Alexander Stone vio a la señora Maguire con el rabillo del ojo. Estaba husmeando en el ropero del dormitorio de Charlotte cuando el ama de llaves apareció en la puerta. Sostenía un cubo de plástico en una mano y en la otra llevaba un montón de trapos. Se había dedicado a limpiar ventanas durante las dos últimas horas, en tanto sus labios se movían en silencio recitando oraciones, con los ojos anegados en lágrimas mientras eliminaba el polvo y sacaba brillo a los cristales.
—¿Le molesto, señor Alex?
Aparecieron hoyuelos en su barbilla cuando paseó la vista por la habitación, donde las pertenencias de Charlotte continuaban en el mismo sitio que una semana antes.
—No —dijo Alex, pese al nudo que atenazaba su garganta—. Adelante. No pasa nada.
Introdujo la mano en el armario y acarició un vestido de terciopelo rojo, con cuello de encaje blanco y puños a juego. El vestido de Navidad de Charlotte.
La señora Maguire entró renqueante en la habitación. El agua del cubo se agitó como las tripas de un borracho. Como el estómago de Alex, de hecho, aunque en esta ocasión no era debido a la bebida.
Pasó la mano por una falda a cuadros escoceses. Oyó que la señora Maguire descorría las cortinas y trasladaba los peluches de Charlotte desde el banco situado bajo la ventana hasta la cama. Cerró los ojos y pensó en la cama, donde anoche, en aquella misma habitación, había follado a su mujer, la había cabalgado frenéticamente hasta el orgasmo como si nada hubiera pasado. ¿En qué había estado pensando?
—¿Señor Alex? —La señora Maguire había hundido un trapo en el cubo, lo había estrujado, y ahora lo sostenía en sus manos enrojecidas, retorcido como una cuerda—. No quiero causarle más aflicciones, pero sé que la policía telefoneó hace una hora. Como no tuve valor para entrometerme en el duelo de la señora Eve, me pregunto si podría decirme algo sin someter a su alma a más tormentos…
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Qué es?
Su tono fue brusco, aunque no era su intención. Lo último que deseaba era ser objeto de la compasión de alguien.
—¿Puede decirme cómo fue lo de Charlie? Sólo he leído los periódicos, y como ya he dicho, no quise preguntar a la señora Eve. No pretendo ser morbosa, señor Alex. Es que podré rezar mejor por su descanso si sé cómo ocurrió.
«Cómo fue lo de Charlie», pensó Alex. Daba brincos a su lado para no quedarse atrás cuando paseaban juntos. La enseñaba a cocinar pollo con salsa de lima, el primer plato que él había aprendido. Recorría con ella el dispensario de erizos y contemplaba su cara de felicidad (con los puñitos apretados contra su pecho huesudo) cuando pasaba ante las jaulas. Así había sido con Charlotte, pensó. Pero sabía qué información solicitaba el ama de llaves. Y no era acerca de cómo había vivido Charlotte.
—Se ahogó.
—¿En ese sitio que salió en la tele?
—No saben dónde. El DIC de Wiltshire dice que antes la drogaron con tranquilizantes.
—¡Santa sangre de Jesús! —La señora Maguire se volvió hacia la ventana como atontada. Frotó el paño húmedo en uno de los cristales—. Santa Madre de Dios.
Alex oyó que contenía el aliento. La mujer cogió un trapo seco y lo aplicó al cristal húmedo. Dedicó especial atención a las esquinas, donde se concentraba la suciedad. Oyó que sorbía por la nariz y comprendió que había empezado a llorar de nuevo.
—Señora Maguire —dijo—, no hace falta que venga cada día. La mujer se volvió.
—¿Me está diciendo que va a despedirme? —preguntó con semblante afligido.
—Dios, no. Sólo quería decir que si quiere tomarse unos días libres…
—No —replicó el ama de llaves con firmeza—. No quiero ningún día libre.
Volvió hacia las ventanas y empapó el trapo para limpiar el segundo cristal. Lo hizo con tanta perfección como el primero.
—No fue… —dijo vacilante, en voz aún más queda—. Perdone, señor Alex, pero no la estropearon, ¿verdad? No fue… Antes de morir no la molestaron, ¿verdad?
—No. No hay pruebas de eso.
—Dios es misericordioso —respondió la señora Maguire.
Alex tuvo ganas de preguntar dónde estaba esa misericordia si, para empezar, permitía que quitaran la vida a una niña. ¿Cuál era el objetivo de ahorrarle amablemente el terror y la tortura de la violación, la sodomía o alguna otra forma de vejación, cuando iba a terminar flotando muerta en el canal de Kennet y Avon? En cambio, volvió a hurgar en las ropas para terminar la misión que Eve le había encomendado.
—Van a entregarnos el cuerpo —le había dicho—. Debemos dar ropa a la funeraria para que esté vestida en el ataúd. ¿Te encargarás de eso, Alex? Creo que aún no estoy preparada para rebuscar entre sus cosas. ¿Lo harás, por favor?
Se estaba tiñendo el pelo en el cuarto de baño, de pie ante el lavabo, con una toalla alrededor de los hombros. Dividía su pelo en hileras perfectamente rectas con un peine y se aplicaba tinte de una botella en el cuero cabelludo. Incluso utilizaba lo que parecía un pincel pequeño, que empleaba con precisión para abarcar las raíces de todos los cabellos.
