Reventada no era la palabra que describía mejor cómo se sentía Barbara cuando apagó el motor del Mini en lo alto del camino particular de Lark’s Haven. Estaba agotada, destrozada, apalizada y hecha trizas. Prestó atención al motor del coche, que tosió sus buenos diez segundos antes de sucumbir por fin a la falta de gasolina. Cuando aquel milagro de la mecánica moderna tuvo lugar, apagó los faros y abrió la portezuela. Pero no salió.
El día había sido un desastre casi total. Ahora se estaba convirtiendo en un cenagal. Había hablado con Lynley y recibido la noticia de la desaparición de Leo Luxford, en el curso de una conversación que había consistido en el conciso recitado que Lynley había efectuado de los hechos y sus «¿Qué? ¡Puta mierda! ¿Qué?», declamados en voz progresivamente alta, a medida que iba averiguando más datos. No tenía la menor pista del paradero del niño de ocho años, concluyó el inspector, y sólo la palabra de su padre permitía sostener que el niño hubiera hablado por teléfono.
—¿Qué opina usted? —había preguntado Barbara—. ¿Cómo huele nuestro Luxford últimamente?
La respuesta de Lynley fue lacónica. No podía correr el riesgo de tratar el caso como si no fuera un secuestro, dijo. Era lo que él estaba haciendo en Londres, al tiempo que trabajaba en el caso Bowen. Ella debía proseguir investigando el asesinato en Wiltshire. No cabía duda de que ambos casos estaban relacionados. ¿Qué había averiguado?, quiso saber.
Barbara tuvo que admitir lo peor. Después de su última confrontación con el sargento Stanley sobre el despliegue de la policía científica, se había desplazado al DIC de Amesford. Se había subido a las barbas del sargento Stanley y sostenido una moderada discusión con el superior del sargento sobre la falta de cooperación de este. No habló a Lynley del encendedor del sargento ni de su actitud hacia ella. Lynley no la habría compadecido. Opinaba que, si deseaba abrirse paso en un mundo fundamentalmente masculino, debía aprender a dar patadas en el culo sin esperar a que su oficial superior las diera por ella.
—Ah —dijo—. Lo de siempre, ¿no?
Barbara le comunicó el resto de la información que comprendía su decepcionante informe del día. Había logrado que un equipo de la policía científica fuera a Ford para examinar el palomar que había parecido tan prometedor. La mujer de Harvie había dado permiso al equipo para inspeccionar el edificio, pero aquel detalle no era suficiente para que Barbara dedujera la absoluta inocencia del diputado en lo relativo a la desaparición de la niña. Antes bien, Barbara concluyó que la mujer de Harvie era una estupenda actriz, o no sabía nada sobre las maniobras clandestinas de su marido. Aunque costaba creer que hubieran retenido a una niña de diez años en un palomar que apenas distaba unos metros de la casa sin que la señora Harvie lo supiera, circunstancias desesperadas exigían conclusiones desesperadas. Mientras existiera una posibilidad de que Charlotte hubiera estado en el palomar, Barbara se encargaría de que el palomar fuera examinado.
Del ejercicio no obtuvo otra cosa que la aversión de la policía científica. Nada en comparación con lo que sintieron las palomas.
La única luz al final del túnel de decepciones del día fue la información del forense, en el sentido de que los componentes de la grasa encontrada en las uñas de Charlotte Bowen coincidían con los de la grasa encontrada en el garaje de Howard Short. Sin embargo, ambas muestras constituían una mezcla normal de grasa de eje, y Barbara se vio obligada a admitir que encontrarla bajo las uñas de alguien, o en algún lugar de una comunidad agrícola, era tan relevante como encontrar escamas en las suelas de los zapatos de alguien que trabajara en el mercado de Billingsgate.
Su única esperanza estaba depositada en el agente Payne. Le había enviado cuatro mensajes telefónicos diferentes durante el día, y cada uno documentaba su búsqueda a través del condado. El primero había sido el que Barbara había recibido en Marlborough. Los siguientes fueron de Swindon, Chippenham y Warminster. Consiguieron ponerse en contacto por fin en la última llamada, cuando Barbara ya había regresado, fracasada, a la comisaría de Amesford desde el palomar de Harvie.
—Pareces hecha polvo —comentó Robin.
Barbara le resumió los acontecimientos del día, empezando con la autopsia y terminando con la pérdida de tiempo y potencial humano que había representado la ida al palomar. Robin la escuchó en silencio desde su cabina telefónica (se oía el ruido de los camiones que pasaban), y cuando terminó el agente dijo con astucia:
—Y además, el sargento Stanley se ha comportado de una manera desagradable, ¿no? —No le dio la oportunidad de contestar—. Es su estilo, Barbara. No tiene nada que ver contigo. Lo hace con todo el mundo.
—Bien. —Barbara sacó un cigarrillo de su paquete y lo encendió—. Alguna pista hemos encontrado.
Le habló del uniforme de Charlotee Bowen, dónde lo habían encontrado y dónde afirmaba el mecánico Howard Short haberlo conseguido.
—Yo también tengo mis propias pistas —dijo Robin—. Las comisarías de policía locales han contestado a algunas preguntas que el sargento Stanley no se tomó la molestia de hacer.
No dijo nada más, pero su voz vibraba con un entusiasmo que parecía ansioso por controlar, como si no fuera un sentimiento propio de un agente detective.
—Voy a investigar un poco más por aquí —se limitó a decir—. Si encuentro algo sólido serás la primera en saberlo.
Barbara agradeció la consideración del agente. Ya había quemado más de un puente con el sargento y su superior durante el día. Sería agradable conseguir algo (una pista decente, una prueba, un testigo de algo) que paliara el daño inferido a su credibilidad con la inútil inspección del palomar.
Había pasado el resto del día repasando los informes enviados por los agentes del sargento Stanley. Aparte del mecánico en posesión del uniforme escolar de Charlotte Bowen, no habían descubierto nada. Después de hablar con Lynley y enterarse del secuestro de Leo Luxford, había convocado a los diversos equipos en la oficina para informarles del nuevo secuestro y distribuir la fotografía y características del niño.
