Cuando el despertador sonó a las cuatro y media de la mañana siguiente, Barbara Havers despertó como de costumbre: lanzó un grito de sobresalto y se incorporó como si un martillo, en lugar de un ruido, hubiera hecho añicos el cristal que era su sueño. Manoteó en busca del botón de la alarma y la silenció. Parpadeó en la oscuridad. Una fina película de tenue luz, de la anchura de un dedo, se filtraba por una rendija entre las cortinas. Frunció el entrecejo, sabiendo que no había despertado en Chalk Farm, y por un momento se preguntó dónde demonios estaba. Procuró serenar sus pensamientos. Abarcaban el día anterior, Londres, Hillier, Scotland Yard y la autovía. Después recordó una jungla de zarza, almohadas de encaje, muebles abarrotados, aforismos sentimentales bordados en punta de aguja y papel pintado floreado. Metros de papel pintado floreado. Kilómetros, de hecho. El BB Lark’s Haven, concluyó Barbara. Estaba en Wiltshire.
Se volvió hacia el borde de la cama y buscó a tientas la luz. Cerró los ojos cuando se encendió y buscó al pie de la cama su impermeable negro de plástico, que hacía las veces de bata siempre que viajaba. Se lo puso y cruzó la habitación en dirección al lavabo. Abrió el agua y, cuando su valentía se lo permitió, levantó la cabeza hacia el espejo.
No supo qué era peor: la visión de su cara hinchada por el sueño, todavía con la huella de la almohada en una mejilla, o el reflejo del papel pintado floreado. En este caso, se trataba de crisantemos amarillos, rosas malva, cintas azules y, desafiando a la razón y la botánica, hojas azules y verdes. Aquel encantador motivo se repetía tanto en el cubrecama como en las cortinas. Barbara casi pudo oír a los huéspedes extranjeros, ansiosos por experimentar la vida entre los nativos, alborozados ante la perfección británica del BB. «Oh, Frank, ¿a que siempre habíamos imaginado que una casita inglesa sería así? Qué delicia. Qué encanto. Qué preciosidad».
«Qué repugnante», pensó Barbara. Además, no era una casita, sino un sólido caserón de ladrillo a las afueras del pueblo, en Burbage Road. Pero sobre gustos no había nada escrito, y daba la impresión de que a la madre de Robin Payne le gustaba la casa tal como estaba.
—Mamá la redecoró el año pasado —había explicado Robin cuando la condujo hasta su habitación. Una pequeña placa de cerámica sujeta a la puerta (que gracias a Dios no estaba empapelada) anunciaba que su alojamiento se llamaba «El Escondrijo del Grillo»—. Con la tierna colaboración de Sam, por supuesto —añadió, y puso los ojos en blanco.
Barbara les había conocido en la sala de estar: Corrine Payne y su «recién prometido», como llamaba a Sam Corey. Eran unos babosos de primer orden, lo cual parecía en consonancia con la atmósfera general que reinaba en el BB, y cuando Robin había conducido a Barbara desde su coche a la cocina, y de allí a la sala de estar, la pareja no había dudado en comunicarle su devoción mutua. Corrine era la «perita en dulce» de Sam. Sam era el «chavalín» de Corrine. Y hasta que Corrine vio el parche en la cara de su hijo, sólo tuvieron ojos el uno para la otra.
El parche fue una momentánea distracción de los besitos y arrumacos. Cuando Corrine lo vio, se volvió desde el sofá y dijo:
—¡Robbie! ¿Qué te has hecho en tu bonita cara?
Pidió a su chavalín que fuera a buscar yodo, algodón y alcohol, a fin de que mamá pudiera curar a su precioso muchacho, pero antes de que Sam Corey pudiera complacerla, la creciente angustia de Corrine dio paso a lo que parecía un ataque de asma, y con el grito de «Ya me ocupo yo, perita en dulce», su recién prometido fue en busca de su inhalador. Mientras Corrine lo utilizaba, Robin aprovechó la oportunidad para sacar a Barbara de la habitación.
—Lo siento —había dicho en voz baja cuando llegaron al rellano—. No siempre son tan desagradables. Es que acaban de prometerse y están un poco pasados de rosca.
Barbara pensó que «un poco» no hacía justicia a la realidad. Como ella no contestó, Robin continuó, con expresión afligida.
—Tendríamos que haberla alojado en el King Alfred, ¿verdad? O en algún hotel de Amesford. O en otro BB. Este lugar es demasiado. Ellos son demasiado. Pero él no siempre está aquí, y pensé…
—Robin, es fantástico. Todo está bien —le interrumpió Barbara—. Ellos están… —«Agilipollados», quería decir, pero fue condescendiente—. Están enamorados. Ya sabe lo que pasa cuando uno está enamorado —añadió, como silo supiera.
Robin se detuvo antes de abrir la puerta. Dio la impresión de que la catalogaba como hembra por primera vez, lo cual Barbara encontró desconcertante, sin saber por qué.
—Es usted muy amable, ¿verdad? —dijo, y pareció darse cuenta de que su frase era ambigua. Se apresuró a continuar—. Su cuarto de baño es la puerta de al lado. Espero… Sí. Bien, que duerma bien.
Abrió la puerta y se escabulló convertido de repente en un montón de codos, rótulas y espinillas en su prisa por «dejar que se acomodara».
Bien, había pensado Barbara, y se había acomodado lo mejor posible en una habitación llamada El Escondrijo del Grillo.
Aún no había sacado de la maleta las bragas y las medias. Su sudadera colgaba de un gancho clavado en la puerta. Las camisas y pantalones colgaban en el ropero. Su cepillo de dientes se erguía dentro de un vaso, al lado del lavabo.
Lo estaba utilizando con su acostumbrado vigor matutino, cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Preparada para el té de la mañana, Barbara? —preguntó una voz jadeante.
Con la boca todavía espumajosa, Barbara abrió la puerta y vio a Corrine Payne con una bandeja en las manos. Pese a la hora intempestiva, estaba completamente vestida, maquillada y peinada. De no haber llevado ropas diferentes por la noche, y de no ser por el peinado distinto, Barbara habría pensado que no se había acostado.
Resollaba levemente, pero le dedicó una sonrisa cuando entró, y empleó la cadera para cerrar la puerta. Dejó la bandeja sobre la cómoda.
—¡Uf! —dijo—. Voy a descansar un poquito. —Se apoyó contra la cómoda e inhaló varias veces—. Primavera y verano —explicó—. Lo peor de lo peor. El polen del aire. —Indicó la bandeja—. Té. Adelante. Enseguida me repondré.
Barbara no dejó de observar a la mujer con un ojo mientras terminaba de enjuagarse la boca. La respiración de Corrine parecía aire liberado de un globo. Sería maravilloso que se desmayara mientras Barbara engullía el Formosa Oolong.