Él la había mirado en el espejo. No había dormido la noche anterior, después de que terminaran de hacer el amor. Ella le había animado a tomar sedantes y luego se había acostado, pero Alex no quería más fármacos, y así se lo dijo. Había vagado por la casa (desde su dormitorio a la habitación de Charlie, de la habitación de Charlie a la sala de estar, de la sala de estar al comedor, donde se había sentado y contemplado el jardín, pese a que, hasta el amanecer, no pudo distinguir otra cosa que formas y sombras), para luego terminar contemplándola mientras se teñía con toda calma el pelo, cada vez más agotado y desesperado.
—¿Qué quieres que lleve? —había preguntado.
—Gracias, querido. —Aplicó el tinte en un mechón, desde la frente a la coronilla. Lo esparció con el cepillo—. El cadáver será expuesto al público, de modo que debería ser algo adecuado.
—¿Expuesto al público? No había pensado…
—Quiero que la gente lo vea, Alex. Si no, dará la impresión de que queremos ocultar algo al público. Y no es así. Por lo tanto, ha de quedar expuesto y hay que vestirla con algo apropiado para la ocasión.
—Algo apropiado —repitió como un eco, incapaz de pensar porque tenía miedo de lo que podía llegar a pensar—. ¿Qué sugieres? —añadió con un esfuerzo.
—Su vestido de terciopelo. El de la última Navidad. Aún le irá a la medida. —Eve deslizó el peine por su cabello y cogió otro mechón para teñirlo—. Tendrás que buscar también sus zapatos negros. Hay medias en el cajón. Un par con encaje alrededor de los tobillos iría bien, pero procura no escoger uno con el dedo agujereado. Supongo que no hará falta ropa interior. Un buen detalle sería una cinta en el pelo, si encuentras una que combine con el vestido. Dile a la señora Maguire que te elija una.
Alex había contemplado sus manos, que se movían con absoluta eficacia. Sujetaban el frasco, el peine y el cepillo sin el menor temblor.
—¿Qué pasa? —preguntó ella por fin a su reflejo, cuando Alex no se movió para ir a cumplir sus órdenes—. ¿Por qué me miras así, Alex?
—¿No tienen pistas? —Ya sabía la respuesta, pero necesitaba preguntarle algo, porque hacer una pregunta y escuchar la respuesta parecía la única manera de llegar a comprender quién y qué era ella—. ¿No hay nada? ¿Sólo la grasa debajo de las uñas?
—No te he ocultado nada. Sabes lo mismo que yo.
Vio que la seguía observando y, por un momento, dejó de teñirse. Alex pensó en que ella siempre afirmaba envidiar el que, a sus cuarenta y nueve años, su cabello ni siquiera hubiera empezado a encanecer, cuando el de ella había iniciado la metamorfosis a los treinta y uno. Pensó en cuántas veces había replicado a aquella envidia, diciendo «¿Por qué te tiñes? ¿A quién le importa el color de tu pelo? Yo no pienso hacerlo», a lo cual ella contestaba «Gracias, querido, pero no me gusta el gris, y mientras pueda hacer algo que parezca remotamente natural para librarme de él, lo haré». En aquellas ocasiones había pensado con un encogimiento de hombros que era la vanidad congénita de las mujeres lo que impulsaba a Eve a teñirse, un acto no muy diferente de dejarse el flequillo más largo de lo normal para cubrir la cicatriz de la ceja. Sin embargo, ahora entendía que las palabras clave para comprenderla siempre habían sido las mismas: algo que parezca remotamente natural. Al no haber comprendido su esencia, tampoco la había comprendido a ella. Hasta este momento, al parecer. Incluso ahora no estaba seguro de conocerla.
—Alex, ¿por qué me miras? —había preguntado Eve.
—¿Lo hacía? Lo siento. Sólo estaba pensando.
—¿En qué?
—En teñirme el pelo.
Vio el fugaz movimiento de sus párpados. A su manera competente, estaba efectuando un veloz análisis de la dirección en que cualquier respuesta encaminaría la conversación. Se lo había visto hacer en incontables ocasiones, cuando hablaba con electores, periodistas o adversarios.
Eve dejó el frasco, el cepillo y el peine sobre la cisterna. Se volvió hacia él.
—Alex. —Su rostro era sereno, su voz suave—. Sabes tan bien como yo que debemos encontrar una forma de seguir adelante.
—¿Por eso lo de anoche?
—Lamento que no pudieras dormir. Yo sólo lo conseguí porque tomé un sedante. Tendrías que haberlo hecho. Te dije que tomaras uno. Me parece injusto que por no haber podido dormir y yo sí decidas…
—No estoy hablando de que pudieras dormir, Eve.
—Entonces, ¿de qué estás hablando?
—De lo que pasó antes. En el dormitorio de Charlotte. Eve dio la impresión de que retrocedía ante aquellas palabras.
—Hicimos el amor en la habitación de Charlotte —se limitó a decir.
—En su cama. Sí. ¿Era para seguir adelante con nuestras vidas, o para otra cosa?
—¿Adónde quieres llegar, Alex?
—Me estaba preguntando por qué quisiste que te follara anoche.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, mientras la boca de ella formaba la palabra «follara», como un eco. Un músculo se agitó debajo de su ojo derecho.
—No quería que me follaras —musitó—. Quería que me hicieras el amor. Me pareció…
Le dio la espalda. Cogió el peine y el frasco de tinte, pero no se los llevó a la cabeza. De hecho, no levantó la cabeza, de manera que Alex sólo podía ver el reflejo en el espejo de las mechas de cabello teñidas.