Salió del Mini con esfuerzo y caminó en la oscuridad hacia la casa, preparándose para otra inmersión en la pesadilla de Laura Ashley que albergaba Lark’s Haven. Corrine Payne le había dado una llave de la puerta principal, de modo que Barbara prefirió entrar por allí, no por la cocina (como había hecho la noche anterior con Robin). Las luces de la sala de estar estaban encendidas, y cuando giró la llave y abrió la puerta, oyó la voz asmática y falta de aliento de Corrine.
—¿Robbie? Tengo una sorpresa para ti, querido.
Barbara se detuvo, vacilante. Un estremecimiento la recorrió. Había oído demasiadas veces una llamada similar («¿Barbie? ¿Barbie? ¿Eres tú, Barbie? Ven a ver, ven a ver»), y demasiadas veces había encontrado a su madre vagando por algún lugar del amplio paisaje de su demencia: tal vez planeando unas vacaciones en un lugar remoto, tal vez acariciando y doblando las ropas de un hermano que llevaba muerto casi dos décadas, tal vez espatarrada en el suelo de la cocina, haciendo bizcochos con harina, azúcar y mermelada sobre el mugriento linóleo amarillo.
—¿Robbie? —Corrine parecía ahogarse, como si necesitara emplear el inhalador—. ¿Eres tú, querido? Mi Sammy acaba de marcharse pero tenemos una visita, y he insistido en que no se moviera hasta que tú volvieras a casa. Apuesto a que querrás verla enseguida.
—Soy yo, señora Payne —dijo Barbara—. Robin aún está trabajando.
El «oh» de Corrine fue de lo más explícito. «Es la gorda esa», implicaba su tono. Estaba sentada a una mesita colocada en el centro de la sala de estar. Tenía lugar una partida de Scrabble, y la oponente de Corrine era una joven atractiva y pecosa, de pelo color champán peinado a la moda. Detrás de ellas, sobre un estante, el canal Sky transmitía una película antigua de Elizabeth Taylor con el sonido apagado. Barbara observó el televisor. Taylor ataviada con gasas, Peter Finch de esmoquin, una atmósfera de jungla artificial y un ceñudo mayordomo nativo. La senda de los elefantes, concluyó. Siempre se extasiaba con la escena en que los paquidermos reducían a astillas la villa de Peter Finch.
Había una tercera silla ante la mesita, y la peana que sustentaba las letras del Scrabble aún continuaba montada, como indicando el puesto que había ocupado Sam Corey. Corrine vio que los ojos de Barbara caían sobre aquel tercer puesto, y apartó con indiferencia la peana de más, por si Barbara quería sentarse y probar suerte con dobles y triples puntuaciones. Al fin y al cabo, debía ser un hacha con una x, y Corrine lo intuyó.
—Esta es Celia —presentó Corrine a su acompañante—. Tal vez haya mencionado que es la…
—Oh, por favor, señora Payne. No diga eso.
Celia emitió una risita de turbación, y sus redondas mejillas se tiñeron de rubor. Estaba llenita pero no gorda, el tipo de mujer que una podía imaginarse desnuda y reclinada en un suntuoso sofá, en algún cuadro que la identificara como «Odalisca». Así que aquella era la futura nuera, pensó Barbara. Por algún motivo, era agradable comprobar que Robin Payne no era el tipo de hombre que necesitaba mujeres con cuerpo de escoba.
Barbara extendió la mano por encima de la mesa.
—Barbara Havers. DIC de Scotland Yard. —Se preguntó por qué había añadido lo último, como si no poseyera otra identidad.
—Ha venido por lo de la niña, ¿verdad? —preguntó Celia—. Es algo terrible.
—El asesinato suele serlo.
—Bien, nuestro Robbie llegará al fondo del asunto —afirmó Corrine—. No lo dudes ni un momento.
Plantó tres letras antes de una a: una e, una s y una t. Contó meticulosamente su puntuación.
—¿Está trabajando con Rob? —preguntó Celia.
Cogió un bizcocho digestivo que formaba parte de una guirnalda de otros bizcochos dispuestos sobre un plato con motivos florales, en el borde de la mesa. Lo mordió con delicadeza femenina. Barbara se lo habría zampado entero, masticado con fruición y engullido con el primer líquido que tuviera a mano. En este caso era té, contenido en una tetera cubierta con una funda acolchada. La funda, como todo lo demás de la casa, era una creación de Ashley. Barbara observó que Corrine no se apresuraba a quitarla para ofrecerle una taza.
Había llegado el momento de hacer mutis por el foro, pensó. Si el «oh» de Corrine no se lo hubiera comunicado, su falta de hospitalidad habría bastado.
—Robbie está trabajando para la sargento —aclaró Corrine—. Y ella está muy contenta con él, ¿verdad, Barbara?
—Es un buen policía —contestó esta.
—Ya lo creo. El primero de la clase en la escuela de detectives. Dos días después de terminar el cursillo ya estaba metido en un caso. ¿No es así, Barbara? —La contempló con astucia, con la esperanza de que mencionara las habilidades de Robin.
Las redondas mejillas de Celia se redondearon aún más y sus ojos azules brillaron, tal vez al pensar en las grandes posibilidades que tenía su amado de ascender en la profesión.
—Sabía que triunfaría en el DIC. Se lo dije antes de que empezara el cursillo.
—Y no un caso cualquiera, date cuenta —añadió Corrine, como si Celia no hubiera hablado—. Este caso en concreto. Un caso de Scotland Yard. Y este caso, querida —palmeó la mano de Celia—, será el gran triunfo de nuestro Robbie.
Celia sonrió y se mordió el labio inferior, como si contuviera su satisfacción. Entretanto, en la tele, los elefantes se estaban inquietando. Un toro enorme avanzaba hacia el muro exterior de la villa, siguiendo el sendero que conducía hasta el agua que el padre de Peter Finch había bloqueado arrogantemente con su impresionante villa. Faltaban unos veintidós minutos para la estampida de los elefantes, pensó Barbara. Había visto la película unas diez veces.
—Voy a acostarme —dijo—. Si Robin llega antes de media hora, dígale que suba a mi habitación, por favor. Hemos de comentar algunos detalles.
—Se lo diré, desde luego, pero imagino que nuestro Robbie ya tendrá bastante con lo que hay aquí. —Movió la cabeza en dirección a Celia, que estaba estudiando sus fichas—. Está esperando a acomodarse por completo en su nuevo trabajo. En cuanto sepa cómo manejarse, efectuará algunos cambios importantes en su vida. Cambios permanentes. ¿Verdad, querida?
