22

El mensaje era prácticamente idéntico al que Luxford recibió sobre Charlotte —dijo Lynley a St. James—. La diferencia estriba en que esta vez fue el niño quien lo comunicó en persona.

—¿Reconoce a tu primogénito en primera plana? —preguntó St. James.

—Una ligerísima variación. Según Luxford, Leo dijo: «Has de publicar la historia en la primera página, papá. Después me dejará ir». Eso es todo.

—Según Luxford —repitió St. James y vio que Lynley captaba la idea.

—Cuando la mujer de Luxford cogió el teléfono, la comunicación se había cortado. Así que la respuesta es sí: él fue el único que habló con el niño.

Lynley extendió la mano hacia la copa de coñac que St. James le había dejado sobre la mesita auxiliar en su estudio de Cheyne Row. Estudió su contenido, como si fuera a encontrar la respuesta que buscaba flotando en la superficie. Parecía exhausto, observó St. James. El agotamiento permanente era el complemento de su profesión.

—No es una idea bonita, Tommy.

—Aún menos si piensas que la historia exigida por nuestro presunto secuestrador saldrá publicada mañana en el periódico de Luxford. Quedaba tiempo suficiente para cambiar la primera plana e imprimirla después de la llamada de Leo. Muy conveniente, ¿no te parece?

—¿Qué has hecho?

Había hecho lo que la situación exigía, explicó Lynley, pese a su inquietud y sus crecientes sospechas sobre Dermis Luxford. En consecuencia, se enviaron agentes al cementerio de Highgate, donde buscaron pistas relacionadas con la desaparición del niño. Otros agentes recorrieron las rutas que Leo podía haber tomado después de salir de su escuela, en Chester Road. Se habían entregado fotografías del niño a los medios de comunicación para que fueran emitidas en los telediarios nocturnos. Se había pinchado el teléfono de Luxford para grabar y localizar todas las llamadas que recibiera.

—También hemos extraído los clavos de los neumáticos —terminó Lynley—, además de buscar huellas en el Mercedes. Para lo que nos va a servir…

—¿Y el Porsche?

—Las gafas eran de Charlotte. Eve Bowen lo confirmó.

—¿Sabe dónde las encontraste?

—No se lo dije.

—Puede que haya tenido razón desde el primer momento. Sobre Luxford, su implicación y sus motivos.

—Es posible, pero si ese fuera el caso, nos enfrentamos a una capacidad de disimulo similar a la de Blunt.

Lynley removió el coñac en su copa antes de beber. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó con los codos apoyados en las rodillas.

—El S04 ha conseguido emparejar las huellas dactilares. Quien puso el pulgar en el interior de aquella grabadora también dejó su huella en el edificio abandonado de George Street. Una vez en el borde del espejo que había en el cuarto de baño, una segunda vez en el antepecho de la ventana. Fue un buen trabajo, Simon. No sé cuándo ni cómo habríamos caído en la cuenta de ese edificio de no ser por ti.

—Dale las gracias a Helen y a Deborah. Lo descubrieron la semana pasada. Las dos insistieron en que yo le echara un vistazo. Lynley estudió sus manos. A su espalda, la oscuridad de la noche cubría las ventanas, sólo rota por una farola que distaba unas puertas de la casa de St. James. Dentro de la casa, una música rompió el silencio que se había hecho entre los dos hombres. Descendió desde el último piso, donde Deborah estaba trabajando en su cuarto oscuro. St. James reconoció la canción con cierto desagrado. La oda de Eric Clapton al hijo que había perdido. Se arrepintió al instante de haber mencionado a Deborah.

Lynley levantó la cabeza.

—¿Qué he hecho? Helen me dijo que le había asestado un golpe mortal.

St. James sintió la involuntaria ironía de las palabras como una sutil contusión en su psique, pero sabía que no podía traicionar la confianza de su mujer.

—Es muy sensible en lo tocante a los niños —dijo—. Aún quiere tener. El proceso de adopción avanza como moscas cruzando papel atrapamoscas.

—Quieres decir que relacionó lo que dije sobre matar niños con su dificultad de quedar embarazada.

El astuto comentario de Lynley indicaba lo bien que conocía a Deborah. Al mismo tiempo, se acercaba demasiado a la verdad para el gusto de St. James. Habló pese a un dolor que creía haber superado hacía un año.

