Barbara Havers presintió que se estaba acercando a la verdad en cuanto localizó Stanton St. Bernard. El pueblo era una colección de granjas, establos y casas alineadas a lo largo de cinco sendas y caminos rurales que se cruzaban. Albergaba una fuente, un pozo, una oficina de correos diminuta como una ratonera y la modesta iglesia que había patrocinado la feria, cuyo puesto de artículos donados había contenido la bolsa de trapos donde habían encontrado el uniforme escolar de Charlotte Bowen. Pero no era la presencia de la iglesia lo que estimulaba el interés de Barbara, sino el emplazamiento del pueblo. Apenas a un kilómetro y medio hacia el sur, el canal de Kennet y Avon discurría entre campos plantados con heno y maíz, y rodaba tranquilamente hacia Allington, a poco más de tres kilómetros en dirección oeste. Barbara efectuó un breve circuito del pueblo para asegurarse de aquellos detalles, antes de encaminarse hacia la iglesia. Cuando aparcó el Mini y salió para respirar el aire, impregnado de olor a estiércol, estaba segura de seguir la ruta recorrida por el asesino.
Encontró al vicario y su mujer en el jardín de una casa de ventanas estrechas, identificada por un letrero que rezaba «Rectoría». Los dos estaban arrodillados ante un exuberante macizo de flores, y Barbara pensó por un momento que estaban rezando. Esperó ante la cancela, lo cual le pareció una distancia bastante respetuosa, pero después oyó sus voces.
—Si el tiempo colabora, querida, los ranúnculos nos depararán un espléndido espectáculo —dijo el vicario.
—Pero los ornitógalos ya han dado lo mejor de sí —replicó su mujer—. Has de arrancarlos. El té de la Liga Femenina se nos echa encima, y quiero tener el jardín impecable, cariñín.
Al oír aquella conversación tan poco teológica, Barbara dijo «hola» y abrió la cancela. El vicario y su mujer se volvieron. Estaban arrodillados sobre una alfombrilla de coche a cuadros. Cuando Barbara se acercó, observó que el vicario tenía un agujero en el tobillo de uno de sus calcetines negros.
Al parecer, se estaban preparando para trabajar. Habían desplegado a sus pies una selección de inmaculados útiles de jardinería. Las herramientas estaban colocadas sobre un cuadrado de papel de envolver. En el papel había dibujado lo que parecía un plano general del jardín. Estaba manchado y cubierto de anotaciones. Por lo visto, el vicario y su mujer cuidaban de la tierra con la pasión de unos fanáticos.
Barbara se presentó y exhibió su identificación. El vicario se sacudió las manos y se puso en pie. Ayudó a su mujer a levantarse, y mientras ella se atildaba desde la falda de dril hasta su cabello cano, se presentó como el reverendo Matheson a su mujer como «mi novia Rose».
Su mujer rio con timidez cogió el brazo de su marido. Bajó la mano hasta que sus dedos se entrelazaron.
—¿En qué podemos ayudarla, querida? —preguntó el vicario.
Barbara les dijo que estaba allí para hablar sobre la reciente feria parroquial Rose sugirió que charlaran mientras ella y el vicario trabajaban en el jardín.
—Ya es bastante difícil arrancar una hora al señor Matheson para que cuide de nuestras plantas —confió—, sobre todo porque haría casi cualquier cosa por evitar acercarse a los macizos de flores. Ahora que le tengo aquí, no pienso soltarle.
Matheson compuso una expresión de pesadumbre.
—Soy un manazas, Rose. Dios no consideró oportuno que la botánica fuera uno de mis talentos, como bien sabes.
—Pues sí —admitió Rose.
—Me encantaría echar una manita mientras hablamos —dijo Barbara.
La sugerencia pareció deleitar a Rosa.
—¿De veras?