Palmeó la mano de Celia, que sonrió.
—Sí —dijo Barbara—. Bien. Felicidades. Que todo vaya bien. —Se sintió idiota.
—Gracias —dijo Celia.
Dejó con delicadeza siete fichas sobre el tablero. Barbara echó un vistazo a la palabra. Con la esta de Corrine, había formado estalagmita. Corrine frunció el ceño, algo confusa, y extendió la mano hacia un diccionario.
—¿Estás segura, querida? —preguntó.
Barbara vio que sus ojos se dilataban cuando leyó la definición. Celia se estaba divirtiendo, pero su rostro adoptó un semblante serio cuando Corrine cerró el diccionario y la miró.
—Tiene algo que ver con una formación calcárea, ¿verdad? —preguntó Celia con fingida inocencia.
—Dios mío —dijo Corrine, y se llevó la mano al pecho—. Dios mío… Necesito… Oh, Dios mío… un poco de aire… La expresión de Celia cambió. Se puso en pie.
—Tan de repente, querida —jadeó Corrine—. ¿Dónde he puesto…? ¿Dónde está mi inhalador mágico? ¿Sammy se lo ha…? ¿Lo ha cambiado de sitio?
Celia encontró el inhalador al lado del televisor. Corrió hacia Corrine y apoyó una mano con fuerza sobre su hombro, mientras la mujer inhalaba vigorosamente. Celia parecía arrepentida de estalagmita, obvia causa de la crisis de Corrine.
Interesante, pensó Barbara. Así es como se desarrollaría su relación durante los siguientes treinta años, más o menos. Se preguntó si Celia habría caído en la cuenta.
Barbara oyó que la puerta de la cocina se abría y luego se cerraba, mientras Celia volvía a sentarse a la mesa. Pasos rápidos se acercaron.
—¿Mamá? —llamó la voz de Robin—. ¿Estás aquí? ¿Barbara ha llegado?
A juzgar por la expresión de Corrine, Barbara dedujo que no era la pregunta adecuada, pero también era una pregunta que no necesitaba respuesta, porque Robin entró en la sala de estar y se detuvo en el umbral. Estaba sucio de pies a cabeza y tenía telarañas en el pelo. Pero sonrió a Barbara.
—Aquí estás. No te lo puedes imaginar. Stanley se va a dar con un canto en los dientes cuando lo averigüe.
—Robbie, querido.
La voz de Corrine, quejumbrosa y cansada, distrajo la atención de su hijo, que miró hacia la mesita. Celia se levantó.
—Hola, Rob —dijo.
—Celia —dijo Robin. Desvió la vista hacia Barbara, algo confuso.
—Ya me iba arriba —explicó Barbara—. Si me excusas…
—¡Espera! —Robin le dirigió una mirada suplicante—. Estoy metido en algo —dijo a Celia—. Lo siento, pero no puedo dejarlo.
Su expresión telegrafió el mudo mensaje de que confiaba en que alguien le rescatara de aquella situación grotesca.
Estaba claro que no era la intención de Corrine y que Celia no quería. Si bien Barbara deseaba satisfacer su deseo, siquiera por pura amistad, no sabía cómo hacerlo. Era una habilidad propia de mujeres como Helen Clyde.
—Celia te ha estado esperando desde las ocho y media, Robbie —dijo Corrine—. Su visita ha sido agradabilísima. Le dije que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había estado en Lark’s Haven. El día menos pensado, le dije, Robbie va a deslizar algo muy especial en tu dedo. Ya lo verás.
Robin parecía en estado agónico. Celia parecía mortificada. Barbara sintió que la nuca le empezaba a sudar.
—Sí. Eso —dijo con decisión, y se encaminó hacia la escalera—. Me despido, pues. Robin, tú y yo…
—¡No!
El agente la siguió.
—¡Robbie! —exclamó Corrine.
—¡Rob! —exclamó Celia.
Pero Robin ya pisaba los talones a Barbara. Esta le oyó a su espalda, repitiendo su nombre con tono perentorio. La alcanzó en la puerta de su habitación y la cogió del brazo, que soltó en cuanto ella se volvió.
—Escucha —dijo Barbara—, esto se está liando, Robin. Estaré en Amesford tan bien como aquí; después de lo de esta noche, creo que es lo mejor.
—¿Lo de esta noche? —Robin miró hacia la escalera—. ¿Por qué? ¿Te refieres a Celia? ¿A mamá? Olvídalo. No es importante.
—No creo que Celia y tu madre estén de acuerdo con eso.
—Que se jodan. No son importantes. Ahora no. Esta noche no. —Se pasó la mano por la frente mugrienta—. Lo he encontrado, Barbara. He estado por ahí todo el día. Me he metido en todos los agujeros que he recordado. Y lo he encontrado.
—¿Qué? —preguntó ella.
Un brillo de triunfo iluminó la sucia cara de Robin.
—El lugar donde retuvieron a Charlotte Bowen.
Alexander Stone vio a su mujer colgar el teléfono. Le resultaba imposible descifrar su expresión.
Sólo había oído el final de la conversación:
—No me telefonees. No me telefonees nunca más. ¿Qué quieres? —Después sus palabras sonaron como si se le atragantaran—. ¿Que lo han…? ¿Cuándo? Eres un… No intentarás hacerme creer… Bastardo. Repugnante bastardo.
La última palabra estuvo a punto de convertirse en un chillido. Eve se llevó un puño a la boca para contenerlo. Alex oyó una voz de hombre que seguía hablando con insistencia mientras Eve colgaba el auricular. Estaba rígida pero temblorosa, como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo y la inmovilizara.
—¿Qué pasa? —preguntó Alex.
Se habían ido a la cama. Ella había insistido. Había dicho que Alex parecía agotado, ella estaba muy cansada, y los dos necesitaban descansar si querían superar las obligaciones fúnebres de los siguientes días. Sin embargo, Alex se dio cuenta de que la intención de subir a su habitación no había sido tanto dormir como un medio de eludir la conversación. En la oscuridad, uno o los dos podían tenderse, inmóviles, respirar profundamente, fingir dormir y evitar hablar. Pero aún no habían cerrado la luz, cuando el teléfono sonó.
Eve se levantó de la cama. Se puso la bata y la anudó con violencia, y eso la delató.
—¿Qué ha pasado? —repitió Alex.
