25

Cuando todo estuvo hecho y dicho, y volvía hacia Burbage Road, Barbara Havers decidió que seguir la inspiración del momento había sido… definitivamente inspirado. Mientras tomaban una taza de té, que Portly había sacado de un elegante y antiguo samovar, la secretaria se había entregado en cuerpo y alma a referir una serie de habladurías que, guiadas por las preguntas incisivas de Barbara, habían recaído a la larga en el tema de su interés: Dennis Luxford.

Como Portly ocupaba su puesto en el colegio Baverstock desde el amanecer del hombre (o eso parecía, a juzgar por el número de alumnos que recordaba), obsequió a Barbara con incontables anécdotas. Algunas eran genéricas: desde una travesura relacionada con mostaza seca y papel higiénico que tuvo como objetivo la Junta de Gobierno, el día de los Discursos de cuarenta años atrás, hasta el remojón ceremonial del director en la nueva piscina, acaecido el pasado trimestre de otoño. Otras eran concretas: desde Dicki Wintersby (cincuenta años en la actualidad y prominente banquero londinense), que había sido encerrado por realizar proposiciones deshonestas a un aterrorizado alumno de tercero, hasta Charlie O’Donnell (cuarenta años en la actualidad, QC2 y miembro de la Junta de Gobierno), que había sido sorprendido en la granja del colegio por el director de su residencia, en el acto de realizar proposiciones todavía más deshonestas a una oveja. Barbara no tardó en descubrir que la memoria de Portly tendía a centrarse en lo salaz. Era capaz de recordar qué chico había sido reprendido por masturbación solitaria, masturbación mutua, sodomía, bestialismo, felación y coito (interrumptus o de otra especie), y lo hacía con sumo placer. Sin embargo, se mostraba olvidadiza en recordar chicos que, al parecer, habían resguardado su pureza.

Tal era el caso de Dennis Luxford, si bien Portly se despachó a gusto durante sus buenos cinco minutos sobre otros dieciséis chicos de la misma promoción de Luxford, los cuales habían sido castigados a no salir durante todo un trimestre después de descubrirse que se lo montaban de forma regular con una chica del pueblo que cobraba dos libras por polvo. Nada de magreos, aclaró Portly, sino el acto puro y duro, ejecutado en la vieja fábrica de hielo, y con el resultado de que la chica quedó preñada, y si la sargento quería ver dónde tuvo lugar el histórico folleteo…

Barbara la guio de nuevo hacia el tema de su preferencia.

—En cuanto al señor Luxford… De hecho, me interesa más su reciente visita, aunque este otro material es muy interesante, y si tuviera más tiempo… Ya sabe cómo son las cosas. El deber y todo eso.

Portly aparentó decepción por el hecho de que sus anécdotas sobre adolescentes lujuriosos y desenfrenados no hubieran obtenido éxito, pero dijo que el deber era su divisa (cuando no lascivia), y se humedeció los labios mientras su mente rememoraba la reciente visita de Dennis Luxford a Baverstock.

Fue a causa de su hijo, informó por fin. Había venido a ver al director para matricular a su hijo el próximo curso. El chico era un hijo único mimado, si Portly no se equivocaba, y el señor Luxford había pensado que saldría beneficiado de exponerse a los rigores y alegrías de la vida en Baverstock, En consecuencia, se había entrevistado con el director, y después del encuentro los dos hombres habían dado un recorrido por el colegio, para que el señor Luxford viera cómo había cambiado desde su época.

—¿Un recorrido?

Barbara sintió un hormigueo en la yema de los dedos a causa de las implicaciones. Un buen paseo por el terreno, en teoría para inspeccionar el colegio antes de matricular a su hijo, bien había podido ser la excusa de Luxford para familiarizarse con el entorno local.

—¿Qué clase de recorrido?

Había visitado las aulas, los dormitorios, el comedor, el gimnasio… Lo había visto todo, según recordaba Portly.

¿Había visto todo el terreno?, quiso saber Barbara. ¿Los campos de juego, la granja del colegio, todo lo demás?

Portly creía que sí, pero no estaba segura, y para refrescar su memoria condujo a Barbara al despacho del director, donde un plano artístico del Colegio Masculino Baverstock colgaba de la pared. Estaba rodeado por docenas de fotografías de bavernianos a lo largo de las décadas, y Portly estudió el plano como ayuda visual de su memoria, mientras Barbara examinaba las fotografías. Plasmaban a bavernianos en todas las situaciones posibles: en las aulas, en la capilla, sirviendo comidas en el comedor, desfilando con togas académicas, dando discursos, nadando, navegando en canoa, pedaleando en bicicleta, saltando rocas, surcando el mar en veleros, practicando deportes. Barbara las repasó mientras se preguntaba cuánto dinero tenía que soltar una familia para que su retoño ingresara en Baverstock. De pronto su atención se centró en la foto de un grupo de excursionistas con mochilas a la espalda y bastones en la mano. Los excursionistas no interesaban a Barbara tanto como el lugar donde habían posado para la fotografía. Estaban reunidos delante de un molino de viento. Barbara estaba dispuesta a apostar lo que fuera a que se trataba del mismo molino donde habían mantenido cautiva a Charlotte Bowen hacía sólo una semana.

—¿Este molino de viento está dentro de los terrenos de Baverstock? —preguntó, y señaló la foto.

Dios, no, dijo Portly. Era el viejo molino cercano a Great Bedwyn. La sociedad arqueológica lo visitaba cada año.

Al oír las palabras «sociedad arqueológica». Barbara pasó las páginas de su libreta, en busca de lo que había escrito durante su conversación telefónica con el inspector Lynley. Lo encontró, lo leyó y localizó la información que necesitaba al final de la página: los días escolares de Dennis Luxford, meticulosa y fielmente descritos por Winston Nkata. Tal como sospechaba, el director del Source había sido miembro de la sociedad arqueológica. Se hacían llamar los Exploradores de Beaker.

Barbara se despidió en cuanto pudo y salió disparada hacia el coche. Todo iba viento en popa.