Volvió a arrodillarse sobre la alfombrilla. Barbara pensó que iba a dar las gracias al Señor por enviarle una colaboradora. En cambio, seleccionó un rastrillo de mano de entre los útiles y se lo entregó.
—Primero trabajaremos la tierra. Primero destripar, después fertilizar. Así conseguimos que crezcan cosas.
—De acuerdo —contestó Barbara. No tuvo ánimos para reconocer que sus manos eran aún peores que las del señor Matheson. Sin duda las puertas del paraíso estaban adornadas con los cientos de plantas que les había enviado a lo largo de los años.
El señor Matheson se reunió con ellas en la alfombrilla. Empezó a arrancar los ornitógalos y tiró sus restos sobre el césped. Mientras trabajaban, uno a cada lado de Barbara, la pareja charló amigablemente sobre la feria. Era un acontecimiento anual (el acontecimiento anual, a juzgar por su entusiasmo) y la aprovechaban para recaudar fondos para sustituir los ventanales de la iglesia.
—Queremos volver a las vidrieras —explicó el señor Matheson—. Algunos feligreses me acusan de pomposidad por culpa de esas ventanas…
—Te acusan de papismo —dijo Rose con una alegre carcajada. El señor Matheson tiró un tallo de ornitógalo por encima del hombro, desechando la acusación.
—Pero cuando las ventanas estén colocadas pensarán de forma diferente, ya lo verás. Todo consiste en acostumbrarse. Cuando nuestros Tomases dudosos se acostumbren a la manera en que cambia la luz, a la manera en que la contemplación y la devoción se alteran con una luz más mitigada… una luz como nadie habrá visto, a menos, por supuesto, que haya estado en Chartres o en Notre-Dame.
—Claro, cariñín —dijo Rose.
Sus palabras consiguieron que el vicario girara en redondo. Parpadeó y lanzó una risita.
—Tengo razón, ¿no?
—Es bonito sentir amor por algo —comentó Barbara. Rose estaba arrancando ranúnculos.
—Ya lo creo —dijo, y tiró de un diente de león muy enraizado—. A veces desearía que los amores del señor Matheson fueran de naturaleza más anglicana. Hace dos semanas, estaba cantando las alabanzas de la fachada oeste de la catedral de Reims en presencia del archidiácono, y pensé que al pobre hombre le iba a dar un ataque. —Ahuecó la voz—. Pero, mi buen Matheson, es un edificio papista. —Rio—. Menuda escena provocó el señor Matheson.
Barbara chasqueó la lengua y volvió al tema de la feria. Explicó que estaba interesada en el puesto de artículos donados. Un artículo de vestir, un uniforme escolar relacionado con una investigación de asesinato, había sido encontrado en una bolsa de trapos procedente de dicho puesto.
El señor Matheson se irguió.
—¿Una investigación de asesinato? —repitió con incredulidad—. ¿Un uniforme escolar? —dijo, con la misma incredulidad.
—¿Se han enterado de la niña que encontraron en el canal el domingo por la noche, en Allington?
Pues claro que se habían enterado. ¿Y quién no? Allington estaba a un tiro de piedra, y el prado pertenecía a la parroquia del señor Matheson.
—Exacto —dijo Barbara—. Bien, encontraron el uniforme escolar entre los trapos.
Rose arrancó una planta con aire pensativo, una planta que, en opinión de Barbara, no se diferenciaba demasiado de las otras que crecían a su lado. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—¿Está segura de que era su uniforme?
—Llevaba su nombre cosido.
—¿Todo en una pieza?
Barbara la miró sin comprender, y supuso que se refería al nombre de Charlotte.
—¿Perdón? —dijo.
¿Estaba el uniforme en una pieza?, quiso saber la señora Matheson. Porque, explicó, los trapos no lo estaban. Los trapos eran, por definición… bueno, trapos. Cualquier prenda que se considerara inaceptable para ser vendida como ropa se cortaba en cuadraditos, se metía en bolsas y se vendía como trapos en el puesto de artículos donados durante la feria. Entre sus trapos no había prendas enteras, dijo la señora Matheson. Antes de la fiesta, ella y su hija (a la que se refirió como la joven señorita Matheson, al estilo de Jane Austen) se habían ocupado de cortar las piezas.
