Barbara se secó el sudor frío de la frente con el borde del jersey. Se incorporó de su posición arrodillada. Más disgustada que nunca consigo misma, tiró de la cadena del retrete y contempló el impresentable contenido de su estómago, que remolineó hasta perderse en la nada. Imprimió a su cuerpo una vigorosa sacudida mental y se ordenó actuar como la responsable de una investigación por asesinato, en lugar de una adolescente gimoteante.
«Autopsia —se dijo con rudeza—. ¿Qué es? El simple examen de un cuerpo, que se lleva a cabo para determinar la causa de la muerte. Es un paso necesario en una investigación por asesinato. Es una operación realizada por profesionales en busca de cualquier proceso sospechoso que pudiera haber contribuido al cese definitivo de las funciones vitales. En suma, es un paso crítico en la búsqueda de un asesino. Sí, de acuerdo, es el destripamiento de un ser humano, pero también una búsqueda de la verdad».
Barbara conocía bien todos esos hechos. ¿Por qué, entonces, había sido incapaz de mantener la distancia con la autopsia de Charlotte Bowen?, se preguntó.
La autopsia se había practicado en el hospital de San Marcos de Amesford, una reliquia de la era eduardiana construida al estilo de un chateau francés. El patólogo había trabajado con rapidez y eficacia, pero pese a la atmósfera profesional que reinaba en la sala, la incisión torácico-abdominal inicial en el cuerpo había provocado que las manos de Barbara sudaran de una manera ominosa. Supo al instante que tenía un problema.
El cuerpo de Charlotte Bowen, tendido sobre la mesa de acero inoxidable, apenas presentaba señales, salvo por un morado alrededor de la boca, unas marcas rojizas de quemaduras en las mejillas y la barbilla, y un corte en la rodilla. De hecho, la niña parecía más dormida que muerta. Por eso se le antojó una violación de su inocencia el corte efectuado en la piel perlífera de su pecho. Pero el patólogo cortó y recitó sus descubrimientos con voz inexpresiva a un micrófono que colgaba sobre su cabeza. Apartó sus costillas como si fueran ramas delgadas de un arbolito, y extrajo los órganos para investigarlos. Cuando hubo extraído la vejiga urinaria y enviado su contenido para analizarlo, Barbara supo que no iba a soportar lo que se avecinaba: la incisión en el cuero cabelludo de la niña, la separación de su piel para dejar al descubierto el diminuto cráneo, y el zumbido de la sierra eléctrica cuando cortara el hueso con el fin de exponer el cerebro.
«¿Es todo esto necesario? —quiso protestar—. Mierda, ya sabemos cómo murió».
Pero no era así, en realidad. Podían barajar especulaciones basadas en el estado del cuerpo y el lugar en que lo habían encontrado, pero las respuestas exactas que necesitaban sólo las proporcionaría aquel acto esencial de mutilación científica.
Barbara sabía que el sargento Reg Stanley la estaba vigilando. Desde el lugar en que se había situado, cerca de la balanza donde se pesaba cada órgano por separado, el hombre acechaba cada expresión que cruzaba por su cara. Esperaba a que huyera de la sala cubriéndose la boca con la mano. Si lo hacía, podría resoplar «Mujeres» con desdén. Barbara no quería concederle la oportunidad de rebajarla ante los hombres con quienes debería trabajar en Wiltshire, pero sabía que sólo le quedaban dos alternativas: humillarse vomitando en el suelo, o salir con la esperanza de encontrar un lavabo antes de vomitar en el pasillo.
No obstante, después de reflexionar (con el estómago cada vez más revuelto, la garganta cada vez más tensa y la sala dando vueltas ante sus ojos) comprendió que había una tercera alternativa.
Consultó su reloj con énfasis, fingió darse cuenta de que había olvidado algo, pasó las páginas de su libreta para subrayar el hecho y comunicó sus intenciones a Stanley, imitando una llamada telefónica con una mano en la oreja, mientras sus labios decían «He de llamar a Londres». El sargento asintió, pero su sonrisa cáustica informó a Barbara de que no le había convencido. «Que te den por el culo», pensó.
Ahora, en el lavabo de señoras, se enjuagó la boca. Le quemaba la garganta. Formó una copa con las manos y bebió con avidez. Se mojó la cara, la secó con la fláccida toalla azul enrollada en un dispensador de forma muy poco aséptica, y se apoyó contra la pared gris de donde colgaba.
No se sintió mucho mejor. El estómago se había vaciado, pero su corazón seguía repleto. Su mente decía: «Concéntrate en los hechos». Su espíritu contraatacaba: «Sólo era una niña».
Barbara resbaló hasta el suelo y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Esperó a que su estómago se calmara y los escalofríos remitieran.
La niña era tan menuda. Un metro y veintitrés centímetros, menos de veinticinco kilos de peso. Con muñecas que un solo dedo de adulto podría abarcar. Con extremidades cuya definición procedía no de músculos, sino de huesos de pajarillo. Con unos hombros finos y caídos, y el pubis carente por completo de vello.
Tan fácil de matar.
Pero ¿cómo? Su cuerpo no mostraba señales de lucha, ninguna indicación de traumatismos. No emanaba olor a almendras, ajo ni aceite de gaultería. No había monóxido de carbono en la sangre, ni cianosis en la cara, labios u orejas.
Barbara deslizó el brazo por debajo de la rodilla y consultó la hora. Ya habrían terminado. Tendrían alguna respuesta. Mareada o no, tenía que estar presente cuando el patólogo hiciera el informe preliminar. La reprobación que había visto en los ojos del sargento Stanley había sido suficiente para informarla de que no podía confiar en recibir de él la información pertinente.
Se incorporó con esfuerzo. Se acercó al espejo colgado sobre el lavabo. No tenía nada para darse color, de manera que debería confiar en sus limitados poderes psíquicos para vencer las sospechas del sargento Stanley acerca de su repentina desaparición. Bien, no podía evitarlo.
