Barbara se abalanzó sobre él. Era corpulento, pero ella contaba con la ventaja de la sorpresa y la furia. Lanzó un aullido propio de un experto en artes marciales, al tiempo que cogía al ratero por la cintura, le sacaba del coche y lo arrojaba contra el capó.
—¡Policía, capullo! —gritó—. No muevas ni una pestaña.
El hombre perdió el equilibrio, de modo que movió algo más que una pestaña. Cayó de bruces al suelo, se retorció un momento, como si hubiera aterrizado sobre una piedra, y dio la impresión de que extendía la mano hacia el bolsillo derecho de su pantalón. Barbara le pisó la mano.
—¡He dicho que no te muevas, tío mierda!
—Mi tarjeta de identidad… —dijo el ladrón con la voz ahogada por la postura—. En el bolsillo…
—Oh, claro —dijo con sarcasmo Barbara—. ¿Qué clase de identificación? ¿Carterista, ratero, ladrón de coches? ¿Qué?
—Policía.
—¿Policía?
—Exacto. ¿Puedo levantarme, o al menos darme la vuelta? «Mierda —pensó Barbara—. Menudo comienzo».
—¿Qué hacía registrando mis cosas? —preguntó con suspicacia.
—Intentaba averiguar a quién pertenecía el coche. ¿Puedo levantarme?
—Quédese donde está. Dé la vuelta pero siga en el suelo.
—De acuerdo.
No se movió.
—¿Ha oído lo que he dicho?
—Me sigue pisando la mano.
Barbara se apresuró a apartar el pie.
—Nada de movimientos bruscos —dijo.
—Entendido.
Se volvió con un quejido y quedó de espaldas. La observó desde el suelo.
—Soy el detective Robin Payne —dijo—. Algo me dice que usted es de Scotland Yard.
Parecía un Errol Flynn joven con un bigote más grueso. No iba vestido de negro, como Barbara había pensado al principio. Llevaba pantalones oscuros y un jersey azul marino de cuello en uve, con una camisa blanca debajo. El cuello estaba manchado de suciedad, al igual que el jersey y los pantalones, cortesía de su caída al suelo. Manaba sangre de su mejilla izquierda, una posible explicación de sus retorcimientos.
—No es nada —dijo, cuando vio que Barbara le miraba con una mueca—. Yo habría hecho lo mismo.
Estaban en la comisaría, los dos solos. El agente Payne había cruzado la puerta posterior para dirigirse a lo que parecía un antiguo lavadero, donde abrió los grifos y dejó que el agua cayera en un sucio fregadero de hormigón. Una pastilla de jabón verde incrustada de suciedad descansaba sobre un sujetador de metal oxidado cerca de los grifos, y antes de utilizarla Payne sacó una navaja y quitó la suciedad. Mientras el agua se calentaba, se quitó el jersey y lo tendió a Barbara.
—¿Me lo aguanta un segundo, por favor? —dijo. Después se lavó la cara.
Barbara buscó una toalla. Un lánguido pedazo de tela de toalla, colgado de un gancho detrás de la puerta, parecía lo único adecuado. Estaba mugriento y olía a moho. No imaginó que alguien pudiera utilizarlo.
Maldita sea, pensó. No era la clase de mujer que se preocupaba de llevar pañuelos bordados para momentos tiernos como aquel, y no creía que la bola de pañuelos de papel embutida en el bolsillo de su chaqueta fuera lo más adecuado para ofrecerle. Estaba pensando utilizar a modo de toalla la resma de folios con que se calaba la puerta, cuando el hombre levantó la cabeza del fregadero, se pasó las manos mojadas por el cabello y solucionó el problema. Se sacó la camisa de los pantalones y utilizó los faldones para secarse.
—Lo siento —dijo Barbara mientras Payne se secaba la cara. Echó un vistazo a su pecho. Bonito, lo bastante hirsuto para resultar atractivo sin recordar antepasados simiescos—. Le vi en mi coche y reaccioné sin vacilar.
—Es lo que se llama una buena preparación —dijo Payne. Volvió a meterse los faldones de la camisa dentro de los pantalones—. Demuestra su experiencia. —Le dedicó una tímida sonrisa—. Y la poca que tengo yo. Lo cual explica por qué está usted en Scotland Yard y yo no. ¿Cuántos años tiene? Esperaba a alguien de unos cincuenta años, la edad de mi sargento.
—Treinta y tres.
—¡Uau! Debe de ser muy buena.
Considerando su errática carrera en Scotland Yard, «muy buena» no era la expresión que Barbara habría elegido para describirse. Sólo había llegado a considerarse pasable después de trabajar treinta meses con Lynley.
Payne cogió el jersey y lo sacudió un poco para quitarle el polvo del aparcamiento. Se lo puso por la cabeza se mesó el pelo una vez más.
—Bien —dijo—. El botiquín ha de estar por ahí… —Rebuscó en un estante abarrotado que corría por debajo de la única ventana de la habitación. Un cepillo de dientes con las cerdas rotas cayó al suelo—. Ah. Está aquí.
Payne levantó una caja de hojalata azul cubierta de polvo, de la cual extrajo una tirita que aplicó al corte de la cara. Dedicó una sonrisa a Barbara.
—¿Cuánto tiempo lleva? —preguntó.
—¿Dónde?
—En New Scotland Yard.
—Seis años.
El hombre emitió un silbido silencioso.