Pero al cabo de un momento, durante el cual Barbara oyó pasos en el pasillo, Corrine dijo:
—Mejor. Mucho mejor. —Su respiración parecía apaciguarse—. Robbie ya está levantado y preparado, y lo normal sería que él hubiera traído el té. —Sirvió a Barbara una taza. Era fuerte, del color de la canela horneada—. Pero siempre le prohíbo llevar el té de la mañana a las jóvenes. No hay nada peor que un hombre vea a una mujer por la mañana antes de que esté presentable. ¿A que tengo razón?
La única experiencia que Barbara había tenido con un hombre, diez años atrás, no había incluido la mañana.
—Mañana o noche —contestó, pues—, a mí me da igual. Añadió un poco de leche al té.
—Porque es joven y su piel se conserva fresca… ¿Cuántos años tiene? ¿Le importa que se lo pregunte, Barbara?
Barbara consideró la posibilidad de quitarse unos cuantos años, pero como ya había revelado su edad a Robin, era absurdo mentir a la madre.
—Maravilloso —dijo Corrine—. Me acuerdo bien de cuando tenía treinta y tres años.
Lo cual, decidió Barbara, no era difícil. Corrine tenía bastante menos de cincuenta años, algo que la había sorprendido cuando la conoció la noche anterior. Su madre tenía sesenta y cuatro años.
Como Robin Payne era más o menos de su edad, Barbara no estaba preparada para encontrar una madre que le habría alumbrado de adolescente. Se preguntó, con una amargura inusual, cómo sería tener una madre que estuviera en mitad de su vida, en lugar de estar acercándose al final, tener una madre en posesión de sus facultades, en lugar de estar perdiendo la batalla contra la demencia.
—Sam es mucho mayor que yo —dijo Corrine—. Supongo que ya se habrá dado cuenta. La vida es extraña. Pensaba que nunca me enamoraría de un hombre calvo. El padre de Robbie tenía mucho pelo. Montones. En todas partes. —Alisó el tapete de encaje que cubría la superficie de la cómoda—. Pero ha sido muy bueno conmigo. Tiene una infinita paciencia con esto. —Utilizó tres dedos para palmearse el hueco de la garganta—. Cuando por fin me pidió en matrimonio, ¿qué iba a hacer, sino aceptar? Es una solución perfecta, porque deja libre a Robbie. Ahora podrá casarse con su Celia. Es una chica encantadora, adorable. Muy dulce. Es la prometida de Robbie, ¿sabe?
La suavidad de su voz no engañaba. Barbara la miró a los ojos y leyó en ellos. Tuvo ganas de decir: «No sufra, señora Payne. No persigo a su hijo, y aunque lo hiciera, no es probable que sucumbiera a mis dudosos encantos».
—Me pondré algo —dijo en cambio, mientras sorbía el té— y bajaré en un par de minutos.
Corrine sonrió.
—Estupendo. Robbie le está preparando el desayuno. Espero que le guste el beicon.
Salió sin esperar respuesta.
Robin surgió de la cocina justo cuando Barbara llegaba al comedor. Llevaba una sartén en la mano y depositó dos huevos fritos en su plato.
—Falta poco para el amanecer —dijo después de echar un vistazo por la ventana, aunque el cielo se le antojó a Barbara oscuro como boca de lobo.
La noche anterior, mientras caminaban hacia la casa después de aparcar, Barbara había anunciado su intención de visitar el lugar donde había aparecido el cadáver a la misma hora del día en que el cuerpo había entrado en el agua. Robin se había encogido («Eso significa que deberemos salir a las cinco menos cuarto», había señalado), pero ella había respondido con un «Estupendo. Póngase el despertador». Y ahora parecía tan despierto como si se levantara cada día cuando aún era de noche, si bien ahogó un bostezo mientras le deseaba bon appétit y regresaba a la cocina.
Barbara empezó a comer los huevos. Como no había nadie presente que pudiera comentar sus modales, mojó la yema con una tostada. Engulló el beicon con zumo de naranja y terminó. Echó una mirada de curiosidad a su reloj. Tres minutos de gastronomía. Un nuevo récord, definitivamente.
Payne se mostró tímido camino del lugar de los hechos. Barbara, aliviada, descubrió que también era fumador, así que encendieron cigarrillos y llenaron el Escort de partículas cancerígenas. Al cabo de unos minutos de silenciosa inhalación de nicotina, Payne desvió el coche de Marlborough Road y se internó por una senda más estrecha que corría por detrás de la oficina de correos del pueblo y desembocaba en la campiña.
—Antes trabajaba allí —dijo de repente, y señaló la oficina de correos con la cabeza—. Pensaba que me quedaría atrapado en ella para siempre. Por eso ingresé tan tarde en el DIC. —La miró de reojo, como ansioso por clarificar sus palabras y las preocupaciones que hubieran causado a Barbara. Se apresuró a continuar—. He seguido cursos extra para ponerme al día.
—La primera investigación siempre es la más difícil —dijo Barbara—. La mía lo fue. Supongo que lo hará bien.
—Obtuve cinco sobresalientes —explicó Payne—. Pensé en acceder a la universidad.
—¿Por qué no lo hizo?
Payne bajó un poco la ventanilla y tiró la ceniza del cigarrillo.
—Por mi madre —dijo—. El asma le va y le viene. Ha tenido algunos ataques bastante graves a lo largo de los años, y pensé que no podía dejarla sola. —Volvió a mirarla de reojo—. Suena como si estuviera atado a sus faldas, supongo.
«No lo creo», pensó Barbara. Pensó en su propia madre (en sus padres, de hecho) y en los años de mujer adulta que había vivido en la casa familiar de Acton, antes y después de la muerte de su padre, prisionera de la mala salud de este y de la erosión mental de su madre. Nadie podía entender mejor que Barbara lo que significaba vivir prisionera.
—Ahora tiene a Sam —contemporizó—, de modo que su libertad ya se vislumbra en el horizonte, ¿no?
—¿Se refiere a nuestro «chavalín»? —preguntó con sarcasmo—. Oh, sí. Ya lo creo. Si el matrimonio llega a celebrarse seré libre. Si llega a celebrarse.
Lo dijo como un hombre que ya hubiera estado antes a las puertas de la libertad, sólo para ver sus planes y esperanzas frustrados. Celia, pensó Barbara, quienquiera que fuese, debería poseer la constitución de una optimista congénita.
La senda ascendía sobre un puente que abarcaba el canal de Kennet y Avon.
—Wilcot —dijo Robin para identificar la aldea de casas de tejados de paja que se extendían a lo largo de las orillas del canal, como cuentas deformes de un collar. A continuación, dijo que el lugar de los hechos no estaba demasiado lejos.