Eve caminó hacia los armarios empotrados en la pared. Abrió las puertas. Lanzó una chaqueta sobre la cama, se volvió hacia otro armario y arrojó un par de zapatos al suelo.
Alex salió de la cama y la cogió por el hombro. Ella se zafó.
—Maldita sea, Eve, te he preguntado…
—Va a publicar la historia.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Esa sabandija va a publicar la historia. En primera página. Mañana. Pensó… —sus facciones se tiñeron de amargura—, pensó que me gustaría saberlo antes. Para prepararme ante la avalancha de periodistas.
Alex miró el teléfono.
—¿Era Luxford?
—¿Quién, si no?
Eve tiró de un cajón de la cómoda. Se atascó y ella lo forzó con un gruñido. Sacó ropa interior, unas bragas, medias. Las tiró sobre la cama, junto con la chaqueta.
—Me ha tomado por idiota desde el principio. Y esta noche cree que me ha asestado el golpe de gracia. Pero aún no estoy muerta, ni por asomo. Y se lo demostraré.
Alex intentó encajar las piezas del rompecabezas, pero estaba claro que faltaba una.
—¿La historia? —repitió—. ¿La de los dos? ¿Blackpool? —Por el amor de Dios, ¿qué otra historia hay, Alex? Empezó a ponerse la ropa interior.
—Pero Charlie está…
—No es por Charlie. Nunca fue por Charlie. ¿Es que no lo ves? Ahora afirma que su miserable hijo ha sido raptado y el secuestrador ha hecho la misma exigencia. Muy conveniente.
Se precipitó hacia la cama. Se puso la chaqueta, ajustó las hombreras y forcejeó con los botones dorados.
Alex la miró, confundido.
—¿El hijo de Luxford? ¿Secuestrado? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—¿Qué más da? Luxford lo habrá escondido en algún sitio y lo está utilizando como sustituto de Charlotte.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué crees tú? Voy a adelantarme a él.
—¿Cómo?
Eve se calzó los zapatos y le miró sin pestañear.
—No cedí cuando secuestró a Charlotte. Ahora intenta vengarse. Utilizará la historia para hacerme quedar como una desalmada: la desaparición de Charlotte, la exigencia de que se publicara la historia, mi negativa a colaborar pese a las desesperadas y sinceras súplicas de Luxford. En contraste con mi barbarie, tenemos la santidad de Luxford: para salvar a su hijo, hará lo que yo no hice para salvar a mi hija. ¿Lo ves ahora, o tengo que deletrearlo? Parecerá san Cristóbal con el niño Jesús sobre los hombros, y yo pareceré Medea si no hago algo por detenerle. Ahora.
—Debemos telefonear a Scotland Yard. —Alex se dispuso a hacerlo—. Debemos comprobar si lo que dice es cierto. Si de verdad han secuestrado al niño…
—¡No lo han secuestrado! No nos servirá de nada llamar a la policía, porque esta vez Luxford habrá pensado hasta en el último detalle. Ha escondido al pequeño monstruo en algún lugar remoto y telefoneado a la policía y escenificado el drama. Y mientras tú y yo perdemos el tiempo hablando sobre lo que está tramando y por qué, él está escribiendo el artículo y calentando las rotativas, y dentro de siete horas su pasquín estará en la calle. A menos que yo haga algo. Y lo haré. ¿De acuerdo? ¿Lo captas?
Alex lo captó. Lo vio en la línea dura de su mandíbula, en el rígido porte de su cuerpo, en los hombros y la columna vertebral, en la mirada implacable de sus ojos. Lo captó por completo. Lo que no comprendía (sobre él, sobre ella) era qué le había impedido captarlo hasta entonces.
Se sintió desconcertado. La inmensidad del espacio parecía envolverle.
—¿Adónde vas, Eve? —se oyó preguntar como desde otra galaxia—. ¿Qué piensas hacer?
—Cobrarme algunas deudas.
Entró en el cuarto de baño, donde Alex vio que se aplicaba con rapidez una pátina de maquillaje facial. No empleó su típica precisión en dicha actividad, sino que se limitó a darse colorete en las mejillas, aplicar máscara en las pestañas y pintarse los labios. Una vez hecho esto, se pasó un cepillo por el cabello y cogió las gafas del estante sobre el lavabo, donde siempre las dejaba por la noche.
Volvió al dormitorio.
—Ha cometido un error, aparte de lo sucedido a Charlotte —dijo—. Ha supuesto que carezco de poder. Ha supuesto que no sé adónde acudir y cuándo. Pero se equivoca, y lo comprobará en unas horas. Si todo va como espero, y te aseguro que así será, conseguiré un requerimiento judicial tan severo que no logrará imprimir una palabra de esa historia, o de cualquier otra, hasta dentro de cincuenta años. Y eso acabará con él, tal como se merece.
—Entiendo —dijo Alex, y aunque la pregunta parecía absurda, una terca necesidad de oírla decir, al menos, una forma de la verdad, le impulsó a formularla—. ¿Qué pasa con Charlie?
—¿Qué pasa con Charlie? Ha muerto. Es una víctima de esta maquinación. La única manera de dar significado a su muerte es lograr que no haya sido en vano. Cosa que no sucederá si no detengo a su padre.
—Por ti —dijo Alex—. Por tu carrera y tu futuro. Pero no por Charlie.
—Sí, exacto. Por supuesto. Por mi futuro. ¿Esperabas que me metiera en un agujero, como desea Luxford, porque la han asesinado? ¿Eso querías?
—No, no quería eso. Sólo un período de duelo.
Eve avanzó hacia él con aire amenazador.
—No empieces otra vez. No me digas lo que siento y lo que no. No me digas quién soy.
Alex levantó las manos en gesto de rendición.
—No quiero hacerlo. Ahora no.
Eve recogió su bolso de la mesita de noche.
—Hablaremos más tarde —dijo, y salió de la habitación.
Alex oyó sus pasos en la escalera. Oyó cómo abría la puerta principal. Un momento después, oyó cómo su coche se ponía en marcha. Los periodistas ya habían levantado el campamento, de manera que salió sin dificultad de los callejones. Allá donde fuera, nadie la seguiría.
Se sentó en el borde de la cama. Apoyó la cabeza en las manos y contempló la alfombra y sus pies (tan blancos y tan inútiles). Su corazón estaba tan vacío de la presencia de su mujer como la habitación y la casa. Sintió la inmensidad del vacío que se extendía en su interior y se preguntó cómo había conseguido engañarse durante tanto tiempo.