—Impresionante. ¿Ha dicho que tiene treinta y tres años?
—Exacto.
—¿Cuándo la nombraron detective?
—Cuando tenía veinticuatro.
El hombre enarcó las cejas. Palmeó los pantalones para sacudir el polvo.
—Yo ascendí hace tres semanas. Cuando terminé el cursillo.
Supongo que ya se habrá dado cuenta, ¿verdad? De que soy un novato, quiero decir. Después de lo que ha pasado en su coche… —Se ciñó el jersey alrededor de los hombros. Barbara advirtió que también eran bonitos—. Veinticuatro —dijo para sí Payne con cierta admiración—. Yo tengo veintinueve. ¿Cree que es demasiado tarde?
—¿Para qué, exactamente?
—Para aspirar a lo que es usted. Scotland Yard. A la larga, es mi aspiración. —Tocó con el pie un trozo de linóleo suelto—. Cuando esté preparado, quiero decir, cosa que no ocurre en este momento.
Barbara no sabía qué decirle sobre la falta de gloria consustancial a su trabajo.
—¿Dice que es detective desde hace tres semanas? —preguntó—. ¿Este es su primer caso?
Obtuvo la respuesta cuando el pie se hundió más en el linóleo suelto.
—Al sargento Stanley le ha disgustado un poco que hayan puesto al mando a alguien de Londres. Esperó aquí conmigo hasta las ocho y media, y luego se largó. Dijo que le encontraría en casa si le necesitaba para algo esta noche.
—Pillé una caravana —explicó Barbara.
—Yo esperé hasta las nueve y cuarto, y después supuse que habría seguido hasta Amesford, donde está nuestra oficina del DIC. Iba a marcharme para allá, pero entonces llegó usted. La vi merodear alrededor del edificio y pensé que intentaba forzar la puerta.
—¿Dónde estaba usted? ¿Dentro? Payne se masajeó la nuca y rio. Bajó la cabeza, avergonzado.
—Si quiere que le sea franco, estaba orinando. Detrás de ese cobertizo que hay al otro lado del aparcamiento. Había salido para dirigirme hacia Amesford y decidí que era más fácil orinar en la hierba que volver a entrar. No oí su coche. Qué tontería, ¿verdad? Acompáñeme.
Se encaminó a la parte delantera del edificio y entró en la oficina, amueblada austeramente con un escritorio, archivadores y mapas colgados en las paredes. Un filodendro de hojas polvorientas se erguía en una esquina, y en la maceta sobresalía un letrero escrito a mano que rezaba «No tirar café ni cigarrillos. Es auténtico».
No cabe duda, pensó Barbara con sarcasmo. La planta le recordó con tristeza sus intentos de jardinería interior.
—¿Por qué nos hemos citado aquí y no en Amesford? —preguntó.
—El sargento Stanley pensó que tal vez querría ver antes el lugar de los hechos —explicó Robin—. Por la mañana, quiero decir. Para orientarse. Está a quince minutos en coche. Amesford está a otros veintisiete kilómetros, hacia el sur.
Barbara sabía lo que significaban otros veintisiete kilómetros en el campo: media hora más de conducir. Habría saludado la perspicacia del sargento Stanley de no ser porque dudaba de sus intenciones.
—Quiero estar presente en la autopsia —dijo con más determinación de la que sentía, considerando sus escasísimos deseos—. ¿Para cuándo está prevista?
—Mañana por la mañana. —Payne cogió de debajo del brazo un pequeño paquete de carpetas que había sacado de su coche—. Tendremos que levantarnos con los pájaros para ir antes al lugar de los hechos. Tenemos algunos informes preliminares, por cierto.
Le tendió las carpetas.
Barbara examinó el material. Consistía en un segundo juego de fotografías del lugar de los hechos, otra copia del informe policial obtenido de la pareja que había descubierto el cadáver, fotografías detalladas tomadas en la funeraria, una meticulosa descripción del cadáver (estatura, peso, marcas de nacimiento, cicatrices, etcétera) y un juego de radiografías. El informe también indicaba que se había extraído sangre para el toxicólogo.
—Nuestro hombre habría procedido a realizar la autopsia —explicó Payne—, pero el Ministerio del Interior le ordenó esperar su llegada.
—¿El cuerpo no llevaba ropas? —preguntó Barbara—. Supongo que el DIC habrá registrado la zona.
—Nada. El domingo por la noche, la madre nos proporcionó una buena descripción de lo que llevaba la niña cuando alguien la vio por última vez. Hemos pasado la voz, pero aún no hay resultados. La madre dijo… —Se acercó a Barbara y pasó varias páginas del informe, mientras apoyaba el trasero sobre el borde del escritorio—. La madre dijo que cuando fue secuestrada llevaba gafas y libros de texto con un emblema de la escuela Santa Bernadette. También llevaba una flauta. Esa información se ha entregado, junto con todo lo demás, a las otras fuerzas. Sabemos esto. —Pasó varias páginas hasta encontrar lo que buscaba—. Sabemos que el cuerpo llevaba en el agua doce horas. También sabemos que antes de la muerte la niña estuvo cerca de maquinaria pesada.
—¿Por qué?