—No es tan sencillo.

—No tenía la intención de herirla. Ha de saberlo. Me cegué sin pensar. Fue a causa de Helen, no de Deborah. ¿Puedo pedirle perdón?

—Lo haré en tu nombre.

Lynley pareció dispuesto a insistir, pero había fronteras en su amistad que no quería cruzar. Aquella era una de ellas, y ambos lo sabían. Se levantó.

—Anoche perdí los estribos, Simon. Havers me aconsejó que no viniera, pero no le hice caso. Lamento todo lo sucedido.

—No hace tanto tiempo que abandoné la policía para haber olvidado lo que provocan las tensiones —contestó St. James.

Acompañó a Lynley hasta la puerta y salió con él a la fría noche. Notó la humedad del aire, como si la niebla se estuviera elevando del Támesis a corta distancia.

Hillier se encarga de manejar a los medios de comunicación —dijo Lynley—. Al menos me he quitado ese peso de encima. —Pero ¿quién se encarga de manejar a Hillier?

Ambos rieron. Lynley sacó las llaves del coche.

—Esta tarde quería ofrecer un sospechoso a los medios, un mecánico que Havers descubrió en Wiltshire, y que tenía el uniforme escolar de Charlotte Bowen en su garaje. No tenía nada más, por lo que sabemos hasta ahora. —Examinó las llaves con aire pensativo—. Está demasiado esparcido, Simon. Desde Londres a Wiltshire y sólo Dios sabe cuántos sitios intermedios. Me gustaría ceñirme a Luxford, a Harvie, a alguien, pero empiezo a pensar que más de una persona está detrás de lo sucedido.

—Eso pensaba Eve Bowen.

—Puede que tenga razón, aunque no de la manera que ella piensa. —Contó a St. James lo que el diputado Harvie había dicho acerca de Bowen, el IRA y sus grupos desgajados—. Secuestrar y asesinar niños nunca ha sido la forma de trabajar del IRA. Quiero rechazar la idea de antemano, pero temo que no puedo. Estamos investigando el pasado de algunas personas, a ver qué sale.

—El ama de llaves es irlandesa —sugirió St. James—. Y también Damien Chambers, el profesor de música.

—Fue la última persona que vio a Charlotte —recordó Lynley.

—Tiene acento de Belfast, por si te sirve de algo. Tiene más números que el ama de llaves, supongo.

—¿Por qué?

—Alguien estaba con él en el piso de arriba la noche que Helen y yo fuimos a verle. Afirmó que era una mujer y atribuyó sus nervios al trauma de la primera noche: el escenario está preparado para la seducción y llegan unos desconocidos para interrogarle sobre la desaparición de una de sus alumnas.

—No es una reacción irrazonable.

—Desde luego, pero hay otra relación entre Chambers y lo ocurrido a Charlotte Bowen. No lo había pensado hasta que hablaste del IRA.

—¿Cuál es?

—El nombre. En la nota que Bowen recibió, llaman Lottie a Charlotte. De entre toda la gente con la que hablé de la niña, sólo Damien Chambers y sus compañeras de clase la llamaron Lottie. Yo de ti investigaría a Chambers.

—Una posibilidad más —admitió Lynley.

Dijo buenas noches y se encaminó hacia su coche. St. James le vio alejarse antes de volver a casa.

Deborah seguía en el cuarto oscuro, con la música apagada. Había terminado el revelado y la puerta estaba abierta, pero vio que no había finalizado de trabajar, pese a la hora. Estaba inclinada sobre la mesa de trabajo y examinaba algo con una lupa. Una de sus pruebas antiguas, sospechó. Tenía la costumbre de evaluar su crecimiento creativo, comparando sin cesar su obra presente con la pasada.

Absorta en su estudio, no le oyó cuando la llamó por su nombre. St. James entró en el cuarto oscuro y vio por qué estaba tan absorta. Comprendió al instante que no podía hablarle del segundo secuestro de un niño. Deborah no estaba mirando una de sus pruebas, sino que escrutaba con la lupa la fotografía del cuerpo de Charlotte Bowen, la misma que Lynley había arrojado delante de ella, impulsado por su irritación, la tarde anterior.

St. James extendió la mano hacia la lupa. Deborah lanzó un grito y dejó caer la lupa sobre la foto.