—Para no ofender a ningún feligrés —admitió Rose—. Si supieran que sus vecinos podían llegar a enterarse de la calidad de su donación… Bien, lo más probable sería que no dieran nada, ¿verdad? Por eso lo hacemos nosotras. Siempre lo hemos hecho.
Por lo tanto, concluyó, mientras atacaba un grupo de tréboles con entusiasmo, un uniforme escolar en buen estado no habría pasado por sus manos y terminado entre los trapos. Y si hubiera estado en mal estado, lo habrían cortado en cuadraditos, como el resto de las prendas inadecuadas.
Un interesante giro de los acontecimientos, pensó Barbara.
—¿Cuándo fue la feria, exactamente? —preguntó Barbara.
—El sábado pasado —contestó Rose.
—¿Dónde se celebró?
En los terrenos de la iglesia, le dijeron. Todo lo destinado al puesto de objetos donados había sido guardado en cajas de cartón, en el vestíbulo de la iglesia, durante cuatro semanas. La señora Matheson y su hija (la joven señorita Matheson antes mencionada) se habían ocupado de cortar las prendas cada domingo por la noche, en la cripta de la iglesia.
—Es más fácil hacerlo una vez a la semana que esperar al final para hacerlo todo de golpe —explicó la señora Matheson.
—La organización es la clave del éxito de una feria —explicó el señor Matheson—. Recaudamos trescientas cincuenta y ocho libras y sesenta y cuatro peniques el sábado, ¿verdad, Rose?
—Ya lo creo, pero había demasiada calderilla en las bandejas de recogida, no se ganaron suficientes premios en ese puesto, y la gente se disgustó un poco.
—Tonterías —bufó su marido—. Fue por una buena causa. Cuando estén colocadas las vidrieras la congregación se dará cuenta…
—Lo sabemos, cariñín —dijo la señora Matheson.
Dando por sentado que el uniforme no se encontraba entre las prendas que habían pasado por las manos de la señora Matheson, Barbara preguntó quién tenía acceso a la ropa desechada, una vez seleccionada, cortada y metida en bolsas.
La señora Matheson se internó entre los macizos de flores, en persecución de una planta trepadora moteada de diminutas flores amarillas.
—¿Acceso a la ropa? Cualquiera, supongo. La guardamos en la cripta, no está cerrada con llave.
—La iglesia tampoco se cierra con llave —añadió el señor Matheson—. No quiero ni oír hablar de ello. Un lugar de culto debería estar a disposición del penitente, el mendigo, el atormentado y el afligido a cualquier hora del día o la noche. Es absurdo esperar que la congregación sienta ganas de rezar según el horario que establezca el vicario, ¿no?
Barbara le dio la razón. Antes de que el vicario pudiera explanarse más sobre su filosofía religiosa (lo cual parecía anhelar, porque había abandonado el ornitógalo y se estaba frotando las manos), Barbara preguntó si habían visto a forasteros en la zona durante los días previos a la fiesta. O la mañana de la feria, añadió.
Los Matheson intercambiaron una mirada y luego negaron con la cabeza. A la feria siempre asistía gente que no conocían, explicó el señor Matheson, puesto que se anunciaba el acontecimiento en todas las aldeas y pueblos cercanos, por no hablar de Marlborough, Wootton Cross y Devizes. Porque ese era uno de los objetivos de la feria, ¿verdad? Además de recaudar fondos, uno siempre confiaba en devolver otra alma al redil del Señor. ¿Qué mejor manera de conseguirlo que alentar a las almas perdidas a mezclarse entre los ya salvados?
Esto se complica, pensó Barbara. Peor aún, dejaba el abanico de posibilidades más abierto aún.
