Cuando Lynley llegó a Devonshire Place Mews, comprobó que Hillier ya había complacido las exigencias del ministro del Interior y dispuesto una operación eficaz. Se habían colocado vallas a la entrada de los callejones. Estaban custodiadas por un agente de policía, mientras que otro vigilaba la puerta principal de la casa de Eve Bowen.
Detrás de las vallas, y ocupando Marylebone High Street, los medios de comunicación se agolpaban en el crepúsculo. Estaban representados por varios equipos de televisión, dedicados a colocar luces para filmar a sus reporteros, periodistas que ladraban preguntas al policía más cercano, y fotógrafos que esperaban, inasequibles al desaliento, la oportunidad de tomar fotos a cualquiera relacionado con el caso.
Cuando Lynley paró el Bentley para enseñar su identificación al guardia de la valla, los reporteros se precipitaron hacia el coche. Dispararon decenas de preguntas a la vez. ¿Se calificaba la muerte de homicidio? En ese caso, ¿ya había sospechosos? ¿Era cierto el rumor de que la hija de Bowen iba a dormir a casa de alguna amiga siempre que estaba enfadada? ¿Trabajaría Scotland Yard con la policía local? ¿Era cierto que iban a buscar pruebas importantes a casa de la diputada aquella noche? ¿Querría el inspector Lynley comentar algunos aspectos del caso, relacionados con maltratos infantiles, trata de blancas, culto al diablo, pornografía y sacrificios rituales? ¿Sospechaba la policía que el IRA estaba implicado? ¿Había sido violada la niña antes de morir?
—Sin comentarios —dijo Lynley—. Agente, haga el favor de abrirme camino.
Entró con el Bentley en Devonshire Place Mews.
Cuando salió del coche, oyó pasos veloces que avanzaban en su dirección. Se volvió y vio al detective Winston Nkata, que se aproximaba desde el extremo opuesto de la callejuela.
—¿Y bien? —dijo Lynley cuando Nkata se reunió con él.
—Nada de particular. —Nkata inspeccionó la calle—. Todo el mundo está en casa, salvo en dos, pero nadie vio nada. Todos conocían a la chiquilla, parece que era muy simpática y le gustaba charlar con cualquiera que le hiciera caso, pero nadie la vio el miércoles pasado. —Nkata introdujo una pequeña libreta forrada en piel en el bolsillo interior de su chaqueta, seguida de un lápiz—. Sostuve una larga conversación con un pensionista confinado en su cama, en el primer piso del veintitrés, ¿lo ve? Casi siempre tiene el ojo puesto en la calle. Dijo que no había visto nada anormal la semana pasada. Las idas y venidas habituales. El cartero, el lechero, los inquilinos, todo eso. Según él, las idas y venidas de la casa Bowen funcionan como un reloj, de modo que se habría enterado si algo raro hubiera sucedido.
—¿Algún dato sobre vagabundos en el barrio?
Lynley contó a Nkata lo que St. James le había dicho. Nkata negó con la cabeza.
—Ni un susurro. Y ese viejo del que le he hablado se habría acordado. Sabe lo que pasaba en el barrio de pe a pa. Hasta me contó a quién le gusta hacérselo con jóvenes del sexo opuesto cuando su hombre no está en casa. Lo cual, me aseguró, sucede tres o cuatro veces a la semana.
—Has tomado buena nota de eso, ¿verdad?
Nkata sonrió y alzó una mano en señal de negativa.
—Últimamente mi vida está tan limpia como el jabón. Desde hace seis meses. Nada que yo no quiera se pega al chico favorito de mi mamá. Palabra.
—Me alegra saberlo. —Lynley señaló en dirección a la casa de Eve Bowen—. ¿Ha entrado o salido alguien?
—El ministro del Interior ha pasado dentro una hora. Después, un tío alto y flaco, con un peinado muy formal. Estuvo unos tres cuartos de hora, tal vez más. Trajo un montón de libretas y carpetas, y se marchó con un vejestorio entrado en carnes, con una bolsa de lona. La metió en el coche y salieron disparados. El ama de llaves, diría yo, a juzgar por su apariencia. Lloraba con la cara oculta tras la manga del jersey. Puede que ocultara la cara a los fotógrafos.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. A menos que alguien haya aterrizado en paracaídas en el jardín trasero. Lo cual no me extrañaría. ¿Cómo es posible que hayan llegado tan deprisa?
Nkata señaló a los periodistas.
—Con la ayuda de Mercurio o desmaterializados desde el Enterprise. Tú eliges.
—Ojalá hubiera tenido tanta suerte. Pillé un atasco delante de Buckingham. ¿Por qué no trasladan ese maldito lugar a otra parte de la ciudad? Está metido en mitad de una glorieta y sólo sirve para estorbar el tráfico.