—Te necesitaba. Era una manera de olvidar, aunque sólo fuera por treinta minutos. No pensé que estábamos en la habitación de Charlotte. Tú estabas allí, y me abrazabas. Era lo único que importaba en aquel momento. Había eludido a la prensa, me había entrevistado con la policía, había intentado (Dios, cómo lo había intentado) olvidar el aspecto de Charlotte cuando identificamos su cadáver. Cuanto te tendiste a mi lado y me rodeaste con los brazos y dijiste que era bueno haber evitado… sentir, Alex, pensé… —Levantó la cabeza y él vio que sus labios temblaban—. Lamento si cometí un error al desear hacer el amor en su habitación, pero te necesitaba.
Se miraron en el espejo. Alex ansiaba creer que le estaba diciendo la verdad.
—¿Para qué? —preguntó.
—Para ayudarme a olvidar por un momento. Es lo que estoy haciendo ahora, con esto. —Indicó el tinte, el peine, el cepillo—. Porque es la única manera… —Tragó saliva y su voz se quebró—. Alex, parece que es la única forma de soportar…
—Oh, Jesús, Eve. —La volvió hacia él y la apretó contra sí, indiferente al tinte de su cabello, que le manchaba las manos y la ropa—. Lo siento. Estoy agotado y no pensaba… No puedo evitarlo. Adondequiera que miro, la veo.
—Necesitas descansar —dijo Eve contra su pecho—. Prométeme que esta noche tomarás las pastillas. No puedes fallarme. Necesito que seas fuerte, porque no sé cuánto más aguantaré. Promételo. Dime que te tomarás esas pastillas.
Era una promesa muy fácil de hacer. Y necesitaba dormir. Accedió y fue a la habitación de Charlie, pero sus manos estaban manchadas de tinte, y al verlas supo que había pocas posibilidades de que un sedante o cinco le ayudaran a resolver los recelos que atormentaban su conciencia y le impedían dormir.
La señora Maguire le estaba hablando desde las ventanas de la habitación de Charlie. Discernió las últimas palabras.
—… como una mula en lo tocante a su ropa, ¿verdad?
Alex volvió a la realidad y parpadeó para dominar el dolor agazapado tras sus ojos.
—Estaba pensando. Lo siento.
—Su mente está tan dolorida como su corazón, señor Alex —murmuró el ama de llaves—. No tiene por qué disculparse conmigo. Sólo estaba hablando por hablar. Que Dios me perdone, pero la verdad es que a veces sienta mejor hablar con un ser humano que con Nuestro Señor.
Abandonó el cubo y los trapos y se acercó a él. Del ropero sacó una blusa blanca de Charlie. Era de manga larga y tenía pequeños botones blancos en la pechera. El collar redondo estaba deshilachado.
—Charlie odiaba estas blusas escolares —dijo la mujer—. Las buenas hermanas tienen buena intención, pero sabe Dios lo que se les mete en la cabeza en ocasiones. Dijeron a las niñas que debían llevar estas blusas abotonadas hasta arriba por razones de pureza. Si no, les ponían una cruz en el libro de conducta. Nuestra Charlie no quería cruces, pero no soportaba las blusas abotonadas hasta el cuello. ¿Ve lo suelto que está el botón de arriba, y los hilos que cuelgan? Lo hizo ella, metiendo los dedos entre la blusa y el cuello. Nuestra Charlie odiaba estas blusas como si las hubiera enviado el demonio.
Alex cogió la blusa. No supo si era producto de su imaginación agotada o si el aroma persistía en la tela, pero olía a Charlie. Parecía impregnada de sus olores a regaliz, gomas de borrar y maquinitas de sacar punta a los lápices.
—No eran de su medida —siguió la señora Maguire—. Muchos días, cuando volvía a casa, arrojaba el uniforme al suelo y la blusa encima. A veces los pateaba. Tampoco le gustaban aquellos zapatos, Dios la perdone.
—¿Qué le gustaba?
Tendría que saberlo. Debía saberlo. Pero no se acordaba.
—¿Para vestir? —preguntó la señora Maguire. Rebuscó con seguridad entre vestidos y faldas, chaquetas y jerséis—. Esto —dijo.
Alex contempló el mono descolorido. La señora Maguire siguió trasteando y sacó una camiseta a rayas.
—Y esto —añadió—. Charlie los llevaba juntos. Con las zapatillas de deporte. Adoraba esas zapatillas. Las llevaba sin cordones, con las lengüetas colgando fuera. Yo le decía que las damas no se vestían como bribonzuelos, pero ¿cuándo le importó a Charlie la forma en que vestían las damas?
—El mono —dijo Alex—. Por supuesto.
La había visto llevarlo en numerosas ocasiones. Cada vez que Charlie bajaba la escalera y se metía en el coche con el mono puesto, Eve decía: «No irás con nosotros vestida así, Charlotte Bowen». «¡Sí iré!», graznaba Charlie. Pero Eve siempre se salía con la suya y el resultado era una Charlotte, quejosa e irritada, ataviada con un vestido de encaje perfecto para una foto (su vestido de Navidad, por Dios), y con zapatos negros de piel. «Esta tela me escuece», gemía Charlie, y tironeaba del cuello con gesto malhumorado, como debía haber tironeado de sus blusas blancas escolares, abotonadas hasta el cuello por razones de pureza y para no ser castigada con cruces en la libreta de conducta.
—Me los llevo.
Alex descolgó el mono de la percha y lo dobló junto con la camiseta. Vio las zapatillas sin cordones en un rincón del armario, y también las recogió. Por una vez, pensó, delante de Dios y de todo el mundo Charlie Bowen iría vestida como a ella le gustaba.