Le encontró en el pasillo, a cinco pasos de distancia del lavabo de señoras. Stanley fingía hallarse ocupado en extraer un chorro más fuerte de agua de una antigua fuente de porcelana. Cuando Barbara se acercó, se enderezó.
—Un trasto inútil —rezongó. Fingió que reparaba en su presencia—. ¿Ya ha hecho sus llamadas? —preguntó, y desvió la vista hacia la puerta del lavabo, como comunicándole su conocimiento de dónde estaban instalados todos y cada uno de los teléfonos públicos de Wiltshire. «Ahí no hay ninguna cabina, señorita», decía su expresión.
—Todas —dijo Barbara, y pasó por su lado en dirección a la sala de autopsias—. Sigamos con lo nuestro.
Reunió fuerzas para enfrentarse a lo que pudiera aguardar detrás de la puerta. Sintió un gran alivio al ver que había calculado bien el tiempo transcurrido. La autopsia había terminado, se habían llevado el cuerpo, y la única prueba que quedaba del procedimiento era la mesa de acero inoxidable sobre la cual se había practicado. Un técnico la estaba lavando con una manguera. Agua ensangrentada corría sobre el acero y se vertía por los agujeros y canales de los lados.
Sin embargo, otro cadáver esperaba las manipulaciones del patólogo. Yacía sobre una camilla, cubierto en parte por una sábana verde, con las manos aún dentro de una bolsa y una etiqueta atada al dedo gordo del pie derecho.
—Bill —llamó uno de los técnicos en dirección a un cubículo situado al otro extremo de la sala—. He puesto cintas nuevas en la grabadora, así que cuando quieras.
Barbara no estaba dispuesta a presenciar otra autopsia para obtener información de la primera, de modo que se encaminó hacia el cubículo. Dentro, el patólogo estaba bebiendo una taza de café. Su atención estaba centrada en un minitelevisor, en cuya pantalla dos hombres sudorosos se enfrentaban en un partido de tenis. El sonido estaba apagado.
—Vamos, cabeza de chorlito —murmuró—. Cuando sube a la red es mortal, y lo sabes. Ataca, ponle a la defensiva. ¡Sí! —Saludó al tenista con la taza. Vio a Barbara y al sargento y sonrió—. He apostado cincuenta libras en este partido, Reg.
—Deberías ir a Jugadores Anónimos.
—No. Sólo necesito un poco de suerte.
—Todos dicen lo mismo.
—Porque es verdad.
Bill apagó el televisor y miró a Barbara.
Barbara adivinó por su expresión que iba a preguntarle si se encontraba mejor, y no creía que el sargento Stanley necesitara que sus sospechas se avivaran. Sacó la libreta del bolso.
—Londres está esperando mi informe —dijo, y ladeó la cabeza en dirección al otro cadáver de la sala—, pero intentaré no retrasarle mucho. ¿Qué puede decirme?
Bill miró a Stanley, como inquiriendo quién mandaba. Barbara intuyó que el sargento, situado detrás de ella, le daba alguna especie de dispensa papal limitada, porque el patólogo empezó su informe.
—Las indicaciones superficiales son consistentes, aunque no hay ninguna muy pronunciada. —Tradujo su comentario inicial—. A simple vista, todas las condiciones aparentes, aunque no tan bien definidas como de costumbre, apuntan a una única causa de la muerte. El corazón estaba relajado. La aurícula y el ventrículo derechos estaban anegados en sangre. Los alveolos pulmonares estaban enfisematosas, los pulmones pálidos. La tráquea, bronquios y bronquiolos estaban llenos de espuma. Las mucosas estaban rojas y congestionadas. No había hemorragias petequiales debajo de la pleura.
—¿Qué significa todo eso?
—Que se ahogó.
Bill tomó un sorbo de café. Utilizó el mando a distancia para encender el televisor.
—¿Cuándo, exactamente?
—En los ahogamientos nunca hay un «exactamente», pero yo diría que murió entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de que encontraran el cuerpo.
Barbara calculó a toda prisa.
—Pero eso la sitúa en el canal el sábado por la mañana, no el domingo.
Lo cual significaba que alguien de Allington podía haber visto el coche que transportaba el cadáver de la niña. Porque el sábado los granjeros se levantaban a las cinco como de costumbre, según Robin. Sólo los domingos se quedaban en la cama. Se volvió hacia Stanley.
—Sus hombres tendrán que volver a Allington e interrogar a todo el mundo. Con el sábado, no el domingo, en mente. Porque…
—Yo no he dicho eso, sargento —la interrumpió Bill. Barbara volvió la cabeza hacia él.
—¿No ha dicho qué?
—No he dicho que estuviera en el canal entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de su muerte. He dicho que estaba muerta durante ese período antes de que la encontraran. Mis cálculos acerca del tiempo que pasó en el agua siguen en doce horas.
Barbara intentó comprender sus palabras.
—Pero ha dicho que se ahogó.
—Sí, desde luego.
—¿Sugiere que alguien encontró su cuerpo en el agua, lo sacó del canal y lo devolvió más tarde?
—No. Le estoy diciendo que no se ahogó en el canal.
Bebió el resto del café y dejó la taza sobre el televisor. Se acercó a un aparador y cogió un par de guantes de plástico de una caja de cartón. Los golpeó contra su palma.
—Esto es lo que ocurre en el típico caso de ahogamiento. Una única y fuerte inspiración por parte de la víctima, mientras el agua del fondo introduce partículas extrañas en el cuerpo. Bajo el microscopio, el fluido tomado de los pulmones muestra la presencia de esas partículas extrañas: algas, sedimentos y diatomeas. En este caso, esas partículas deberían coincidir con las algas, sedimentos y diatomeas presentes en una muestra de agua tomada del canal.
—¿No coinciden?
—Exacto. Porque no estaban allí, para empezar.
—¿Significa eso que la niña no hizo una «sola inspiración» bajo el agua?