Payne lo explicó. Habían llegado a la primera conclusión por la presencia de una mosca exánime enredada en el pelo de la niña. Una vez colocada bajo un cristal, la mosca había tardado una hora y cuarto en recuperarse de su inmersión en el agua del canal Kennet y Avon, más o menos el tiempo exacto necesario para que el insecto reviviera después de doce horas de exposición a un medio hostil y líquido. Habían llegado a la segunda conclusión por la presencia de una sustancia extraña bajo las uñas de la niña.
—¿Qué sustancia? —preguntó Barbara.
Se trataba de un compuesto basado en el petróleo: un destilado de nafteno que contenía ácido esteárico e hidróxido de litio, entre otros ingredientes multisilábicos.
—Es la materia pegajosa que se utiliza para lubricar maquinaria pesada —dijo Payne.
—¿Bajo las uñas de Charlotte Bowen?
—Exacto.
Se utilizaba en tractores, segadoras, trilladoras, cosas por el estilo, explicó. Indicó los planos que colgaban de las paredes.
—Tenemos cientos de granjas en el condado, docenas en las inmediaciones, pero lo hemos cuadriculado todo y con la ayuda de fuerzas procedentes de Salisbury, Marlborough y Swindon las registraremos en busca de pruebas que indiquen la presencia de la niña en alguna. El sargento Stanley se ha encargado de ello. Los equipos empezaron ayer, y si hay suerte… Bien, ¿quién sabe lo que pueden descubrir? De todos modos, supongo que tardarán mucho.
Barbara creyó percibir en su voz ciertas dudas sobre la estrategia de su sargento.
—¿No está de acuerdo con ese plan? —preguntó.
—Es un trabajo de chinos, ¿no?, pero hay que hacerlo. De todos modos…
Se acercó a los planos.
—De todos modos ¿qué?
—No lo sé. Sólo pensaba en voz alta.
—¿Por qué no me lo explica?
El agente la miró, vacilante. Barbara adivinó lo que estaba pensando: ya se había puesto en ridículo una vez aquella noche. No quería que volviera a pasar.
—Olvide el aparcamiento, agente —dijo—. Los dos estábamos nerviosos. ¿Qué pasa por su mente?
—De acuerdo, pero sólo es una idea. —Señaló poblaciones en el mapa mientras hablaba—. Tenemos las aguas residuales de Coate. Tenemos veintinueve esclusas que conducen al Canal Caen Hill arriba. Esto está cerca de Devises. Tenemos bombas de embalse, bombas de viento, en este caso cerca de Oare, aquí y aquí, cerca de Wootton Rivers.
—Lo veo en el plano. ¿Cuál es su idea?
Payne levantó una mano y dirigió la atención de Havers hacia el plano.
—Tenemos aparcamientos de caravanas. Tenemos molinos de maíz, son de viento, como las bombas, en Provender, Wilton, Blackland y Wootton. Tenemos un aserradero en Honeystreet, y tenemos todos los desembarcaderos donde se alquilan las barcas cuando la gente quiere navegar por el canal.
Se volvió hacia ella.
—¿Quiere decir que cualquiera de esos sitios podría ser el lugar donde la niña se ensució las uñas de grasa? ¿Lugares donde pudo ser retenida, además de en una granja?
Payne compuso una expresión contrita.
—Eso creo, señor. —La última palabra le pilló de sorpresa e hizo una mueca—. Lo siento, señora… eh… sargento.
Ser el oficial superior de alguien constituía una experiencia extraña, pensó Barbara. La deferencia era un cambio agradable, pero la distancia creada era desconcertante.
—Con Barbara es suficiente —dijo, y dedicó su atención al plano, para no avergonzar todavía más al agente.
—Estamos hablando de maquinaria pesada, y es lo que hay en esos lugares —dijo Payne.
—¿El sargento Stanley no ha ordenado a sus hombres que registren esos lugares?
—El sargento Stanley…
Payne vaciló de nuevo. Hizo castañetear los dientes delanteros, como nervioso ante la perspectiva de hablar con franqueza.
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, es lo del bosque y los árboles, ¿no? Oyó grasa de ejes, lo cual significa ejes, lo cual significa ruedas, lo cual significa vehículos, lo cual significa granjas.
Payne alisó una esquina arrugada del plano y la sujetó con una chincheta. Parecía demasiado absorto en la operación, lo cual reveló a Barbara cuánto le desazonaba la conversación.
—Joder, ha de tener razón —continuó—. Tiene décadas de experiencia y yo soy peor que cualquier novato. Como ya habrá observado. Sin embargo, pensé…
Abandonó la contemplación del plano y clavó la vista en sus pies.
—Vale la pena que lo haya mencionado, Robin. Habrá que investigar en todos los demás sitios. Y es mejor que yo dé la idea al sargento antes que usted. Tendrá que seguir trabajando con él cuando todo esto haya terminado.
Payne levantó la cabeza, aliviado y agradecido al mismo tiempo. Barbara ya no recordaba lo que era ser tan nuevo en el trabajo y sentirse tan ansioso por triunfar. El agente le caía bien, sentía cierto afecto de hermana hacia él. Parecía listo y afable. Si alguna vez conseguía controlar su turbación, llegaría a ser un buen detective.
—¿Algo más? —preguntó—. De lo contrario, tendré que seguir hasta mi alojamiento. He de telefonear a Londres para saber cómo va por allí.
—Sí, su alojamiento —dijo Payne—. Bien. Sí.
Barbara esperó a que le dijera dónde le había reservado alojamiento el DIC de Amesford, pero el joven no parecía muy decidido a proporcionarle dicha información. Trasladó su peso de un pie al otro, sacó las llaves del coche del bolsillo y las agitó en la mano.