Barbara consultó el reloj del salpicadero para ver si sería muy cerca de las cinco cuando llegaran. Eran las cuatro y cincuenta y dos minutos. «Puntuales como un reloj», pensó.
Se adentraron más en la campiña y la carretera se desvió hacia el oeste. Hacia el sur se extendían tierras de labranza, donde el trigo, de un color glauco debido a la proximidad de la aurora, se balanceaba por la brisa que producía el coche. Hacia el norte se alzaban los pastizales, a través de los cuales estiraba el cuello en un galope inmóvil uno de los caballos de yeso blancos de Wiltshire, una presencia espectral que perforaba la oscuridad.
Cuando entraron en la aldea de Allington, el cielo estaba virando del negro al color de las palomas de Trafalgar Square.
—Ya llegamos —dijo Robin.
No obstante, en lugar de conducir directamente hasta el lugar de los hechos, efectuó un circuito completo de la aldea, para enseñar a Barbara los dos accesos desde la carretera principal. Un acceso estaba más al norte y cortaba por Park Fanal y media docena de casas de estuco con tejados rojos. El otro estaba más cerca de Wilcot y el camino por el que habían venido, y dividía en dos secciones casi todo Manor Farm, cuyas casas, establos y edificios anexos se alzaban detrás de muros de ladrillo cubiertos de verdor.
Ambas rutas de acceso convergían en una senda llena de baches, y se internaron por ella, mientras Robin se disculpaba por la suspensión del coche y le explicaba que sólo quedaban tres kilómetros hasta su punto de destino.
Barbara asintió, pero estaba ocupada tomando nota de la zona. Incluso a las cinco de la mañana, había luces en tres casas. No había salido nadie, pero si un vehículo hubiera pasado por allí a la misma hora en un día anterior de la semana, alguien lo habría oído o visto, y sólo estaría esperando la pregunta apropiada para que su memoria se refrescara.
—¿El DIC ha hablado con cada una de las casas? —preguntó.
—Antes que nada.
Robin cambió a primera, y el coche avanzó con dificultades. Barbara se cogió al tablero.
—Quizá deberíamos hablar con todos otra vez.
—Se podría hacer.
—Puede que se hayan olvidado. Alguien tenía que estar levantado. Ahora hay gente levantada. Si pasó un coche…
Robin silbó entre dientes. Era el sonido de una duda que no se decidía a tomar cuerpo.
—¿Qué? —preguntó Barbara.
—Lo ha olvidado. Tiraron el cuerpo el domingo por la mañana.
—¿Y qué?
Payne disminuyó la velocidad para evitar un bache tamaño familiar.
—Usted es de ciudad, ¿no? El domingo es día de descanso en el campo, Barbara. Los campesinos se levantan antes del alba seis días a la semana. El séptimo día hacen lo que Dios sugirió y se levantan más tarde. Quizá a las seis y media, pero ¿a las cinco? Ni por asomo.
—Maldita sea —masculló Barbara.
—No facilita el trabajo —admitió el agente.
Donde la pista se elevaba para encontrarse con un puente, frenó a la izquierda y apagó el motor, que tosió tres veces antes de enmudecer. Salieron al aire de la mañana.
—Por aquí —dijo Robin, y la guio al otro lado del puente, donde una pendiente cubierta de hierba descendía hasta el camino de sirga que corría paralelo al canal.
Crecían cañas en abundancia, al igual que flores silvestres. Moteaban las orillas de color verde oscuro como estrellas de color rosa, blancas y amarillas. Entre las cañas anidaban aves acuáticas, y cuando remontaron el vuelo, sus repentinos graznidos fueron el único sonido que se oyó en kilómetros a la redonda. Al este y oeste del puente había barcas amarradas a lo largo de las orillas del canal, y cuando Barbara se volvió hacia Robin para preguntar por ellas, explicó que no eran residentes permanentes, sólo viajeros. No habían estado en el lugar el día que descubrieron el cuerpo. Mañana ya se habrían marchado.
—Van a Bradford-on-Avon —dijo—. A Bath, a Bristol. Suben y bajan por el canal de mayo a septiembre. Amarran donde pueden para pasar la noche. Gente de ciudad, la gran mayoría. —Sonrió—. Como usted.
—¿Dónde alquilan las barcas?
Robin sacó los cigarrillos y le ofreció uno. Utilizó una cerilla para encender primero el de ella, y protegió la llama de la brisa con la mano alrededor de la suya. Barbara descubrió que su piel era suave y fría.
—Las alquilan —contestó Robin—. En cualquier punto de un canal cercano a una ciudad hay gente que alquila barcas.
—¿Por ejemplo?
Robin hizo girar el cigarrillo entre el índice y el pulgar, mientras meditaba la pregunta.
—Hungerford, por ejemplo. Kintbury. Newbury. Devizes. Bradford-on-Avon. Incluso Wootton Cross.
—¿En Wootton Cross?
—Hay un muelle subiendo por Marlborough Road, donde el canal atraviesa el pueblo. Se alquilan barcas allí.
Barbara entrevió las complejidades del caso. Miró hacia la senda por la que habían llegado a través del humo de su cigarrillo.
—¿Adónde conduce si se continúa?
Robín siguió la dirección de su mirada e indicó el sudeste con la mano que sostenía el cigarrillo.
—Sigue atravesando los campos —dijo—. Termina en un bosquecillo de sicomoros, a eso de un kilómetro y medio.
—¿Hay algo allí?
—Sólo árboles. Vallas para delimitar los campos. Nada más. Peinamos el terreno el domingo por la tarde. Podemos echar otro vistazo si quiere, cuando haya un poco más de luz.
En aquel momento, la luz continuaba aumentando de intensidad desde el este, donde un haz gris pálido se estaba adentrando en la oscuridad como dedos extendidos. Sabía que la investigación iba muy retrasada. Habían transcurrido cinco días desde la desaparición de Charlotte Bowen, seis incluyendo el actual. Cuarenta y ocho horas habían pasado desde el descubrimiento del cadáver, y sólo Dios sabía cuántos desde su muerte. Cada vez que un grano de arena caía en la parte inferior de la clepsidra, la pista se enfriaba, los recuerdos de la gente se emborronaban y la posibilidad de concluir con éxito el caso eran más remotas. Barbara lo sabía. Al mismo tiempo, sabía que se sentía impelida a recorrer un terreno ya hollado. «¿Por qué?», se preguntó. Sabía la respuesta. Era su oportunidad de dejar huella (y también la del detective Payne), y estaba dispuesta a lograrlo.
Aquella compulsión no servía a los intereses de la familia de Charlotte Bowen ni a los de la justicia.