—Algunos miembros del Parlamento dirían que es una metáfora muy precisa, Winston —comentó Lynley—. Seguro que la señora Bowen no, diría yo. Vamos a hablar con ella.
El agente que vigilaba la puerta echó un vistazo a la identificación de Lynley antes de dejarles entrar. Dentro, otra agente estaba sentada en una silla de mimbre situada al pie de la escalera. Estaba haciendo el crucigrama del Times, y se puso en pie, con un diccionario en la mano, cuando Lynley y Nkata entraron. Les condujo hasta una sala de estar que se abría a un comedor. Había comida preparada sobre la mesa: costillas de cordero en su jugo, jalea de menta, guisantes y patatas. Se habían dispuesto dos cubiertos. Había una botella de vino abierta. Pero nadie había comido ni bebido nada.
Al otro lado de la mesa, unas puertas cristaleras se abrían al jardín trasero. Había sido diseñado como patio, con piedras de terracota en el suelo, bordeadas de macizos de flores bien cuidados, y una pequeña fuente que chorreaba agua en su centro. Eve Bowen estaba sentada a una mesa de hierro verde, situada a la izquierda de las ventanas, con una libreta de anillas abierta delante de ella y una copa a un lado, medio llena de vino color rubí. Cinco libretas más estaban apiladas sobre una silla cercana.
—Subsecretaria Bowen, New Scotland Yard —anunció la agente, y no hubo más presentaciones. Cuando Eve Bowen levantó la vista, la agente volvió a entrar en la casa.
—He hablado con el señor St. James —dijo Lynley después de identificarse y hacer lo mismo con Nkata—. Hemos de hablar con usted sin ambages. Tal vez sea doloroso, pero no hay otra forma.
—Así que se lo ha contado todo.
Eve Bowen no miró ni a Lynley ni a Nkata, quien sacó la libreta del bolsillo y preparó el lápiz. La mujer siguió con la vista clavada en los papeles que tenía delante, separados de la libreta. Ya no había bastante luz para leer, y tampoco fingió hacerlo. Se limitó a pasar el dedo por el borde de un papel y aguardó la reacción de Lynley.
—En efecto —dijo Lynley.
—¿Ha revelado muchas cosas a la prensa?
—No tengo la costumbre de hablar con los medios de comunicación, si eso la preocupa.
—¿Ni siquiera cuando los medios garantizan el anonimato?
—Señora Bowen, no me interesa revelar sus secretos a la prensa. Bajo ninguna circunstancia. De hecho, no me interesan sus secretos para nada.
—¿Ni siquiera por dinero, inspector?
—Exacto.
—¿Ni siquiera cuando le ofrecen más de lo que gana como policía? ¿Tres o cuatro meses de sueldo serían un bonito soborno, una circunstancia lo bastante tentadora para que se encontrara poseído de repente por un interés insaciable en todos y cada uno de mis secretos?
Lynley intuyó más que vio la mirada de Nkata. Sabía lo que este estaba esperando: la réplica furibunda del inspector Lynley por aquel insulto a su integridad, por no mencionar la réplica furibunda de lord Asherton al insulto, más grave aún, a su cuenta corriente.
—Me interesa lo sucedido a su hija. Si su pasado está relacionado con ello, se hará público tarde o temprano. Ya puede prepararse para eso. Me atrevería a decir que no será tan doloroso como lo que ya ha pasado. ¿Podemos hablar del tema?
La mujer le dedicó una mirada calculadora, en la cual Lynley no leyó nada, ni la menor emoción en los ojos protegidos por las gafas. Al parecer, la diputada había tomado ya alguna decisión, porque bajó la barbilla unos centímetros, como si asintiera.
—Telefoneé a la policía de Wiltshire. Anoche fuimos directamente a identificarla.
—¿Fuimos?
—Mi marido y yo.
—¿Dónde está el señor Stone?
La mujer extendió la mano hacia la copa de vino, pero no la tocó.
—Alex está arriba. Sedado. Ver a Charlotte anoche… La verdad, creo que durante todo el trayecto hasta Wiltshire abrigó la esperanza de que no fuera ella. Creo que hasta llegó a convencerse. Cuando vio por fin el cadáver, reaccionó mal. —Acercó más la copa, deslizándola sobre el cristal que cubría la superficie de la mesa—. Como cultura, esperamos demasiado de los hombres, y no lo bastante de las mujeres.
—Nadie sabe cómo reaccionará ante una muerte —dijo Lynley—. Hasta que ocurre.
—Supongo que es así. —Giró un poco la copa y observó la forma en que el movimiento afectaba al contenido—. La policía de Wiltshire sabía que se había ahogado, pero no nos dijeron nada más. Ni dónde ni cuándo ni cómo. Sobre todo esto último, lo que me resulta bastante curioso.
—Han de esperar a los resultados de la autopsia —explicó Lynley.