—Por lo tanto —dijo—, cualquiera habría podido meter el uniforme dentro de esas bolsas de trapos. O en la cripta, antes de la feria, o durante la misma.
Durante la feria era improbable, dijo la señora Matheson, porque había gente en el puesto, y si un desconocido hubiera abierto las bolsas ella le habría visto.
¿Se ocupaba ella del puesto?, preguntó Barbara.
En efecto, contestó la señora Matheson. Y cuando no estaba, la sustituía la joven señorita Matheson. ¿Deseaba la sargento hablar con la joven señorita Matheson?
Barbara lo deseaba, siempre que no tuviera que repetir «joven señorita Matheson» más de una vez. Pero quería tener una foto de Dennis Luxford en la mano durante la conversación. Si Luxford había viajado a Wiltshire después de su visita del mes anterior al colegio Baverstock, si había merodeado por Stanton St. Barnard la semana pasada, era posible que alguien le hubiera visto. ¿Qué mejor lugar que aquel para empezar a buscar a ese alguien?
Dijo al vicario y su esposa que regresaría con una fotografía para que le echaran un vistazo. También quería que su hija la viera. ¿A qué hora salía del colegio la joven señorita Matheson?
Los Matheson rieron con disimulo. Explicaron que la joven señorita Matheson no iba al colegio, ya no, pero gracias por pensar que aún eran lo bastante jóvenes para tener una hija en edad escolar. No deberían enorgullecerse de su apariencia, pero la sargento no era la primera persona que comentaba el asombroso aspecto juvenil de aquella pareja que había consagrado su vida a Dios. La verdad era que cuando uno dedicaba la vida a servir al Señor, se respiraba aire puro…
—Muy cierto —cortó Barbara—. ¿Dónde puedo encontrarla?
En el Barclay’s de Wootton Cross, dijo Rose. Si la sargento quería que la joven señorita Matheson echara un vistazo a la foto antes de que finalizara su jornada laboral, podía ir al banco.
—Pregunte por la señorita Matheson, en Cuentas Nuevas —dijo con orgullo la señora Matheson—. Es un trabajo muy bueno.
—Hasta tiene su propio escritorio —se apresuró a añadir el vicario.
Winston Nkata cogió la llamada de la sargento Havers, de manera que Lynley sólo oyó una parte de la conversación.
—De acuerdo… Una maniobra brillante, sargento… ¿Que estuvo en Baverstock cuándo? Oh, fantástico, eso… ¿Qué se sabe de los amarraderos?
Cuando la conversación terminó, Nkata informó a Lynley.
—Necesita que le envíen una foto de Luxford por fax al DIC de Amesford. Dice que le ha pasado un nudo alrededor del cuello y lo está apretando con fuerza.
Lynley giró el coche a la izquierda a la primera oportunidad, en dirección norte, hacia Highgate y la casa de Luxford.
Mientras conducía, Nkata le puso al corriente de las actividades de la sargento en Wiltshire.
—Es interesante que Luxford no nos hablara de su visita a Wiltshire el mes pasado, ¿no cree? —concluyó.
—Una notable omisión —comentó Lynley.
—Si demostramos que alquiló una barca… cosa que ahora está investigando el cariño de la sargento…
—¿El cariño de la sargento? —preguntó Lynley.
—El tío con quien está trabajando. ¿No se ha dado cuenta de que se le pone la voz pastosa cada vez que pronuncia su nombre? Lynley se preguntó cómo sonaría una voz así.
—No había caído en la voz pastosa.
—Entonces es que lleva orejeras. Esos dos están acaramelados. Se lo aseguro.
—¿Una conclusión a la que has llegado por la voz de la sargento?
—Claro. Es natural. Ya sabe lo que pasa cuando se trabaja codo a codo con alguien.
—No estoy muy seguro. Tú y yo llevamos juntos varios días, pero no siento ningún deseo en particular hacia ti.