Bill sacudió la cabeza.
—Es una función respiratoria automática, sargento, una fase de la asfixia terminal. En cualquier caso, había agua en los pulmones, lo cual indica que inhaló después de la inmersión. Sometida a análisis, el agua de sus pulmones no coincidió con el agua del canal.
—Está diciendo que se ahogó en otro sitio, supongo.
—Exacto.
—Partiendo del agua encontrada en su cuerpo, ¿sabe dónde murió?
—En otras circunstancias, sí. En estas, no.
—¿Por qué?
—Porque el fluido de sus pulmones coincidía con agua del grifo. Pudo morir en cualquier sitio. Pudieron ahogarla en una bañera, en el interior de un retrete, o colgada de los pies con la cabeza metida en un cubo. Hasta podría haberse ahogado en una piscina. El cloro se disipa con rapidez, y no hemos encontrado ni rastro en el cuerpo.
—Pero si la sujetaron para ahogarla, ¿no habría señales? Marcas en el cuello y los hombros. Marcas de ataduras en las muñecas o los tobillos.
El patólogo enfundó la mano derecha en un guante de látex.
—Sujetarla no fue necesario.
—¿Por qué no?
—Porque estaba inconsciente cuando la metieron en el agua. Es la causa de que las típicas señales de ahogamiento fueran menos marcadas que de costumbre, como ya dije al principio.
—¿Inconsciente? No ha hablado de ningún golpe en la cabeza o…
—No golpearon para que perdiera el sentido, sargento. De hecho, no la maltrataron de ninguna manera, ni antes ni después de su muerte. No obstante, el informe de toxicología demuestra que su cuerpo estaba repleto de benzodiapina. Una dosis tóxica, de hecho, considerando su peso.
—Tóxica pero no mortal —clarificó Barbara.
—Exacto.
—¿Cómo lo ha llamado? ¿Benzoqué?
—Una benzodiapina. Un tranquilizante. Este en particular es diazepán, aunque tal vez lo conozca por su nombre más común.
—¿Cuál es?
—Valium. A juzgar por la cantidad hallada en su sangre, combinada con las señales limitadas de ahogamiento, sabemos que estaba inconsciente cuando la sumergieron.
—¿Y muerta cuando llegó al canal?
—Oh, sí. Estaba bien muerta cuando llegó al canal. Y lo estaba desde hacía casi veinticuatro horas.
Bill se puso el segundo guante. Buscó en el aparador una mascarilla. Ladeó la cabeza hacia la sala de fuera.
—Temo que este va a ser especialmente maloliente —dijo.
—Ya nos íbamos —dijo Barbara.
Mientras seguía al sargento Stanley hacia el aparcamiento, reflexionó sobre la importancia de los descubrimientos del patólogo. Había pensado que progresaban con lentitud, pero ahora tenía la impresión de haber vuelto al principio. Agua del grifo en los pulmones de Charlotte Bowen significaba que podían haberla retenido en cualquier sitio antes de su muerte, que podía haberse ahogado en Londres tanto como en Wiltshire. Si ese era el caso, si la niña había sido asesinada en Londres, también habrían podido retenerla cautiva en Londres, con tiempo más que suficiente para matarla en la ciudad, y luego transportar su cadáver hasta el canal de Kennet y Avon. El Valium también sugería Londres, un tranquilizante prescrito para que la gente pudiera soportar la vida en la metrópoli. Todo lo necesario para que un londinense hubiera secuestrado y matado a Charlotte era que él o ella poseyeran algunos conocimientos sobre Wiltshire.
Por lo tanto, cabía que el sargento Stanley hubiera peinado la campiña para nada, y que el sargento Stanley hubiera desplegado más de un grupo de policías en busca del lugar de cautiverio de la niña para nada. Y también cabía la posibilidad, excelente, de que ella hubiera dado el visto bueno a la búsqueda de Robin Payne por locales de alquiler de barcas, aserraderos, esclusas, molinos y pantanos para nada.
«Qué desperdicio de material humano», pensó. Buscaban una aguja que probablemente ni siquiera existía. Y en un pajar del tamaño de la isla de Wight.
«Necesitamos algo para seguir adelante —se dijo—. Un testigo del secuestro que salga a la luz, encontrar una prenda de Charlotte, recobrar uno de sus libros de texto. Algo más que un cadáver con grasa debajo de las uñas». Algo que pudiera relacionar el cuerpo con el lugar.
¿Qué sería?, se preguntó. Y en aquel inmenso paisaje, si estaba allí y no en Londres, ¿cómo demonios lo iba a encontrar?
El sargento Stanley, que la precedía, se detuvo en los peldaños. Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo. Le ofreció el paquete, detalle que ella consideró una tregua tácita entre ambos. Hasta que vio el encendedor. Era una mujer desnuda, doblada por la cintura, y la llama salía por el culo.
«Puta mierda», pensó Barbara. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le daba vueltas y su mente intentaba analizar los hechos. Y aquí estaba, obligada a soportar la compañía del señor Misoginia disfrazado de sargento Cortesía. Esperaba que se ruborizara y emitiera algún comentario ultrafeminista, para poder divertirse después con sus amigotes del DIC.
«Muy bien —pensó—. Te complaceré, capullo». Cogió el encendedor de su mano. Le dio vuelta, dosificó la llama, lo encendió y lo examinó de nuevo.
—Notable. Increíble, de hecho. Me pregunto si se ha dado cuenta.
El sargento mordió el anzuelo.
—¿De qué? —preguntó.
Y Barbara tiró del sedal.
—Que si se baja los pantalones y se queda con el culo al aire, este encendedor será su viva imagen, sargento Stanley. —Se lo puso en la palma—. Gracias por el cigarrillo.
Se encaminó hacia el coche.