—Dennis fue el primero en telefonear. Dijo que había visto el reportaje en el telediario.
—¿Luxford?
—Dennis Luxford.
—El señor St. James me dijo que usted le creía implicado.
—Aún lo creo —corrigió la diputada.
Apartó la mano de la copa y empezó a ordenar los papeles de la mesa con movimientos de sonámbula. Lynley se preguntó si también le habrían administrado sedantes, al observar la lentitud de sus reacciones.
—Según tengo entendido, inspector, no existen pruebas de que Charlotte haya sido asesinada.
Lynley se sintió reacio a verbalizar sus sospechas, pese a haber visto las fotografías.
—Sólo la autopsia revelará con exactitud lo que sucedió.
—Sí, por supuesto. El método policial oficial. Comprendo. Pero yo vi el cuerpo. Yo…
Los extremos de sus dedos palidecieron cuando los apretó sobre la superficie de la mesa. Pasó un momento antes de que continuara, y durante aquel momento se oyeron con toda claridad las voces ahogadas de los reporteros apostados en Marylebone High Street.
—Yo vi todo el cuerpo, no sólo la cara. No tenía ninguna marca. En ningún sitio. Ninguna marca significativa. No la habían atado. No la habían sujetado con fuerza. No se había debatido contra alguien que la retuviera bajo el agua. ¿Qué le sugiere eso, inspector? A mí me sugiere un accidente.
Lynley no la contradijo abiertamente. Sentía más curiosidad por ver en qué dirección se encaminaban sus pensamientos, que ansia por corregir sus ideas erróneas sobre ahogos accidentales.
—Creo que su plan se torció —dijo Eve Bowen—. Tenía la intención de retenerla hasta que yo accediera a sus exigencias. Después, la habría liberado sana y salva.
—¿Se refiere al señor Luxford?
—No la habría matado ni ordenado que la mataran. La necesitaba viva para asegurarse mi colaboración. Pero algo salió mal y ella murió. Charlotte no sabía qué estaba pasando. Tal vez escapó. Habría sido muy propio de Charlotte escaparse. Tal vez echó a correr. Estaba en el campo y no conocía el terreno. Ni siquiera sabía que había un canal, porque nunca había ido a Wiltshire.
—¿Sabía nadar?
—Sí, pero si iba corriendo… Si tropezó, cayó y se golpeó la cabeza… Supongo que pudo pasar así.
—No descartamos nada, señora Bowen.
—¿Incluyendo a Dennis?
—Y a todos los demás.
La mujer desvió la vista hacia los papeles y siguió ordenándolos.
—No hay nadie más.
—No podemos extraer esa conclusión sin examinar exhaustivamente todos los hechos —dijo Lynley. Acercó una de las tres sillas que no estaban ocupadas. Indicó con un gesto a Nkata que tomara asiento—. Veo que se ha traído trabajo a casa.
—¿Es el primer hecho que debe examinar? ¿Por qué está la subsecretaria sentada tranquilamente en su jardín, rodeada de trabajo, mientras su marido, que ni siquiera es el padre de la niña, está en su dormitorio postrado de dolor?
—Supongo que sus responsabilidades son enormes.
—No. Supone que soy despiadada. Es la conclusión más lógica, ¿verdad? Ha de observar mi comportamiento. Es parte de su trabajo. Ha de preguntarse qué clase de madre soy. Está buscando a la persona que secuestró a mi hija, y por lo que sabe hasta el momento, puede que yo lo haya organizado. ¿Cómo, si no, sería capaz de estar sentada aquí, mirando papeles como si no hubiera pasado nada? No parezco tan desesperada como para mesarme los cabellos de dolor, ¿verdad?
Lynley se inclinó hacia ella y posó la mano cerca de la suya, sobre el montón de papeles.
—Compréndame —dijo—. No todos mis comentarios son juicios de valor, señora Bowen.
Ella tragó saliva.
—En mi mundo sí.
—Es su mundo del que tenemos que hablar.
Los dedos de Eve Bowen empezaron a engarfiarse sobre los papeles, como si hubiera decidido arrugarlos. Al parecer le costó un gran esfuerzo relajarlos de nuevo.
—No he llorado —dijo—. Era mi hija. No he llorado. Él me mira. Espera que derrame lágrimas, porque podrá consolarme si le doy lágrimas, y hasta que lo haga estará perdido por completo. Ha perdido el centro. No tiene nada a qué aferrarse. Porque no puedo llorar.
—Aún está bajo los efectos de la conmoción.
—No. Eso es lo peor. No estar conmocionada cuando alguien lo espera. Médicos, familia, colegas. Todos esperan una demostración adecuada de tormento materno, para saber qué deben hacer a continuación.