—Si ustedes no han encontrado nada… —dijo.
—Ni pizca.
—En ese caso, nos ceñiremos a lo que hay.
Caminaron unos metros junto al canal, hasta el lugar exacto donde las cañas habían retenido el cadáver. Barbara le precedió hasta el puente, una construcción arqueada de ladrillos, bajo la cual un parche de cemento formaba una estrecha plataforma sobre el agua. Tiró el cigarrillo al canal, y cuando vio que Robin se encogía, dijo:
—Lo siento, pero aún no hay bastante luz, y quiero ver… —El agua corría hacia el oeste—. Hay dos posibilidades. —Palmeó el arco del puente que se curvaba sobre sus cabezas—. El tipo aparca arriba, baja por el sendero, desaparece bajo el puente con el cadáver. Se ha esfumado en… ¿dos segundos? Arroja el cuerpo al agua. El cuerpo flota. La corriente lo arrastra hasta el cañaveral.
Regresó hacia el camino de sirga. Robin la siguió. Al contrario que ella, apagó el cigarrillo con el tacón del zapato y guardó la colilla en el bolsillo.
En presencia de un ecologismo tan escrupuloso, Barbara se sintió lo bastante culpable como para ir a recoger su cigarrillo del agua.
—O bien llegó aquí en barca —dijo en cambio—. La arrojó por el extremo posterior… ¿Qué es, la proa, la popa?
—La popa.
—Eso. La tiró por la popa y siguió navegando, otro dominguero de paseo por el canal.
—Por lo tanto, hemos de investigar en todos los puntos de alquiler.
—Eso parece. ¿El sargento Stanley ha dedicado un equipo a la tarea?
Robin hizo entrechocar los dientes delanteros, como la noche anterior, cuando la forma en que el sargento Stanley llevaba el caso había salido a colación.
—¿Eso significa no?
—¿Qué? —preguntó Robin, confuso.
—Lo que está haciendo con los dientes.
Los tocó con la lengua y lanzó una breve carcajada.
—No se pierde detalle. Tendré que estar alerta todo el tiempo.
—No estaría mal. En cuanto al sargento… Vamos, Robin. Esto no es un test de lealtad. Necesito saber cómo están las cosas.
La respuesta sesgada del agente le proporcionó la información que deseaba.
—Si no le importa, me gustaría ir a explorar un poco hoy. Ha de asistir a la autopsia, ¿no? El Yard quiere que investigue determinadas cosas. Ha de llamar por teléfono y hablar con gente. Ha de escribir informes. Yo lo veo así: podría hacerle de chófer, cosa que no me disgusta, se lo aseguro, ser su mano derecha, o podría ser otro par de ojos y oídos. Por ahí.
Alzó la barbilla para señalar en dirección a la senda, el coche y el resto de Witshire.
Barbara no pudo por menos que admirar su diplomacia. Cuando ella regresara a Londres, Robin seguiría trabajando con el sargento Stanley. Ambos sabían que el delicado equilibrio de su relación tenía que ser su principal preocupación, si quería ascender en el DIC.
—De acuerdo —dijo Barbara.
Se encaminó hacia la pendiente que subía a la senda. Oyó los pasos pesados del agente detrás de él. Se detuvo en lo alto y le miró.
—Robin —dijo. Él levantó la vista—. Creo que serás un buen detective.
Los dientes de Robin destellaron en una sonrisa y se apresuró a agachar la cabeza. La luz era mala, pero de haber sido mejor, Barbara estaba segura de que le habría visto ruborizarse.
—Juro por Dios que yo no lo hice —dijo Mitchell Corsico, acalorado—. ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que quiero cavarme mi propia tumba?
Tiró hacia arriba de sus tejanos, nervioso, y paseó por el escaso espacio disponible que quedaba en el despacho de Rodney Aronson, mientras Rodney observaba al reportero desde detrás de su escritorio y escuchaba el crujido de sus botas de vaquero. Desenvolvió una barra de Aero con su habitual atención a la delicadeza de la operación y dejó al descubierto un trozo de chocolate.
—No puedo olvidar tus amenazas de ayer, Mitch —dijo Rodney, mientras mordía el trozo de chocolate y con la lengua lo situaba en el interior de la mejilla—. No dudo que comprenderás nuestras preocupaciones.
Corsico no pasó por alto la utilización del plural.
—No habrás dicho a Luxford que yo… Joder, Rodney, no pensará Luxford que le he traicionado, ¿verdad? Sabes que sólo me estaba desfogando.
—Hummm —dijo Rodney—, pero subsiste el hecho…
Dejó que el ejemplar matutino del rival más encarnizado del Source completara la frase por él. El Globe estaba encima de su escritorio. En primera plana, junto a una foto tomada con teleobjetivo de la diputada Eve Bowen saliendo de su coche ante su casa de Marylebone, un titular bramaba: «¡Raptan a la hija de una diputada, y no llaman a la policía!». El periódico había tenido un éxito espectacular con el mismo reportaje que Mitchell Corsico había presentado (y Luxford rechazado) la tarde anterior.
—Cualquier otro periodista podría haber obtenido esa información —dijo Corsico—. Puede que yo fuera el primero…
—¿Puede?
—De acuerdo. Lo fui, cojones, pero eso no significa que el ama de llaves no haya hablado con otro. Estaba desolada, como si la niña hubiera sido hija suya. No hubiera hablado con alguien que se hubiera mostrado compasivo.
—Hummm —repitió Rodney. Había descubierto hacía mucho tiempo que parecer pensativo era tan eficaz como estar pensativo. Tras haber emitido el ruido apropiado, hizo un diamante con sus dedos y pulgares y lo colocó bajo su barbilla—. ¿Qué hacer? —murmuró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Corsico—. ¿Lo ha visto Luxford?
Rodney alzó un hombro a modo de respuesta.
—Hablaré con él. Sabía que estaba muy cabreado, pero también sabe que no entregaría mi reportaje a otro periódico.
—El reportaje no está firmado, Mitch. Eso da mala espina.
Corsico cogió de un manotazo el periódico del escritorio y recorrió con la mirada la primera página. Donde cualquiera esperaría ver «Exclusiva, por Joe Reportero», debajo de los titulares, no había nada. Dejó el diario.
—¿Qué quieres decir? ¿Que pasé el reportaje al Globe, les dije que lo publicaran sin mi nombre y les anuncié que me subiría a su carro en cuanto avisara a Luxford? Vamos, Rodney. Ten un poco de sentido común. Si hubiera querido hacerlo, habría dimitido anoche y ahora estarías leyendo mi nombre en la primera página de ese periodicucho.