Recordaba la ruta al molino de viento, y la siguió sin desviarse un metro. Cintas de la policía científica demarcaban la pista que conducía al molino. Aparcó justo antes de pasar la cinta, en una cuneta poblada de flores silvestres púrpuras y amarillas. Pasó por debajo de la cinta amarilla y caminó hacia el molino. Observó que este quedaba oculto en parte, debido a los abedules que crecían a lo largo de la carretera y a los que se alzaban junto a la pista que ahora seguía. Aunque no hubiera sido así, no se veía ni un alma en las cercanías. Era un lugar perfecto para que un secuestrador retuviera a una niña, o para que un asesino se llevara su cadáver.

El molino había sido sellado la noche anterior, pero Barbara no necesitó entrar en el edificio. Había presenciado el trabajo de la policía científica, y no albergaba dudas acerca de su competencia. Sin embargo, la oscuridad había impedido que observara el molino como parte de un paisaje más amplio, y Barbara había regresado para ver ese paisaje.

Abrió la vieja cancela y se alejó de los abedules. Ya en el prado, comprendió por qué habían construido el molino en aquel lugar concreto. El viento estaba en calma la noche anterior, pero hoy la brisa soplaba con fuerza. Las aspas del molino crujían. Si el edificio aún hubiera estado en funcionamiento, las aspas habrían girado y las piedras molido trigo.

La luz del día revelaba los campos circundantes. Se alejaban del molino, plantados con heno, maíz y trigo. Aparte de la casa en ruinas del molino, el lugar habitado más cercano se encontraba a un kilómetro de distancia, y los seres vivos más cercanos eran las ovejas que pastaban al este del molino, detrás de una alambrada. A lo lejos, un granjero conducía su tractor a lo largo del linde de un campo, y un labrador paseaba por entre los brotes verdes de su cosecha. De haber habido testigos de lo sucedido, tendrían que haber sido ovejas.

Barbara caminó hacia el prado donde pastaban. Siguieron rumiando, indiferentes a su presencia.

—Vamos, vamos —dijo—. Desembuchadlo ya. Le visteis, ¿verdad? Continuaron rumiando.

Una oveja se apartó de las demás y se dirigió hacia Barbara. Por un momento, albergó el pensamiento absurdo de que el animal había prestado atención a sus palabras y se acercaba para comunicarse con ella, pero luego vio que su objetivo era un pesebre cercano a la valla, donde bebió agua.

¿Agua? Fue a investigar. En el interior de un pequeño refugio de ladrillos que sólo tenía tres lados, un grifo surgía del suelo. Estaba agrietado a causa del clima, pero cuando Barbara se puso un guante y trató de girarlo, no encontró resistencia debida a la herrumbre o la corrosión. El agua fluyó, limpia y transparente.

Recordó las palabras de Robin. Tan lejos del pueblo más próximo, tendría que ser agua de pozo. Tenía que comprobarlo.

Volvió en coche hacia el pueblo. El Cisne había abierto para dar de comer a sus clientes, y Barbara frenó el Mini entre un tractor perdido de barro y un enorme Humber antiguo. Cuando entró, fue recibida por el acostumbrado silencio momentáneo que un desconocido encuentra cuando entra en un pub campestre, pero después de saludar a los clientes con la cabeza y detenerse para acariciar a un perro pastor, las conversaciones se reanudaron. Caminó hacia la barra.

Pidió una limonada, un paquete de patatas fritas y el especial del día: pastel de puerros y bróculi. Cuando el tabernero trajo la comida, le mostró su identificación, además de entregarle las tres, libras y setenta y cinco peniques.

¿Sabía que habían encontrado hacía poco el cadáver de una niña en el canal Kennet y Avon?, preguntó al tabernero.

Por lo visto, las habladurías locales hacían innecesarios los prolegómenos.

—Eso explica el follón de anoche en la colina —replicó el tabernero.

En realidad no había presenciado el follón, reconoció, pero el viejo George Tomley, el propietario de la granja situada al sur del molino, había estado levantando hasta bien entrada la medianoche, por culpa de la ciática que le atormentaba. George había visto las luces y, maldita fuera la ciática, había ido a investigar. Supuso que la policía estaba de por medio, pero dio por sentado que eran los chavales de nuevo, tramando alguna de las suyas.

Barbara comprendió que no había la menor necesidad de confundir, dar rodeos o engañar. Dijo al tabernero que el molino era el lugar donde habían retenido a la niña antes de ahogarla con agua del grifo. Había un grifo en la propiedad. Lo que Barbara quería saber era si el agua del grifo procedía de un pozo.

El tabernero afirmó que no tenía idea de dónde salía el agua del pozo, pero el viejo George Tomley, el mismísimo George Tomley, sabía casi todo sobre la propiedad; si la sargento quería hablar con él, el viejo George estaba sentado justo al lado del blanco de los dardos.

Barbara cogió el pastel, las patatas fritas y la limonada, y se plantó junto a George. El hombre se estaba masajeando la cadera mala con los nudillos de la mano derecha, mientras con el pulgar de la izquierda pasaba las páginas de un Playboy. Delante de él tenía los restos de su almuerzo. También había pedido el especial del día.

¿Agua?, quiso saber. ¿El agua de quién?

Barbara explicó. George escuchó. Sus dedos masajeaban, mientras su mirada fluctuaba entre la revista y Barbara, como si estuviera estableciendo una comparación poco favorable.

Pero proporcionó la información. No había ningún pozo en las propiedades cercanas, dijo el viejo cuando Barbara concluyó su explicación. Todo era agua potable, bombeada desde el pueblo y almacenada en un depósito enterrado en el campo contiguo al molino de viento. El punto más elevado del terreno, aquel campo, dijo, de modo que el agua brotaba debido a la fuerza de la gravedad.

—Pero ¿es agua de grifo? —insistió Barbara.

Como siempre lo había sido, fue la respuesta.

Brillante, pensó Barbara. Las piezas iban encajando. Tenía a Luxford en la vecindad recientemente y en el molino en su juventud. Ahora necesitaba poner el uniforme escolar de Charlotte en sus manos. Y tenía una idea bastante aproximada de cómo hacerlo.