Los edificios abandonados de George Street habían sido invadidos por miembros de la policía científica. Con sus cajas de herramientas, sobres, frascos y bolsas, recorrían el edificio que St. James y Helen habían explorado días antes. En el piso de arriba estaban enrollando la alfombra para analizarla en el laboratorio, y prestaban especial atención a recoger huellas dactilares.
A medida que espolvoreaban la madera, el pomo de la puerta, el antepecho de la ventana, el grifo del agua, los cristales de la ventana y el espejo con el polvo negro, las huellas iban surgiendo. Había cientos, y parecían las alas rotas y amputadas de insectos de ébano. Los agentes se encargaban de recogerlas todas, no sólo las que encajaban en la misma clasificación de la que St. James había descubierto en el compartimiento de las pilas de la grabadora. Existían muchas posibilidades de que más de una persona estuviera implicada en la desaparición de Charlotte Bowen. Una huella identificable podría conducirles a esa persona y convertirse en la brecha que estaban buscando, si el edificio demostraba tener relevancia en el caso.
Lynley indicó que prestaran especial atención a dos sitios: el espejo del cuarto de baño y los grifos de debajo, así como la ventana que daba a George Street, uno de cuyos cristales había sido limpiado por alguien que quería observar con comodidad los edificios de Santa Bernadette, en Blandford Street. El propio Lynley se encontraba en la cocina de las dimensiones de una caja de cerillas, donde inspeccionaba aparadores y cajones en busca de algo que St. James hubiera pasado por alto durante su exploración del lugar.
Había poca cosa, observó que St. James lo había apuntado todo en una lista, con su típica atención a los detalles, durante la conversación que habían sostenido la tarde anterior. En un aparador estaba la taza de hojalata roja. Un cajón contenía un tenedor de dientes doblados y cinco clavos oxidados. Dos jarras mugrientas decoraban la encimera. No había nada más.
Mientras el agua goteaba en el fregadero, Lynley se inclinó sobre la encimera polvorienta y la examinó de cerca con detenimiento, en busca de algo que hubiera pasado inadvertido sobre la fórmica moteada. Paseó los ojos desde la pared hasta el extremo exterior de la encimera, desde el extremo exterior hasta la franja de metal que sujetaba el fregadero. Entonces lo vio: un fragmento azul (no más grande que la astilla de un diente) estaba encajado entre el metal que rodeaba el fregadero y la encimera.
Con una hoja delgada extrajo el fragmento azul de su alojamiento. Tenía un olor vagamente medicinal, y cuando lo rascó con la uña sobre la palma de la mano, vio que se desmenuzaba. ¿Parte de una droga?, se preguntó. ¿Alguna especie de detergente? Lo guardó en un frasco, lo etiquetó y lo entregó a un agente de la policía científica, con la instrucción de que fuera identificado lo antes posible.
Salió del piso al asfixiante corredor. Como estaba entablillado, había poca ventilación en el edificio. El olor a roedores, comida descompuesta y excrementos impregnaba el aire, un olor exacerbado por el calor de la primavera. Fue aquella característica la que comentó el detective Winston Nkata cuando subía la escalera al tiempo que Lynley bajaba al piso de la segunda planta.
—Este lugar es una letrina —murmuró cubriéndose la boca y la nariz con un impecable pañuelo blanco.
—Mira dónde pisas —advirtió Lynley—. Dios sabe lo que hay debajo de la basura que cubre el suelo.
Nkata avanzó con cuidado hasta la puerta del piso mientras Lynley entraba.
—Espero que a esos tipos les den una paga doble.
—Un aspecto más del glorioso trabajo policial. ¿Qué has averiguado?
Nkata esquivó las pilas de basura más significativas que la policía científica estaba inspeccionando. Se acercó a la ventana y la abrió, de forma que entró una brisa anodina. Al parecer, bastó para satisfacerle, porque bajó el pañuelo, aunque dio un respingo al percibir el olor.
—Me he puesto en contacto con la policía de Marylebone —dijo—. Los agentes de la comisaría de Wigmore Street son los encargados de hacer la ronda por Cross Keys Close. Tuvo que ser uno de ellos el que vio al vagabundo del que el señor St. James le habló.
—¿Y?
—Fracaso total. Ninguno recordaba haber ahuyentado a un vagabundo de la zona. Han estado ocupados, con la temporada turística y todo eso, y no toman nota de a quién echan ni de dónde. En consecuencia, nadie quiere decir que no sucediera, pero tampoco quieren sentarse con uno de nuestros Picassos para hacer un retrato del tipo.
—Mierda —masculló Lynley, viendo cómo se desvanecían sus esperanzas de una descripción aceptable del vagabundo.
—Eso mismo pensé yo. —Nkata sonrió y se tiró de la oreja—. Por eso me tomé algunas libertades.
Nkata y sus libertades habían desenterrado más de un fragmento de información vital. El interés de Lynley aumentó.
—¿Y?
El agente rebuscó en el bolsillo de la chaqueta. Se había llevado a uno de los dibujantes a comer, explicó meneando la cabeza, y Lynley comprendió que el dibujante era de sexo femenino. Se habían dejado caer por Cross Keys Close de paso, y visitado al escritor que había proporcionado a Helen la descripción del vagabundo expulsado del laberinto de callejuelas el mismo día que Charlotte Bowen había desaparecido. Con la dibujante trabajando y el escritor aportando detalles, habían llegado a componer un símil del hombre. Nkata, que se había tomado una libertad más con una admirable dosis de iniciativa, había tenido la perspicacia de pedir a la dibujante que hiciera un segundo esbozo, esta vez sin el pelo enmarañado, los bigotes y la gorra de punto, que bien podían ser parte de un disfraz.
—Esto es lo que obtuvimos. —Sacó los dos dibujos.
Lynley los estudió mientras Nkata continuaba. Dijo que había hecho copias de ambos y los había distribuido entre los agentes que solían recorrer la calle, en un intento de localizar el lugar de donde Charlotte había desaparecido. Había dado otros a los agentes que iban investigando por pensiones de mala muerte y burdeles, por si podían obtener el nombre del sujeto.
