21

Pese a que un hombre de mantenimiento estaba colgando las fotografías del subcomisionado sir David Hillier, este no había querido aplazar su entrevista diaria. Tampoco había querido trasladarla a un lugar desde el que no pudiera supervisar la colocación adecuada de su historial gráfico. En consecuencia, Lynley se vio obligado a emitir su informe en voz baja cerca de la ventana, sometido a constantes interrupciones de Hillier. Las interrupciones no iban dirigidas a él sino al hombre de mantenimiento, que intentaba colgar las fotografías de tal manera que los cristales no reflejaran el sol de la tarde. La luz del sol no sólo desteñía las fotos, sino que también oscurecía su tema e impedía que fuera admirado por todos los que entraran en su despacho. Lo cual era inaceptable.

Lynley concluyó su informe y esperó el comentario del subcomisionado. Hillier admiró su vista mundana de Battersen Power Station y se acarició la barbilla, mientras pensaba en lo que acababa de oír. Cuando habló por fin, sus labios apenas se movieron, una deferencia a la necesidad de confidencialidad.

—¿Qué hay de ese mecánico que Havers tiene en Wiltshire? ¿Cómo se llama?

—La sargento Havers cree que no está implicado. Están analizando el uniforme escolar de la niña, lo cual podría proporcionarnos algo, pero no ha insinuado en ningún momento que el uniforme vaya a demostrar la relación entre Charlotte Bowen y el mecánico.

—De todos modos… Siempre va bien decir que alguien está ayudando a la policía en sus investigaciones. ¿Havers está investigando sus antecedentes?

—Estamos investigando los antecedentes de todo el mundo.

—¿Y?

Lynley se resistía a revelar lo que sabía. Hillier era propenso a irse de la lengua con la prensa, todo en nombre del buen nombre del Yard, pero los periódicos ya sabían demasiado y su principal interés no era el cumplimiento de la justicia, sino conseguir un buen reportaje con más rapidez que sus competidores.

—Estamos buscando un eslabón. Blackpool-Bowen-Luxford-Wiltshire.

—Buscar eslabones no nos ganará el aprecio de la prensa y el público.

—El S04 está trabajando con las huellas encontradas en Marylebone y tenemos un boceto del posible sospechoso. Dígales que estamos analizando pruebas. Después, enséñeles el boceto. Se quedarán satisfechos.

Hillier le examinó con aire especulativo.

—Pero tiene algo más, ¿verdad?

—Nada firme —replicó Lynley.

—Pensé que lo había dejado claro cuando le pasé este caso. No quiero que oculte información.

—Es absurdo complicar más las cosas con conjeturas. Señor —añadió, para verter aceite donde las aguas no estaban tan turbias como agitadas.

—Hummm.

Hillier sabía que ser llamado «señor» no equivalía a ser tuteado por Lynley. Dio la impresión de que iba a replicar con una directriz que les enfrentaría de nuevo, pero una llamada a la puerta de su despacho anunció la intrusión de su secretaria personal.

—¿Sir David? —dijo desde detrás de la puerta—. Quería que le avisara treinta minutos antes de la conferencia de prensa. El maquillador está preparado.

Lynley impidió que su boca se curvara en una mueca burlona al pensar en Hillier maquillado ante las cámaras de los reporteros.

—No le molesto más —dijo, y aprovechó la oportunidad para escapar.

Encontró a Nkata sentado ante el escritorio de su despacho, hablando por teléfono.

—A Winston Nkata —estaba diciendo—. Nkata, mujer… Nkata. N-k-a-t-a. Dígale que debemos hablar. ¿Entendido?

Colgó. Vio a Lynley en la puerta y empezó a levantarse.

Lynley le indicó que se sentara y ocupó otra silla, la que solía usar Havers.

—¿Y bien? —dijo.

—Algunas conexiones Bowel-Blackpool —contestó Nkata—. El presidente del distrito electoral de Bowen estuvo en el congreso tory. Un tal coronel Julian Woodward. ¿Le conoce? Sostuvimos una agradable charla en Marylebone, justo después de que nos separáramos en los edificios abandonados.

El coronel Woodward, contó Nkata a Lynley, era un oficial retirado de unos setenta años de edad. Ex profesor de historia militar, se había jubilado a los sesenta y cinco y trasladado a Londres, para estar más cerca de su hijo.

—La niña de sus ojos, el tal Joel —dijo Nkata, en referencia al hijo del coronel—. Me dio la impresión de que el coronel haría cualquier cosa por él. Le consiguió el trabajo con Eve Bowen, y le llevó a Blackpool con motivo de aquel congreso tory.

—¿Joel Woodward estuvo allí? ¿Qué edad tenía?

—Diecinueve recién cumplidos. En aquella época se había matriculado en la Universidad de Londres para estudiar ciencias políticas. Aún sigue. Trabaja a ratos perdidos en el doctorado desde que tenía veintidós. Según la oficina de Bowen, aún está en ello. Era el siguiente de mi lista, pero no pude localizarle. Lo he estado intentado desde mediodía.

—¿Alguna relación con Wiltshire? ¿Algún motivo para que alguno de los Woodward quiera derribar a la Bowen?