Volvió a pasearse. Fuera, en la sala de redacción, el trabajo continuaba como de costumbre, pero más de una mirada en dirección al despacho acristalado del subdirector reveló a Rodney que otras personas en la planta, además de él, se habían enterado de la puñalada del Globe. Las cabezas se agachaban cuando miraba en su dirección. Todos sentían lo mismo, las tripas revueltas. Que te pisaran una noticia era tan malo como equivocarse. Peor, de hecho. Las equivocaciones todavía vendían periódicos.
Rodney mordió otro trozo de Aero y con la lengua lo situó en el interior de la mejilla. Su dentista le había dicho que si no dejaba de almacenar chocolate entre sus muelas y la mejilla no le quedaría ni un diente cuando tuviera sesenta años. Pero qué diablos, pensó, había cosas peores en la vida que una dentadura postiza.
—Tiene mal aspecto —dijo—. Tus acciones están bajo mínimos.
—Fantástico —masculló Corsico.
—Tendrás que conseguirnos un reportaje, y deprisa. Para la edición de mañana.
—¿Sí? ¿Qué pasa con Luxford? Ayer se negó a aceptar esta clase de material —apuntó con el dedo índice al ejemplar del Globe—, sin que Scotland Yard confirmara que la Bowen no había ido directa a Victoria Street, pasando por encima de la policía local. ¿Por qué crees que algo ha cambiado hoy? No me digas que alguien de Scotland Yard confirmó la historia del Globe. Es una chorrada, y no pienso tragármelo.
—Es posible —repuso Rodney—. Hay soplones por todas partes, como bien sabes, ¿verdad?
El hecho de que Corsico había comprendido el mensaje de Rodney quedó implícito en su respuesta.
—De acuerdo, de acuerdo. Estaba echando humo cuando salí de aquí ayer. Por lo tanto, fui a emborracharme.
—En lugar de trabajar para confirmar tu historia. Tal como te ordenaron, si no recuerdo mal. No queremos que eso vuelva a pasar. Yo no. El señor Luxford tampoco. Y el presidente tampoco. ¿Me he expresado con claridad?
Corsico hundió la mano izquierda en el bolsillo trasero de los tejanos y sacó su libreta.
—Muy bien, pero la situación no está tan mal como parece. Vamos recibiendo soplos, tal como dije.
Rodney reconoció que había llegado el momento de ceder.
—Excelente —dijo con tono afable—. Puedo transmitir esta noticia a las alturas. Y lo haré. Seguro que será recibida con agrado. ¿Qué tienes?
—En parte conclusiones evidentes, en parte ideas descabelladas y en parte posibilidades. —Corsico se humedeció los labios y luego los dedos, que utilizó para pasar las páginas de sus notas—. Primero, lo evidente: sabemos que la niña era ilegítima, que la Bowen nunca dijo quién era el padre y que la niña fue a un colegio de monjas. Segundo, las ideas descabelladas: es un complot religioso y la siguiente niña será sacrificada dentro de veinticuatro horas; un culto satánico que sacrifica niñas; trata de blancas; pornografía infantil. Además de los chiflados habituales que telefonean para avisar de que han visto al secuestrador, declaraciones de culpabilidad y revelaciones de paternidad.
—La gente es despreciable —suspiró Rodney.
—Completamente de acuerdo.
Corsico volvió los ojos hacia sus notas y con el dedo índice volvió una página. Fue un gesto nervioso que Rodney no pasó por alto.
—¿Y en lo que respecta a las posibilidades, Mitch? Aún necesitamos el reportaje.
—Está en mantillas. Aún no se puede publicar.
—Comprendido. Adelante.
—De acuerdo. Esta mañana llegué muy temprano, por eso no he visto eso. —Ladeó la cabeza en dirección al Globe—. Obtuve la partida de nacimiento de la niña, la copia de Santa Catalina, ¿te acuerdas?
—Me costaría olvidarlo. ¿Has averiguado algo más?
Corsico sacó un lápiz del bolsillo de la camisa e hizo una marca en la libreta.
—He hecho matemáticas.
—¿Matemáticas?
—En relación al embarazo de la Bowen. Si el parto no fue prematuro, nueve meses antes era el trece de octubre. Para entretenerme, eché un vistazo a los microfilmes, a ver qué había. Investigué las dos semanas anteriores y posteriores al trece. —Leyó en su libreta—. Una ventisca en Lancashire. Una bomba en un pub de St. Albans. Un asesino múltiple. Toma de huellas genéticas en estudio. Bebés probeta en…
Mitchell, me he quitado los guantes, por si no te habías dado cuenta —le interrumpió Rodney—. No es necesario que me regales los oídos con un relato minucioso de tu investigación. ¿Hay algo concreto?
Corsico levantó la cabeza.
—El congreso tory.
—¿Qué pasa con él?
—El congreso tory de octubre en Blackpool. Eso es lo que ocurría nueve meses antes de que la Bowen pariera. Ya sabemos que Bowen era la corresponsal política del Telegraph en aquella época. Debía estar cubriendo el congreso. Lo cubrió, de hecho. La hemeroteca del Telegraph me lo confirmó hace quince minutos. —Corsico cerró la libreta—. Ayer no me alejé tanto, ¿verdad? Todos los barones del partido debieron aparecer por Blackpool durante aquel congreso. Y la Bowen se estuvo tirando a uno de ellos.
Rodney tuvo que admirar la tenacidad del joven. Estaba en plena posesión de la energía, la determinación y la tenacidad de la juventud. Archivó la información sobre el congreso en su cerebro con vistas al futuro.
—¿Adónde quieres ir a parar, Mitch? Una cosa es especular sobre la identidad del padre, y otra muy diferente descubrirla. ¿De cuántos tories estás hablando? ¿Dos mil militantes y doscientos diputados? ¿Por dónde piensas empezar a disparar?
—Quiero saber qué reportajes pensaba obtener Bowen de la conferencia. Investigaré si estaba siguiendo el trabajo de algún comité parlamentario en concreto. Puede que haya entrevistado a alguien y ligara. Hablaré con los reporteros de vestíbulo, a ver si saben algo.
—Por ahí se puede empezar —admitió Rodney—, pero en cuanto a tener un reportaje para la edición de mañana…
—De acuerdo. No haremos nada con esto, al menos de momento. Telefonearé a mis soplones ahora mismo, a ver qué me dan.
Rodney asintió. Levantó una mano, como si fuera a bendecirle, para dar a entender que la entrevista había terminado.
Corsico se volvió cuando llegó a la puerta del despacho.
—Rod, no creerás en serio que pasé el reportaje: al Globe, ¿verdad? —preguntó.
Rodney ordenó a sus músculos faciales que compusieran una expresión de firme rectitud.
—Mitchell —contestó—, te lo digo con la mano en el corazón. Sé que no pasaste tu reportaje al Globe.