Lynley sabía que serviría de poco explicar a la diputada algunas de las innumerables reacciones ante la muerte súbita que había presenciado a lo largo de los años. Era cierto que su reacción ante la muerte de su hija no era lo que él habría esperado de una madre cuya hija de diez años ha sido secuestrada, retenida y encontrada muerta, pero sabía que su ausencia de emoción no hacía su reacción menos auténtica. También sabía que Nkata estaba tomando buena nota, pues el detective había empezado a escribir en cuanto Eve Bowen se puso a hablar.
—Alguien investigará al señor Luxford —dijo—, pero no quiero que investigarle excluya a otros posibles sospechosos. Si el secuestro de su hija fue el primer paso para apartarla del poder político…
—Entonces habrá que pensar en quién más, aparte de Dennis, estaría interesado en esa posibilidad —concluyó la diputada—. ¿Me equivoco?
—No. Hemos de pensar en eso. Así como en las pasiones que impulsarían a alguien a apartarla del poder. Celos, codicia, ambición política, venganza. ¿Ha frustrado a alguien de la oposición?
Los labios de Eve Bowen esbozaron una breve e irónica sonrisa.
—En el Parlamento los enemigos no se sientan ante el objeto de su antipatía, inspector. Se sientan detrás, con el resto del partido.
—Para apuñalar mejor por la espalda —comentó Nkata.
—Sí, exacto.
—Su ascensión al poder ha sido relativamente fulgurante, ¿no? —dijo Lynley.
—Seis años.
—¿Desde su primera elección? —Cuando ella asintió, continuó—: Un aprendizaje muy breve. Otros han estado sentados durante años en escaños de menor prestigio. Otros que tal vez han sentido la tentación de llegar al gobierno antes que usted.
—No soy el primer caso de un diputado joven que se adelanta a los de mayor edad. Es una cuestión tanto de talento como de ambición.
—Ya, pero alguien con la misma ambición y que se considere bendecido con el mismo talento, puede haber sentido cierto regusto cuando usted le adelantó en la carrera hacia el gobierno. Tal vez el regusto se transformara en un fuerte deseo de verla caer en desgracia mediante la paternidad de Charlotte. Si ese es el caso, hemos de buscar a alguien que haya estado también en Blackpool durante la conferencia tory, cuando su hija fue concebida.
Eve Bowen ladeó la cabeza y le examinó con atención.
—El señor St. James se lo contó todo, ¿verdad? —dijo con cierta sorpresa.
—Ya he dicho que hablé con él.
—No obstante, pensaba que le habría ahorrado los detalles más sórdidos.
—No habría podido progresar sin saber que el señor Luxford y usted fueron amantes en Blackpool.
La mujer alzó un dedo.
—Compañeros sexuales, inspector. Dennis Luxford y yo nunca fuimos amantes.
—Como quiera llamarlo, alguien sabe lo que pasó entre ustedes. Ese hombre…
—O esa mujer —apuntó Nkata.
—O esa mujer —convino Lynley—. Alguien sabe que Charlotte fue el resultado. Sea quien sea esa persona, estuvo en Blackpool en aquella ocasión, tiene una deuda pendiente con usted y es muy probable que quiera ocupar su puesto.
La mujer pareció retraerse mientras reflexionaba sobre la descripción efectuada por Lynley del posible secuestrador.
—Joel sería el primero que querría ocupar mi puesto —dijo—. Se ocupa de casi todos mis asuntos. Pero es improbable que…
—¿Joel? —dijo Nkata mientras anotaba—. ¿Su apellido, señora Bowen?
—Woodward, pero es demasiado joven. Sólo tiene veintinueve años. No pudo estar en la conferencia de Blackpool. A menos, claro, que su padre asistiera. Puede que haya ido con su padre.
—¿Quién es?
—Julian. El coronel Woodward. Es el presidente de mi asociación electoral. Ha trabajado para el partido durante décadas. No sé si estuvo en Blackpool, pero es posible. Y puede que también Joel. —Levantó la copa pero no bebió. La sostuvo con ambas manos mientras hablaba—. Joel es mi ayudante. Abriga ambiciones políticas y en ocasiones chocamos. Aun así… —Meneó la cabeza, como si desechara la consideración—. No creo que sea Joel, Conoce mis horarios mejor que nadie. También los de Alex y Charlotte. Es parte de su trabajo. Pero hacer esto… ¿Cómo habría podido hacerlo? Todos estos días ha estado en Londres trabajando.
—¿Todo el fin de semana? —preguntó Lynley.
—¿Qué quiere decir?
—El cadáver fue encontrado en Wiltshire, pero eso no significa que Charlotte fuera retenida en Wiltshire desde el miércoles. Pudo estar en cualquier sitio, incluido Londres. Pudieron transportarla a Wiltshire en algún momento del fin de semana.
—Quiere decir después de muerta —sugirió Eve Bowen.