—Sigo trabajando en Wiltshire, pero debo decir que el coronel tiene planes para Joel. Planes políticos, y le da igual quién lo sepa.

—¿El Parlamento?

—Exacto. Tampoco es admirador de la señora Bowen.

El coronel Woodward, continuó Nkata, era un firme creyente en que el lugar apropiado de una mujer no era la política. El coronel se había casado y enviudado tres veces, y ninguna de sus esposas había experimentado la necesidad de demostrar sus capacidades en otro campo que no fuera el hogar. Si bien reconocía que Eve Bowen tenía «más huevos que nuestro estimado primer ministro», también confesaba que no le gustaba demasiado. Sin embargo, era lo bastante cínico para saber que, con el fin de que el Partido Conservador retuviera el poder, el distrito electoral necesitaba el mejor candidato posible para ganar el escaño, y el mejor candidato posible no siempre era alguien afín a sus ideas.

—¿Quiere sustituirla? —preguntó Lynley.

—Le encantaría sustituirla por su muchacho —confirmó Nkata—, pero eso no ocurrirá a menos que algo o alguien la desplace del poder.

Interesante, pensó Lynley. Confirmaba lo que la propia Eve Bowen le había dicho con palabras algo diferentes: en política, los enemigos más encarnizados se disfrazan de amigos.

—¿Qué hay de Alistair Harvie? —preguntó Nkata.

—Una serpiente escurridiza.

—Es un político, tío.

—Parecía no saber nada sobre lo de Bowen y Luxford en Blackpool, afirmó ignorar que Bowen había estado en el congreso.

—¿Usted le creyó?

—Pues sí, la verdad, pero entonces telefoneó Havers.

Lynley contó a Nkata lo que la sargento Havers le había comunicado.

—Consiguió averiguar ciertas cosas sobre los años que Harvie pasó en Winchester —concluyó—. En su currículum de actividades escolares consta todo lo que era de esperar, pero una actividad sobresalía por encima de las demás. Durante sus dos últimos años se dedicó a la ecología y las excursiones a campo traviesa. Y casi todas las excursiones tuvieron lugar en Wiltshire, en la llanura de Salisbury.

—Por lo tanto conoce el terreno.

Lynley extendió la mano hacia una serie de mensajes telefónicos apilados cerca del teléfono. Se puso las gafas y empezó a examinarlos.

—¿Algo más sobre el vagabundo? —preguntó.

—Nada, pero aún es pronto. Todavía estamos localizando a todos los especiales de Wigmore Street, para que echen un vistazo al boceto. Ninguno de los tíos que han ido a investigar las pensiones de la vecindad ha presentado su informe.

Lynley dejó los mensajes sobre el escritorio, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Da la impresión de que avanzamos a paso de tortuga.

—¿Hillier? —preguntó con sagacidad Nkata.

—Lo de costumbre. Le gustaría tenerlo todo solucionado antes de veinticuatro horas, para mayor gloria del Yard, pero conoce las probabilidades, y no se atreverá a negar que nos enfrentamos a una desventaja tremenda.

Lynley pensó en los reporteros que había visto la noche anterior ante la casa de Eve Bowen, en los quioscos que había visto por la mañana, con «Policía prosigue la búsqueda» y «Parlamentaria dijo “Nada de policía”» escrito en los tablones que anunciaban la noticia bomba del día.

—Malditos —murmuró.

—¿Quiénes? —preguntó Nkata.

—Bowen y Luxford. Mañana se cumplirá una semana del secuestro. Si nos hubieran informado una hora después de la desaparición, este lío ya estaría solucionado. Tal como están las cosas, hemos de intentar calentar una pista enfriada, interrogar a posibles testigos que no sienten el menor interés por el tema ni se juegan nada, por si recuerdan algo que hubieran visto, seis días después del suceso. Es una locura. Hemos de confiar en la suerte, y eso no me gusta mucho.

—Pero la suerte suele sonreír con frecuencia.

Nkata se reclinó en la silla de Lynley. Tenía todo el aspecto de alguien merecedor de aquel escritorio. Estiró los brazos y enlazó las manos en la nuca. Sonrió.

La sonrisa le delató.

—Tienes algo más —dijo Lynley.

—Sí. Oh, sí.

—¿Y bien?

—Es Wiltshire.

—¿Wiltshire relacionado con quién?

—Bien, eso es lo que realmente me intriga.

El tráfico les obligó a circular con lentitud tanto en Whitehall como en el Strand, pero entretanto Lynley tuvo la oportunidad de leer el artículo del dominical del Sunday Times que Nkata había desenterrado mientras exhumaba el pasado de los sospechosos. El artículo era de seis semanas antes. Titulado «Cómo transformar su periódico», su protagonista era Dennis Luxford.

—Siete páginas enteras —comentó Nkata mientras Lynley inspeccionaba los párrafos—. La familia feliz en casa, en el trabajo, en el ocio. Con los antecedentes de todos en blanco y negro. Encantador, ¿verdad?

—Esta podría ser la oportunidad que buscábamos —dijo Lynley.

—Eso pensé —admitió Nkata.

La identificación de Lynley impresionó poco a la recepcionista del Source, que le miró como diciendo «He visto tíos como tú». Habló por teléfono.

