24

Lynley no se había dado cuenta de lo mucho que estaba integrada Helen en el tejido de su vida, hasta que desayunó solo a la mañana siguiente. Había pasado del desayuno el día anterior, para evitar una solitaria y prolongada dedicación a huevos y tostadas. Como también se había saltado la cena, a medianoche se sentía mareado. Habría podido picar cualquier cosa en aquel momento, pero no tenía ganas de revolver en la cocina. Decidió irse a la cama y atender a sus necesidades alimenticias por la mañana. Había dejado una nota en la cocina («Desayuno para uno»), y Denton había cumplido con su habitual dedicación a la nutrición de Lynley.

Había media docena de platos alineados sobre el aparador del comedor. Dos tipos de zumos diferentes estaban preparados en sus jarras respectivas. Diversas clases de cereales se encontraban junto a un cuenco y otra jarra de leche. El punto fuerte de Denton era que siempre seguía las instrucciones. Su punto débil era no saber parar. Lynley no acababa de decidir si su mayordomo era un actor frustrado o un diseñador de decorados aún más frustrado.

Después de un cuenco de cereales (eligió Weetabix), hurgó en los platos y se sirvió huevos, tomates a la plancha, champiñones y salchichas. No fue hasta que se sentó con este segundo plato cuando tomó conciencia del incómodo silencio que reinaba en la casa. Hizo caso omiso de la ilusión de claustrofobia que el silencio producía. Dedicó su atención al Times. Avanzaba poco a poco por la página del editorial (dos columnas y siete cartas sobre la hipocresía del regreso a los valores británicos básicos promovidos por el partido tory, como reflejaba el reciente caso del diputado por East Norfolk y su chapero), cuando se dio cuenta de que había leído el mismo párrafo lapidario tres veces, sin hacerse la menor idea de su contenido.

Apartó el periódico. Tendría bastante que leer cuando llegara a sus manos el ejemplar del Source de aquella mañana. Levantó la cabeza y miró lo que había procurado no ver desde que había entrado en el comedor: la silla vacía de Helen.

No le había telefoneado anoche. Podría haberlo hecho, utilizando como excusa el hecho de que St. James se había disculpado por la pelea que había provocado entre ellos el lunes por la tarde. Sin embargo, una fuerte emoción subrayaba la actividad en que Helen se había enfrascado el lunes por la noche (embalar ropas completamente inútiles para los pobres de África), y si hablaba con ella tendría que afrontar esa emoción. Como el estado mental y emocional de Helen durante las últimas cuarenta y ocho horas obedecía a las diatribas que Lynley había vertido sobre ella y sus amigos, Lynley sabía que abordarla ahora era arriesgarse a oír algo que prefería no oír.

Esquivarla era una cobardía emocional, y él lo sabía. Intentaba fingir que todo iba bien en su mundo, con la esperanza de que la ilusión se convirtiera en realidad. Saltarse el desayuno del día anterior entraba dentro de aquel fingimiento. Mejor marcharse a toda prisa con la mente ocupada en los detalles de la investigación, que descubrir que, por culpa de su tozuda estupidez, hubiera perdido, o al menos dañado de forma irreparable, lo que más apreciaba. Dotar a sus creaciones humanas de la capacidad de amar había sido una idea muy ingeniosa de la Divinidad para divertirse en grande, pensó Lynley. Que se enamoren y luego se vuelvan locos mutuamente, debió planear. Qué divertido sería contemplar el caos que se produce cuando la química hombre-mujer entra en acción.

El caos había invadido su vida, admitió Lynley. Desde el momento en que se había dado cuenta de que estaba enamorado de Helen, dieciocho meses atrás, se sentía como el hombre de Crane en persecución del horizonte: cuanto más se esforzaba por llegar a su destino, más se alejaba este.

Apartó la silla de la mesa y arrugó la servilleta de hilo, justo cuando Denton entraba en el comedor.

—¿Esperabas a los Micawbers para desayunar? —preguntó. El joven no comprendió la alusión. De no haber sido creada por Andrew Lloyd Webber para ser consumida en el West End, no existiría.

—¿Perdón? —dijo Denton.

—Nada —contestó Lynley.

—¿Cena esta noche, pues?

Lynley movió la cabeza en dirección al aparador.

—Recalientas eso.

Denton vio la luz por fin.

—¿He cocinado demasiado? Es que no sabía con seguridad si «uno» quería decir «uno». —Dirigió una mirada cautelosa hacia la silla de Helen—. O sea, recibí su nota, pero pensé que tal vez lady Helen… —Consiguió parecer ansioso, arrepentido y preocupado al mismo tiempo—. Ya sabe cómo son las mujeres.

—No tan bien como tú, desde luego —replicó Lynley. Dejó que Denton quitara los platos y se marchó a New Scotland Yard.

