la realidad. Fui demasiado estúpido para darme cuenta hasta que Charlie fue asesinada.
Extendió la mano hacia el pomo de la puerta.
—Alex, si me dejas ahora… —Eve no concluyó la amenaza. Alex se volvió hacia ella.
—Estoy seguro de que existe un eufemismo, tal vez incluso una metáfora, que puedas referir a la prensa para explicar lo sucedido entre nosotros. Llámalo como quieras. Me da igual. Siempre que sea el final.
Abrió la puerta. Los ruidos de la cocina invadieron la habitación. Antes de salir, vaciló y la miró. Eve pensó que iba a decir algo sobre su historia, su vida en común, su futuro como marido y mujer, ahora abortado.
—Creo que lo peor fue desear que fueras capaz de amar, y por mediación de ese deseo creer que lo eras.
—¿Vas a hablar con la prensa? —preguntó Eve.
La sonrisa de Alex fue gélida.
—Dios mío, Eve —dijo—. Jesús. Dios mío.