—Polis —se limitó a decir en el micro en miniatura de sus auriculares—. Scotland Yard. Lo has entendido bien, cariño —añadió con una risotada. Escribió sus nombres en tarjetas de visitante y las introdujo en sus fundas de plástico—. Planta once —dijo—. Utilicen el ascensor. Y no metan las narices donde no les llaman.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron a la planta en cuestión, una mujer de pelo cano salió a su encuentro. Iba un poco encorvada, como debido a demasiados años de inclinarse sobre archivadores, máquinas de escribir y ordenadores, y se presentó como señorita Wallace, secretaria confidencial, personal y particular del director del Source, Dennis Luxford.

—¿Me permiten que compruebe sus identificaciones? —preguntó, y sus mejillas apergaminadas se agitaron a causa de la osadía de la pregunta—. Ninguna precaución es poca en lo tocante a las visitas. Rivalidad periodística. Ya me entienden.

Lynley mostró su identificación de nuevo. Nkata le imitó. La señorita Wallace los examinó con diligencia.

—Muy bien —dijo, y les guio hacia el despacho del director.

Parecía evidente que airear en las calles los escándalos de la nación era una lucha a muerte. Los periódicos más sagaces depositaban su confianza en que todo el mundo era sospechoso en lo concerniente a la propiedad de un reportaje, aunque fuera gente que afirmara ser de la policía.

Luxford estaba sentado a una mesa de conferencias, con dos hombres que parecían el responsable de tiradas y el responsable de publicidad, a juzgar por los gráficos, esquemas, diagramas y portadas de prueba. La señorita Wallace abrió la puerta y les interrumpió.

—Perdone, señor Luxford —dijo.

Joder, señorita Wallace —fue la brusca contestación del director—, pensé que había dejado claro el tema de las interrupciones.

Su voz sonaba cansada. Lynley advirtió que su aspecto no era mucho mejor.

—Son de Scotland Yard, señor Luxford —dijo la señorita Wallace.

Publicidad y Tiraje intercambiaron una mirada y se convirtieron en la viva imagen del interés ante aquel giro de los acontecimientos.

—Seguiremos después —les dijo Luxford, y no se levantó de su sitio, presidiendo la mesa de conferencias, hasta que los dos hombres y la señorita Wallace salieron del despacho. Incluso cuando se puso en pie, no se movió de su sitio, rodeado de gráficos, esquemas, diagramas y pruebas de portada—. Dentro de cuarenta y cinco segundos se habrá enterado toda la sala de redacción —dijo con brusquedad—. ¿No habrían podido telefonear primero?

—¿Una reunión de tiraje? —preguntó Lynley—. ¿Cómo van las cifras?

—Yo diría que no han venido a hablar de cifras.

—De todos modos, me interesa.

—¿Por qué?

—El tiraje lo es todo para un periódico, ¿verdad?

—Supongo que ya lo sabe. Los ingresos por publicidad dependen del tiraje.

—Y el tiraje depende de la calidad de los reportajes, de su veracidad, su contenido, su profundidad, ¿no es cierto?

Lynley volvió a sacar su identificación, y mientras Luxford la examinaba se dedicó a estudiar a este. El hombre iba vestido con elegancia, pero estaba un poco pálido. El blanco de sus ojos no tenía mejor aspecto que su piel.

—Supongo que una de las principales preocupaciones de cualquier director de periódico es el tiraje —siguió Lynley—. Ha dedicado todos sus esfuerzos a aumentar la suya, según leí en el dominical del Sunday Times. No me cabe duda de que le gustaría seguir aumentándola.

Luxford le devolvió la identificación. Lynley la guardó en el bolsillo. Nkata se había acercado a la pared contigua a la mesa. En ella colgaban primeras planas enmarcadas. Lynley leyó los titulares: una trataba sobre un diputado tory con cuatro amantes, la segunda especulaba sobre la vida amorosa de la princesa de Gales, la tercera se refería a las estrellas televisivas de una serie ambientada en la posguerra, orientada hacia la familia, que habían sido descubiertos en un ménage ál trois. Lectura sana como acompañamiento del desayuno con cereales igualmente sanos, pensó Lynley.

—¿A qué viene esta cháchara, inspector? —pregunto Luxford—. Ya ve que estoy ocupado. ¿Podernos ir al grano?

—El grano es Charlotte Bowen.

Luxford paseó la vista entre Lynley y Nkata. No era idiota, no les iba a proporcionar la menor información hasta averiguar lo que sabían.

—Sabemos que usted es el padre de la niña —dijo Lynley—. La señora Bowen lo confirmó anoche.

—¿Cómo está? —Luxford cogió uno de los gráficos, pero no lo miró, sino que miró a Lynley—. Le he telefoneado. No devuelve mis llamadas. No he hablado con ella desde el domingo por la noche.

—Supongo que está tratando de superar el golpe —comentó Lynley—. No creía que las cosas fueran a terminar así.

—Tengo escrita la historia —explicó Luxford—. La hubiera publicado si ella me hubiera dado la autorización.

—Sin duda —dijo Lynley.