—¡Me has asustado!

—Tommy ha venido y se ha ido.

Deborah bajó los párpados. Pasó los dedos por los bordes de la foto.

—Ha pedido perdón por lo que te dijo, Deborah. Perdió los estribos. No lo dijo en serio. Quería subir y decírtelo en persona, pero consideré mejor transmitirte yo el mensaje. ¿Habrías preferido verle?

—No importa lo que Tommy quería decir. Lo que dijo era cierto, Mato niños, Simon. Tú y yo lo sabemos. Lo que Tommy ignora es que Charlotte Bowen no fue la primera.

St. James se sintió desfallecer. Su mente gritó: «¡Ahora no, otra vez no!». Tuvo ganas de desaparecer del cuarto y esperar a que Deborah superara su ofuscación, pero como la quería se obligó a invocar la paciencia y la razón.

—Ha pasado mucho tiempo. ¿Cuántos años tardarás en olvidarlo?

—No puedo acomodarme al período de tiempo que has establecido para mí. Los sentimientos no son como una fórmula científica. No se añade remordimiento a comprensión y se obtiene paz espiritual. Lo que ocurre en el interior de las personas, al menos en mi interior, no es como mezclar moléculas, Simon.

—No estoy insinuando que lo sea.

—Sí lo haces. Me miras y piensas: «Bien, ha transcurrido un buen número de años desde el aborto, y según mis cálculos debería ser tiempo más que suficiente para que lo haya olvidado». Además, olvidas lo que he pasado desde entonces. Las veces que tú y yo hemos intentado, intentado y fracasado por mi culpa.

—Ya hemos discutido esto muchas veces, Deborah. Nunca nos lleva a ninguna parte. No te culpo. Nunca lo he hecho. ¿Por qué insistes en culparte?

—Porque es mi cuerpo y mi fracaso. Es mío.

—¿Y si fuera mío?

—¿Qué? —preguntó Deborah con repentina cautela.

—¿Querrías que me torturara con acusaciones? ¿Querrías que considerara todos mis errores, todas mis decisiones equivocadas, como otro resultado de la incapacidad de mi cuerpo para reproducir? ¿Te parece una forma racional de pensar?

St. James sintió que Deborah se distanciaba de la discusión. Una expresión ausente cubrió sus facciones.

—He ahí la fuente de nuestro conflicto —replicó—. Quieres que piense racionalmente.

—Me parece muy razonable.

—No quieres que sienta.

—Lo que quiero es que pienses lo que sientes. Además, estás eludiendo mi pregunta. Así que contesta.

—¿Cuál?

—¿Querrías que me torturara por algo que mi cuerpo no puede hacer? ¿Algo que tal vez he causado yo, pero que ahora ha escapado por completo a mi control? ¿Querrías que me lacerara por eso?

Deborah guardó silencio. Agachó la cabeza y emitió un suspiro entrecortado.

—Claro que no. ¿Cómo podría decir lo contrario? Oh, claro que no, Simon. Perdóname.

—¿Podemos aparcar el tema?

—Podemos intentarlo. Yo puedo intentarlo. Pero esto… —Tocó la curva de la cabeza de Charlotte en la foto. Respiró hondo—. Las cosas son así: yo te pedí que intervinieras. Tú no lo habrías hecho. Tú no querías. Pero yo te lo pedí y lo hiciste por mí.

St. James cogió la fotografía. Rodeó la espalda de Deborah con su brazo y la sacó del cuarto oscuro. Entraron en el laboratorio. Dejó la foto de Charlotte Bowen cabeza abajo sobre la mesa de trabajo más próxima, y cuando habló lo hizo con la boca apretada contra el pelo de su mujer.

—Escucha, mi amor. Tienes completo poder sobre mi corazón. Pero yo tengo control sobre mi mente y mi voluntad. Puede que me hayas pedido que investigara la desaparición de Charlotte Bowen, pero esa petición no te convierte en responsable. Sobre todo porque la decisión final fue mía. ¿Está claro?

Ella se volvió para deslizarse entre sus brazos.

—Es por quién y qué eres —susurró, en respuesta a la pregunta que él no había formulado—. Deseo con tanta desesperación tener un hijo contigo a causa de quién y qué eres. Si fueras un hombre inferior, creo que ni siquiera me molestaría fracasar.