En Salisbury, Barbara Havers localizó la oficina de la asociación electoral del diputado Alistair Harvie sin excesivos problemas, pero cuando mostró su identificación y exigió información rutinaria sobre el diputado, tropezó con la obstinada presidenta de la asociación. La señora Agatha Howe exhibía un corte de pelo pasado de moda cincuenta años atrás y un vestido con hombreras que parecía salido de una película de Joan Crawford. En cuanto oyó las palabras «New Scotland Yard» combinadas con el nombre de su estimado parlamentario, sólo reveló el hecho de que el señor Harvie había estado en Salisbury desde el jueves por la noche hasta el domingo por la tarde, pero sus labios se cerraron con terquedad sobre la información adicional que Barbara buscaba. La mujer dejó bien claro que las amenazas sobre las consecuencias de no colaborar con la policía no abrirían aquellos labios, al menos hasta que la señora Howe «cambie unas palabras con nuestro señor Harvie». Era la clase de mujer que Barbara siempre deseaba aplastar con sus tacones, la clase de mujer convencida de que su refinada educación le concedía derecho de supremacía sobre el resto de la humanidad.
—De acuerdo —dijo Barbara, mientras la señora Howe consultaba en su agenda en qué lugar de Londres podría localizar al diputado a aquella hora—. Haga lo que quiera, pero tal vez le interese saber que se trata de una investigación muy importante, y los periodistas andan husmeando en los armarios de todo el mundo. O sea, puede hablar conmigo ahora y luego olvidarme, o puede dedicar unas cuantas horas a seguir el rastro de Harvie, bajo riesgo de que la prensa averigüe que está implicado en nuestra investigación. Veo un hermoso titular en los periódicos de mañana: «Harvie bajo sospecha». ¿Goza de una mayoría muy elevada?
La señora Howe entornó los ojos.
—¿Me está amenazando? —preguntó—. Usted, pequeña…
—Supongo que quería decir «sargento» —la interrumpió Barbara—. Usted, pequeña sargento. ¿Verdad? Sí. Bien, comprendo cómo se siente. Es espantoso que yo haya venido a herir sus sentimientos, pero el tiempo se nos echa encima y me gustaría acabar cuanto antes.
—Tendrá que esperar hasta que hable con el señor Harvie —insistió la señora Howe.
—No puedo. Mi jefe del Yard exige informes diarios y debo ponerle al corriente… —Barbara echó un vistazo al reloj de pared para causar mayor efecto—, más o menos a esta hora. Me sabría muy mal decirle que la presidenta del distrito electoral del señor Harvie se ha negado a colaborar. Porque eso desviará el foco de atención hacia el señor Harvie, y todo el mundo se preguntará si tiene algo que ocultar. Como mi jefe proporciona informes a la prensa cada noche, el nombre del señor Harvie saldrá a relucir. A menos que no existan motivos para ello.
La señora Howe dio por fin la luz, pero no por nada era presidenta de la asociación conservadora local, Era una negociadora nata y dejó bien claras sus condiciones: un toma y daca, golpe por golpe, pregunta por pregunta. Quiso saber qué estaba pasando. Expresó el deseo de una forma sesgada.
—Los intereses de la asociación electoral están por encima de todo. Debo ceñirme a ellos. Si por algún motivo el señor Harvie ha topado con algún impedimento que le dificulte servir a nuestros intereses…
«Bla bla bla», pensó Barbara. Fue al grano y aceptó las condiciones. Lo que la señora Howe supo por Barbara fue que la investigación de marras era la que encabezaba los titulares de los periódicos vespertinos y matutinos: el secuestro y muerte de la hija de diez años de la subsecretaria del Ministerio del Interior, Barbara no reveló a la señora Howe nada que esta no hubiera podido saber por sus propios medios, en el caso de que hiciera algo más que dedicar su tiempo a seguir los movimientos del señor Harvie en Londres y amedrentar al anciano secretario de la oficina. Pero lo refirió todo con tono confidencial, con un aire de seulement entre vous, querida, lo bastante convincente, al parecer, para que la presidenta de la asociación electoral le entregara algunas perlas informativas a cambio.
Barbara no tardó en descubrir que el señor Howe no caía demasiado bien a la señora Harvie. Era demasiado aficionado a las damas, pero sabía manejar a los votantes y había logrado salir airoso de dos serios desafíos lanzados por los demócratas liberales. Merecía cierta lealtad por ello.
Había nacido en Warminster y estudiado en un colegio de Warnainster, y después había ido a la Universidad de Exeter. Había seguido la carrera de económicas, invertido con éxito en valores del Barclay’s Bank de Salisbury y trabajado tenazmente para el partido, presentándose por fin como candidato para el Parlamento a la edad de veintinueve años. Había conservado su escaño durante trece años.
Había estado casado con la misma mujer durante dieciocho años. Tenían los dos hijos que exigía la carrera política, chico y chica, y cuando no iban al colegio (donde estaban ahora, por cierto), vivían con su madre en las afueras de Salisbury, en el pueblo de Ford. La granja familiar…
—¿La granja? —interrumpió Barbara—. ¿Harvie posee una granja? ¿No ha dicho que es banquero?
Su mujer había heredado la granja de sus padres. Los Harvie vivían en la casa, pero un arrendatario trabajaba la tierra. ¿Por qué?, quiso saber la señora Howe. ¿Era importante la granja?
Barbara no tuvo una respuesta concluyente a dicha pregunta ni siquiera cuando vio la granja, unos tres cuartos de hora después. Estaba asentada en los límites de Ford, y cuando Barbara frenó ante el patio de la granja, los únicos seres que salieron al encuentro de su Mini fueron seis gansos muy bien alimentados. Sus clamorosos graznidos causaron suficiente alboroto para alertar a cualquiera que estuviera en las inmediaciones. Como nadie salió del establo ni de la imponente casa de ladrillo y tejas, Barbara llegó a la conclusión de que tenía la casa, cuando no los campos circundantes, para ella sola.