Luxford le miró con cautela al captar la sequedad de su tono.

—¿Para qué han venido?

—Para hablar de Baverstock.

—¿Baverstock? ¿Qué demonios…?

Luxford miró a Nkata, como esperando que el agente contestara. Este se limitó a acercar una silla y sentarse. Introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una libreta y un lápiz. Se preparó para anotar las palabras de Luxford.

—Usted entró en el Colegio Masculino Baverstock a los once años —dijo Lynley—. Estuvo en él hasta los diecisiete. Interno.

—¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con Charlotte? Ha dicho que ha venido para hablar de Charlotte.

—Durante esos años perteneció a un grupo llamado los Exploradores de Beaker, una sociedad arqueológica de aficionados. ¿Es eso cierto?

—Me gustaba excavar en la tierra. Muchos chicos lo hacen. No veo qué importancia tiene eso para su investigación.

—Esta sociedad, los Exploradores de Beaker, trabajó a fondo. Estudió túmulos, terraplenes, círculos de piedras y cosas por el estilo. Se familiarizó con la configuración del terreno, ¿verdad?

—¿Y qué? No entiendo adónde quiere ir a parar.

—Usted fue presidente de la sociedad durante sus dos últimos años en Baverstock, ¿no es así?

—También fui director del Bavernian Biannual y el Orarle. Para completar su imagen de mis días escolares, inspector, he de decir que fracasé en todos mis intentos de ser un buen jugador de críquet. ¿Le parece que me he dejado algo?

—Sólo un detalle. El emplazamiento del colegio.

Luxford frunció el ceño con perplejidad.

—Wiltshire —dijo Lynley—. El colegio Baverstock está en Wiltshire, señor Luxford.

—Hay muchas cosas en Wliltshire, y la mayoría son más interesantes que las de Baverstock.

—No lo dudo, pero no cuentan con la ventaja de Baverstock, ¿verdad?

—¿Qué ventaja?

—La de estar a menos de diez kilómetros del lugar donde fue encontrado el cadáver de Charlotte Bowen.

Luxford dejó poco a poco sobre la mesa el gráfico que sostenía. Recibió la revelación de Lynley en absoluto silencio. Fuera del edificio, once pisos más abajo, una ambulancia puso en marcha la sirena para abrirse paso entre el tráfico.

—Una curiosa coincidencia, ¿no cree? —preguntó Lynley.

—Así es, y usted lo sabe, inspector.

—Me resisto a creerlo.

—No creerá que tengo algo que ver con lo sucedido a Charlotte, ¿verdad? Es una idea demencial.

—¿Cuál de las dos posibilidades? ¿Que esté implicado en el secuestro de Charlotte, o que esté implicado en su muerte?

—Las dos. ¿Qué se cree que soy?

—Un hombre preocupado por el tiraje de su periódico. Por lo tanto, un hombre en busca del mejor reportaje.

Pese a sus protestas y a lo que hubiera intentado ocultar a Lynley, la atención de Luxford se desvió un instante hacia los gráficos y esquemas desperdigados sobre la mesa, la sangre de su periódico y su trabajo. Aquella única mirada era más significativa que todo cuanto había dicho.

—En algún momento —continuó Lynley— tuvieron que sacar a Charlotte de Londres en un vehículo.

—No tuve nada que ver con eso.

—No obstante, me gustaría echar un vistazo a su coche. ¿Está aparcado cerca?

—Quiero un abogado.

—Por supuesto.

Luxford cruzó la habitación hacia su escritorio. Rebuscó entre unos papeles y cogió un listín telefónico encuadernado en piel, que abrió con una mano mientras asía el auricular con la otra, y empezaba a marcar un número.

—El agente Nkata y yo tendremos que esperarle, por supuesto —dijo Lynley—. Lo cual puede llevar cierto tiempo. Por lo tanto, si está preocupado por la interpretación que pueda dar la sala de redacción a nuestra visita, quizá deba pensar en qué deducirán cuando nos vean paseando ante su despacho mientras esperamos la llegada de su abogado.

El director siguió pulsando dígitos. Su mano se inmovilizó sobre el teléfono antes de llegar al séptimo. Lynley esperó a que tomara la decisión. Vio que una vena latía en la sien del otro hombre.

Luxford colgó el auricular con violencia.

—De acuerdo —dijo—. Les conduciré hasta el coche.

Era un Porsche. Estaba en el aparcamiento subterráneo, que olía a orín y gasolina, a menos de cinco minutos del edificio del Source. Entraron en silencio, precedidos por Luxford. Sólo se había parado a ponerse la chaqueta y decir a la señorita Wallace que estaría fuera un cuarto de hora. No había mirado a derecha ni izquierda cuando les condujo hasta el ascensor, y cuando un hombre barbudo vestido con una sahariana le había dicho «Den ¿podemos hablar un momento, por favor?» desde la puerta de un despacho situado al final de la sala de redacción Luxford no le había hecho caso. No había hecho caso a nadie.

El coche estaba en el quinto nivel del garaje, embutido entre un sucio Range Rover y una furgoneta blanca con la inscripción.