—Envía a alguien que enseñe los dibujos a Eve Bowen —dijo Lynley—. Y a su marido y al ama de llaves. Y a ese caballero del que me hablaste anoche, el que vigila la calle desde su ventana. Puede que uno de ellos nos proporcione algo.
—Comprendido.
En el pasillo, dos miembros de la policía científica estaban transportando la alfombra enrollada del piso de arriba. La llevaban a las espaldas como una obligación inmerecida.
—¡Ponte recto, Maxie! —exclamó uno mientras se tambaleaban hacia la escalera—. Apenas tengo espacio para maniobrar. Lynley fue a ayudarles y Nkata le siguió a regañadientes.
—Esto huele a meada de perro —dijo.
—Es probable que esté saturada —admitió Maxie—. Olerá muy bien en tu chaqueta, Winnie.
Los demás lanzaron risitas. Continuaron hasta la planta baja del edificio entre gruñidos, tropiezos, blasfemias y mucho tantear en pasillos mal iluminados. En la planta baja había mayor luz y un aire más respirable, puesto que habían quitado el metal y las tablas de la puerta principal para acceder al interior. Cruzaron la puerta con la alfombra enrollada y la arrojaron al interior de una furgoneta que esperaba en la calle. Nkata se sacudió el polvo con grandes aspavientos.
De vuelta a la acera, Lynley pensó en lo que le había dicho el agente. Si bien era cierto que debido al número ingente de turistas desperdigados por la zona que daba a Regent’s Park, el museo de cera o el planetario, la policía local no prestaría tanta atención a los vagabundos, parecía razonable suponer que alguien podría identificarle con la ayuda de los dibujos.
—Tendrás que hablar otra vez con la policía local, Winston —dijo—. Enseña el dibujo en la cantina, a ver si refrescas alguna memoria.
—Hay otra cosa —dijo Nkata—. No le va a hacer mucha gracia. En la policía local tienen veinte especiales, de propina.
Lynley maldijo por lo bajo. Veinte agentes especiales (voluntarios de la comunidad que vestían uniforme y paseaban como cualquier otro policía) significaban veinte individuos más que habrían podido ver al vagabundo. Al parecer, el caso se volvía más complejo a cada hora que pasaba.
—Tendrás que enseñarles también el dibujo.
—No se preocupe. Lo haré.
Nkata se quitó la chaqueta e inspeccionó el hombro donde había apoyado la alfombra. Una vez satisfecho, se la puso de nuevo y dedicó un momento a ajustar los puños de la camisa. Echó una mirada calculadora hacia el edificio del que acababan de salir.
—¿Cree que fue en este lugar donde retuvieron a la niña? —preguntó a Lynley.
—No lo sé. En este momento es una posibilidad, como lo es el resto de Londres. Por no mencionar Wilthsire.
Introdujo la mano maquinalmente en el bolsillo interior de la chaqueta donde, antes de abandonar el vicio dieciséis meses atrás, siempre guardaba el tabaco. Era curiosa la resistencia del hábito a desaparecer. La ceremonia de encender un cigarrillo estaba relacionada de alguna manera con el proceso de pensar. Tenía que hacer lo uno para estimular lo otro. Al menos, eso creía en momentos semejantes.
Nkata debió de darse cuenta, porque rebuscó en sus pantalones y extrajo un Opal Fruit. Lo tendió a Lynley sin decir nada y buscó otro para él. Desenvolvieron los dulces en silencio, mientras la policía científica seguía trabajando en el edificio abandonado.
—Tres posibles móviles —dijo Lynley—, pero sólo uno tiene sentido: todo este asunto fue un burdo intento de aumentar el tiraje del Source…
—No tan burdo —señaló Nkata.
—Burdo en el sentido de que no debía ser la intención de Dennis Luxford que la niña muriera. Si ese es nuestro móvil, aún hemos de saber el motivo. ¿Estaba en peligro el empleo de Luxford? ¿Otro periódico le había robado al Source una buena tajada de publicidad? ¿Ocurrió algo en su vida que le impulsó a cometer el secuestro?
—Tal vez las dos cosas. Problemas laborales. Menos ingresos por publicidad.
—¿O bien los dos delitos, el secuestro y el asesinato, fueron tramados por Eve Bowen para despertar una oleada de simpatía popular?
—Frío frío —dijo Nkata.
—Frío, sí, pero es una política, Winston. Quiere ser primera ministra. Ya ha pasado al carril rápido, pero tal vez le ha entrado impaciencia por llegar a la cumbre. Pensó en tomar un atajo y la respuesta fue su hija.
—Una mujer que pensara así sería un monstruo. Es antinatural.
—¿A ti te pareció natural?
Nkata chupó el Opal Fruit con aire pensativo.
—La cuestión es esta —dijo por fin—. No me trato con mujeres blancas. Una mujer negra es sincera sobre lo que desea y cuándo. Y cómo, sí, incluso dice al hombre como. Pero ¿una mujer blanca? No. La mujer blanca es un misterio. Las mujeres blancas siempre me parecen frías.
—¿Eve Bowen te pareció más fría que las otras?
—Sí, pero ¿qué pasa con esa frialdad? Es una cuestión de grado. Todas las mujeres blancas parecen gélidas con sus hijos. Si quiere saber mi opinión, era quien era.
Tal vez era un análisis más acertado que el suyo sobre la subsecretaria, pensó Lynley.
—Lo acepto. Lo cual nos deja sólo el móvil número tres: alguien intenta apartar a la señora Bowen del poder. Fue lo que ella supuso primero.
—Alguien que estaba en Blackpool cuando ella se lo hizo con Luxford —dijo Nkata.
—Alguien que saldrá beneficiado si ella cae. ¿Has investigado va a los Woodward?
—Son los siguientes de mi lista.
—Ponte en marcha.
Lynley sacó las llaves del coche.
—¿Y usted?