—No necesariamente. Si la retenían en la ciudad y el lugar se volvió peligroso por algún motivo, es posible que la trasladaran.
—Entonces, el que la trasladó debía conocer Wiltshire. Si la escondieron allí antes de… antes de lo que pasó.
—Sí. Añada eso a la ecuación. Alguien de la época de Blackpool. Alguien que envidia su posición. Alguien con un interés oculto. Alguien que conoce Wiltshire. ¿Lo conoce Joel, o su padre?
La mujer estaba contemplando sus papeles, pero de repente fue como si se abstrajera.
—Joel mencionó… —dijo para sí—. El jueves por la noche dijo.
—¿Ese Woodward tiene alguna relación con Wiltshire? —preguntó Nkata antes de seguir con sus notas.
—No. No es Joel. —Removió los papeles y los metió en su agenda. Sacó otro del montón que descansaba sobre la silla contigua—. Es una prisión. Él no la quiere. Me ha pedido en repetidas ocasiones que nos reunamos para hablar del asunto, pero le he dado largas porque… Blackpool. Pues claro que estaba en Blackpool.
—¿Quién? —preguntó Lynley.
—Alistair Harvie. Estuvo en Blackpool. Le entrevisté para el Telegraph. Yo solicité la entrevista. Acababan de elegirle diputado, no tenía pelos en la lengua y era un descarado. Muy elocuente, inteligente y apuesto. El chico guapo del partido. Corrían rumores de que no tardaría en ser nombrado secretario personal del ministro de Asuntos Exteriores, y aún más rumores de que sería primer ministro al cabo de quince años. Yo quería entrevistarle en profundidad. Accedió y concertamos una cita. En su habitación. Usted ha de conocerme, dijo, y la reciprocidad es lo ideal, ¿no es cierto?, de manera que yo también quiero conocerla, conocerla íntimamente. Creo que me reí de él. Dudo que fingiera no haberle entendido bien para evitarle el ridículo. Ese tipo de avances por parte de un hombre siempre me han puesto la piel de gallina.
Encontró lo que buscaba en la segunda libreta que sacó de la pila.
—Es una prisión —dijo—. Está en proyecto desde hace dos años. Será cara, de diseño. Alojará a tres mil hombres. A menos que pueda impedirlo, será construida en el distrito electoral de Alistair Harvie.
—¿Cuál es? —preguntó Lynley.
—Está en Wiltshire.
Nkata dobló su cuerpo larguirucho para entrar en el Bentley, con un pie apoyado todavía en la acera. Dejó la libreta en equilibrio sobre la rodilla y siguió escribiendo.
—Convierte eso en algo que Hillier pueda leer —dijo Lynley—. Envíaselo por la mañana. Esquívale, si puedes. No nos va a dejar en paz ni un momento, pero vamos a intentar mantenerle a distancia.
—De acuerdo. —Nkata alzó la cabeza para observar la fachada de la casa de Eve Bowen—. ¿Qué opina?
—Primero Wiltshire.
—¿Ese tal Harvie?
—Es un buen lugar para empezar. Diré a Havers que se ocupe de ello.
—¿Y aquí?
—Investigaremos. —Lynley reflexionó sobre todo lo que St. James les había contado—. Empieza a buscar relaciones dobles, Winston. Hemos de saber quién está relacionado con Bowen y, a la vez, con Wiltshire. Ya tenemos a Harvie, pero parece demasiado bueno para ser verdad, ¿no? Investiga a Luxford y a los Woodward. Investiga al profesor de música de Charlotte, Chambers, ya que fue el último en verla, y a Maguire, el ama de llaves.
Y también al padrastro, Alexander Stone.
—¿Cree que no estaba tan afectado como la señora Bowen quiso que creyéramos?
—Creo que todo es posible.
—¿Incluyendo la implicación de la Bowen?
—Investígala a ella también. Si el Ministerio del Interior estaba buscando un lugar en Wiltshire para construir la bendita prisión, habrán enviado un comité para estudiar posibles emplazamientos. Si ella formaba parte de ese comité, conocerá un poco el terreno. Puede que también supiera dónde ordenar a alguien que retuviera a su hija, si estaba detrás del secuestro.
—Eso implica una gran incógnita. Si ella arregló el rapto, ¿qué esperaba ganar?
—Es un animal político —contestó Lynley—. Cualquier respuesta a esa pregunta saldrá de la política.
—Si Luxford publicaba la historia, estaba acabada.
—Eso es lo que se nos lleva a creer, ¿no te parece? Todo se centra en lo que ella se arriesgaba a perder, y según St. James, todos los principales implicados, salvo el profesor de música, lo han dejado claro desde el principio. Por lo tanto, lo tendremos presente, pero no tomar la ruta que nos han dejado tan nítida suele reportar ventajas. Vamos a investigar también lo que la diputada Bowen podía ganar.