Havers le telefoneó mientras se abría paso penosamente entre las hordas de trabajadores que se desplazaban en coche a sus centros de trabajo, los viajeros cargados con maletines y los autocares turísticos de dos pisos que obstruían todas las arterias cercanas a la estación Victoria. Habían encontrado el probable lugar donde habían retenido a Charlotte Bowen, informó con una voz que se esforzaba por sonar indiferente, pero no conseguía eliminar del todo la insinuación de orgullo que sentía por su logro. Era un molino de viento, no lejos de Great Bedwyn y, mucho más importante, a un kilómetro del canal Kennet y Avon. No del mismo sitio del canal donde habían arrojado el cadáver, dese cuenta, pero con una barca alquilada expresamente para ese propósito, el asesino podría haber ocultado el cuerpo bajo el puente, puesto rumbo a Allington, arrojado a la niña entre las cañas y seguido su camino. O podría haberla transportado en coche hasta allí, porque no estaba tan lejos y Robin había dicho…

—¿Robín? —preguntó Lynley. Frenó para no arrollar a un chico peinado a lo mohicano, con una anilla que perforaba su tetilla izquierda y un carrito de niño forrado de negro.

—Robin Payne, ¿recuerda? El agente con el que estoy trabajando. Me alojo en la…

—Ah, sí. Ya caigo. Robin.

No lo recordaba. Estaba demasiado concentrado en sus propios problemas, pero ahora lo recordó. Y a juzgar por el tono alegre de Havers, se preguntó qué estaría detectando en Wiltshire, además de la identidad de un asesino.

Barbara explicó a continuación que había dejado a la policía científica en el molino. Volvería tan pronto como comiera algo. Aún no había comido porque había llegado muy tarde y no había dormido mucho la noche anterior y pensaba que se merecía un pequeño descanso, así que…

—Havers, cálmese. Lo está haciendo muy bien.

Ojalá pudiera decir lo mismo de él, pensó Lynley.

Al llegar a New Scotland Yard, Dorothea Harriman le informó con generosidad de que el subcomisionado Hillier estaba al acecho, de modo que tal vez el inspector Lynley preferiría pasar desapercibido hasta que la atención del subcomisionado se viera atraída hacia algo que no fuera el caso Bowen.

—¿Acaso sabes en qué estoy trabajando, Dee? —preguntó Lynley, movido por la curiosidad—. Pensaba que era alto secreto.

—No existen secretos en el lavabo de señoras —replicó la mujer. Brillante, pensó Lynley.

Su escritorio era un caos de información acumulada. Entre carpetas, informes, faxes y mensajes telefónicos, había un ejemplar del Source de aquella mañana. Llevaba sujeto una nota de Winston Nkata, escrita con su letra microscópica. Lynley se caló las gafas y leyó: «¿Preparado para la mierda que se nos viene encima?». Dejó la nota y contempló la primera plana del periódico. Por lo que podía ver, Dennis Luxford había seguido las instrucciones del secuestrador al pie de la letra, escribiendo el artículo en que delataba su relación con Eve Bowen. Lo acompañaba con fechas y períodos de tiempo relevantes. Lo relacionaba con el secuestro y asesinato de la hija de Bowen. Escribía que asumía la responsabilidad de la muerte de Charlotte por negarse a revelar la verdad antes de aquel momento, pero no mencionaba lo que le había impulsado a escribir el artículo: el secuestro de su hijo. Estaba haciendo todo lo posible por salvar a su hijo. O eso parecía.

El frenesí de los medios de comunicación que se cebaba en Eve Bowen aumentaría. Pondría en primer plano a Luxford, cierto, pero el interés de los periódicos en él no sería nada comparado con el deseo de lanzarse sobre ella. Aquella consideración (lo que Eve Bowen iba a afrontar y lo acertado de su predicción) inquietó a Lynley. Dejó el Source a un lado y empezó a examinar el material acumulado sobre el escritorio.

Echó un vistazo al informe de la autopsia que Havers le había enviado por fax desde Wiltshire. Leyó lo que ya sabía: la muerte no había sido accidental. Primero, habían dejado inconsciente a la niña, para que muriera sin resistirse. La sustancia utilizada para drogarla era un derivado de la benzodiapina llamado diazepán. Su nombre vulgar era Valium. Una droga que se recetaba, utilizada a veces como sedante y en otras como tranquilizante. En cualquier caso, suficiente cantidad en el flujo sanguíneo producía el mismo efecto: inconsciencia.

Lynley subrayó la identificación del fármaco en el informe y dejó el fax a un lado. Valium, pensó, y buscó entre los demás papeles, en busca del informe forense que había ordenado el día anterior en el edificio abandonado de Marylebone. Lo encontró sujeto a un mensaje en el cual se le pedía que llamara a alguien llamado Figaro en el S07, el laboratorio científico forense situado al otro lado del río.

Mientras marcaba el número, leyó el informe adjunto de la división química del laboratorio. Habían terminado el análisis de la pequeña astilla azul que Lynley había encontrado en la cocina del edificio abandonado de George Street. Tal como sospechaba, se trataba de una droga. Y era diazepán, concluían, un derivado de la benzodiapina conocida como Valium. Bingo, pensó Lynley.

—Figaro —contestó con brusquedad una voz de mujer. Cuando Lynley se identificó, preguntó—. ¿Qué clase de enchufes tiene, inspector Lynley? Hay trabajo atrasado de seis semanas, pero cuando los objetos del Porsche llegaron al laboratorio ayer nos dijeron que era prioritario. Tuve a gente trabajando aquí toda la noche.