St. James la estrechó con más fuerza. Abrió su corazón y maldijo todas las consecuencias, porque así era el amor.

—Créeme, Deborah —dijo en respuesta—. Tener un hijo es la parte más fácil.

Dennis Luxford encontró a su mujer en el cuarto de baño. La mujer policía que estaba en la cocina sólo había dicho que Fiona había pedido que la dejara sola antes de subir, de modo que el primer lugar donde Luxford buscó cuando volvió del Source fue en el dormitorio de Leo, pero la habitación estaba vacía. Apartó la vista del libro de arte abierto sobre el escritorio de Leo, del boceto inacabado de la Virgen de Giotto meciendo el cuerpo de su Hijo. Tenía la sensación de que en su pecho se estaban formando coágulos de sangre que lo constreñían, y tuvo que detenerse en el umbral hasta que su respiración se normalizó.

Se asomó a las demás habitaciones. Llamó a su mujer en voz baja, porque aquel momento parecía requerir suavidad, y aunque no hubiera sido así tampoco le salía de otra manera. Miró en el estudio y la habitación de coser, en las habitaciones libres y en su dormitorio. La encontró sentada a oscuras en el suelo del cuarto de baño, con la frente apoyada en las rodillas y cogiéndose la cabeza con las manos. La luz de la luna, al filtrarse por entre los árboles que se erguían ante la ventana del cuarto, creaba una penumbra en el mármol, sobre el cual vio Luxford el celofán arrugado de un enorme paquete de bombones, y a su lado, un cartón vacío de leche. Luxford percibió el olor rancio a vómito cada vez que su mujer exhalaba.

Recogió el paquete vacío de bombones y lo tiró al cubo de la basura, junto con el cartón de leche. Vio los panecillos de higos al lado de Fiona, todavía sin abrir. Los levantó del suelo y los tiró a la basura, donde los cubrió con la celofana de las otras galletas, con la esperanza de que Fiona no los encontraría más tarde.

Se acuclilló delante de ella. Cuando le levantó la cabeza, aun a la tenue luz, vio el sudor que cubría su cara.

—No empieces otra vez a mortificarte —dijo Luxford—. Mañana volverá a casa. Te lo prometo.

Los ojos de Fiona parecían carentes de vida. Extendió la mano como un autómata hasta los panecillos de higos y descubrió que habían desaparecido.

—Quiero saber —dijo—. Y quiero saber ahora.

Luxford se había marchado sin decirle nada. A sus agónicos gritos de qué está pasando, dónde está, qué haces, adónde vas, él se había limitado a chillarle que necesitaba controlarse, calmarse, dejarle volver al periódico para publicar el artículo que liberaría a su hijo. «¿Qué artículo? —había gritado ella—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está Leo? ¿Qué tiene que ver Leo con un artículo?». Le había agarrado para impedir que se marchara, pero él se había soltado y regresado a Holburn en taxi, maldiciendo al policía que le había requisado su Porsche, mucho más veloz que el renqueante Austin y su chófer fumador.

Se sentó en el suelo. Buscó una forma de contarle todo lo sucedido durante los últimos seis días, y sobre los acontecimientos ocurridos casi once años antes, prólogo de la historia actual. Comprendió que habría debido traer el artículo del Source para que lo leyera. Habría sido más sencillo que buscar inútilmente una forma de empezar que suavizara el impacto de revelar la mentira en que había vivido durante más de una década.

—Fiona, hace once años dejé embarazada a una mujer durante una conferencia política. Aquel hijo, una niña llamada Charlotte Bowen, fue raptada el miércoles pasado. El secuestrador quería que admitiera en la primera página del periódico que yo era el padre de la niña. No lo hice. La encontraron muerta el domingo por la noche. Ese mismo hombre, el que raptó a Charlotte, tiene a Leo ahora. Quiere que publique la historia. Saldrá mañana.

Fiona entreabrió los labios para hablar, pero no dijo nada. Cerró poco a poco los ojos y volvió la cabeza.

—Fi, es algo que pasó entre esa mujer y yo. No estábamos enamorados, no significó nada, pero saltó una chispa entre nosotros y no le dimos la espalda.

—Por favor —dijo ella.