Nkata dejó de tomar notas con un punto y aparte minucioso. Devolvió la libreta y el lápiz a su bolsillo. Salió del coche. Una vez más, examinó la fachada de la casa, donde el solitario agente se erguía con los brazos cruzados sobre el pecho.
Se inclinó para ofrecer su último comentario por la ventanilla del coche.
—Esto podría ponerse muy desagradable, ¿verdad, inspector? —dijo.
—Ya lo es —confirmó Lynley.
Un desvío hacia el oeste desde su vivienda de Chalk Farm hasta Hawthorne Lodge, en Greenford, llevó a Barbara Havers a la M4 bastante después de la hora punta. No tardó en descubrir que su maniobra había sido inútil. Justo antes de Reading, una colisión entre un Range Rover y un camión cargado de tomates había reducido la autopista a una lenta procesión a través del diluvio escarlata. Cuando vio la interminable hilera de luces de freno que se extendía hasta el horizonte, Barbara cambió la marcha, manipuló los botones de la radio hasta encontrar una emisora que pudiera explicarle lo que estaba pasando, y se dispuso a esperar. Había estudiado el plano antes de salir, y sabía que podía salir de la autovía y probar suerte con la A4 en caso necesario, pero eso significaba llegar a una salida, siempre una empresa difícil en situaciones similares.
—Mierda —masculló.
Pasaría un siglo antes de que consiguiera escapar del caos, y su estómago exigía ya atenciones inmediatas.
Sabía que tendría que haberse preparado y engullido algo antes de marchar. No obstante, en aquel momento la perspectiva de una cena apresurada no le había parecido tan importante como embutir algunas mudas y un cepillo de dientes en su bolsa de viaje, así como pasar por Greenford antes del trayecto a Wiltshire, con el propósito de comunicar a su madre la gran noticia. «Estoy al frente de una rama de la investigación, mamá. ¿Qué te parece?». Estar al frente de algo más significativo que ir a buscar bocadillos para Lynley significaba un gran acontecimiento en la vida de Barbara. Tenía ganas de compartirlo con alguien.
Primero probó con los vecinos. Camino de su diminuto alojamiento al final del jardín de Eton Villas, se había detenido en la planta baja del edificio eduardiano para comunicar la noticia, pero ni Khalidah Hadiyyah (quien, a sus ocho años, era la compañera más frecuente de Barbara en barbacoas al aire libre, visitas al zoo y paseos en barca hasta Greenwich), ni su padre, Taymullah Azhar, estaban presentes para reaccionar con el debido embeleso ante la mejora de sus circunstancias profesionales. Había empacado sus pantalones, jerséis, ropa interior y cepillo de dientes, y se había dirigido hacia Greenford para contárselo a su madre.
Había encontrado a la señora Havers, junto con sus compañeros de Hawthorne Lodge, en el hueco que hacía las veces de comedor. Estaban congregados alrededor de la mesa con Florence Magentry (su cuidadora, enfermera, confidente, directora de actividades y amable carcelera), que les estaba ayudando a montar un rompecabezas tridimensional. Barbara vio que sería una mansión victoriana cuando estuviera terminado. En aquel momento parecía una reliquia de los bombardeos nazis.
—Es un gran desafío para todas nosotras —explicó la señora Flo, mientras se atusaba su cabello gris—. Movemos nuestros dedos alrededor de las piezas, y nuestras mentes establecen relaciones entre las formas que vemos, las que palpamos y las que necesitamos para montar el rompecabezas. Cuando esté terminado contemplaremos un maravilloso edificio, ¿verdad, queridas?
Hubo murmullos de asentimiento de las tres mujeres sentadas alrededor de la mesa, incluso de la señora Pendlebury, que estaba completamente ciega y cuya contribución a la actividad parecía consistir en mecerse en su silla y cantar a coro con Tammy Wynette, empeñada en ordenar que diera apoyo a su hombre desde el viejo estéreo de la señora Magentry. Sostenía una pieza del rompecabezas en la palma, pero en lugar de palpar su forma con los dedos, lo apretaba contra su mejilla y cantaba: «A veces es difícil ser mujer…».
Muy cierto, pensó Barbara. Cogió la silla que la señora Flo había dejado libre, al lado de su madre.
La señora Havers se había lanzado a la actividad con entusiasmo. Estaba intentando montar una pared de la mansión, y mientras tanto explicaba a la señora Salkild y la señora Pendlebury que la mansión en construcción era exactamente igual a una en que se había alojado durante su viaje a San Francisco el otoño anterior.
—Es una ciudad muy bonita —recitó—. Colinas arriba y colinas abajo, preciosos tranvías que trepan, gaviotas que vuelan en la bahía. Y el puente del Golden Gate, con la niebla que remolinea alrededor como azúcar hilado blanco… Una visión inolvidable.