Nkata rio.
—Tiempo al tiempo.
En Highgate, Millfield Lane se había convertido en un campamento de excursionistas. Estaban congregados ante la casa de Luxford como una horda de malos recuerdos Irreprimibles, acompañados de furgonetas, cámaras filmadoras, hileras de focos y tres perros de vecindario que se disputaban los restos de comida abandonadas por los periodistas. En la acera opuesta, peatones, vecinos y diversos mirones formaban un nutrido grupo al este de los estanques de Highgate. Cuando Bentley de Lynley se abrió paso entre la muchedumbre que esperaba al pie del camino particular de Luxford, tres ciclistas y dos patinadores se detuvieron y engrosaron la confusión.
Un policía apostado al pie del camino había logrado hasta el momento mantener a raya a la prensa, pero cuando el agente apartó la valla, un reportero pasó corriendo a su lado, seguido por dos fotógrafos, en dirección a la villa.
—¿Quiere que le ponga el collar a esa carnada? —preguntó Nkata, con la mano sobre la manecilla de la puerta.
Lynley vio que los periodistas se precipitaban en dirección al pórtico. Uno de los fotógrafos empezó a tomar imágenes del jardín.
—No van a sacar nada en limpio —dijo—. Ya puedes apostar a que Luxford no abrirá la puerta.
—Una dosis de su propia medicina, con esa banda de tiburones.
—Ironías de la vida —reconoció Lynley—, si te interesa esa clase de cosas.
Frenó detrás del Mercedes. Cuando llamó a la puerta, un agente abrió.
—¡Señor Luxford! —gritó un reportero que se había adelantado a Lynley—. ¿Quiere responder a algunas preguntas del Sun? ¿Cuál ha sido la reacción de su mujer a la noticia de…?
Lynley agarró al hombre por el cuello de la camisa y lo arrojó hacia Nkata, que pareció muy complacido cuando empujó al reportero hacia la calle. Entraron en la casa, acompañados por gritos de «maldita brutalidad policial».
—¿Recibió nuestro mensaje? —preguntó el agente con tirantez.
—¿Qué mensaje? —preguntó Lynley—. Estábamos en el coche. Winston hablaba por teléfono.
—Los acontecimientos se precipitan —dijo en voz baja el agente—. Ha habido otra llamada.
—¿Del secuestrador? ¿Cuándo?
—Hace cinco minutos.
El agente les condujo al salón.
Las cortinas estaban corridas para impedir que asediaran a los Luxford con teleobjetivos. Las ventanas estaban cerradas para mantenerles a salvo de oídos curiosos. El resultado era una atmósfera opresiva y tenebrosa que, a pesar de las lámparas de mesa encendidas, resultaba sepulcral. Reinaba un silencio sobrenatural.
Restos de comida sin consumir se veían sobre mesitas auxiliares, otomanas y asientos de sillas. Tazas de té y ceniceros rebosantes de colillas ocupaban la superficie de un piano, sobre el cual descansaba un ejemplar desdoblado del Source del día, algunas de cuyas páginas habían caído al suelo.
Dennis Luxford estaba sentado, con la cabeza entre las manos, en un sillón al lado del teléfono. Cuando el policía se acercó a él, alzó la cabeza. Al mismo tiempo, el inspector John Stewart (un colega de Lynley que trabajaba en su misma división, y el hombre más indicado para trabajos que exigieran una atención meticulosa a los detalles) entró en el salón desde el lado contrario. Llevaba unos auriculares alrededor del cuello, delgado como una zanahoria, y hablaba por un teléfono inalámbrico. Saludó con la cabeza a Lynley.
—Sí… —dijo por teléfono—. Sí… Joder. La próxima vez, nos esforzaremos más… De acuerdo. —Cortó la comunicación—. Nada, señor Luxford —dijo al periodista—. Usted hizo lo que pudo, pero no hubo bastante tiempo. ¿Te lo han dicho? —preguntó a Lynley.