—Esto es un poco embarazoso —dijo.
—¿No tengo alojamiento?
—Sí. Pero es que… Pensábamos que sería mayor, ¿sabe usted?
—¿Y qué? ¿Dónde me han puesto? ¿En el hogar de pensionistas?
—No. En mi casa.
—¿En su casa?
Payne se apresuró a explicar que su madre vivía con él, que la casa era un hostal auténtico, que constaban en la lista de la Asociación Automovilística, que Barbara tendría su propio cuarto de baño (bueno, en realidad era una ducha, si no le importaba una ducha), que no había ningún hotel de verdad en Wootton Cross, que había cuatro habitaciones encima del pub King Alfred y que si lo prefería… Porque ella sólo tenía treinta y tres años y él veintinueve, y si pensaba que no era correcto que ella y él… en la misma casa…
La música aún continuaba atronando desde el pub King Alfred a un volumen ciclónico, ahora Yellow submarine, con un interesante efecto de eco producido por la estrechez de las calles del pueblo. La orquesta no daba indicios de que la juerga fuera a terminar pronto.
—¿Dónde está su casa? —preguntó Barbara—. En relación al pub, quiero decir.
—Al otro extremo del pueblo.
—Hecho.
Eve Bowen no encendió las luces cuando entró en el dormitorio de Charlotte. Era la fuerza de la costumbre. Cuando volvía de los Comunes, por lo general bien pasada la medianoche, siempre iba a ver a su hija. Era la fuerza del deber. Las madres iban a ver a sus hijos cuando las madres volvían a casa mucho después de que sus hijos se hubieran acostado. Eve cumplía los requisitos de una madre y Charlotte los de una hija. Ergo, Eve iba a ver a Charlotte. Solía abrir la puerta del dormitorio. Reajustaba las mantas si era necesario. Recogía a la señora Tiggy Winkle del suelo y la colocaba entre los demás peluches de Charlotte. Comprobaba que el despertador de Charlotte estuviera preparado y después se marchaba.
Lo que no hacía era mirar a su hija y pensar en su infancia, su adolescencia inminente y su futuro como mujer. No se maravillaba de los cambios que el tiempo había introducido en ella. No meditaba sobre su vida anterior en común. No construía fantasías sobre su futuro. Trabajaba, intrigaba, planeaba, producía, manipulaba, ponía zancadillas, defendía causas, condenaba. Pero en cuanto al futuro de Charlotte… Se decía que ese futuro estaba en manos de Charlotte.
Eve cruzó la habitación en la penumbra. En la cabecera de la cama vacía, la señora Tiggy Winkle estaba acostada entre un montón de almohadas de guinga. Eve cogió el peluche con aire ausente y pasó los dedos sobre el pelaje, áspero y espeso. Se sentó en la cama. Después, se tendió entre las almohadas, con la señora Tiggy Winkle acunada en su brazo. Pensó.
No tendría que haber dado a luz. Lo supo desde el momento en que el médico había dicho: «Una niña preciosa y encantadora», y depositó aquella cosita cubierta de sangre, caliente y arrugada sobre su estómago, con un suspiro entrecortado de «Sé perfectamente cómo se siente en este momento, Eve. Yo tengo tres». Todos los presentes en la habitación (se le antojó que había docenas) habían murmurado puntualmente acerca de la belleza del momento, el milagro del nacimiento, la bendición de haber dado a luz un bebé saludable, bien formado y que lloraba con entusiasmo. Maravilloso, milagroso, asombroso, increíble, sorprendente, extraordinario. Eve nunca había oído en menos de cinco minutos tantos adjetivos para describir un acontecimiento que había torturado su cuerpo durante veintiocho agónicas horas, para dejarla sin otro deseo que paz, silencio y, sobre todo, soledad.
Habría querido decir «Llévensela, sáquenla de aquí». Pero intuía el revuelo y escándalo que provocarían aquellas palabras. Se estaban abriendo paso hacia sus labios. Pero era una mujer que, incluso in extremis, siempre recordaba la importancia de la imagen. Por lo tanto, había acariciado con los dedos la cabecita sin lavar y los hombros de la vociferante niña, y había dedicado una sonrisa radiante a sus espectadores. Para que cuando llegara el momento y la prensa amarilla husmeara ávidamente en su pasado a la busca de algún detalle desagradable para impedir su ascensión al poder, no consiguiera extraer nada a los presentes en el nacimiento de Charlotte.
Cuando descubrió que estaba embarazada, pensó en abortar. De pie entre los pasajeros de la línea Bakerloo, había leído el anuncio oblongo colocado sobre una ventana (CENTRO DE SALUD FEMENINO LAMBETH: TÚ ELIGES) y se preguntó sobre la posibilidad de un rápido desplazamiento al sur de Londres para poner punto final a las interminables dificultades que un embarazo causaría en su vida. Pensó en concertar una cita y utilizar un nombre falso. Pensó en alterar su apariencia y fingir un acento para la ocasión, pero rechazó todo ello como la fantasía histérica de una mujer cuyas hormonas estaban revolucionadas. «No tomes decisiones precipitadas —se dijo—. Medita cada posibilidad y averigua adónde conduce cada sendero».