—El ministro del Interior está interesado —dijo Lynley.

—¿Hepton? —La mujer lanzó una carcajada sardónica—. Sería mejor que se interesara en el aumento de la criminalidad, ¿no? Esos energúmenos del Frente Nacional estaban armando un cirio anoche delante de la casa de mi madre. En Spitalfields, me refiero.

—Si le veo se lo comentaré —dijo Lynley—. Le devuelvo su llamada, señorita… —añadió, con la esperanza de cambiar de tema.

—Doctora —rectificó la mujer.

—Lo siento, doctora Figaro.

—Bien. Vamos a ver. —Oyó ruido de revistas que caían unas sobre otras y después el crujido de hojas al volverlas—. Porsche —murmuró—. ¿Dónde he…? ¿Aquí? Déjeme sólo un…

Lynley suspiró, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Ya los notaba cansados, y la jornada no había hecho más que empezar. Sólo Dios sabía cómo se sentiría al cabo de quince horas.

Mientras la doctora Figaro seguía pasando hojas al otro extremo de la línea, Winston Nkata apareció en el umbral de la puerta. Levantó ambos pulgares, por lo visto en referencia a lo que contenía la agenda de piel que sujetaba en la mano. Lynley le indicó por señas que se sentara.

—Exacto —dijo Figaro—. Hay una coincidencia de cabellos.

—¿Cabellos? —preguntó Lynley.

—Del Porsche, inspector. Quería que lo peináramos, ¿no? Bien, fue peinado y encontramos unos cabellos en la parte posterior. Rubios y castaños. Los castaños coinciden con el cabello encontrado en la casa de Bowen.

—¿Qué cabellos de la casa de Bowen?

Nkata levantó una mano.

—De la niña. —Movió los labios en silencio—. Fui a buscarlos.

—¿Qué cabellos? —Figaro parecía indignada—. ¿Quién dirige el espectáculo últimamente? Nos hemos roto los cascos por ustedes hasta las dos de la mañana y ahora me dice…

Lynley la interrumpió con una explicación que le pareció adecuada sobre su imperdonable olvido de los cabellos. Dio la impresión de que Figaro se aplacaba un poco, lo cual bastó a Lynley. Colgó y se volvió hacia Nkata.

—Buena iniciativa, Winston. Una vez más.

—Nos encanta complacerle —dijo el agente—. ¿Coincidía con el de la niña el encontrado en el coche de Luxford?

—En efecto.

—Las cosas se ponen interesantes. ¿Cree que los pusieron a propósito, junto con las gafas?

Era una posibilidad, pero a Lynley no le gustaba pensar en la dirección a la que Dennis Luxford se había aferrado el día anterior.

—¿Qué tienes?

—Noticias suculentas.

—¿Por ejemplo?

—Una llamada telefónica de Bayswater. Acaba de recibirse.

—¿Bayswater? —Parecía improbable que una llamada de Bayswater constituyera una noticia suculenta—. ¿Sobre qué? Nkata sonrió.

—¿Le gustaría charlar con aquel vagabundo?

Contrariamente a lo que St. James había pensado sobre el vagabundo, no se trataba de un disfraz. El hombre, tal como había sido descrito y dibujado, era muy real. Se llamaba Jack Beard, y cuando Lynley y Nkata llegaron, estaba muy disgustado por haber sido detenido en la comisaría más cercana al comedor de beneficencia de Bayswater, donde había ido a desayunar. Le habían seguido la pista desde una pensión de mala muerte de Paddington, donde un solo vistazo al dibujo que portaba un agente detective había conseguido que el empleado de recepción, ansioso por liberar el edificio de la fastidiosa presencia del policía, le identificara al instante.

—Caramba, si es el viejo Jack Bread —había dicho.

Describió lo que sabía acerca de la rutina diaria de Jack. Al parecer, consistía en rebuscar en cubos de basura a la caza y captura de objetos para vender y acudir a los comedores de caridad.

—Yo no he hecho nada a nadie —fue lo primero que Jack Beard dijo a Lynley en la sala de interrogatorios de la comisaría—. ¿Qué quieren? ¿Quién es usted, señor Traje Elegante? Necesito un cigarrillo.

Nkata pidió tres cigarrillos al sargento de guardia y los entregó al vagabundo. Jack fumó con avidez, sosteniendo el pitillo cerca de su boca entre un roñoso índice y un pulgar de uña negruzca, como si alguien fuera a quitárselo. Paseó una mirada suspicaz entre Lynley y Nkata, desde debajo de un flequillo de cabello gris grasiento.

—Luché por la reina y la patria —dijo—. Los de su calaña no pueden decir lo mismo. ¿Qué quieren de mí?

—Nos han dicho que rebusca en cubos de basura —dijo Lynley.

—Todo lo que hay en cubos de basura son cosas que la gente tira. Puedo quedarme lo que encuentro. No hay ninguna ley que lo prohíba. Busco en cubos de basura desde hace doce años. Nunca he causado problemas. Nunca cogí nada que no estuviera en un cubo.

—Nadie lo pone en duda. No se le acusa de nada, Jack. Los ojos de Jack volvieron a pasearse entre los agentes.