AL SERVICIO DEL GOURMET

Cuando se acercaron, Luxford sacó del bolsillo un diminuto mando a distancia y desactivó la alarma del Porsche. El pitido despertó ecos en el edificio de cemento, como un pájaro que hipara.

El agente Nkata no esperó la invitación. Se puso un par de guantes, abrió la puerta del pasajero y se deslizó en el interior. Examinó el contenido de la guantera y de la consola situada entre ambos asientos. Levantó las alfombrillas de los dos lados. Introdujo las manos en los compartimientos de las puertas. Salió del coche y movió los asientos hacia adelante para acceder al espacio de atrás.

Luxford lo contempló sin decir palabra. Pasos vivaces sonaron cerca, pero no se volvió para ver si alguien observaba el registro de Nkata. Tenía la cara impasible. Era imposible saber lo que ocurriría bajo aquella superficie estólida.

Los pies de Nkata arañaron el cemento cuando introdujo más su cuerpo larguirucho dentro del coche. Emitió un gruñido, al que Luxford respondió.

—Pierda la esperanza de encontrar algo remotamente relacionado con su investigación en mi coche. Si quisiera transportar a una niña de diez años fuera de la ciudad, no utilizaría mi propio vehículo. No soy idiota. Además, la idea de trasladar en secreto a Charlotte en un Porsche es absurda. Un Porsche, por el amor de Dios. Ni siquiera tiene espacio para…

—Inspector —le interrumpió Nkata—. Aquí hay algo. Debajo del asiento.

Salió del coche con un objeto en su puño cerrado.

—No puede ser nada relacionado con Charlotte —insistió Luxford.

Pero estaba equivocado. Nkata se enderezó y enseñó a Lynley lo que había descubierto. Eran unas gafas, redondas y con montura de carey, casi idénticas a las que usaba Eve Bowen. La única diferencia era que aquel par había sido hecho para un niño.

—¿Qué demonios…? —Luxford parecía estupefacto—. ¿De quién son? ¿Cómo han llegado a mi coche?

Nkata depositó las gafas en un pañuelo que Lynley le tendió, abierto sobre su palma.

—Me atrevería a decir que pertenecían a Charlotte Bowen —dijo. Miró a Nkata—. Agente, por favor.

Nkata recitó sus derechos a Luxford. Al contrario de Havers, quien siempre disfrutaba del drama creado por la lectura ceremoniosa de la fórmula, apuntada en el dorso de su libreta, Nkata se limitó a repetirla de memoria y sin inflexiones. Aún así, la cara de Luxford se demudó. Su mandíbula se aflojó, sus ojos se dilataron y tragó saliva. Cuando Nkata terminó, dijo:

—¿Se han vuelto locos? Saben que no tuve nada que ver con esto.

—Tal vez quiera llamar a su abogado —dijo Lynley—. Nos reuniremos en el Yard.

—Alguien metió esas gafas en mi coche —insistió Luxford—. Usted sabe que ha sido así. Alguien quiere hacerme aparecer como…

—Encárgate de que confisquen este coche —ordenó Lynley a Nkata—. Telefonea al laboratorio y diles que estén preparados para examinarlo.

—De acuerdo —contestó Nkata, y se marchó para ocuparse de ello. Sus zapatos resonaron sobre el cemento, y el ruido verberó en el techo y las paredes.

—Está cayendo en la trampa que me han tendido —dijo Luxford a Lynley—. Alguien metió esas gafas en mi coche. Estaba esperando el momento en que usted tropezara con ellas. Sabía que tarde o temprano ocurriría, y así ha sido. ¿No lo ve? Le está siguiendo el juego.

—El coche estaba cerrado con llave —indicó Lynley—. La alarma estaba activada.

—No siempre está cerrado, por el amor de Dios.

Lynley cerró la portezuela del pasajero.

—El coche no siempre está cerrado —repitió Luxford, algo agitado—. Tampoco está conectada la alarma. Pudieron introducir esas gafas en cualquier momento.

—¿Cuándo, en concreto?

El periodista vaciló un instante. No esperaba que sus protestas llegaran a buen puerto tan pronto.

—¿Cuándo el coche no está cerrado y con la alarma conectada? —preguntó Lynley—. No me parece una pregunta difícil de contestar. No es un trasto que deje sin cerrar en la calle, en un garaje o en un aparcamiento cualquiera. ¿Cuándo no está cerrado y con la alarma conectada, señor Luxford?

La boca de Luxford formó las palabras, pero no las pronunció. Había visto la trampa un segundo antes de caer en ella, pero sabía que era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—¿Dónde? —insistió Lynley.

—En mi casa —dijo por fin Luxford.

—¿Está seguro?

Luxford asintió como atontado.

—Entiendo. En ese caso, creo que hemos de hablar con su mujer.

El trayecto hasta Highgate fue eterno. Era una línea recta en dirección noroeste que atravesaba Holburn y Bloomsbury, pero la ruta les condujo al peor embotellamiento de la ciudad, agravado aquella noche por un coche incendiado al norte de Russell Square. Lynley navegó entre la congestión, sin dejar de preguntarse cómo soportaba cada día la sargento Havers desplazarse hasta Westminster desde su casa de Chalk Farm, uno de los barrios que cruzaron unos cuarenta minutos después de iniciado el viaje. Luxford habló poco. Pidió telefonear a su mujer para informaría de su llegada en compañía de un inspector de Scotland Yard, pero Lynley se negó.