Cuando lo hubo hecho, supo que lo único seguro era tener la niña y conservarla. Más tarde, cuando se presentara como la campeona de la familia, un aborto era algo que podría utilizarse con mucha facilidad en su contra. Otra posibilidad era darla a adoptar, pero no si iba a definirse como «una madre trabajadora como tantas de vosotras» en las campañas parlamentarias que, como ya había decidido, serían una parte importante de su futuro, Cabía la posibilidad de un aborto involuntario, pero estaba sana como una mula y todos sus órganos funcionaban a la perfección. En cualquier caso, un aborto involuntario en su pasado siempre podía desencadenar cuchicheos de duda innecesarios sobre su futuro: ¿Había hecho algo ella, una madre soltera, para ocasionar el aborto involuntario? ¿Había abusado de su cuerpo de alguna manera misteriosa? ¿Había un historial de drogas o alcohol que valía la pena examinar? La duda era perniciosa en la política.
Su primera intención había sido ocultar la identidad del padre a todo el mundo, incluido el propio padre, pero ver a Dennis Luxford por casualidad cinco meses después de Blackpool había estropeado aquel plan. Luxford no era idiota. Cuando, desde el otro extremo del vestíbulo central del Parlamento, le vio recorrer su cuerpo con la mirada, para luego clavar la vista en su cara, supo a qué conclusión había llegado. Se excusó ante el diputado cuya opción estaba solicitando para el Telegraph. Entró en el vestíbulo de los miembros, donde se puso a escribir un mensaje para otro diputado, con el fin de introducirlo después en su buzón, cuando Luxford se materializó a su lado.
—Debemos tomar un café —dijo él.
—Creo que no —contestó ella. Luxford la cogió por el codo—. ¿Por qué no pones anuncios, Dennis? —preguntó.
Sin mirar a las docenas de personas que pululaban alrededor, dejó caer la mano.
—Lo siento —dijo.
—No me cabe la menor duda —replicó Eve.
Le dejó bien claro que su intromisión en la vida de su hija nunca sería bien recibida. Aparte de una única llamada telefónica, un mes después del parto, en que intentó sin éxito discutir con ella acerca de un «acuerdo financiero» para Charlotte, Luxford no se había atrevido a inmiscuirse con ellas. Pensó que lo haría en diversas ocasiones. Primero, cuando se presentó al Parlamento. Luego, cuando se casó, poco tiempo después. Como no lo hizo y los años fueron transcurriendo, pensó que estaba libre.
«Pero nunca nos liberamos de nuestro pasado», admitió Eve en la habitación a oscuras de Charlotte. Levantó las piernas y respiró hondo. El peluche olía vagamente a mantequilla de cacahuete. Eve había dicho miles de veces a Charlotte que no comiera en el dormitorio. ¿La había vuelto a desobedecer? ¿Había ensuciado el juguete, un producto bastante caro de Selfridge’s, desoyendo los deseos de su madre? Eve bajó la cabeza hacia el erizo, hundió la cara en el pelaje y olfateó rápida, suspicaz y repetidamente. Olía a…
—¿Eve? —Los pasos cruzaron con celeridad la habitación. Eve sintió la mano de su marido en su hombro—. No. Así no. Sola no. —Alex intentó darle la vuelta en la cama. Ella se puso en tensión—. Déjame ayudarte.
Eve agradeció la oscuridad y el erizo, en cuyo pelaje podía esconder la cara.
—Pensé que estabas dormido —dijo.
Notó que la cama cedía bajo el peso de Alex, que se reclinó a su lado y adoptó una postura que abarcaba su cuerpo. La rodeó con el brazo.
—Lo siento. —Hablaba en voz baja y notó su aliento en la nuca—. ¿Qué?
—Desmoronarme.
Eve sintió la tensión que acompañaba a sus palabras. Buscó y no encontró una forma de decirle que no necesitaba su consuelo, sobre todo cuando el consuelo le hacía sufrir tanto. Alex continuó.
—No estaba preparado. No pensé que iba a acabar así. Charlie. —Cogió sus manos, aferradas a su vez al erizo—. Jesús, Eve. Ni siquiera puedo pronunciar su nombre sin tener la sensación de que caigo en un pozo sin fondo.
—La querías —susurró Eve.
—Ni siquiera se me ocurre cómo puedo ayudarte.
Ella le obsequió con la única verdad que existía:
—No puedes hacer nada por ayudarme, Alex.
Él apretó los labios contra su nuca. Su mano la oprimió con tal fuerza que los nudillos de Eve entrechocaron entre sí y tuvo que morder el erizo para contener un grito.
—Has de dejar de culparte —dijo Alex—. No lo hagas. Hiciste lo que consideraste mejor. No sabías qué iba a pasar. No podías saberlo. Yo te apoyé. Nada de policía. Los dos somos culpables.
—No permitiré que cargues con ese peso sola. Maldita sea. —Su voz tembló en la palabra «maldita».
Al oír el temblor, Eve se preguntó qué iba a hacer Alex durante los días siguientes. Era crucial mantenerle apartado de los periodistas. Descubrirían que ella no había telefoneado a la policía cuando Charlotte desapareció, y en cuanto empezaran a roer el hueso que significaba aquella información, llegarían a la médula de sus motivos para no informar a la policía. Una cosa era que la interrogaran a ella. Estaba acostumbrada a medirse con ellos, y aunque hubiera carecido de la habilidad de mentir con convicción, era la madre de la víctima, y si no quería responder a las preguntas espetadas por periodistas en plena calle, nadie llegaría a la conclusión de que intentaba eludirlos. Alex era otra cuestión.