—Entonces, ¿qué hago aquí? Tengo cosas que hacer. He de recorrer mi ruta habitual.

—¿Su ruta habitual le lleva a Marylebone?

Nkata abrió la libreta. Jack le miró con recelo. Fumó compulsivamente.

—¿Y qué si es así? No hay ninguna ley que me obligue a mirar en cubos determinados. Enséñeme la ley que dice que no puedo ir a donde me dé la gana.

—¿En Cross Keys Close? —preguntó Lynley—. ¿También registra los cubos de basura de esa zona?

—¿Cross Keys qué? No conozco ese lugar.

Nkata desdobló una copia del dibujo que habían ejecutado de Jack Beard. Lo dejó sobre la mesa delante del hombre.

—Hay un escritor que vive en Cross Keys Close —dijo—, y dice que tú estuviste allí, Jack. Ha dicho que el miércoles pasado estuviste hurgando los cubos de basura. Te vio lo bastante bien como para describirte a nuestro dibujante. ¿Se te parece, tío? ¿Cómo lo ves?

—No conozco ese lugar. No conozco ningún Cross Keys. No hice nada. Han de soltarme.

Lynley vio la confusión reflejada en el rostro del viejo vagabundo. Percibió el olor acre del miedo.

Jack, no le acusamos de nada —repitió—. Esto no tiene nada que ver con usted. El miércoles pasado secuestraron a una niña en la zona de Cross Keys Close, poco después de que usted estuviera allí. Nosotros…

—¡Yo no rapté a ninguna niña! —Jack apagó el cigarrillo en la mesa. Arrancó el filtro de un segundo pitillo y lo encendió. Tragó saliva y sus ojos (amarillos donde tendrían que haber sido blancos) se humedecieron de repente—. Cumplí la condena. Cinco años a la sombra. He sido legal desde entonces.

—¿Ha estado en la cárcel?

—Por allanamiento de morada. Cinco años en Scrubs. Pero aprendí la lección. Nunca reincidí. No tengo la cabeza muy bien y me olvido de las cosas con facilidad, así que nunca trabajé mucho. Ahora me dedico a los cubos de basura. Es lo único que hago.

Lynley repasó lo que el hombre había dicho y dedujo la estrategia a seguir.

—Agente —dijo a Nkata—, hable a Jack de Cross Keys Close, por favor.

Al parecer, Nkata también había comprendido el problema. Recogió el dibujo y, mientras lo devolvía al bolsillo de su chaqueta, habló.

—Ese lugar es un conjunto de callejuelas. A unos diez metros de Marylebone High Street, arrancando de Marylebone Lane, cerca de una tienda de pescado y patatas fritas llamada el Golden Hind. Hay una calle cercana, un callejón sin salida, donde la parte posterior de unas oficinas dan a un pub. Está en la esquina donde empiezan las callejuelas, y se llama Prince Albert. Hay algunas mesas en la acera. Los cubos de basura…

—¿Ha dicho Prince Albert? —preguntó Jack Beard—. ¿Ha dicho Prince Albert? Conozco ese lugar.

—¿Estuvo allí el miércoles pasado? —preguntó Lynley.

—Puede.

Lynley pensó en alguna forma de refrescar la memoria del vagabundo.

—El hombre que nos facilitó su descripción dijo que un policía le echó de la zona. Debía de ser un policía especial. ¿Le sirve de ayuda?

Sí. La cara de Jack así lo expresó.

—Nunca me habían expulsado —afirmó—. Ni de allí, ni de ningún sitio.

—¿Va a ese lugar con asiduidad?

—Pues claro. Es parte de mi ruta habitual. No hago ruido. No tiro basura al suelo. Nunca molesto a nadie. Llevo mis bolsas, y cuando encuentro algo que puedo vender…

Lynley le interrumpió. Las actividades económicas cotidianas del vagabundo no le interesaban. Sólo los acontecimientos de aquel miércoles en concreto. Sacó la fotografía de Charlotte.

—Esta es la niña secuestrada. ¿La vio el miércoles pasado, Jack?

Jack examinó la foto. La cogió de la mano de Lynley y la sostuvo en alto, con el brazo bien extendido. La estudió durante medio minuto, sin dejar de chupar el cigarrillo sin filtro.

—No la recuerdo —dijo por fin. Tras comprender que la policía no sentía el menor interés por él o sus actividades, se mostraba más expansivo—. Nunca saco gran cosa de los cubos en ese lugar. Alguna cosilla de vez en cuando. Un tenedor doblado, una cuchara rota, un jarrón viejo con una grieta, una estatuilla o algo por el estilo. El tipo de basura que hay que reparar antes de poder venderla. Pero siempre me dejo caer por allí, porque no me gusta cambiar mi ruta, como el cartero, y nunca molesto a nadie y no tengo pinta de hacer daño a nadie. Nunca había tenido problemas allí.

—¿Sólo ese miércoles?

—Exacto. Fue como… —Jack se tocó la nariz mientras buscaba la metáfora apropiada. Se quitó una brizna de tabaco de la lengua, la examinó en el extremo del dedo y la engulló de nuevo—. Fue como si alguien quisiera echarme de allí, señor. Como si alguien llamara a los polis para que me echaran, sólo para asegurarse de que yo no estuviera cuando algo raro sucediera.