—Ahora mismo. ¿Qué quería?
—Lo hemos grabado.
Guio a Lynley hasta la cocina. En la isla central entre una encimera y una cocina de acero inoxidable habían montado un sistema de grabación. Consistía en una grabadora, media docena de bobinas, auriculares, un cordón eléctrico y cables que parecían correr por todas partes.
El inspector Stewart rebobinó la cinta y la reprodujo. Dos voces hablaron, ambas masculinas, y una era la de Luxford. La otra sonaba como si el que había llamado hubiera hablado desde la garganta, con los dientes apretados. Era una manera eficaz de distorsionar y disimular la voz.
El mensaje era breve, demasiado breve para localizar el origen de la llamada.
«¿Luxford?».
«¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Leo? Déjeme hablar con él».
«Te has equivocado, mamón».
«¿En qué me he equivocado? ¿De qué está hablando? Por el amor de Dios…».
«Cierra el pico y escúchame bien. Quiero la verdad. La historia. El chico morirá si no cuentas la verdad».
«¡La he escrito! ¿No ha visto el periódico? ¡Sale en primera página! Hice lo que me pidió, al pie de la letra. Devuélvame a mi hijo o…».
«Lo escribiste mal, mamón. No creas que no lo sé. Hazlo mañana, o Leo morirá. Igual que Lottie. ¿Comprendido? Mañana, o morirá».
«Pero ¿qué…?».
La cinta terminaba cuando el teléfono enmudecía.
—Eso es todo —dijo Stewart—. No hubo tiempo para localizarla.
—¿Qué harán ahora, inspector?
Lynley se volvió hacia la voz. Luxford estaba en la puerta de la cocina. Iba sin afeitar, daba la impresión de que no se había lavado y llevaba la misma ropa del día anterior. Los puños y el cuello abierto de la camisa blanca estaban sucios de sudor.
—Se equivocó —dijo Lynley—. ¿Qué significa eso?
—No lo sé —contestó Luxford—. Pongo a Dios por testigo de que no lo sé. Hice lo que me dijo, al pie de la letra. No sé qué más podría haber hecho. Tenga.
Tendió a Lynley un ejemplar del Source. Parpadeó varias veces, con los ojos hinchados e inyectados en sangre.
Lynley examinó el periódico con más atención que el día anterior. Los titulares y la fotografía complementaria tendrían que haber bastado para satisfacer al secuestrador. Apenas exigían al lector que leyera el artículo que ilustraban. Cualquiera que supiera leer como un niño de siete años sería capaz de comprender la prosa que Luxford había utilizado para escribir el artículo, al menos la primera página. Lynley la leyó por encima, y observó que ya el primer párrafo contenía las respuestas pertinentes a quién, dónde, cuándo, por qué y cómo. Leer la primera página le bastó.
—Escribí todo cuanto pude recordar —dijo Luxford—. Puede que me haya equivocado en algún detalle. Puede que me haya dejado algo… Bien sabe Dios que no recuerdo el número de la habitación del hotel. Todo lo que pude recordar está en ese artículo.
—No obstante, se equivocó. ¿Qué querría decir?
—No lo sé, ya se lo he dicho.
—¿Reconoció la voz?
—¿Quién coño habría reconocido esa jodida voz? Sonaba como si hablara con una patata en la boca.
Lynley miró hacia la sala de estar.
—¿Dónde está su mujer, señor Luxford?
—Arriba. Acostada.
—Se puso nerviosa hace una hora —explicó Stewart—. Tomó una píldora y se acostó.
Lynley movió la cabeza en dirección a Nkata.
—¿Está arriba, señor Luxford? —preguntó el agente. Luxford comprendió la intención que encerraba la pregunta, a juzgar por su reacción.