Se lo imaginaba enzarzado en una disputa verbal con una docena de periodistas que le acribillaban a preguntas, cada una más incendiaria que la anterior. Se lo imaginaba enfurecido, fuera de control, y como resultado brotaría la historia que iban buscando. «Les diré por qué no telefoneamos a la jodida policía», aullaría. Y después, en lugar de emplear subterfugios, se ceñiría a la verdad. De forma involuntaria. Empezaría con algo parecido a «No telefoneamos a la policía por culpa de bastardos como ustedes». Lo cual les impelería a preguntar qué quería decir. «Su babosa necesidad de una historia sangrienta. Dios nos libre de ustedes cuando arden en deseos de encontrar una historia». ¿Intentaba, pues, salvar a la señora Bowen de un reportaje? ¿Por qué? ¿Qué historia? ¿Tiene algo que ocultar? «¡No! ¡No!». Y seguirían insistiendo, cada pregunta más comprometedora, más cerca del núcleo de la verdad. No se lo contaría todo, pero sí lo suficiente. Por lo tanto, era esencial, crucial, que no hablara con la prensa.
Necesitaba otro sedante, decidió Eve. Dos, probablemente, para dormir toda la noche. El sueño era tan esencial como el silencio. Sin él, una persona corría el peligro de perder el control. Empezó a levantarse, apoyándose sobre un codo. Cogió la mano de Alex y la apretó un momento contra su mejilla.
—¿Dónde…?
—Voy a buscar las píldoras que nos dio el médico.
—Aún no.
—El agotamiento no nos ayuda.
—Pero las píldoras sólo lo aplazan. Ya deberías saberlo.
Eve se puso en guardia e intentó leer en su cara el significado de aquellas palabras, pero la oscuridad que la había protegido le defendió ahora a él.
Alex se incorporó. Contempló un momento sus largas piernas, un tiempo que utilizó para serenarse. Por fin, la atrajo a su lado. La rodeó con un brazo y habló con la boca apretada contra su cabeza.
—Eve, escúchame. Aquí estás a salvo. ¿De acuerdo? Estás completamente a salvo conmigo.
«A salvo», pensó ella.
—Aquí, en esta habitación, puedes desahogarte. Yo no siento lo mismo que tú. No puedo, no soy su madre. No me arrogaría el comprender lo que siente una madre en un momento como este… pero yo la quería, Eve. Yo… —Calló. Eve lo oyó tragar saliva mientras intentaba dominar su dolor—. Si sigues tomando esas píldoras sólo aplazarías el momento del dolor. Es lo que has estado haciendo, ¿verdad? Lo has hecho porque yo me desmoroné. Por lo que dije la otra noche acerca de que no vivías en realidad aquí, sobre que no conocías a Charlie. Dios, cuánto lo siento. Perdí los estribos un momento, pero quiero que sepas que estoy aquí, a tu lado. Aquí puedes desahogarte.
Y luego esperó. Eve sabía lo que le tocaba hacer: buscar su ayuda, suplicar su consuelo e inventar una manifestación creíble de pena. En suma, tenía que fingir con acciones el dolor que no expresaba con palabras.
—Siente lo que necesites sentir —murmuró Alex—. Yo estaré a tu lado.
Eve buscó febrilmente una solución. Cuando la encontró, bajó la barbilla y relajó su cuerpo.
—No puedo… —Inhaló de manera audible—. Hay demasiado en mi interior, Alex.
—No me sorprende. Suéltalo poco a poco. Tenemos toda la noche.
—¿Me abrazarás?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
Eve estaba entre sus brazos. Le rodeó con los suyos.
—He pensado que debí ser yo —dijo con la boca apretada contra su hombro—. No Charlotte. Yo.
—Eso es normal. Eres su madre.
La meció. Eve volvió la cabeza hacia él.
—Me siento muerta por dentro. ¿Qué importaría si el resto de mí muriera?
—Sé cómo te sientes. Lo comprendo.
Alex le acarició el pelo. Apoyó la mano sobre su nuca. Eve levantó la cabeza.
—Abrázame, Alex. No dejes que me desmorone.
—Lo haré.
—Quédate conmigo.
—Siempre. Ya lo sabes.
—Por favor.
—Sí.
—No me dejes.
—No.
Cuando sus bocas se encontraron, pareció la conclusión lógica de la conversación sostenida. El resto fue fácil.
—Así que dividieron el condado en cuadrantes —dijo Havers por teléfono—. El sargento de aquí, un tipo llamado Stanley, tiene a todos los agentes registrando las granjas, pero Payne piensa…
—¿Payne? —preguntó Lynley.
—El detective Payne. Me esperó en la comisaría de Wootton Cross. Es del DIC de Amesford.
—Ah. Payne.
—Piensa que ceñirnos sólo a las maquinarias de las granjas es poco productivo. Dice que la grasa encontrada bajo las uñas podría proceder de otras cosas. Las exclusas del canal, un aserradero, un molino de maíz, una caravana, un muelle. A mí me parece razonable.