Lynley y Nkata vieron que el agente cerraba la puerta del coche celular y se llevaba a Jack Beard, de vuelta a su almuerzo interrumpido en Bayswater, donde, dijo el vagabundo, le esperaban para «ayudar a lavar los platos, a cambio de la comida».

—No es nuestro hombre —dijo Nkata—. ¿No quería que le tomaran las huellas por pura precaución?

—No necesitamos sus huellas dactilares —contestó Lynley—. Ha cumplido condena. Está fichado. Si sus huellas hubieran coincidido con las que encontramos, ya nos lo habrían dicho.

Lynley pensó en lo que el viejo les había contado. Si alguien había telefoneado a la policía para que le echaran de Cross Keys Glose antes del secuestro de Charlotte Bowen, tenía que ser alguien que había estado vigilando la zona, acechando o viviendo en ella. Comprendió cuál era la posibilidad más plausible, y recordó lo que St. James le había dicho la noche anterior sobre el apodo de Charlotte y quién lo usaba.

—Winston —dijo—, ¿qué sabemos de Belfast? ¿El RUC nos ha informado ya?

—Aún no. ¿Cree que deberíamos hacerles una llamada?

—Sí, pero hazlo desde el coche. Hemos de hacer una visita a Marylebone.

El emplazamiento del Colegio Masculino Baverstock no resultó la pieza clave de la investigación, como Barbara había esperado. Estaba en las cercanías, cierto, pero su terreno no bordeaba el campo del molino de viento, contrariamente a lo que ella pensaba. En cambio, se hallaba justo al salir de Wootton Cross, en una inmensa extensión de terreno que en otro tiempo había constituido la propiedad de un barón del trigo.

Robin se lo había explicado cuando volvieron a Wootton Cross la noche anterior. Iban a pasar por delante de las puertas de Baverstock, dijo, y las señaló (gigantescas estructuras de hierro abiertas entre dos columnas de ladrillo rematadas por halcones) cuando pasaron al lado.

—¿Cómo encaja Baverstock en la película? —preguntó.

—No lo sé. —Barbara suspiró y encendió un cigarrillo—. Había pensado… Uno de nuestros sospechosos londinenses es un antiguo alumno de Baverstock. Luxford. El periodista.

—Entonces es un auténtico petimetre —dijo Robin—. No se entra en Baverstock si no tienes una beca o el tipo de sangre adecuado.

Hablaba como si pensara igual que ella sobre esos lugares.

—Supongo que tu sangre no lo era —dijo.

—Fui a la escuela primaria del pueblo. Y al instituto de Marlborough.

—¿No hay ex alumnos de Baverstock en tu árbol genealógico? Él la miró.

—No hay nadie en mi árbol, Barbara, si sabes a qué me refiero.

Barbara lo sabía. No podría haber vivido en Inglaterra durante toda su vida sin saberlo. Sus parientes gozaban de tanta importancia social como motas de polvo, aunque no eran tan numerosos.

—Mi familia se remonta hasta la Carta Magna y más allá —dijo—, pero de una forma que más vale callar. Nadie podía atarse los cordones de las botas porque no tuvieron botas hasta principios de siglo.

Robin soltó una risita y la miró de nuevo. Era difícil pasar por alto que aquel joven la admiraba.

—Hablas como si no ser nadie no significara nada para ti.

—Desde mi punto de vista no eres nadie si piensas que no eres nadie.

Se habían separado en Lark’s Haven. Robin había ido a la sala de estar, donde su madre le estaba esperando, pese a lo avanzado de la hora. Barbara subió a su habitación para derrumbarse en la cama, pero no antes de oír las palabras de Corrine.

—Robbie, Celia había venido esta noche sólo porque…

—No pienso hablar de Celia —le interrumpió Robin—. Concentra tu mente en Sam Corey y déjame en paz.

—Pero chavalín… —replicó Corrine con voz temblorosa.

—Ese es Sam, ¿no, mamá? —repuso Robin.

Barbara se durmió preguntándose hasta qué punto debía bendecir Robin la libertad que el compromiso de Sam Corey con su madre prometía. Aún seguía pensando en ello a la mañana siguiente, cuando terminó de llamar a Lynley y encontró a los tres —Sam, Corrine y Robin— en el comedor.

Corrine y Sam leían un periódico con las cabezas muy juntas.

—Imagínate, Sammy —estaba diciendo Corrine con voz asmática—. Dios mío.

Sam sostenía una de sus manos y le frotaba la espalda como para ayudarla a respirar, y no dejaba de sacudir la cabeza con semblante sombrío mientras él leía las revelaciones del periódico. Era el Source, observó Barbara. Sam y Corrine estaban leyendo el artículo que Dennis Luxford había escrito para salvar a su hijo.

Robin estaba apilando platos sobre una bandeja. Cuando llevó la bandeja a la cocina, Barbara le siguió. Era mejor comer en el fregadero, en caso necesario, que tragar el desayuno en presencia de los tortolitos, que seguramente preferirían estar solos.