—Tú y yo no estábamos casados —siguió Luxford, ansioso por aclararlo todo—. Nos conocíamos, pero no existía ningún compromiso. Tú dijiste que aún no estabas preparada para eso. ¿Te acuerdas?

Fiona se llevó una mano cerrada al pecho.

—Fue sexo, Fiona. Nada más. Simplemente sexo. Sin pensar, sin afecto. Algo que pasó y luego olvidamos los dos.

Estaba hablando demasiado, pero era como si no pudiera parar. Necesitaba encontrar las palabras precisas, para que al oírlas Fiona se sintiera impulsada a contestar y emitir la señal de que comprendía o, al menos, perdonaba.

—No significábamos nada el uno para el otro. Éramos cuerpos en una cama. Eramos… No lo sé. Sólo éramos.

Fiona volvió la cara hacia él y escrutó sus facciones como si buscara en ellas la verdad.

—¿Sabías que tenías un hijo? —preguntó con voz inexpresiva—. ¿Te lo dijo esa mujer? ¿Lo supiste desde el primer momento? Luxford pensó en mentir, pero no tuvo fuerzas.

—Me lo dijo.

—¿Cuándo?

—He sabido lo de Charlotte desde el primer momento.

—Desde el primer momento.

Fiona susurró la frase como si la meditara. La repitió. Después, extendió la mano y alcanzó una gruesa toalla que colgaba de una barra. La convirtió en una bola y la estrujó entre sus brazos. Empezó a llorar.

Luxford quiso abrazarla, pero ella se apartó.

—Lo siento —dijo el periodista.

—Todo ha sido una mentira.

—¿Qué?

—Nuestra vida. Quiénes somos el uno para el otro.

—Eso no es cierto.

—Yo no te he ocultado nada, pero eso carece de significado porque desde el primer momento tú… Quién eres en realidad… ¡Quiero a mi hijo! —gritó—. Ahora. Quiero a Leo. Quiero a mi hijo.

—Estará aquí mañana. Te lo juro, Fi. Te lo juro por mi vida.

—No puedes —sollozó Fiona—. No tienes el poder. Hará lo que le hizo a la niña.

—No. A Leo no le pasará nada. No lo hice por Charlotte pero ahora voy a hacerlo.

—Pero está muerta. Muerta. Ahora es un asesino además de un secuestrador. ¿Cómo puedes pensar que, con una muerte sobre su conciencia, deje a Leo…?

Luxford la cogió por los brazos.

—Escúchame. Quien haya secuestrado a Leo carece de motivos para hacerle daño, porque no tiene nada contra mí. Lo que pasó fue porque quería destruir a la madre de Charlotte y descubrió una forma de hacerlo. Ella es del gobierno. Es una subsecretaria de Estado. Alguien ha investigado su pasado y averiguado mi relación. El escándalo, quién soy, quién es ella, lo que ocurrió entre nosotros, cómo ha tergiversado los hechos durante todos estos años, ese escándalo acabará con ella. Todo ha girado en torno a este objetivo: acabar con Eve Bowen. Prefirió correr el riesgo de guardar silencio cuando Charlotte desapareció. Me convenció de que hiciera lo mismo. Pero no lo hará ahora que alguien tiene a Leo. La situación es diferente. Leo no sufrirá el menor daño.

Fiona se llevó la toalla a la boca y le miró. Unos ojos enormes, aterrorizados. Parecía un animal atrapado, enfrentado a su muerte.

—Fiona, confía en mí. Moriré antes de permitir que alguien haga daño a un hijo mío —añadió, y oyó lo que decía antes de que el silencio se llevase las palabras. Leyó en el rostro de su mujer que ella también se había dado cuenta. Soltó sus brazos y sintió que su afirmación, así como la implícita condena de su comportamiento, le aplastaba. Prefirió decir lo que su esposa estaba pensando antes que oírlo de labios de Fiona—: Ella también era hija mía y no hice nada.

Una súbita angustia se apoderó de él, la misma angustia que había contenido desde que había visto el telediario y temido lo peor el domingo por la noche. Ahora, se veía aumentada por la culpabilidad de haber abdicado de su responsabilidad hacia una vida que había contribuido a crear, y era más profunda por su certeza de que su inacción durante los seis últimos días había provocado ahora el secuestro de su hijo. Desvió la vista, incapaz de soportar la expresión de su mujer.