Nunca había estado allí, pero en su mente había viajado a todas partes, y tenía media docena de álbumes llenos de folletos de viajes, de los que recortaba religiosamente fotos para demostrarlo.
_Mamá —dijo Barbara—, he venido a verte. Voy a Wiltshire. Me han asignado un caso.
—Salisbury está en Wiltshire —anunció la señora Havers—. Tiene una catedral. Me casé allí con mi Jimmy, ¿no lo sabías? ¿Te lo había dicho? Claro, la catedral no es victoriana como esta encantadora casa…
Extendió la mano hacia otra pieza con un veloz movimiento, como huyendo de Barbara.
—Mamá, quería verte porque es la primera vez que me asignan un caso. El inspector Lynley se ocupa de una rama en Londres, pero a mí me ha dado la otra. Estoy al frente.
—La catedral de Salisbury tiene una grácil aguja —continuó la señora Havers con tono más insistente—. Mide ciento treinta y cinco metros de altura. Imagina, la más alta de Inglaterra. La catedral en sí es única, porque fue planificada como una unidad y construida en cuarenta años. Pero la auténtica gloria del edificio…
Barbara cogió la mano de su madre. La señora Havers dejó de hablar, confusa y perpleja por aquel gesto inesperado.
—Mamá —dijo Barbara—, me han asignado un caso. ¿Me has oído? He de irme esta noche y pasaré unos días fuera.
—El mayor tesoro de la catedral es una de las tres copias originales de la Carta Magna —siguió la señora Havers—. Imagínate. La última vez que Jimmy y yo fuimos, aquel año celebrábamos nuestro trigésimo sexto aniversario, paseamos por los alrededores de la catedral y tomamos el té en un saloncito de Exeter Street. El local no era victoriano, como este maravilloso rompecabezas que estamos haciendo. Este rompecabezas es de una mansión de San Francisco. Es idéntica a la que estuve en el pasado otoño. San Francisco es muy bonito. Colinas arriba y colinas abajo. Preciosos tranvías. Y el puente del Golden Gate cuando la niebla desciende…
Soltó la mano de Barbara y colocó una pieza en su sitio.
Barbara la observó y vio que su madre la estaba examinando por el rabillo del ojo. Intentaba encontrar en el desorden de su mente un nombre o una etiqueta que colocar a aquella mujer algo rechoncha y desaliñada que se había sentado a su lado. A veces confundía a Barbara con Doris, su hermana muerta durante la Segunda Guerra Mundial. Otras veces la reconocía como su hija. En otras, como esta, daba la impresión de creer que si seguía hablando, de alguna manera podría evitar la inevitable admisión de que no tenía la menor idea de quién era Barbara.
—No vengo con suficiente asiduidad, ¿verdad? —preguntó Barbara a la señora Flo—. Antes me conocía. Cuando vivíamos juntas, siempre me conocía.
La señora Flo lanzó una risita.
—La mente es un misterio, Barbie. No debes culparte por algo que escapa a tu control.
—Pero si viniera más a menudo… A usted siempre la conoce, ¿verdad? Y a la señora Salkild, y a la señora Pendlebury. Porque la ve cada día.
—Te resulta imposible verla cada día, y no es por tu culpa. No es culpa de nadie. La vida es así. Cuando decidiste ser detective, no sabías que tu mamá se pondría así, ¿verdad? No lo hiciste para huir de ella, ¿no? Sólo seguiste tu vocación.
Pero se había alegrado de quitarse de encima el peso de su madre, admitió Barbara mentalmente. Y esa alegría era su segunda fuente de culpabilidad. La primera era el lapso de tiempo que transcurría entre cada visita a Greenford.
—Haces lo que puedes —dijo la señora Flo.
La verdad era que Barbara sabía que no.
Ahora, emparedada entre una caravana en forma de caracol y un camión diesel en la autovía, pensó en su madre y en que sus expectativas no se habían cumplido. ¿Qué esperaba que hiciera su madre cuando le anunciara la noticia? «Voy a dirigir una parte de la investigación, mamá». «Maravilloso, querida. Descorcha el champán».
Barbara registró su bolso en busca de los cigarrillos, con un ojo puesto en la carretera. Encendió el pitillo, dio una calada y celebró en soledad el pensamiento gratificante de estar relativamente al mando de su propia investigación. Trabajaría con el DIC local, por supuesto, pero sólo respondería ante Lynley. Como él estaba atado a las faldas de Hillier en Londres, la parte más sabrosa del caso le correspondería a ella: el lugar de los hechos, la evaluación de las evidencias, los resultados de la autopsia, la búsqueda del lugar donde habían retenido a la niña, el peinado de la campiña en busca de pruebas. Y la identidad del secuestrador. Estaba decidida a descubrirla, adelantándose a Lynley. Tenía ventaja sobre él, sería el golpe maestro de su carrera. Hora de ascender, habría dicho Nkata. Muy bien, pensó. Estaba radiante.