Esperó hasta que la puerta se cerró. Extrajo el resto del envoltorio de la barra. Escribió «Blackpool» y «13 de octubre» en el dorso, lo convirtió en un cuadradito y lo guardó en el bolsillo. Introdujo el último trozo de chocolate en la boca. Lanzó una risita y extendió la mano hacia su teléfono y filofax.
No había sido difícil encontrar las fotos. Al fin y al cabo, Evelyn era un personaje público. Empeñada en establecer una brillante carrera, había sido el tema de más de un artículo periodístico durante los últimos seis años. Como conocía desde hacía mucho tiempo la importancia de la imagen de un político, había posado para fotografías con su familia.
Dennis Luxford tenía tres encima de su escritorio. Mientras el personal del Source trabajaba, examinó las fotografías de su hija.
En una de ellas estaba sentada sobre un grueso almohadón delante de Evelyn y su marido, acomodados en un sofá. En otra aferraba la crin de un caballo, mientras Eve, con pantalones de montar, la conducía alrededor de un hipódromo. En la tercera estaba sentada a una mesa, enfrascada en sus deberes con un lápiz casi gastado, con su madre inclinada sobre ella y señalando algo en el papel donde la niña escribía.
Luxford abrió un cajón del escritorio y rebuscó hasta encontrar la lupa que utilizaba para leer letra menuda. La aplicó a las fotos y estudió la cara de Charlotte.
Ahora que la veía por primera vez (en lugar de mirar y desechar su fotografía acompañada de su madre por considerarla forraje político para las masas), vio que su familia se reflejaba en ella. Tenía el pelo y los ojos de su madre, pero el resto era Luxford. La misma barbilla de la hermana de Dennis, su misma frente despejada, la misma nariz y boca de Leo. Estaba tan claro que era su hija como si la hubieran marcado con su nombre.
Y no sabía nada de ella. Su color favorito, su número de calzado, los cuentos que le gustaba leer antes de acostarse. No tenía idea de cuáles habían sido sus aspiraciones, por qué etapas había pasado, cuáles habían sido sus sueños. Tal conocimiento era el rehén de la responsabilidad. Cuando desechaba uno, perdía la otra. Oh, rendía tributo a la paternidad con una visita mensual a Barclay’s, cargado con las cadenas ceremoniales de la paternidad durante un cuarto de hora, cuando efectuaba depósitos en efectivo por la causa de la autoabsolución, pero hasta allí llegaba su implicación con su hija, una no implicación cuyo propósito superficial era velar por el futuro de Charlotte después de su muerte, pero el propósito real consistía en aplicar un bálsamo a su conciencia durante el resto de su vida.
Le había parecido lo más correcto. Evelyn había expresado sus deseos con claridad. Al haberla designado como parte perjudicada, con lo que prefería considerar una muestra atípica de egocentrismo masculino, se decía que debía esforzarse en obedecer sus deseos. Y era muy fácil complacerlos. Los había expresado con cinco sencillas palabras: «Mantente alejado de nosotras, Dennis». Lo había hecho con mucho gusto.
Luxford alineó las fotografías sobre el escritorio. Examinó cada una bajo la lupa una segunda, una tercera y una cuarta vez. Se descubrió intrigado por saber si la niña a la que estaba estudiando era amante de la música, si detestaba el bróculi, si se negaba a comer setas, si caminaba con los pies torcidos hacia adentro, si leía libros de cuentos, si iba en bicicleta, si alguna vez se había hecho daño. Sus facciones la delataban como suya, pero su ignorancia sobre ella le obligaba a reconocer que nunca había sido suya. Esa realidad era tan clara aquel día como cuatro meses antes de su nacimiento.
Mantente alejado de nosotras, Dennis.
Muy bien, había pensado.
Su hija estaba muerta. Precisamente porque se había mantenido alejado, tal como le habían ordenado. Si se hubiera negado a seguir el juego, Charlotte nunca habría sido secuestrada. Nadie habría exigido que reconociera su paternidad, porque la información habría sido accesible a todo el mundo, incluida Charlotte.
Luxford tocó la cabeza de la niña en la fotografía y se preguntó qué tacto habría tenido su pelo. No lo pudo imaginar. Con sinceridad, era incapaz de imaginar nada sobre ella.
La inmensidad de su ignorancia le quemaba, así como lo que revelaba esa ignorancia sobre su verdadero valor como hombre.
Luxford dejó la lupa sobre una foto. Apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, y a continuación cerró los ojos. Toda su vida había practicado el juego del poder. En aquel momento, sólo deseaba rezar. En algún lugar tenían que existir palabras que mitigaran la…
—Me gustaría hablar contigo un momento, Dennis.
Levantó la cabeza al instante. Instintivamente, bajó los brazos para tapar las fotografías. En la puerta de su despacho estaba la única persona que se habría atrevido a abrir la puerta sin llamar antes o sin pedir a la señorita Wallace que anunciara su llegada al director: el presidente del Source, Peter Ogilvie.
—¿Puedo…? —dijo, y desvió sus despiadados ojos grises hacia la mesa de conferencias. Era una solicitud retórica. Ogilvie iba a entrar en el despacho, tanto si le invitaban como si no.
Luxford se levantó. Ogilvie avanzó. Le precedían, como siempre, sus cejas características, tan pobladas que parecían boas de pluma que reptaran sobre su frente. Los dos hombres se encontraron en el centro de la habitación. Luxford extendió la mano y el presidente encajó en ella un periódico doblado.
—Doscientos veinte mil ejemplares —dijo Ogilvie—. Lo cual significa, por supuesto, doscientos veinte mil más que su tirada diaria, Dennis. Claro que esa sólo es una de mis preocupaciones.
Ogilvie era un presidente que nunca interfería en la marcha del periódico. Tenía preocupaciones más importantes que la confección diaria del Source, y solía comunicarse con ellos desde el amplio despacho de su casa de Hertfordshire. Era un hombre cuyo interés se centraba casi exclusivamente en las pérdidas y las ganancias.
Aparte de recibir informes sobre una drástica alteración en los beneficios reportados por el periódico, sólo otro acontecimiento podría haber llevado a Ogilvie hasta las oficinas del Source. Que un periódico birlara una noticia a otro era un hecho habitual en el negocio, y Ogilvie (que a veces aparentaba dirigir el negocio desde los tiempos de Charles Dickens) habría sido el primero en admitirlo. Pero que le birlaran un reportaje capaz de ridiculizar a los tories era algo inaceptable para él.
Por ello, Luxford supo qué le había entregado Ogilvie. Era la edición matutina de su periódico anterior, el Globe, y los titulares anunciaban que la diputada Bowen no había llamado a la policía tras conocer el secuestro de su hija.