Había inventado excusas para todas las señales de advertencia que ella le había enviado. Dentro de unos años, pensaba, confiaría lo suficiente para abrirle su corazón. Sólo era cautelosa, y aquella cautela era el resultado lógico de la carrera que había elegido, pero con el tiempo, se desharía de sus miedos y vacilaciones, y permitiría que su espíritu se encontrara con el de él. Cuando eso sucediera, construirían algo sobre los cimientos de ese encuentro, y lo que construirían sería una familia, un futuro, un amor. Sólo necesitaba paciencia, se había dicho. Sólo necesitaba demostrarle que su devoción era profunda e incondicional. Cuando fuera capaz de hacerlo, sus vidas adquirirían un orden más nuevo y rico, definido por los hijos (los hermanos y hermanas de Charlie) para los que Eve y él serían una presencia enriquecedora.
Todo era mentira. Era un cuento de hadas que se había contado cuando no quería ver la realidad que se desplegaba ante sus ojos. La gente no cambiaba. Se limitaba a bajar la máscara cuando consideraba que no corría peligro, o cuando circunstancias imperativas provocaban que sus escudos externos se quebraran, como las creencias más queridas de los niños. La Eve a la que amaba no era, en realidad, muy diferente de Papá Noel, del Hada de los Dientes, del Hombre del Saco o de los Reyes Magos. Alex era un visionario. Al interpretar el papel que había escrito para ella, la había convertido en un ser tan maravilloso como el que anhelaba. Él había creado la mentira, y sus consecuencias.
Se levantó con esfuerzo. Al igual que su mujer, se acercó al ropero y empezó a vestirse.
Robin Payne conducía. Se dirigió hacia el oeste por Burbage Road. Relataba a toda prisa sus movimientos de aquel día. Fueron los ladrillos y el poste de mayo, dijo a Barbara. Le habían dado una idea, pero existían tantas posibilidades que quiso verificar cada una antes de clasificar alguna como el lugar donde habían retenido a Charlotte Bowen. Al fin y al cabo, era una tierra agrícola, dijo, a modo de dudosa aclaración sobre lo que quería decir. El trigo era la cosecha principal.
—¿Qué tiene que ver el trigo con Charlotte Bowen? —preguntó Barbara—. En la autopsia no…
—Espera —dijo Robin. Era su momento de gloria y quería saborearlo a su manera.
Había estado por todas partes, explicó. Tan al oeste como Freshford, tan al sur como Shaftsbury, pero como tenía bastante idea de lo que buscaban, debido a los ladrillos y el poste de mayo mencionados por la niña (además del trigo), aunque la búsqueda cubría un vasto territorio, el número de emplazamientos individuales era menor. Aun así, había docenas donde mirar, por eso iba tan sucio.
—¿Adónde vamos? —preguntó Barbara.
Surcaban la oscuridad, por la carretera en tinieblas, y los árboles llegaban hasta el mismo arcén.
—No lejos —fue la enigmática respuesta de Robin.
Cuando atravesaron un pueblo de casas de ladrillo y paja, Barbara le contó lo ocurrido en Londres, y le proporcionó todos los detalles que Lynley le había facilitado. Como broche final mencionó la desaparición de Leo Luxford.
Robin Payne aferró con fuerza el volante.
—¿Otro? —preguntó—. ¿Un niño, esta vez? ¿Qué coño está pasando?
—Puede que esté en Wiltshire, como Charlotte.
—¿A qué hora desapareció?
—Después de las cuatro de esta tarde. —Vio que Robin fruncía el entrecejo mientras pensaba—. ¿Por qué?
—Sólo estaba pensando… —Robin cambió de marcha cuando giró a la izquierda, por una carretera más estrecha llamada Great Bedwyn, que corría hacia el norte—. La hora no coincide, pero… ¿cómo has dicho que se llama?
—Leo.
—Si raptaron a Leo alrededor de las cuatro también pudieron traerle aquí. Al sitio donde retuvieron a Charlotte. Aunque en ese caso el secuestrador le habría trasladado al condado mucho antes de que yo llegara al lugar, y le habría encontrado allí. —Indicó con un ademán la oscuridad que se extendía ante ellos—. Sólo que no le encontré. —Suspiró—. Maldita sea. Tal vez no sea el lugar correcto y te he traído para nada.
—No sería la primera vez que pasara hoy —dijo Barbara—, pero al menos la compañía es decente esta vez, así que llegaremos hasta el final.
La carretera se estrechó hasta transformarse en una pista. Los faros sólo iluminaban la pista propiamente dicha, los árboles cubiertos de hiedra que la flanqueaban y el linde de los campos que empezaban más allá de los árboles. Todos los campos estaban plantados, como cerca de Allington, pero, al contrario que en Allington, el heno sustituía al trigo.
Mientras se acercaban a otro pueblo, la pista aún se estrechó más. Las cunetas se convirtieron en pendientes, sobre las cuales se habían construido algunas casas dispersas en el mismo borde de la carretera. Las casas se multiplicaron hasta convertirse en otro pueblo de ladrillo y paja, donde los patos invadían las orillas de un estanque y un pub llamado El Cisne se disponía a cerrar. Las últimas luces se apagaron cuando Robin y Barbara pasaron por delante, todavía en dirección norte.
Robin disminuyó la velocidad del Escort a un kilómetro del pueblo. Giró a la derecha y se internó por una pista tan estrecha y cubierta de hierba que Barbara habría sido incapaz de distinguirla en caso de haber ido sola. La pista ascendió enseguida hacia el este, bordeada a un lado por el brillo de una alambrada y al otro por una hilera de abedules plateados. La carretera estaba sembrada de baches, y el campo que se extendía más allá de la alambrada invadido por malas hierbas.
Llegaron a un hueco abierto entre los abedules, y Robin dobló por él, hasta llegar a una pista de guijarros y raíces gruesas. Los árboles eran robustos, pero torcidos por décadas de viento. Se cernían sobre la pista como marineros artríticos.
La pista moría en una verja formada por alambre y postes. A su derecha, una vieja cancela colgaba en ángulo como un barco escorado, y Robin condujo a Barbara hasta ella, después de rebuscar en el maletero del Escort y sacar una linterna, que le entregó. Él cogió un farol de campamento.
—Por aquí —dijo.