—Que Dios me perdone —dijo—. ¿Qué he hecho?

Siguieron sentados en la oscuridad. Sólo escasos centímetros les separaban, pero no se tocaron. Uno no se atrevía y el otro no lo deseaba. Luxford sabía lo que su mujer estaba pensando: carne de su carne, Charlotte había sido hija suya tanto como Leo, y él no había hecho nada por salvarla, indiferente a las consecuencias. Lo que ignoraba era la conclusión a la que Fiona había llegado sobre lo que su inacción revelaba del hombre al que estaba atada por diez años de matrimonio. Luxford quiso llorar, pero ya hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad de expiación por medio de los sentimientos. Era imposible seguir el camino que se había marcado tantos años antes, nada más llegar a Londres, y continuar siendo un ser sensible. Si antes no lo había sabido, ahora comprendía que era una imposibilidad. Nunca se había sentido tan perdido.

—No puedo decir que no sea culpa tuya —susurró Fiona—. Quiero, Dermis, pero no puedo.

—Tampoco lo espero. Podría haber hecho algo. Me dejé arrastrar. Fue más fácil, porque si todo salía bien tú y Leo nunca habríais sabido la verdad. Era lo que yo quería.

—Leo. —Fiona pronunció su nombre con vacilación—. A él le habría gustado tener una hermana mayor. Mucho, me parece. Y yo… yo podría haberte perdonado cualquier cosa.

—Excepto la mentira.

—Tal vez. No lo sé. Ahora soy incapaz de pensar en eso. Sólo puedo pensar en Leo. Lo que estará sufriendo, el miedo que pasará, su soledad y preocupación. Sólo puedo pensar en eso, y en que tal vez ya sea demasiado tarde.

—Recuperaré a Leo —dijo Luxford—. El secuestrador no le hará daño. No obtendrá lo que desea silo hace, y mañana por la mañana obtendrá lo que desea.

Fiona continuó como si su marido no hubiera hablado.

—Lo que me sigo preguntando es cómo pudo suceder. La escuela queda sólo a un kilómetro de aquí y todas las calles son seguras. No hay ningún sitio donde esconderse. Si alguien le secuestró en la acera, alguien tuvo que verlo. Aunque alguien le atrajera con pretextos hasta el cementerio, otras personas tuvieron que darse cuenta. Si encontramos a alguna de esas personas…

—La policía está investigando.

—… también encontraremos a Leo. Pero si nadie vio…

—No te martirices, cariño —dijo Luxford.

Ella prosiguió sin hacerle caso.

—Si nadie vio nada fuera de lo normal, ¿te das cuenta de lo que significa eso?

—¿Qué?

—Significa que el secuestrador es alguien a quien Leo conoce. No se iría por propia voluntad con un desconocido, Dennis.

Rodney Aronson dedicó un saludo indiferente a Mitch Corsico cuando entró en el bar de Holburn Street. El reportero asintió, se detuvo a intercambiar unas palabras con dos competidores del Globe y se abrió paso entre la nube de humo de tabaco con la confianza de un hombre que está a punto de conseguir el reportaje de su vida. Sus botas de vaquero repiquetearon alegremente sobre el suelo de madera. Su cara brillaba. De hecho, daba la impresión de que fuera a levitar. Pobre idiota.

—Gracias por encontrarte conmigo, Rod.

Corsico se quitó el sombrero y dio la vuelta a una silla. Cruzó una pierna sobre el asiento al estilo vaquero.

Rodney asintió. Pinchó otro calamar y lo engulló con un trago de Chianti. Esperaba pillar una buena cogorza, pero hasta el momento sólo había conseguido que el vino se asentara en su estómago sin provocar el menor cosquilleo en su cabeza.

Corsico echó un vistazo a la carta y la arrojó a un lado. Pidió un capuchino doble, sin canela, con biscotti de chocolate. Sacó su libreta. Dirigió una mirada cautelosa hacia los reporteros del Globe con los que había hablado, y luego inspeccionó las mesas vecinas en busca de presuntos espías. Tres mujeres obesas, con el tipo de corte de pelo matador que Rodney siempre asociaba con feministas radicales y marimachos agresivos, ocupaban la mesa más cercana y, a juzgar por lo que decían acerca de «el jodido movimiento» y «esos cerdos soplapollas», Rodney sintió una confianza total en que no abrigaban el menor interés por la información que Corsico había insistido en transmitirle en un lugar seguro pero neutral. No obstante, permitió al joven reportero su momento de intriga, y no dijo nada cuando Corsico se inclinó hacia adelante, como para proteger la información contenida en su libreta.