En opinión de Lynley, Cross Keys Close parecía la guarida de un anacoreta. Sus estrechas callejuelas, que serpenteaban hasta penetrar en un cañón de edificios que arrancaba de Marylebone Lane, carecían completamente de vida humana, aislada prácticamente de la luz del día cuando Lynley y Nkata entraron en la zona, tras haber dejado el Bentley aparcado en Bulstrode Place, Lynley se preguntó en que había pensado Eve Bowen cuando permitió que su hija anduviese sola por aquellos andurriales. ¿Nunca había estado allí?, se preguntó.

—Este lugar me pone la carne de gallina. —Nkata verbalizó los pensamientos de Lynley—. ¿Por qué venía a este antro una niña como Charlotte?

—Es la pregunta del millón —admitió Lynley.

—Joder, en invierno debía caminar por aquí a oscuras. —Nkata parecía disgustado—. Es como una invitación a… —Aminoró el paso hasta detenerse. Miró a Lynley, que le precedía tres pasos—. Una invitación a buscarse problemas —concluyó con aire pensativo—. ¿Cree que Bowen conocía a Chambers, inspector? Podría haberse tomado la molestia de indagar en el Ministerio del Interior y desenterrado la misma mierda que nosotros sobre este tío. Podría haber enviado a la niña a tomar clases y planeado todo, sabiendo que averiguaríamos sus antecedentes tarde o temprano. Y cuando lo hiciéramos, como así ha sucedido, nos concentraríamos en él y nos olvidaríamos de ella.

—Una hipótesis excelente —dijo Lynley—, pero no vayamos al mercado precediendo a nuestro caballo, Winston.

Las alusiones shakesperianas, por adecuadas que fueran, no eran el fuerte de Nkata.

—¿Cómo qué cuándo dónde? —dijo.

—Vamos a hablar con Chambers. El miércoles por la noche, St. James pensó que ocultaba algo, y los instintos de St. james no suelen fallar. Vamos a ver si era verdad.

No habían concedido a Damien Chambers la ventaja de saber que iban a verle. No obstante, estaba en casa. Oyeron la música de un teclado eléctrico que surgía de su diminuta casa. La música cesó cuando Lynley golpeó la puerta con la aldaba de latón. La fláccida cortina de una ventana se movió cuando alguien echó un vistazo a los visitantes desde el interior de la casa. Un momento después la puerta se abrió y apareció la cara pálida de un hombre joven, enmarcada por un cabello lacio que le llegaba al pecho.

Lynley enseñó su identificación.

—¿Señor Chambers? —dijo.

Dio la impresión de que Chambers se esforzaba por no mirar la tarjeta de Lynley.

—Sí.

—Inspector detective Thomas Lynley. DIC de Scotland Yard. —Lynley presentó a Nkata—. ¿Podemos hablar, por favor?

No parecía muy contento por la perspectiva, pero Chambers se apartó y abrió la puerta de par en par.

—Estaba trabajando.

Una grabadora estaba funcionando y la voz meliflua de un actor entonaba: «La tormenta se prolongó a medida que Avanzaba la noche. Mientras ella yacía en la cama, pensaba en lo que habían sido el uno para el otro, comprendió que no podía olvidarle ni…».

Chambers apagó el aparato.

—Libros condensados en cinta. Estoy componiendo los fragmentos musicales entre escena y escena —explicó, y se trotó las manos in los tejanos, como si tuviera la intención de secarse el sudor. Empezó a sacar partituras musicales de las sillas y apartó dos atriles—. Pueden sentarse, sí gustan.

Fue a la cocina y abrió un grifo. Volvió con un vaso lleno de agua, en el que flotaba una rodaja de limón. Dejó el vaso en el borde del teclado eléctrico y se sentó como si tuviera la intención de continuar trabajando. Tocó un solo acorde, pero después dejó caer las manos en el regazo.

—Han venido por Lottie, ¿verdad? —dijo—. Ya me lo esperaba. No pensé que el tipo de la semana pasada fuera el único que viniera sí ella no aparecía.

—¿Esperaba que apareciera?

—No había motivos para esperar lo contrario. Siempre le gustaron las travesuras. Cuando me dijeron que había desaparecido…

—¿Quienes?

—El tipo que vino el miércoles por la noche. Vino con una mujer.

—¿El señor St. James?

—No me acuerdo de su nombre. Trabajaban para Eve Bowen. Estaban buscando a Lottie. —Bebió un sorbo de agua—. Cuando leí el artículo en el periódico, me refiero a lo sucedido a Lottie, pensé que alguien vendría tarde o temprano. Han venido por eso, ¿verdad?

Hizo la pregunta con tono indiferente, pero su expresión reflejaba cierta angustia, como si deseara que le tranquilizaran antes que informarle.

—¿A qué hora se fue Charlotte Bowen de aquí el miércoles? —quiso saber Lynley, sin responder a su pregunta.

—¿A qué hora? —Chambers consultó su reloj, sujeto a su fina muñeca con una correa de bramante. Un brazalete de cuero trenzado lo acompañaba—. Después de las cinco, diría yo. Se quedó a charlar, como de costumbre, pero le envié a casa poco después de que terminara la clase.

—¿Había alguien en la callejuela cuando se fue?

—No vi a nadie merodeando, si se refiere a eso.

—Así pues, nadie la vio salir.

Los pies del músico se alzaron poco a poco debajo de su silla.

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó.

—Acaba de decir que en la callejuela no había nadie que pudiese ver a Charlotte salir de aquí a las cinco y cuarto. ¿No es así?

—Eso he dicho.

—Por consiguiente, nadie puede confirmar o refutar su afirmación de que salió de su casa.

El joven se pasó la lengua por los labios, y cuando volvió a hablar su Belfast de origen se transparentó en sus palabras, pronunciadas con prisa y creciente preocupación.

—¿Adónde quiere ir a parar? —repitió.

—¿Conoce a la madre de Charlotte?

—Claro que sí.

—Por lo tanto, sabe que es diputada del Parlamento, ¿verdad? Y subsecretaria de Estado.

—Supongo, pero no veo…

—Y poniendo un poco de esfuerzo para conocer sus opiniones, muy poco esfuerzo, puesto que usted vive en un distrito electoral, sabría cuál es su postura en determinados temas controvertidos.

—No me meto en política —respondió Chambers, pero la rigidez de su cuerpo (todos los nervios contenidos para no traicionarse) desmintió sus palabras.