Desde el coche, mientras los gansos graznaban como dobermans, Barbara se esforzó por asimilar la escena. La granja comprendía la casa, el establo, un viejo edificio anexo de piedra y un palomar todavía más antiguo de ladrillo. Este último llamó la atención de Barbara. Era cilíndrico, rematado por un tejado de pizarra y un cupulino sin cristales que permitía a los pájaros el acceso. Un lado estaba cubierto de hiedra. En el tejado se veían huecos donde faltaban o se habían roto tejas. Su puerta, muy hundida en el marco, estaba astillada y agrisada a causa de la edad, incrustada de liquen, con el aspecto de no haber sido abierta en los últimos veinte años.
Pero algo del edificio pugnaba por abrirse paso en su memoria. Catalogó los detalles en un intento de decidir qué era: el tejado de pizarra, el cupulino, la abundancia de hiedra, la puerta estropeada… Algo que el sargento Stanley había dicho, o el patólogo, o Robin Payne, o Lynley…
No se acordaba, pero estaba tan preocupada por la visión del palomar que abrió la puerta del Mini, rodeada de los irritados gansos.
Sus graznidos alcanzaron un nivel demencial. Eran mejores que perros guardianes. Barbara abrió la guantera y buscó algo que los mantuviera ocupados mientras echaba un vistazo. Encontró una bolsa medio llena de patatas fritas y lamentó no haberla encontrado la noche anterior, cuando estaba atrapada en el tráfico sin ningún restaurante a la vista. Las probó. Un poco rancias, pero qué demonios. Sacó el brazo por la ventanilla y esparció las patatas, como una ofrenda a los dioses avícolas. Los gansos se abalanzaron sobre ellas al instante. Problema resuelto, al menos de momento.
Barbara rindió tributo a la formalidad y tocó el timbre de la casa. Se asomó al establo y gritó un alegre «¡Hola!». Recorrió el patio en toda su longitud y se encaminó por fin hacia el palomar, como si inspeccionarlo fuera el resultado natural de sus andanzas.
Al mover el pomo cubierto de herrumbre sonó como si estuviera suelto. No giró, pero Barbara empujó la puerta con el hombro y esta se abrió unos centímetros, antes de atascarse debido a un suelo irregular y a que estaba hinchada a causa de la lluvia. Un súbito aleteo indicó a Barbara que el palomar estaba en parte habitado. Consiguió colarse por la rendija cuando la última paloma escapaba por la cupulina.
Por la cupulina y los huecos del techo se filtraba luz en la que bailaban motas de polvo. Iluminaba las filas de cajas donde anidaban las aves, un suelo de piedra sembrado de excrementos en cuyo centro había una escalerilla con tres peldaños rotos, utilizada en otro tiempo para recoger huevos, en los días que las palomas se criaban como aves de corral.
Barbara sorteó las deyecciones más recientes y se acercó a la escalerilla. Vio que, pese a estar sujeta por su parte superior a un poste vertical, la intención no era que estuviera fija. Había sido diseñada para moverla alrededor del palomar, concediendo así a quien recogiera los huevos fácil acceso a todas las cajas que flanqueaban la circunferencia del edificio, desde una altura de sesenta centímetros hasta el borde del tejado, que se encontraba a unos tres metros del suelo.
Barbara descubrió que la escalerilla todavía se movía, pese a su edad y estado. Cuando la empujó, crujió, osciló y empezó a moverse alrededor de las paredes del palomar. El poste, sujeto a un primitivo engranaje de rueda dentada situado en la cupulina, daba vueltas y así hacía girar la escalerilla.
Barbara paseó la vista entre la escalerilla y el poste. Después, entre el poste y las cajas donde anidaban las aves. Donde faltaban algunas, que se habían caído sin que nadie las sustituyera, vio las paredes de ladrillo sin terminar. Eran de aspecto tosco, y a la escasa luz, en los lugares libres de deyecciones, parecían más rojizas que cuando el sol caía sobre ellas en el exterior. Un rojo muy peculiar. Casi como si no fueran ladrillos. Casi como si…
Lo recordó de repente. «Ladrillos —pensó—. Ladrillos y un poste». Oyó en su mente la grabación de la voz de Charlotte, que Lynley le había puesto por teléfono. «Hay ladrillos y un poste de mayo», había dicho la niña.
Barbara sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando desvió la vista desde los ladrillos al poste que se erguía en el centro del palomar. «Mierda —pensó—. Es aquí». Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, y entonces se dio cuenta de que los gansos habían enmudecido por completo. Aguzó el oído. Nada, ni un graznido complacido. No era posible que siguieran comiendo las patatas, se dijo, porque no había tantas.
Lo cual sugería que alguien les había dado más comida, después de que Barbara hubiera entrado en el palomar. Esto, a su vez, sugería que ya no estaba sola en la granja. Lo que, a su vez, sugería que si no estaba sola y la otra persona procuraba guardar tanto sigilo como ella, era muy probable que en ese momento esa persona estuviera acercándose al palomar. Con una horca preparada, quizá, o con un cuchillo de carnicero, los ojos un poco desorbitados, Anthony Perkins dispuesto a trocear a Janet Leigh.
Sólo que Janet Leigh había estado en una ducha, no en un palomar, y convencida de que ningún peligro la amenazaba, mientras Barbara sabía muy bien que no era así.