—He de prepararla —adujo Luxford—. No sabe nada de Eve ni de Charlotte. He de prepararla.

Lynley contestó que tal vez su mujer sabía más de lo que él suponía, por eso iban a verla sin avisarla.

—Eso es ridículo —protestó Luxford—. Si insinúa que Fiona está implicada en lo sucedido a Charlotte, está loco.

—Dígame —replicó Lynley—, ¿estaba casado con Fiona cuando tuvo lugar el congreso tory de Blackpool?

—No.

—¿Salía con ella?

Luxford guardó silencio un momento.

—Fiona y yo aún no nos habíamos casado —contestó, como si eso le hubiera dado dispensa para seducir a Eve Bowen.

—¿Fiona sabía que usted estaba en Blackpool? —preguntó Lynley. Luxford no dijo nada. Lynley le miró y advirtió su palidez—. Señor Luxford, ¿su mujer…?

—Sí. De acuerdo. Sabía que estaba en Blackpool, pero es lo único que llegó a saber. No sigue la política. Nunca se ha interesado por la política. —Se mesó el pelo, nervioso.

—Nunca le ha interesado la política, por lo que usted sabe.

—Era modelo, por el amor de Dios. Su vida y su mundo eran su cuerpo, su cara. Nunca se molestó en votar hasta que la conocí. —Luxford se reclinó en el asiento, cansado—. Brillante. Ahora la he dejado como una idiota.

Volvió la cabeza y miró por la ventanilla. Estaban pasando por el mercado de Candem Lock, donde un malabarista hacía su número en la acera con fuentes de peltre antiguas. Destellaban a la luz del atardecer.

Luxford no dijo nada más hasta que llegaron a Highgate. Su casa estaba en Millfield Lane, una villa que se erguía ante dos estanques que formaban la frontera este de Hampstead Heath. Cuando Lynley giró entre las dos columnas de ladrillo que flanqueaban el camino particular de la villa, Luxford habló.

—Al menos déjeme entrar primero y hablar con Fiona.

—Temo que no es posible.

—¿No puede tener un poco de comprensión? —suplicó Luxford—. Mi hijo está en casa. Tiene ocho años. Es completamente inocente. No esperará incluirle en la escena que piensa montar.

—Cuidaré mis palabras cuando esté presente. Llévele a su habitación.

—No creo…

—No puedo concederle más, Luxford.

Lynley aparcó detrás de un Mercedes Benz último modelo, que a su vez estaba aparcado bajo un pórtico. Este daba al jardín delantero de la villa, que parecía más una reserva de animales que el despliegue tradicional de césped podado con esmero y límites herbáceos. Cuando Luxford salió del Bentley, caminó hacia el borde del jardín, donde un sendero de losas desaparecía entre los arbustos.

—A esta hora suelen ira a ver cómo comen los pájaros —dijo. Gritó el nombre de su mujer y después el de su hijo.

Como nadie respondió desde detrás de los árboles, se volvió hacia la casa. La puerta del frente estaba cerrada, pero no con llave. Se abrió a un vestíbulo con suelo de mármol, en cuyo centro un tramo de escaleras ascendía hasta el primer piso de la casa.

—Fiona —llamó Luxford. El suelo de piedra y las paredes de yeso del vestíbulo distorsionaron su voz. Nadie respondió.

Lynley cerró la puerta a sus espaldas. Luxford pasó bajo una arcada situada a su izquierda. Un salón estaba rodeado de ventanas saledizas que facilitaban una perspectiva sin obstáculos de los estanques. Siguió llamando a su mujer.

Un silencio absoluto reinaba en la casa. Luxford recorrió las habitaciones de la extensa villa, pero para Lynley cada vez era más evidente que su viaje a Highgate había sido en vano. Por suerte o no, estaba claro que Fiona no podría responder a sus preguntas.

—Llame a su abogado, señor Luxford —dijo Lynley cuando el periodista bajó por la escalera—. Que se reúna con nosotros en el Yard.

—Tendrían que estar aquí. —Luxford, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada desde el salón, donde Lynley le esperaba, hasta la entrada y la maciza puerta principal—. Fiona no saldría sin cerrar con llave. Tendrían que estar aquí, inspector.

—Tal vez pensó que había cerrado con llave.

—Nunca olvida hacerlo.

Luxford volvió hacia la puerta y la abrió. Llamó a su mujer con un grito. Llamó a su hijo. Bajó por el camino hasta la senda donde, dentro de los límites de su propiedad, se alzaba un edificio blanco y bajo: comprendía tres garajes y, mientras Lynley observaba, Luxford entró en el edificio por una puerta de madera verde, que tampoco estaba cerrada con llave, tomó nota Lynley. Por lo tanto, había una mínima posibilidad de que fuera cierta la teoría de Luxford acerca de cómo habían llegado la, gafas a su coche.