—La semana pasada nos adelantamos a todos los periódicos de la nación con el reportaje sobre Larnsey y el chapero —dijo Ogilvie—. ¿Nos hemos dormido esta semana?
—No. Teníamos el reportaje, pero yo lo aborté.
La única reacción de Ogilvie se manifestó en sus ojos. Por un instante los entornó apenas, como un músculo cuando sufre un espasmo.
—¿Es una cuestión de lealtades, Dennis? ¿Te sientes atado todavía al Globe por algún motivo?
—¿Te apetece un café?
—Prefiero una explicación creíble.
Luxford caminó hacia la mesa de conferencias y tomó asiento. Indicó con la cabeza a Ogilvie que le imitara. No había trabajado para Ogilvie sin aprender que mostrar señales de debilidad en presencia del presidente desataba sus tendencias sádicas.
Ogilvie se acercó a la mesa y cogió una silla.
—Cuéntame.
Luxford lo hizo. Cuando hubo terminado de relatar al presidente su entrevista con Corsico y sus motivos para abortar el reportaje, Ogilvie atacó el punto más controvertido con la típica intuición periodística.
—Habías publicado reportaje antes de ahora sin necesidad de tantas confirmaciones. ¿Qué te lo ha impedido esta vez?
—El cargo de la Bowen en el Ministerio del Interior. Parecía razonable llegar a la conclusión de que se había saltado la policía local para acudir directamente a Scotland Yard. No quería publicar un reportaje acusándola de inacción, sólo para terminar escaldado cuando algún gerifalte del Yard saltara en su defensa, agitando su agenda y clamando que la mujer estaba con él a los diez minutos de enterarse del secuestro.
—Cosa que no ha pasado —señaló Ogilvie— después de la publicación del reportaje en el Globe.
—Sólo se me ocurre que alguien del Yard confirmó la historia al Globe. Dije a mi hombre que hiciera lo mismo. Si lo hubiera logrado antes de las diez de la noche, habría publicado el reportaje. No lo consiguió. Y yo me abstuve. No hay más que decir.
—Hay algo más —le contradijo Ogilvie.
Luxford se puso en guardia pero usó la silla, se reclinó en ella y enlazó los dedos sobre el estómago para demostrar su serenidad al presidente. No pidió explicaciones a Ogilvie sobre su última frase. Se limitó a esperar a que continuara.
—Hicimos un buen trabajo con Larnsey —reconoció Ogilvie—. Y lo hicimos sin tantas confirmaciones. ¿Estoy en lo cierto?
Era absurdo mentir, puesto que una conversación con Sarah Happleworth o Rodney Aronson bastaría para descubrir la verdad.
—Sí.
—Entonces explícame esto y tranquiliza mi mente. Dime que la siguiente vez que tengamos a estos tories cogidos por las pelotas, sabrás cómo apretar. No permitirás que el Mirror, el Globe, el Sun o el Mail lo hagan por ti. No te echarás atrás por falta de confirmación de tres, trece o tres docenas de jodidas fuentes. —La voz de Ogilvie se elevó en las cuatro últimas palabras.
—Peter —dijo Luxford—, sabes tan bien como yo que el caso de Larnsey era diferente del de Bowen. En el suyo no hacían falta demasiadas confirmaciones. No había lugar a dudas. Le pillaron en el coche con la bragueta bajada y la polla en la boca de un crío de dieciséis años. En el caso de Bowen, sólo contamos con una única declaración del Ministerio del Interior, y todo lo demás oscila entre insinuaciones, habladurías y fantasías puras y duras. Cuando tenga datos reales, los verás impresos en la primera página. Hasta entonces… —Devolvió la silla a su posición anterior y miró de frente al presidente—. Si tienes algún problema con mi forma de dirigir el periódico, ve pensando en buscarte otro director.
—¿Den? Oh, perdón. No sabía… Hola, señor Ogilvie. Rodney Aronson había elegido el momento más oportuno. El subdirector estaba con una mano sobre el pomo de la puerta de Luxford (que Ogilvie había dejado entreabierta, para que su voz iracunda llegara hasta la sala de redacción y amedrentara al personal), y su cabeza incorpórea asomaba por la abertura.
—¿Qué pasa, Rodney? —preguntó Luxford.
—Lo siento. No quería interrumpir. La puerta estaba abierta y no sabía… La señora Wallace no está en su mesa.
—Qué raro. Gracias por informarnos.
La boca de Rodney se curvó en una leve sonrisa, desmentida por la irritada dilatación de sus fosas nasales. Luxford vio que Rodney no iba a permitir que le avergonzaran delante del presidente sin hacer algo por devolverle el favor.
—De acuerdo —dijo con tono afable—. Lo siento. —Entonces exhibió su armamento—: Pensé que te gustaría saber lo que estamos preparando sobre el caso Bowen.
Dio por sentado que su comentario le daba derecho a entrar en el despacho de Luxford. Se sentó delante del presidente.
—Tenías razón —dijo a Luxford—. El ministro del Interior llamó a Scotland Yard en nombre de la Bowen. Una llamada personal. Un soplón nos lo ha confirmado.
Hizo una pausa, como para rendir homenaje a la prudencia de Luxford al retener el reportaje que el Globe había publicado, pero Luxford sabía que Rodney moriría antes que minimizar sus logros para resaltar los de Luxford. Se preparó para lo que se avecinaba y empezó a disponer sus tropas para la batalla.
—Pero esto es lo interesante. El ministro del Interior no visitó Scotland Yard hasta ayer por la tarde. Antes, el Yard no sabía que la niña había desaparecido. Por lo tanto, la historia de Mitch valía oro puro.
—Rodney, no nos interesa perder el tiempo en confirmar reportajes de otros periódicos —señaló Ogilvie. Se volvió hacia Luxford—. Aunque si has logrado obtener hoy la confirmación, me gustaría saber por qué no lo conseguisteis ayer.
Rodney intervino.
—Mitch estuvo intentándolo desde ayer por la tarde hasta la medianoche. Sus fuentes estaban secas.
—Entonces es que necesita nuevas.
—Hoy mismo, cuando vio la primera plana del Globe, se puso a buscarlas. Después de que yo le diera ánimos en mi despacho.
—¿Puedo deducir de tu sonrisa que habéis descubierto algo más? —preguntó Ogilvie.
Luxford observó que Rodney no se ahorraba dirigirle una mirada de triunfo. La veló, no obstante, con una demostración de cautela que fue como un estilete clavado entre las costillas de Luxford.
—Compréndalo, señor Ogilvie, por favor. Es posible que Den no quiera arriesgarse con este material nuevo, y yo no me opondré a su decisión, si así es. Nos la acaba de suministrar nuestro soplón del Yard, y quizá sea el único que desee hablar.