«Menuda mierda —pensó Barbara—. Cálmate, ¿quieres? ¿Quieres hacer el jodido favor de calmarte?».
Necesitaba que un equipo de la policía científica examinara aquel palomar en busca de cualquier cosa que probara la presencia de Charlotte. La grasa de eje, un cabello, una fibra de sus ropas, sus huellas dactilares, una gota de sangre del corte que se había hecho en la rodilla. Era absolutamente necesario, y para conseguirlo haría falta mucha sutileza, tanto con el sargento Stanley, que no iba a recibir sus directrices con la alegría de los conversos recientes, como con la señora de Alistair Harvie, que descolgaría el teléfono, llamaría a su marido y le pondría sobre aviso.
Primero se encargaría de Stanley. Era absurdo acosar a la señora Harvie y ponerla nerviosa antes de que fuera necesario.
Una vez fuera, descubrió que el silencio de los gansos se debía a la posición del coche. Lo había aparcado de tal manera que el sol reflejado en sus aletas oxidadas había creado un charco de calor en el suelo, y las aves lo aprovechaban para tomar el sol muy contentas.
Barbara caminó de puntillas hacia el Mini, mientras sus ojos iban de las aves al establo, del establo a los campos que había detrás, de los campos a la casa. No se veía ni un alma. Una vaca mugió en la distancia y un avión surcó el cielo, pero nada más se movía.
Entró en el coche evitando hacer ruido.
—Lo siento, chicos —dijo a los gansos, y encendió el motor.
Las aves volvieron a la vida. Graznaron, sisearon y aletearon como ante una aparición de las Furias. Persiguieron el coche de Barbara hasta la carretera. Barbara pisó el acelerador, atravesó el caserío de Ford y se dirigió hacia Amesford y el sargento Stanley.
El sargento estaba entronizado en la sala de incidencias. Recibía homenajes en forma de informes de dos equipos de agentes que se habían dedicado a investigar en la campiña durante las últimas treinta y dos horas en sus respectivas secciones. Los hombres de la sección 13, la zona comprendida entre Devizes y Melksham, no tenían nada que informar, salvo un tropiezo inesperado con el propietario de una caravana que, al parecer, dirigía un floreciente negocio que abarcaba desde marihuana a drogas de diseño.
—Dirigía las operaciones desde el aparcamiento de Melksham —dijo con incredulidad uno de los agentes—. Justo detrás de la calle mayor, aunque parezca increíble. Ahora está en el calabozo.
El equipo de la sección 5, que abarcaba la zona comprendida entre Chippenham y Galilea tenía poco más, pero aun así estaban dando una explicación pormenorizada de todos sus movimientos al sargento Stanley. Barbara estaba a punto de pedir a gritos el envío de un equipo de la policía científica a la granja de Harvie, cuando un agente de la sección 14 entró como una exhalación por las puertas batientes de la sala de incidencias.
—Lo tenemos —anunció.
Su declaración movilizó a todo el mundo, incluida Barbara. Había estado practicando la virtud de la paciencia mediante el intento de devolver una llamada telefónica de Robin Payne (que al parecer había llamado desde la cabina de un salón de té de Marlborough, a juzgar por lo que Barbara pudo sonsacar a la camarera subnormal que respondió a su llamada al vigésimo quinto timbrazo) e indicar a una joven agente que investigara el período de escolar de Alistair Harvie en Winchester. Pero ahora daba la impresión de que el trabajo del sargento Stanley iba a dar sus frutos.
Stanley pidió silencio con un ademán. Estaba sentado a una mesa redonda, jugueteando con unos mondadientes de madera mientras escuchaba los informes, pero se puso en pie.
—Habla, Frank —dijo.
—De acuerdo —dijo Frank, y no se fue por las ramas—. Le cogimos, sargento. Está en la sala de interrogatorios.
Barbara tuvo la horrible visión de Alistair Harvie cubierto de grilletes, sin haber podido siquiera llamar a su abogado.
—¿A quién tienen? —preguntó.
—Al cabrón que secuestró a la niña —replicó Frank con una mirada desdeñosa en su dirección—. Es un mecánico de Coate, arregla tractores en un garaje cercano a Spaniel’s Bridge. A un kilómetro y medio del canal.
La sala estalló. Barbara se encontraba entre los que se precipitaron hacia el plano militar de la zona. Frank señaló el lugar con un índice cuya uña tenía un arco de mostaza debajo.
—Justo aquí.
El agente indicó una curva en la senda que salía del norte de Coate en dirección al pueblo de Bishop’s Canning. Siguiendo el canal, había cinco kilómetros desde Spaniel’s Bridge hasta el punto donde habían abandonado el cuerpo de Charlotte, y tres kilómetros si se utilizaban sendas, pistas y caminos peatonales en lugar de la sinuosa autovía.
—El muy mamón afirma que no sabe nada, pero encontramos en su poder los efectos y está listo para su pasado por la piedra.
—Bien. —El sargento Stanley se frotó las manos, como dispuesto a hacer los honores—. ¿Cuántos le están interrogando?
—Tres —contestó con semblante hosco Frank—. El muy mamón está temblando como una hoja, sargento. Si le da un buen meneo se derrumbará.
El sargento Stanley cuadró los hombros, preparado para emprender la tarea.
—¿Qué efectos? —preguntó Barbara.
Nadie hizo caso de su pregunta. Stanley se encaminó a la puerta. Barbara sintió que la rabia le hervía. No iban a salirse con la suya.