Robin estaba ante los fogones, donde una sartén se calentaba, para freír los huevos de Barbara, supuso esta. Observó que el rostro del agente estaba cerrado a cualquier expresión, muy diferente de cuando habían intercambiado confidencias la noche anterior. Sus palabras parecieron explicar el cambio operado en él.

—Ha publicado el artículo, pues. Ese Luxford, el de Londres. ¿Crees que será suficiente para liberar al muchacho?

—No lo sé —admitió Barbara.

Robin cortó un trozo de mantequilla y la arrojó a la sartén. Barbara pensaba tomar sólo un cuenco de cereales (llevaba un retraso de casi dos horas en su horario previsto por culpa del rato de descanso), pero era bastante agradable ver a Robin preparándole el desayuno, de modo que cambió de planes y se propuso recuperar el tiempo perdido comiendo allegro.

Robin subió el gas y vio cómo la mantequilla se fundía.

—¿Seguimos buscando al chico, o esperamos a ver qué pasa? —preguntó.

—Quiero echar un vistazo a ese molino a la luz del día.

—¿Necesitas compañía? O sea, ahora ya sabes dónde está el molino, pero yo siempre podría…

Movió la pala de recoger huevos para terminar la frase. Barbara se preguntó cómo habría terminado la frase. ¿Yo siempre podría guiarte? ¿Siempre podría acompañarte? ¿Siempre podría estar a tu lado si me necesitas? Ella no le necesitaba. Durante años se las había arreglado muy bien sin necesitar a nadie. Se dijo que prefería que todo continuara igual Dio la impresión de que Robin leía sus pensamientos, porque le dio oportunidad de seguir eludiendo la cuestión de manera indefinida.

—Podría empezar a investigar los puntos de alquiler de barcas. Si llevó a la niña desde el molino de viento a Allington por el canal, habría necesitado una barca.

—No estaría nada mal —dijo Barbara.

—Me ocuparé de ello.

Rompió dos huevos sobre la sartén y los salpimentó. Bajó el fuego y metió dos rebanadas de pan en la tostadora. No parecía afectado, pensó Barbara, por el hecho de que ella no hubiese aceptado su compañía, y empezó a experimentar una leve pero insidiosa sensación de decepción. La rechazó. Había trabajo que hacer. Una niña había muerto y un niño había desaparecido. Sus fantasías eran algo secundario comparado con aquello.

Se fue mientras Robin lavaba los platos. Había preguntado si necesitaba que le recordara la ruta al molino, pero Barbara estaba segura de que sería capaz de encontrarlo sin instrucciones escritas. No obstante, movida por la curiosidad, se desvió y entró por las puertas del Colegio Masculino Baverstock. Mientras pasaba bajo el gran dosel de hayas que flanqueaban el camino principal, comprendió que Baverstock debía ser la mayor fuente de empleo del pueblo de Wootton Cross. El colegio era enorme, y debía requerir una cantidad igualmente enorme de personal para su gobierno. No sólo profesores, sino jardineros, vigilantes, cocineros, lavanderos, amas de llaves y demás. Mientras Barbara contemplaba la agradable distribución de edificios, campos de juego, arbustos y jardines, experimentó de nuevo el aguijoneo pertinaz de un instinto, el cual le insistía en que aquel colegio estaba relacionado de alguna manera con lo ocurrido a Charlotte Bowen y Leo Luxford. Era demasiado casual que Baverstock, el colegio de Dennis Luxford, estuviera tan cerca del lugar donde habían retenido a su hija.

Decidió que era necesaria una pequeña investigación. Aparcó cerca de un edificio de altivo tejado y forma intrigante que confundió con una capilla. Al otro lado de un camino de grava que nacía en el edificio, un pequeño letrero de madera pintado indicaba el camino a la oficina del director. «Eso bastará», pensó Barbara.

Era evidente que estaban en clase, porque no vio más chicos que un solitario joven ataviado con una toga negra, que salía de la oficina del director cuando Barbara entró. Llevaba libros bajo el brazo, musitó un apresurado «Lo siento» y se apresuró hacia la puerta baja que había al otro lado del patio cuadrangular, tras la cual oyó Barbara un coro de voces poco entusiastas que recitaban los múltiplos de nueve.

El director no podía recibir a la sargento detective de Londres, dijo la secretaria a Barbara. De hecho, el director no estaba en los terrenos del colegio. Estaría ausente casi todo el día, de modo que si la sargento detective deseaba concertar una cita para otro día de la semana… La secretaria balanceó un lápiz sobre la agenda del director y esperó la respuesta.

Barbara no estaba segura de cómo debía responder, puesto que tampoco estaba segura de por qué había ido a Baverstock, aparte de la vaga e incómoda sensación de que el colegio estaba implicado de alguna manera. Por primera vez desde que había llegado a Wiltshire, deseó que el inspector Lynley estuviera con ella. Daba la impresión de que nunca abrigaba sensaciones vagas o incómodas sobre nada (excepto sobre Helen Clyde, claro está, y sobre ella sólo parecía abrigar sensaciones vagas e incómodas), y confrontada a la secretaria del director, Barbara comprendió que habría podido contar con una buena confabulación inspector-sargento antes de entrar en la oficina sin tener la menor idea de qué haría allí.