—Voy a hacer una visita a Alistair Harvie. Es de Wiltshire, no es amigo de la Bowen y estuvo en Blackpool durante el congreso tory.
—¿Cree que es nuestro hombre?
—Es un político, Winston —le recordó Lynley.
—Eso le proporciona un móvil, ¿no?
—Exacto. Para casi todo.
Lynley encontró al diputado Alistair Harvie en el Centaur Club, convenientemente emplazado a menos de un cuarto de hora a pie de Parliament Square. Antigua residencia de una de las amantes de Eduardo VII, el edificio era un despliegue de cornisas Wyatt, abanicos Adams techos Kauffmann. Su elegante arquitectura era un tributo al pasado georgiano y regencia del país (con detalles decorativos elaborados en toda clase de materiales, desde yeso a hierro forjado), pero su diseño interior era una declaración sobre el presente y el futuro. Si en otro tiempo el gran salón del primer piso del club había contenido una serie de muebles Hepplewhite y habitantes vestidos con elegancia que disfrutaban lánguidamente del té de la tarde, ahora albergaba un auténtico tráfico de hombres sudorosos en pantalones cortos y camiseta, que gruñían y jadeaban en toda clase de aparatos de gimnasia.
Alistair Harvie era uno de ellos. El diputado, con pantalones de correr, bambas y una cinta de toalla para el pelo (la cual recogía el sudor que resbalaba desde su cabello gris, esculpido con absoluta perfección), corría con el pecho desnudo sobre una cinta de andar encarada hacia un espejo, en el cual los atletas podían mirarse y meditar sobre sus perfecciones físicas o la falta de ellas.
Aquello era lo que parecía estar haciendo Harvie cuando Lynley se acercó a él. Corría con los brazos doblados, los codos apretados a los lados y los ojos clavados en su reflejo. Sus labios estaban apretados en lo que podía ser una sonrisa o una mueca, y mientras sus pies repiqueteaban en la cinta, que se movía a gran rapidez, respiraba rítmica y profundamente, como un hombre complacido en poner a prueba la resistencia de su cuerpo.
Cuando Lynley sacó su tarjeta de identificación y la sostuvo a la altura de los ojos de Harvie, el diputado no dejó de correr. Tampoco pareció preocupado por la visita de la policía.
—¿Le han dejado entrar? —se limitó a decir—. ¿Qué coño ha pasado con la privacidad en esta casa? —Hablaba con la inconfundible voz pastosa de un ex alumno de Wickham—. Aún no he terminado. Tendrá que esperar siete minutos. Por cierto, ¿quién le dijo dónde encontrarme?
Harvie tenía el aspecto de un hombre que se sentiría muy complacido de despedir a la menuda secretaria que había proporcionado la información a Lynley, nerviosa al ver su identificación.
—Sus horarios no constituyen ningún secreto, señor Harvie —dijo Lynley—. Me gustaría hablar con usted, por favor.
Harvie no reaccionó al oír a un policía que hablaba con la misma voz cultivada de un colegio privado.
—Ya se lo he dicho —contestó—. Cuando haya terminado.
Se llevó la muñeca derecha, protegida por una cinta absorbente, al labio superior.
—Temo que no dispongo de tiempo. ¿Quiere que le interrogue aquí?
—¿He olvidado pagar una multa de aparcamiento?
—Tal vez, pero eso no entra dentro de la jurisdicción del DIC.
—¿El DIC? —Harvie no disminuyó la velocidad. Habló entre inspiraciones reguladas con cuidado—: ¿Investigación criminal de qué?
—El secuestro y muerte de la hija de Eve Bowen, Charlotte. ¿Hablamos aquí, o prefiere que la conversación tenga lugar en otro sitio?
Los ojos de Harvie abandonaron por fin su reflejo y se clavaron en los de Lynley. Le miraron dudosos un instante, mientras un hombre de piernas torcidas, con un estómago demasiado prominente, subía a la cinta de andar contigua y empezaba a manipular los controles. Se puso en acción. Su usuario lanzó un grito y empezó a correr.
—Sin duda —dijo Lynley, en voz lo bastante alta para que le oyera el corredor de al lado—, se habrá enterado de que la niña fue encontrada muerta el domingo por la noche, señor Harvie. En Wiltshire. A una distancia no muy grande de su casa de Salisbury, según creo. —Apretó las manos contra los bolsillos de la chaqueta, como si buscara una libreta en la que apuntar la declaración de Alistair Harvie—. Lo que Scotland Yard quiere saber… —agregó con el mismo tono.
—De acuerdo —le interrumpió Harvie. Ajustó el mando de la cinta y su velocidad disminuyó. Cuando se detuvo, bajó—. Posee la sutileza de un vendedor ambulante victoriano, señor Lynley. —Cogió una toalla blanca que había sobre la barandilla de la cinta—. Voy a ducharme y cambiarme —dijo mientras se frotaba los brazos—. Puede acompañarme, si quiere masajearme la espalda, o puede esperar en la biblioteca. Como prefiera.
Lynley descubrió que la biblioteca era un eufemismo para designar el bar, aunque hacía honor a su nombre gracias al despliegue de periódicos y revistas que había sobre una mesa de caoba, situada en el centro de la sala, y dos paredes ocupadas por estantes, cuyos volúmenes encuadernados en piel daban la impresión de no haber sido abiertos en todo el siglo. Unos ocho minutos después, Harvie se acercó sin prisas a la mesa de Lynley. Se detuvo para intercambiar unas palabras con un octogenario que estaba haciendo un solitario con una rapidez desaforada. Después, paró en una mesa ocupada por unos jóvenes vestidos con trajes a rayas que examinaban el Financial Times y tecleaban en un ordenador portátil.
—Pellegrino y lima, George —dijo Harvie al camarero después de impartir sabiduría a los lechuguinos—. Sin hielo, por favor.
Por fin, se reunió con Lynley.