«Por aquí» era a través de la vieja cancela, que Robin empujó con rudeza hasta que se encajó en un montículo de barro seco. La cancela cerraba un prado en cuyo centro se alzaba una enorme forma cónica. En la oscuridad, recordaba a una nave espacial. La estructura descansaba sobre el punto más elevado de la zona circundante. Campo tras campo se hundía en la negrura por tres de sus lados, mientras el cuarto, a unos cincuenta metros de distancia, la forma borrosa de un edificio semiderruido, cerca de la carretera por la que habían venido, testimoniaba que alguien lo había habitado en otro tiempo.
El silencio era absoluto y el aire frío. El intenso olor a tierra húmeda y excrementos de oveja colgaba sobre ellos como una nube a punto de estallar. Barbara hizo una mueca y se arrepintió de no haber traído una chaqueta para protegerse del frío.
Cruzaron una extensión de hierba abundante para llegar al edificio. Barbara alzó su linterna para iluminar el exterior. Vio los ladrillos. Se elevaban en la oscuridad y estaban coronados por un montículo de tejado metálico blanco. Desde el alero circular del tejado se inclinaban hacia arriba y hacia abajo los restos astillados de cuatro largos brazos de madera, cubiertos otrora por lo que parecían contraventanas. Ahora, quedaban huecos irregulares en los brazos, donde las tormentas habían arrancado las contraventanas a lo largo de los años, pero aún persistía lo bastante de la forma original para comprender lo que Barbara estaba viendo la luz de la linterna.
—Un molino de viento —dijo.
—Para el trigo.
Robin movió su farol apagado en un gesto que abarcó no sólo los campos ondulados que se alejaban hacia el sur, este y oeste, sino también el edificio que se alzaba hacia el norte, próximo a la carretera.
—En otros tiempos —dijo— había molinos de trigo a lo largo del río Bedwyn, antes de que el agua fuese desviada para construir el canal. Cuando eso sucedió, surgieron muchos lugares como este. Ahora, si nadie se interesa por salvarlos, se derruirán definitivamente. Este lleva abandonado unos diez años. La casa también. Está junto a la carretera.
—¿Conoces el lugar?
—Ya lo creo. —Lanzó una risita—. Y todos los lugares en treinta kilómetros a la redonda de mi casa donde un mozo cachondo de diecisiete años llevaba a su chica favorita las noches de verano. Es algo inherente a crecer en el campo, Barbara. Todo el mundo sabe adónde ir si quiere un poco de juerga. Supongo que en la ciudad pasa lo mismo, ¿no?
Barbara no lo sabía. El folleteo no había sido una de sus actividades habituales.
—Sí, desde luego —contestó, no obstante.
Robín exhibió la sonrisa reveladora de que se acababa de intercambiar información personal y se ha añadido otro eslabón a la cadena de la amistad. Si supiera la verdad sobre su deprimente vida amorosa, pensó Barbara, la catalogaría como la anomalía del siglo, sin considerar que compartían una historia común de travesuras sexuales, sólo diferenciada por vivir en lugares distintos. Barbara no se había dado un revolcón con nadie en la adolescencia, y lo que había hecho de adulta estaba tan borrado de su memoria que ni siquiera recordaba con quién había compartido aquel fugaz momento de éxtasis. ¿Se llamaba Michael? ¿Martin? ¿Mick? No se acordaba. Sólo recordaba un par de botellas de vino barato, suficiente humo de cigarrillo para contaminar a toda una ciudad, música ensordecedora que sonaba a Jimi Hendrix colocado (cosa que debía ser normal en Jimi Hendrix, ahora que lo pensaba), y un suelo compartido por otras seis parejas enzarzadas en momentos de éxtasis como el suyo. Ay, volver a las alegrías de los veinte años.
Siguió a Robin bajo una galería desvencijada que rodeaba el exterior del molino, a la altura del primer piso. Pasaron junto a dos viejas ruedas de molino tiradas en el suelo, criando liquen, y se detuvieron ante una puerta de madera arqueada. Robin se dispuso a abrirla, pero Barbara se lo impidió. Dirigió su linterna hacia la puerta, examinó sus viejos paneles de arriba abajo, y luego desvió el haz hacia un cerrojo a la altura del hombro. Era de latón, y nuevo. Su estómago se tensó al pensar en su posible significado.
—Eso pensé yo —dijo Robin en voz baja—. Cuando lo vi, después de examinar molinos de agua, aserraderos y toda clase de molinos de viento, tuve que orinar enseguida, o me lo habría hecho encima. Hay más dentro.
Barbara metió la mano en el bolso y sacó un par de guantes.
—¿Has traído…?
—Sí —contestó él, y extrajo unos arrugados guantes de trabajo del bolsillo de la chaqueta. Cuando sus manos estuvieron protegidas, Barbara asintió y Robin empujó la puerta. Entraron.
La habitación tenía suelo y paredes de ladrillo. Carecía de ventanas, estaba fría y húmeda como una tumba y olía a polvo, cagarrutas de rata y fruta podrida.
Barbara se estremeció.
—¿Quieres mi chaqueta? —preguntó Robin.
Barbara rehusó, mientras Robin se acuclillaba y encendía su farol. Le dio toda la potencia. Cuando la luz disipó las tinieblas, no hubo necesidad de linterna. Barbara la apagó y la dejó sobre unas cajas de madera amontonadas al fondo de la pequeña habitación circular. De esas cajas procedía el olor a fruta podrida. Barbara destapó una. Había docenas de manzanas en su interior.
Otro olor impregnaba también el aire, y Barbara intentó identificar y localizar su origen, en tanto Robin retrocedía hasta una angosta escalera que conducía a una trampilla practicada en el techo. Se agachó junto a un peldaño y la miró un momento.
—Son heces —dijo.
—¿Qué?
—El otro olor. Son heces.
—¿De dónde vienen? Robin movió la cabeza en dirección al otro lado de las cajas.
—Me pareció como si alguien hubiera… —Se encogió de hombros y carraspeó, tal vez disgustado con aquel momento de objetividad fallida—. Aquí no hay retrete. Sólo eso.
«Eso» era un cubo de plástico amarillo. Barbara vio el triste montoncito de heces en su interior. Yacía en un charco de líquido que apestaba a orina.
Barbara suspiró.
—Bien. Muy bien —dijo, y empezó a mirar en el suelo.