—Espera, Reg —dijo con brusquedad a Stanley, y cuando el sargento se volvió con deliberada lentitud en su dirección, continuó—: Frank, has dicho que encontrasteis los efectos en poder de ese tipo… ¿cómo se llama, por cierto?
—Short. Howard Short.
—Bien. ¿Qué efectos tenía en su poder?
Frank miró al sargento, a la espera de sus órdenes. Stanley alzó apenas la barbilla a modo de respuesta. El hecho de que Frank necesitara el permiso de Stanley enfureció a Barbara, pero prefirió hacer caso omiso y esperó su respuesta.
—El uniforme escolar —dijo el agente—. Short lo tenía en su garaje. Dijo que lo iba a utilizar como trapos, pero lleva una etiqueta con el nombre de la hija de Bowen, bien visible.
El sargento Stanley envió al equipo de la policía científica al garaje de Howard Short, en las afueras de Coate. Luego se dirigió hacia la sala de interrogatorios, seguido de Barbara, que le dio alcance por fin.
—Quiero que se envíe otro equipo a Ford —dijo—. Hay un palomar con un…
—¿Un palomar? —Stanley se detuvo en seco—. ¿Has dicho un jodido palomar?
—Tenemos una cinta con la voz de la chica grabada —explicó Barbara— hecha uno o dos días antes de su muerte. Habla del sitio donde la tenían secuestrada. El palomar encaja con su descripción. Quiero que un equipo vaya allí. Ahora.
Stanley se inclinó hacia ella y Barbara pudo comprobar que era un hombre muy poco atractivo. Gracias a la proximidad vio marcas de viruela alrededor de la boca.
—Díselo a nuestro jefe —replicó el sargento—. No estoy dispuesto a distribuir agentes por toda la campiña cada vez que tengas un pálpito.
—Haz lo que te digo. De lo contrario…
—¿Qué? ¿Vomitarás en mis zapatos?
Barbara le agarró por la corbata.
—A tus zapatos no les pasará nada —dijo—, pero no te puedo prometer lo mismo sobre el estado de tus cojones. Bien, ¿tienes claro lo que hay que hacer?
El hombre le echó el aliento, que olía a tabaco rancio, en la cara.
—Tranquilízate —dijo con suavidad.
—Que te den por el culo y lo disfrutes —replicó Barbara y le dio un empujón en el pecho—. Haz caso de este consejo, Reg. No puedes ganar esta batalla. Ten un poco de sentido común antes de que te encuentres fuera del caso.
Stanley encendió un cigarrillo con su peculiar encendedor.
—He de proceder a un interrogatorio. —Hablaba con la seguridad del que lleva mucho tiempo en el cuerpo—. ¿Quieres estar presente? —Siguió pasillo adelante—. Tráenos un poco de café —dijo a un funcionario que corría con una tablilla en la mano.
Barbara procuró contenerse. Tenía ganas de saltar sobre la cara picada de Stanley, pero era inútil entablar un cuerpo a cuerpo con él. Tendría que utilizar otros medios para neutralizar a aquel pequeño bastardo.
Le siguió por el pasillo y torció a la derecha, en dirección a la sala de interrogatorios. Howard Short estaba sentado en el borde de una silla de plástico. Era un veinteañero con ojos de rana. Llevaba el mono manchado de grasa y una gorra de béisbol con la palabra Braves estampada. Se sujetaba el estómago.
Habló antes de que Barbara o Stanley tuvieran oportunidad de hacer el menor comentario.
—Es por lo de la niña, ¿verdad? —dijo—. Lo sé. Lo supe en cuanto ese tío metió la mano en mi bolsa de trapos y lo encontró.
—¿Qué? —preguntó Stanley. Acercó una silla y ofreció el paquete de cigarrillos a Short.
Howard negó con la cabeza y se sujetó el estómago con más fuerza.
—Ulcera.
—¿Qué?
—Mi estómago.
—Ya. ¿Qué encontraron en la bolsa de trapos, Howard?
El muchacho miró a Barbara como si buscara la seguridad de que había alguien de su parte.
—¿Qué había en la bolsa, señor Short? —preguntó Barbara.
—Eso. Lo que encontraron. El uniforme. —Se meció en la silla y gimió—. No sé nada de esa niña. Sólo compré…
—¿Por qué la secuestraste? —preguntó Stanley.
—Yo no lo hice.
—¿Dónde la retuviste? ¿En el garaje?
—Yo no retuve a nadie… a ninguna niña… Lo vi en la tele, como todo el mundo, nada más.
—Pero te gustó desnudarla. ¿Tuviste una buena erección cuando la viste desnuda?
—¡Yo no lo hice!
—¿Eres virgen, Howard? ¿O eres maricón? ¿Qué? ¿No te gustan las niñas?
—Me gustan mucho las chicas. Sólo digo…
—¿Pequeñitas? ¿También te gustan pequeñas?
—Yo no secuestré a esa niña.
—Pero sabes que la secuestraron. ¿Cómo es eso?
—Las noticias. Los periódicos. Todo el mundo lo sabe, pero yo no tuve nada que ver con ello. Sólo compré su uniforme…
—Luego sabías que era el de ella —interrumpió Stanley—. Desde el primer momento. ¿No es verdad?
—¡No!
—Suéltalo ya. Todo será más fácil si dices la verdad.
—Le estoy diciendo que el trapo…
—Te refieres al uniforme. Un uniforme de colegiala. El uniforme de una niña muerta, Howard. Estás a un kilómetro del canal, ¿verdad?
—Yo no lo hice —insistió Howard. Se inclinó hacia adelante y aumentó la presión sobre su estómago—. Me duele mucho —gimió.