—Mierda, Rod —dijo.

Rodney observó que hablaba por una comisura de la boca: Alec Guinnes en una conversación pública subrepticia con un valioso espectro.

—Lo tengo, y es la hostia. No te lo vas a creer.

Rodney pinchó otro calamar. Añadió un poco de pimienta roja a la ya picante salsa. El vino no le estaba subiendo a la cabeza como había deseado, pero esperaba que la pimienta afectara a sus fosas nasales.

—¿Qué es?

—Empecé con ese congreso tory, el de Blackpool. ¿De acuerdo?

—Te sigo.

—Investigué los artículos del Telegraph referidos a ella. Los que ella había enviado antes, durante y después. ¿De acuerdo?

—¿No habíamos hablado ya de esto, Mitch?

Después de lo que había descubierto durante las dos últimas horas, la idea de que Corsico insistiera en una reunión clandestina para nada más importante que un resumen de lo que ya sabía, era más que irritante para Rodney. Era enloquecedor. Masticó con vigor.

—Espera —dijo Corsico—. Comparé esos artículos con el mismo congreso. Y después, con lo que estaba pasando en la vida de los protagonistas de dichos artículos antes, durante y después del congreso.

—¿Y?

Corsico hizo desaparecer sus notas de la mesa cuando el camarero apareció con su capuchino doble y sus biscotti de chocolate. La taza era del tamaño de una jofaina.

—Buen provecho —dijo el camarero.

Corsico hundió en el capuchino lo que semejaba un depresor lingual cubierto de nudos de plástico.

—Azúcar —explicó al ver la mirada curiosa de Rodney. Subió y bajó el palito como el émbolo de un retrete—. Se funde en el expreso.

—Fantástico —comentó Rodney.

Corsico bebió un sorbo de capuchino cogiendo la taza con ambas manos. Le quedó un bigote de espuma sobre el labio superior, que limpió con la manga de su camisa a cuadros. Bebía ruidosamente, comprobó Rodney con un estremecimiento. No había nada más irritante que escuchar sorber a alguien mientras intentabas comer.

—Envió artículos desde el congreso como si estuviera cubriendo el acontecimiento del siglo —continuó Corsico—. Como si temiese que alguien le recortara los gastos si no justificaba lo que estaba haciendo en Blackpool. Escribía entre uno y tres artículos por día. Mierda. Es increíble. Y mira que eran aburridos. Me costó un siglo leerlos, y después compararlos con todo lo que me parecía interesante de las vidas de los protagonistas. Pero lo logré.

Abrió su libreta, y después insertó el biscotti de chocolate en forma de puro entre sus molares. Mordió y unas cuantas migas salieron disparadas.

Rodney apartó una que había caído al lado de su cuenco.

—¿Y? —dijo.

—El primer ministro —contestó Corsico—. Claro que entonces no lo era, pero eso hace la situación aún más morbosa, ¿no? Le proporciona motivos más que sobrados para ocultar ciertas cosas en el momento actual.

—¿Cómo lo relacionaste? —preguntó Rodney, siempre intrigado por el complicado funcionamiento de la imaginación humana.

—Con mucho esfuerzo, ya te lo digo. —Corsico sorbió más capuchino y se refirió a sus notas—. Dos semanas después de aquella conferencia en Blackpool, el PM y su mujer se separaron.

—¿Sí?

Corsico sonrió con un trozo de chocolate encajado entre dos dientes.

—Supongo que no lo sabías, ¿verdad? Dicha separación duró nueve meses y, como sabemos, no terminó en divorcio. Pensé que nueve meses era un período de tiempo interesante, considerando la situación. ¿No te parece?

—Nueve meses despiertan toda clase de asociaciones en mi mente —dijo Rodney. Terminó sus calamares y se sirvió una última copa de vino—. Tal vez serías tan amable de contarme lo que esas asociaciones anticipan.