Lynley cogió con aire pensativo la grabadora que descansaba sobre su escritorio, entre otras tres fotografías de Charlotte Bowen que su madre le había entregado, el contenido del sobre que St. James le había dado en Chelsea, las fotografías e informes recogidos por Hillier y su propio compendio escrito de todo cuanto St. James le había relatado en su cocina. Eran las once menos trece minutos y acababa de tomar una taza de café cargado, cuando Havers le telefoneó desde su alojamiento en Wiltshire con el escueto anuncio de «Me alojo en un BB de la localidad. El Lark’s Haven, señor», y con un igualmente escueto número de teléfono, antes de explicar los datos que había reunido. Lynley había tomado notas. Apuntó la grasa de eje, la mosca y el tiempo aproximado que el cadáver llevaba en el agua, así como una lista de nombres, desde Wootton Cross a Devises, cuando la advertencia de Havers sobre la investigación restringida del sargento Stanley le recordó algo que ya había oído aquella noche.
—Espere un momento, sargento —dijo, y pulsó el botón de reproducción de la grabadora para escuchar una vez más la voz de Charlotte Bowen.
«Cito —dijo la niña—: Este hombre dice que tú puedes sacarme de aquí. Dice que debes contar una historia a todo el mundo. Dice…».
—¿Esa es la niña? —preguntó Havers.
—Espere.
Lynley rebobinó la cinta hacia adelante. La voz se convirtió en un gorjeo por un momento. Lynley disminuyó la velocidad. La voz prosiguió.
«No tengo retrete, pero hay ladrillos. Un poste de mayo». Lynley detuvo la cinta.
—¿Lo ha oído? —preguntó—. Parece que habla del lugar donde la retenían.
—¿Ha dicho ladrillos y un poste de mayo? Sí. Ya lo tengo. Vaya usted a saber qué significa. —Un hombre habló al fondo. Lynley oyó que Havers tapaba el auricular con la mano. Después volvió a hablar, con voz alterada—. Señor, Robin piensa que los ladrillos y el poste de mayo pueden proporcionarnos una pista.
—¿Robín?
—Robin Payne. El detective de Wiltshire. Me alojo en el BB de su madre. Lark’s Haven. Ya se lo he dicho. Su madre es la propietaria.
—Ah.
—No hay ningún hotel en el pueblo, y como Amesford está a veintisiete kilómetros de distancia y del lugar donde encontraron el cuerpo, pensé…
—Sargento, su lógica es impecable.
—Muy bien. Sí. Claro.
Havers procedió a delinear su plan para el día siguiente. Primero el lugar donde fue encontrado el cadáver, después la autopsia, y luego reunión con el sargento Stanley.
—Haga algunas averiguaciones en Salisbury —dijo Lynley. Le habló de Alistair Harvie, su antagonismo hacia Eve Bowen, su presencia en Blackpool once años antes y su oposición a que en su distrito electoral fuera construida una cárcel—. Harvie es nuestro primer eslabón directo con la conferencia tory y Wiltshire —concluyó Lynley—. Puede que sea un eslabón demasiado conveniente, pero hay que investigarlo.
—Entendido —murmuró Havers—. Harvie… Salisbury. Lynley la imaginó garrapateando en su libreta. Al contrario que la de Nkata, sería de tapas de cartón y estaría gastada en los bordes. A veces, pensó, la mujer daba la impresión de vivir en otro siglo.
—¿Lleva encima el teléfono móvil, sargento? —preguntó con afabilidad.
—Que les den por el culo —replicó la sargento con idéntica afabilidad—. Odio esos trastos. ¿Cómo fue con Simon?
Lynley eludió la pregunta con un recitado de todos los hechos de su resumen.
—Encontró una huella dactilar en la grabadora —concluyó—. En el compartimiento de las pilas, lo cual le hace pensar que es auténtica. El S04 la está analizando, pero si obtienen un nombre y nos topamos con un delincuente recalcitrante detrás del secuestro, no me cabrá duda de que alguien le contrató para hacer el trabajo.
—Lo cual podría conducirnos a Harvie.
O a un montón de personas. El profesor de música. Los Woodward, Stone, Luxford, Bowen. Nkata está investigándolos a todos.
—¿Y Simon? ¿Todo va bien por allí, inspector?
—Están bien —admitió Lynley—. Muy bien.
Colgó y bebió el resto del café, que estaba a temperatura ambiente, y arrojó el vaso a la papelera. Postergó durante diez minutos pensar en su encuentro con St. James, Helen y Deborah, y durante aquel tiempo leyó de nuevo el informe policial de Wiltshire. Después organizó el material del caso en diferentes carpetas. Por fin, admitió que ya no podía huir del pensamiento de lo sucedido entre él y sus amigos en Chelsea.
Salió del despacho. Se dijo que su jornada había terminado. Estaba cansado y necesitaba aclarar sus ideas. Le apetecía un whisky. Tenía un nuevo CD de la Deutsche Grammophon que aún no había escuchado, y un montón de correo de la casa familiar de Cornualles que aún no había abierto. Necesitaba ir a casa.
Pero cuanto más se acercaba a Eaton Terrace, más sabía que debería desviarse hacia Onslow Square. Se resistió, repitiéndose una y otra vez que había tenido razón desde el primer momento, pero era como si el coche poseyera voluntad propia, porque pese a su determinación de ir a casa, echarse un whisky al coleto y calmarse con algunos acordes de Mussorgsky, se descubrió en South Kensington en lugar de Beigravia. Aparcó el coche a pocas puertas del edificio de Helen.