Lynley se quedó en el pórtico. Dejó que su mirada vagara por el jardín. Estaba pensando en insistir a Luxford para que cerrara la casa y subiera al Bentley, cuando su mirada se posó en el Mercedes que tenía delante. Decidió verificar la afirmación del periodista acerca de dónde y cuándo estaba su coche cerrado con llave. Probó la puerta del conductor. Se abrió. Entró.

Su rodilla golpeó un objeto colgado cerca del volante. Sonó un ruido metálico apagado. Vio que las llaves del coche colgaban del encendido.

Había un bolso de mujer en el suelo del lado del pasajero. Lynley lo recogió. Lo abrió y rebuscó entre varias barras de pintalabios, un cepillo, unas gafas de sol y un talonario. Extrajo un monedero de piel. Contenía cincuenta y cinco libras, una tarjeta Visa y un permiso de conducir a nombre de Fiona Howard Luxford.

Una sensación de inquietud le invadió, como insectos que zumbaran demasiado cerca de sus oídos. Estaba saliendo del coche, con el bolso en la mano, cuando Luxford subió a toda prisa por el camino particular.

—A veces van en bicicleta al brezal por las tardes —explicó—. A Fiona le gusta pasear hasta Kenwood House y a Leo le encanta mirar los cuadros. Pensé que habían ido allí, pero sus bicicletas están…

Se fijó en el bolso.

—Estaba en el coche —dijo Lynley—. Échele un vistazo. ¿Son estas las llaves de su mujer?

La expresión azorada de Luxford dio la respuesta. Apoyó ambas manos sobre el capó del coche y miró hacia el jardín.

—Algo ha pasado —dijo.

Lynley rodeó el Mercedes. En neumático delantero estaba pinchado. Se agachó para verlo mejor. Pasó los dedos sobre las bandas de rodadura y siguió con los ojos el avance de sus dedos. Encontró el primer clavo a un cuarto de vuelta del neumático. Después, un segundo y un tercero juntos, a unos doce centímetros sobre el primero.

—¿Su mujer suele estar en casa a esta hora del día? —preguntó.

—Siempre —contestó Luxford—. Le gusta estar con Leo después de la escuela.

—¿A qué hora termina su jornada escolar?

Luxford levantó la cabeza. Parecía afligido.

—A las tres y media.

Lynley consultó su reloj de cadena. Pasaban de las seis. Su inquietud aumentó, pero dijo lo más razonable:

—Puede que hayan salido juntos.

—Fiona no dejaría su bolso. No dejaría las llaves en el coche. Ni la puerta principal abierta. No lo haría. Algo les ha pasado.

—No cabe duda de que hay una explicación más sencilla —dijo Lynley.

Era lo que solía ocurrir. Alguien que parecía desaparecido se encontraba sumido en la más normal de las actividades, actividades que el marido habría recordado si no hubiera sido presa del pánico, para empezar. Lynley pensó en cuáles podían ser las actividades de Fiona Luxford, apelando al frío razonamiento ante la creciente aprensión de Luxford.

—El neumático delantero está pinchado —dijo a Luxford—. Tres clavos.

—¿Tres?

—Puede que hayan ido a pie a algún sitio.

—Alguien lo ha pinchado —dijo Luxford—. Alguien ha pinchado el neumático. Por favor, escúcheme. Alguien ha pinchado ese neumático.

—No necesariamente. Si su mujer fue a recoger al niño a la escuela y encontró el neumático pinchado…

—No lo hizo. —Luxford se apretó los párpados con los dedos—. No lo hizo, ¿me oye? No dejo que vaya a buscarle.

—¿Qué?

—La hago ir a pie a la escuela. Andar es bueno para él. Le dije a Fiona que era bueno para él. Le endurecerá. Oh, Dios. ¿Dónde están?

—Señor Luxford, entremos en la casa y miremos si ha dejado una nota.

Volvieron a la casa. Lynley, sereno, indicó a Luxford que buscara en todos los sitios donde su mujer hubiera podido dejar un mensaje. Le siguió desde el gimnasio del sótano hasta el mirador del segundo piso. No había nada.

—¿Su hijo no tenía compromisos hoy? —preguntó Lynley. Estaban bajando la escalera. Una fina película de sudor cubría el rostro de Luxford—. ¿Su mujer tenía algún compromiso? ¿Médicos? ¿Dentista? ¿Un lugar al que hubieran podido ir en taxi o en metro? ¿En autobús?

—¿Sin su bolso? ¿Sin dinero? ¿Dejando las llaves en el coche? Es absurdo, por el amor de Dios.

—Examinemos todas las posibilidades, señor Luxford.

—Y mientras nosotros examinamos las jodidas posibilidades, ella y Leo están por ahí… ¡Maldita sea!

Luxford descargó un puñetazo sobre la barandilla de la escalera.

—¿Los padres de ella viven cerca, o los de usted?

—No hay nadie cerca. No hay nada. Nada.

—¿Algún amigo al que haya ido a ver con el chico? ¿Algún colega? Si ha descubierto la verdad sobre usted y Eve Bowen, tal vez ha decidido que ella y su hijo…

—¡No ha descubierto la verdad! Es imposible que la haya descubierto. Debería estar en casa, o en el jardín o paseando en bicicleta, y Leo debería estar con ella.

—¿Tiene una agenda que pudiéramos…?