Lynley reconoció que su mera presencia en casa de Chambers era la pesadilla de todo católico irlandés. Los espectros de los Seis de Birmingham y los Cuatro de Guilford abarrotaban la pequeña sala, agigantados por la ominosa proximidad de Lynley y Nkata, dos policías ingleses, protestantes y con una estatura superior al metro ochenta, en su plenitud de fuerzas, y uno con el tipo de cicatriz facial que sugería violencia en algún momento de su vida. Lynley percibió el miedo del irlandés.

—Hablamos con el RUC, señor Chambers —dijo.

Chambers no dijo nada. Uno de sus pies se frotó con el otro y cobijó las manos bajo las axilas, pero por lo demás mantuvo la calma.

—Habrá sido una conversación de lo más aburrida.

—Le tacharon de conflictivo. No un simpatizante del IRA, exactamente, pero sí alguien a quien valía la pena vigilar. ¿De dónde cree que sacaron la idea?

—Si quiere saber si he simpatizado con el Sinn Fein, pues si —contestó Chambers—, pero también la mitad de la población de Kilburn, así que ¿por qué no se deja caer por allí y los investiga? No hay ninguna ley que prohíba tomar partido, ¿verdad? Además, ¿qué más da ahora? La situación se ha calmado.

—Tomar partido no importa, pero pasar a la acción directa es diferente, y el RUC le tiene fichado por ello, señor Chambers. Desde que tenía diez años. ¿Se prepara para seguir en la brecha? ¿Descontento con el proceso de paz? ¿Cree que el Sinn Fein se ha vendido, tal vez?

Chambers se levantó. Nkata se puso en pie, como para interceptarle. El negro sobrepasaba al músico en veinticinco centímetros, como mínimo, y pesaba unos seis kilos más que él.

—Tranquilo —dijo Chambers—. Sólo quiero beber algo más fuerte que el agua. La botella está en la cocina.

Nkata miró a Lynley. Este indicó la cocina con la cabeza. Nkata fue a buscar un vaso y una botella de John Jameson.

Chambers se sirvió un poco de whisky. Lo bebió y tapo la botella de nuevo. Se quedó de pie un momento con los dedos sobre el tapón. La postura sugería que estaba considerando sus opciones. Por fin, se apartó el pelo de la cara y volvió a su asiento. Nkata le imitó.

—Si ha hablado con el RUC —dijo Chambers, al parecer reconfortado tras la ingestión alcohólica—, ya sabrá lo que hice: lo que hacía cualquier chico católico de Belfast. Tiré piedras a los soldados británicos. Tiré botellas y tapas de cubos de basura. Prendí fuego a neumáticos. Sí, la policía me sacudió por ello, igual que a mis compañeros, pero sobreviví pese a los soldados y fui a la universidad. Estudié música. No tengo relaciones con el IRA.

—¿Por qué enseña música aquí?

—¿Por qué no?

—En algunos momentos le parecerá un ambiente hostil.

—Sí. Bueno, tampoco salgo mucho.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Belfast?

—Hace tres años. No, cuatro. La boda de mi hermana.

Cogió una fotografía enmarcada en cartón de una pila de revistas y partituras que descansaban sobre un enorme altavoz. La entregó a Lynley.

Era una foto de una familia numerosa congregada alrededor de unos novios. Lynley contó ocho hermanos y vio a Chambers con aspecto incómodo y algo apartado del grupo.

—Cuatro años —repitió Lynley—. Ha pasado mucho tiempo. ¿Ninguno de sus familiares vive en Londres?

—No.

—¿No les ve?

—No.

—Curioso.

Lynley volvió a mirar la foto.

—¿Por qué? ¿Piensa que vivimos todos bien pegaditos sólo porque somos irlandeses?

—¿Está reñido con ellos?

—Ya no practico la religión.

—¿Por qué?

Chambers volvió a echarse el pelo hacia atrás. Pulsó varias teclas del teclado y sonó un acorde disonante.

—Escuche, inspector, ha venido para hablar de Lottie Bowen. Le he dicho lo que sé. Vino a su clase. Luego charlamos y finalmente se fue.

—Y nadie la vio.

—No soy responsable de eso. De haber sabido que iban a secuestrarla, la habría acompañado a su casa. No tenía motivos para creer que corría peligro. Por aquí no hay atracos, asaltos ni tráfico de drogas. La dejé marchar sola. Algo pasó y me siento fatal, pero no estoy en el ajo.

—Temo que necesitará demostrarlo.

—¿Cómo?

—Mediante la persona que estaba arriba cuando el señor St. James vino el miércoles. Si alguien, aparte de Charlotte Bowen, estaba en la casa con usted, ¿puede facilitarnos su nombre y dirección, por favor?

Aparecieron hoyuelos en la barbilla de Chambers cuando se chupó nerviosamente la cara interna del labio inferior. Sus ojos parecían distantes, como si estuviera examinando algo que nadie más podía ver. Era la mirada de un hombre que tenía algo que ocultar.

—Señor Chambers —insistió Lynley—, no necesito explicarle la gravedad de la situación en que se encuentra. Tiene antecedentes que rozan con el IRA. Tenemos a la hija de una parlamentaria, con un historial de hostilidad declarada contra el IRA, que primero es secuestrada y luego asesinada. Usted está relacionado con esa niña. Es la última persona que la vio. Si alguien puede asegurarnos que usted no tuvo nada que ver con la desaparición de Charlotte Bowen, sugiero que lo llame enseguida.

Chambers tocó de nuevo las teclas. Agudos y graves sin ningún orden concreto. Masculló una palabra que Lynley no entendió, y habló por fin en voz baja, sin mirar a ninguno de los dos hombres.

—Muy bien. Se lo diré. Pero no puede hacerse público. Si los periódicos se enteran de la historia, todo se irá a pique. No podría soportarlo.

Lynley pensó que, a menos que el músico mantuviera una relación clandestina con un miembro de la familia real o con la esposa del primer ministro, la cuestión no iba a interesar a los periódicos.

—No hablo con periodistas —dijo—, de ningún tipo. Eso compete a la oficina de prensa de la policía.