—No juegues con nosotros —advirtió Stanley.
—Por favor, ¿puede darme un poco de agua para tomar mis píldoras?
Howard introdujo la mano en el mono y sacó un bote de plástico en forma de llave de tuercas.
—Primero habla; las pastillas vendrán después —dijo Stanley. Barbara abrió la puerta de la sala de interrogatorios para pedir agua. El funcionario al que Stanley había pedido café apareció con dos vasos de plástico. Barbara sonrió.
—Gracias —dijo.
Ofreció un vaso al mecánico.
—Tenga —dijo—. Tómese sus píldoras.
Apartó una silla de la mesa y la colocó junto al joven.
—¿Puede decirnos dónde consiguió el uniforme? —preguntó. Howard se llevó dos pastillas a la boca y las tragó. La posición de la silla de Barbara obligó al muchacho a girar la suya, de modo que ofreció su perfil a Stanley. Barbara se felicitó mentalmente por su hábil dominio de la situación.
—En el puesto de artículos donados.
—¿Qué puesto de artículos donados?
—En la feria de la iglesia. Cada primavera hay una feria parroquial, y este año cayó en domingo. Acompañé a mi abuela, porque tenía que trabajar en el puesto de té durante una hora. No valía la pena acompañarla a la feria, volver a casa y pasar a recogerla de nuevo, así que me quedé. Fue cuando compré los trapos. Los vendían en el puesto de artículos donados. Bolsas de plástico o trapos. Una libra cincuenta cada uno. Compré tres porque los utilizo en mi trabajo. Era por una buena causa. Están recogiendo dinero para restaurar un vitral del presbiterio —añadió.
—¿Dónde? —preguntó Barbara—. ¿Qué iglesia, señor Short?
—La de Stanton St. Bernard. Es el pueblo donde vive mi abuela. —Paseó la vista entre Barbara y el sargento Stanley—. Les he dicho la verdad. No sabía nada sobre ese uniforme. Ni siquiera sabía que estaba en la bolsa hasta que los policías vaciaron el contenido en el suelo. Ni siquiera había abierto la bolsa. Lo juro.
—¿Quién atendía el puesto? —preguntó Stanley.
Howard se humedeció los labios, miró a Stanley, y después a Barbara.
—Una chica rubia.
—¿Amiga tuya?
—No la conocía.
—¿Hablaste con ella? ¿Te dijo su nombre?
—Sólo le compré los trapos.
—¿Intentaste ligar? ¿Te intrigaba saber cómo sería echarle un polvo?
—No.
—¿Por qué? ¿Demasiado mayor para ti? ¿Las prefieres jovencitas?
—No la conocía, joder. Sólo compré esos trapos, como ya le he dicho, en el puesto de artículos donados. No sé cómo llegaron allí. No sé el nombre de la chica que me los vendió. Aunque lo supiera, ella tampoco debe de saber cómo llegaron allí. Sólo estaba atendiendo el puesto, cobraba y entregaba las bolsas. Si quiere saber algo más, debería preguntar…
—¿La estás defendiendo? —repuso Stanley—. ¿Por qué, Howard?
—¡Sólo intento ayudarles! —exclamó Short.
—Apuesto a que sí. Y también apuesto a que cogiste el uniforme de la niña y lo metiste en la bolsa de los trapos nada más comprarla en la feria.
—¡No!
—Y también apuesto a que la raptaste, drogaste y ahogaste.
—¡No!
—Y también…
Barbara se levantó y apoyó la mano en el hombro de Short.
—Gracias por su ayuda —dijo—. Comprobaremos todo cuanto nos ha dicho, señor Short. ¿Sargento Stanley?
Señaló la puerta con la cabeza y salió de la sala.
Stanley la siguió al pasillo.
—Tonterías —le oyó decir—. Si ese cabronazo se cree… Barbara giró en redondo y le plantó cara.
—Ese cabronazo nada. Empieza a pensar. Si chuleas a un testigo como ese acabaremos todos jodidos, y has estado a punto de conseguirlo.
—¿Te has creído esa basura acerca de puestos de té y rubias? —resopló Stanley—. Está tan pringado como aceite de motor usado.
—Si está pringado, nos lo follaremos, pero lo haremos legalmente. ¿Comprendido? —No aguardó respuesta—. Envía el uniforme escolar al forense, Reg. Que analice hasta el último milímetro. Quiero cabellos, piel, sangre, polvo, grasa, semen. Quiero mierda de perro, de vaca, de pájaro, de caballo y todo lo que haya. ¿De acuerdo?
El labio superior del sargento se curvó en una mueca de desdén.
—No malgastes mi potencial humano, Scotland Yard. Sabemos que es el uniforme de la niña. Si es necesario verificarlo, se lo enseñaremos a la madre.
Barbara se plantó a diez centímetros de su cara.
—De acuerdo. Es cierto, sabemos que era de la niña. Pero aún no sabemos quién la asesinó, ¿verdad, Reg? Por lo tanto, vamos a coger ese uniforme y lo vamos a examinar con lupa, fibra óptica y láser, y haremos todo lo posible por extraerle algo que nos conduzca hasta el asesino, tanto si es Howard Short como el príncipe de Gales. ¿Me he expresado con claridad, o necesitas que te lo deletree tu comisionado?
Stanley ahuecó una mejilla.
—De acuerdo —dijo—. Que te follen, jefa —añadió por lo bajo.
—No tendrás esa suerte —replicó Barbara.
Dio media vuelta y volvió a la sala de incidencias. «¿Dónde coño está Stanton St. Bernard?», se preguntó.