—No te lo vas a creer. —Corsico acomodó sus nalgas sobre la silla, muy satisfecho—. Hablé con cinco criadas que habían trabajado en el hotel donde se celebró el congreso. Tres aún trabajaban allí. Dos de las tres confirmaron que había una mujer con el PM, sólo por las noches, date cuenta, no era nada oficial, y la mujer no era su esposa. Bien, lo que me propongo hacer mañana es llevarme algunas fotos de la Bowen a Blackpool, por si alguna criada me confirma que era la querida del PM. Y si alguna lo confirma…

—¿Qué les ofreciste?

Corsico pareció quedarse en blanco un momento y masticó ruidosamente, mientras meditaba la pregunta.

—¿Les vamos a pagar por el reportaje, o sólo les concederemos los habituales quince minutos en el interior del Source?

—Eh, Rod —protestó Corsico—. Si van a salir retratadas, quieren una recompensa por el mal rato. Siempre lo hemos hecho así, ¿no es cierto?

Rodney suspiró.

—Te equivocas.

Se secó la boca con la servilleta y la arrugó sobre la mesa. Mientras Corsico le contemplaba confuso, incapaz de comprender aquel repentino cambio en la filosofía de su periódico, Rodney introdujo la mano en uno de los enormes bolsillos de su sahariana y sacó el periódico del día siguiente, con su primera plana cambiada, que había llegado a sus manos gracias a una llamada telefónica de un redactor de noticias, un hombre cuya lealtad había cultivado Rodney a base de años de guardar silencio sobre sus incursiones nocturnas a uno de los antros más sórdidos del Soho. Lo lanzó delante del reportero.

—Tal vez te interese echar un vistazo a esto —dijo—. Acaba de salir, como quien dice, de las jodidas rotativas.

Rodney vio que Corsico leía lo que él casi se había aprendido ya de memoria mientras esperaba en el bar. El titular y la fotografía que lo acompañaba eran muy elocuentes: «El padre de la hija de Bowen sale a la luz» explicaba por qué la cara de Dennis Luxford decoraba la primera página. Cuando Corsico la vio, extendió la mano como atontado hacia su capuchino. Leyó y sorbió con idéntica furia. Se detuvo un momento para alzar la vista y decir «la hostia», pero reanudó la lectura con avidez sin esperar respuesta. Como haría todo el mundo, pensó Rodney, en cuanto el periódico llegara a la calle por la mañana. Superaría en ventas al Globe, al Mirror y también al Sun, al menos en un millón de ejemplares. Serían necesarios más artículos que continuaran el primero. Y los ejemplares en que aparecieran superarían al Globe, al Mirror y el Sun.

Rodney miró con semblante sombrío a Corsico, mientras este devoraba el reportaje, que seguía en una página interior. Cuando terminó, se reclinó en la silla y miró a Rodney.

—Joder —dijo—. Mierda, Rodney.

—Exacto —dijo Rodney.

—¿Por qué lo ha hecho? Quiero decir, ¿qué le ha pasado? ¿Se ha convertido en un hombre de conciencia o algo por el estilo? O algo por el estilo, pensó Rodney. Algo, definitivamente. Dobló el periódico y lo devolvió a su bolsillo.

—Maldita sea —dijo Corsico—. Mierda. Coño. Habría jurado que mi historia sobre el PM era tan sólida como… —Miró a Rodney—. Eh, espera un momento. No pensarás que Luxford está protegiendo a Downing Street, ¿verdad? Joder, Rod. ¿Podría ser un tory camuflado?

—Camuflado no —contestó Rodney, pero el reportero no captó su ironía.

—Nuestras cifras de ventas van a dispararse, desde luego —dijo Corsico—. El presidente le besará el culo. Claro que nuestras cifras de venta han aumentado desde que Luxford se incorporó. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué coño significa eso?

—Significa que el tiroteo ha terminado de forma oficial —contestó Rodney. Apartó la silla e indicó al camarero por señas que le trajera la cuenta—. De momento.

Corsico le miró con expresión confusa.

—¿Los malos y los buenos? —explicó Rodney—. ¿Dodge City? ¿Tombstone? ¿O.K. Corral? A tu gusto, Mitchell. Todo viene a ser lo mismo.

—¿Qué? —preguntó Corsico.

Rodney miró la cuenta y sacó el billetero. Arrojó veinte libras sobre la mesa.

—Los malos han ganado —dijo.