Encontró la sangre en el centro, sobre un ladrillo algo desviado de los otros, y cuando levantó la cabeza y miró a Robin vio que él ya había descubierto la sangre en su visita anterior.
—¿Qué más? —preguntó.
—Las cajas. Echa un vistazo al lado derecho de la tercera contando desde abajo. Tal vez necesitas un poco más de luz.
Barbara encendió la linterna. Vio lo que él había visto: tres fibras enganchadas en una astilla que sobresalía del borde de una caja. Se agachó y acercó la luz. No estaba segura, por culpa de las sombras, de modo que sacó un pañuelo de papel del bolso y lo colocó detrás para que contrastara. Eran verdes, el mismo verde turbio del uniforme escolar de Charlotte.
Su pulso se aceleró, pero se dijo que no debía precipitarse. Después del palomar de Ford y el garaje de Coate, no estaba dispuesta a tomar más decisiones precipitadas. Miró a Robin.
—En la cinta hablaba de un poste de mayo.
—Sígueme. Trae la linterna.
Subió la escalera y empujó la trampilla del techo. Cuando Barbara le siguió, extendió la mano y la ayudó a llegar al primer piso del molino.
Barbara miró alrededor mientras reprimía un estornudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas como reacción al polvo que invadía la cámara, y los frotó con la manga de su jersey.
—Es posible que haya liado un poco las pruebas de aquí arriba.
Barbara extendió la linterna y vio las pisadas: pequeñas y grandes, de niño y de adulto. Se superponían y confundían. Como resultado, era imposible saber si uno o diez niños (o adultos) habían estado allí.
—Me entusiasmé un poco cuando vi la sangre y las fibras abajo, y cargué hacia arriba. No pensé en el suelo hasta que fue demasiado tarde. Lo siento.
Barbara observó que las tablas estaban tan deformadas que en ninguna quedaba una huella decente. Se veía la forma de suelas de zapato, pero no sus marcas.
—No te preocupes —dijo Barbara—. No parecen muy útiles.
Dirigió el haz hacia la pared circular. A la izquierda de la trampilla había una sola ventana, entablillada. Debajo, una serie de herramientas que Barbara nunca había visto. Algunas eran de metal y otras de madera. Eran viejas herramientas agrícolas, explicó Robin. Se utilizaban en las ruedas de molino que estaban en el piso de abajo, donde se llevaba a cabo la molienda.
Había ruedas dentadas en el suelo cerca de las herramientas, así como dos poleas de madera y un rollo de cuerda. La pared de ladrillo que se alzaba sobre ellas estaba moteada de liquen, y la humedad parecía contaminar el aire. A la altura del techo, no muy por encima de sus cabezas, había una enorme rueda mellada suspendida sobre un lado. Era la gran rueda dentada recta, parte del mecanismo que ponía en funcionamiento el molino, y estaba centrada entre dos ruedas a juego. Una gruesa columna de hierro, cubierta de óxido, pasaba por un agujero de la rueda grande desde el suelo que pisaban, atravesaba el techo y debía llegar, probablemente, hasta el punto más elevado del molino.
—El poste de mayo de Charlotte —dijo Barbara, mientras recorría su longitud con el haz.
—Eso pensé —dijo Robin—. Se llama el árbol principal. Mira hacia arriba.
La cogió del brazo y la colocó bajo la gran rueda mellada. Cerró las manos sobre las suyas y dirigió la luz hacia un diente de la rueda. Barbara vio que el diente estaba cubierto por una sustancia de aspecto gelatinoso, que tenía la apariencia de miel fría.
—Grasa —dijo Robin.
Después de asegurarse de que la había visto, bajó el brazo de Barbara y apuntó la luz hacia el punto en que el árbol principal estaba sujeto al suelo. La misma sustancia embadurnaba el punto de unión. Cuando Robin se agachó e indicó una parte, Barbara comprendió por qué había vuelto corriendo a su casa a buscarla, por qué no había hecho caso del significativo diálogo de su madre acerca de su futura novia, Aquello era más importante que una futura novia. Había huellas dactilares en la grasa de eje vieja pegada a la base del árbol principal. Y eran de niño.
—Puta mierda —murmuró Barbara.
Robin se levantó y la miró.
—Tal vez lo has conseguido, Robin —dijo Barbara, y sonrió por primera vez aquel día—. A la mierda. Creo que lo has hecho de puta madre, capullo.
Robin sonrió, con aspecto intimidado por el brusco cumplido.
—¿De veras? —preguntó no obstante, ansioso—. ¿Lo crees?
—A pies juntillas. —Apretó el brazo de Robin y se permitió una breve demostración de entusiasmo—. ¡Preparaos, capullos de Londres! —gritó—. Lo hemos conseguido. —Robin rio al ver su alegría. Los dos rieron y levantaron los puños al aire. Después, Barbara se serenó y volvió a adoptar el papel de jefa del equipo—. Necesitaremos que venga la policía científica. Esta noche.
—¿Tres veces en un día? Eso no les gustará, Barbara.
—Que les den por el culo. Yo estoy muy contenta. ¿Y tú?
—Que les den por el culo —coreó Robin.
Bajaron por la escalera. Barbara vio una manta azul arrugada. La inspeccionó. La sacó de debajo de la escalera y al arrastrarla algo cayó al suelo.
—Espera —dijo Barbara.
Se agachó para examinar el pequeño objeto caído entre dos ladrillos. Era una figurita, un diminuto erizo, de lomo arqueado y pico puntiagudo. Apenas ocupaba un tercio de su palma, perfecto para que un niño lo abarcara con su mano.
Barbara lo recogió y enseñó a Robin.
—Habrá que ver si su madre identifica esto.
Se acercó a la manta. La áspera tela estaba húmeda, más húmeda que la propia habitación. La idea de la humedad, del agua, abrumó a Barbara, le recordó la forma en que Charlotte Bowen había muerto. Una pieza del rompecabezas seguía faltando.
Se volvió hacia Robin.
—Agua.
—¿Qué?
—Se ahogó. ¿Hay agua cerca de aquí?
—El canal no queda lejos y el río…
—Se ahogó en agua de grifo, Robin. Una bañera. Un lavabo. Un retrete. Estamos buscando agua de grifo. —Barbara repasó lo que habían visto hasta el momento—. ¿Y la casa? La que está cerca de la carretera. ¿Tiene agua?