La puerta del frente se abrió. Los dos se volvieron cuando alguien la empujó con fuerza y la hizo chocar contra la pared. Una mujer entró tambaleante en la casa. Alta, de melena color miel, y con las medias color vino manchadas de tierra, respiraba entrecortadamente y se aferraba el pecho, como si su corazón fuera a pararse.

—¡Fiona! —gritó Luxford, y bajó corriendo la escalera—. ¿Qué demonios…?

La mujer levantó la cabeza. Lynley vio que estaba muy pálida. Gritó el nombre de su marido, y este la estrechó entre los brazos.

—Leo… —dijo Fiona con voz estrangulada—. Dennis, es Leo. ¡Leo!

Alzó los puños hasta la cara de Luxford. Los abrió. Una gorra de colegial cayó al suelo.

Contó la historia a trompicones, interrumpida por su respiración irregular. Esperaba que Leo no llegaría más tarde de las cuatro. Como a las cinco no había llegado, se irritó lo suficiente para salir en su busca y darle un buen rapapolvo cuando lo encontrara. Al fin y al cabo, él sabía que debía volver a casa nada más salir de la escuela. Pero cuando intentó encender el Mercedes, descubrió que tenía un neumático pinchado, de modo que marchó a pie.

—Recorrí todos los caminos posibles —dijo.

Los recitó a su marido como para demostrarlo. Estaba sentada en el borde del sofá del salón, y sus manos temblaban sosteniendo el vaso de whisky que Luxford le había servido. Su marido estaba acuclillado ante ella y de vez en cuando apartaba el pelo de su cara.

—Después de recorrer cada camino, todos, volví a casa por el cementerio. Y la gorra… y la gorra de Leo…

Se llevó el vaso a la boca. Tintineó contra sus dientes.

Daba la impresión de que Luxford sabía lo que Fiona no se atrevía a expresar con palabras.

—¿En el cementerio? —preguntó—. ¿Encontraste la gorra de Leo en el cementerio?

Las lágrimas afloraron a los ojos de Fiona.

—Pero Leo sabe que no debe entrar solo en el cementerio de Highgate. —Luxford parecía perplejo—. Se lo dije, Fiona. Se lo dije un millón de veces.

—Claro que lo sabe, pero es un niño y es curioso. Y el cementerio… ya sabes cómo es. Lleno de vegetación, misterioso, un lugar para la aventura. Pasa al lado cada día. Habrá pensado…

—Dios mío, ¿te ha hablado de ir allí?

—¿Hablado de…? Dennis, ha crecido con ese cementerio prácticamente en su jardín trasero. Lo ha visto. Le interesan las tumbas y las estatuas. Ha leído sobre ello y…

Luxford se levantó. Hundió las manos en los bolsillos y dio media vuelta.

—¿Qué? —preguntó Fiona, con la voz temblorosa de pánico—. ¿Qué? ¿Qué?

Luxford giró en redondo.

—¿Le alentaste?

—¿A qué?

—A visitar las tumbas. A vivir aventuras en el jodido cementerio. ¿Le alentaste, Fiona? ¿Por eso fue?

—¡No! Sólo contesté a sus preguntas.

—Lo cual avivó su curiosidad y estimuló su imaginación.

—¿Qué debía hacer cuando mi hijo me hacía preguntas?

—Lo cual le llevó a saltar el muro.

—¿Me estás echando la culpa? Tú, que insistes en que vaya a pie a la escuela, que exigiste que nunca le mimara…

—Lo cual, sin duda, le llevó a los brazos de algún pervertido que le llevó a dar un paseo desde el cementerio de Brompton Highgate.

—¡Dennis!

Lynley se apresuró a intervenir.

—Está exagerando, Luxford. Puede que haya una explicación sencilla.

—A la mierda sus explicaciones sencillas.

—Debemos telefonear a los amigos del chico —siguió Lynley—. Y hablar con el director del colegio de Leo, así como con su profesor. Sólo han pasado dos horas desde que tenía que llegar a casa, y puede que se haya asustado por nada.

Como para apoyar las palabras de Lynley, el teléfono sonó. Luxford se precipitó al otro lado del salón y lo cogió. Ladró un «¿Sí?». Alguien habló al otro lado de la línea. La mano izquierda de Luxford cubrió el auricular.

—¡Leo! —dijo. Su mujer se levantó como impulsada por un resorte—. ¿Dónde demonios estás? ¿Tienes idea de lo preocupados que nos encontramos?

—¿Dónde está? Dermis, deja que hable con él.

Luxford alzó una mano para detener a su mujer. Escuchó en silencio durante diez segundos.

—¿Quién? —dijo después—. ¿Quién, Leo? Maldita sea. Dime dónde… ¡Leo! ¡Leo!

Fiona le arrebató el auricular. Gritó el nombre de su hijo y escuchó, pero fue obvio que en vano. El auricular resbaló de su mano y cayó al suelo.

—¿Dónde está? —preguntó Fiona a su marido—. Dennis, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Leo?

Luxford se volvió hacia Lynley. Su cara parecía tallada en tiza.

—Lo han secuestrado —dijo—. Alguien ha secuestrado a mi hijo.