Al parecer, eso fue garantía suficiente, aunque Chambers necesitó otro trago de John Jameson antes de volver a hablar.

No estaba con una mujer el miércoles por la noche, dijo sin mirarles, sino con un hombre. Se llamaba Russell Majewski, aunque el inspector tal vez le conociera por su nombre profesional, Russell Mane.

—Un tío de la tele —explicó Nkata—. Hace de poli.

Interpretaba, dijo Chambers, a un detective de policía mujeriego cuyo territorio era la homónima West Farley Street, un enérgico drama sobre crimen, investigación y castigo situado en el sur de Londres. Era un éxito en la ITV, y su papel había lanzado a Russell Mane, si no a la estratosfera, sí a una enorme popularidad. Había logrado lo que todo actor deseaba: el reconocimiento de su talento. Sin embargo, el reconocimiento iba acompañado de ciertas expectativas, en el sentido de que el actor de marras debía ser en la vida real bastante parecido al personaje que interpretaba. Pero en este aspecto, Russell no se parecía nada a su personaje. Nunca había estado con una mujer, aparte de en la pantalla. Por eso, Russell y Damien se esforzaban por mantener en secreto su relación.

—Llevamos juntos tres años, casi cuatro. —Miraba a todas partes, excepto a Lynley y Nkata—. Somos cautelosos, porque la gente es muy fóbica, ¿verdad? Es de tontos creer que son algo más.

Russ vivía allí, concluyó Chambers. En aquel momento estaba rodando, y no volvería hasta las nueve o las diez de la noche. Si la policía necesitaba hablar con él…

Lynley le tendió su tarjeta.

—Dígale al señor Mane que telefonee.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas y la música volvió sonar, Nkata dijo:

—¿Cree que nuestros chico de la Rama Especial le tiene bajo la lupa cada día?

—En cualquier caso —replicó Lynley—, ahora lo estará pensando.

Caminaron en dirección a Marylebone Lane, Lynley repasó lo que ya sabían. Habían recabado una cantidad de información y pruebas apreciables: desde huellas dactilares a fármacos que requerían receta, desde un uniforme escolar recobrado en Wiltshire hasta un par de gafas encontradas en un coche. Todo lo que habían reunido tenía que estar relacionado de una manera lógica. Sólo necesitaban la claridad de visión suficiente para distinguir una pauta. A la larga, todo cuanto tenían y sabían debía estar relacionado con una persona. La persona que poseía la información sobre la paternidad de Charlotte Bowen, el ingenio preciso para llevar a cabo con éxito dos secuestros, y la audacia de actuar a plena luz del día.

¿Qué clase de persona era?, se preguntó Lynley. Sólo parecía haber una respuesta razonable: el culpable tenía que ser alguien que, aunque le hubieran visto con los niños, sabía que ser visto no equivalía necesariamente a ser descubierto.

Pirañas, pensó Eve Bowen. Antes había pensado chacales, pero los chacales eran carroñeros por naturaleza, mientras que las pirañas se lanzaban sobre la carne viva, y preferiblemente sangrante. Los periodistas habían estado congregados todo el día: ante la oficina de su distrito electoral y el Ministerio del Interior, así como ante el número 1 de Parliament Square. Iban acompañados por sus cohortes (los paparazzi y los fotógrafos de prensa), y el grupo se concentraba en la acerca, donde bebían café, fumaban cigarrillos, comían donuts y patatas fritas, y se precipitaban sobre cualquiera que pudiera proporcionarles información sobre el destino, el estado de ánimo o la reacción de Eve Bowen a las revelaciones de Dennis Luxford en el Source del día. Cuando los reporteros se precipitaban, disparaban preguntas y fotografías. Y ay de la víctima de sus atenciones que intentara detener sus avances con una réplica airada.

Eve pensaba que la noche anterior había sido un infierno, pero cada vez que se abría la puerta principal de la oficina de su agrupación electoral al murmullo de voces y los destellos de los flashes, sabía que las horas transcurridas entre la llamada telefónica de Dennis Luxford y su certeza final de que no podía hacer nada para detener su artículo sólo habían sido un purgatorio.

Había hecho todo lo posible. Había apelado a todas las deudas y todos los favores concedidos, sentada hora tras hora con el auricular contra su oído, llamando a jueces, consejeros de la reina y a todos sus aliados políticos. Cada llamada tenía el mismo propósito: impedir la salida a la luz del artículo que, según Luxford, salvaría la vida de su hijo. Y cada llamada se saldaba con el mismo resultado: tal maniobra era imposible.

Durante toda la noche había escuchado variaciones sobre por qué un mandato judicial estaba fuera de su alcance, pese a su poder en el gobierno.

¿El artículo en cuestión (Eve no revelaba los detalles exactos a los destinatarios de sus llamadas) constituía libelo? ¿No? ¿Va a escribir la verdad? Entonces, querida, me temo que careces de fundamentos. Sí, soy consciente de que detalles de nuestro pasado pueden, en ocasiones, resultar embarazosos para nuestro presente y futuro, pero si esos detalles contienen la verdad… Bien, sólo cabe la posibilidad de sonreír con desdén, llevar bien alta la cabeza y dejar que nuestra conducta actual hable por sí sola, ¿no?

«No se trata de un periódico toro, ¿verdad, Eve? Quiero decir que sería posible llamar al PM y hacer un poco de presión si el director del Sunday Times, el Daily Mail o, quizá, el Telegraph pensaran publicar un artículo perjudicial para un miembro del gobierno, pero el Source simpatiza con los laboristas». No cabía esperar que un poco de persuasión verbal lograra producir el acuerdo de no publicar un artículo antitory en un periódico laborista. De hecho, si alguien intentara presionar a un hombre como Dennis Luxford, existían pocas dudas de que un editorial revelaría el hecho, el mismo día de la publicación del artículo. ¿Qué impresión daría eso? ¿Cómo iba a quedar el primer ministro?