Se había puesto su conjunto de parlamentario. En el mejor estilo de la escuela privada, llevaba un traje azul marino lo bastante deshilachado para sugerir que un antiguo criado de la familia lo había utilizado antes que él. Lynley observó que su camisa combinaba con sus ojos azules penetrantes. Acercó una silla a la mesa y, una vez sentado, se desabrochó la chaqueta y tocó el nudo de la corbata con los dedos, que luego recorrieron el resto de la prenda.
—Tal vez pueda decirme a qué viene su interés en entrevistarme acerca de este asunto —dijo Harvie. En el centro de la mesa había un cuenco de frutos secos. Cogió cinco anacardos y los depositó en la palma de su mano—. Una vez sepa para qué ha venido, estaré más que dispuesto a contestar sus preguntas.
Harvie se llevó un anacardo a la boca. Agitó los otros en su mano.
«Responderás a mis preguntas tanto si te gusta como si no», pensó Lynley.
—Puede llamar a su abogado, si lo considera necesario —dijo.
—Eso me llevaría un poco de tiempo, y acaba de decir que no tiene mucho. No juguemos al gato y el ratón, inspector Lynley. Usted es un hombre ocupado, y yo también. De hecho tengo una reunión de comité dentro de veinticinco minutos. Le concedo diez. Sugiero que los administre con prudencia.
El camarero trajo la botella de Pellegrino y llenó un vaso. Harvie asintió con la cabeza en señal de agradecimiento, pasó un corte de lima por el borde del vaso y luego lo introdujo dentro del agua. Se llevó otro anacardo a la boca y lo masticó lentamente, mientras observaba a Lynley como si le animara a replicar.
Era absurdo enfrascarse en un duelo verbal, sobre todo en una situación en que su adversario llevaba ventaja por su vocación de ganar a toda costa.
—Usted se ha opuesto abiertamente a la construcción de una nueva cárcel en Wiltshire —dijo.
—En efecto. Puede que proporcione unos cuantos centenares de puestos de trabajo a mi distrito electoral, pero al coste de destruir cientos de hectáreas más de la llanura de Salisbury, dejando aparte el que algunos especímenes humanos de lo más indeseable invadan el condado. Mis electores se oponen con buenos motivos. Yo soy su voz.
—Tengo entendido que esto le pone en contra del Ministerio del Interior. Y de Eve Bowen en particular.
Harvie hizo rodar los restantes anacardos en su palma.
—No estará insinuando que planeé el secuestro de su hija por eso, ¿verdad? Sería una maniobra muy poco eficaz para trasladar el emplazamiento de la cárcel a otro sitio.
—Me interesa explorar toda su relación con la señora Bowen.
—No tengo la menor relación con ella.
—La conoció en Blackpool hace unos once años.
—¿De veras?
Harvie pareció perplejo, aunque Lynley se encontraba más que dispuesto a considerar aquella perplejidad como una demostración de la habilidad de los políticos para el disimulo.
—Fue en un congreso tory. Ella trabajaba como corresponsal político del Telegraph. Le entrevistó.
—No me acuerdo. He concedido cientos de entrevistas en la última década. Es casi imposible que recuerde alguna con detalle.
—Tal vez el desenlace refresque su memoria. Intentó acostarse con ella.
—¿De veras?
Harvie cogió el vaso y probó el agua. Parecía más intrigado que ofendido por la revelación de Lynley. Se inclinó hacia la mesa y rebuscó entre los frutos secos hasta encontrar más anacardos.
—No me sorprende —dijo—. No sería la primera reportera con la que habría querido acostarme después de la entrevista. ¿Lo hicimos, por cierto?
—Según la señora Bowen, no. Ella le rechazó.
—¿De veras? No es mi tipo. Tal vez tenía más ganas de comprobar su reacción ante la idea de echar un polvo que de tirármela.
—¿Y si hubiera accedido?
—Nunca he defendido el celibato, inspector.
Desvió la vista hacia el otro lado de la sala, en dirección a un alféizar que encuadraba un banco de terciopelo rojo raído situado bajo una ventana. Por las ventanas se veía un jardín en todo su esplendor, y las flores rojiazules de una glicina caían como uvas contra la ventana.
—Dígame —continuó Harvie, apartando la vista de las flores—, ¿se supone que he secuestrado a su hija como venganza de su rechazo en Blackpool? Un rechazo, fíjese bien, que no recuerdo, pero admito que pueda haber ocurrido.
—Como ya he dicho, en Blackpool era reportera del Telegraph. Sus circunstancias han cambiado bastante desde entonces. Las de usted, por el contrario, no han cambiado en absoluto.
—Es una mujer, inspector. Sus acciones políticas han subido más por ese detalle que por poseer algún talento superior al mío. Yo soy, como usted y como todos nuestros hermanos, una víctima de la exigencia feminista de que haya más mujeres en puestos de responsabilidad.
—Por lo tanto, si ella no ocupara ese puesto de responsabilidad, lo ocuparía un hombre.
—En el mejor de los mundos.
—Y es posible que ese hombre fuera usted.
Harvie terminó sus anacardos y se limpió los dedos con una servilleta.
—¿Qué conclusión debo extraer de ese comentario?
—Si la señora Bowen dimitiera de su puesto en el Ministerio del Interior, ¿quién tiene todos los números para ocuparlo?
—Ah. Usted me ve esperando entre bastidores, el suplente que aspira con desesperación a que una «fractura de pierna» se convierta en algo más que un deseo de buena suerte para la estrella de la función. ¿Me equivoco? No se moleste en contestar. No soy idiota. De todos modos, la pregunta revela lo poco que sabe usted de política.
—No obstante, si me hace el favor de contestar…
—No me opongo al feminismo per se, pero admito que el movimiento se nos ha ido de las manos, sobre todo en el Parlamento. Hay mejores cosas en que ocupar nuestro tiempo que enzarzarnos en discusiones sobre si tendrían que venderse tampones y medias en el palacio de Westminster, o instalarse una guardería al servicio de las diputadas que tengan hijos pequeños. Es el centro de nuestro gobierno, inspector, no el departamento de servicios sociales.