—¿Es que no pueden dejarla en paz? —exclamó—. ¿Es preciso que se entere de esto ahora? Si se ha dormido por fin…
—Puede que no esté dormida —indicó Lynley—. ¿Qué clase de píldora ha tornado?
—Un tranquilizante.
—¿De qué tipo?
—No lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué me lo pregunta? Escuche, por Dios, no le cuente lo que ha pasado.
—Es posible que ya lo sepa.
—¿Ya? ¿Cómo? —Entonces Luxford aparentó comprenderlo—. No seguirá pensando que Fiona está relacionada con esto. La vio ayer. Vio en qué estado se encontraba. No es una actriz.
—Ve a ver —dijo Lynley a Nkata, que se alejó hacia la escalera—. Necesito una foto de usted, señor Luxford, y también una de su mujer.
—¿Para qué?
—Para mi colega de Wiltshire. No dijo que había estado en Wiltshire recientemente.
—¿Cuándo coño estuve en Wiltshire?
—¿Baverstock refresca su memoria?
—¿Baverstock? ¿Se refiere a cuando fui al colegio? ¿Por qué tendría que haberle hablado de mi visita a Baverstock? No tiene nada que ver con lo sucedido. Fui para matricular a Leo.
Lynley tuvo la sensación de que Luxford intentaba adivinar si le consideraba culpable o inocente. Al parecer, lo consiguió, porque se apresuró a continuar.
Jesús, ¿qué está pasando? ¿Cómo puede estar ahí parado, mirándome como a la espera de que mi piel empiece a burbujear? Va a matar a mi hijo. Lo ha oído, ¿no? Le matará mañana si no hago lo que quiere. ¿Qué coño hace, perdiendo el tiempo interrogando a mi mujer, cuando podría ir haciendo algo, lo que fuera, por salvar la vida de mi hijo? Le juro por Dios que si algo le pasa a Leo… —Su respiración era entrecortada—. Dios. No sé qué hacer.
Stewart sí. Abrió un aparador, cogió una botella de jerez y le sirvió medio vaso.
—Beba esto —dijo a Luxford.
Mientras este lo hacía, Nkata volvió con la mujer del periodista.
Si Lynley había pensado que Fiona Luxford estaba implicada en la muerte de Charlotte Bowen y en el posterior secuestro de su hijo, si había pensado que la mujer había efectuado la llamada reciente desde un teléfono inalámbrico, oculta en algún rincón de la casa, la apariencia de la mujer bastó para desterrar aquellas sospechas. Llevaba el cabello aplastado, tenía la cara hinchada y los labios agrietados. Llevaba una camisa arrugada demasiado holgada y pantalones pitillo. La pechera de la camisa estaba manchada, como si hubiera vomitado encima. De hecho, olía a vómito, y ceñía una manta alrededor de sus hombros, más para protegerse que para calentarse. Cuando vio a Lynley, caminó más despacio. Entonces vio a su marido, y pareció leer el desastre en su cara. Su rostro se descompuso.
—No —dijo—. No lo está.
Su voz se alzó en un arrebato de miedo.
Luxford la estrechó entre sus brazos. Stewart sirvió más jerez. Lynley les condujo a todos hasta el salón.
Luxford ayudó a su mujer a sentarse en el sofá. Fiona temblaba como una posesa, y él ajustó la manta alrededor de su cuerpo, al tiempo que rodeaba su espalda con el brazo.
—Leo no está muerto —dijo—. No está muerto. ¿De acuerdo?
Ella se apoyó contra su pecho, como falta de fuerzas. Pellizcó su camisa.
—Estará asustado —dijo—. Sólo tiene ocho…
Cerró los ojos con fuerza.
Luxford apretó su cabeza contra el pecho.
—Le encontraremos —dijo—. Le recuperaremos.
La mirada que dirigió a Lynley formuló una muda pregunta: ¿cómo puede creer que esta mujer ha maquinado el secuestro de su propio hijo?