Estaba en el dormitorio, pero no se había acostado, pese a la hora. Tenía abiertas las puertas del ropero y los cajones de la cómoda puestos en el suelo. Daba la impresión de estar en pleno frenesí de limpieza doméstica o purga de indumentaria. Una caja de cartón grande descansaba entre la cómoda y el guardarropa. Helen estaba colocando con todo cuidado en su interior un trapezoide doblado de seda color ciruela, que Lynley reconoció como uno de sus camisones. En la caja ya había otras prendas, dobladas con esmero.
Lynley pronunció su nombre. Ella no levantó la vista. Sobre la cama había un periódico extendido, y cuando Helen habló se refirió a él.
—Ruanda —dijo—. Sudán, Etiopía. Desperdicio mi vida en Londres, con la ayuda económica de mi padre, mientras toda esa gente muere de hambre, disentería o cólera. —Le miró. Sus ojos brillaban, pero no de felicidad—. El destino es malvado, ¿verdad? Yo aquí, con todo esto. Ellos allí, sin nada. No puedo justificarlo, de modo que ¿cómo encontrar un equilibrio?
Se acercó al ropero y sacó la bata color ciruela a juego con el camisón. La dejó sobre la cama, anudó el cinturón y empezó a doblarla.
—¿Qué estás haciendo, Helen? —preguntó Lynley—. No pensarás en…
Cuando ella levantó la vista, su rostro inexpresivo le dejó sin palabras.
—¿Ir a África? —dijo Helen—. ¿Ofrecer mi ayuda a alguien? ¿Yo? ¿Helen Clyde? Qué absurdo.
—No quería decir…
—Dios mío, si lo hiciera estropearía mi manicura. —Dejó la bata con las demás prendas, volvió al ropero, corrió cinco perchas y sacó un traje de baño coralino—. En cualquier caso, sería impropio de mí intentar ser útil a expensas de mis uñas, ¿verdad?
Dobló el traje de baño. El cuidado con que extraía cada prenda reveló a Lynley lo mucho que debían decirse. Empezó a hablar.
Ella le interrumpió.
—He pensado que, al menos, podría enviarles algo de ropa. Al menos podría hacer eso. Y haz el favor de no decirme lo ridícula que soy.
—No había pensado en eso.
—Sé lo que parezco: María Antonieta ofreciendo pastel a los campesinos. ¿Qué demonios va a hacer una pobre africana con una bata de seda, cuando lo que necesita es comida, medicinas y techo, por no mencionar esperanza?
Terminó con el traje de baño y lo puso en la caja. Volvió al ropero y rebuscó en las perchas. A continuación, eligió un traje de lana. Lo llevó a la cama. Lo cepilló, comprobó todos los botones, descubrió uno flojo, se acercó a la cómoda, buscó en uno de los cajones que había en el suelo y extrajo una cestita de paja. Sacó una aguja y un carrete de hilo. Lo intentó dos veces y no logró pasar el hilo por el ojo.
Lynley cogió la aguja.
—No hagas esto por mi culpa —dijo—. Tenías razón. Me enfureció que me hubieras mentido, no la muerte de la niña. Siento todo lo sucedido.
Helen agachó la cabeza. La luz de una lámpara posada sobre la cómoda se reflejó en su cabello. Cuando se movió un color similar al del coñac destelló entre sus mechones.
—Quiero creer que lo que has visto esta noche es lo peor de mí —continuó Lynley—. En lo tocante a ti, pierdo los estribos. Olvido mis buenos modales. Lo que viste fue el resultado. No estoy orgulloso de ello. Perdóname, por favor.
Helen no contestó. Lynley deseó estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla porque tuvo miedo, por primera vez, del significado de que ella le rechazara. Esperó, con el corazón agitado.
Cuando Helen habló, lo hizo en voz baja. Tenía la cabeza inclinada y la mirada fija en la caja llena de ropa.
—Una justa indignación se apoderó de mí durante la primera hora. Cómo se atreve, pensé. ¿Qué clase de dios cree que es?
—Tenías razón. Helen, tenías razón.
—Pero Deborah me aclaró las cosas. —Cerró los ojos como si quisiera desterrar una imagen. Carraspeó, como para rechazar una emoción—. Simon no quiso intervenir desde el primer momento. Les dijo al instante que acudieran a la policía, pero Deborah le convenció de que investigara. Ahora ella se siente responsable de la muerte de Charlotte. Ni siquiera permitió que Simon se deshiciera de la fotografía. Se la llevó arriba cuando me marché.
Lynley no creía que pudiera sentirse peor después de la escena, pero comprobó que estaba equivocado.
—Arreglaré las cosas como sea —dijo—. Con ellos. Con nosotros.
—Has asestado a Deborah una especie de golpe mortal, Tommy. No sé lo que es, pero Simon sí.
—Hablaré con él. Hablaré con los dos. Juntos o por separado. Haré todo lo necesario.
—Tendrás que hacerlo, pero no creo que Simon quiera verte hasta pasado un tiempo.
—Le concederé unos días.
Esperó a que ella le hiciera una señal, aunque sabía que era una cobardía por su parte. Como la señal no llegó, comprendió que el siguiente paso, por difícil que fuera, le correspondía a él. Levantó la mano hacia la menuda e indefensa curva de su hombro.
—Esta noche me gustaría estar sola, Tommy —musitó Helen.
—Está bien —contestó Lynley, aunque sabía que no era así y nunca lo sería.
Salió a la noche.