—Supongo que la cerraron hace mucho tiempo.
—Pero tenía agua corriente cuando estaba habitada, ¿no?
—Eso fue hace años.
Robin se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Por lo tanto podrían haberla dado, siquiera por unos días, si hubieran encontrado la llave de paso.
—Es posible, pero debe ser agua de pozo, tan lejos del pueblo. ¿No daría diferente de agua de grifo en los análisis?
Claro. La maldita agua de grifo encontrada en el cadáver de Charlotte Bowen aún complicaba más las cosas.
—¿Aquí no hay grifo?
—¿En el molino? —Robin negó con la cabeza.
—Mierda.
¿Qué habría hecho el secuestrador?, se preguntó. Si aquel era el lugar donde había retenido a Charlotte Bowen, la habría retenido viva. Las heces, la orina, la sangre y las huellas dactilares lo acreditaban. Aunque la presunta evidencia de su presencia pudiera ser explicada de otra manera, aunque la niña estuviera muerta cuando la trasladaron a aquel lugar, ¿de qué habría servido arriesgarse a ser visto con el cadáver, para luego esconderlo durante unos días? No, no. Estaba viva cuando la trajeron. Quizá unos días, quizá unas horas, pero estaba viva. Si ese era el caso, en algún lugar cercano tenía que haber agua de grifo que se habría utilizado para ahogar a la niña.
—Vuelve al pueblo, Robin —dijo—. Había una cabina telefónica delante del pub, ¿no? Llama a la policía científica. Di que traigan luces, focos, todo el tinglado. Yo esperaré aquí.
Robin miró hacia la puerta, a la oscuridad que se extendía al otro lado.
—No me gusta ese plan. No me gusta que te quedes aquí sola. Si hay un asesino en las proximidades…
—Me las arreglaré. Ve a hacer la maldita llamada.
—Acompáñame.
—Prefiero quedarme a vigilar. La puerta estaba abierta. Cualquiera podría entrar y…
—Justo lo que yo decía. Es peligroso. No has venido armada, ¿verdad?
Robin sabía que no iba armada. Los detectives no iban armados. Él tampoco lo iba.
—No te preocupes —dijo Barbara—. Quien secuestró a Charlotte tiene ahora a Leo Luxford. Como Leo no está aquí, podemos concluir que el asesino de Charlotte tampoco está. Ve a hacer esa maldita llamada y vuelve enseguida.
Robin meditó unos momentos. Barbara estaba a punto de darle un empujón hacia la puerta, cuando él se volvió.
—Bien, de acuerdo. Mantén el farol encendido. Dame la linterna. Si oyes a alguien…
—Cogeré una de esas herramientas y le atizaré bien. No dejaré de atizarle hasta que vuelvas.
Robin sonrió y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo un momento y la miró.
—Supongo que te parecerá un poco pasado de rosca, pero…
—¿Qué?
Barbara se puso en guardia al instante. Ya tenía bastante con que el sargento Stanley se pasara de rosca. No necesitaba que Robin Payne le hiciera compañía. No obstante, las palabras del agente y la forma en que las dijo la sorprendieron.
—Es sólo que… Tú no eres como las demás mujeres, ¿verdad?
Hacía tiempo que lo sabía. También sabía que su forma de ser no atraía a los hombres. Le dirigió una mirada calculadora y se preguntó adónde quería llegar, aunque no estaba segura de desear saberlo.
—Lo que quiero decir es que eres bastante especial, ¿no? «No tan especial como Celia», pensó Barbara.
—Sí. Tú también —respondió.
Robin la miró. Barbara reprimió una súbita oleada de temor.
No quería pensar en aquel temor repentino. No quería pensar por qué lo temía.
—Ve a hacer esa llamada. Se está haciendo tarde y nos esperan horas de trabajo.
—De acuerdo —dijo Robin, pero vaciló un momento más en la puerta, antes de salir hacia su coche.
El frío se coló por la abertura. Cuando Robin se fue, dio la impresión de que se filtraba por las paredes. Barbara se ciñó los brazos alrededor del cuerpo y se palmeó los hombros. Luego salió a tomar el aire de la noche.
«Olvídalo —se dijo—. Contrólate. Llega hasta el fondo del caso, ata los cabos sueltos y vuelve a Londres lo antes posible. Pero no te complazcas en fantasías estúpidas».
La cuestión era el agua. Agua corriente, de grifo. En los pulmones de Charlotte Bowen. Aquello era lo que debía considerar en aquel momento, y estaba decidida a hacerlo.
¿Dónde habían ahogado a la niña? Bañera, lavabo, fregadero de cocina, retrete. Pero ¿en qué retrete? ¿En qué bañera? ¿Dónde? Si todas las pistas encontradas estaban relacionadas con Londres, el agua del grifo también estaba relacionada con Londres de alguna manera, si no de una manera geográfica, sí de una forma personal. Quien hubiera utilizado agua de grifo para ahogar a Charlotte también estaba relacionado con Londres, donde la había secuestrado. Los principales sospechosos eran su madre, que planeaba construir una cárcel en Wiltshire, y Alistair Harvie, cuya circunspección electoral era esta. Pero Harvie no podía ser el culpable. En cuanto a la madre… ¿Qué clase de monstruo prepararía el secuestro y asesinato de su único hijo? Además, según Lynley, Eve Bowen estaba a punto de perderlo todo, ahora que Luxford iba a publicar el artículo. Y Luxford…
Barbara respiró hondo al recordar un único dato de entre los muchos que Lynley le había proporcionado por teléfono unas horas antes. Se alejó del molino y se internó en el prado. Se apartó del sendero de luz que surgía por la puerta del molino. Claro, pensó. Dennis Luxford.
En la oscuridad apenas podía distinguir la pendiente inclinada de los campos que había al sur del molino y, más allá, la lejana elevación de la tierra, sobre la cual colgaba un manto de estrellas. Hacia el oeste, las luces dispersas de un pueblo cercano destellaban en las tinieblas. Hacia el norte se extendían los campos invadidos por malas hierbas que habían atravesado para llegar al molino. Y no muy lejos (lo sabía, lo creía y lo comprobaría en cuanto Robin volviera) estaba el Colegio Masculino Baverstock.
Aquella era la relación que estaba buscando. El eslabón que vinculaba Londres con Wiltshire. El eslabón inquebrantable entre Dennis Luxford y la muerte de su hija.