Lynley se vio obligado a admitir que su culpabilidad era improbable. Todo el comportamiento de Fiona, desde que la había visto por primera vez el día anterior, estrujando la gorra de su hijo, había sido coherente con el sufrimiento de una madre. Se necesitaría algo más que una actriz excelente para fingir aquella angustia exacerbada. Sería necesario una psicópata, y su intuición le decía que la madre de Leo Luxford no lo era. Sólo era su madre.
Sin embargo, aquella conclusión no exoneraba a Dennis Luxford. Persistía el hecho de que en el registro del Porsche se habían hallado las gafas y algunos cabellos de Charlotte. Si bien podían haberlos introducido en el vehículo para que las sospechas recayeran sobre él, Lynley aún no descartaba al periodista como sospechoso. Le examinó con atención.
—Debemos repasar el artículo del periódico, señor Luxford. Si se equivocó, debemos saber por qué.
Tuvo la impresión de que Luxford se disponía a protestar, a aducir que más le valdría dedicar su tiempo y sus energías a peinar las calles en busca de su hijo, en lugar de peinar las palabras impresas, a la caza de un error que pudiera corregirse y así aplacar al homicida.
—La investigación está avanzando en Wiltshire —dijo Lynley en respuesta a la protesta no verbalizada—. También en Londres hemos hecho progresos.
—¿Qué clase de progresos?
—Entre otras cosas, una identificación positiva de las gafas que encontramos. Cabellos de la niña también. Encontrados en mismo sitio.
No añadió el resto. El señor Luxford estaba en la cuerda floja, y debía colaborar lo máximo posible.
Luxford comprendió el mensaje. No era idiota.
—No sé qué más podría haber escrito —dijo—. No sé si vale la pena seguir en esa dirección.
Sus dudas no carecían de fundamento.
—Puede que ocurriera algo durante aquella semana que Eve Bowen y usted pasaron juntos en Blackpool —dijo Lynley—, algo que haya olvidado. Un comentario casual, una metedura de pata, una cita o un encargo que suspendió o pasó por alto, podría ser la clave para descubrir quién está detrás de lo sucedido a Charlotte y su hijo. Si recuerda lo que se ha dejado en el tintero, puede que descubramos una relación con alguien, una relación que en este momento no consigue establecer.
—Para esto necesitamos a Eve —dijo Luxford. Su mujer levantó la cabeza—. No hay más remedio, Fi. He escrito todo lo que recordaba. Si me he dejado algo, ella es la única capaz de decírmelo. He de verla.
Fiona volvió la cabeza con los ojos nublados.
—Sí —dijo, pero la palabra había nacido muerta.
—Aquí no —dijo Luxford a Lynley—. Con esos buitres afuera, no. Se lo ruego.
Lynley entregó sus llaves a Nkata.
—Ve a buscar a la señora Bowen. Llévala al Yard. Nos encontraremos allí.
Nkata se fue. Lynley estudió a Fiona Luxford.
—Ha de armarse de valor para las siguientes horas, señora Luxford —dijo—. El inspector Stewart se quedará aquí. Los agentes también. Si el secuestrador telefonea, intente prolongar la conversación para que podamos localizar la llamada. Puede que sea un asesino, pero si su hijo es la única carta que le queda, no le hará daño mientras exista la posibilidad de obtener lo que desea. ¿Me ha comprendido?
La mujer asintió, pero no se movió. Luxford acarició su cabello y pronunció su nombre. Fiona se irguió, con la manta apretada contra el pecho, volvió a asentir. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo.
—Necesitaré tu coche, John —dijo Lynley al otro inspector. Stewart le lanzó las llaves.
—Atropella a algunos de esos cerdos cuando te marches —dijo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Luxford a su mujer.
—¿Quieres que telefonee a alguien para que se quede contigo?
—Vete —contestó ella, y dejó claro que su mente estaba lúcida, al menos sobre un punto—. Leo es lo único que importa.