La pregunta final era un estímulo apenas disimulado a emprender determinada acción. La pregunta real era cómo iba a afectar el artículo del Source al primer ministro, que había encumbrado personalmente a Eve Bowen a su cargo actual. Lo que sugería era tomar una iniciativa, en caso de que el dichoso artículo añadiera más huevo a la cara, ya bastante manchada, del hombre que había debido soportar la humillación de ver a uno de sus compañeros de partido divirtiéndose con un chapero en un automóvil aparcado, tan sólo doce días antes. El regreso a los valores británicos básicos alentados por el primer ministro ya había recibido varios golpes muy graves, decían a Eve. Si la señora Bowen, no sólo diputada, sino también, al contrario que Sinclair Larnsey, miembro del gobierno, creía que existía la más leve posibilidad de que el artículo del Source provocara más trastornos al primer ministro… Bien, la señora Bowen sabía muy bien lo que debía hacer.

Claro que lo sabía. Debía arrojarse sobre su propia espada. Pero no tenía la intención de hacerlo sin oponer una resistencia desesperada.

Se había reunido con el ministro del Interior aquella madrugada. Había llegado a Westminster cuando aún estaba oscuro, horas antes de que el Source saliera a la calle y horas antes de su llegada habitual, para escabullirse de la prensa. Sir Richard Hepton la recibió en su despacho. Al parecer, se había vestido con lo primero que encontró a mano, tras recibir la llamada de Eve a las cuatro menos cuarto. Llevaba una camisa blanca arrugada y los pantalones de un traje, sin chaqueta ni corbata, sólo una chaquetilla de punto. No se había afeitado. Era una forma de decirle, comprendió Eve, que la entrevista iba a ser breve. Era evidente que volvería a casa con tiempo para ducharse, cambiarse y prepararse para el día.

También estaba clara su idea de que la llamada era el resultado de haber pasado dos días afligida por la muerte de su hija. Pensaba que había ido para exigir medidas más eficaces por parte de la policía, y él había acudido para aplacarla en la medida de lo posible. Hepton no tenía idea de lo que encubría la desaparición de Charlotte. Pese a su experiencia en el gobierno, que habría debido enseñarle lo contrario, daba por sentado que las cosas, al menos con sus subsecretarios, eran lo que parecían.

—Nancy y yo recibimos el mensaje acerca del funeral, Eve —dijo—. Claro que asistiremos. ¿Cómo te encuentras? —preguntó con expresión cautelosa—. Los próximos días no van a ser fáciles. ¿Descansas lo suficiente?

Como la mayoría de políticos, sir Richard Hepton hacía preguntas que sólo eran meras referencias a otros temas. Lo que quería saber era por qué le había telefoneado en plena noche, por qué había insistido en que se reunieran cuanto antes y, sobre todo, por qué estaba sugiriendo comportarse como una histérica, cuando era la característica menos deseable en un miembro del gobierno. Deseaba que se desahogara porque había sufrido una pérdida terrible, pero no tenía el menor deseo de que la inmensidad de su pérdida minara su capacidad de seguir adelante.

—Mañana, mejor dicho, dentro de unas horas, el Source publicará un artículo del que quiero advertirte por adelantado.

—¿El Source? —Hepton la observó sin variar de expresión. Jugaba al póquer político mejor que cualquiera—. ¿Qué clase de artículo, Eve?

—Un artículo sobre mí, sobre mi hija. Un artículo sobre las causas que condujeron a su muerte, diría yo.

—Entiendo.

El hombre apoyó el codo en el brazo de la butaca. El cuero crujió, lo cual subrayó el silencio que reinaba en todo el Ministerio del Interior, así como el silencio de las calles.

—¿Había…?

Hizo una pausa con aire pensativo. Dio la impresión de que estaba eligiendo entre las varias conclusiones que un artículo en el Source le sugerían.

—Eve, ¿había problemas entre tú y tu hija?

—¿Problemas?

—Has dicho que el artículo versa sobre las causas que condujeron a su muerte.

—No es un artículo sobre malos tratos infantiles, si te refieres a eso —aclaró Eve—. Nadie maltrataba a Charlotte. Lo que condujo a su muerte no tiene nada que ver conmigo. Al menos no en ese sentido.

—Entonces será mejor que me cuentes tu implicación.

—Quería que lo supieras porque, tal como ha ocurrido a menudo en el pasado, cuando los periódicos se lanzan sobre un político, pillan al gobierno por sorpresa. No quería que sucediera en este caso. Pienso dejarlo todo claro, para poder pensar en lo que haremos a continuación.

—El conocimiento por adelantado es un arma útil —admitió Hepton—. Obtenerlo siempre me ha permitido ver las cosas con mayor claridad.

Eve no pasó por alto el empleo del singular. Tampoco pasó por alto la ausencia de palabras o sonidos guturales que pudiera interpretar como un signo de confianza. Sir Richard Hepton sabía que algo desagradable se avecinaba, y cuando un olor malsano invadía su impoluta casa era un hombre que sabía muy bien abrir ventanas.

Eve empezó a hablar. No había forma de adornar la historia. Hepton escuchaba con las manos enlazadas sobre el escritorio, cubierto su rostro por la máscara impenetrable que Eve había visto tantas veces en el pasado. Cuando hubo revelado los detalles relevantes sobre la relación en Blackpool con Dennis Luxford, así como los relativos a la desaparición de Charlotte y el posterior asesinato, se dio cuenta de lo rígido que se había puesto. Sintió la tensión nerviosa en la espasmódica tirantez de los músculos, desde el cuello hasta la base de la columna vertebral. Intentó relajar su cuerpo, pero no pudo obligarlo a creer que su destino político no pendía de un hilo, según como aquel hombre interpretara su conducta de once años atrás.

Cuando terminó de hablar, Hepton alejó su butaca de cuero del escritorio y la giró a un lado lentamente. Alzó la cabeza y aparentó escrutar los retratos de los tres monarcas y los dos primeros ministros que colgaban en la pared opuesta. Se acarició la barbilla con el pulgar. El silencio era tan intenso que Eve oyó el ruido del pulgar al frotar su barba incipiente.

—Me atrevería a decir que Luxford actúa impulsado por dos motivaciones —explicó—. La tirada del periódico y el perjuicio político. Quiere superar en ventas al Globe y quiere perjudicar al gobierno. Con este artículo matará dos pájaros de un tiro.

—Tal vez sí. Tal vez no —dijo el ministro con tono pensativo.