—¿De qué se trata?
Rodney se humedeció los labios.
—Por lo visto se enviaron notas de secuestro. Dos. Se recibieron el mismo día que la niña desapareció. Así pues, Bowen sabía sin la menor duda que la niña había sido raptada, pero aun así no hizo nada para que la policía interviniera.
Luxford oyó que Ogilvie contenía el aliento. Habló antes de que el presidente pudiera hacerlo.
—Tal vez telefoneó a otra persona, Rod. ¿Habéis considerado tú o Mitchell esa posibilidad?
Pero Ogilvie levantó una mano grande y huesuda, impidiendo que Rodney contestara. El presidente reflexionó sobre la información en silencio. Su mirada se alzó, no hacia lo cielos para buscar el consejo del Todopoderoso, sino hacia la pared, donde colgaban enmarcadas en cromo las primeras planas del Source que habían impulsado el aumento de las ventas.
—Si la señora Bowen telefoneó a otra persona —dijo con tono pensativo—, sugiero que dejemos que sea ella quien nos lo diga. Y si no quiere hacer comentarios a nuestro reportaje, el dato podrá entregarse, junto con los demás, al consumo del público. —Bajó la vista hacia Rodney—. ¿Y el contenido? —preguntó de improviso.
Rodney se quedó pasmado. Se masajeó la barba para ganar tiempo y ocultar su confusión.
—El señor Ogilvie pregunta por el contenido de las notas de secuestro —tradujo Luxford con fría cortesía.
Rodney no pasó por alto la temperatura de la frase.
—No lo sabemos —contestó—. Sólo que fueron dos.
—Entiendo. —Ogilvie dedicó un momento a considerar las alternativas—. Es suficiente para escribir un artículo a partir de ahí —anunció por fin—. ¿Está tu hombre en ello?
—Tal como hablamos —dijo Rodney.
—Magnífico. —Ogilvie se levantó. Se volvió hacia Luxford y le tendió la mano—. Las cosas se van arreglando. ¿Puedo estar seguro, puedo confiar, en que no tendré que volver a la ciudad?
—Siempre que las bases de un reportaje sean sólidas, lo publicaré —replicó Luxford.
Ogilvie asintió.
—Buen trabajo, Rodney —dijo, de una manera calculada para comunicar su evaluación de la respectiva posición de los dos hombres en el periódico. Salió de la habitación.
Luxford volvió hacia su escritorio. Guardó las fotografías de Charlotte en una carpeta de papel manila y devolvió la lupa al cajón. Pulsó el botón del monitor y se derrumbó en la silla.
Rodney se acercó.
—Den —dijo a modo de introducción.
Luxford consultó su agenda y efectuó una anotación innecesaria. Rodney, decidió no por primera vez, necesitaba una lección que le pusiera en su sitio, pero no se le ocurría qué lección podía ser, pues su mente estaba ocupada en pensar qué opciones barajaría Evelyn para evitar convertirse en el blanco preferido de la prensa. Al mismo tiempo, se preguntó por qué estaba preocupado por ella. Al fin y al cabo, se había cavado su propia tumba y… Pensar en tumbas le sobrecogió, recordó todo de nuevo como una oleada de náuseas. No era la tumba de Evelyn la que se había cavado. No era la única que había colaborado en cavarla.
—… y por todo eso, como comprenderás, no me opuse abiertamente a Ogilvie —estaba diciendo Rodney.
Luxford levantó la cabeza.
—¿Qué?
Rodney apoyó una buena porción de su muslo porcino sobre el escritorio de Luxford.
—Aún no contamos con todos los datos, pero Mitch les sigue la pista. Yo apostaría a que sabremos la verdad antes de mañana. ¿Sabes, Den? A veces quiero a ese chico como si fuera mi hijo.
—¿De qué estás hablando, Rodney?
Rodney ladeó la cabeza. «¿No estabas escuchando, Den? —dijo su expresión—. ¿Te preocupa algo?».
—El congreso tory de Blackpool —dijo Rodney—. Donde alguien preñó a la Bowen. Como he dicho hace un momento, ella estuvo allí, cubriendo la conferencia para el Telegraph. La conferencia empezó nueve meses antes de que la cría naciera. Mitch está siguiendo la pista.
—¿De qué?
—¿De qué? —repitió Rodney en son de burla—. De papá, naturalmente. —Contempló las páginas enmarcadas con admiración—. Piensa en cómo aumentará el tiraje si conseguimos una exclusiva sobre esto, Den. El amante secreto de Bowen habla para el Source. No quise mencionar la posibilidad de un artículo sobre papá a Ogilvie. Es absurdo que lo tengamos encima cada día si no logramos descubrir nada. Pero aun así… —Expulsó el aliento en un suspiro que reconocía la dedicación del Source a escarbar en el pasado de las personalidades más prominentes del país, con el fin de descubrir alguna perla en su historia que multiplicara las cifras de tiraje hasta alturas millonarias—. Cuando lo publiquemos será una bomba. Y lo vamos a publicar, ¿verdad, Den?
Luxford no eludió la mirada de Rodney.
—Ya has oído lo que dije a Ogilvie. Publicaremos cualquier cosa que sea sólida.
—Estupendo —susurró Rodney—. Porque esto… Den, no sé qué es, pero tengo la sensación de que estamos sobre la pista de algo sensacional.
—Bien —dijo Luxford.
—Sí, ya lo creo.
Rodney bajó el muslo del escritorio. Se encaminó hacia la puerta, pero allí se detuvo. Se tiró de la barba.
—Den —dijo—. Coño, acabo de darme cuenta de algo. No sé por qué no lo pensé antes. Tú eres el hombre que andamos buscando, ¿verdad?
Luxford sintió un escalofrío desde los tobillos hasta la garganta. No pronunció palabra.
—Tú puedes ayudarnos, ayudar a Mitch, mejor dicho.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Con respecto al congreso tory. Olvidé mencionarlo. Me dejé caer por el Globe y eché un vistazo a sus microfilmes después de hablar con Mitch.
—¿Sí? ¿Y qué?
—Venga, Den. No te hagas el tonto. El congreso tory de Blackpool. ¿No te dice nada?
—¿Debería?
—Eso espero. —Los dientes de Rodney destellaron como los de un tiburón—. ¿No te acuerdas? Tú estuviste allí. Escribías editoriales para el Globe.
—Estuve —dijo Luxford. No era una pregunta, sino una afirmación.
—Sí, ya lo creo. Mitch querrá hablar contigo. ¿Por qué no te dedicas a pensar con calma y tranquilidad quién pudo tirarse a la Bowen?
Le guiñó el ojo y salió del despacho.