Se decantó por un garabito de apertura.

—Estoy investigando el asesinato de Charlotte Bowen, la niña que encontraron el domingo en el canal.

Se alegró al ver que se había ganado la completa atención de la secretaria. El lápiz descendió hacia la agenda, y la secretaria, cuya placa sólo la identificaba como Portly (una total aberración, puesto que estaba delgada como un esqueleto y tendría unos setenta años), fue todo oídos.

—La niña era la hija de un ex alumno de Baverstock —siguió Barbara—. Un tipo llamado Dennis Luxford.

—¿Dennis?

Portly puso énfasis en la última sílaba. Barbara lo tomó como indicación de que el nombre le había recordado algo.

—Debió estar aquí hace unos treinta años —añadió Barbara.

—¿Treinta años? Tonterías —dijo Portly—. Estuvo aquí el mes pasado.

Cuando oyó pasos que subían la escalera, St. James levantó la cabeza, inclinada hasta aquel momento sobre unas fotografías de la policía científica que estaba examinando para refrescar la memoria antes de una comparecencia en el Old Bailey. Oyó la voz de Helen.

—Me iría bien un café —estaba diciendo a Cotter—. Te bendigo mil veces por preguntarlo. Me dormí durante el desayuno, de modo que cualquier cosa que me ayude a tenerme en pie hasta la hora de comer…

Cotter dijo que el café estaría en un periquete.

Helen entró en el laboratorio. St. James echó una mirada al reloj de pared.

—Lo sé —dijo Helen—. Me esperabas hace siglos. Lo siento.

—¿Una noche movida?

—No hubo noche. No pude dormir, así que no puse el despertador. Pensé que no lo necesitaría, porque no hacía otra cosa que mirar el techo. —Arrojó el bolso sobre la mesa de trabajo y se quitó los zapatos al instante. Se acercó a él descalza—. En principio puse el despertador, pero cuando a las tres de la mañana comprobé que no podía dormir, lo desconecté. Por razones psicológicas. ¿En qué trabajas?

—En el caso Pancord.

—¿Esa horrible criatura que mató a su abuela?

—Presuntamente, Helen. Trabajamos para la defensa.

—¿Esa pobre niña huérfana de padre, maltratada por la sociedad, a la que acusan injustamente de haber descargado un martillo sobre el cráneo de una octogenaria?

—El caso Pancord, sí. —St. James volvió a las fotos y utilizó la lupa—. ¿Qué razones psicológicas?

—¿Razones? —Helen estaba repasando ya un montón de informes y correspondencia, como paso preparatorio a organizar los primeros y contestar a la segunda—. ¿Para desconectar el despertador? Debía liberar mi mente de la angustia de saber que tenía que dormirme en un período de tiempo determinado, con el fin de descansar lo suficiente antes de que la alarma se disparara. Como la angustia suele mantener despierta a la gente, pensé que si me libraba al menos de una fuente de angustia, me dormiría. Cosa que hice, por supuesto. Sólo que no me desperté.

—Por tanto, las ventajas del método son dudosas.

—Querido Simon, carece de ventajas. No me dormí antes de las cinco. Y luego, por supuesto, era demasiado pedir a mi cuerpo que se despertara a las siete y media.

St. James dejó la lupa junto a la copia de un estudio del ADN del semen encontrado en el lugar de los hechos. Las cosas no pintaban bien para el señor Pancord.

—¿Cuáles eran las otras fuentes?

—¿Qué?

Helen levantó la vista de la correspondencia y su pelo resbaló hacia atrás. St. James vio la piel hinchada debajo de sus ojos.

—Desconectar la alarma debía aliviar una fuente de ansiedad. ¿Cuáles eran las otras?

—Oh, las habituales neuritis y neuralgias psíquicas.

Lo dijo con tono desenvuelto, pero St. James la conocía desde hacía más de quince años.

—Tommy vino anoche, Helen —dijo.

—Ajá. —Lo dijo como una afirmación. Cogió una carta escrita sobre papel pergamino y la leyó antes de levantar la vista—. Un simposio en Praga, Simon. ¿Aceptarías? Es en diciembre, pero queda poco tiempo para confirmar tu asistencia.

—Tommy presentó sus disculpas —siguió St. James, como si no la hubiera escuchado—. A mí, quiero decir. Quiso hablar con Deborah, pero consideré prudente que el mensaje lo entregara yo.

—¿Dónde está Deborah, por cierto?

—En la iglesia de San Botolph. Está haciendo más fotos. —Observó a Helen mientras caminaba hacia el ordenador, lo conectaba y accedía a un archivo—. Han secuestrado al hijo de Luxford, Helen. El secuestrador envió el mismo mensaje. Otro problema para Tommy. Está pasando un momento muy delicado. Si bien sé que eso no explica…

—¿Cómo puedes perdonarle siempre con tanta facilidad? —preguntó Helen—. ¿Nunca ha hecho nada que te haya impulsado a poner un límite a tu amistad?

Con las manos sobre el regazo, hablaba al ordenador más que a él.