Eve adivinó que el político estaba analizando las posibles reacciones que despertaría al artículo. Paliar los perjuicios era fundamental.

—Podemos conseguir que le salga el tiro por la culata, Richard —dijo Eve—. Si me describe como una hipócrita, ¿qué es él? Y cuando la policía descubra que es el cerebro del secuestro y…

Hepton levantó un índice para silenciarla. Continuó pensando. Eve no pasó por alto el hecho de que estuviera barajando alternativas sin hacerle partícipe de sus reflexiones. Sabía que lo más importante para ella consistía en no decir nada más, pero no pudo reprimir un último intento de salvar el cuello.

—Déjame hablar con el primer ministro. Sin duda sabrá la intención de Dennis Luxford al escribir este artículo…

—Sin la menor duda —dijo poco a poco Hepton—. Hay que informar sin más demora al PM de lo que está pasando.

—Iré a Downing Street ahora mismo —dijo Eve, aliviada—. Me recibirá enseguida cuando sepa lo que hay en juego. Será mejor que vaya ahora que está oscuro, antes de que los periódicos salgan a la calle, sin esperar a la publicación del artículo y el acoso de los periodistas.

—Mañana le espera una sesión de preguntas parlamentarias —prosiguió Hepton.

—Más motivos aún para que se entere de lo de Luxford ahora.

—La oposición, por no hablar de la prensa, le comerá vivo si no procedemos con cautela. En consecuencia, no puede comparecer ante la cámara sin que el problema esté solucionado.

—Solucionado —repitió Eve. Sólo existía una forma de solucionar el problema en el plazo de tiempo que Hepton había establecido—. Déjame hablar con él —dijo desesperada—. Deja que se lo intente explicar. Si no consigo convencerle de que…

Hepton la interrumpió, sin abandonar su aire pensativo. Eve comprendió que le distanciaba de ella. Era el mismo tono que usaría un monarca para pronunciar a regañadientes la sentencia de muerte de un ser querido.

—Después del escándalo de Larnsey, el primer ministro debe actuar con decisión, Eve. La conciliación es imposible. —La miró por fin—. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Lo comprendes?

Sintió un vacío en su interior, a medida que su futuro (como si estuviera contenido en sus músculos, sus órganos y su sangre) empezaba a marchitarse. Años de cuidadosa planificación, años de esfuerzos, años de maquinaciones políticas, borrados en un instante. Hiciera lo que hiciera en el futuro, no sería una persona importante en el palacio de Westminster.

Sir Richard Hepton pareció leer aquella conclusión en su cara.

—Sé que la dimisión es un golpe, pero eso no significa que estés acabada. Puedes rehabilitarte. Piensa en John Profumo. ¿Quién habría pensado que un hombre tan caído en desgracia fuera capaz de remontar su vida?

—No tengo la intención de convertirme en una asistenta social plañidera.

Hepton ladeó la cabeza con expresión paternal.

—No intentaba sugerir eso, Eve. Además, no estás acabada en el gobierno. Aún tienes un escaño en los Comunes. Dimitir como subsecretaria de Estado no significa que lo hayas perdido todo.

«No. Sólo casi todo», pensó Eve.

Por lo tanto, había escrito la carta exigida por el ministro del Interior. Quería pensar que el primer ministro rechazaría la dimisión, pero sabía que no. La gente depositaba su confianza en sus líderes electos, entonaría religiosamente desde los peldaños del número 10. Cuando esa confianza se erosionaba, los líderes electos debían marcharse.

Había recorrido la escasa distancia que separaba el Ministerio del Interior de Parliament Square. Ya estaba en el despacho cuando su ayudante llegó. Joel Woodward desvió la vista al instante y Eve comprendió que había leído los titulares. Naturalmente. Habría salido en las noticias de la mañana, y Joel siempre miraba las noticias mientras engullía sus cereales.

Pronto estuvo claro que todo Parliament Square conocía el artículo de Luxford. Nadie le dirigió la palabra. La gente la saludaba con la cabeza con rapidez y apartaba la vista con la misma rapidez, y en su oficina se hablaba con el tono susurrado de aquellos que se han visto con la muerte cara a cara y han sobrevivido.

Los periodistas empezaron a telefonear en cuanto se abrieron las líneas telefónicas. «Sin comentarios» no les satisfacía. Querían saber si la diputada por Marylebone iba a negar las afirmaciones del Source.

—No puede haber «sin comentarios» —informó con cautela Joel a uno de ellos—. O es cierto o no, y si ella no piensa presentar una demanda por calumnias, sabremos de qué parte sopla el viento.

Joel quería que negara las afirmaciones del periódico. No se resignaba a creer que el objeto de sus húmedos sueños tory ocultara una faceta que no respondía a las creencias oficiales del partido.

Eve no tuvo noticias del padre de Joel hasta media mañana, y sólo a través de Nuala, quien le telefoneó desde la oficina de la asociación electoral para informarla de que el coronel Wooward iba a convocar una reunión del comité ejecutivo. Nuala recitó la convocatoria y la hora de la reunión. Después bajó la voz.

—¿Se encuentra bien, señora Bowen? Aquí el follón es indescriptible. Cuando venga, pruebe por la puerta de atrás. Hay cinco filas de periodistas en la acera.

Había diez cuando llegó. Ya en la oficina electoral, Eve se preparó para lo peor. El consejo ejecutivo no había solicitado que asistiera a la discusión preliminar. El coronel Woodward se había limitado a asomar la cabeza en su despacho para preguntarle el nombre del padre de su hija. No había hecho la pregunta de una manera amable, ni tampoco intentó disfrazarla con un eufemismo. La ladró como una orden militar y, al hacerlo, le comunicó sin ambages cuál era la configuración del paisaje político.

Eve intentó concentrarse en los asuntos del día, pero no había gran cosa. En circunstancias normales no pisaba la oficina electoral hasta el viernes, de manera que aparte del correo no había nada más que hacer. Nadie esperaba hablar con la diputada, a excepción de los periodistas, y dirigirles una palabra de aliento habría sido una locura. Leyó las cartas y las contestó, y se paseó arriba y abajo del despacho.

A las dos horas de reunirse el comité ejecutivo, el coronel Woodward fue a buscarla.