Lynley decidió que obtener una respuesta directa de un político era como intentar ensartar una serpiente aceitada con un palillo.
—Señor Harvie —dijo—, no quiero que llegue tarde a su reunión. Por favor, conteste mi pregunta. ¿Quién tiene todos los números?
—Le gustaría que tirara piedras sobre mi propio tejado, pero yo no cuento con la menor posibilidad si Eve Bowen dimite. Es una mujer, inspector. Si quiere saber quién sale ganando si renuncia a su cargo de subsecretaria, tendrá que investigar a las otras mujeres de los Comunes, no a los hombres. El primer ministro no sustituirá a una mujer por un hombre, sean cuales sean sus cualificaciones. No sucederá debido al clima que se respira en este momento y a los resultados que obtiene en las encuestas.
—¿Y si también dimitiera como parlamentaria? ¿Quién saldría ganando?
—Dispone de más poder gracias a su cargo en el Ministerio del Interior del que tendría como simple diputada. Si quiere saber quién saldría ganando si renuncia, investigue a las personas cuyas vidas se ven más afectadas por su presencia en el Ministerio del Interior. Yo no soy una de ellas.
—¿Quién, pues?
Harvie cogió dos nueces de la cesta mientras meditaba la pregunta.
—Presidiarios —dijo—. Inmigrantes, estafadores, falsificadores de pasaportes.
Hizo ademán de llevarse una nuez a la boca, pero se detuvo de repente y bajó la mano.
—¿Alguien más? —preguntó Lynley.
Harvie dejó las nueces junto a su vaso.
—Esta clase de cosas… —dijo, más para sí que para Lynley—. Lo ocurrido a la hija de Eve no es su método habitual de proceder. Además, con el actual ambiente de colaboración… Pero si ella dimitiera, tendrían un enemigo menos…
—¿Quiénes?
Harvie levantó la vista.
—Ahora que se ha establecido un alto el fuego y se han iniciado las negociaciones, no creo que quieran complicar las cosas, pero aun así…
—¿Alto el fuego? ¿Negociaciones? ¿Está hablando del…?
—Exacto —dijo Harvie, muy serio—. Del IRA.
Eve Bowen, explicó, había sido desde el primer momento una de las enemigas más encarnizadas de entablar negociaciones con el Ejército Republicano Irlandés. Los pasos dados hacia la paz en Irlanda de Norte no habían conseguido aplacar sus sospechas sobre las intenciones reales de los Provos. En público, por supuesto, apoyaba los esfuerzos del primer ministro por solucionar el problema irlandés. En privado, proclamaba su creencia de que el INLA, siempre más radical que el IRA Provisional, tenía muchas posibilidades de reciclarse y surgir como una fuerza activa y violenta contra el proceso de pacificación.
—Ella cree que el gobierno debería hacer algo más que prepararse para el momento en que las conversaciones se interrumpan o el INLA entre en acción —dijo Harvie.
Creía que el gobierno debía estar preparado para cortar de raíz posibles problemas, sin correr el riesgo de afrontar otra década de bombas en Hyde Park y Oxford Circus.
—¿Cómo se propone hacerlo el gobierno? —preguntó Lynley.
—Examinando formas de aumentar los poderes del RUC (Policía Real del Ulster) y aumentando el número de tropas desplegadas en el Ulster, todo a escondidas, por supuesto, al tiempo que afirma creer a pies juntillas en el proceso negociador.
—Un asunto peligroso —comentó Lynley.
—No sólo eso.
Harvie explicó a continuación que Eve Bowen también proponía aumentar la presencia de la policía secreta en Kilburn. Su propósito sería identificar y controlar a los partidarios londinenses de los elementos disidentes del IRA, dedicados a pasar de contrabando armas, explosivos y guerrillas en Inglaterra, por si no obtenían lo que deseaban de las conversaciones de paz.
—Parece que no cree que pueda llegarse a una solución —dijo Lynley.
—Exacto. Su postura oficial es doble. Primero, como ya he dicho, el gobierno ha de estar preparado para el momento en que las conversaciones con el Sinn Fein se rompan. Y segundo, que esos seis condados votaron su integración en el Imperio Británico, y por Dios que merecen la protección del Imperio hasta las últimas consecuencias. Es un sentimiento muy popular entre aquellos empecinados en creer que todavía existe un Imperio Británico.
—Usted no está de acuerdo con su punto de vista.
—Soy realista, inspector. Durante dos décadas, el IRA ha demostrado bastante bien que no va a desintegrarse porque ejecutemos a sus miembros sin juicios ni zarandajas siempre que tengamos la oportunidad. Al fin y al cabo, son irlandeses. Se reproducen sin cesar. Cuando encarcela a uno, hay diez más procreando bajo una foto del Papa. No, la única forma sensata de acabar con el conflicto es negociar un acuerdo.
—Algo a lo que Eve Bowen se resiste.
—Muerte antes que deshonor. Pese a lo que diga en público, Eve cree que si ahora negociamos con los terroristas, ¿dónde estaremos dentro de diez años? —Consultó su reloj y bebió el resto del agua. Se puso en pie—. No es típico de ellos secuestrar y asesinar al hijo de un político. Tampoco diría que ninguno de los dos casos, por horrible que pueda resultar para Eve, dará como resultado que dimita de su cargo. A menos que haya algo relacionado con esos dos casos que yo ignore…
Lynley no contestó.
Harvie volvió a abrocharse la chaqueta y ajustó sus puños.
—En cualquier caso —dijo—, si busca a alguien que pueda salir particularmente beneficiado si ella dimite, piense en el IRA y sus grupos afines. Podrían estar en cualquier sitio. Nadie mejor que un irlandés con una causa para integrarse en un ambiente hostil sin llamar la atención.