St. James meditó sobre las preguntas. Eran muy razonables, teniendo en cuenta su dilatada historia con Lynley. Un desastroso accidente de automóvil y una relación previa con la esposa de St. James constaban en los libros de cuentas de su amistad. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había aceptado su parte de responsabilidad en ambas situaciones. Si bien le disgustaban ambas, también sabía que cacharrear demasiado en el desván de su pasado era contraproducente. Lo pasado, pasado estaba. Y punto.

—Tiene un trabajo muy jodido, Helen —dijo—. Pone a prueba el alma más de lo que te imaginas. Si dedicas el tiempo suficiente a examinar el bajo vientre de la vida, puedes ir en dos direcciones: o pierdes la sensibilidad, otro desagradable asesinato que investigar, o te cabreas. Los insensibles trabajan mejor porque así funcionan. No puedes permitir que la ira se interponga en tu camino. La dejas a un lado el máximo de tiempo posible, pero a la larga sale a flote y estallas. Dices cosas que no querías decir. Haces cosas que no harías en otras circunstancias.

Helen bajó la cabeza. Su pulgar acarició los nudillos de su mano doblada.

—Eso es. La ira. Su ira. Siempre está presente, al acecho bajo la superficie. Interviene en todo lo que hace desde hace años.

—La ira es un producto de su trabajo. No tiene nada que ver contigo.

—Lo sé. Lo que no sé es si soportaré vivir con ella. La ira de Tommy siempre estará presente, como un invitado inesperado cuando te has quedado sin comida.

—¿Le quieres, Helen?

Ella lanzó una breve, triste y afligida carcajada.

—Quererle y ser capaz de pasar mi vida con él son dos cosas muy diferentes. Estoy segura sobre una, pero no sobre la otra. Cada vez me parece haber vencido mis dudas, algo pasa y empiezan a atormentarme de nuevo.

—El matrimonio está contraindicado para las personas que buscan tranquilidad mental —dijo St. James.

—¿Sí? ¿A ti te ha pasado?

—¿A mí? En absoluto. Ha sido una exposición prolongada a un campo de batalla.

—¿Cómo puedes soportarlo?

—Odio aburrirme.

Helen rio. Los pesados pasos de Cotter sonaron en la escalera. Apareció en la puerta al cabo de un momento, con una bandeja en las manos.

—Café para todos —anunció—. También le he traído unos bizcochos, lady Helen. Tiene aspecto de necesitar un digestivo de chocolate.

—Pues sí —reconoció Helen.

Se acercó a la mesa de trabajo contigua a la puerta. Cotter dejó la bandeja encima y empujó una fotografía que cayó al suelo.

Helen se agachó para recogerla y le dio la vuelta mientras Cotter servía el café. Suspiró.

—Oh, Dios —dijo—. No hay escapatoria.

Parecía derrotada.

St. James vio lo que estaba sujetando. Era la fotografía del cuerpo ahogado de Charlotte Bowen que había quitado a Deborah la noche anterior, la misma fotografía que Lynley había tirado como un guante en la cocina dos días antes. Tendría que haberla arrojado a la basura anoche, comprendió St. James. La maldita foto ya había hecho suficiente daño.

—Dámela, Helen —dijo.

Helen no lo hizo.

—Tal vez tenía razón —dijo—. Tal vez seamos responsables.

O, no, no como él quería decir, sino en un sentido más amplio. Porque pensamos que podíamos marcar la diferencia, cuando la verdad es que nadie marca la diferencia.

—No te crees eso más que yo. Dame la foto.

Cotter alzó una taza de café. Quitó la fotografía a Helen y la pasó a St. James. Este la dejó boca abajo entre las fotos que había examinado antes. Aceptó su café de manos de Cotter y no volvió a hablar hasta que su suegro les dejó.

—Helen —dijo entonces—, creo que debes tomar una decisión sobre Tommy de una vez por todas, pero también pienso que no debes utilizar a Charlotte Bowen como excusa para evitar lo que temes.

—No tengo miedo.

—Todos tenemos miedo, pero tratar de eludir el miedo cometiendo una equivocación…

Sus palabras enmudecieron al tiempo que sus pensamientos se detenían. Iba a dejar la taza sobre la mesa de trabajo, cuando sus ojos cayeron sobre la fotografía que acababa de poner encima.

—¿Qué pasa? —preguntó Helen—. Simon, ¿qué te ocurre?

Simon buscó su lupa.

Por Dios, pensó él, había dispuesto de la información desde el primer momento. Hacía más de veinticuatro horas que la fotografía estaba en su casa, con la verdad a su alcance durante más de veinticuatro horas. Lo comprendió con horror, pero también comprendió que no había logrado reconocer la verdad porque sólo había sido consciente de las ofensas que Tommy les había dirigido. Si hubiera estado menos concentrado en controlar sus reacciones, habría estallado, agotado su ira y regresado a la normalidad. Entonces lo habría comprendido. Tenía que creer que, en circunstancias normales, habría reconocido lo que tenía ahora ante sus ojos.

Cogió la lupa y estudió las formas. Se dijo una vez más que, en circunstancias normales, habría reconocido (lo juró, lo creyó, lo supo sin el menor asomo de duda) lo que debió ver en la foto desde el primer momento.