Por fin, pudo escapar de la M4 en la salida 12, al oeste de Reading. Se encontró en la A4, en línea recta hacia la ciudad de Marlborough, al sur de la cual estaba Wootton Cross, en cuya comisaría se había citado con los agentes del DIC de Amesford, a los cuales se les había asignado el caso. Ya iba con mucho retraso, y cuando por fin entró en el misérrimo aparcamiento situado detrás del cuadrado de ladrillos que pasaba por ser la comisaría de Wootton Cross, se preguntó si ya habrían marchado. La comisaría estaba a oscuras y parecía vacía (circunstancia nada extraña en un pueblo después del anochecer), y el único coche, además del suyo, era un viejo Escort, en tan mal estado como el Mini.
Aparcó el lado del Escort y abrió la puerta. Dedicó un momento a estirar sus músculos entumecidos, y admitió para sus adentros que había ventajas inherentes a trabajar con el inspector Lynley, la menor de las cuales no era su suntuoso automóvil. Una vez hubo relajado el cuerpo, se acercó a la comisaría y miró por el cristal polvoriento de la puerta trasera, cerrada con llave.
La puerta daba a un pasillo que conducía a la parte delantera del edificio. Había puertas abiertas a cada lado del pasillo, pero de ninguna surgía luz.
Habrán dejado una nota, pensó Barbara. Miró alrededor del rectángulo de cemento que servía de peldaño para asegurarse de que el viento no se la habría llevado. Sólo encontró una lata aplastada de Pepsi y tres condones utilizados (el sexo seguro era fantástico, pero no entendía por qué sus practicantes no acababan de dar el salto desde la protección precoito a la higiene poscoito), y se encaminó hacia la parte delantera del edificio. Se alzaba en una encrucijada de tres carreteras, que se adentraban en Wootton Cross y se encomiaban en la plaza del pueblo, en cuyo centro se elevaba una estatua de algún oscuro rey, al cual no parecía complacer demasiado que hubieran erigido un monumento en su memoria en una aldea aún más oscura. Estaba encarado con aire ceñudo hacia la comisaría, con la espada en una mano, el escudo en la otra, y la corona y los hombros salpicados abundantemente de deyecciones de paloma. Detrás de él, al otro lado de la calle, el pub King Alfred Arms le identificaba a aquellos capaces de sumar dos y dos. El pub estaba haciendo un buen negocio aquella noche, a juzgar por la música que atronaba por sus ventanas abiertas y el movimiento de cuerpos detrás de los cristales. Barbara pensó que era el sitio más lógico donde buscar a sus colegas, si la fachada de la comisaría no le revelaba nada.
Como así fue el caso. Un pulcro letrero colgado en la puerta informaba a aquellos que buscaban ayuda policial a horas intempestivas que debían telefonear a la comisaría de Amesford. De todos modos, Barbara llamó a la puerta, por si el equipo del DIC que la esperaba había decidido descabezar un sueñecito. Como no se encendieron luces en respuesta, supo que no le quedaba otra alternativa que hacer frente a la muchedumbre y la música (que recordaba, más o menos, a In the Mood, interpretada con entusiasmo, ya que no con calidad, por una orquesta de septuagenarios con capacidad pulmonar disminuida) del King Alfred Arms.
Odiaba entrar en pubs sola. Siempre se ponía nerviosa cuando todos los ojos se volvían hacia la recién llegada para efectuar una rápida evaluación. Tendría que acostumbrarse a aquellos repasos, si iba a tomar el mando de la investigación centrada en Wiltshire. En consecuencia, el pub King Alfred Arms era un lugar tan bueno como otro parta empezar.
Empezó a cruzar la calle y movió la mano en un gesto maquinal hacia su bolso y los cigarrillos, para suministrarse una dosis de valentía vía nicotina. Buscó en vano. Se detuvo en seco. Su bolso…
Comprendió que lo había olvidado en el coche, y tras volver sobre sus pasos mentalmente como Jefe Supremo del Equipo de Wiltshire, mientras se felicitaba por estar tan entusiasmada por afirmar sus credenciales, recordó que había dejado la puerta del coche abierta, el bolso dentro las llaves, por suerte, aún en el encendido.
—Mierda ——murmuró.
Dio media vuelta y regresó a toda prisa. Rodeó la comisaría, subió corriendo el camino particular, esquivó un vertedero y entró en el minúsculo aparcamiento. Fue en ese momento cuando bendijo sus silenciosas zapatillas de deporte.
Porque un hombre vestido de oscuro estaba inclinado dentro del Mini y, por lo que ella podía ver, se ocupaba en registrar minuciosamente su bolso.