—Se requiere su presencia —dijo, y giró sobre sus talones en dirección a la sala de conferencias. Mientras andaba, sacudió los hombros de su chaqueta de punto para liberarlos de caspa, que producía en cantidades industriales.

El consejo ejecutivo estaba sentado alrededor de una mesa de caoba rectangular. Jarras de café, tazas utilizadas, cuadernos amarillos y lápices sembraban su superficie. Hacía mucho calor en la sala, tanto a causa de la masificación como de las dos horas de encendidas discusiones, y Eve pensó en pedir que alguien abriera una ventana, pero la proximidad de los periodistas la llevó a rechazar la idea. Ocupó el asiento vacío al pie de la mesa y esperó a que el coronel Woodward se sentara en la presidencia.

—Luxford —dijo el hombre.

Fue como si hubiera dicho «mierda de perro». Clavó sus ojos cejijuntos en ella, como para comunicarle la enormidad de su desagrado (y, por lo tanto, del comité).

—No sabemos qué hacer, Eve. Un lío con un antimonárquico. Un fabricante de escándalos. Un compañero de viaje de los laboristas. Por lo que sabemos, un comunista, un trotskista, o como se haga llamar esa gente. No podría haber elegido algo más abominable.

—Fue hace mucho tiempo.

—¿Insinúa que no era entonces lo que es ahora?

—Al contrario. Insinúo que yo no era lo que soy ahora.

—Loado sea Dios por sus pequeños favores —replicó el coronel Woodward.

Una oleada de inquietud recorrió la mesa. Eve se tomó un momento para mirar a todos y cada uno de los miembros de la ejecutiva a la cara. Leyó en su resistencia a devolverle la mirada los planes que habían diseñado para su futuro. Por lo visto, la mayoría apoyaba al coronel Woodward.

—Cometí un error en el pasado —dijo a todos—. He pagado por ello más de lo que haya pagado cualquiera por un acto de imprudencia: he perdido a mi hija.

Hubo un murmullo general de asentimiento y expresiones compasivas por parte de tres mujeres. El coronel Woodward se apresuró a contener corrientes de condolencia que pudieran convertirse en un torrente de apoyos.

—Ha cometido más de un error en el pasado —dijo—. También ha mentido a esta institución.

—No creo que haya…

—Mentiras de omisión, señorita. Mentiras nacidas del subterfugio y la hipocresía.

—He actuado en favor de los intereses de mi agrupación electoral, coronel Woodward. He dedicado a la agrupación electoral todos mis desvelos, atención y esfuerzos. Si es capaz de encontrar una parcela en la que me haya mostrado deficiente, en lo tocante a los ciudadanos de Marylebone, le ruego me la señale.

—No se está discutiendo su eficacia política —dijo el coronel Woodward—. En su primera elección retuvimos este escaño por una mayoría de sólo ochocientos votos.

—Que aumenté a mil doscientos la última vez —replicó Eve—. Le dije desde el primer momento que cuesta años construir la clase de mayoría que a usted le obsesiona. Si me concede la oportunidad de…

—¿La oportunidad de qué? —preguntó el coronel Woodward—. No se referirá a la oportunidad de conservar su escaño, ¿verdad?

—A eso me refería. Si ahora dimito tendrá una elección complementaria entre manos. Con el clima actual, ¿cuál cree que será el resultado de la elección?

—Y si no renuncia, si permitimos que se presente otra vez al Parlamento después del asunto de este Luxford, los laboristas también ganarán. Porque pese a lo que piense sobre su capacidad de lograr la absolución del electorado, es improbable que ningún votante, señorita Bowen, olvide el abismo existente entre cómo se ha autorretratado y lo que es en realidad. Y aunque los votantes fueran tan olvidadizos, la oposición se alegrará de airear todos los detalles insalubres de su pasado si se presenta como nuestra candidata en las próximas elecciones.

Las palabras «detalles insalubres» parecieron reverberar en las paredes de la sala. Eve vio que los miembros de la ejecutiva miraban sus cuadernos amarillos, sus lápices y sus tazas de café. La incomodidad les sacudía como olas casi visibles. Ninguno quería que la reunión se convirtiera en una pelea de gallos, pero si esperaban que se doblegara a su voluntad colectiva, tendrían que expresarlo con toda claridad. No ofrecería su dimisión al instante, dejando el escaño en manos de la oposición.

—Coronel Woodward —dijo con calma—, todos llevamos los intereses del partido en el corazón. Al menos, eso supongo. ¿Qué quiere que haga?

El hombre la miró con suspicacia. Era la segunda frase de Eve que le sacaba de casillas.

—La desapruebo, señorita —contestó—. Desapruebo quién es, lo que hizo y cómo intentó ocultarlo. Pero el partido es más importante que mi desaprobación.

Eve comprendió que él necesitaba castigarla. Necesitaba hacerlo en un foro tan público como le permitiera la situación y su mutuo interés en paliar los daños. Eve sintió que la sangre palpitaba airada en sus venas, pero permaneció inmóvil en la silla.

—Estoy completamente de acuerdo con la importancia del partido, coronel Woodward —dijo—. ¿Qué quiere que haga? —repitió.

—Sólo tenemos una alternativa. Permanecerá en su escaño hasta que el primer ministro convoque elecciones generales.

—¿Y después?

—Después habremos acabado con usted. No volverá a pisar el Parlamento. Renunciará en favor de la persona que elijamos para presentarse.

Eve paseó la mirada alrededor de la mesa. Comprendió que aquel plan era un compromiso, el desdichado matrimonio entre exigir su inmediata renuncia y permitirle continuar en su puesto de manera indefinida. Le permitía ganar tanto tiempo como el primer ministro pudiera estirar antes de que los vientos del cambio político que se estaba gestando desde hacía meses le obligaran a convocar elecciones generales. Cuando las elecciones tuvieran lugar, su carrera política habría terminado. Ya había terminado en aquel momento, pensó. Conservaría su escaño en la Cámara de los Comunes durante un tiempo, pero todos los presentes en la sala de reuniones sabían quién de entre ellos detentaría el auténtico poder.

—Siempre le he caído mal, ¿verdad? —preguntó al coronel Woodward.

—Y con buenos motivos —replicó este.